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ArribaAbajoGuzmán el bueno

AUTORES CONSULTADOS. -Zúñiga, Anales de Sevilla. Mondéjar, Memorias de Alfonso el Sabio. Mariana, Crónicas de don Alonso, don Sancho su hijo, y don Fernando su nieto. Crónica de la casa de Medinasidonia, por Pedro de Medina. Ilustraciones a la casa de Niebla, por Pedro Barrantes Maldonado, obra inédita. Historia de la dominación de los árabes en España, por don José Conde.

Reinaba en Castilla Alfonso el Sabio, y era ya el tiempo en que la suerte había convertido las glorias de sus primeros años en una amarga serie de desventuras. Fue la señal de ellas su viaje a Francia en demanda del imperio de Alemania, pues aunque había arreglado las cosas para que en su ausencia no padeciese el Estado, todos los males se desataron a un tiempo para desconcertar las medidas de su prudencia. Los moros de Granada rompen las treguas ajustadas con él, y llamando en su ayuda a Abén Jucef, rey de Fez, inundan la Andalucía, llevándola toda a fuego y sangre; Don Nuño de Lara, comandante en la provincia, muere en una batalla; el Príncipe heredero, gobernador del reino, fallece en Villareal; y el arzobispo de Toledo don Sancho, que salió con un ejército a encontrar al enemigo, empeña un combate con más ardimiento que prudencia, y es hecho prisionero y después muerto.

Debió en tal conflicto la monarquía su salud a la actividad y acertadas medidas del infante don Sancho, hijo segundo del Rey, ayudado poderosamente del señor de Vizcaya don López Díaz de Haro, que con toda la nobleza castellana bajó al socorro del mediodía. Con don Lope vino entonces don Alonso Pérez de Guzmán, joven de veinte años, nacido en León, de don Pedro de Guzmán, adelantado mayor de Andalucía, y de una noble doncella llamada doña Teresa Ruiz de Castro4. El señor de Vizcaya atajó el ímpetu de los bárbaros, los derrotó junto a Jaén, y vengó la muerte del Arzobispo. Éste fue el primer combate en que se halló Guzmán; y no sólo se señaló por sus hechos entre todos, sino que también tuvo la fortuna de hacer prisionero al moro Abén Comat, privado de Jucef, lo cual fue gran parte para la conclusión de la guerra, porque vuelto Alfonso de su inútil viaje, y escarmentados los enemigos con aquel descalabro, empezaron a moverse condiciones de concierto; y Guzmán, que fue el ministro de esta negociación, pudo con el influjo de Abén Comat, antes cautivo suyo y ya su amigo, ajustar treguas por dos años con el rey de Berbería (1276).

En celebridad de este suceso se hizo un torneo en Sevilla delante de la corte, donde, del mismo modo que en la batalla, Guzmán se llevó la prez del lucimiento y bizarría. Llegada la noche, el Rey, que no había presenciado la fiesta, preguntó a sus cortesanos quién se había distinguido más en ella; a lo que contestaron muchos a un tiempo: «Señor, don Alonso Pérez es el que lo hizo mejor.» ¿Cuál Alonso Pérez? repuso el Rey, porque había algunos otros del mismo nombre. Entonces don Juan Ramírez de Guzmán, hijo del adelantado don Pedro, que se había criado en palacio, y que después sucedió a su padre en la casa de Toral, dijo al monarca: «Señor, Alonso Pérez de Guzmán, mi hermano de ganancia. «Pareció mal esta razón a todos, y más que a nadie a Guzmán, que creyó ver motejada en ella la ilegitimidad de su nacimiento, porque entonces llamaban hijos de ganancia a los que nacían de mujeres no veladas, y su madre no lo había sido. Viéndose pues sonrojado así delante de los Reyes, de las damas y caballeros presentes, respondió mal enojado: «Decís verdad, soy hermano de ganancia pero vos sois y seréis de pérdida; y si no fuera por respeto a la presencia de quien nos hallamos, yo os daría a entender el modo con que debéis tratarme: Mas no tenéis vos la culpa de ello, sino quien os ha criado, que tan mal os enseñó.» El Rey, a quien al parecer iba arrojada esta queja, dijo entonces: «No habla mal vuestro hermano, que así es costumbre de llamar en Castilla a los que no son hijos de mujeres veladas con sus maridos. -También es costumbre de los hijosdalgo de Castilla, replicó él, cuando no son bien tratados por sus señores, que vayan a buscar fuera quien bien les haga: yo lo haré así, y juro no volver más hasta que con verdad me puedan llamar de ganancia. Otorgadme pues el plazo que da el fuero a los hijosdalgo de Castilla para poder salir del reino, porque desde hoy me desnaturalizo y me despido de ser vuestro vasallo.» Quiso reducirle el Rey, más siendo vanos sus esfuerzos, hubo de concederle el plazo que pedía, en el cual Guzmán vendió todo cuanto había heredado de sus padres y adquirido por sí mismo en la guerra, y se salió de Castilla acompañado de algunos amigos y criados, en todos treinta, que quisieron seguir su fortuna.

En las estrechas relaciones que había entonces entre las dos naciones que se disputaban el señorío de España, era muy común ver a los caballeros cristianos irse a servir a los moros, y a los moros venir a los estados de los cristianos. Estaba todavía en Algeciras Abén Jucef, y Guzmán se resolvió a seguirle, prometiéndolo que le asistiría en todas sus empresas menos contra el rey de Castilla o cualquiera otro príncipe cristiano. El monarca berberisco recibió a él y a sus compañeros con el mayor agasajo; y dándole el mando de todos los cristianos que estaban a su servicio, se le llevó al África consigo.

La primera expedición en que le ocupó fue la de ir a sujetar los árabes tributarios de su imperio, que, debiéndole ya dos años de contribuciones, se resistían a pagarlas5. Estos árabes, siguiendo siempre la costumbre de andar divagando, no tenían asiento ni domicilio fijo; no pagaban jamás sino forzados; y entonces, orgullosos con su muchedumbre, llevaron la insolencia hasta amenazar al rey de Fez que le quitarían la corona. Guzmán, encargado de reducirlos, propuso a Abén Jucef que comprase o hiciese dar libertad a todos los cautivos cristianos que hubiese en la ciudad, los cuales, agregados a sus soldados, bastarían a sujetar a los rebeldes, sin necesidad de llevar muchos moros consigo. Hízolo así el Rey; y Guzmán al frente de mil y seiscientos cristianos, y de algunos moros que también le siguieron, salió en busca de los rebeldes, a quienes arremetió y con grande estrago ahuyentó hasta sus tiendas. Espantados y escarmentados sus alfaquíes, vinieron al campo cristiano, y no sólo ofrecieron las pagas que debían, sino que añadieron muchos dones para sus vencedores a fin de que los dejasen en sosiego. Había muchos en el ejército de Guzmán que opinaban porque no se admitiesen sus ofertas; y ensoberbecidos con su fortuna, querían que se destruyese del todo y aniquilase aquella gente amotinada. Más el caudillo español, conociendo que la seguridad de los cristianos de África consistía en la necesidad que de ellos tuviese el Rey para tener sujetos a los árabes tributarios, no consintió su destrucción, y aceptó las pagas y dones que le hicieron. Con esto dio la vuelta a Fez, y el Rey hizo generosamente merced de una de las pagas a Guzmán, el cual la partió con sus soldados.

Con este servicio, con su prudencia y sus demás virtudes, se hizo un lugar tan distinguido en aquella corte, que Abén Jucef ponía en él toda su estimación y confianza. El poder y autoridad que allí disfrutaba resonaban en Castilla a tiempo que la monarquía, desgarrada en dos facciones, estaba en el punto de padecer una revolución lastimosa. En medio de las prendas eminentes que adornaban a Alfonso el Sabio, veíase en sus consejos y determinaciones una irresolución y una inconstancia muy ajenas del carácter entero y firme que tan respetable había hecho a su padre. A los dos grandes errores de su reinado, la alteración de la moneda y la aceptación del imperio, añadió al fin de sus días la intención de variar la sucesión del reino, solemnemente declarada en Cortes a favor de su hijo Sancho. Es verdad que esta declaración había sido hecha en perjuicio de los hijos del príncipe heredero don Fernando de la Cerda, muerto en Villareal al tiempo de la invasión de los moros. Pero Sancho había defendido el estado; y el vigor y la prudencia que manifestó en aquella ocasión, ganándole las voluntades de los grandes, de los pueblos, y aun del Rey, fueron recompensados con llamarle a la sucesión, excluyendo de ella a sus sobrinos. Si esto fue una injusticia, ya estaba hecha, y cualquiera innovación iba a causar una guerra civil, porque Sancho no era hombre de dejarse despojar tranquilamente del objeto de su ambición, conseguido ya por sus servicios. Estaban anteriormente encontradas las voluntades de hijo y padre con disgustos domésticos, enconados miserablemente por los mismos que debieran concertarlos. Así, cuando el Rey propuso una nueva alteración en la moneda, y que se desmembrase el reino de Jaén para darle a uno de sus nietos, rompió por todas partes el descontento; y juntos en Valladolid los ricos-hombres con don Sancho, declararon inhábil a administrar y gobernar el reino al legislador de Castilla. Las más de las ciudades, los prelados, los grandes, sus hijos, su esposa, todos lo abandonaron, menos Sevilla, que se mantuvo sola en su obediencia. Los otros príncipes de España aliados y parientes suyos no le acudieron, y el rey de Granada, su enemigo, confederado con su hijo, hacía más espantoso el peligro y más escandalosa la rebelión.

En tan amargo apuro el infeliz monarca, todo entregado a su desesperación, pensó meterse con todas sus riquezas en una nave que hizo preparar y pintar de negro; y dejando su ingrata patria y su desnaturalizada familia, abandonarse a las ondas y a la fortuna. Más antes de poner en obra este desesperado designio, volvió los ojos al África, y se acordó de Guzmán, y quiso implorar la autoridad y el poder que disfrutaba en la corte de Fez. Entonces fue cuando le escribió la carta citada por casi todos nuestros historiadores, monumento singular de aflicción y de elocuencia, al mismo tiempo que lección insigne para los príncipes y los hombres. Su contexto literal es el siguiente:

«Primo don Alonso Pérez de Guzmán: La mi cuita es tan grande, que como cayó de alto lugar, se verá de lueñe; e como cayó en mí, quera amigo de todo el mundo, en todo él sabrán la mi desdicha e afincamiento, que el mio fijo a sin razón me face tener con ayuda de los míos amigos y de los míos perlados; los cuales, en lugar de meter paz, no a exceso ni a encubiertas, sino claro, metieron asaz mal. Non fallo en la mía tierra abrigo, nin fallo amparador ni valedor, non me lo mereciendo ellos, sino todo bien que yo les fice. Y pues que en la mía tierra me fallece quien me había de servir e ayudar, forzoso me es que en la ajena busque quien se duela de mí: pues los de Castilla me fallecieron, nadie me terná en mal que yo busque los de Benamarín. Si los míos hijos son mis enemigos, non será ende mal que yo tome a los mis enemigos por fijos; enemigos en la ley, mas non porende en la voluntad, que es el buen rey Abén Jucef, que yo le amo e precio mucho, porque él non me despreciará ni fallecerá, ca es mi atreguado e mi apazguado. Yo sé cuánto sodes suyo, y cuánto vos ama, con cuánta razón, e cuánto por vuestro consejo fará. Non miredes a cosas pasadas, sino a presentes; catá quien sodes e del linaje donde venides, e que en algún tiempo vos faré bien; e si lo vos non ficiese, vuestro bien facer vos lo galardonará; que el que face bien nunca lo pierde. Por tanto, el mío primo Alonso Pérez de Guzmán, faced a tanto con el vuestro señor y amigo mío, que sobre la mía corona más averada que yo he, y piedras ricas que ende son, me preste lo que él por bien tuviere; e si la suya ayuda pudiéredes allegar, no me la estorbedes, como yo cuido que non faredes; antes tengo que toda la buena amistanza que del vuestro señor a mí viniere será por vuestra mano; y la de Dios sea con vusco. -Fecha en la mía sola leal ciudad de Sevilla, a los treinta años de mi reinado y el primero de mis cuitas (1282). -El Rey

Guzmán, olvidando el desabrimiento pasado, expuso a Jucef la triste situación del monarca castellano, y le presentó la corona que había de ser prenda del auxilio que se pedía. «Ve, respondió el generoso moro, y lleva a tu señor sesenta mil doblas de oro6 para que de pronto se socorra; consuélale y ofrécele mi ayuda, y vuélvete luego para ir conmigo. La corona del Rey quiero que quede aquí, no en prendas, sino para memoria continua de su desgracia y mi promesa.» Guzmán pasó el estrecho, y vino a Sevilla acompañado de una muchedumbre lucida de amigos y criados, y presentó al Rey desvalido el tesoro que le traía. Así cumplió con gloria suya la terrible palabra que dio al salir del reino, de no volver a él sino cuando pudiesen llamarle verdaderamente de ganancia. Recibido de Alfonso con el honor y agasajo debidos a tal servicio, entre las demás señales de agradecimiento que mereció fue la de unirle con dona María Alonso Coronel, doncella noble de Sevilla, y por su hermosura, su riqueza y sus virtudes el mejor partido de toda Andalucía7. Tenía entonces Guzmán veinte y seis años, y la boda se celebró en Sevilla, haciendo el Rey donación de Alcalá de los Gazules a los desposados. De allí a pocos días dio la vuelta al África, de donde vino después acompañando a Jucef, que seguido de gran tropel de jinetes berberiscos, trajo el socorro prometido.

Viéronse los dos príncipes junto a Zahara en el campamento moro, rindiendo el africano toda clase de obsequio y de respeto al rey de Castilla. Hizo que entrase a caballo en su tienda magníficamente aderezada, y lo obligó a colocarse en el asiento principal, diciéndole: «Siéntate tú, que eres rey desde la cuna; que yo lo soy desde ahora en que Dios me lo hizo ser.» A lo que respondió Alfonso: «No da Dios nobleza sino a los nobles, ni da honra sino a los honrados, ni da reino sino al que lo merece; y así Dios te dio reino porque lo merecías.» Tras de estas y otras cortesías trataron amistosamente del plan que habían de seguir en sus operaciones. «Da me un adalid, dijo el moro, que me llevo por la tierra que no te obedece, y la destruiré toda, y haré que te rinda la obediencia. Diósele, con efecto, el rey de Castilla, pero encargándole que llevase a los moros por donde menos mal hacer pudiesen: cuidado paternal, bien digno del que, despidiéndose públicamente de los sevillanos al ir a las vistas con Jucef, «amigos, les dijo, vedes a qué so venido, que por fuerza he de ser amigo de mis enemigos, e enemigo de mis amigos: esto sabe Dios que non place a mí.8»

Las huestes confederadas llegaron a Córdoba, donde ya estaba el príncipe don Sancho. El moro quiso tentar las vías de negociación, y envió a don Alonso de Guzmán y a un intérprete a exhortarle al deber y a reconciliarse con su padre. Ya eran entrados en la ciudad y admitidos a la presencia del Príncipe, cuando este supo que los moros se habían acercado a las barreras y habían muerto algunos peones. «¿Cómo me venís vosotros con tal mensaje, les dijo irritado, cuando los moros están dando muerte a los míos? Idos pronto de aquí; no estéis un punto más en mi presencia, pues vive Dios que no sé quién me detiene de haceros morir y arrojaros por encima de los adarves.» Ellos salieron dando gracias al cielo por haberles salvado de tanto peligro, y causando admiración a todos que en el justo motivo de la indignación de Sancho su cólera parase en amenazas.

Su presencia en Córdoba y su diligencia inutilizaron los esfuerzos de los africanos, los cuales, después do haber talado y destruido las dehesas y pueblos de la Andalucía y la Mancha, se volvieron con su presa, sin haber hecho cosa de momento en favor de su aliado. Sospechas y desconfianzas sembradas entre unos y otros, y creídas por el rey de Castilla, que, como tan ultrajado de los hombres, a todos les tenía miedo, los separaron al fin, yéndose Alfonso a Sevilla, y Jucef a Algeciras, para desde allí volverse a sus estados.

Con él se fue al África Guzmán, llevándose su esposa, la cual era tratada en Fez con el respeto que su honestidad merecía. El caudillo español asistió al rey Jucef en todas las guerras que por aquel tiempo tuvo que mantener con sus vecinos, debiendo en todas ellas a su valor y a su consejo la victoria y ventajas que conseguía. Las expediciones más señaladas fuero las dos que se hicieron sobre Marruecos. en la primera las armas de Jucef ayudaban a Budeluz, un moro principal que se había alzado contra el miramamolin Almortuda, de quien era pariente muy cercano. Guzmán, por cuya dirección se gobernaba el ejército de Fez, presentó y venció en batalla al Miramamolin, a quien dio muerte por su mano peleando con él. Con esto Budeluz fue alzado por rey de Marruecos; pero a poco tiempo, hallándole Jucef ingrato a sus beneficios, y viendo que no quería cumplir las condiciones estipuladas en su condenación, envió a Guzmán contra él. Vencido y muerto Budeluz en la batalla que se dio junto a Marruecos, este estado vino a parar a la dominación de Jucef. La misma fortuna siguió a Guzmán después en la expedición contra Segelmesa, que tuvo también que sujetarse al imperio de aquel rey. Al leerse estas proezas según las cuentan los cronistas de la casa de Medinasidonia, y viéndolas seguidas de la aventura de la sierpe y del león, parece que su intento ha sido hacer de su héroe un paladín, y de su narración una leyenda caballeresca. Pero aun cuando por ventura haya alguna exageración en sus Memorias, lo que no tiene duda es que la fama de los hechos de Guzmán, saliendo de los términos de África y de España, llegaba a Italia a oídos del Papa, que le escribía a él y a sus compañeros en términos y elogios magníficos. Las riquezas adquiridas con tan nobles trabajos fueron tantas, que los dos esposos llegaron a recelar de la codicia de los bárbaros que los perdiesen por ella. La confianza y amor de Jucef hacia Guzmán eran siempre los mismos, pero su hijo Abén Jacob y un sobrino que tenía, llamado Amir, envidiaban su privanza y le aborrecían, siendo de temor que, faltando el Rey, el favor y la fortuna que hasta allí había gozado se convirtiesen en persecución y desgracia. Acordaron pues separarse, aparentando estar desavenidos y no poderse llevar bien viviendo juntos. El Rey creyó el artificio y favoreció la separación, de modo que doña María Coronel se pudo volver a España con sus hijos y la mayor parte de los tesoros de su marido.

Murió de allí a poco Jucef, sucediéndole en el señorío de Fez y de Marruecos su hijo Abén Jacob. Cuanto el padre había tenido de generoso, de franco y de leal, tenía el hijo de feroz, vengativo y alevoso. Aborrecía a Guzmán y a los cristianos defensores de su imperio; y su rencor, atizado por Amir, no tenía más freno que el temor de que el pueblo se sublevase por la desgracia de Guzmán, cuyas virtudes se amaban y respetaban del mismo modo que se admiraban sus hazañas. En esta época es donde los historiadores colocan la batalla con la serpiente monstruosa que tenía aterrada a Fez y a sus contornos; más las circunstancias increíbles conque se cuenta esta proeza tienen demasiado aire de fábula para adoptarla como cierta, y el valor de Guzmán no necesita de semejantes ficciones para recomendarse a la admiración de los hombres.

Resueltos ya los bárbaros a perderle, tomaron el arbitrio de enviarle con pocos cristianos a cobrar el tributo de los árabes, avisando a éstos que le atacasen con la mayor muchedumbre que pudiesen, y ofreciendo perdonarles la contribución si acababan con él y sus compañeros. Supo él esta alevosía por Abén Comat, aquel moro que fue cautivo en la batalla de Jaén, y que después se había constantemente mostrado amigo suyo. Estaba ya por aquellos días pensando en los medios de salir de Marruecos; y pareciéndole aquella ocasión oportuna, aceptó la comisión que se le daba, y partió con sus cristianos; más determinado a oponer artificio a artificio, derramó escuchas por todas las veredas para ver si podía coger al mensajero que llevaba alos árabes el aviso acordado. Consiguiólo; y sustituyendo otro en que se les decía que Guzmán iba a ellos con gran número de gentes, envió con él a uno de los suyos. Los árabes, que con tanto daño habían experimentado su valor, no quisieron volver a hacer la prueba, y lo enviaron con sus alfaquíes las pagas atrasadas, y muchos dones para él y sus gentes.

Hecho esto, manifestó a los soldados las pérfidas intenciones de la corte de Fez, y les propuso salir del África y volver a España. Díjoles que ya tenía avisado al general de las galeras de Castilla que le esperase en una cala junto a Tánger; repartió con ellos las riquezas adquiridas en aquella expedición, y todos a una voz. le prometieron seguirle. Revolvió luego hacia el mar, y atravesando por los lugares de la costa, donde echó voz que iba por mandado del Rey para defenderla de las invasiones de los castellanos, se acercó al sitio convenido. Allí le aguardaban las galeras, donde embarcado con sus compañeros, que serían hasta mil, entró por fin en Sevilla con toda la solemnidad y regocijo de un triunfo (129l).

Ya en esta sazón había muerto Alfonso el Sabio, y reinaba en Castilla su hijo Sancho. Guzmán fue a verse con él a poco tiempo de su llegada y a ofrecerle sus servicios. Admitiólos el Príncipe, diciéndole cortésmente «que mejor empleado estaría un tan gran caballero como él sirviendo a sus reyes que no a los africanos». Informóse largamente de las cosas de aquel país, del poder de sus jefes y de la manera más ventajosa de hacerles guerra. Había en aquellos días ganado nuestra escuadra una victoria de los berberiscos, tomándoles trece galeras; y a Sancho pareció ocasión oportuna de embestir a Tarifa, plaza importante, situada en la costa, y una de las puertas por donde los africanos entraban fácilmente en España. No había dinero para la empresa; Guzmán lo aprontó, y junto el ejército, atacó a Tarifa por mar y por tierra. Duró el sitio seis meses, siendo siempre Guzmán el voto más atendido en los consejos y el brazo más fuerte en los ataques. Los moros se resistieron con el mayor brio; pero al cabo la plaza fue entrada por fuerza y sus moradores hechos esclavos, y aunque hubo pareceres de que se desmantelase creyendo imposible mantenerla, por su situación, el maestre de Calatrava se ofreció a defenderla por un año, esperando que a ejemplo suyo algún otro caballero se encargarla después de ella, como efectivamente sucedió.

En aquel tiempo Guzmán, pagando el tributo a la flaqueza humana, se dejó vencer del rumor. Su edad no llegaba a los cuarenta años; su esposa, doña María Coronel, por indisposiciones que han llegado a nosotros mal disimuladas en el incidente del tizón, se había hecho inhábil para el uso del matrimonio, y el clima de Sevilla, donde Guzmán de ordinario residía, es a maravilla ocasionado a la galantería y los amores. Tuvo pues de una doncella noble de aquella ciudad, con quien trataba, una hija natural, a quien se llamó Teresa Alfonso de Guzmán. Los festejos y profusiones a que con este motivo se abandonó su corazón franco y generoso fueron tales, que llamando la atención de doña María, la hicieron rastrear el secreto, y conocer que si poseía toda la estimación, respeto y confianza de su esposo, no así su corazón ni su gusto. Disimuló, sin embargo, su desabrimiento, y tomó el partido que convenía a una matrona tan prudente y virtuosa como ella. Hizo en primer lugar traer cerca de sí a la niña, y la crió y educó como si fuera propia suya, y andando el tiempo la casó con un caballero sevillano, y la dejó heredada en su testamento. Demás de esto, sin quejarse ni acriminar a su marido, le empezó a insinuar suavemente que sería mejor se fuesen a vivir a algunos de sus lugares o castillos, a la manera que lo hacían los señores en Francia, pues de este modo o harían bien a sus vasallos viviendo con ellos, o desde algún castillo fronterizo harían daño en los moros y servirían al Estado; que la residencia en Sevilla era expuesta a gastos, para los cuales sus rentas no eran bastantes, Y que al cabo tendrían que vender las posesiones y heredades que con tanto trabajo habían adquirido para establecer sus hijos; y solía añadir que las ciudades no se habían hecho para vivir en ellas los caballeros, sino los mercaderes, oficiales y tratantes. Dejóse persuadir don Alonso, como quien tanto la estimaba y conocía a qué fin se dirigían aquellos consejos; y resuelto a dejar a Sevilla, tomó una resolución verdaderamente digna de su reputación y valor. Cumplíase a la sazón el término que el maestre de Calatrava había señalado a su tenencia de Tarifa; y como ningún otro caballero se ofreciese a sucederle, Guzmán tomó sobre sí aquel servicio, y dijo al Rey que él la defenderla por la mitad del costo que hasta allí habla tenido. Llevó allá su familia, reparó los muros, pertrechóla de todo lo necesario, y encerróse en ella, sin prever que el sacrificio de sus bienes y su persona no era nada en comparación del grande y terrible holocausto que había de hacer muy pronto al pundonor y a la patria.

Entre los personajes malvados que hubo en aquel siglo, y los produjo muy malos, debe distinguirse al infante don Juan, uno de los hermanos del Rey. Inquieto, turbulento, sin lealtad y sin constancia, había abandonado a su padre por su hermano, y después a su hermano por su padre. En el reinado de Sancho fue siempre uno de los atizadores de la discordia, sin que el rigor pudiese escarmentarle, ni contenerle el favor. A cualquiera soplo de esperanza, por vana y vaga que fuese, mudaba de senda y de partido, no reparando jamás en los medios de conseguir sus fines, por injustos y atroces que fuesen: ambicioso sin capacidad, faccioso sin valor, y. digno siempre del odio y del desprecio de todos los partidos. Acababa el Rey su hermano de darle libertad de la prisión a que le condenó en Alfaro cuando la muerte del señor de Vizcaya, cuyo cómplice había sido. Ni el juramento que entonces hizo de mantenerse fiel, ni la autoridad y consideración que le dieron en el gobierno, pudieron sosegarle. Alborotóse de nuevo, y no pudiendo mantenerse en Castilla, se huyó a Portugal, de donde aquel rey le mandó salir por respeto a don Sancho. De allí se embarcó, y llegó a Tánger, y ofreció sus servicios al rey de Marruecos. Abén Jacob, que pensaba entonces hacer guerra al rey de Castilla, le recibió con todo honor y cortesía, y le envió, en compañía de su primo Amir, al frente de cinco mil jinetes, con los cuales pasaron el estrecho y se pusieron sobre Tarifa.

Tentaron primeramente la lealtad del alcaide, ofreciéndole un tesoro si les daba la villa; y la vil propuesta fue desechada con indignación. Atacáronla después con todos los artificios bélicos que el arte y la animosidad les sugirieron, más fueron animosamente rechazados. Dejan pasar algunos días, y manifestando a Guzmán el desamparo en que le dejan los suyos, y los socorros y abundancia que pueden venir a ellos, le proponen que, pues había hecho desprecio de las riquezas que le daban, si él partía con ellos su tesoro descercarían la villa. «Los buenos caballeros, respondió Guzmán, ni compran ni venden la victoria.» Furiosos los moros, se aprestaban nuevamente al asalto, cuando el inicuo Infante acude a otro medio más poderoso para vencer la constancia del caudillo.

Tenía en su poder al hijo mayor de Guzmán, que sus padres le habían confiado anteriormente para que la llevase a la corte de Portugal, con cuyo rey tenían deudo. En vez de dejarlo allí, se le llevó al África, y lo trajo a España consigo; y entonces le creyó instrumento seguro para el logro de sus fines. Sacóle maniatado de la tienda donde le tenía, y se lo presentó al padre, intimándole que si no rendía la plaza le matarían a su vista. No era ésta la primera vez que el infame usaba de este abominable recurso. Ya en los tiempos de su padre, para arrancar de su obediencia a Zamora, había cogido un hijo de la alcaldesa del alcázar, y presentándole con la misma intimación, había logrado que se le rindiese. Pero en esta ocasión su barbarie era sin comparación más horrible, pues, con la humanidad y la justicia, violaba a un tiempo la amistad, el honor y la confianza. Al ver al hijo, al oír sus gemidos, y al escuchar las palabras del asesino, las lágrimas vinieron a los ojos del padre; pero la fe jurada al Rey, la salud de la patria, la indignación producida por aquella conducta tan execrable, luchan con la naturaleza, y vencen, mostrándose el héroe entero contra la iniquidad de los hombres y el rigor de la fortuna. «No engendré yo hijo, prorumpió, para que fuese contra mi tierra; antes engendré hijo a mi patria para que fuese contra todos los enemigos de ella. Si don Juan le diese muerte, a mí dará gloria, a mi hijo verdadera vida, y a él eterna infamia en el mundo y condenación eterna después de muerto. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo si acaso les falta arma para completar su atrocidad.» Dicho esto, sacó el cuchillo que llevaba a la cintura, lo arrojó al campo, y se retiró al castillo (1294).

Sentóse a comer con su esposa, reprimiendo el dolor en el pecho para que no saliese al rostro. Entre tanto el infante, desesperado y rabioso, hizo degollar la víctima, a cuyo sacrificio los cristianos que estaban en el muro prorumpieron en alaridos. Salió al ruido Guzmán, y cierto de donde nacía, volvió a la mesa diciendo: «Cuidé que los enemigos entraban en Tarifa.» De allí a poco los moros, desconfiados de allanar su constancia, y temiendo el socorro que ya venía de Sevilla a los sitiados, levantaron el cerco, que había durado seis meses, y se volvieron a África sin más fruto que la ignominia y el horror que su execrable conducta merecía.

La fama de aquel hecho llenó al instante toda España, y llegó a los oídos del Rey, enfermo a la sazón en Alcalá de Henares. Desde allí escribió a Guzmán una carta en demostración de agradecimiento por la insigne defensa que había hecho de Tarifa. Compárale en ella a Abraham, le confirma el renombre de Bueno, que ya el público le daba por sus virtudes; le promete mercedes correspondientes a su lealtad, y le manda que venga a verle, excusándose de no ir él a buscarle en persona, por su dolencia. Don Alonso, luego que se desembarazó del tropel de amigos y parientes que de todas partes del reino acudieron a darle el parabién y pésame de su hazaña, vino a Castilla con grande acompañamiento. Salían a verle las gentes a los caminos, señalábanle con el dedo por las calles, hasta las doncellas recatadas pedían licencia a sus padres para ir y saciar sus ojos viendo a aquel varón insigne que tan grande ejemplo de entereza había dado. Al llegar a Alcalá salió la corte toda a su encuentro por mandado del Rey, y Sancho al recibirle dijo a los donceles y caballeros que estaban presentes: «Aprended, caballeros, a sacar labores de bondad; cerca tenéis el dechado.» A estas palabras de favor y de gracia añadió mercedes y privilegios magníficos; entonces fue cuando le hizo donación para sí y sus descendientes de toda la tierra que costea la Andalucía, entre las desembocaduras del Guadalquivir y Guadalete.

Tuvo pues en la estimación pública y en la veneración de aquel siglo toda la recompensa que cabe en los hombres la acción heroica de Guzmán. Estaba reservado para nuestro tiempo, tan pobre de virtudes civiles, disminuir esta hazaña, achacándola más a ferocidad que a patriotismo. Injustos y mezquinos, medirnos las almas grandes por la estrechez y vileza de las nuestras; y no hallando en nosotros el móvil de las acciones sublimes, queremos ajarlas más bien con una calumnia, que admirarlas y agradecerlas. ¿Y a quién vamos a tachar de ferocidad? A quien no presenta en toda la serie de su vida un rasgo sólo que tenga conexión con semejante vicio; al que en las grandes plagas de hambre y peste que afligieron la Andalucía en su tiempo, tuvo siempre abiertos sus tesoros y sus consuelos a la indigencia y al infortunio; al que mereció, en fin, de la gratitud de los pueblos el renombre de Bueno por su índole bondosa y compasiva, antes que la autoridad viniese a sancionársele por su heroísmo.

El rey don Sancho falleció en Toledo, aquejado de la enfermedad que contrajo por sus fatigas personales en el sitio de Tarifa. Príncipe ilustre sin duda por su actividad, su prudencia, su entereza y su valor, su memoria sería más respetable si no la hubiera amancillado con su inobediencia y alzamiento, y con el rigor excesivo y cruel que a veces usó para escarmentar a los que eran infieles a su partido: triste y necesaria condición de los usurpadores, tener que cometer a cada paso nuevos delitos para sostener el primero. Fuera de esto, es innegable que poseía cualidades eminentes. Su mismo padre, aunque injuriado y desposeído por él, le hacía esta justicia; y cuando le dieron la falsa nueva de que había muerto en Salamanca, el lastimado viejo lloraba sin consuelo, y exclamaba «que era muerto el mejor home de su linaje». De diez y ocho años salvó el Estado de la invasión de los sarracenos; y declarado heredero, supo mantener y asegurar su derecho incierto al trono contra su mismo padre, que le quería despojar de él, contra las voluntades enemigas de muchos pueblos y grandes, contra la oposición de casi todos los reyes comarcanos. Pero estas circunstancias, que constituían la gloria y mérito de su vida, se reunieron a atormentarle al tiempo de morir. La mano que había sabido contrarestarlas iba a faltar, y su hijo en la infancia se vería expuesto sin defensa alguna a la borrasca que iba a arreciarse con más ímpetu que al principio. Conociendo los grandes talentos de su esposa, la célebre reina doña María, la nombró por gobernadora, y antes de espirar dijo a Guzmán estas palabras: «Partid vos a Andalucía, y defendedla, y mantenedla por mi hijo; que yo fío que lo haréis, como bueno que sois, y yo os lo he llamado.

Muerto el Rey, todos los partidos levantaron la cabeza. Los Cerdas, apoyados por Francia y Aragón querían apoderarse de la corona; el infante don Juan, desmembrarla, haciéndose rey de Andalucía; el de Portugal, dilatar su frontera; los grandes y pueblos desfavorecidos o castigados por Sancho, vengarse y satisfacerse en la menor edad de su hijo; otros personajes, tener parte en el gobierno para mantener su ambición y su codicia, todos procediendo con una villanía, un descaro y una sed tan hidrópica de estados y dinero, que difícilmente se encontrarían ejemplares de escándalos iguales en las clases más necesitadas o en las profesiones más viles. A estos males se añadió otro mayor, creyendo que fuese un remedio de los demás. Era venido por aquellos días de Italia el viejo don Enrique, hermano de Alfonso el Sabio; y habíase acordado en cortes del reino darle parte en el gobierno, para que su autoridad fuese un freno que contuviese a los otros. Pero este infante era tan malo o peor que su sobrino don Juan: su genio inquieto y sedicioso le había llevado desde Castilla a Aragón, desde Aragón a Túnez, y desde Túnez a Italia, sin que en parte ninguna se le pudiese tolerar. Ejerció el empleo de senador de Roma, dignidad a que entonces estaba afecta casi toda la autoridad civil de aquella metrópoli del mundo; y haciéndose gibelino, asistió a los príncipes alemanes en su expedición contra Carlos de Anjou. Hecho prisionero después de la batalla de Tagliacozzo, tan fatal a Conradino, estuvo privado muchos años de su libertad, hasta que, al fin, unos dicen que huido, otros que a ruegos, pudo volverse a su patria. Los años le habían privado del esfuerzo personal, única cualidad brillante que tenía, y las desgracias no habían corregido los vicios de su carácter. Ansiando administrar solo la tutela a cuya parte había sido admitido, incapaz de orden ni de sosiego, y abusando torpemente de la confianza que habían hecho de él, trataba a un tiempo con el rey de Portugal, con el de Granada y con los grandes sediciosos, engañando a unos y a otros, y destrozando el Estado con sus maquinaciones insidiosas. Su venida a España fue un agüero infausto, su autoridad una calamidad pública, y su muerte una alegría universal.

Contra este raudal de males la Reina oponía en las ocasiones pequeñas las artes de su sexo, el disimulo y la condescendencia; y en las grandes una entereza y una superioridad de espíritu, que a nada se doblaba ni vencía. Guzmán entre tanto, considerado como el principal personaje de Andalucía, defendió aquellos reinos de las invasiones de Portugal y Granada, y aseguró su quietud con la prudencia de su gobierno. En una de las salidas que tuvo que hacer de Sevilla para contener a los portugueses, estuvo la ciudad a punto de perderse; porque, de resultas de una diferencia entre los naturales y los genoveses sobre asuntos mercantiles, se alteró el pueblo, dio muerte a algunos de aquella nación, y saqueó y quemó sus casas. El hecho era injusto y lastimoso, y exponía la ciudad a todo el resentimiento de la república genovesa, floreciente entonces por sus riquezas, su comercio y sus fuerzas marítimas. En esta crisis volvió Guzmán de su expedición, y propuso a los sevillanos satisfacer a los genoveses los daños que habían sufrido, imponiéndose todos una contribución para este fin. Aprobado el acuerdo por los hombres buenos de Sevilla, se hizo el convenio con los genoveses, y los males, que amagaban por esta parte se desvanecieron.

No era tan fácil desviar los que amenazaban por la de los moros. Si para ello hubiera bastado vencerlos, la ventaja que les llevó Guzmán con su hueste sevillana en todos los reencuentros pudiera escarmentarlos; pero, confiados en las tramas que urdía con ellos el artificioso Enrique, no sosegaban jamás, y esperaban hacerse dueños de Tarifa, ya con las armas, ya con la negociación. Ofrecían por aquella plaza veinte y dos castillos y pagar todas las parias atrasadas: el Infante venía en ello; pero Guzmán tenía a mengua cederles una de las puertas de España, ganada anteriormente con tanta gloria, Y defendida tan a costa suya. La Reina conocía las malas artes de Enrique, y no se atrevía a hacerles frente; Guzmán, al contrario, se opuso abiertamente a ellas, y le hizo jurar solemnemente en Sevilla que no daría ni sería en consejo de dar a Tarifa a los moros. No contento con esto, y viéndose sin fuerzas para resistir si los bárbaros, ayudados del Infante, se ponían sobre la plaza, escribió al rey de Aragón pidiéndole dinero para pertrecharla, y ofreciéndole que la mantendría a su nombre hasta que el rey de Castilla, llegado a mayor edad, pudiese satisfacerle. Recordábale al mismo tiempo la honra que ganaría en amparar a un príncipe huérfano y desvalido contra las injurias de los extraños y contra los engaños y falsedad de sus parientes mismos. El Aragonés alabó mucho su lealtad y su celo, y no envió socorro alguno; más en medio de todas las contrariedades, el esfuerzo y la industria de Guzmán fueron más poderosos que ellas, y Tarifa se mantuvo por el Rey.

No toca a nuestro propósito referir todas las inquietudes y agitaciones de aquella minoridad borrascosa. Los príncipes de la casa real, la mayor parte de los grandes, a manera de bandidos, siempre con las armas en la mano y siempre destruyendo y guerreando, desgarraban el Estado con su ambición insolente y descarada codicia. La Reina acudía con su prudencia a todas partes: contemporizaba con los unos, ganaba a los otros, cedía a éstos lo que no podía defender, y con las fuerzas que así se procuraba resistía el embate de los demás. Consumiéronse en estas agitaciones una gran parte de los labradores; y los campos de Castilla, huérfanos de los brazos que los cultivaban, dejaron de producir. Una hambre espantosa como nunca se había conocido vino a colmar aquellas desventuras. Faltos de los granos alimenticios, recurrieron los hombres a la grama, sin que este pasto miserable les impidiese caer muertos de hambre por las plazas y por las calles. Así castigaba la naturaleza la ferocidad de estos bárbaros, y les enseñaba que los brazos se les habían dado para otra cosa que para matar y destruir.

Entre tanto crecía el Rey, y a medida de su edad iba aumentándose el respeto y serenándose la tormenta. Luego que tomó en su mano las riendas del gobierno, hizo la guerra a los moros, y se puso sobre Algeciras. Cercóla por mar y tierra, y mientras duraba el sitio envió a Guzmán con el arzobispo de Sevilla y don Juan Núñez a atacar a Gibraltar. Llegado allí, y viendo la obstinación del enemigo, hizo levantar una torre que dominaba sobre la muralla, y los moros, aquejados del estrago que desde ella les hacía, se rindieron por fin, entrando los cristianos en esta plaza por la primera vez desde que los sarracenos la tomaron quinientos años antes. Éste fue el último servicio que Guzmán hizo a su patria: de allí a poco, enviado por el Rey a contener las correrías de los moros convecinos, que inquietaban el campo de Algeciras, se entró por las serranías de Gausín, y en un encuentro que tuvo con los bárbaros, ya los había ahuyentado, cuando adelantándose imprudentemente cayó mortalmente herido con las flechas que de lejos le dispararon. Su cadáver, llevado primeramente a los reales del rey de Castilla, fue después conducido a Sevilla por el Guadalquivir. Aquella ciudad, gobernada por sus consejos y defendida por sus armas, le salió a recibir con la pompa más lúgubre y majestuosa. Todos a una voz y llorando le aclamaban su mejor ornamento, su amparador, su padre. Sucedió esta desgracia en 1309, cuando él tenía cincuenta y dos años de edad; y sus huesos fueron depositados en el monasterio de San Isidro del Campo, fundado y dotado por él para que sirviese de enterramiento a sí y a su familia.

Tal fue en vida don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, primer señor de San Lúcar de Barrameda y fundador de la casa de Medinasidonia. En un siglo en que la naturaleza degenerada no presenta en Castilla más que barbarie, rapacidad y perfidia, él supo hacerse una gran fortuna a fuerza de hazañas y de servicios, sin desviarse jamás de la senda de la justicia. El espectáculo de sus virtudes, en medio de las costumbres de aquella época tan desastrada, suspende y consuela al espíritu, del mismo modo que la vista de un templo bello y majestuoso que se mantiene en pié cercado de escombros y de ruinas. Su memoria excita entre nosotros un respeto igual al que inspiran los personajes más señalados de la antigüedad: un Scipión por ejemplo, o un Epamnóndas; y su nombre, llevando consigo el sello del más acendrado patriotismo, no es pronunciado jamás sino con una especie de veneración religiosa.