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Prosiguiendo con este inventario de vecinos inolvidables, recuerdo a un rudo y borrachín personaje de apellido Quiñónez, petiso, forzudo, con un mínimo de frente entre la ceja peluda y el cabello espeso, que hacía de todo, levantar un muro de ladrillos, reparar cañerías de aljibe, reponer tejas rotas o cercar un gallinero. Lo llamaban «don quiñento», porque no tenía en su mente estrecha, noción alguna de aritmética o de economía, y a cuanto presupuesto se le pedía para un trabajo respondía invariablemente «quiñento peso» fuera el corte de un árbol o el encalado de una pared. De hecho, se le pagara diez o veinte   —59→   pesos, él estaba convencido de que había cobrado su invariable «quiñento peso».

Muy cerca de casa tenía un minúsculo almacén, una viuda ya madura, Ña Beatriz, que para aumentar sus ventas acaparadas definitivamente por don Pancho, hacía sorteos con premios de caramelos y de galletitas entre sus escasos clientes, y vendía «Caramelos Cine», cuyas envolturas lucían la fotografía de las estrellas y divos de las películas de entonces, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Ton Mix o Buck Jones, entre otros ídolos del cine silente. Supuestamente, tener una colección completa, de veinte «figuritas», significaba que la empresa caramelera regalara una bicicleta. Más tarde, lanzaron los «Caramelos Deportes» con las efigies de los famosos del fútbol argentino, Varallo, Gualeo y compañía con las cuales había que coleccionar un equipo completo, de once, para la mentada bicicleta. La trampa estaba en que jamás podía completarse la colección exigida, porque estaban las «figuritas difíciles» que nunca aparecían, y en cambio, abundaban las que se repetían para desconsuelo de los chicos que soñaban con una bicicleta (¡Bianchi, Legnano, Hércules!) como venida del cielo. De ese juego inocente nació la expresión de «figurita repetida» que los adultos aplicaban al prójimo desubicado y empeñado en aparecer continuamente donde no se le invitaba, charlatán y molesto, puntual en sus apariciones nunca bienvenidas. Con ese gancho comercial, ña Beatriz lograba mantener en pie su modesto almacén, que a pesar de tener su «despacho de bebidas», eufemismo para significar que expedía caña al pie del mostrador, imán para borrachos, no contaba con un solo cliente, sobrio o beodo. La causa, hoy lo comprendo pero no me explico, era que ña Beatriz tenía dos hijas que iban saliendo de la adolescencia, Elvira y Elena, rubias, altas, hermosas, esbeltas y de ojos verdes. Un par de ladies inglesas, finas y altivas en un almacén de barrio, pobres, bellas figuras insertas en un medio primitivo y casi pueblerino. Podía pensarse que tanta belleza atrajera a la gente sencilla del entorno, pero la cosa era al revés, porque sumada a la fiera vigilancia de la madre sobre las dos doradas doncellas, se suscitaba la envidia y los celos de las mujeres y la timidez de los hombres. Ni el borracho más desinhibido y corajudo por la ingestión del alcohol se atrevía a alzar los ojos hasta aquellas   —60→   pupilas verdes y abismales, de divinidad femenina misteriosa y mágica, ni el galán ni el «cajetillo» (pobretón pretencioso que gastaba todo en ropa) mejor vestido se atrevían a la profanación de su deseo o del coqueteo con las diosas. Aisladas en la prisión inalcanzable de su propia belleza y de la vigilancia espartana de la madre, Elvira y Elena vegetaban solitarias, casi monásticas, como aves del paraíso desterradas a la aridez de un erial desierto. Muchos años después, cuando ya era adulto, las volvía a ver, siempre juntas, marchitas y con la lozanía arrasada por los años, compartiendo la irremediable soledad de las solteronas. Dura y caprichosa consigna del destino, no se casaron de jóvenes porque eran demasiados bellas, ni de maduras, porque ya eran demasiado viejas.

Más extensa era la galería de personajes del barrio en la década del treinta. Don Jaime Benítez fue el primer sastre que conocí. Cerca de su casa, vivía el señor Cantero, padre de un niño prodigio del ajedrez que llegó a ser campeón nacional de ese deporte-ciencia, Ronald Cantero. Don Juan Grange fue el mejor joyero de la ciudad, padre de un gran futbolista del Olimpia, Eulalio Grange, y también, entre varios hermanos, de la bella Chinita Grange, que en su adolescencia floral se suicidó por amor. La familia Pizzurno dio profesionales destacados a la sociedad. Vecina a mi casa, la familia Laurent, con dos chicos que fueron compañeritos de juego, Nene, cuya pista perdí, y Hilda, hoy austera matrona de nuestra sociedad. Ya sobre la calle Perú, los Ginés con mi inolvidable amigo Lalo, y desde luego, la mansión del enriquecido don Toribio Vargas, con cuya bella hija Benefrida, se casó mi hermano Antonio al volver de la guerra, para tener, en 1959, un trágico final en manos de su cuñado Carlos Vargas. Sobre la calle Battilana, entre Amambay y Río Blanco, vivía un chiquillo flaco y travieso algo mayor que yo y tenía un hermano menor, Sócrates, tullido de una pierna. El primero estaba destinado a ser uno de los más grandes periodistas y dramaturgos del Paraguay, y se llamaba Néstor Romero Valdovinos. No lejos de casa, sobre la misma calle Amambay, vivía una matrona maternal y solidaria con el pobrerío del contorno, ña Ermelinda, madre de Carmen y Ernesto, información que no tendría trascendencia, si el tal Ernesto no fuera Ernesto Báez, hijo «natural» como se decía entonces, y sobrino de Cecilio Báez, diez años mayor que yo y   —61→   amigo infaltable de mis hermanos mayores, especialmente Gerardo, y mal visto siempre no sé por qué por mi hermano Agustín (o Tutín), el más agresivo y «soquero» de la familia, de cuyos coscorrones y tirones de oreja me defendía valientemente Ernesto, que me daba una protección especial, tal vez presintiendo la pasión teatrera que nos uniría en largos años de colaboración en el futuro. Relativo a su relación hostil con Tutín, guardo una anécdota. Jugaban fútbol en la misma cancha pedregosa del Salesianito donde había ensayado también sus saltos un espigado muchachito llamado Arsenio Erico. Ernesto y Tutín en equipos distintos, y en mal momento, al travieso Ernesto se le escapaba Tutín llevando la pelota al arco, y no le ocurrió mejor manera de parar el impetuoso avance que alcanzarlo y meterle un dedo allí donde la dignidad del macho es más sensible. El ofendido reaccionó, el ofensor escapó a la carrera, y Ernesto me solía jurar que la persecución llegó hasta Lambaré.

Al mencionar al Salesianito -ya que este libro se va escribiendo sin documentación alguna sino al correr de los recuerdos y con la misma secuencia con que ellos asoman a la memoria- cabe el recuerdo amable para el padre Juan Casanello, gordo, sanguíneo, paternal, poeta épico de poemas marciales que él mismo recitaba con voz de trueno, y autor teatral. Fue no sólo evangelizador en los términos más puros, sino también maestro, benefactor y propulsor de muchas vocaciones artísticas en el Salesianito, especialmente el teatro, donde subieron por primera vez al escenario Ernesto Báez y Javier Franco. Lo substituyeron cuando se fue, el pa-i Pecci primero, y el famoso pa-i Pérez después de regresar de la guerra del Chaco donde nunca abandonó el frente, predicando, haciendo misa bajo las balas, consolando heridos, suplicando por el perdón de los desertores que serían fusilados y dando el viático a los muertos. En el Salesianito, formó el marcial sacerdote el Batallón de Scouts Rojas Silva, y de su banda de música salieron entre otros quienes fueron después compositores de valía como Neneco Norton, y ejecutantes como Leopoldo Cabañas, saxofonista primero de la juvenil Orquesta Universitaria de admirada memoria, en la que se canalizó la extraña fascinación que sienten los estudiantes de medicina y médicos por la música, y prestigioso médico -el Dr. Cabañas,   —62→   decimos- después, que murió a edad temprana, pero mientras vivió fue hombre famoso por su buen humor y sus bromas pesadas a pesar de su rango académico, como pasear sujeta a una cuerda en una distinguida exposición canina del Kennel Club, a una perra en celo que recogiera en la calle, con el consiguiente escándalo perruno y humano que se suscitara. Extraño caso el del Dr. Cabañas. Juramentado para salvar vidas, tal vez creía en el fondo de su carácter burlón en el valor terapéutico del buen humor y de la ironía contra todo lo establecido, y fue tan prestigioso por su capacidad de radiólogo, como por su habilidad con el saxo y su torrencial capacidad de burlarse de la gente, sin distinción alguna, ya que se cuenta que cuando tuvo que hacerle una radiografía al mismísimo General Stroessner, se echó a reír estruendosamente -sin parar mientes en el enojo del ilustre paciente- cuando el General quedó en calzoncillos, desnudo y grotesco sin sus empaques militares. Me enorgullece decir que Leopoldo, fue también uno de mis amigos de la infancia temprana.




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Variada y típica de aquellos años, fueron los ejemplares humanos que la memoria rescata. Papilí, el borracho del barrio, astroso y vencido, cuya única posesión era una lata herrumbrosa que fuera de un kilo de «Conservas de Tomate Pomodoro», con la que él mendigaba comida en las casas del vecindario. «Pa-i Cacá» un submental que se creía cantor, y por unas galletas cantaba la única canción que conocía: «En un barrio de Asunción, paraje de Varadero, arecó peteí kuñá, jherava Marcelina Rosa Rivero». Las vendedoras de «achuras» que pasaban todas las tardes con un recipiente de latón oliendo a vísceras aún tibias sobre la cabeza, y seguida por un cortejo de moscas y de perros caminadores. Niños y niñas de guardapolvos blancos rumbo a la escuela y se juntaba para ir en caravanas blancas. Muchachones orilleros en lucha contra la ignorancia que terminado el trabajo en el taller o en la fábrica, iban a la «escuela Pyjharé», turno nocturno de las escuelas primarias para escolares fuera de edad y sin tiempo para concurrir de día, que lamentablemente ya no funcionan, como   —63→   ya no funciona la famosa escuela de Artes y Oficios, que recogía los niños de la calle, los sometían a rigurosa disciplina militar, los uniformaba de marineritos pigmeos, los alfabetizaban y le enseñaban sastrería, carpintería, mecánica y zapatería, y produjo generaciones de expertos trabajadores de los respectivos oficios. Hasta ña Salomé y su hija apodaba «Tren so'ó» (tren de la carne) por su andar rápido y a pasitos saltarines, prostitutas madre e hija que vivían sobre un barranco que fuera la que es hoy la calle República Francesa, ponían la nota del escándalo y la miseria en aquella sociedad inocente. Ya había llegado los primeros inmigrantes árabes, sirios y libaneses, a los que se decían «turcos» que como los coreanos de hoy, eran vendedores ambulantes, gran valija a cuestas, que llegaban a puertas y portones y ofrecían en dificultoso castellano «Bolbos, beines, beinetas, zabatilla barai y barfumes». Aquellos esforzados trabajadores, cuando no enviaban a buscar esposas en el país natal, se casaron con paraguayas, se integraron totalmente a la sociedad, y hoy en toda la nomenclatura del país figuran, cuando no estirpes de empresarios millonarios, médicos ilustres, abogados, ingenieros y académicos en general que honran sus apellidos y reivindican -no todos, claro- la humildad de su origen.

Halaga y despierta nostalgias, el hecho de que las vecindades en los barrios de Asunción tenían una virtud común, hoy antañosa y casi desconocida. La solidaridad entre la gente, las familias y los grupos. No era conducta traída de los pelos, para el regodeo del ego y la proclamación publicitaria. La solidaridad era espontánea, viva y sentida, llevada a las excelsitudes de la projimidad y de la generosidad con el semejante enfermo, enlutado o sin pan. Una familia no se aislaba de otras familias, una casa, siempre estaba abierta a los demás, una mesa lista a acoger al invitado, o al necesitado que llegaba en busca de auxilio. A quien llegaba en horas de almorzar o de cenar, no se le saludaba con un impersonal «hola» sino con un «a buen tiempo», que significaba que había una silla en la mesa, un plato de comida, o una tortilla, un chipá o un trozo de milanesa en la fiambrera. Se conocía quien estaba enfermo y se corría en su ayuda, qué hogar sufría una tragedia y allí se volcaba la solidaridad, el consuelo y el bálsamo de la compañía y la participación. Tomar en préstamo un   —64→   vestido o un zapato no era un desdoro para quien pedía ni de soberbia para quien daba. Interesarse en los demás, aplaudir sus logros y compartir sus desdichas era la regla no escrita. Nunca hubo discriminación racial, ni económica ni social. Los estudiosos alababan ya entonces lo que algo pomposamente se denomina ahora «movilidad social» por la cual, el hijo de la cocinera podía llegar a Capitán o General, o el retoño del compadre campesino que venía a Asunción podía alcanzar los honores de Doctor o el jovencito estudioso y aplicado de la familia pobre del rancherío marginal quizás llegara a Obispo.

Asunción dependía mucho más que hoy del río para el comercio internacional del país. Y por esa misma razón el río de entonces era distinto al de ahora, por su constante navegación fluvial de vapores y de lanchas de motores ruidosos, por sus poblaciones ribereñas laboriosas, y hasta por los barrios asuncenos, Varadero, Loma San Jerónimo o Sajonia, que tenían en su sencilla arquitectura vestigios marineros, y hasta un folklore costumbrista que provenía del río, de la navegación y de sus fatigas. Famosos eran algunos barcos que iban al norte y al sur con pasajeros y carga, la mayoría a vapor y con grandes paletas giratorias a babor y estribor, como el «Pingo», temido por su falta de estabilidad, el «Anita Barthe», perteneciente a un precursor de la navegación comercial, don Luis Camihort, el «Olimpo», el «Cruz de Malta», propiedad de otro empresario dinámico, don Luis Cattáneo y del que se decía que había introducido la novedad del motor diesel substituyendo a las calderas a leña; el archiconocido y denostado «Tembey» que ya viejo y herrumbroso, transportó lo que se puede calificar como el primer «tour» turístico en el Paraguay con destino a Buenos Aires, ya en los años cuarenta, supongo, e integrado por respetables familias asuncenas que pasaron una odisea en el inadecuado barco, con una sola letrina para más de 50 pasajeros embutidos en incómodos camarotes con hamacas a manera de cama y una cocina minúscula e inadecuada que obligaba a comer, cuando se comía, por turnos como obviamente por turnos era hacer lo contrario. Tardaron como dos semanas en llegar a Buenos Aires, y como allí el barco se dio por vencido o los pasajeros no tuvieron el coraje para regresar por la misma vía, el «tour» terminó en desastre, y cada turista volvió como pudo. Cruzaban   —65→   las aguas otras embarcaciones de diverso porte, que eran tantas, que originaron tipos humanos como los recordados como se decía del marinero bohemio que saltaba de barco en barco, tanto para trabajar como para ejercer su vicio de consumidor de horizontes, y estaba siempre ausente de su casa con el resultado de que una mujer, esposa de «embarcadizo» siempre era proclive a volver cornudo al aventurero. El «embarcadizo» era inferior en la escala social del «navegante», menos bohemio y más práctico, que cuando no se embarcaba como maquinista o timonel, se volvía comerciante para llevar mercancías a lejanos puertos, estancias y obrajes.

El movimiento fluvial era tan intenso que ocupaba a muchos trabajadores que crearon el sindicato de «marítimos» con obreros que nunca habían visto el mar. Este sindicato se acoplaba a un activo sindicalismo, distinto a los agitadores políticos de hoy, centrados como fueron en sus reivindicaciones laborales y en actividades culturales y deportivas, tanto, que el sindicato de los sastres llegó a tener su equipo de fútbol con cancha propia, el «Sastre Sport» que intervenía en campeonatos, como lo hacía también el equipo de «Cerveceros», formado por trabajadores de la Cervecería Nacional. Activos y famosos fueron los sindicatos de mozos, por los de cafés, restoranes y hoteles, de «mozos de cordel» por los changadores del Puerto, de zapateros, carpinteros, el poderoso sindicato de tranviarios, y de otros oficios.

Las fiestas de la sociedad asuncena de alto copete, eran amenizadas por tres grandes orquestas que competían en la preferencia de la gente, antes que los famosos Orrego de raíz luquena, campeaban por sus méritos, en la década del treinta, con un repertorio de tangos, valses, foxtrot y «pasodobles». Recuerdo de mi infancia estas orquestas, porque mucho se debatió para el fastuoso casamiento de mi hermano Antonio y la bella Benefrida, si se contrataba a la orquesta «Ibis», «Iris» o «Calabró». Tocó esta última, y recuerdo que mi primera fascinación por la música, que me duró toda la vida, nació porque durante toda la fiesta permanecí hipnotizado por el arte del pianista, la gallardía del violinista y la expresión arrobada del bandoneonista, extendiendo y comprimiendo sobre las rodillas su mágico instrumento.



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Eran tiempos de descubrimientos y de deslumbramientos. Tiempos de jugar y de aprender, o acaso de aprender jugando. No habían los artilugios electrónicos de hoy, ni los milagrosos motorcitos a pilas que mueven todo, ni robots ni robocops. El juguete de mayor lujo para un chico era un autito a cuerdas y para las niñas una muñeca de rubicunda carita de porcelana para las chiquillas pudientes o de carey y desnuditas para las humildes. En los niveles menos favorecidos, las mamás hacendosas y las madrinas querendonas fabricaban muñecas de trapo para las nenas, que las exhibían con cierta vergüenza y humillación, como pequeñas madres de bebés tullidos.

A veces se podía alcanzar un autito de hojalata con sus pasajeros pintados e inevitablemente «Made in Japán». En bicicletas ni había que pensar, pues era lujo de ricos, aunque los menos afortunados podían alcanzar un «monopatín», especie de bicicleta chata y proletaria que se impulsaba dando talonazos en el piso.

Entonces se echaba mano a los juegos accesibles, como el de la «balita» nombre que se daba a las académicas canicas. Las había de cristal, consideradas un poco para «kuñá-i» o afeminados, las de cemento, más apreciadas, de arcilla, un poco pobretonas y los «acerí» esferitas de acero, restos de rodamientos de bolas que se encontraban en algunos talleres mecánicos. El juego tenía dos escenarios, el empedrado en el que más de un mago infantil sabía aprovechar los rebotes de la balita y los desniveles de la piedra. Y la tierra rojiza, arcillosa y dura, donde se jugaba el «balita joyo» (por hoyo) en el que se hacía un agujero pequeño en el lugar más alto e inaccesible del terreno donde se jugaba, y se trazaba en la arcilla caprichosos laberintos en los que la balita se perdía en su propósito de alcanzar el hoyo. Finalmente, la «balita corá» que se jugaba dentro de un círculo trazado en tierra, y con reminiscencias de billar americano. En todos los casos, la balita se impulsaba desde el pulgar y el índice, y siempre, en la posición de sentado en cuclillas, porque jugar arrodillado era cosa de afeminados. Los defectos en el estilo de lanzar la balita llevaba feos calificativos, como «cuá chapí» (dedos de torpe) o «cuá león», por extensión, dedos de bestia.

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El juego de las balitas tenía varias categorías. Por monedas en primer lugar, costumbre perseguida por los «tajhachí», agentes de policía, o por los «particú», agente descalzos y de civil, generalmente borrachines y ladrones que consideraban más cómodo ponerse al lado de la Ley y prestaban servicios en las comisarías, siendo uno de los más temidos, por veloz e implacable, un sujeto llamado «Malacara» por su rostro surcado de cicatrices. Los menos audaces jugaban por las etiquetas de caramelos «Cine» o «Deportes», y en la última escala, estaban los que jugaban por «firraca» deformación de la palabra «figura» y que consistía simplemente en la parte superior de las cajitas de los «Fósforos Fuego» de feliz memoria para la industria nacional.

Del arte fantástico de remontar pandorgas y reñir torneos épicos en el cielo, ya tuvimos en este libro un episodio especial. Entonces recordemos el trompo, que fuera arma y escudo de rudas batallas infantiles. Algunos artesanos, como don Valentín Pereira, se ingeniaban montando primitivos tornos de madera, en los que fabricaban los trompos. Si el interesado prefería una madera especial para su trompo, de guayabo para que zumbara musicalmente o de cedro para que fuera duro como el hierro, debía incursionar en las grandes quintas de las afueras y cortar una rama de respetable diámetro para tornearla como trompo. Las más de las veces, se mendigaba en las carpinterías trozos y refugos de madera. Esta selección de maderas tenía su importancia, conforme al destino del trompo. Si la cuestión consistía en escuchar la deleitosa música del trompo al girar -repito- se elegía una rama fuerte de guayabo (arazá) o de yvapurú, que tenían la característica de emitir un melodioso zumbido, tanto, que una de las composiciones musicales de Herminio Giménez más prestigiosa, se titula «Che Trompo Arazá» (Mi trompo de guayabo). Pero el trompo musical era sólo la parte lírica de la cuestión, muy por debajo del trompo guerrero, que se hacía tornear en madera dura para los «ñua'á» o duelo de trompos, que consistía en quien arrojaba con mayor fuerza y puntería y girando con su «liña» (hilo de pescar de un metro o más) su trompo sobre el trompo adversario para producirle un raspón, un agujero, una mutilación, o partirlo en dos.

Esta suerte de torneo hacía que los chiquillos sometieran   —68→   a la «púa» (la punta metálica de su eje) a una limadura hasta tomar forma de cuchilla. Un golpe de esta «Púa» era letal, pero significaba que al girar el trompo adoleciera de «púa tarará», una enloquecida, torpe y ruda manera de girar. Hasta hoy, por similitud, se aplica la expresión de «Púa tarará» a personajes excéntricos, insoportables e impredecibles. El trompo con este defecto deliberado, que sacrificaba la gracia por la eficiencia guerrera, producía desagradable sonido de tambores rotos, algo bastante desdoroso de acuerdo a una tabla de funcionamiento del trompo que elogiaba la elegancia y la suavidad del giro, hasta alcanzar el desiderátum de «oké» (duerme) que se aplicaba al trompo de tan perfecto girar, que parecía inmóvil.

El mismo tornero casero que producía el trompo, fabricaba también el balero, pero que entonces había que decir «bolero» porque «balero» era cosa de «curepís» (argentinos). Con el bolero la competencia era menos destructiva, porque consistía primero en el «cutú» (clavar, ensartar) y el «recutú» volver a clavar una y otra vez la esfera en la espiga, haciéndola girar en el aire. A propósito de «recutú», la palabra quedó incorporada al lenguaje popular y especialmente en el argot de la política, en los que significa conseguir una y otra vez el mismo puesto, el mismo rango o el mismo privilegio, y es de comentar que en la actualidad, muchos «referentes» de la clase política son genios del «recutú»... sin haber visto un bolero en su vida.

El «descanso», parecido a la rayuela y el «caracol», una rayuela circular, eran juegos exclusivos de niñas, y todo varón que los practicara era mirado con absoluto desprecio, y como renunciante a la virilidad.

El «tuca'é», sin embargo, se podía jugar entre chicos y chicas, y consistía en perseguirse unos a otros hasta tocar al perseguido, o la perseguida, con lo cual el juego se invertía. Hasta hoy, sospecho por propia y lejana experiencia que nuestra anuencia varonil en participar del «tuca'é, se debía más que nada al pecaminoso, oculto deseo de tocar a la perseguida con un matiz poco lúdico, de caricia y empezar a gustar las misteriosas mieles del contacto físico, primer aperitivo erótico en el amanecer de la vida. Más oportunidades daba de gustar estas primicias, el «tuca'é cañy» (escondido) en el cual había que descubrir el escondite de las chicas, y dentro   —69→   de él, tocarla y de paso, con audacia sin límite, robar el primer e inocente beso, a veces con el ruboroso consentimiento de ella, y otras, con la furiosa reacción de «le voy a contar a mi papá».

Mixto era también el juego de «liberado, aunque menor propicio al toqueteo inocente. El juego de la «prenda» que se practicaba cuando no había luz del día para actividades más libres, se prestaba a la caricia de las manos, y el recuerdo me trae a más de un amiguito tímido que al depositar la «prenda» entre las manos unidas, cálidas y tiernas de su amada secreta, se ruborizaba y se ponía rojo hasta la raíz de los cabellos.

También se jugaban otras diversiones exclusivamente masculinos como el pelota «joyo» por hoyo, en el que había que acertar desde lejos una pelota de trapo en uno de los varios hoyos cavados en tierra. El castigo de perdedor significaba ser «fusilado», poniéndose de espaldas contra la pared para que lo rivales, de a uno, le propinaran fuertes pelotazos, más dolorosos cuanto más maciza y dura era la pelota de trapos usada para el juego.

«Tevy trapo», (culo de trapo) era más bien un juego jocoso destinado a ridiculizar al perdedor. El «toky» se jugaba con planchitas circulares de metal, generalmente tapitas de cerveza aplanadas a martillazos, aunque sistema más práctico y con resultados mejores era colocar las tapitas en las vías del tranvía.

Y finalmente, el juego de «primera» con monedas y por monedas, y donde tiene derecho a echar suertes con varias monedas, el jugador que previamente arroja su moneda y más se acerca a una pared. En este caso, tenía el derecho de arrojar al aire su moneda y la de los rivales. No se mencionaba cara o cruz, sino una versión distinta, «suerte» por el escudo, y «culo» por los números. Las monedas (más bien se decía níqueles) eran «suerte» para el que los arrojaba y los cosechaba, y el juego seguía para los demás con los que caían «culo», con perdón.




ArribaAbajoTrece

Para dar una idea de lo que era la rutina asuncena de aquellos tiempos de guerra primero y de posguerra después, me instalo en el recuerdo, en una esquina céntrica, de calles   —70→   empedradas con basalto azul y la acera sombreada por naranjos o perfumada por las «ovenias» cuyos frutos parecían momias de insectos raros y eran dulcísimos al masticarlos. De un cable tendido entre dos aceras, cuelga el farol eléctrico, con la exacta forma de un sombrero invertido. Recuerdo que se encendía a las siete de la tarde y se apagaba a las once de la noche, cuando la ciudad quedaba sumida en el silencio nocturno y los noctámbulos atrevidos no pasaban de la medianoche. Ambos, farol y tranvía, alimentados por la energía de la Compañía Americana de Luz y Tracción, o CALT, con su usina a leña en Puerto Sajonia. Pero en nuestra esquina es de día. El tranvía ha pasado veloz por la calle Estrella, con sus contactos aéreos desparramando chispas verdes y rojas. Las burreras que abandonan el centro pasan en grupos, todas ellas montando sendos asnos, dando talonazos en los ijares y masticando, casi todas, sus gruesos «cigarro poguazú» apagados. Casi todas llevan manto negro en los hombros, (si fuera invierno, serían rebozos de lana) pero las más veleidosas, paraguas negros devenidos en eficaces sombrillas. Miran con desprecio desde la altura de sus burros a las «placeras» de a pie, con canastas equilibradas en la cabeza por el «apyté aó» (o ropa de coronilla, que no es ropa, sino un rollo circular de trapos a manera de base para el peso de la carga), vendedoras de chipá, hortalizas o «pojhá ro"ysä», yerbas curativas de la rica farmacopea guaraní, dulces de maní (ka'i ladrillo o ladrillo del mono), dulces de guayaba, «coserevá» (conserva) de naranjo agrio, o damajuanas de miel de caña. Por la esquina, traqueteando sobre las piedras desiguales pasan los automóviles de los personajes conocidos, identificados con el rango y señorío de sus dueños, el Studebaker del Dr. González, el Hudson del Ingeniero Mengano, el señorial Packard «aerodinámico» del General Zutano, los Chevrolet guapos, los Ford veloces, los Chrysler, De Soto y Dodge. Y también los taxis, que no se llaman taxis, sino «autos de alquiler» o más someramente «chapablancas» por el color de la patente y cuyos conductores son famosos en la medida de su habilidad para evitar el empedrado y deslizarse silenciosos y raudos sobre las vías del tranvía, sin caer de ellas ni en las curvas. Un señor Rugilo, de este oficio, es «el Rey de las Vías» porque nadie lo supera en semejante arte. Pero los automóviles son raros en   —71→   nuestra esquina, en las que, por otra parte, cruzarla «sin tocar bocina» era falta pasible de multa. Los camiones de carga al servicio de industrias y comercios mayores casi han desaparecido durante la guerra, movilizados para tareas bélicas, junto a los heroicos camiones Chevrolet y Ford 4 que el Ejército había importado poco antes de comenzar la contienda. Pero pasan por nuestra esquina los carros a mulas, los livianos carritos techados y de una sola mula repartidores de pan, que llevan impresa en letras elaboradas el nombre fragante de la panadería: los pesados carros aguateros de tres acémilas con su tanque de agua sobre los bastidores de madera y sus llantas de hierro haciendo un ruido infernal sobre el empedrado, sobre todo en la sagrada hora de la siesta en que atruenan sembrando sobresaltos y malhumor a los durmientes, y los carros «repartidores» de los negocios «al por mayor», tirados hasta por cinco animales y llevando surtida carga para el «reparto» a los «almacenes al por menor». No falta en la esquina, el paso del carrito del «colchonero» que son los primeros talleres móviles, porque llevaban las máquinas y las herramientas del oficio de fabricar colchones. Y también pasa la gente con paso tardo, sin prisa, sin urgencias. Un poco después, avanzaría con paso lento la carreta del repartidor de carbón con la cara y las manos ennegrecidas por su mercancía que una vez distribuida, llevaría su carreta a desuncir los bueyes en un gran corralón frente a la actual cancha del Guaraní donde después, el señor Estragó instaló su famoso cine «España». Ese corralón repleto de bueyes cansados, carretas en reposo y carreteros empolvados de negro hollín, daban al equipo de Guaraní el sobrenombre de «los carboneros» que más tarde se cambió a «aborígenes», que fue invención de mi hermano Gerardo, en sus tiempos de periodista deportivo. Pasa frente a mí la gente, los hombres, aún los más humildes con sombreros que a la manera de los autos determinan categorías, porque no es lo mismo llevar un sombrero deforme en la cabeza que lucir airoso un duro «pajilla blanca» o «rancho», un «Panamá» color perla, o un «Borsalino» de flexibles alas. No se concibe aún en la mayor pobreza, andar con la cabeza descubierta o en camisa por la calle, y hasta el más pobre, si no tuviera saco debía proveerse de una blusa. Las mujeres humildes llevan mantos o rebozos y van descalzas,   —72→   las de la burguesía para arriba «sombreritos» y «taco alto», y los niños, gorras o «yokis» (por Jockey). Los y las elegantes de aquel tiempo no tenían problemas cuando se tratara de elegir prendas finas. «La Gran Casa Francesa» disponía de todo, francés y de moda, la «Tienda Gastón» competía en excelencias con «Segura, Latorre y Cía» cuyo lema de «donde su peso vale dos» siempre me confundía, porque no atinaba a precisar si el peso valía dos para el comprador o el vendedor, «La Gran Galera» se especializaba en sombreros y los demás accesorios de la elegancia masculina y de la misma manera que la «Casa Derby». En cuanto a «Rius y Jorba» a la manera de los «shoppings» modernos, tenía de todo, desde herramientas hasta telas. Después, como terminó la guerra, los camiones sobrevivientes regresan y muchos se convierten en los primeros ómnibus, llamados «camiones de pasajeros» y se han creado las primeras líneas, de Pinozá a Puerto, de Sajonia a Puerto, de Barrio Jara a Puerto, de Tuyucuá a Puerto, como las líneas tranviarias, que tienen su «llegada» a dos cuadras del Puerto, en Colón y Estrella. El Puerto, activo y rumoroso es el imán, punto de llegada y salida del país, y sobre él converge toda la dinámica de la ciudad, en mayor grado que sobre la Estación o el Mercado Guazú. Los ómnibus son de madera, con asientos que son meros bancos a lo largo de la carrocería, y llevan diversas denominaciones, Primavera, Golondrina, Chacoré, Corochiré, «Subayvamo», Oroité, Boquerón, Nanawa o «Voy y Vengo».




ArribaAbajoCatorce

Es inolvidable en aquella época de los años treinta, y más tarde de los cuarenta y cincuenta, la presencia del tranvía. Por mucho tiempo, Asunción era una ciudad de añoranzas. Hasta hace poco tiempo, añoro el tranvía y tengo vehementes sospechas de que esta nostalgia tiene viejas raíces en el recuerdo de un tiempo en que el pasajero era pasajero y no un montón de carne a transportar, porque cuando se viajaba en tranvía, aunque sea de pie, uno tenía la sensación de ser persona y no bulto. Quizás en eso radique los denodados esfuerzos que se hicieron hasta cercanos tiempos para mantener, aunque traqueteantes y con pinturas de payaso   —73→   rodante, algunos de los viejos vehículos eléctricos, los últimos que quedaban, melancólicos supervivientes de una especie en extinción que alegró y adecentó el paisaje asunceno.

Asunción no quería desprenderse del tranvía, como un ser vivo que no quiere despojarse de su alma antigua, más señorial, linajuda y humana, cuyos jirones quedan en las últimas «casas de azoteas» y ocultos jardines rodeando a los hierros elaborados de un aljibe cegado. Por eso, cuando pensamos en el tranvía los asuncenos de la tercera edad, nos viene a la mente una palabra un poco pacata: decoro.

Precisamente porque viajar en tranvía era decoroso. La gente la abordaba limpia, y descendía limpia, nadie caía para ir a parar bajos las ruedas, y los conductores y guardas tenían sobrios uniformes y eran respetuosos trabajadores que conocían la olvidada virtud de la cortesía. El vehículo, siempre iluminado a pleno durante la noche, llevaba letreros que decían «Prohibido hablar al motorman», «Prohibido escupir» y «Prohibido viajar en la plataforma», y aquellos letreros no eran desafíos, sino invitaciones a una buena calidad de vida, expresión que antes no se conocía, pero se vivía. Respetar las normas era cuestión de buen gusto, decencia y vergüenza, y no el modelo a escala humana de transporte de ganado en que se han convertido los ómnibus.

Es revelador que las capitales europeas más cultas, Berlín. Viena, Bruselas, Praga, no sólo han mantenido servicios tranviarios sino han renovado y modernizado el material y se puede ver así a los raudos vehículos corriendo a respetable velocidad con un pequeño zumbido de sus motores silenciosos, y con la gente ubicada cómodamente en sus funcionales asientos.

Asunción de las décadas que rescata nuestra memoria, contó con un buen servicio tranviario, pero se cometió el error de «estatizar» el servicio, y como consecuencia, dejar morir de vejez a las vías y tranvías, en la creencia de que el sistema era una antigualla condenada a desaparecer en la vida moderna, o acaso, como una muestra de la incapacidad y la corrupción del Estado como empresario, aunque la corrupción y la voracidad de los monopolios privados no han de ser menores, con lo que entonces y ahora nos encontrarnos en el mismo callejón sin salida.

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En todo caso, cabe consolarse con el recuerdo de los tiempos en que el tranvía era el orgullo de Asunción. De la Línea 2, que partía de Belvedere, en España y Brasil, daba un círculo completo por la parte céntrica de la ciudad, pasando por las cercanías del Puerto, por el Mercado Guazú, largo trecho por Chile a la ida, por Independencia Nacional a la vuelta, por Estrella, Teniente Fariña y Estados Unidos hasta llegar nuevamente a su punto de partida. En los atardeceres no era raro que se decidiera hacer con la familia, o con la novia y el hermanito, un paseo en tranvía, en esa Línea 2 que conducía a Belvedere donde acaso se podía ver una «cinta de amor» o «de cowboy», y tomar un helado, que se llamaba entonces «sorbete».

La Línea 7 salía de «cambio Grande», que eran los enormes depósitos del Ferrocarril hasta ahora subsistentes sobra la avenida Artigas casi Perú. Llegaba al Puerto y volvía. La Línea 4 salía de Colón y Estrella y llegaba a Sajonia, recorriendo la calle Montevideo, unas cuadras de Colón y la larga Avenida Carlos Antonio López, hasta alcanzar el barrio ribereño del río, para regresar luego por el mismo itinerario. La Línea 5 salía del mismo nudo de Colón y Estrella y llegaba hasta Tuyucuá para volver enseguida. Su terminal en Tuyucuá quedaba frente a la iglesia de la Virgen de las Mercedes, y fue la Línea que subsistió más tiempo. La Línea 9 iba del Puerto a Villa Morra, por la entonces «calle Colombia», hoy Mariscal López, pasando por la «Para (o Parada) Uno», donde está el estadio del Olimpia y por el cementerio de la Recoleta, con una prolongación después de Villa Morra, cruzando Villa Aurelia, hasta llegar, por la Avenida Boggiani, hasta Zavala Cué, hoy Fernando de la Mora.

No llegó a figurar en ningún catálogo de curiosidades, pero por mucho tiempo Asunción fue la única ciudad en el mundo en que los difuntos iban a su última morada en tranvía, acompañados, también en tranvía por los deudos y amigos dolientes. Para el efecto la Empresa contaba con una elaborada carroza fúnebre, de torneada madera a estilo barroco, coronada con una cruz y forrada por dentro en terciopelo negro, que llevaba el ataúd, hasta las puertas mismas del cementerio de la Recoleta, con su antigua iglesia cuyas campanas, ahora mudas, tocaban a duelo.

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Valorado a veces, saludado otras, Asunción se caracterizaba por el «silencio», palabra que significaba no sólo la ausencia de los ruidos, sino el manto de sosiego y quietud que imperaba sobre la ciudad, y la volvía apacible y tranquila. «Silencio» era el recogimiento de las casas como arrebujadas sobre sí mismas, fortalezas de la privacidad y de la intimidad; la espesura recoleta de bosquecillos y jardines, el paso tardo de los peatones, la inexistencia de motores rugientes, de altavoces enloquecidos o de músicas puestas a todo volumen. Avenidas casi desiertas, plazas y parques de árboles frondosos albergando a veces el paseo o la cita de parejas discretas, las noches con nada de actividad virtuosa y algo de viciosa en la que hasta los noctámbulos más recalcitrantes se imponían la consigna de deambular con el menor ruido posible, respetando el recogimiento de las familias y el reposo de las casas, y hasta las serenatas (con permiso policial, ojo) al pie de ventanas guardianas de sueños tiernos sonaban como a sordina, como si la música y el canto sólo quisieran llegar a los oídos de la amada, sin activar la curiosidad de vecinos chismosos o de progenitores celosos. Tan silenciosa era Asunción, que el sonido que hoy pasaría sin ser notado, era percibido muy lejos. Al respecto, me contaba Néstor Romero Valdovinos que exiliado a Clorinda tras la Revolución de 1947, comiendo el amargo pan del gendarme y esperando medios para viajar a Buenos Aires, en una noche silenciosa pudo escuchar, allí, en Clorinda, el zumbido agudo del tranvía asunceno acelerando en una pendiente. Me confesó que se puso a llorar. El «silencio» era palpable, espeso, impregnación de tranquilidad y respeto, simplemente, ausencia de la vitalidad ruidosa que traería más tarde la vida moderna, con su concierto de ruidos, sonidos y estampidos. Hoy que lo pienso, el «silencio» era como el rasgo de la inocencia virtuosa de una gran aldea que después la perdió.

Abandono la esquina imaginaria y voy caminando la cuesta empedrada de la calle Colón. Apenas llego al suburbio donde se alza la Iglesia de Cristo Rey, miro al sur y allá en el horizonte se alza un alto cerro azulado. Hoy ese cerro ya no está porque la industria del empedrado lo convirtió en alfombra para la ciudad. Es el cerro Tacumbú.



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ArribaAbajoQuince

En 1937 mueren asesinados en Ajos mi padre y su hermano gemelo, llevándose al morir, ellos también, a dos de sus atacantes. Se cuenta que en la noche del asesinato el populacho irrumpió en el vasto negocio y saqueó todo lo existente. Es la ruina, mi madre vende mi adorada casona selvática y alquila un local en la calle Pettirossi para abrir un almacén. Adiós a mi patio de árboles parientes y amigos, adiós a los mangos, las pomarrosas y el aguacate. Adiós a mis gallos gordos y cobardes, a las nidadas de pollitos aún húmedos que aparecían inesperadamente siguiendo a la madre desde el yuyal espeso. Adiós, experiencia primera de la infancia, a mi Edén personal perdido. Pienso hoy que tal vez la Providencia me tenía programado para ir transitando desde muy niño diferentes y aleccionadores escenarios de formación mental y espiritual. De los rudos parajes de Ajos, con su escenario salvaje y sus personajes primitivos, a la bucólica casa quinta de Asunción con su lozanía verde y pacífica y su vecindario amable, y de ese enclave lírico suburbano, al mundo urbano distinto, más limitado de la calle Pettirossi. El almacén, con vivienda estrecha al fondo, es alquilada de don Antonio Araujo, padre de dos bellezas, China y Pochó, y de mi amigo Juan Araujo, y esposo de la delicada doña Ana, enferma y anémica que se apagó como una flor, víctima de una enfermedad mortal. El almacén estaba frente al «mercadito Pettirossi», que no era sino una manzana en cuya única acera sobre Pettirossi, se alineaban casillas elementales donde se expendían tortillas, mbeyú, chipás, queso Paraguay, yerbas medicinales y algo de hortalizas y verduras. En el fondo, bajo un enorme yvápovó, tenía su comedero público doña Presenta, dueña de una olla de hierro negra y enorme, como gorda, tiznada, enorme y morena era la buena señora que hizo famosos sus guisados de arroz y fideo, el «so'ó yosopy» después reducido a «soyo» y el «locro ipocué» que servía a los comensales sentados sobre cajones vacíos de jabón sus manjares en grandes platos de latón, en un largo tablón sobre caballetes que hacía de mesa a la sombra del árbol. En el «mercadito Pettirossi» también trabajaba ña Josefa, que fritaba y vendía riquísimas tortillas de harina, queso y huevos bautizadas como «guaymí nambí»,   —77→   orejas de vieja, porque tan tiernas y delicadas, las tortillas eran casi transparentes. Cuesta hoy imaginar que aquella somera feria de apenas una cuadra, fuera la semilla que inició el después monstruoso y caótico Mercado 4, que si no me equivoco abarca como cinco manzanas.

Posiblemente el lector avispado o con espíritu crítico, detecte en las siguientes páginas un cambio sutil en el estilo. Sucede así, porque al abandonar la gran casa quinta, perdía contacto con un mundo mágico que me acompañó desde que tomé conciencia, y entré a otro más real, donde la luz eléctrica substituyó a la lámpara emblemática, y el tosco empedrado urbano a la calle arenosa. La poesía siguió instalada en mí, pero el entorno se había vuelto más material, prosaico.

Había perdido mi gran patio selvático para la exploración, la cosecha de frutas y el descubrimiento. Instalada la familia en una vivienda con pequeño patio, me consolé vagando por los alrededores y descubriendo el baldío. El Baldío, como un rasgo del perfil y de la identidad de la gran aldea asuncena. El baldío no era sólo un trozo de terreno, era una institución, la «sede social» de la chiquillada que tenían allí su «canchita», su selva, su isla misteriosa, su noche fría de agosto para encender allí una fogata aventurera, en un mundo de fantasía, pequeña y limitada patria de la infancia, independiente de la autoridad paterna y de la vigilancia materna.

Chiquillos que hoy ya no están limpiaron una parte y abrieron una cancha de fútbol, delimitando las porterías con los zapatos de uno y la camisa de otro, pero la mayor parte quedó salvaje, fecunda, con un apretado matorral donde las campanillas azules trepaban por los arbustos altos y florecían con gloriosa inocencia color cielo; la calabacita ofrecía su pequeña fruta pulposa y roja, las «flores de agosto» fingían ser margaritas amarillas y doraban pequeños prados con su inundación dorada. Semillas arrastradas desde los jardines por las aguas pluviales habían brotado y crecían glicinas, florecían camelias, violetas, pensamientos y rosas con estallido salvaje y alegre. En el fondo, al borde la infaltable lagunita de fondo arcilloso, se alzaban lirios y narcisos. Verdes, caudalosas matas de arbustos salvajes florecidos con inesperados colores cárdenos, amarillos, blanco marfil; el yuquerí agresivo apuntaba sus espinos a todos los vientos amenazando   —78→   desgarrar todo, piel y ropas que se ponían a su alcance. También allí, las aguas de lluvia llevaron alguna vez la semilla de una sandía, y la planta germinó rastrera pero vigorosa, y de pronto, un día dio un fruto redondo, verde, estriado, pequeño primero y después más grande, más rotundo, con su crecimiento vigilado, medido, venerado con respetuosa unción por los chiquillos de pronto propietarios y devotos del milagro de la sandía, que no era «una sandía» sino «la sandía» especial, única, perfecta, nuestra creatura, con ancestral prestigio de tótem, porque nadie la había plantado pero había brotado para todos, como la ofrenda que hacía el baldío a la niñez adepta a su espacio y a sus secretos.

Tal vez no fuera una sandía, sino un zapallo, un melón, o un «andaí» materia prima del «quibebé» con sabor a mamá y cocina a leña. Lo mismo daba, porque en cualquiera de esos frutos la naturaleza virgen del baldío estaba enseñando su vigor y su milagro y su generosidad, -y como en los tiempos antiguos, la inocencia humana se reunía devota en torno a esa rozagante muestra de la fertilidad con mayúsculas, y de la memoria racial de cada niño nacía brotaba sin que él lo supiera la antigua veneración del hombre por los misterios del cielo, el alimento y la fecundidad.

Como muchas veces sucedía, un día el baldío desapareció. Se limpió, se cortó, se derribó, se arrasó con todo. Las campanillas azules, las «damas de noche», la sandía, el zapallo, el guayabo de generosidad estacional y la canchita de fútbol desaparecieron paulatinamente, y es por eso, porque se fueron los baldíos, los niños se han exiliado a la calle donde ni el empedrado ni el asfalto tienen magia ni oportunidad de descubrimiento y deslumbramiento, porque allí no hay nidos, ni panales ni flores, ni zumbar de avispas y de gordos moscardones negros, ni filas disciplinadas de hormigas llevando un trozo de hoja como velamen verde, ni arañas cazadoras, ni escorpiones terribles, ni «alonsitos» yendo y viniendo en la construcción infatigable de su nido de barro, todos, materia prima para la aventura de observar y aprender para la capacidad de proyectar la imaginación a mundos maravillosos y desconocidos.

La fantasía hizo del baldío selva, isla, lugar exacto del mapa infante donde está el tesoro escondido. Muchos baldíos   —79→   conocí, exploré y amé, cuando de habitante del suburbio, el destino me llevó a una casa urbana de la calle Pettirossi.




ArribaAbajoDiez y seis

Allí, mi inventario de humanidad cambia. Hago nuevos amigos y conozco nueva gente. Ya mencionamos a don Antonio Araujo, propietario próspero y dueño del único auto del barrio, un Fiat amarillo y ruidoso. Vecina al almacén de la familia, la farmacia «La Estrella» de don Carlos Valdovinos, un alma de Dios, generoso y solidario que no cobraba nada por curar pústulas, aplicar antipiógenas y recetar «Píldoras Ross» gratis de sus pocas existencias. Para mí tuvo un afecto especial, porque conociendo mi angurria de lector compulsivo, me obsequiaba aquellos hermosos «Almanaques Bristol» y publicaciones de folletos para niños de la firma Bayer. Sobre la misma acera, el almacén de don Roberto Duarte, hincha famoso del Nacional, de voz potente y sonora, inventor del grito de «¡Nacional querido!» que después se hizo clisé en el club denominado también «La Academia» porque la mayoría de sus jugadores eran estudiantes universitarios.

Vecina a la farmacia, el almacén de un matrimonio anciano, don Cristóbal y ña Petrona, en el que no volaba una mosca, y clientes, menos, por el senil malhumor con que atendían a la gente. Más allá la casa y el depósito de tabaco de don Genaro Parquet, esposo de la bondadosa doña Roquita, que solía inundar de música el vecindario con las interpretaciones de su piano. La familia, además la componía las traviesas hermanitas Dina y Margarita, Paco, Baby, Nenín y Fernando. Gente alegre, feliz, solidaria, tuvo una extraña e incomprensible predestinación para la tragedia porque más tarde, Paco, convertido en cadete de último curso de la Escuela Militar, murió en combate en el último día de la Revolución de 1947. Su hermano menor, Baby, apenas dos meses después, también moría en un accidente de automóvil en la ruta, y otro más, Fernandito, también moriría al chocar su motocicleta. Sobreviven hoy, felices abuelas, Dina y Margarita, o Totila y Marichú, y Nenín, o si se prefiere el Profesor Dr. Guido Parquet Sánchez.

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Mis dos mejores amigos de la infancia, compañeros de juegos y de concurrencia a los matinés de cine (de «covoy», no «de beso») del Teatro Nacional, ahora Municipal, fueron precisamente Paquito Parquet y Juancito Araujo. En verano, salíamos de la sala bañados en sudor o con la huella de un escupitajo lanzado desde el «paraíso». El chiquillo que era entonces, no imaginaba que años después, mediante el talento de Ernesto Báez y de Emigdia Reisofer, ese mismo teatro me recibiría como autor teatral. A pocas cuadras, invadíamos el Mercado Guazú a reponer líquidos y tomar litros de «aleja» lejano antecedente de las gaseosas, antes de que aparecieran el «Naranjín», el «Manzanet» y el «Sinalco», y hecha, la «aloja», de agua, limón y miel de caña que se servía en un jarro desde un depósito de latón de veinte litros. Lo que les ocurrió después a Paco y a Juan, es como una síntesis de lo que nunca más debe ocurrir en nuestro país. Paco murió en combate en la revolución de 1947, y Juan, como consecuencia de la misma revolución, se exilió en Buenos Aires donde desempeñaba oficios menores. Murió también él cuando sacaba brillo a la vidriera de un banco y en ese instante explotó dentro del edificio una bomba terrorista que acabó con su vida. Escapó del peligro en su patria para ir a morir en patria ajena.

Con Paco y Juan formábamos un trío inseparable. Intercambiamos revistas de historietas, íbamos de excursión y de aventuras al arroyo Ferreira o al Mburicaó, que entonces eran torrentes puras y cristalinas, explorábamos la floresta inmensa de la «Quinta Escauriza», una vasta propiedad, lindante con otra, la «Quinta Escobar» que empezaban en la calle Fernando de la Mora y terminaban en Lambaré, entonces selváticas e intocadas, donde era fácil cazar cardenales de penacho rojo, recoger chirimoyas, guayabas, guavirá, yvajhai o yvapurú silvestres, hallar inesperados manantiales, perseguir huidizos lagartos verdes o romper a pedradas panales de abejas silvestres para la rapiña de la miel. Cuando no íbamos a la cancha a tratar de entrar bajo las vallas de alambre, íbamos al Parque Mocoroa donde libraban sus repetidas batallas los dos únicos boxeadores pesos pesados que teníamos, Battilana y Pío Páez. Allí y en ese tiempo, descubrí el sentido de la amistad con su condimento de afecto y de lealtad, de participación en el peligro y de una prueba permanente de solidaridad y entrega.   —81→   Hoy, a tantos años, Paco y Juan son sólo dos recuerdos melancólicos, y la quinta Escauriza se convirtió en urbanizaciones para casi todos los barrios que se alzaron al sur del casco urbano asunceno. Como la inocencia de la ciudad, los arroyos Mburicaó y Ferreira perdieron su pureza cristalina, y son sólo lúgubres sumideros de las miserias del crecimiento ciudadano.

Recuerdo también, como pioneros de lo que es hoy el caudaloso movimiento comercial de la calle Pettirossi, los almacenes y panadería de don Terol, el negocio de compra venta de hierros y herramientas de don Guido, el almacén «El Aviador» de un ciudadano español, don Nunes, padre de quien fuera estrella y campeona sudamericana de basket, Edith Nunes, y a quien -al padre, digo- una vez le pregunté, por el nombre de su negocio, si había sido piloto en el pasado, a lo que me contestó con hispano acento que lo de aviador venía de suministrar avíos, no de pilotar un avión. Don Juan Roca, otro español, tenía también su enorme negocio, pegado a la fastuosa mansión de los Bernardes y no muy lejos de la no menos señorial de los Laterza. En Dos Bocas, los laboriosos y amables hermanos Parcerisa, habían abierto su extraña combinación de panadería, librería y agencia de diarios y revistas extranjeras. Atribuyo a la generosidad de estas bondadosas personas, la alimentación gratuita de mi casi obsesiva manía infantil de leer todo lo que viniera en letras de imprenta. Los sábados y los miércoles, la agencia recibía las revistas de historietas que se ya se multiplicaban en Buenos Aires, y era mi privilegio tomarlas en préstamo y leerlos gratis. Sobre este episodio, volveré más adelante, pero entre tanto, prosigo mi inventario vecinal con la mención de los traviesos hermanos Godoy, vecinos a la panadería-librería-agencia de los Parcerisa. Estos chicos tenían por diversión capturar alguno de los burros sueltos por la calle, atarles al rabo una batería de latas vacías, soltarlos previo a un cintarazo, de modo que el pobre pollino salía a la disparada perseguido por el estruendo de las latas contra el empedrado. También en dos Bocas vivía, con una casa antigua bajo un frondoso yvapovó, la familia Acosta Moreno, una de cuyas niñas, Lila, fuera también después, campeona sudamericana de basket, como Edith Nunes. La memoria me trae también la imagen del carnicero   —82→   del barrio, don Andrés, gordo y bonachón como todos los de su gremio. A don Andrés le recuerdo porque adoraba a mi perrito «Kiko», petiso, lanudo y cruza de innumerables razas, que yo había adiestrado para llevar él solo, sin compañía ni vigilancia y sujeta entre los dientes la canasta de compras con un papelito que detallaba el pedido, puchero, costilla o carnaza, y desde luego, el dinero. Para admiración y regocijo de don Pancho, «Kiko» llegaba a su negocio, se apoyaba en el mostrador y exhibía la canasta. Don Pancho la cargaba con el pedido, tomaba el dinero, depositaba el vuelto junto a la carne y le daba una palmada al perro, que volvía modosamente a casa. Su premio era un sabroso hueso, generalmente agregado por don Pancho, feliz de participar en ese rutinario espectáculo de circo vecinal.

«Kiko», mi perrito de la infancia, fue el primero que tuve y el que más recuerdo porque me inspiró el cuento «Perrito», que ganó un primer premio en un concurso latinoamericano de la «Revue Française» de París, y después, insertado en libros escolares y secundarios, hizo derramar lágrimas a generaciones de escolares y de estudiantes. Le siguieron otros a lo largo de mi vida, porque nunca dejé de tener conmigo una mascota, un perro que cuando se le quiere bien, devuelve amor por amor, es compañía, confidente, una mirada transparente de admiración y de lealtad, un rabo solidario que se abate entre las piernas traseras cuando hay tristeza o se bate enloquecido cuando hay alegría. Comentario aparte, suelo pensar que quien no ama y es amado por una mascota, es difícil que sea buena persona.

Don Carlos Valdovinos también tenía su perro, un gran perro de aguas, grande, macizo, de pelo largo y dorado y bonachón al que llamaba Camel, la marca de cigarrillos que el amo fumaba. Paciente con los niños, se volvía un león cuando don Antonio Araujo soltaba su perro, Zeppelín, un «barcino colí» que también era un nervudo combatiente, las peleas eran épicas, sangrientas y en el esfuerzo de separarlos colaboraba todo el vecindario. Don Gómez, el peluquero (me resisto a poner «barbero») del barrio tenía también el suyo, enorme, adormilado y pacifista, que apenas despertaba, bostezaba y se volvía a dormir aún cuando la pelea de Camel y Zepelín era más ruidosa, pero a don Gómez lo recuerdo no sólo por su perro,   —83→   sino por su maquinita mecánica, no de cortar sino de esquilar, que más que cortar el pelo, lo arrancaba dolorosamente, y por ser uno de los primeros del gremio que amenizaba sus labores, instalando en su peluquería un receptor de radio para beneficio de sus clientes. Que yo recuerde, aún teniendo la peluquería la consabida cajita con tapa de cristal para las herramientas del oficio con la leyenda «Desinfección formol», don Gómez no tenía muchas nociones de la asepsia de sus instrumentos, porque cuando «asentaba» el filo de su navaja sobre el bastidor de cuero tenso, solía murmurar que «Koicha co ya yuká paité la microbio cuera». Así se matan todos los microbios.




ArribaAbajoDiez y siete

Cuando vuelve a mi memoria la generosidad de los hermanos Parcerisa que me proporcionaban de niño material de lectura, suelo asociar esa remembranza dulzona con las preguntas contenidas en los cuestionarios de estudiantes que tienen por tarea estudiar alguna obra teatral, cuento o novela de mi firma. Una de esas preguntas, repetidas en todos los cuestionarios, es «¿Cuándo nació su vocación de escribir?». Generalmente suelo decir que las ganas de escribir vienen leyendo, leyendo mucho, con paciencia y desde niño. Sin quererlo, aplico a la respuesta mi propia experiencia. Desde que aprendí a leer me convertí en lector voraz, y el devenir del tiempo, me proporcionó una inopinada pero útil secuencia en la elección de mis lecturas. En la inocente infancia, fueron las revistas de historietas, El Tony, Tit Bits, El Gorrión y El Purrete, las que pusieron a mi alcance, a Tarzán y Jane con su sugerencia de regreso al paraíso perdido, sueño visceral de todo ser humano, y por lo que vi, ya larval en el niño. Y a Flash Gordon, que entonces era Jorge, el Hombre Relámpago, el símbolo de lo bueno vagando por la pluralidad de los mundos y en el infinito territorio de la fantasía, desafiando al malvado Emperador Ming, prototipo de todo lo malo. Me entusiasmaba Jim de la Selva, un valiente explorador investigando los misterios de territorios vírgenes, salvajes, desconocidos. Seguía semana a semana las andanzas de Dick y su caballo Llama, y a La Sombra, hoy llamado Fántomas, que vive en una cueva   —84→   en forma de calavera, y su fiel compañero Lobo, un lobo amaestrado. Con estos dos personajes, Dick y La Sombra, empecé a tener una idea de lo que las lecturas más serias me enseñó después en el sentido de la importancia del caballo y el perro en la gesta de la evolución de la civilización. Me fascinaba Mandrake el mago, que por algo sigue apareciendo aún con su peinado de Carlos Gardel y su frac anticuado, con su inseparable compañero negro, Lothar. En esa extraña pareja, el niño aprendió que el blanco era el amo y el negro el sirviente, pero con el correr de los años y la explosión de una nueva cultura, en el curso de mi propia vida, las cosas cambiaron tanto que si en el pasado yo leía que Lothar decía a Mandrake «sí, amo», ahora tendría que estar diciéndole: «Sí, flaco».

De tal galería de héroes se alimentaron mis lecturas e iba germinando la vocación de imaginar y de crear, ya instalada en tiempos más tiernos por Caperucita, La Cenicienta y el Patito Feo, que ya me parecían «cuentos de bebés» y abandoné así el camino raigal transitado con los fabulistas como los hermanos Grimm, Anderson, Esopo, y Samaniego, que dejé atrás para proseguir con Edgar Rice Burrougs, a quien creo se inspiró en el Mowgli del «Libro de las Tierras Vírgenes» de Ruyard Kipling para concebir su Tarzán, y Lee Falk. Con ellos descubrí que la pasión por la lectura, que esclaviza, sorbe el tiempo, prohíbe el ocio, enajena la mente prisionera del «querer saber», tiene algo de vicio, mucho de hedonismo sano y una pizca de masoquismo tal vez, pero sigue siendo el ejercicio intelectual que no tiene sustituto.

Pero llegó el momento de buscar emociones más fuertes y menos sintéticas que las historietas, y al filo de los nueve, diez u once años descubrí a los grandes folletineros, Rafael Sabattini, Emilio Salgari, Julio Verne, considerados antes literatos menores, plebeyos de la pluma, urdidores de fantasías baratas, pero son rehabilitados en la medida en que la imaginación se revalora, la aventura libera y la fantasía abre horizontes y en el caso de Julio Verne, predice el futuro, y el papel de la literatura para adolescentes cobra importancia, porque la exploración del espacio ya es una realidad, porque piratas y corsarios habrá siempre con variado disfraz y renovados discursos, como siempre habrá secuestros y   —85→   rescates, princesas bellas y esclavas seductoras, ferocidad, valentía, honor de caballeros y ladrones, aventuras que vivir y territorios por descubrir, mundos que conquistar y sobre todo, inagotables lecciones que aprender sobre la cambiadiza naturaleza humana.

Ya por entonces, sentía en mí mismo, voraz lector, una urgencia nueva, escribir. Y sin saberlo empezaba a aprender que escribir es comunicar y que para comunicar es necesario estar comunicado, es decir, estar leyendo siempre, que al fin y al cabo, lo sé ahora, la escritura propia se enraíza en el rico sedimento primordial que dejaron en mí las apasionadas y apasionantes lecturas de la niñez y de la adolescencia, alimento para la buena tierra de la «lectura sería» que venía asomando en el horizonte.

Porque si de adolescencia hablamos, ni qué decir de las incursiones a los estremecedores folletines de un loco genial, Vargas Vila, con sus novelitas como «Flor de Fango», «Ibis», y otras entregas de infinita ferocidad contra la mujer. «No ames a tu madre -decía- porque te concibió en un orgasmo de placer. No ames a la mujer, ama a las mujeres», y con semejante lenguaje de fuego conseguía lo contrario, adoraba a las mujeres sólo como en el despertar de la vida se puede adorar.

El aprendizaje de la aventura llevada al extremo de la alegría y de la picardía estaba en un espadachín genial, Rocambole. «Las Aventuras de Dick Turpin», un ladrón generoso, eterno burlador de los agentes de la ley, me indujeron cierta saludable irreverencia intelectual ante la santidad de los «valores constituidos», más útil de lo que se cree en el oficio de escribir. Y desde luego, en ese escalar, llegué a la novela policial convertida en gimnasia mental, con Arthur Conan Doyle y su detective Sherlock Holmes, (en el que se inspiró Humberto Eco para su «El Nombre de la Rosa) del que aprendí con mayor celeridad que el torpe de su compañero el Dr. Watson, los misterios y la mecánica de la deducción.

De los grandes folletineros, pasé al fin a los mayores que apenas eluden esa condición porque aparecen más serios y elaborados, como Alejandro Dumas con sus tres mosqueteros, Balzac con «La Piel de Zapa» y «Ascanio»; Stendhal con su «Rojo y Negro»; y desde luego, con mayor rigor académico, Benito Pérez Galdós y toda la constelación asombrosa de los   —86→   insuperables clásicos españoles, que ya fueron palabras mayores, como después lo fueron Dostoievsky, Tolstoy, Cronin, Dickens o Mark Twain que enriquecieron mis lecturas juveniles, de la misma manera que lo hicieron Beeker, Nervo, Rubén Darío, Claudio de Alas, Espronceda y tantos otros poetas cuyos versos injertaron en mi mundo interior, un fragante lirismo que aún hoy, en plena tercera edad, perfuman y melancolizan mis días.

También en el vecindario de la calle Pettirossi, mi imaginación y mi memoria registraron tipos y arquetipos, humanos. Las caravanas de burreras que desde el medio día, pasaban al trotecito cansado de sus burros rumbo a Ysaty, Zavala Cué, Villa Elisa o San Antonio, comunidades absolutamente rurales que eran la despensa de la ciudad. Aunque parezca al lector un exceso de imaginación, hasta a los burros daba yo una identidad y una calificación, porque los había airosos y caminadores de pasito cortos y regulares, los llamados guapos, y los había de orejas gachas, resentidos, de andar cansino y resabiado, como hartos de una vida de servidumbre, que recibían de sus propias amas el calificativo de «ate'y» o holgazán o perezoso. No en pocas oportunidades, el burro no era burro, sino burra, y tenía la desgracia de estar en celo en horas laborales. Los machos percibían el aroma invitante al amor de la burra en tales condiciones, y más de uno arrojaba al suelo a su ama e intentaba el acoplamiento con el consiguiente jolgorio de la vecindad. Curiosamente, existía una reglamentación policial. Si el acto se consumaba y había penetración, la dueña incurría en «escándalo en la vía publica» y pagaba una multa. No era raro entonces que la intervención de la burrera propietaria del macho, consistiera en aferrarse frenéticamente a la poderosa verga del animal, tratando de evitar que diera en el blanco. Si el intento de amor era frustrado, no pasaba de una reprimenda. Dicho sea de paso, también besarse en público y orinar en la calle, eran también «escándalo» que convocaba la acción policial.

Aunque parezca absurdo, el burro perezoso o diligente no se quedó en mi fuero interno como una anécdota, sino como un símil de la naturaleza humana en la que las personas viven, unas como a desgano, otras, como con ansias de ir consumiendo futuros y en el futuro, luces y éxitos. Y aún fui   —87→   más lejos al descubrir en la gente variantes insólitas, pues en el largo curso de mi vida, especialmente en el mundo de la creación literaria y periodística, conocí a hombres de enorme talento y otros incurablemente torpes, que parecían responder a una regla que tenía muchas excepciones, pues los talentosos resultaban incurablemente haraganes, viciosos y vagos, y muchos torpes, tozudos y voluntariosos llegaban más lejos de lo que se esperaba de su escasa cuota de talento. El clisé de que el genio se identifica con la bohemia, en muchos casos, cortó trayectorias que pudieran ser deslumbrantes y admiradas.

Digresión al margen, aquellos últimos años de la década de los años treinta, fue una época, es meritorio remarcarlo, en que la ciudad entera se alimentaba mediante el burro. No existía otra manera de abastecer a la ciudad, hasta que más adelante, en la década del cuarenta, cuando terminó la II Guerra Mundial y desapareció el «racionamiento» de naftas y de llantas de goma, aparecieron los híbridos camiones de pasajeros suburbanos llamados «mixtos», pues lo mismo cargaban pasajeros y mercancías que antes fueran monopolio de las burreras, que no tuvieron mucha vacilación para cambiar las duras jornadas en burro, por las más cómodas en camión.




ArribaAbajoDiez y ocho

Por aquellos mismos tiempos, la tranquilidad pastoril de la vida asuncena, se rompía frecuentemente, con la noticia alarmante de que se gestaba una «revolución», y esto vale también para los años cuarenta y parte del cincuenta. En todo caso, los incidentes eran los mismos. La noche antes, ya corrían rumores. Se estaba gestando una «revolución», y el cabecilla, al menos visible y conocible, era el Coronel Fulano. Por la mañana, los rumores se habían convertido en certidumbre, las amas de casa sintieron el viejo y conocido toque de los zafarranchos de combate. Corrían a los almacenes a hacer provisiones. Las bolsas de galleta quedaban vacías, y el fideo, el arroz y el aceite o la grasa de chancho se agotaban. También los paquetes de «velas de esperma», generalmente destinadas a menesteres piadosos desaparecieron, por si en el curso del   —88→   combate se cortaba la lánguida corriente eléctrica de la C.A.L.T. Los más pudientes sumaban a sus provisiones y previsiones algunas latas de sardina, picadillos o carne conservada. Los más precavidos, o temerosos, acorazaban las ventanas con colchones, y cuando a la silente mañana amenazante empezaban las noticias de que «los Cañoneros entraron a la bahía y apuntan hacía la Capital» no faltaban los que cavaban refugios en el patio, y le daban con mayor velocidad y pánico a la pala y al pico cuando a la presencia de los cañoneros se sumaba otro peligro tenebroso con «la Artillería que viene de Paraguarí por tren» y de los «Regimientos del Chaco» que se suponía avanzaban a marchas forzadas a la Capital.

De pronto, estallaba la fusilería mezclada con el tableteo de las ametralladoras y uno que otro estremecedor estampido de cañón. Los corrillos formados en la esquina se desbandaban de prisa, el almacenero cerraba las puertas y las mamás de numerosa prole iban y venían arreando a los chicos desaprensivos que no buscaban refugio y podían recibir una «bala perdida».

Los más valientes subían a las azoteas con ganas de contemplar el combate, y allí permanecían hasta que un proyectil pasaba cerca espantando con su ominoso silbido, y el observador valiente optaba por la seguridad de la planta baja.

Los combates eran recios por la mañana, amenguaban al mediodía y recomenzaban con mayor brío a la tarde, hasta que iban apagándose al caer la noche, y cesar por completo un poco más tarde. Con el silencio, la gente se atrevía tímidamente a salir a la calle, a recoger noticias a través de las dos o tres emisoras de radio que funcionaban. Al fin la noticia cundía, el Gobierno había caído, el Presidente estaba preso y el Coronel Fulano hacía leer una proclama: «hemos salido de nuestros cuarteles ante el peligro que corrían nuestras instituciones republicanas...» Y así, sucesivamente.




ArribaAbajoDiez y nueve

Desgraciadamente, el almacén de la calle Pettirossi fracasó. Y la familia, ya reducida a cuatro hermanos porque los mayores ya se habían casado y formaron hogar, se mudó a   —89→   la calle Perú. Para mí, otro universo para la experiencia enriquecedora y el ejercicio de la imaginación y la observación, Allí, fui víctima del primer amor, cándido, celeste y tímido.

Tenía cabellos dorados, y a veces, cuando el sol del crepúsculo la daba oblicuo, tenía como un halo sobre la cabecita. Once años tal vez, o doce, ojos de color cambiante, los más extraños que haya visto, que cambiaban en infinitos matices del verde o azulado con la intensidad de la luz, tiernos labios de tersura frutal y piernecitas de colibrí. Se llamaba Ruth, hija de una familia judía que presionada por la antigua actitud defensiva de su raza, en esta Asunción que no tenía ghettos ni idea alguna de lo que es el antisemitismo, había convertido su casa en ghetto, porque en aquel tiempo ya en toda Europa se empezaba a culpar a los judíos de todos los males del mundo, anticipando el holocausto que vendría después con un tal Hitler. La casa de Ruth, amplia, confortable, arbolada, estaba protegida por altísimos cercos de alambre a los costados, y con una sólida, alta muralla sobre la calle.

El padre de Ruth era un señor tieso como una vara de madera dura, vestido severamente, y si no recuerdo mal, ejecutivo, empleado o socio de una firma importadora. Usaba los anteojos que popularizaba después John Lennon, e iba y venía por las calles del barrio saludando apenas a la vecindad con un correcto, breve «buenos días» o «buenas tardes», según el caso. Además de Ruth, tenía otra hija mayor que estudiaba en la secundaria del Colegio Internacional, y su esposa, doña Rebeca, hacendosa, hogareña y rubia parecía un hada madura y un poco gorda cuando trabajaba entre los rosales del jardín a la luz deslumbrante del sol.

Era notorio e incomprensible para mis pocos años que el estirado de don Samuel, que así se llamaba el padre de Ruth, había establecido una veda en cuanto a las relaciones con los pobladores del barrio. Hasta en eso -pienso hoy- funcionaba la ancestral autodefensa de su raza. Yo, que vivía en la casa vecina solía ver a Ruth jugando en el gran patio, traviesa como yasyyateré niña, subiendo a los árboles o sentada a la sombra de un naranjo y cambiando ropitas a su muñeca, a veces, regañándola con una vocecita musical que el viento traía a mis oídos y me parecía estar oyendo el sonido de cristales del idioma de los ángeles. Casi a escondidas, la contemplaba,   —90→   arrobado y enamorado, hasta que la voz de la madre la llamaba a tomar la taza de cacao de las cinco.

En el patio de mi casa había un gran árbol de pomarrosa, y una rama se extendía sobrepasando el cerco de alambres y haciendo sombra en el patio de Ruth. El bendito árbol tenía frutas y un día una de ellas, madura, cayó de la rama intrusa. Vi a Ruth recogerla, examinar con curiosidad su cáscara amarilla y su lisura de perla, y después, morderla con sus pequeños dientes de muñeca, saborearla cautelosamente y acto seguido gustar con deleite la pulpa crujiente y el caudaloso y perfumado azúcar de la fruta. Con los labios mojados de miel, se volvió a mí, me sonrió y me pidió: «¿Me das más?». Un chimpancé envidiaría la velocidad que trepé al árbol para hacerme de una provisión de pomarrosas maduras y descender después a poner a los pies de Ruth mi ofrenda de frutas, lo que es un decir, porque tuvieron que pasar, una a una y entre risas, por los huecos del tupido tejido de alambre. Esa noche, soñé que yo era Tarzán y ella Jane, y teníamos nuestra casa en un árbol de pomarrosas.

Al día siguiente vi a Ruth, no subiendo a los árboles ni arrullando a su muñeca, sino prendida al cerco, en actitud de espera. La certidumbre de que me esperaba produjo en mi corazón la primera taquicardia de mi vida. Me acerqué al tronco del árbol dispuesto a renovar su provisión de pomarrosas, pero ella me dijo que no, que aún tenía las de ayer, y diciendo esto, me alcanzaba algo entre los alambres, envuelto en un papel que parecía oro. Examiné el regalo, una golosina, la despojé del papel que deslumbraba con el sol y gusté aquello. Hasta hoy, cuando paladeo un chocolate suizo, sé que en él está el sabor de mi primer amor.

Otra novedad que aprendí y que es válida hasta hoy, es que el amor en estado puro no necesita de diálogos. Porque entonces, ella me enviaba una sonrisa a través del cerco de metal, y para mí, esa sonrisa contenía toda la enciclopedia de la dulzura y del sueño. Una vez que nos hablamos, me contó que sus padres habían venido de un país llamado Hungría, que ella había nacido allí, pero no lo recordaba, y después pasó a decirme que yo le resultaba cómico porque había observado mi costumbre de trepar a lo más alto del yvapovó a leer mis revistas de historietas y mis libritos de folletín. «Me   —91→   imagino un mono leyendo» -decía- y se reía, y se rió aún más, cuando le confesé que mi madre y mi abuela cuidaban de mi salud mental prohibiendo ese tipo de lecturas, y que yo, para estar con mis amados personajes de fantasía, me fugaba y escondía en las alturas inaccesibles del yvapovó.

Un día ella me obsequió un libro de cuentos, español, de dura y colorida tapa y de fabulosas ilustraciones, pero se planteó el problema de pasarlo a través de la trama metálica de la cerca. Era imposible. Entonces, sintiéndome héroe cavé con mis uñas una especie de canal bajo la urdimbre. Por ese cauce fluyó el precioso libro, y sus manos, que toqué por primera y única vez, y al contacto con su piel rosada, supe entonces en qué consistía el tocar el cielo con las manos, apresar una melodía celeste, acariciar la cuna donde una perla duerme su sueño submarino. Presentía que ella sentía lo mismo y el contacto duró nada más que segundos y un poquito menos que una eternidad. Se marchó sonrojada y feliz, saltando como si tuviera muelles en los talones, y yo quedé allí, pasmado por aquel primer contacto con el más dorado prodigio de la vida, el amor, que había vuelto de pronto el mundo todo de color rosado.

Cuando pasó la noche y el amanecer se anunciaba con el aroma del azúcar quemada para el mate cocido, me levanté y miré el cerco. Una cintita rosa tremolaba prendida al alambre, acariciada por el viento. Me acerqué lleno de palpitaciones ansiosas. Con la cintita de seda había un papelito y en el papelito un dibujo hecho por Ruth, un mono leyendo en un árbol, y debajo, dos palabras: «te quiero». Me sentí lanzado a las selvas edénicas de Tarzán, al mundo mágico de Mandrake y a planetas azules y verdes y rojos y dorados de Flash Gordon. Esa noche resistí al sueño. No quería dormir porque durmiendo dejaría de sentir en mis manos la textura del papelito y la caricia de la cinta de seda. Y de algún modo, escribí mi respuesta, la sujeté con la cinta y amparado por la noche fui a sujetar mi mensaje en el mismo sitio milagroso del cerco. A la mañana siguiente, la cinta rosada ya no estaba. Ella había recibido mi respuesta: «yo también». Muchas cartas de amor escribí y recibí en mi vida, pero nunca los mensajes tuvieron tanta intensidad como aquellas cuatro palabras que compartimos con Ruth en el amanecer de los sentimientos.

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Después del descubrimiento nos volvimos más tímidos, o acaso más cómplices y cuidadosos de descubrir el maravilloso secreto compartido. Y aquel primer amor que hoy recuerdo se redujo al intercambio de miradas y de sonrisas en instantes fugaces, pero con la fugacidad del relámpago que deja hondas huellas en el alma y la memoria, como huellas deja el rayo de quemazones en los maderos.

De pronto, la rutina en casa de Ruth cambió. Un movimiento intenso parecía anticipar viajes y mudanzas, instalando en mi corazón una larva de desesperanza. No sabía qué pasaba. «¿Cómo llamar a Ruth y preguntarle?». No se hizo al fin necesario llamarla. Se aproximó al cerco al atardecer y se sentó aferrando el alambre. Me acerqué a mi vez y como ella me senté sobre mis rodillas. Su carita era seria. «Nos vamos a Hungría». «¿Volverás?». «No sé». Pasó el dedo índice hacia mi parte del mundo. Me tocó la cara con la punta del dedo, y hasta hoy me pregunto si fue mi imaginación, o es mi memoria que poetiza todo, si realmente aquel dedito de nácar trazó desde mis ojos hasta el mentón el surco de una lágrima.

Nunca la volví a ver. Dos años después estalló la II Guerra Mundial y poco a poco, las noticias del espanto sacudieron al mundo. Estaban matando a los judíos y quemándolos en hornos en toda Europa... incluida Hungría.

Hasta hoy me pregunto si Ruth se salvó del holocausto. Veo viejos terribles documentales y me parece ver a Ruth mil veces repetida y prendida a las faldas de su madre, en doliente y aterrorizada caravana.

Y cuando voy al Jardín Botánico donde todavía existen pomarrosas, suelo recoger una fruta caída. La muerdo, percibo el mismo azúcar que empapó la boca de Ruth, cierro los ojos, y allí está la cintita rosa presa en el cerco de alambre, tremolando con el viento del amanecer.




ArribaAbajoVeinte

En el domicilio de la calle Perú, a principio de los años cuarenta. Hice nuevos amigos y me llené de nuevas experiencias y observaciones sobre la vida, la competencia y la gente. Amigo de mi edad fue Justo González, que llegó a   —93→   prestigioso economista, Albino Rojas, de una dinastía de industriales panaderos, y Euclides Penayo, que después fue médico y emigró a la Argentina, hijo de un famoso abogado; los chicos de la familia Sarubbi, de los Grange, Pizzurno. La inclinación, desde muy temprano, a mezclarme con los chicos mayores, hace que recuerde como amigos de infancia a quienes la estaban dejando. Ernesto Báez ya empezaba a subir a las tablas, Néstor Romero Valdovinos y mi hermano Gerardo se iniciaban como periodistas deportivos en el diario La Tribuna. Fue Néstor, algo mayor que yo, y especie de padrino protector como Ernesto quien me prestó una colección de seis novelas de clásicos españoles y de las obras teatrales de Benavente y los hermanos Álvarez Quinteros. Recuerdo especialmente a un muchacho lleno de chispa y alegría, alto flaco y obviamente italiano de apellido Amábile, a quien apreciaba todo el vecindario porque con su buen humor y simpatía hacía honor a su apellido, y con tristeza a Eduardo Benítez, mi compañero de escuela y de correrías que murió ahogado en el tenebroso riacho Cará Cará, en los bajos del Parque Caballero, que con letal correntada unía a la bahía con el río, y después fue cerrado. Ya había estallado la II Guerra Mundial y la vida en Asunción era un poco estrecha, con «racionamiento» de todo, combustibles, gomas de automóviles y camiones, harina, azúcar, como coletazo de la economía mundial presionada por la producción bélica. Como es de prever, uno de mis mejores amigos eran don Aníbal, un mutilado de la guerra del Chaco que había instalado en un kiosko, en la calle Perú y Pettirossi, uno de los primeros puestos de revistas, y algo de libros. Hice un acuerdo con él. Yo le llevaba a media mañana una ración de tortilla y pan, y él me permitía leer, sentado en un escalón, el material que yo eligiera. Recuerdo de aquella esquina que realmente era una de las colinas más altas de Asunción, que desde allí se veía hacia el sur un paisaje inmenso y de transparentes colores que abarcaba el río y más allá la verde sabana del Chaco. El único edificio que se alzaba en este paisaje era la planta alta del Colegio Internacional. En esa misma esquina, también existía una centenaria planta de samuhú, bajo cuya copa frondosa se instalaba con su carrito un heladero y en los meses de verano, cuando el árbol abría sus enormes capullos de blanca seda voladora, éstos se   —94→   dispersaban con el viento, como impensada nevada bajo el sol ardiente de noviembre, velozmente llevados por el caliente viento norte y transportando la semilla con la cual el viejo samuhú se sembraba a sí mismo. Un poco más allá, la acera frontal, sobre Pettirossi recibía sombra de nudosos ybyrarós, y se abrían negocios que recuerdo vagamente, como uno especial, frente a la residencia de la tradicional familia Taboada, la «Santería» de don Cosme, un señor de edad, alto, arrugado y ceñudo, de expresión permanentemente amarga y malhumorada, que modelaba él mismo, y las pintaba, pequeñas imágenes de Jesucristo, la Virgen y todos los santos y santas del Cielo cristiano. Curiosamente, este señor, perito en la imaginería, que conocía el color de los mantos y túnicas de cada elegido o elegida del Señor, su postura martirizada y su expresión de angustia, sufrimiento o éxtasis, se declaraba ateo. Esta contradicción, ya en las puertas de mi adolescencia, me suscitó profundas y complicadas reflexiones, y todo lo que saqué en limpio fue que si hay personas que viven de su trabajo pero odian su trabajo, lo odian todo, a sí mismos, a su cincel, a sus conocimientos y a sus pinturas, y terminan por odiar al mundo, como lo certificaba su expresión de amargo y permanente enfado, su rechazo a los amigos y a las mujeres (vivía y trabajaba solo) y su dura descortesía con todo el mundo. En ese personaje, después, se inspiró mi hermano Gerardo para escribir su novela «El Santero».

Hoy, en 1999, acaso sobreviva Sixto Durañona, que era «Contador» en los negocios grandes del barrio, y había optado su título en 1938. Vivía muy lejos, en Barrio Jara, pero como trabajaba de mañana y de tarde, buscó donde almorzar y lo encontró en casa, por recomendación de Della Pérez, amiga de mi madre. En la mesa nos hicimos amigos porque compartíamos la misma afición por las novelitas de aventura y las revistas de historietas. Tiempo después, a comienzos de los años ochenta, en el hall del Teatro Municipal donde se acababa de estrenar una obra mía por la Compañía de Ernesto Báez, se me acercó a saludar un señor ya anciano, que reconocí vagamente, pero no sabía de dónde ni de cuándo. Se dio a conocer. Era Sixto Durañona. Lo invité a cenar, no en un restaurant, sino en las catacumbas del teatro, donde el bueno de Coronel, el maquinista, en sociedad con Lambaré, hasta   —95→   ahora guardián del fantasmal teatro, habían montado un comedero concurrido por toda la bohemia teatrera. Me ocurrió lo de siempre. La gente, cuando conoce a un autor, está convencida de que tiene una historia digna de llevarse a las tablas, o a la novela. Matemáticamente, esa historia es la suya. Así que durante la cena, Sixto Durañona me contó la saga de su vida, que al principio no merecía algo más que una cortés atención, pero de a poco me fue interesando porque al fin, era la síntesis de cómo el Tiempo devora a la Vida, de modo que tomé nota y ahora al revisarla, la encuentro digna de este largo anecdotario en el que yo, en cierta manera, soy un poco Sixto Durañona, como él, protagonista de una larga andadura, aunque fuera toda su vida el anodino señor «Etc.» o Etcétera que se ubica al final de las listas de los que merecen ser nombrados. Además, conozco por experiencia, la historia de Sixto puede ser la de muchos hombres de edad avanzada, acaso médicos, ingenieros o abogados que se reconocerán en él, paradigma como es sin saberlo, de que la vejez se define como el tiempo de despedir a los amigos que se van o de recordar a los que se fueron. La vejez es también un tiempo de aprendizaje, que nunca termina.

Me contaba Sixto que fue Contador de la Promoción 1938. Treinta en total, que durante la era estudiantil integraron un grupo solidario y unido. Finalizada la carrera y al despedirse del Colegio los treinta Contadores hicieron un juramento: cada 30 de octubre, a las nueve de la mañana se encontrarían todos frente al Panteón Nacional y de allí irían a celebrar el aniversario en un bar o restaurant del centro de la ciudad. Durante años fueron fieles al compromiso. Sin embargo, el quinto año consecutivo, sólo aparecieron 27. Uno murió en un accidente, otro se fue al extranjero y un tercero no apareció sin explicación ni excusa. Simplemente se evaporó. La Revolución de 1947 causó un serio golpe al grupo, que se redujo a 16. Conservaba una fotografía tomada en 1956 donde sólo quedaban 12. Pero felizmente esa docena de «sobrevivientes» de la promoción se mantuvo unida y sin ausencias hasta 1962, en que se redujo a 11, por el fallecimiento de uno de ellos. En 1974 el grupo se había reducido a 5. Y por fin, Sixto llega al episodio que es el desolado epílogo de su historia. Era el 30 de octubre de 1979, a las 8 de la mañana. Un hombre de paso ya inseguro por los   —96→   años y encorvado -Sixto Durañona- concurrió puntualmente a la cita. Miró a uno y otro lado y nadie aparecía. Trató de consolarse pensando que «claro, la vejez nos vuelve a todos perezosos e impuntuales, pero alguien vendrá». El reloj marcó las 8.30, las 9, las 9.30 y nadie concurría a la cita. A las 10 de la mañana, Sixto no tuvo más remedio que convencerse: había quedado solo. Aquel grupo bullicioso, juvenil de 1938 ya no era sino una caravana de fantasmas, una suma de recuerdos arrastrados hacia el olvido por un desfile de almas exiliadas. Ya no eran amigos, sino memoria de los amigos. Ya no eran hombres con quienes elevar una copa y brindar, sino lápidas grabadas en el mármol de la consumación de todo. Caminó por las calles y sus pasos le condujeron a las puertas del antiguo restaurant alemán de la calle Eligio Ayala bajo cuyas añosas palmeras brindaron en grupo por el ayer, hermoso, por los ya ausentes y por la buena fortuna de los presentes. Pidió un chopp que se lo trajeron. Un chopp tamaño «imperial», color oro líquido, helado y con una espuma blanca, de copo de nieve. Contempló su vaso. Lo elevó brindando por los fantasmas del pasado y murmuró «Salud, muchachos» conteniendo una sonrisa amarga por lo delirante de desear salud a los muertos. Y bebió todo, de una vez.

Sixto Durañona, es obvio, tampoco ya estará, y como es de rigor en tanta gente anónima, sólo queda de él este episodio que forma parte del desvaído folklore de la existencia humana. Y del mío.




ArribaAbajoVeintiuno

En la misma época ya estaban apareciendo más diarios. A la decana La Tribuna se sumaban El Orden, El País, El Tiempo, El Diario, El Paraguayo y otros. Tenían secciones que revelaban el espíritu todavía aldeano de la ciudad, como la denominada «Registro Civil». Allí, diariamente se anotaba la crónica familiar de la comunidad. «Defunciones 10, Mujeres 6, Varones 4. Casamientos. Fulano de tal con Mengana de cual, y seguía la lista de las uniones nupciales, cinco o seis por día. Pero la que más interesaba era la columna de   —97→   «Diligencias Previas», es decir, parejas que hacían gestiones para casarse, y se publicaban los nombres de los futuros casados, a manera, aunque no con el mismo fin, de las admoniciones eclesiales y para reconocimiento de la curiosidad social, y no pocas, para desencadenar un escándalo de novias engañadas y de familias frustradas por la inesperada deserción y traición de un novio que ya parecía asegurado para la «nena» y tomaba otros rumbos inesperados.

Ya entonces, la malsana curiosidad social, maliciosa a veces por el regodeo que produce la desgracia ajena, encontraba su respuesta en la publicaciones en los periódicos de los «remates judiciales», que si no eran realizadas por don Miguel Masi, lo eran por su contendor, don Enrique de Jérica. Una humillante descripción de bienes a rematarse, desde los inmuebles hasta menajes de cocina, el mueblerío íntimo de los dormitorios y el presuntuoso mobiliario de las salas, con sus cuadros y hasta pianos, eran minuciosamente descritas y publicadas como los restos de un naufragio familiar por vía judicial.

En la columna de Sociales también se publicaban noticias que hoy causarían curiosidad y gracia. Por entonces, la gente tenía una extraña manía de convertir sus dolencias en noticia de Sociedad. «Enfermos. Guarda cama en su domicilio, aquejada de una enfermedad, la señora Patrocinia Ortiz de Cabrera. Amigos y parientes concurren a ofrecer solidaridad a la ilustre dama, a quien deseamos pronto restablecimiento». En la columna especial de «Viajeros», consignaban que «en el vapor de la carrera, se trasladó a Buenos Aires, el caballero don Atanasio Gutiérrez, en misión de estudios, siendo despedido en el Puerto de la capital por familiares y amigos» o, informaciones que hoy parecen chiste como que «En el tren de la víspera, partió en viaje de descanso a Estación Patiño y San Bernardino, la familia de Florindo Martínez con sus hijos menores Flavio, Raúl, Julio y Norma, a quienes deseamos felices vacaciones».

En esa misma esquina de Perú y Pettirossi, se instaló también la terminal de una nueva línea de ómnibus, la primera de carácter empresarial, pionera, porque hasta entonces, las líneas de ómnibus estaban servidas por vehículos de propiedad personal de cada uno de sus conductores. La nueva línea   —98→   pertenecía a la S.A.P.T. (Sociedad Anónima Paraguaya de Transportes) y como tenía pintada en las carrocerías las siglas de SAPT, y eran pequeños, panzudos y amarillos, la gente los bautizó «sapitos». Fueron los primeros ómnibus modernos, todo metálicos, fabricados en los Estados Unidos, con sus asientos tapizados en cuero, y sobre robustos chasis de camiones International Harvester. Partían de Perú y Pettirossi, iban al centro y volvían al punto de partida, y fueron también los primeros que expedían boletos a los pasajeros y que no permitían que nadie viajara de pie. Estos primeros ómnibus realmente modernos, tuvieron su antecesor un par de años atrás, en un monstruoso y enorme ómnibus lujoso y de manufactura americana también, con un humeante motor diesel, que intentó cubrir el itinerario entre Asunción y Zavala Cué. Pesado y lento, el ómnibus aquel, pomposamente bautizado «Normandía» por el transatlántico de moda entonces, no soportó las durezas inmisericordes del empedrado asunceno, y padecía de tantos desperfectos en pleno servicio, que el vulgo defraudado rebautizó al vehículo, que del pretencioso «Normandía», se redujo al peyorativo «Tembey», nombre de aquel astroso barco que hiciera el primer y catastrófico tour fluvial a Buenos Aires.

Los «Sapitos» a su vez, antecedieron a lo que vendrían años después, los famosos «Merceditas», ómnibus Mercedes Benz carrozados en Alemania, que prestaron heroicos servicios sobre los ya entonces aborrecidos empedrados de Asunción. Más tarde, Asunción se regocijó por la importación de una flota de ómnibus Berliet, franceses. Fue en su tiempo un escándalo con visos de estafa financiera. Los ómnibus se caían a pedazos, y alguien (si no me equivoco, el Estado o la Municipalidad) tuvo que pagar cuantiosa suma a algún avispado importador, por aquella flota de chatarra. Pero esa es otra historia de las que en este libro, apenas sirven de marco de referencia temporal y existencial para el protagonista del mismo, yo.

Ya me había tocado la adolescencia. Ya había ingresado al primer curso del Colegio Nacional, exactamente en 1940, cuando enseñaba castellano don Gustavo Lezcano y su hermana Aída, de la dinastía de los profesores Lezcano que enseñaron a generaciones de paraguayos a leer y escribir   —99→   correctamente. Y latín el venerable pa-i Velloso, que cuando tomaba el examen y susurraba al final un «vete con Dios, hijo mío» significaba un seguro aplazamiento, y también, para el latín, el irascible profesor alemán «Mr. Teichman», y dibujo don Jaime Bestard, y matemáticas el profesor Doutrelpau, y francés Monsieur «De Vilé», en rigor de Vilaire; y otras asignaturas con otros profesores que hacían de la cátedra un altar de la excelencia, como el inolvidable profesor Alfonso B. Campos, pequeñito y vivaz como un gamo siempre joven, su traje negro, sus zapatos «enterizos» de militar, y su fanatismo por la moral, la ética y la perfección en los más mínimos detalles de la vida. Poco durarían mis años de estudiante secundario, incapaz como era de asumir enseñanzas reglamentadas y distraído como era en las clases, que hicieron que fueron vanos los intentos, porque nunca pasé del tercer curso ni en el Colegio Nacional, ni en la Escuela de Comercio, ni en la Escuela Militar y ya que en tren de confesión entramos, en compensación a esta ignorancia académica-pedagógica, afirmo que más aprendí de los libros leídos desordenada y vorazmente que de los voluntariosos y exigentes profesores de antaño. En mi adolescencia y juventud era reacio a toda disciplina, salvo a la que me imponía a mí mismo.

Felizmente, a uno de los excelentes profesores que desperdicié, el profesor Gustavo Lezcano, le debo la experiencia de que para escribir, bien o mal, hay que concurrir con denuedo a la escritura ajena. Y el profesor tenía un método que creo valioso. Nos hacía aprender de memoria, trozos escogidos de literatura española.

Hasta puedo recitar «Íbamos por el herradero de novillos. El patio empedrado, sombrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul de la tardecita, vibraba sonoro el relinchar de los caballos pujantes, del reír fresco de las mujeres, de los afilados ladridos de los perros. Platero, en un rincón se impacientaba». El texto es de Juan Ramón Giménez. La exigencia del profesor obedecía a su creencia de que el idioma existe como algo concreto, pero el «buen decir» es el producto de una elaboración excelsa. Enseñaba el maestro que la buena prosa castellana tiene musicalidad, un ritmo cadencioso, casi mágico, como estaban presentes en el texto en el breve trozo que memorizábamos, cuidando la modulación, el acento y las pausas de la   —100→   puntuación, hasta percibir que el idioma «cantaba» en cierto sentido. Sólo mucho tiempo después descubrimos el motivo de la condición de leer en voz alta y memorizar palabras y ritmos, que no es otra cosa que fijar en la memoria la «música de la prosa», es decir, la cadencia armoniosa de las palabras bien elaboradas y combinadas con sabiduría y gentilmente insertadas en el contexto de una frase o de un pensamiento. La cuestión no resulta muy difícil, sino más bien elemental, porque la memoria moviliza el mismo mecanismo que utiliza para saturarnos de las melodías «pegadizas» como las que casi inconscientemente silbamos o canturreamos mientras nos afeitamos o conducimos el automóvil. La prosa bien escrita tiene también esa misma condición de alimentar a la memoria de sonoridades amables que asoman espontáneas, cuando a nuestra vez, acometemos el difícil compromiso de escribir.




ArribaAbajoVeintidós

Ya en edad de trabajar, por entonces, trabajé como «ayudante de camión» que era algo así como auxiliar contable que acompañaba al chófer y hacía el papeleo de las entregas y recepciones de las mercaderías. Tuve en tal oficio, la ocasión de palpar, oler y empaparme del ambiente de los grandes comercios de aquellos tiempos, adustos, serios, organizados, en el que se imponía un clima señorial, porque en esos negocios «al por mayor y menor» había como cierta nobleza antigua, acaso porque en aquellos tiempos los grandes negocios tuvieran linaje, tradiciones y sobre todo, un toque de austeridad que el contrabando, ni el agio ni la especulación ni la «contabilidad negra» aún no habían mancillado.

Recuerdo las estanterías ordenadas de oscura madera. Largos mostradores añosos y macizos, la clientela atendida con cortesía, sin prisas ni voces destempladas. A un costado, la «Entrada de Vehículos» para los recién llegados camiones de carga o para los pesados carros de cinco mulas, estrecha, pero que se ampliaba en el patio de cargas empedrado, con su humedad de boñiga y de barro, al que se abrían las puertas de los depósitos con inmensas «estibas» de bolsas de diversos productos, papas aún cubiertas de tierra negra que deformaban   —101→   los sacos, cebollas que emanaban leve impronta de madurez, maíz, arroz, aquellas macizas bolsas de Yerba Ley de Segundo Ibarra, con sus setenta kilos de yerba que eran el desafío al machismo de los peones «hombreadores» o portadores de carga al hombro; cajones de lavar de olor ácido, apretados fardos de tabaco o de alfalfa, y en estantes de madera, puntillosamente limpios, grandes tortas de «queso de rallar» de pura procedencia italiana y legítima leche de cabra con sus gruesas cubiertas de protección negras a veces, marrones otras. Y vinos en polvorientas botellas o en panzudas damajuanas acorazadas en mimbre tejido y hasta en toneles de mágicas maderas que, entonces ya tenían la proceridad del tiempo. En secciones apartadas, las bebidas finas importadas, con sus desmañadas estampillas de «impuestos internos» pagos pegadas sobre los corchos refinados, y generalmente, en un rincón, una gran barrica llena de sal, y en la sal, así como vinieran de algún lejano país nórdico, las tiras de bacalao seco.

Conservas de tomate en latas, de marca y leyenda italianas, sardinas, aceites de oliva en plateados envases de verde metal y floridos logotipos. Un mundo pródigo, austero, ordenado, limpio, con una variedad de mercancías que exhalaban en conjunto un olor especial que la memoria retiene. Un olor mezcla de olores, desde la cebolla claudicante a la papa que empezaba a reventar retoños en la humedad de las bolsas. Y entre ellos, el de la alfalfa con su reminiscencia de hierba cortada bajo el rocío, y el del tabaco que picaba la nariz, y el de los cajones de jabón que mezclaban las esencias de la madera y la arremetida de la grasa y la lejía. Polvo desprendido de damajuanas, botellas y barricas, flotante y danzarín a la luz del sol atrapada por las claraboyas, con su aroma sugerente de resabios de oscuras bodegas, europeas, como aderezando el perceptible aliento de madurez exhalando de las bolsas de locro, de porotos, que a su vez no podían imponerse al fuerte perfume del café que sobrevolaba sobre todos las sensaciones capturadas por el olfato, hasta sobre la yerba que oponía su invencible presencia de monte salvaje rendido a machetazo y fuego.

Sobre una sólida plataforma cercana a la entrada principal de los depósitos, la hercúlea, puritana y exacta báscula, con su gran brazo miligramado con trazos firmes   —102→   sobre la dura regla de pulido bronce. La balanza, su hermana menor, símbolo de la honestidad comercial, jamás admitía un gramo de menos ni de más, pesándolo todo con su elegante platillo colgante, sus pesas y contrapesas con su cuño de pureza marcado en el hierro, inviolable a toda maña, severa ante todo error.

De los depósitos íbamos a los escritorios con sus grandes pupitres que tenían exactas perforaciones en la parte superior, para el tintero, y «cunas» talladas en el madero para las lapiceras, y el lugar exacto para el curvado «papel secante». El tablero, inclinado a la altura suficiente para que los «tenedores de libros», con camisa y corbata y una visera verde protectora sobre los ojos porque recibían luz de un alto ventanal, trabajaran cómodos, sentados en su alto taburete, parecidos a monjes amanuenses de viejos monasterios. Sobre aquellos pupitres, que eran varios vigilados por el todopoderoso señor Contador desde su atalaya, los grandes libros Diario, Contabilidad, Teneduría e Inventario. Enormes, de durísima tapa, pesados, monumentales, honestos libros de un registro riguroso, certero, veraz, sin trampas, sin ocultaciones, imposible, porque todo estaba escrito con cuidadosa caligrafía, sin consentirse jamás el pecado inexcusable de un borrón, una corrección, una enmienda, todo, con tanta limpidez comercial que el mismo Señor Jesucristo, si fuera Inspector de Hacienda, saldría satisfecho.

Sobre una mesa robusta, la prensa de copiar documentos, dos planchas de hierro pulido y obediente a una manija que operaba un mecanismo atornillado en espiral. Y a su lado, el trapo de mojar y la provisión de lápiz-tinta en que se escribían los documentos que someter a la copia. Y por fin, para la correspondencia, la máquina de escribir «de escritorio» Royal, o quizás Underwood, Smith Corona o Remington.

En la Gerencia, dos grandes mesas de escritorio de madera elaborada con adusta artesanía y con leves esbozos de escultura en cada esquina. Cada cajón con su llave, y con llave también los armarios-archivos adosados a la pared. Las dos mesas con su sillón giratorio y en una esquina de la oficina, una alta percha de numerosos brazos que ofrecían soporte al saco, el sombrero, al «perramus» o al paraguas, para el cual, el perchero sostenía un disco con perforaciones. En la otra, el   —103→   ostentoso reloj de pie, con la esfera marcada con números elegantes y trabajados, con su péndulo dorado oscilando detrás de los cristales y su carillón que contaba con sonoridad discreta las horas, las medias y los cuartos, con la solemnidad del bronce en un templo.

Así de austero, linajudo, era aquel negocio hoy memorizado fielmente, posiblemente poetizado por la imaginación a caballo de la nostalgia, pero en esencia, así, comercio ennoblecido por la calidad humana de los hombres y por la transparente, decorosa personalidad del comerciante.

Como él, otras empresas comerciales parecidas funcionaban en Asunción de la década de los años cuarenta, y es imposible resistirse a dejar en letra impresa el recuerdo que se va borrando de la memoria de la ciudad, o pronto empezará a borrarse. Al correr de la pluma, memoramos:

Etchegaray y Díaz de Espada S.A., en Montevideo entre Presidente Franco y Palma, Casa Módiga: en Ayolas entre Presidente Franco y Palma; Francisco Borrel, en Colón casi General Díaz; Lorenzo Manzoni, en Presidente Franco y Montevideo; Casa Saceo, en Montevideo y Buenos Aires (hoy Paraguayo Independiente). La siempre rumorosa Casa Viola, en Montevideo y Playa (a metros del embarcadero de la «Playa Montevideo») con su bulliciosa clientela de navegantes y mercachifles fluviales y con su competencia cerca, la Casa Casola. El Almacén y Panadería Carioca, en 14 de Julio y O'Leary; Casa Pappalardo, en Iturbe y Caballero; La Palmera S.A. en Montevideo y Benjamín Constant.

Ha de recordarse el linaje de los Cuevas, Justo Cuevas, primero en 25 de Mayo casi Yegros, y después en Colón entre Palma y Estrella; Cuevas Hermanos, en Coronel Bogado y Tacuary; Rogelio Cuevas, en Iturbe y Teniente Fariña: Carrillo y León, en Teniente Fariña y Estados Unidos, Amadeo Buongermini, en Eusebio Ayala y Bruno Guggiari; Cazenave Hermanos, en Luis Alberto de Herrera entre Estados Unidos y Brasil: Casa Marimón, en Nuestra Señora de la Asunción y Piribebuy; Adorno y Espínola, en Estados Unidos y 25 de Mayo.; Silvio A. Fiore, en Eligio Ayala y Antequera; el Almacén de Pepito Camps, hasta hoy abierto en Teniente Fariña y Brasil: don Miguel Vera, ilustre comerciante en México y Aquidabán; don Andrés González, del ramo «al por mayor», dueño de   —104→   enormes depósitos en las cercanías de Dos Bocas, y de quien se decía era hermano de Natalicio González.

Grandes comerciantes de la vieja escuela de la Asunción de antes, que los tiene grabados en las crónicas de sus días sin polución del agua, ni del suelo, ni del espíritu, ni de la moral.




ArribaAbajoVeintitrés

En el aspecto menos austero de aquella época de inicio de los años cuarenta, cada vez que podía me escapaba al centro de la ciudad. Me gustaba la música, y la tenía servida en orquesta, de mañana o de tarde, en el Bar Vila, si mal no recuerdo, en Montevideo o Convención, casi Palma. Muy joven o con nada de dinero para entrar, miraba y escuchaba con «la ñata contra el vidrio» como dice el tango, y era mi preferida la «Orquesta Bolia» que allí tocaba, y de tangos, valses y uno que otro «pasodoble» era su repertorio. Con ella, la música se mezcló por primera vez con el deporte, cuando el director de la orquesta compuso y tocó el tango «Olimpia». «Soy del Olimpia, campeón de campeones con sus once leones, cansados de ganar...» Sin perder tiempo, el eterno rival, Cerro Porteño, para marcar la diferencia entre lo distinguido y lo popular, convocó a Herminio Giménez que produjo una polka, «Irala el Gran Presidente que con su ejemplo así enseñó...». Olimpia replicó después con varias polkas, una de las mejores con letra de Cayo Frutos Pane que las malas lenguas atribuyeron a su hermano Manuel, quien años después crearía con Juan Carlos Moreno González una sucesión de zarzuelas paraguayas, inolvidables como los hoyuelos y la voz de Kikina Zarza y la planta varonil de Óscar Aguayo. También el Bar La Bolsa, en la misma esquina en que hoy está el «Bolsi», disponía de orquesta. Y llamativamente, en ambos bares asistía una bohemia asuncena mañanera, caballeros que vivían de renta, que faltaban al trabajo o no tenían trabajo y no se preocupaban mucho, periodistas, poetas, escritores y deportistas, que cuando no estaban en el Bar Vila o La Bolsa, podía estar en el Felsina tomando café y jugando al billar, holgando en el Bar Tokio y esperando la noche para ir a cenar en el «Rubio», sobre la calle Colón, cuyo plato   —105→   principal era su famoso «a caballo», un enorme bife de lomito con tres o cuatro huevos fritos sobre cubierta, un verdadero ataque masivo de colesterol que llevó a mejor vida a muchos bohemios valiosos, como el famoso periodista Sindulfo Martínez, que escribía sus crónicas deportivas con prosa poética y rigor académico.

Fue también para mí aquella pos adolescencia, tiempo de postergar estudios y de leer con gozo inolvidables novelas. «Crimen y Castigo» de Dostoievsky, me deslumbró y la considero hasta hoy el más profundo y perfecto estudio de la condición humana. «Cuán Verde Era mi Valle», «La Historia de San Michele», «Los Miserables», «El Vizconde de Bragelonne», «Los últimos Días de Pompeya», «La Guerra y la Paz» «Ben Hur», una novela estremecedora del único premio Nobel noruego, Knut Hamnsun, titulada «Hambre» y cuantos más ricos novelones me fueron nutriendo de sueños, aventuras, fantasías e historia. Leí toda la producción de Charles Dickens con voracidad, especialmente una novela titulada «Los Grillos del Hogar». Recién hoy, cuando en plena vejez me regodeo releyendo aquellas primicias de adolescencia, advierto que Dickens fue el que mejor testimonio diera del cambio en la humanidad. En efecto, instala sus novelas, en la época en que al mismo tiempo se inventa el motor a vapor un poco más que a mediados del siglo pasado y comienzos de este que termina, y los telares mecánicos. Es el inicio de la Revolución Industrial con el mismo ímpetu renovador en que hoy comienza la Revolución Informática. Con la Revolución Industrial aparecía una nueva forma de explotación del hombre, de la mujer en los talleres, de los niños en los fragorosos sótanos de las grandes fábricas. Nadie mejor que Dickens retrata esa época en que aparece una nueva clase destinada a pesar en la historia de la humanidad, el proletariado industrial.

Otras lecturas no faltaban, porque en la impensada aún carrera de autodidacta, leía cuanto texto de historia, geografía o de literatura caía en mis manos. Por algún tiempo tuve acceso libre a la biblioteca de un abogado vecino, cuyo nombre me reservo por respeto a su memoria, tiempo en que leía tratados de Derecho, de Economía y Sociología. Obras sobre Criminalística y Balística, de las cuales nacieron la pasión   —106→   que me dura hasta hoy por las novelas policiales, las buenas como las de Conan Doyle, William Iris, Ross Mc Donald y otros que priorizan la investigación deductiva. No es casualidad que mis dos libros favoritos, «Crimen y Castigo», de Fedor Dostoievsky y «El Nombre de la Rosa», de Humberto Eco, son grandes novelas policiales. Había accedido así a cuantos libros tenía mi vecino en su enorme biblioteca. Lástima que este idilio con los libros llegó a su fin al cabo de dos años, porque intuí que el idilio con los libros debía incluir ya no más, otro idilio antinatura con el propietario. Menos mal que había aprendido a leer «con la vista» y en forma rápida, y mi cosecha fue pródiga mientras duró. Y me acostumbró para toda la vida a aprovechar los momentos de ocio, para leer cuanto estaba a mi alcance, con una obsesión casi enfermiza.




ArribaAbajoVeinticuatro

En 1945 termina la II Guerra Mundial, y las potencias occidentales victoriosas terminan su romance con los regímenes fuertes de América del Sur. Exigen democratización y el Paraguay no escapa a esta exigencia. Se inaugura lo que después se llamara la «Época de la Libertad». Todos los partidos políticos son libres y legítimos, incluido el partido Comunista, con sus partidarios orgullosos de la participación del bonachón «Tío Pepe» como la propaganda aliada bautizó a Stalin cuando el Ejército Rojo trituraba a Alemania. Después, con la Guerra Fría cambiaria la historia, y el tío Pepe sería el carnicero que amenazaba al mundo. Pero entretanto, florecía la «Época de la Libertad» en Asunción, con sus calles atoradas de manifestaciones populares, sus plazas donde se sucedían mítines colorados, liberales, febreristas, comunistas, y se acuñaba una nueva forma de calificar a los oradores más castizos, profundos y sonoros: «picos de oro».

La vida social era intensa, especialmente para los jóvenes que íbamos saliendo de la adolescencia. Se instalaban y transmitían nuevas emisoras de radio con programas exclusivamente musicales y alguna media hora dedicada a las noticias. Pero se escuchaba radio para escuchar música. Los temas de moda eran los boleros como Nosotros, Ansiedad,   —107→   Vereda Tropical, y los tangos como Malena, la que cantaba el tango como ninguna, Caminito, Grisel, Cuartito Azul y aquello de «en un viejo almacén del paseo Colón». La cuota de humor la ponía un caimán de letra pícara que se iba para Barranquilla, en tanto que la Guerra Mundial había popularizado una canción que al principio -dicen- la cantaban sólo las tropas alemanas, los ingleses la oyeron detrás de las trincheras y la tradujeron, como lo hicieron los franceses y los italianos: Lilí Marlene, con el universal tema de la novia que en las puertas del cuartel despedía al soldado que se marchaba a combatir. Por su parte, la música popular idiota, que en menos proporción ya existía entonces, se hacía presente con un ritmo «tropical» que hacía furor en los bailes y decía que «Santa Marta tiene tren pero no tiene tranvía»... y que «Cartagena tiene mar pero no tiene montaña». El noticioso más escuchado era el del mediodía y se titulaba «El Reporter Esso». Radio Cáritas, emisora católica que se había inaugurado en 1939, no emitía tangos ni boleros por sus letras pecaminosas, pero en cambio, tenía programas de valses vieneses y música clásica que iniciaron la tradición cultural de la emisora inaugurada por el inolvidable pa-i Lavorel, hasta nuestros días. En el cine, las parejas que más suspiros provocaban eran la de Jorge Negrete y Gloria Marín, la de Robert Taylor y Greta Garbo, y había una infinidad de películas de propaganda bélica norteamericana, en las que bellos jovencitos rubios que bailaban bugui-bugui en los pueblecitos de tarjeta postal de los Estados Unidos, vestían los uniformes y se marchaban a matar como moscas a japoneses y alemanes, o soñaban en las trincheras con el hogar lejano, contemplando una fotografía de Betty Grable en traje de baño. Mickey Rooney, hoy un anciano enano adiposo y con una nariz de alcohólico irredento, era el jovencito modelo de la retaguardia, que ayudaba al «esfuerzo de guerra» bailando con Judy Garland, una encantadora jovencita entonces.

Los sábados se bailaba mucho, con mucha orquesta y sin ningún altavoz, que fue una novedad posterior, invento diabólico. Músicos jóvenes aparecieron para revolucionar todo, con sus orquestas generalizadamente llamadas «características» que tocaban jazz y ritmos tropicales, y hacían su agosto en Carnaval, cuando después de los floridos corsos en la calle Palma, la juventud iba a bailar al Mbiguá, al Sajonia,   —108→   al San Antonio o al Martín Pescador, u organizaban «bailes de mamarracho» en las casas de familia, y en las cuales, llevaban las palmas los disfraces más disparatados.

La llegada de la primavera era una celebración especial para la juventud de entonces. Desde mucho antes del 21 de setiembre, chicas y muchachos vivían la angustia de prepararse para el gran día. Ellos, con el inexcusable compromiso de estrenar el nuevo traje blanco, de casi proletario brin, o del más refinado «brin de hilo» o del ostentoso tussor de seda, con el «pantalón bombilla» y la bragueta hasta el ombligo, más o menos: el saco hasta cerca de la rodilla y la camisa con el cuello duro, almidonado hasta adquirir la dureza cercana a la del hierro. En aquel tiempo el muchacho de pequeño burgués para arriba que no estrenaba un traje blanco en primavera, era poco menos que un leproso social, y un excluido total del interés femenino.

Las mismas angustias vivían las chicas con respecto al vestido para la «fiesta de primavera», con el agregado de que si tal vestido no estaba acompañado de un zapato con «plataforma» de corcho, altísimo y capaz de dejar más de un gracioso tobillo femenil seriamente lastimado, no valía la pena.

Lo que más amables recuerdos suscitan son los bailes del Mbiguá. Primero, el romántico cruce de la bahía en asmáticas lanchas, o los impacientes en botes de remos, y luego, un ya desaparecido, alto tablado de madera que cuando los bailarines en multitud llevaban al unísono el mismo compás, se sacudía también en su estructura, como el latido de un corazón enorme, el corazón de la primavera que saludaba a las lindas chicas de entonces, hoy melancólicas abuelas que sentadas en sus mecedoras en penumbrosas salas, atisban por los balcones entreabiertos el paso de la vida que ya las dejó de lado. O recordando con un rescatado rubor, las escapadas desde el tablado hacia la oscura playa arenosa donde más de una virgen dejó de serlo.

En el curso de la mencionada «Época de la Libertad» regresaron del exilio los líderes más prominentes y los dirigentes civiles de mayor prestigio. El Coronel Rafael Franco, héroe de la guerra del Chaco y fundador del partido Febrerista, que tenía entonces gran poderío popular y un casi exclusivo monopolio del estudiantado secundario y universitario, fue   —109→   recibido en el Puerto, por una bulliciosa muchedumbre que lo acompañó desde el mismo barco, en marcha triunfal, hasta el Panteón Nacional de los Héroes, un monumento por decenios abandonado, y que él restauró durante su breve Gobierno en la década del treinta. La marcha por la calle Palma fue apoteósica, y las fiestas de bienvenida se sucedieron, la principal, en la «Terraza Granados», adyacente al cine del mismo nombre, en Estrella y 25 de Mayo.

Muy distinto, y amargo, fue el regreso del Dr. José P. Guggiari, a quien se atribuía, creo yo como maniobra política que como verdad histórica, la matanza de jóvenes estudiantes frente al Palacio, cuando el 23 de Octubre de 1931 llegó allí una manifestación de jóvenes que exigía que el país se movilizara, armara y respondiera al avance militar boliviano en el territorio del Chaco, y una ametralladora disparada desde el edificio sembró la muerte entre los manifestantes. Quizás fue en ese episodio que la propaganda, en su forma moderna, apareció en el Paraguay para destruir la imagen de un hombre. «Josepé» era para el vulgo sinónimo de carnicero y asesino de jóvenes, y a la leyenda negra, como si fuera poca, se aditaron detalles macabros, como que durante su presidencia su esposa padecía de una enfermedad misteriosa que sólo se curaba con sangre de niños, rumor perverso que desencadenó una sicosis maternal de espanto y de cautela, y los niños eran recogidos a la seguridad de las casas, apenas caía la noche.

Con tales antecedentes que databan de la década de los años treinta, se produjo el regreso del Dr. José P. Guggiari en la de los años cuarenta, en pleno florecimiento de la «Época de la Libertad». Fue todo lo contrario a lo sucedido con el Coronel Franco. Se intentó repetir y hasta superar el evento del febrerismo. Pero todo fue un desastre. Apenas asomado el cortejo en la calle Palma, empezó la agresión de la multitud. Como era el mes de agosto y toda Asunción estaba arbolada de apepúes, (naranjos agrios de grande, dura y maciza fruta), las frutas -disponibles a miles por las calles- sirvieron de proyectiles para frenar la marcha de la caravana hacia el Panteón Nacional. Sin embargo, el cortejo, de hombres empapados y bañados en jugos y pulpas, siguió adelante soportando el nutrido bombardeo frutal. Cuando estaba a dos cuadras del monumento y parecía que llegaría a destino a pesar   —110→   de todo, los proyectiles cambiaron porque de inofensivos aunque dolorosos y rotundos apepúes se volvieron de armas de fuego. Habían sonado, ominosos, algunos disparos de fusil y se oían las balas silbar sobre la muchedumbre. Entonces fue la desbandada, y el Dr. Guggiari tuvo que ir a refugiarse en una residencia particular, hasta donde siguió el acoso, con lo que el buen señor decidió embarcarse y partir de nuevo al exilio para no volver jamás.

Un hecho llamativo, es que esos mismos apepúes que frustraron el regreso de un político de fuste, habían sido plantados años antes en las aceras de Asunción, por un sobrino suyo, Bruno Guggiari, si la memoria no me traiciona, considerado como uno de los mejores Intendentes que tuviera nuestra ciudad Capital, creador, entre otras cosas, del Barrio Obrero, extensas manzanas en las que realmente se asentaron auténticos proletarios, Sobre aquel desgraciado repúblico, Dr. José P. Guggiari, se abatió el folklórico vicio nacional de satanizar lo que nos repele y santificar lo que nos halaga. Francia, el Mariscal, Madama Lynch, Benigno Ferreira, Natalicio González y hasta Stroessner, conocen de eso.

El acontecimiento aquel, fue una de las pocas mancillas de la «Época de la Libertad», y castigó de tan cruel manera, a un hombre ilustre a quien la Historia, aunque no el pueblo raso, reivindicó en su inocencia.




ArribaAbajoVeinticinco

No soy historiador, y de lo poco político que fui no queda nada, porque la desilusión me ha purificado hasta de la última costra en estos tiempos en que descubrí que las más bellas e idealistas ideologías perecen ahogadas con el avance del partidismo descarnado, angurriento de poder, y sobre todo, ordinario, sin señorío y perverso. La moral ha sido desterrada y la convivencia pacífica una ilusión de líricos. La víctima de hoy es el verdugo de mañana, y en el descenso hacia lo tribal van desapareciendo valores y los principios se sacrifican en el altar de las ambiciones, el sentido de nación va desapareciendo, y el pueblo no es sino una palanca deshumanizada del poder que ayuda a conquistar sólo para caer en la servidumbre de   —111→   él. Sin la profundidad del historiador ni el prisma del político, visualizo aquella «Época de la Libertad» que fue breve pero realmente primaveral, en todo su fugaz esplendor cívico y con un pueblo desprevenido por la desgracia que estallaría el 7 de marzo de 1947.

La «Época de la Libertad» que se recuerda, al final, sólo fue un corto interludio en una extraña predestinación que pesa sobre el pueblo paraguayo, a lo largo de su historia, hasta hoy, de vivir en división y encono. A la hora del conflicto, siempre fueron más numerosos los halcones que las palomas. Desde la atalaya de mi más de siete décadas de vida, concluyo con cierta tristeza que los paraguayos somos maniqueos de nacimiento, necesitamos del conflicto para vivir, alimento y adicción tóxica a la vez para el sustento y los dolores de la energía nacional. Toda nuestra historia es una sucesión interminable de conflictos internos, el dictador Francia y sus enemigos, porteñistas e independentistas; López y antilopiztas, nacionalistas y legionarios; colorados y liberales y dentro de ellos innumerables hostilidades, sangrientas tantas veces, «saco pucú» y «saco mbyky», eleccionistas y abstencionistas, guiones y demócratas, militantes y tradicionalistas. En los pueblos del interior, las carreras de caballos y las riñas de gallos tenían sus bandos sedientos de violencia, y hasta en las fiestas patronales los «bailes de primera» dividían a los que por su condición económica y social debían contentarse con los «bailes de segunda». El conflicto, el choque, la impertinencia, la arbitrariedad y la intolerancia, la polémica y el debate bizantinos erizan nuestra historia, mancillan el patriotismo, enajenan el pensamiento lúcido y exilian los ideales de solidaridad, al mismo tiempo, y esto es lo más trágico, que cuando no trababan la libertad y el vuelo de las plumas ilustres que sí tuvimos, las condenaban a la servidumbre a rendir a los salvadores de sable y cañón.

Así como en el mundo se creía que la II Guerra era para el fin de todas las guerras, en el Paraguay de 1945 también se creía que con la libertad vendría el fin de todas las desgracias. Mientras duró la ilusión, hubo holgura de espíritu, se veía horizontes claros, la gente común creyó en la competencia de caballeros, en la validez de todas las confesiones, en la iluminación de la inteligencia sobre la brutalidad de la fuerza,   —112→   y en la moral presidiendo los ardientes pero pacíficos conflictos de ideas, de ideologías y de banderas. Por un tiempo, no hubo elegidos ni réprobos, discriminados ni favoritos. El país se oxigenó, las calles eran más concurridas, vivas y bullentes. Se multiplicaban las fiestas, no había música prohibida ni polka partidaria que no bailaran todos.

Concurrir a los mítines en la Plaza de la Libertad, que era aquella que Filizzola convirtió en una gran losa de cemento, era una fiesta, un paseo de parejas jóvenes, una oportunidad de airear el espíritu para los más viejos, y una atracción para los jóvenes ansiosos de ideas nuevas a caballo de pulidas, encendidas oratorias. Aunque parezca mentira hoy, la concurrencia era mayor en los mítines del partido Comunista, porque «iba a hablar Óscar Creydt», de palabra galana, discurso cautivante, frases de sonoridad estremecedora.

Pero cuando el poder era de todos, aparecieron, ominosas, las luchas por su monopolio, «como si las serpientes del mal despertaran de una corta hibernación y empezaran a asomar sus cabezas malignas», se escribiría después, y así como por un tiempo la libertad cautivó a todos, la ambición del mando, del protagonismo y del liderazgo partidario comenzaron a enajenar, a embanderar, a dividir y enconar. Los discursos perdieron sus flores de tolerancia y participación y sólo quedaron las espinas de la hostilidad. La asamblea del pueblo se dispersó y se soltó una carrera enloquecida. De pronto, regresó el viejo país de los mandos y los mandados y se movilizaron los candidatos a mandones. Cuando estoy escribiendo estas líneas, hoy 20 de julio de 1999, percibo las mismas tensiones que en aquellas vísperas amargas de 1947, con algunas diferencias. Entonces, los bandos estaban bien delineados e identificados y tenían líderes reconocibles por su calidad humana, su bandera y su riqueza intelectual, cada uno con su verdad, su pasión torcida o sana y sus fines a la vista. Hoy, las verdades se pierden en la confusión, las viejas banderas se prostituyen, las mentiras mimetizan intereses, las causas están al servicio de los hombres y no al revés, los mediocres y aventureros trepan sobre montañas de principios muertos, los mártires no han buscando la muerte, sino la muerte a ellos, desprevenidos e inocentes, y la gente que necesita creer para justificar sacrificios y luchas no tiene nada   —113→   válido en qué ni en quién creer. Por cierto, en el 47 la libertad se mancilló con intrigas, alianzas anudadas en la mañana y rotas en la noche. Conspiraciones y cabildeos volvían peligrosas las noches y tensos los días. Los caudillos y las masas enardecidas proclamaban a qué bandera le correspondía el monopolio del hacer la historia, sin darse cuenta de que la estaban metiendo en un cono oscuro y sangriento. Hasta que marzo de 1947 estalló la guerra civil. Cambió la Historia, cambió el país.

Y lo que duele más, la inocencia que no se perdió con la guerra del Chaco, se perdió por primera vez con la guerra civil de 1947. Lo malo de las guerras es que terminan con victoriosos soberbios y vencidos humillados. Pero es infinitamente peor cuando en la guerra «civil» vencedores y vencidos son del mismo país, la misma nación, la misma raza y cultura. Hoy, todavía sectariamente se discute la atribución de culpas y responsabilidades. Todos fuimos culpables sin absolución posible. Los paraguayos no supimos dirimir diferencias en paz, no aprendimos a renunciar, a ceder y a ser humildes. Sólo se concebía, como se concibe ahora, que el adversario no es tal sino enemigo, y al enemigo, cuando no se le domina, se le mata o encarcela. Estuvimos entonces, como estamos ahora, sumergidos en la intolerancia, en el egoísmo, en la prepotencia de dueños de verdades absolutas y recreamos ese infortunio que como dijo Roa Bastos, anduvo desde siempre enamorado del país. En el 47 no se vio otro futuro que la guerra civil. Hoy no se sabe siquiera si hay futuro. Joven idealista estudiante secundario, para mi mal, me enrolé en un batallón juvenil, el Blas Garay, que fue destinado a la defensa de Asunción, cuando la entrada de las fuerzas rebeldes parecía inevitable. Era la culminación de combates sin gloria, pillajes, violaciones y humillaciones en ambos bandos. Y sobre todo, fanatismo llevado al extremo. Recuerdo que más tarde, fue funcionaria del Ministerio de Educación, una joven maestra cuyo nombre no daré porque hoy es venerable abuela. Se enorgullecía de que fuera violada en Itacurubí del Rosario durante siete horas por media docena de hombres y «los dejé hacer a estos miserables líbero-franco comunistas, sin pedir clemencia jamás», proclamaba altiva. El heroísmo partidista se empapó tanto de fanatismo, que hasta pasaba por la vagina.



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ArribaAbajoVeintiséis

No soy historiador -no me cansaré de repetir- para explicar las causas de la guerra civil, aunque quizás atine en la verdad cuando piense, como pienso ahora, que la intolerancia del hombre paraguayo fue y es la semilla de todos los males. Pero sí conocí sus efectos, el primero y más desgarrador asistir impotente, en una noche del 13 de agosto del último combate, noche helada en el extenso cañaveral que hoy es el elegante barrio Los Laureles, con una luna llena inmisericorde, a la aniquilación del grupo de combate de los cadetes de último curso, Cataldi y Paquito Parquet, éste, mi amigo de la infancia y compañero de juegos. Y esa misma madrugada de fríos de muerte, en un jeep, acompañar con otros muchachos anonadados, Alejandro Brugada Guanes y Pedro Nolasco Cáceres entre ellos y ya fallecidos ambos, el destrozado cuerpo de mi amigo llevado a casa por su acongojado padre. Nunca se me borró de la mente el desgarrador episodio, y más aún, porque el día de su entierro sonaban campanas no doblando a muerto sino anunciando la victoria.

Predestinación o tenebroso capricho del destino, no sabía entonces que 52 años después, el dolorido padre que llevaría a la tumba a su hijo Paco, sería yo. Los dos Pacos descansan a menos de 200 metros uno del otro, a medio siglo de distancia, pero dueños de un solo dolor.

Pero volvamos -amable lector- a los efectos, como en destructivas ondas expansivas de aquella guerra civil. Por mucho tiempo Asunción perdió su encanto. La gente se recogía en sus casas, la bohemia abandonó las calles, y fue como si las mismas luces se volvieran mortecinas y lóbregas. La desbordada vida nocturna de la «Época de la Libertad» se volvió silencio y cautela. Muchas familias, al igual que la sociedad entera, se dividieron. Perdimos amigos, poetas, músicos, autores, actores, artistas que huyeron al exilio. Las carpas de la Gendarmería de Clorinda estaban llenas de jóvenes ansiosos de dar el salto a Buenos Aires. Los que quedaron tardaron mucho en salir del anonadamiento del éxodo y de la incomprensión de la ausencia. En ambos bandos hubo mucha sangre derramada, muchas cuentas que cobrar, venganzas,   —115→   resentimientos Y oportunismos de los eternos especuladores de caídas ajenas, y saqueadores de las ruinas que quedaron en las huellas del desastre.

El resultado no determinó por sí mismo las consecuencias de la guerra. Cualquiera hubiera sido el bando ganador, la misma desgracia se abatiría sobre la sociedad, condenada no por los bandos, sino por la guerra misma. Es injusto pontificar que el miliciano colorado fue más salvaje que el liberal, febrerista o comunista o al revés. Fue una guerra salvaje con consecuencias salvajes. La muerte, la prisión o el exilio hubieran caído sobre otra gente, pero la gran perdedora hubiera sido inexorablemente, como lo fue, la comunidad paraguaya.

Estas reflexiones, vale repetir, no son una renuncia ni una denuncia a mi condición de colorado. Es simplemente la meditación de un hombre viejo que de joven se vio sumergido en el error de todos, participó de una culpa colectiva y fue, aunque de coro, actor en una tragedia que no debió suceder, porque ninguna bandera justifica la destrucción de un país y el desgarramiento de un pueblo. Y sobre todo, que mira con aflicción el gran circo romano que la política ha montado de nuevo cincuenta años después, y no quiere que sus nietos sean llevados a la arena, para el mismo sacrificio inútil, para la misma contienda de sordos.

Cuando terminó la guerra civil de 1947 el Banco del Paraguay había quedado casi vacío de funcionarios, y empezaron a tomarlos a como fuera. A mí me admitieron, pero para adjudicarme un puesto debía pasar por un examen de dactilografía. No me alarmó la prueba, porque aunque escribía, como hasta hoy, con tres dedos, lo hacía con velocidad. Craso error, lo que mi examinador de entonces, hasta hoy mi gran amigo Ladislao González quería, era la pulcritud para tipear la pulida y geométrica correspondencia bancaria que tiene sus rígidas normas estéticas y no la velocidad. De tal suerte fracasé, pero en homenaje a mi flamante diploma de honor de combatiente del Batallón Blas Garay fui admitido, pero enviado a la profundidad del archivo de Cuentas Corrientes, donde un irascible jefe, el inolvidable don Luis Ferreira encargó a otro funcionario menor, Máximo Carosini, a adiestrarme en el manejo de una pesada máquina mecánica de contabilidad,   —116→   que aprendí a la fuerza y al mismo tiempo que me decidía a continuar mis estudios en la escuela de Comercio, con una no muy firme decisión de hacer una carrera bancaria, aunque en el fondo pensaba que si bien eso no era para mí, ya era hora de encarar en serio mi porvenir y no tenía mejor alternativa.

La oficina de Control de Cuentas Corrientes, que así se llamaba la sección donde con otros semidesterrados tipeábamos columnas de números asomados de cheques y depósitos y movíamos pesadas palancas de los engranajes que darían los saldos, quedaba en el sótano del edificio, y este sótano tenía un elevado tragaluz que quedaba al nivel de la acera de la calle 25 de Mayo. Desde mi alto taburete frente a la máquina, no veía pasar a la gente, sino apenas los pies de la gente. Era depresivo. Trabajar en la hondura de una catacumba y ver a la humanidad solamente en sus extremidades inferiores no me sentaba bien, y menos para quien, como yo, estaba acostumbrado a contemplar espacios y escudriñar caras que son como una obsesión desde mi niñez. Decidí salir de ahí, aprendí como se «formatea» decentemente un documento bancario y solicité mi traslado.

Para mi infortunio o para mi bien, según se mire, fui designado secretario de un Gerente Administrativo que como muchos (hoy tampoco es historia extraña) había llegado al alto cargo ejecutivo mediante sus méritos políticos, y que técnicos y administrativos tenía ninguno. Mi experiencia ya me había alertado sobre un axioma válido hasta hoy, de que el torpe, cuando más alto está, más odia al inteligente, y yo lo era en cierta medida, o por lo menos, más «leído» que mi Jefe. Y cometí el error de demostrarlo corrigiendo «s» o poniendo en castellano, algunos informes suyos. Allí floreció la hostilidad que estalló cuando me ordenó pedir al depósito una caja de «cricrante». Yo no tenía idea, ni el depositero tampoco, de lo que era el «cricrante». Así que volví con las manos vacías, confesando mi fracaso y la ignorancia del depositero. Se volvió encarnado de la ira, me trató de inútil y me plantaba en las narices lo que él llamaba «cricrante», que no era otra cosa que un clip grande. Repliqué a la ofensa, lo traté de asno en guerra con el idioma, y ese fue el final de mi carrera bancaria. Fui despedido por insubordinado en la sagrada jerarquía de los bancos.



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Por el mismo tiempo, mi amigo Ernesto Báez ya había madurado como actor, se había casado con Aida Reisofer, y con la hermana de ésta, Emigdia, habían formado, los tres, el núcleo de lo que sería una memorable Compañía teatral que después se convertiría en la denominada «Báez - Reisofer - Gómez», con la incorporación de Carlos Gómez. Ernesto provenía de la Compañía de Julio Correa, gloria del teatro costumbrista paraguayo, autor de obras centradas en la guerra y en la posguerra del Chaco, y al mismo tiempo, director y actor de las compañías teatrales que llevaban a escena sus obras en guaraní y castellano, que fueron el fundamento y la base del teatro auténticamente paraguayo. Carlos Gómez, a su vez, se había formado en la Compañía del Ateneo Paraguayo a cargo del exiliado español don Fernando Oca del Valle, y donde adquirió fama y prestigio un grupo de actores magníficos como Nelly Prono, Salim Girala, Alan Gini, Álex Solhberg, Leandro Cacavelos, Mario Prono, Ninica Segura y otros que mi memoria algo difusa ya no convoca. El grupo del Ateneo Paraguayo fue selecto, brillante y produjo un repertorio que alguna vez tendrá que ser recogido por los historiadores del teatro en el Paraguay. En la periferia de ese grupo, concurrían dos muchachos jóvenes y con la semilla del talento ya creciéndoles por dentro, Augusto Roa Bastos y Ezequiel González Alsina. Augusto, al contrario de lo que él dice y de lo mucho que se publicó en todo el mundo, no se había exiliado como consecuencia de la revolución de 1947, sino, en los años inmediatamente posteriores, ejercía el periodismo, era amigo y protegido de Edgar L. Insfrán, y se preparaba para ser lo que indudablemente es, el más grande novelista y fabulador del Paraguay. Solo se marchó del país en 1954, año en que Perón visitó a Stroessner y el poeta dedicó un poema a ambos. Después se fue, sí, pero no exiliado, sino en misión oficial, junto a Sila Godoy, primero, para «hacer conocer al Paraguay en el exterior» y después, como recopilador de las obras de guitarra culta de Agustín Barrios, Mangoré, dispersa en todo el continente. De su exilio, al menos el de los años cuarenta, puede decirse lo que don Leopoldo Ramos Giménez colocara como epitafio para la tumba de Ortiz Guerrero: «su vida fue   —118→   su mejor poema». Roa Bastos, con todo respeto, hizo de aquel supuesto exilio, su mejor fábula. Más detalles sobre este punto, con el agudo escritor y polemista don Guido Rodríguez Alcalá, y con él, el politólogo e historiador político Leandro Prieto Yegros. Ezequiel González Alsina, de la mano de su ilustre tío don Arturo Alsina, empezaba a publicar poemas de bello contenido, pero su destino sería muy distinto al de poeta, aunque siguiera escribiendo como tal durante toda su vida. Sucedía que en sus vagabundeos por la Compañía del Ateneo, se enamoró perdidamente de una joven actriz, de torrencial cabellera de oro, enormes ojos azules y rostro marfileño como de una muñeca francesa, Emma Knoop Ortiz, hermosa pero sin mucho talento, pero a quien Ezequiel se decidió hacer estrella, escribiendo para ella una comedia, «La Quijotesca Rubia», que estrenó poco después la Compañía del Ateneo. El resultado fue dispar. El autor fue aclamado pero la actriz pasó desapercibida. Empero, como en un cuento de hadas, el autor terminó casándose con la actriz, acaso en un arranque de fantasía juvenil, porque el matrimonio no fue feliz y pronto se separó. Después, Ezequiel escribió otras obras memorables y su carrera como grande, a la altura de Julio Correa, Roque Centurión Miranda, Arturo Alsina, Luis Ruffinelli o Josefina Pla se interrumpió cuando el brillante joven fue atraído por la política, donde sobresalió por su talento, vigor polémico y magnífica oratoria. Arrancándose de la bohemia, realizó la hazaña de hacer toda la carrera de Derecho en tres años, Doctor Suma Cum Laude incluido. Al respecto, me quedó en la memoria una triste reflexión de don Fernando Oca del Valle: «La política ha ganado uno más, pero el teatro ha perdido un gran autor».

Casi por la misma época, don Roque Centurión Miranda había fundado la «Escuela Municipal de Arte Escénico» con la cooperación entusiasta de Josefina Pla, donde se formaron actores a los que me referiré más adelante. Pero entretanto se producía mi primer contacto con el teatro paraguayo, cuando por invitación de mi amigo Ernesto, concurría a los ensayos de una comedia escrita por Néstor Romero Valdovinos, desde su exilio en Buenos Aires y precisamente, sobre las angustias, las nostalgias y las añoranzas del desterrado, «Hilario en Buenos Aires». Se me grabó en la memoria, asistiendo a aquellos ensayos, una frase que Ernesto, en el papel de Hilario,   —119→   decía con énfasis y hasta con lágrimas en los ojos: «los paraguayos fuimos fabricados sólo para vivir en el Paraguay». Durante mucho tiempo, hasta hoy, «Hilario en Buenos Aires» es una pieza clásica, testimonial como las de Julio Correa, de momentos históricos de nuestro país.

Los años posteriores a 1947 fueron duros y poco propicios a las manifestaciones artísticas. De a poco, la brillante generación del Ateneo se fue marchando a Buenos Aires hasta quedar reducida a poco menos que a nada a pesar de los esfuerzos de don Fernando Oca del Valle. Sólo muchos años después, Mario Prono y María Elena Sachero harían revivir con denodado esfuerzo, a la Compañía en todo su esplendor, tomando la posta que quedó huérfana al morir don Fernando. Por su parte, a pesar de todo, don Roque Centurión Miranda mantenía en pie su esforzada Escuela Municipal de actores, con un empeño que significó renovación y el surgimiento de una nueva generación para las tablas.