Villanueva contra Hervás. Absolutismo político y «Absolutismo religioso» en la crisis del Antiguo Régimen1
Javier López Alós
(Universidad de Murcia)
Este trabajo pretende contribuir a la configuración de una historia de los conceptos políticos del pensamiento español que explore, sí, las analogías y los elementos comunes de ciertas líneas argumentales, tradiciones, etcétera, pero que, como el que en este caso de un modo deliberadamente genérico llamaremos pensamiento ultraconservador español, explore también diferencias, matices y hasta oposiciones y fracturas internas2. Un pensamiento, por cierto, a nuestro entender insuficiente y a veces precipitadamente estudiado, pues uno de los errores más frecuentes es el de la simplificación del mismo en un único trazado discursivo. Veremos que no es exactamente así. Es por ello que, frente al modelo que hablase de un «absolutismo político y religioso»3, proponemos la separación entre ambas esferas civil y espiritual, para mejor marcar las querellas internas por la supremacía en el Antiguo Régimen.
Para ello, nuestra aportación consistirá primeramente en rescatar de determinada taxonomía algo parcial al jansenista español Joaquín Lorenzo de Villanueva (Játiva, 1757-Dublín, 1837) y llevarlo a territorios no tan cómodos pero acaso más precisos. Porque, si bien, y en el conjunto de su obra política, como su hermano Jaime, puede considerarse un liberal, y su actividad política a partir de las Cortes de Cádiz señala esa dirección, no puede ignorarse que ello remite a menos de los últimos treinta años de una vida bastante longeva. Su Catecismo del Estado según los Principios de la Religión (1793)4 no solamente puede considerarse un modelo de defensa del absolutismo político, sino que de hecho así fue por sus propios contemporáneos, por, ahora sí, reaccionarios tan poco sospechosos de heterodoxia como el Filósofo Rancio, el padre Vélez o el magistrado José Joaquín Colón5. En segundo lugar, no podemos por menos que confrontar el escrito de Villanueva al que llamaremos por contraposición (y aceptando todas las reservas) «absolutismo religioso» representado por el jesuita Hervás y Panduro (Horcajo de Santiago, 1735- Roma, 1809), contra el que el de Játiva construye su pedagógica intolerancia. En el fondo, la vieja lucha no resuelta entre el poder civil y el poder religioso, y la resistencia jesuítica a aceptar una supremacía distinta a la romana. Insistiremos en que no se trata sólo de alertar contra los pensadores externos a la Iglesia, ni desde luego contra los extranjeros por la sola circunstancia de serlo. De hecho, en general, el Catecismo de Villanueva es una respuesta concreta a los envites contra el orden social del Antiguo Régimen, incluido por ejemplo, y ahí el conflicto con los jesuitas, el componente regalista. En el contencioso, cuyas raíces tocan la Edad Media y la constitución de las primeras formas de administración civil, entre poder secular y poder religioso, el regalismo constituyó un episodio de extraordinaria importancia. A juzgar por la cantidad e ímpetu de las discusiones y acciones políticas al respecto, así debieron de verlo sus contemporáneos.
En España,
regalismo y jansenismo son muchas veces considerados de modo
equipolente. No en vano, ambos suponían un decrecimiento de
la autoridad y poder de Roma sobre los príncipes
(temporales) de los reinos de la cristiandad. La postura de
Villanueva en esta obra es exactamente opuesta a la que mantienen
jesuitas como Hervás, y defiende sin sombra de duda la
sumisión de la Iglesia a la autoridad civil. «La Religión no sufre ni puede sufrir en
sus miembros independencia de la autoridad temporal»
,
explicita ya en la misma Introducción al Catecismo
[CE,
XIV].
Una y otra vez,
«aun cuando los Reyes no hubiesen salido
de la noche de la infidelidad, y hubieran perseguido siempre la Fe,
no fuera menos digna de respeto la potestad que habían
recibido de Dios para gobernar el Estado, y por consiguiente a
todos obligaría la Iglesia a que les obedeciesen en lo que
no se opone a la justicia»
[72]. Lo significativo y
valioso del caso es que lo hace invocando la ortodoxia
católica y precaviéndose de las nuevas y descarriadas
tesis de los eclesiásticos discrepantes: «El autor del orden no puede querer que su
Religión sirva a nadie de pretexto para trastornar el
concierto de los Estados y de las familias, ni para eximirse de las
obligaciones naturales o civiles de la justicia o de la
caridad»
[75].
Publicada en 1793,
muy al calor de los sucesos al otro lado de los Pirineos, el
Catecismo de Villanueva tiene una intención
básicamente esclarecedora para el buen orden del Estado.
Viene a presentarse como una obra necesaria y útil en la
maraña política, filosófica y teológica
de fines del siglo XVIII. En el estilo de su autor, con
independencia de su rigorismo doctrinal, un talante en apariencia
más abierto que el de algunos de sus furibundos
compañeros de partido. En lugar de aborrecer de ella
a priori,
condenarla sin más, propone: «Lo
que el Cristiano debe hacer es comparar la doctrina de ellos con la
de la Religión, y apartarse de sus máximas cuando no
se conformen con ella»
[36]. El propio Catecismo
es una muestra de esa posición: proyecto de examen y
refutación de las doctrinas falsas a partir, sobre todo, de
la utilización sistemática del argumento de autoridad
(Sagradas Escrituras y Patrística fundamentalmente). A
partir de ahí, trata de demostrar la incompatibilidad entre
esa filosofía cuyos autores no nombra -entonces digamos-,
sus principios, y los fundamentos de la religión
católica. Construcción emprendida sobre estos puntos
básicos:
En un Estado ideal
de justicia y sumisión a Dios no haría falta
autoridad política, pero «el
pecado trastornó el orden de la sociedad... nació de
aquí en el hombre la necesidad de sujetarse al
señorío de otro fuera del de Dios»
[20]. La
autoridad política no deja entonces de ser sino una
consecuencia del mal, aunque sirva también a su remedio:
«La subordinación, pues, que es
remedio contra el desorden del pecado, es ordenada por el Autor del
orden inviolable con que subsisten todas las cosas»
[28 y
s.]. La vuelta a ese orden primigenio no puede efectuarse sin el
sometimiento a la suprema potestad, a la autoridad principesca,
según establece la bondad y sabiduría de Dios.
Del mismo modo, la
sociedad natural es la que se da entre un hombre y su semejante.
Mas la consideración del hombre en sociedad se corresponde a
la conformación de una «gran familia» compuesta
por unidades familiares más reducidas, con derechos y
particularidades propias, cada una de las cuales recibe el nombre
de sociedad civil: «congregación de los hombres unidos
juntamente bajo un mismo gobierno y unas mismas leyes»
[2].
Las diferencias
entre la «libertad
católica»
y «la libertad
de los filósofos»
, que en este momento de su obra
establece Villanueva, no podrían entenderse sin su distinta
consideración del hombre: «Se
distinguen varios géneros de libertad: libertad natural,
libertad moral o libre albedrío, libertad civil, libertad
del pecado, libertad de la miseria, etc.»
, ajenos a la libertad de
la que hablan los filósofos libertinos: «No hablan de la libertad esencial del hombre que
consiste en la naturaleza esencial del libre albedrío, ni de
la libertad de servidumbre que se opone a la esclavitud, sino de la
libertad civil que se opone a la subordinación a la
legítima autoridad, y por otro nombre se llama
independencia»
[13], una libertad a la que el
hombre no tiene derecho por ser incompatible con el orden natural
dispuesto por Dios.
Villanueva
distingue entre la igualdad natural, la cristiana y la civil, entre
las que no cabe oposición. Dicho de otro modo, la
desigualdad civil no riñe con la igualdad natural y la
cristiana; aún más, resulta útil al Estado y
también para el cristiano, en tanto que le proporciona
ocasión para practicar la caridad. Así que la
desigualdad civil, lejos de ser un problema -algo que hay que
resolver-, sirve al buen orden dispuesto por Dios: «La hermosura del universo pide que entre los
hombres haya diferentes estados y órdenes»
[49]. A
su vez, la desigualdad política es providencial [52] y
está ordenada también por la caridad. Y la libertad
verdadera depende de la desigualdad política: «la insubordinación o libertad civil
quebrantaría los vínculos con que subsiste y se
conserva... la libertad civil vendría a parar en
servidumbre»
[54]. En conclusión: «Nadie es más libre que el que sabe
someterse a las leyes»
[56]. La heteronomía no
puede ser más explícitamente dispuesta: la libertad
depende de Dios (en cuanto a su orden) y la voluntad también
(en cuanto a su ley).
La cuestión
de la legitimidad es central a toda filosofía
política. Aquí toma la forma de la translatio imperii: el
Príncipe no recibe del pueblo la autoridad, sino de Dios,
según reconoce la Religión y niega la
filosofía. Como no podía ser de otra manera, lo que
Dios ha dispuesto es inviolable y, desde luego, lo ha hecho en su
favor. Y la religión no hace sino servir a esa verdad
útil y conveniente: «Aquí
se ve claro cómo la Religión busca en la autoridad
civil otro principio más alto que no puede ser mudado ni
alterado por el abuso de ella; y lo halla en la ley
eterna»
[104 y s.]. Un derecho que es privativo del
señor, sólo puede ser transmitido por éste a
otro. Así, la cabeza del Estado, que ha recibido poder desde
Dios sobre la vida y muerte de los súbditos, sin que
éstos tengan otra posibilidad legítima que la de
obedecer su autoridad y la del sucesor a quien ésta sea
transferida: «pueblos eligiendo al
Príncipe, usan del derecho que Dios les concede. Mas en
habiendo elegido, cesa en ellos el derecho de nueva elección
hasta quedar sin Príncipe»
[132].
Previamente ha
aclarado la diferencia entre la elección del Príncipe
y la autoridad [125]. El desarrollo entonces es perfectamente
congruente: «La elección del
pueblo no da la autoridad al Príncipe: y así el
pueblo no puede quitársela, porque se la da..., y así
no puede ser juzgada ni quitada sino por Dios»
[126 y
s.]. Y por lo mismo, «la facultad de
hacer leyes no reside ya en el pueblo, sino en el Príncipe a
quien comunica Dios su poder para que lo gobierne... no puede
jamás el pueblo estar en estado de hacer nuevas leyes para
mudar el orden de la sucesión, o la constitución de
gobierno»
[129]. El pueblo, el príncipe y sus
subalternos han de respetar el orden de Dios, todos han de
respetarlo, igualdad cristiana que obliga del mismo modo ante Dios.
Como en un cuerpo, cada parte debe cumplir su función con
respecto a las demás.
Las posiciones
defendidas por Joaquín Lorenzo de Villanueva atacan entonces
los fundamentos mismos de cualquier forma de contractualismo.
Contra Hobbes, no es la coacción lo que sujeta al hombre
sino su propia conciencia del bien [XXII]. La religión,
entonces, coadyuva de modo esencial a la estabilidad social [133 y
s.]. Tampoco cabe hablar de pacto originario, tesis defendida por
la tradición jesuítica: «ni
la Escritura ni Padre alguno de la Iglesia, tratando como tratan
del origen de las potestades, han enseñado jamás que
a los Reyes venga la autoridad por medio de los pueblos... a una
voz enseñan que la autoridad del Rey es de Dios»
[118 y s.] Asimismo, en su extremo, el pacto social llega a
interpretarse como una negación del providencialismo y de la
intervención de la gracia (serán éstas
también pruebas de cargo contra los miembros de la
Compañía), amén de toda la retahíla de
males conocidos:
«El pacto social supone que el estado primero del
hombre no es de la sociedad, sino el de la pura animalidad...
intenta destruir los vínculos de la ley natural: se opone al
orden de Dios: abomina en el Príncipe la seguridad que le da
el origen divino de su autoridad: justifica en el pueblo la
rebelión... tiene por basa fundamental de su sistema, que un
hombre puede sujetarse a otro sólo por atención a los
beneficios que de él ha recibido: da por cosa sentada que
una sociedad que no procura bien alguno a sus miembros, pierde todo
derecho sobre ellos, como si fuera posible estado alguno
subsistente en la sociedad, el cual no se encamine al bien de sus
miembros. En estos y otros tales absurdos despeña la
filosofía a los pueblos que no se dejan guiar por la luz de
la Religión»
[216 y s.].
En semejante
contexto, la refutación de los principios de la
soberanía popular cobran un especial protagonismo: «ningún Príncipe podrá tener
seguridad de parte de su pueblo, en cuyo poder estaría tomar
otra cabeza, o variar a su arbitrio la constitución del
Estado: doctrina reprobada por la Religión, como contraria a
la indisolubilidad del orden político, cuyo cimiento es el
orden de la ley eterna»
[IX]. Desde luego todo esto
contrastará con la incorporación de los postulados de
Rousseau a su base tomista en el período liberal,
sintetizada en la obra El tomista en Cortes6,
donde la valoración del ginebrino será modificada
sustancialmente. Mas en los años del reinado de Carlos IV,
el conservadurismo de Villanueva sigue haciendo pie en la
estabilidad de un orden divino: «No es
duradera la quietud pública, si tiene licencia el pueblo
para residenciar a su Príncipe»
[188].
Qué decir
entonces de la sublevación popular: «La rebelión es una guerra civil que el
pueblo hace contra la pública potestad»
[192], que
por ser sedición ilegítima no puede sino obligar a
considerar homicidios todas las muertes generadas por el conflicto.
Pecado mortal, entonces, de la máxima gravedad. Y es que de
ser legítima la rebelión, la Iglesia, que ha sufrido
innúmeras afrentas y hostigamientos, hubiese sido la primera
en ejercer ese derecho [200 y s.]. En lugar de rebelión,
Villanueva, invocando la doctrina de la Iglesia, recomienda la
oración7
por los malos Príncipes: «El que
ora por el mal Príncipe no coopera al abuso de la potestad
sino a la conservación del orden»
[207]. La
caridad se vuelve más intensa cuanto mayor es la necesidad
[213]. La caridad ama el orden de Dios, aunque haya quien abuse de
su autoridad, y dicho orden, insistimos, es inviolable.
Villanueva muestra
un especial cuidado en cerrar todas las puertas a una posible
justificación revolucionaria, lo mismo que al jesuita
derecho de resistencia. Una autoridad no es ilegítima,
aunque se halla establecido por medios ilegítimos. «Porque Dios recibe bajo su protección
todos los gobiernos legítimos, de cualquier manera que se
hayan establecido.»
Una autoridad se legitima a sí
misma por el hecho mismo de ser autoridad. En última
instancia, si esa autoridad ha llegado a constituirse es porque
Dios lo ha permitido y sus motivos no son discutibles.
Paralela a la
cuestión de la legitimidad, se nos introduce el problema del
abuso de la autoridad establecida, esto es, qué ocurre
cuando la potestad es utilizada por el príncipe de modo
perjudicial a sus súbditos, aun a los principios o
instituciones de la religión. La respuesta, atendiendo a una
jerarquía de valores, que nos da el catolicismo de
Villanueva es una vez más la primacía de la ley
eterna, que se adelanta a cualquier otra consideración:
«Por sólo conservar el orden [el
súbdito] no coopera al abuso que de él se hace; antes
evita otros daños públicos, y el mayor de todo que es
la disolución de la unidad, y el quebrantamiento de la ley
eterna»
[214]. Lo que afecta también a la
propiedad [116]. La rebelión, no en vano, es un pecado de
soberbia por el que el hombre trata de subvertir el orden prescrito
por Dios, además, arrogándose capacidades que
corresponden exclusivamente a la providencia.
Así las
cosas, ¿cuáles son los límites de la autoridad
civil? Precisamente su instancia originaria: «La misma ley divina y natural que la ha
establecido»
[142]. Si a ello agregamos, siguiendo en
sentido inverso esa línea de transmisión de la
potestad, la sacralización de la subordinación
según la fórmula «el
vasallo sirve a Dios en su Príncipe»
[53], el
crimen del regicidio contendrá aún más horror
si cabe. Curiosamente la condena del tiranicidio se dicta sin
llegar a nombrar a su epítome principal, los escritos del
Padre Mariana (1599), jesuita para más
señas8.
Según la
doctrina de Villanueva, no se puede eliminar el orden de Dios en la
sociedad sin que sobrevenga la demolición de la misma. Las
leyes impuestas a los estados y jerarquías sociales por la
religión están orientadas a la felicidad de sus
súbditos, sin que esta felicidad haya de entenderse en un
plano temporal próximo, ni tan siquiera histórico:
«no está su felicidad en los
bienes de este mundo»
[XIX]. La salvación del alma
es prioritaria al bienestar temporal. Del mismo modo, el
interés general del Estado se antepone al de sus
súbditos [187].
Fuera de Dios no
hay nada, fuera de la religión sólo miseria. Luego:
«Sin Religión,
¿dónde hay buenos ciudadanos? ¿dónde
buenos esposos? ¿dónde buenos padres? Y digo lo mismo
de los demás estados y condiciones de que se compone la
sociedad civil»
[XV]. Siguiendo esta
argumentación, no es de extrañar una
conclusión de este jaez: «El
reposo temporal de los cristianos depende del de la Iglesia: el
reposo de la Iglesia depende en gran parte del reposo del Estado:
el reposo del Estado de la conservación del orden
establecido por Dios entre el que manda y los que
obedecen»
[212 y s.].
Frontalmente
opuesto a Joaquín Lorenzo de Villanueva, profundizaba
Hervás al interrogarse sobre los pecados del siglo en la
idea de una revolución auspiciada por los filósofos y
los jansenistas con el objetivo de destruir la monarquía y
la Iglesia. Estas feroces críticas a los jansenistas parecen
explicar bastantes de los motivos de la prohibición de su
emblemática Causas de la Revolución Francesa
(1794)9.
Pero es que además Joaquín Lorenzo de Villanueva era
calificador de la Inquisición y, por si fuera poco, la nueva
política conciliadora con respecto a Francia, tras la guerra
de 1793-95, desaconsejaba la oportunidad de esta polémica
obra. Sin embargo, los argumentos de Villanueva contra
Hervás, a la luz de lo analizado, no deben ceñirse
estrechamente a criterios de oportunidad política, sino
fundamentalmente (por lo que se refiere a Catecismo del Estado
según los Principios de la Religión) a cierta
relajación doctrinal10.
Así, la única vez que lo nombra directamente es para
reprocharle: «De no contar la Fe para la
política, ha nacido el creerse que la potestad de los
Príncipes de la tierra está enteramente destinada y
limitada a procurar el bien y la felicidad de los hombres en este
mundo»
[CE, VI], en lugar de
servir al orden y ley de Dios, como acabamos de ver. Mas, si
queremos ver esa oposición Villanueva-Hervás en la
línea de la querella jansenismo-vaticanismo, este fragmento
del Catecismo puede resultar especialmente
ilustrativo:
Los avatares editoriales de las Causas bien pueden comprenderse como la contrarréplica de Villanueva. Causas de la Revolución Francesa fue prohibida por el Santo Oficio y no fue hasta 1807 que pudo circular sin trabas esta importante obra. Y cuando las tornas cambiaron, el trabajo de Hervás se utilizó como un arma política en manos reaccionarias contra los sectores ilustrados del clero y el Estado y su difusión fue mucho más que vigorosa tras la invasión napoleónica11. Pero, más allá de las polémicas del siglo, una de las claves de su extraordinario éxito y olvido posterior, el trabajo de Hervás es que contiene elementos que, desde el punto de vista filosófico, superan con creces aquéllos relativos a conspiraciones, sectas, etc. Así por ejemplo, resulta esclarecedor para comprender la Filosofía de la Historia de Hervás comprobar cómo la explicación mítica se va completando con el elemento punitivo: la Revolución es un castigo divino. Pero hay más. Las Causas de Hervás se inscriben en un recorrido intelectual intenso y variado12, sobre el que resume Nicolás González Ruiz:
«Su ambición consiste realmente en trazar
una historia del hombre dentro de la concepción total del
Universo. Su punto de apoyo natural es la Historia Sagrada y su
genial interpretación la que desde la idea de la
confusión de las lenguas en la torre de Babel lo conduce
hasta la comparación de las existentes para percibir con sus
diferencias, su profunda afinidad»
[CRF,
17].
Según este
mismo crítico, en el libro de Hervás se explicita la
«supremacía de lo
espiritual»
en la visión de la Historia: «Sostiene en él la tesis histórica
de una perfecta correspondencia entre las causas y sus
efectos. Y considerando que los fines y efectos de la
revolución francesa son y deben ser morales, se
establece que, por tanto, morales serán sus causas.
Hay pues que investigar y discurrir en la esfera ética y
teológica»
[43].
Preocupado por los
efectos de la Revolución Francesa, Hervás trata de
localizar cuáles han sido las causas que la han animado y
cuáles los descuidos que la han permitido. «Lo civil en todos los hombres es como
consecuencia de lo religioso, a cuyo influjo oculto o
público, se sujeta siempre; por lo que la revolución
francesa, en orden a lo civil, se debe considerar como consecuencia
de la revolución religiosa sucedida en Francia»
[55]. De donde se pueden sacar principios generales de lo que es
considerado una catástrofe: «El
abandono de toda religión es la parte fundamental de
revolución francesa, la causa primitiva y efectiva de todos
los desastres que en ella ha sucedido y ocurren»
[56].
Sin religión no hay orden monárquico y en su lugar se
proclama la anarquía. «Irreligiosidad» significa
en Hervás caos y podredumbre también en el orden
político y social13.
La falta de religión y de conciencia produce libertad
desenfrenada, equivalente a la «libertad
natural de los filósofos»
. No en vano, la
religión, según Hervás, queda definida como
«primero y principal punto y
vínculo que subordina los hombres a la ley»
[130].
¿Pero a qué ley? Es quizá uno de los puntos
más polémicos del pensamiento del jesuita.
La ley civil,
según el esquema planteado, de anticipación de la
degradación moral a la política, debe ser acorde a
los rectos principios de la religión (católica
romana) si es que quiere asegurarse salud y debido cumplimiento.
Así las cosas, la transferencia del orden religioso al civil
parece cosa bien razonable: «¡Qué cuidado no debe tener el
gobierno público para impedir la pública
relajación de costumbres! Si ésta no se refrena con
el mayor rigor, la nación más cristiana en su nombre
y apariencia se declarará irreligiosa prontamente como se ha
declarado la francesa»
[81]. No obstante, se trata
éste de uno de los planteamientos que pudiera adolecer de
laxitud para un juicio entrenado en lo inquisitorial: la
religión cristiana y sus principios, para un católico
como Villanueva, han de amarse en conciencia y respetarse porque es
conforme a la Ley Sagrada, no por su utilidad.
El punto de
engarce entre la esfera religiosa y la civil, pues a pesar de todo,
son esferas diferenciadas (en caso contrario, hablaríamos de
teocracia), estriba en la moral, moral que, en su catolicismo, por
así decirlo, irradia sentido y orden a todo el cuerpo
social: «Moral es todo lo que forma la
esencia de la sociedad y de la religión»
[119]. Y
aunque Hervás escriba «...mas en
el hombre su conciencia recta es la regla de su moralidad y lo debe
ser de su libertad natural para que corporal y espiritualmente
logre su mayor felicidad»
[120], no debemos perder de
vista que los contenidos de dicha conciencia moral proceden a su
vez de una instancia exterior, las enseñanzas de la
Revelación, cuya legítima interpretación es
patrimonio exclusivo de los vicarios de Roma: «Teneos bien lejos de injeriros en los negocios
de la Iglesia, de los que sois alumnos y no directores»
,
dice a los Príncipes [136]. Recomendación en la que
doctrina y política vienen a combinarse en favor de la
autonomía del poder espiritual respecto de la potestad
temporal, el verdadero casus belli con las fuerzas jansenistas y
regalistas, como Villanueva, y eje de nuestra
argumentación.
La
corrupción del siglo, si es que procede, como hemos dicho,
de una anterior de índole moral, responde a los yerros tanto
públicos como privados de gobernantes y súbditos:
«necesariamente proviene del abandono que
los padres de familias tienen de la educación privada o
doméstica, y el gobierno civil tiene de la pública, a
la que pertenece el cuidado de conservar incorrupta en el pueblo la
honestidad de las costumbres»
[121]. Hay una actitud de
compromiso con los principios católicos, lo que le lleva a
exculpar al Papa de su desentendimiento tras la expulsión de
los jesuitas y aceptar estos hechos como un sacrificio necesario
[88]. El cometido de Hervás, sin embargo, se centra
principalmente en señalar los que son de naturaleza
pública y llamar a la intolerancia como media precautoria
elemental [109 y s.]. Será en este sentido, en contra de las
acusaciones de laxitud formuladas por Villanueva, o tal vez debido
a éstas, cuando su intransigencia se imponga a la del amable
pedagogismo del Catecismo. Recordemos que el de
Játiva llamaba a comparar esa nueva filosofía con la
verdad resplandeciente de la religión, mientras que
Hervás alerta contra la amenaza que suponen en sí
tales ideas y cierra cualquier posibilidad de discusión. Y,
sin embargo, Hervás ha de ver cómo se le acusa de
permeabilidad a algunos de los modernos postulados
filosóficos. Pero semejante reproche no está exento,
sea o no justo, de cierta solidez: cuando Hervás habla de la
utilidad de la religión para el buen orden social y la
felicidad de sus súbditos, ambos conceptos pueden ser
suscribibles, aunque los medios sean distintos, por los
filósofos ilustrados. En un catolicismo más ortodoxo,
«no está la felicidad en los
bienes de este mundo»
[CE, XIX] y tales
argumentos son por completo impertinentes. Por si fuera poco,
olvidan la función de la Gracia y la Providencia, en suma,
la prioridad de la salvación del alma a cualquier otro
valor.
Muy al socaire de los acontecimientos que analiza, la reciente Revolución en Francia, iguala los términos de laicismo y maldad. Partiendo de tal premisa, no extraña que la rebelión se considere tanto contra Dios como contra el soberano. De nuevo, la relación entre conflicto político y conflicto religioso previo queda puesta de relevancia. Y de ahí las advertencias contra el peligro de las ideas tenidas por modernas: el calvinismo, el jansenismo (que se define como un «semicalvinismo»), la francmasonería, el filosofismo... que, en los supuestos desplegados por Hervás, confunden en un terrible caos los ámbitos civil y religioso14.
No hay en Hervás y Panduro apelación a la inmutabilidad del orden prescrito por Dios, sino al funcionamiento institucional republicano, si se quiere, a sus condiciones de posibilidad [116]. Mas, como en otros autores católicos, lo que está a la base de su filosofía política no es otra cosa que el rechazo de las tesis roussonianas del pacto, pues atentan contra la idea del orden natural dispuesto por Dios, con la importante salvedad de, lo hemos indicado antes, que en la tradición jesuítica sí se establece la doctrina de un pacto originario15. En lo que existe coincidencia es que los postulados del contrato social desarrollan una idea de la libertad ajena a los de la religión:
«...y haciendo subir a los súbditos a un
pacto social que los une con el príncipe, y que
además de no haber existido sino en la mente y voluntad de
ello, se establece con tales condiciones, que absolutamente cada
uno es dueño para desunirse a su placer. Han introducido
[los filósofos] el nombre y estudio de aquellas ciencias que
llaman exactas, las cuales, si se redujeran a las
matemáticas por lo que y en lo que a éstas pueden
pertenecer, no habría mal alguno; pero extendiéndose
a la teología, a la política y a la legal, y
pretendiéndose que todas estas ciencias se expriman
matemáticamente, se aprueben y se calculen, resulta un fatal
y general pirronismo»
[130].
A lo que
Hervás aporta remedios no siempre fáciles de digerir:
«la necesidad en que se hallan los
príncipes de dividir su poder con otros y de ver con vista
alegre ejercitarse el poder de los eclesiásticos, sean las
que fueren las molestias que de esto les puedan resultar y la
aparente disminución que padecerá su propia
autoridad»
[130 y s.].
No en vano, la
gravedad de la situación exige sacrificios acordes con el
peligro. Y Hervás defiende que, al igual que la
cuestión religiosa se adelantó a la civil en el
estallido revolucionario, en las medidas profilácticas, el
gobierno civil debe mirar a la máxima autoridad
eclesiástica en aras de fortalecer el orden: «Príncipes, si por ventura os
halláis en tiempo... Restableced el orden y el poder de la
Iglesia, porque ésta, volviendo al esplendor
conservará la religión y la religión
conservará vuestros tronos, enseñando a los pueblos a
obedecer, no por temor, sino por propio convencimiento»
[135].
Pues, en efecto,
para el católico no la coacción del pacto, sino la
propia conciencia iluminada por los preceptos de la religión
basta para cumplir la ley. Aunque, de nuevo, vemos que la
estrategia retórica de Hervás se basa en la
persuasión y no en la autoridad. La importancia de los
cuerpos intermedios en el pensamiento de Hervás no es, por
tanto, pequeña. De esta manera aconseja a los
Príncipes: «Conceded honor,
protección y autoridad conveniente a los magistrados, a la
nobleza y a todos los cuerpos que median entre vosotros y el
pueblo»
[136 y s.]. Y en cuanto a éste: «Persuadíos que el pueblo es incapaz de
rectificar sus ideas y de pensar profundamente en materias
abstractas, y que conviene ocuparlo y divertirlo según sus
capacidades»
[137]. Frente a cualquier propuesta de corte
democrático, la recomendación de católico
Hervás:
«los endebles, los pobres y los enfermos de
espíritu y de cuerpo deben, por ley natural, estar sujetos a
los fuertes, a los ricos y a los sabios y prudentes, para que les
guíen, les alimenten y les sostengan. Por tanto es cosa
ridícula imaginar una idea de libertad que no puede
físicamente conseguirse; y es cosa indigna y perniciosa
sacudir el yugo de las autoridades legalmente ordenadas para
sujetarse al de tiranos, que continuamente van variando y
sucediéndose unos a otros, y de leyes, que se irán
mudando siempre, según vayan prevaleciendo los
partidos»
[139].
Esta
exposición de motivos por los que se justifica la
sujeción a las potestades con arreglo a las contrapartidas
(«para que les guíen, les
alimenten y les sostengan»
) que van a recibir, o de
condena de la idea moderna de libertad por los perjuicios sociales
que puede provocar, es claramente más fáctica que
espiritual, si la comparamos con la del Catecismo de
Villanueva. Y, en ese sentido, paradójicamente, a pesar de
su apología de la intolerancia, más permisiva.
- (1793) VILLANUEVA, Joaquín Lorenzo de, Catecismo del Estado según los Principios de la Religión.
- (1814) COLÓN, José Joaquín, La España vindicada en sus clases y autoridades de las falsas opiniones que se la atribuyen, Madrid, Imprenta de Repullés. Segunda edición, aumentada con las censuras de las Juntas Provincial de Cádiz y la Suprema; y la contestación del autor a la primera.
- (1825) VÉLEZ, Fray Rafael, Preservativo contra la irreligión, o los planes de la filosofía contra la religión y el estado, realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España, y dados a luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria, Madrid, Imprenta de Repullés.
- (1912) ALVARADO, Francisco, Obras escogidas del Filósofo Rancio, 2 tomos, introducción y estudio crítico del P. Fr. Luis G. Alonso Getino, Madrid, La ciencia tomista.
- (1944) HERVÁS Y PANDURO, Lorenzo Causas de la Revolución Francesa, selección y edición de Nicolás González Ruiz, Madrid, Ediciones Fe.
- (1994) HERRERO, Javier, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alianza Editorial.
- (2002) RIVERA GARCÍA, Antonio, «Juan Andrés y la Historia del Derecho Natural. Una aproximación a la heterodoxia jesuítica», en AULLÓN DE HARO, P., GARCÍA GABALDÓN, J. y NAVARRO, S. (eds.), Juan Andrés y la teoría comparatista, Valencia, Biblioteca Valenciana.
- (2005) VILLACAÑAS BERLANGA, José Luis, «La nación católica. El problema del poder constituyente en las Cortes de Cádiz», en GONZÁLEZ, Fco. (ed.), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, Madrid, Iberoamericana, pp. 159-178.