Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Virgilio, personaje literario

Mariano Baquero Goyanes



En estas breves notas sobre Virgilio, personaje literario, intentaré manejar tal caracterización -personaje literario- en un sentido restringido. Quiero decir que voy a referirme a Virgilio no como hombre de letras, como escritor, según pudiera inferirse de una acepción genérica y amplia del rótulo personaje literario, sino en la muy específica de criatura -normalmente ficcional- que aparece en un poema, en un drama, en una novela... Es decir, un personaje comparable, como tal criatura de ficción, a D. Quijote, Otelo o Raskolnikov.





Es obvio que un escritor puede asumir conjuntamente tal papel y el de personaje de alguna de sus obras. Algo de esto hizo ya en el siglo XIV, Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, al incorporarse, más o menos directa o disfrazadamente, a la textura de su Libro de Buen Amor.

Sin ocultación alguna, antes bien con la adecuada retórica, Diego de San Pedro, en la época de los Reyes Católicos, hace de sí mismo un personaje más, capaz de intervenir en las acciones de sus novelas Arnalte y Lucenda y Cárcel de Amor, no teniendo empacho en asumir en esta última el papel de mediador y casi tercero en la desdichada historia amorosa de Leriano y Laureola.

En ocasiones, la presencia del novelista como personaje en sus novelas es fugaz y furtiva; una especie de rápido paso por sus páginas semejante a los que tan característicos fueron de Alfred Hitchcock en sus películas; manejados casi como otros tantos retos a los espectadores para que fueran capaces de localizar la, por otra parte, inconfundible figura del famoso director.

Fugaz y furtivamente Cervantes alude a sí mismo, pero sin dejarse ver, en el Quijote. En el capítulo XL del primer Quijote (1605), el capitán cautivo aludirá en el relato de su vida en Argel a «un soldado español llamado tal de Saavedra».

Quiere decirse, pues, que cuando, en la actualidad, un escritor tan extraordinario como Jorge Luis Borges se incorpora con su nombre y apellidos a alguno de sus textos, puede que esté renovando un modo cervantino. Pero aún más significativo es, tal vez, el tratamiento que, también con su nombre y apellido, se autoconcede Ernesto Sábato como personaje de Abbadon, el exterminador.

Con lo hasta ahora apuntado quería, tan sólo, establecer una diferencia entre aquellas obras en las que el autor, de una u otra forma, puede considerarse un personaje más, y aquellas otras -que son las que en esta ocasión nos interesan- en que sus autores utilizan a otros escritores como personajes de las mismas.

Sin salir de nuestra literatura cabría recordar casos tan significativos como, en el teatro del XIX, el drama romántico de Larra, Macías, cuyo protagonista fue el famoso poeta medieval, convertido ya en mártir de amor o condenado por su pasión adúltera en los tan típicos Infiernos de enamorados de finales de la Edad Media. Recuérdese, asimismo, que Larra dedicó a tal escritor no sólo el citado drama, sino también su novela histórica El doncel de don Enrique el doliente.

Por su parte, Manuel Tamayo y Baus, en una de las mejores obras de nuestro teatro del pasado siglo, Un drama nuevo, se atrevió a convertir en personaje del conflicto escénico nada menos que a Shakespeare.

También en nuestro XIX, y ya en la narrativa, cabría recordar el relato de Juan Eugenio de Hartzenbusch titulado La locura contagiosa, cuyo protagonista es Cervantes, a quien se tenía por loco mientras escribía el Quijote; locura que se contagia a aquellos a quienes lee los primeros capítulos.

Y el Caballero Sin Nombre, protagonista y narrador de la Carta sin tiempo, de Antonio Prieto, es algo así como una fusión de diversos personajes, entre ellos un intemporal Cervantes, capaz de aludir a su cautiverio en Argel, a los personajes del ciclo artúrico, a Eneas a quien vio de niño, a las canciones de Shirley Bassey o al concierto de piano en Si bemol de Tchaikovsky.

Pero, posiblemente, uno de los ejemplos más representativos y más bellos de esta conversión de un escritor en personaje literario lo ofrezca la novela de Thomas Mann, Carlota en Weimar, donde comparece como protagonista nada menos que Goethe, al que, en su gloriosa madurez, va a visitar a Weimar, Carlota, la que fue inspiradora de Las cuitas del joven Werther. Sabido es que mientras en ésta parece alentar algún rescoldo de la pasión juvenil, nada de ella pervive en Goethe, encaramado ya al distante Olimpo de sus últimos tiempos.

Valga todo lo apuntado a manera de introducción y justificación de lo que, seguidamente, voy a señalar del tratamiento de Virgilio como personaje literario.

El bien sabido hecho de la interpretación que se dio a su famosa Égloga IV, pretendiéndose ver en ella una predicción del nacimiento de Cristo, trajo como consecuencia el que en el siglo V o en el VI, en un sermón atribuido apócrifamente a San Agustín, compareciera Virgilio junto a personajes del Antiguo Testamento tales como Jeremías, Daniel y Moisés, al lado de otros como Nabucodonosor y la Sibila Eritrea. Tal sermón pasó a ser utilizado en el oficio de maitines de Navidad, generalmente como sexta lección, y de él derivó en el teatro litúrgico medieval, la famosa pieza conocida como Ordo Prophetarum o Procesión de los Profetas. En la misma intervienen Isaías, Jeremías, Daniel, Moisés, David, Abacuc, la Sibila, Juan Bautista, etc. Y Virgilio, a quien se le presenta «cum cornu et calamo, edera coronatus, scriptorium tenens». La intervención de Virgilio como personaje dramático se limita a contestar a un dúo de cantores. Estos le piden:

Maro, uates gentilium, da Christo testimonium


Y Virgilio contesta con unas palabras de la Égloga IV:

Ecce polo dimissa sola noua progenies est.


En nuestro teatro del XVII habría que recordar una curiosa tragicomedia de Lope de Vega, titulada El Perseo, posterior a 1618, según Menéndez Pelayo. A la amabilidad del profesor Díez de Revenga debo el conocimiento de esta obra lopesca, en que se presenta el nacimiento de Perseo, como consecuencia del trato amoroso de Júpiter, en forma de lluvia de oro, y de Dánae, y las posteriores empresas del héroe, descabezando a la Medusa Gorgona y salvando a Andrómeda.

Virgilio sólo aparece, fugazmente, en el acto II, tras la escena de la decapitación de Medusa, y del nacimiento, de la tierra humedecida de sangre, del caballo Pegaso. Al subir éste la montaña del Parnaso, golpea con sus cascos la tierra y de allí mana una fuente. Es entonces cuando una acotación escénica indica el sonar de chirimías y la aparición -dice el texto- de unos personajes «sentados alrededor» de la fuente. Se trata de las Musas y de Virgilio, al que la referida acotación lopesca presenta con los mismos objetos caracterizadores de su oficio que el viejo texto del Ordo Prophetarum: «cum cornu et calamo». Lope indica: «Virgilio con tinta y pluma».

Las Musas y Virgilio cantan conjuntamente:


   Esta fuente milagrosa,
cuyas cristalinas aguas
hizo el alado Pegaso,
que el monte Parnaso baña,
será el divino licor
que dará influencia y gracia
a los famosos poetas
para cantar alabanzas
de la virtud y grandeza,
de los reyes y monarcas,
de los nobles caballeros,
de las letras y las armas.



Y seguidamente viene la única intervención individual y no coral del autor de la Eneida, que haciendo, de nuevo, alarde de sus condiciones proféticas, proyecta las mismas en sentido bien distinto del de la Égloga IV, justificadora de su presencia en el teatro litúrgico medieval. Aquí, el Virgilio de Lope sirve a éste para, una vez más, cantar las glorias imperiales de la España de su tiempo:


    Oíd, naciones del mundo,
al que vuestros siglos llaman
Príncipe de los latinos,
versos que las Musas cantan:
Virgilio soy, que quisiera
no haber nacido en Italia,
por loar, siendo español,
los claros reyes de España.
Al soberano Filipo,
a quien los siglos aguardan
para corona del mundo,
y sol de la esfera de Austria.
A sus prendas, que han de ser
gloria de España y de Francia,
porque coman sus leones
flores de lises doradas.



Y tras el solo de Virgilio, vuelve el coro:


   Vendrán los siglos dichosos,
aunque parece que tardan,
en que habrá nuevos Virgilios
que cantarán su alabanza.



Suenan de nuevo las chirimías y desaparece esta visión de la fuente del Parnaso, regresándose a la trama de Perseo y sus hazañas. La incorporación a las mismas de esa visión de Virgilio, dentro del pintoresco revoltijo de una tragicomedia por la que desfilan Júpiter, Minerva, Apolo, El Tiempo, Dánae, Perseo, etc., permitió a Lope un anacronismo o licencia al servicio de la adulación al trono, tan habitual en el teatro de la época.

Regresemos ya a la Edad Media para observar cómo desde la imagen de Virgilio como profeta, alineable con la Sibila en el teatro litúrgico, se llegó a la de mago, sabidor o encantador, tal y como aparece en el siglo XIV, en el Libro de Buen Amor. Conocido es aquel ejemplo de que Juan Ruiz se sirve al hablar del pecado de la lujuria:

Aquí fabla del pecado de la luxuria.



    Non te quiero, veçino, nin me vengas tan presto,
al sabidor Virgillio, como dice en el testo,
engañólo la dueña, cuando l'colgó en el çesto,
coydando que l'sobía á su torre por esto.

   Porque le fiz' desonrra é escarnio del rruego,
el grand encantador fízole muy mal juego:
la lumbre de la candela encantó é el fuego,
que quanto era en Rroma en punto murió luego.

   Anssy que los rromanos, fasta la criatura,
non podían aver fuego, por su desaventura:
sy non lo encendían dentro en la natura
de la muger mesquina, otro non les atura.

    Sy dava uno á otro el fuego ó la candela,
amatávase luego; venían todos a ella,
encendíen ally todos como en grand centella:
assy vengó Virgillio su desonrra é querella.



Este sabidor escarnecido, vengativo y lujurioso no tiene nada que ver con el profeta a lo divino del Ordo Prophetarum, o con el profeta a lo humano del Perseo. Virgilio se ha convertido, al igual que Aristóteles, en sujeto burlado y afrentado por las mujeres, y de ahí su repetida presencia en las obras caracterizadas por la sátira misógina. Recuérdese que en la discusión entablada entre Calisto y Sempronio en el Acto I de La Celestina, el amo recuerda al criado cómo se sometieron a las mujeres «ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices».

Y en el siglo XV, también, en la más significativa obra de sátira misógina, el Corbacho, del Arcipreste de Talavera se recuerda al poeta latino alineado junto a otros ilustres, sabios o fuertes varones que, de una u otra forma, se vieron burlados o escarnecidos por las mujeres:

Lee bien cómo fue Adam, Sansón, Davyd, Salamón, Virgilio e otros dignos de memoria.



Y en el capítulo XVII de la misma obra, titulado Cómo los letrados pierden el saber por amor, se nos presentan nuevamente emparejados a Aristóteles y a Virgilio, y se repite la historia de burla y venganza que, un siglo antes, contara en verso Juan Ruiz. En la versión del Corbacho de nuevo se olvida la condición de poeta, de Virgilio, para limitarse a recordar sus poderes mágicos:

¿Quién vido Vergilio, un onbre de tanta ciencia, qual nunca de mágica arte nin ciencia otro qualquier o tal se supo, nin se vido nin falló, segund por sus fechos podrás leer, oyer e veer, que estando en Roma colgado de una torre a una ventana, a vista de todo el pueblo rromano, sólo por dezir e porfiar que su saber era tan grande que muger en el mundo non le podría engañar? E aquella que le engañó presumió contra su presunción vana cómo le engañaría, e asy como lo presumió lo engañó de fecho; que non ha maldad en el mundo fecha nin por faser que a la muger mala dificile a ella sea de esecutar e por obra poner.

Destos enxenplos las mugeres tomarán plaser e se glorificarán del mal, que porque las pasadas mugeres a los más sabios engañaron. Pero non digamos de los engaños que ellas rrescibieron, rresciben e rrescibirán de cada día por locamente amar, pues el susodicho Vergilio syn penitencia non la dexó, que mucho bien pagó a su coamante que apagar fiso en una ora, por arte mágica, todo el fuego de Roma, e vinieron a encender en ella todos fuego, que el fuego que el uno encendía non aprovechaba al otro, en tanto que todos vinieron a encender en ella fuego en su vergonçoso logar e cada cual para sy por vengança de la desonrra que fecho avía a un onbre tan sabyo.



Un vivo contraste con estas imágenes, más bien grotescas, de la figura de Virgilio, lo ofrece la que sigue siendo la más famosa e importante de las interpretaciones medievales del gran poeta latino. Me refiero, como es fácil suponer, a la que se encuentra en la Divina Comedia de Dante.

Por más que, en el grandioso poema, Virgilio funcione como una especie de alegoría combinable y contrastable con la que supone Beatriz, habría que reconocer que el simbolismo dantesco no ha despojado de muy cálido acento humano al autor de la Eneida. Este podrá ser -y precisamente como cantor de las glorias de Roma- una imagen del poder imperial, acorde con las ideas expuestas por Dante en De Monarchia, o incluso una alegoría de la Razón, enfrentable a la de Beatriz como emblema de la Teología. Todo esto podrá ser así, pero al mismo tiempo el Virgilio de Dante es un personaje tremendamente humano, cuyo comportamiento a lo largo de los Cantos del Infierno y del Purgatorio, permite al poeta florentino presentar a un Virgilio que es algo, bastante más que el profeta, el mago o sabidor de otros textos medievales, como los antes recordados, aunque alguno de esos papeles no le sea ajeno ahora.

Poéticamente considerado, puede que lo más conmovedor del Virgilio dantesco resida en su actitud afectiva frente a Dante, como guía, mentor, protector y casi padre.

Pasar revista, ahora, a los diferentes matices y tonos de esas actitudes virgilianas a lo largo de tantos cantos del poema dantesco, resultaría tan prolijo como desproporcionado a nuestro actual propósito. Contentémonos, pues, con algunas rápidas notas.

Recuérdese que, en principio, en el Canto I del Infierno, Virgilio es una especie de silenciosa sombra, un personaje sumido en un largo silencio de siglos, roto al fin, al presentarse a Dante a través de sus obras, concretamente a través de la Eneida, al considerarse como cantor del hijo de Anquises. Dante le reconoce entonces y, ruborizándose al hallarse ante tan alto poeta, le proclama su maestro y su autor.

Virgilio, tras salvar a Dante de las fieras que le asaltaron en el camino, le revela el origen de su venida a él y se le ofrece como guía por los caminos del Infierno y del Purgatorio. A lo largo de tal viaje, Dante irá reconociendo y proclamando una serie de virtudes de Virgilio, tales como la sabiduría, la magnanimidad, la piedad, la cortesía, etc.

La palidez que, en el Canto IV, afecta a Virgilio cuando comienza el descenso al mundo ciego del Infierno es bien percibida por Dante, y explicada por el poeta latino como provocada no por el miedo, sino por la angustia, por la piedad que le merecen los condenados.

En el mismo Canto, los poetas paganos que están en el Limbo, tales como Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, saludan a Virgilio como «altísimo poeta».

Caronte, el can Cerbero, Plutón, demonios y furias, son dominados, aplacados o convencidos por Virgilio, reiterado protector y salvador de Dante en muy críticas situaciones. En una de ellas, en el Canto VIII, cuando Dante se ve momentáneamente abandonado por Virgilio, echa de menos la presencia del que considera «dulce padre».

Justamente esta relación paterno-filial, que se establece entre Virgilio y Dante, dará lugar en Cantos sucesivos a que, en los diálogos entre ambos poetas, el latino pueda alguna vez dirigirse al toscano llamándole «hijito mío», según ocurre en el Canto XI del Infierno, o en los IV, VIII y XXVII del Purgatorio.

Por su parte, Dante invoca reiteradamente a su guía, como padre. Así, en el citado Canto IV del Purgatorio, cuando el florentino se ve ante una cima tan alta que se perdía de vista, con una pendiente muy empinada y se siente vencido por el cansancio, empieza a decir:

¡Oh, dulce padre! Vuélvete y mira, que me quedo solo si no te detienes. Hijito mío -contesta Virgilio-, sube hasta aquí, ayudando a Dante escalar la cima.



Ese apelativo -dulce padre- será empleado por Dante en distintas ocasiones. Así, en el Canto XV del Purgatorio, cuando se les acerca la luminosidad de un ángel:

¿Qué es aquello, dulce padre, de lo que no puede defender la vista por más que me esfuerzo?



O en el XVII del Purgatorio, cuando pregunta:

Dulce padre mío, ¿qué pecados se purgan en este círculo donde estamos?



En el Canto siguiente, el XVIII, tras calificar Dante a Virgilio de alto dottore, de doctor eminente, se refiere a él como padre veraz y, finalmente, como dolce padre caro.

Esta afectiva relación entre Virgilio y Dante se configura en alguna ocasión como actitud protectora casi maternal, por parte del poeta latino frente al toscano. Así, bien conocido es aquel episodio, en el Canto XXIII del Infierno, en que, perseguidos los dos poetas por una turba de demonios, Dante describe así cómo se salvaron:

De súbito, mi guía [«lo duca mio»] me tomó en sus brazos, como la madre que se despierta al ruido [«come la madre ch'al romore è desta»] y, al ver las llamas cerca de sí, toma a su hijo y huye y no se detiene, cuidando más de él que de sí misma, ni para echarse una camisa por los hombros, y desde el borde del duro margen se dejó deslizar hacia abajo por la pendiente roca que cierra uno de los lados del foso siguiente.



Y así, llevando Virgilio a Dante, se deslizan por aquella pendiente, «llevándome a mí sobre el pecho como a un hijo y no como a un compañero», según indica el poeta.

Tras una escena como ésta, no puede sorprendernos que uno de los más conmovedores momentos de la Divina Comedia sea aquel, ya al final, del Purgatorio, en que se produce la despedida y separación de Virgilio, dejando a Dante con Beatriz, dispuesto a ascender al cielo, a salir a las estrellas.

En el Canto XXVII ha tenido lugar la última prueba, la última depuración a que es sometido Dante antes de realizar tal ascenso. El poeta florentino se siente turbado, amedrentado ante una especie de foso o muro de fuego que Virgilio le invita a pasar, asegurando que no sufrirá daño. Virgilio le llama nuevamente «hijo», y le precisa que ese muro es lo único que le separa ya de Beatriz. La escena que sigue está tocada de esa especial ternura que Dante manejara en tales ocasiones:

Mi resistencia se ablandó y me volví al sabio guía al oír el nombre [Beatriz] que siempre se renueva en mi mente. El movió la cabeza y dijo: «¿Cómo? ¿Queremos quedarnos aquí?». Y me sonrió como al niño al que se convence con una fruta. Después entró en el fuego delante, rogando a Eustacio que entrase detrás de mí en vez de ir en medio, como antes por el largo camino. Cuando estuve dentro me habría arrojado al vidrio fundido para refrescarme, pues el ardor no tenía allí medida. Mi dulce padre [«Lo dolce padre mio»], para animarme, seguía hablándome de Beatriz, diciendo: «Me parece que estoy viendo sus ojos».



Al llegar a este punto, el más alto escalón de la montaña del Purgatorio, Virgilio recuerda a Dante que ya no podrá guiarle ni aconsejarle.

Después, en los Cantos siguientes, se describirá la tan conocida procesión alegórica, y en el XXX, la aparición de Beatriz coincide con la desaparición de Virgilio. El momento es así descrito, emocionadamente, por Dante:

me volví hacia la izquierda, con la confianza con que el chiquillo corre hacia su madre cuando tiene miedo o cuando está afligido, para decirle a Virgilio: «No me ha quedado ni un adarme de sangre que no tiemble; reconozco las señales de la antigua llama» [su amor por Beatriz, a la que ahora tiene ante sus ojos]. Pero Virgilio nos había dejado privados de él; Virgilio, el dulcísimo padre; Virgilio, el cual, para mi salvación, se me entregó. Ni todo lo que perdió nuestra primera madre [es decir, la visión del Paraíso terrenal, situado en la cima del Purgatorio] evitó que mis mejillas limpias se oscureciesen llorando.



Este llanto del poeta marca el momento más alto de su afecto filial por Virgilio. Ni tan siquiera la presencia de Beatriz ha podido detener esas lágrimas.

Con prescindencia de aquellos otros pasajes de la Divina Comedia en que se alude a la turbación o ira de Virgilio, a sus enfados, sus actitudes pensativas, su emotivo encuentro con Eustacio, su condición de autor de la Eneida -a la que alude en el Canto VI del Purgatorio- o de las Églogas -recordada en el Canto XXII también del Purgatorio, con especial mención de la IV y del efecto que su lectura produjo en la conversión de Eustacio al Cristianismo-; con prescindencia de esos y de otros aspectos del tratamiento de Virgilio como personaje literario en el gran poema dantesco, he preferido limitarme al único punto de su intensa relación afectiva con Dante, por entender que justamente tal rasgo hacía del poeta latino algo más que el hierático figurón de otros textos. El Virgilio dantesco es un ser capaz de palidecer, airarse, reprender, esforzarse, compadecerse; bien distinto y bien distante de esa simple voz que oímos en el Ordo Prophetarum o de ese truco retórico y circunstancial del Perseo de Lope.

Pienso que para volver a encontrar un Virgilio tan poderosamente humano como el de Dante habría que dar un enorme salto en el tiempo, y llegar ya a nuestro siglo, a 1941, fecha de La muerte de Virgilio, gran novela del escritor austríaco Hermann Broch. Más que de una novela se trata, realmente, de un extraordinario poema en prosa, como bien señalara Thomas Mann; una prosa que se diría contagiada del quehacer poético propio del personaje evocado, Virgilio, y que frecuentemente se resuelve en casi versículos de una poderosa musicalidad. Broch concluyó este extenso y muy trabajado libro fuera ya de su patria, de donde huyó en 1938, pasando a Inglaterra y luego a Norteamérica. Fueron, pues, bastantes los años invertidos en la elaboración de La muerte de Virgilio, que había iniciado en Alemania antes de 1938, y que no concluyó y publicó hasta 1941. La obra fue publicada con un Apéndice de Fuentes documentales, en que se indicaba que el texto contenía alrededor de unos cien pasajes de los poemas virgilianos: Eneida, Geórgicas, Églogas...

La crítica ha creído ver en La muerte de Virgilio una cierta influencia de Joyce. De hecho, la novela de Broch se configura como un largo monólogo interior en el que Virgilio, habiendo llegado a Brindis y sintiéndose ya muy gravemente enfermo, espera la llegada de la muerte, sumido en una serie de meditaciones y recuerdos que, mezclados a sueños, visiones, diálogos con quienes le visitan y con quienes pertenecen a su pasado vital y literario, van componiendo una trama novelesca que se caracteriza precisa y paradójicamente por su falta de trama. Podría decirse que los únicos sucesos que se dan, prácticamente, en la novela, son la llegada a Brindis de Virgilio y su muerte.

Si Ortega y Gasset, frente a Proust, pudo hablar de casi novelas paralíticas, por la morosidad de su tempo narrativo y la exigüidad de la acción, cabría pensar que La muerte de Virgilio le hubiera merecido una opinión semejante por tratarse de uno de los textos novelescos que mayor contraste ofrecen en lo que se refiere al número de páginas -más de 500 en una edición normal- y lo sumario de la acción en ellas contenida.

Virgilio está siempre presente, más como una conciencia que como un ente físico, aunque los vómitos de sangre subrayen en ocasiones tal condición y marquen el avance de la muerte. En tanto ésta llega, va tejiéndose ese monólogo interior que, paradójicamente, se configura siempre como objetivado -en cuanto a su transcripción en tercera persona- y sin tener nada que ver con el tan caótico fluir de la conciencia que encontramos en el Ulysses de Joyce y, en especial, en sus últimas páginas.

Frente a tal tipo de monólogo, el manejado por Broch se caracteriza por su orden, su ritmo, su poético fluir. A su través, combinándose el presente del poeta ya casi agonizante, con sus recuerdos de infancia campesina, sus emociones amorosas y sus preocupaciones literarias que le llevaron a querer destruir la Eneida; a través de todo eso, Broch nos va presentando a un Virgilio que sin dejar de ser, por lo preciso de los datos, el poeta latino que vivió y escribió con tal nombre, asciende a la categoría de casi un símbolo del poeta, del creador, de ese padre de Occidente, de ese gran intelectual, de ese poderoso espíritu con el que, generación tras generación, se ha venido identificando al autor de la Eneida.

Justamente esta obra, la Eneida, desempeña un papel importante en la novela de Broch. Virgilio lleva consigo el manuscrito del poema en un cofre, con el que desembarca en Brindis. Ya entonces piensa en la influencia que la Eneida podrá ejercer:

¡Oh, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existía ni el peligro ni la perspectiva de que pudiesen escucharse advertencias.



Y más adelante, cuando, tras identificarse casi el poeta con la figura de Orfeo, se entrega a una muy larga meditación sobre la belleza, el arte, la poesía y la soledad del artista, Virgilio llega a la conclusión de que no ha conseguido el arte que él hubiera deseado alcanzar en la Eneida:

había experimentado la seducción del no-arte en su propia vida, en su propia obra, la seducción de la permuta, que coloca lo realizado en lugar de lo realizable, el juego en el lugar de la comunidad, lo muerto en el lugar de la creación que continúa a obrar vivificando,



sin poder evitar, considera Virgilio,

la caída en la plebeyez y allí donde ella es más enojosa, ¡en la literatura!



Por eso, en uno de sus sueños o visiones, cuando se le revelan misteriosas presencias y voces, cree escuchar

la orden de aniquilar todo lo hecho, de quemar todo lo que había escrito y versificado; oh, todos sus escritos debían ser quemados, todos y también la «Eneida»; esto oyó él en lo inaudible.



En esas evocaciones, delirios o sueños hay varios motivos recurrentes, como el reiterado recuerdo de sus años campesinos, presente ya en la escena del desembarco en Brindis, cuando Virgilio piensa que él

campesino era por su nacimiento; un campesino que ama la paz del ser terrenal; un campesino a quien hubiera convenido una vida simple y afirmada en la comunidad del terruño; un campesino, a quien, de acuerdo con su origen, hubiera correspondido poder quedarse, deber quedarse.



Y en la misma línea está lo que, en esas primeras páginas de la novela, piensa Virgilio ante sus manos de campesino:

la masculina rudeza huesosa de su puño de campesino, sensitivamente hecho a palpar y rico en percepciones, como su fina nervadura casi femenina, de ligaduras nervadas; ¡oh hierba, oh fronda, oh lisura y rugosidad de la corteza, vivencia del brotar múltiple, oscuridad de la tierra ramificada en sí misma y vuelta corporal!



La evocación de su origen campesino se conecta, para Virgilio, con la de su infancia y con el recuerdo de su madre:

y se acordaba de su infancia en Andes, de la casa, de los establos, de los graneros, de los árboles, se acordaba de los claros ojos en el rostro de la madre siempre pronto a reír y siempre un poco tostado por el sol.



Esa fidelidad a su origen, es la que hace decir a Virgilio en un diálogo con el César, cuando éste le visita en Brindis:

-Para conocer la vida no hace falta la poesía, oh César... Para el espacio romano, para la época romana, como tú has dicho, son para mí más normativos Salustio y Livio que mis cantos, y aunque yo sea un campesino, o mejor dicho, aunque hubiera podido serlo, una obra como la del venerable Varrón es mucho más importante que mis «Geórgicas» para el conocimiento de la agricultura... ¡Qué insignificantes somos los poetas a su lado!



En el mismo diálogo con el César, Virgilio recuerda a éste que

el campesino ama la paz y ama a aquel que trae la paz. El campesino te ama como el hombre que eres. Y los campesinos son el verdadero pueblo.



Otros recuerdos se unen a éste de su origen campesino, otras posibles vocaciones no realizadas desfilan por el monólogo de Virgilio, cuando éste se reconoce como

insatisfecho de cualquier carrera, había desistido de cada una y no había continuado en la profesión del médico, ni en la del astrónomo, ni en la del sabio y del maestro de filosofía, ni había logrado tranquilidad en ellas: ante sus ojos había estado siempre la exigente, la irrealizable imagen del conocimiento de la muerte y ninguna profesión podía hacer justicia a esa imagen, porque no hay ninguna que no esté exclusivamente sometida al conocimiento de la vida, ninguna con excepción de aquella única a la que se había vuelto finalmente y que se llama poesía, la más rara de todas las actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte.



Se diría que éste es un pasaje-clave en la estructura y sentido de la obra de Broch que estamos comentando. Desde ese conocimiento que da la poesía, Virgilio puede funcionar literariamente como una conciencia iluminada por la misteriosa luz de sus últimas horas, de la proximidad y llegada de la muerte; resuelta en una serie de recuerdos, meditaciones y visiones, tan significativas algunas como la de Plocia Hieria, una mujer ligada a las pasiones y amores de Virgilio; para quien ese recuerdo, el de Plocia, queda asociado con el tema de Dido y Eneas.

Plocia será, pues, uno de esos motivos recurrentes a lo largo de la obra, susceptible de reaparecer en momentos bien significativos, en competencia alguna vez con el recuerdo de Alexis, presente, otros, como sólo voz o desvaneciéndose como una diablesa, hasta que al final, todos los personajes evocados por Virgilio -así, el joven Lisanias- parecen fundirse en uno solo, incluido el propio Virgilio:

y con el cielo, la estrella, la sombra, el animal y la planta, se tornó doble unión con Plocia en conocer y conocerse por la doble visión interior: y como alma, animal y planta se reflejaban mutuamente, totalidad en totalidad, fondo esencial en fondo esencial, y él mismo estaba reflejado en el fondo de oscuridad de Plocia, reconoció en ella al niño y a la madre, se reconoció a sí mismo refugiado en la sonrisa materna, reconoció al padre y al hijo no nacido, reconoció a Lisanias en Plocia, y Lisanias era él mismo; reconoció al esclavo en Lisanias, y el esclavo era él mismo; reconoció al tataranieto y al tatarabuelo en el cierre del anillo que desde la mano de Plocia había subido al cielo, arrastrando consigo el origen de la irradiación, y reconoció en eso la fusión del todo más allá del destino, la alumbrante fusión de las capas de la esencia y de los miembros de la esencia, reconoció el unitario ser del fondo del ser, que era el suyo más propio y, sin embargo, no solamente el suyo, sino también el del alma de Plocia.



Cuando Clarín hablaba de «Mi Renán», para indicar hasta qué punto su devoción por un autor podía convertirse en algo enormemente afectivo y familiar; cuando Eugenio D'Ors reconocía como renuncia máxima a la personalidad la que suponía el querer ser -no escribir a la manera de, sino justamente querer ser- Goethe, están ejemplificando, con la retórica adecuada, ese a la vez extraño y normal proceso por virtud del cual otras vidas se incorporan a la nuestra, a través del testimonio dado por escritores del presente o del pasado.

Virgilio, convertido en personaje literario, como el profeta de los misterios medievales, el mago escarnecido por las mujeres y vengador de sus engaños, como sabio, nuevo Orfeo, guía de la humanidad personificada en Dante, es, tal vez, el más alto y emocionante ejemplo de ese fenómeno de transmutación vital, como algo ligado ya para siempre a nuestra imagen de lo que entendemos por cultura y vida del espíritu.





Indice