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ArribaAbajoCuarta parte

La paliza


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ArribaAbajo- I -

Era de noche cuando llegaron a casa de Marcial Fernández. Se habían entretenido preparando el ahora nada despreciable equipo de Miguelí, así como la valija de Daniel, quien pensaba regresar a Loma Verá al día siguiente por haber expirado el permiso que le diera la policía para permanecer en la capital. Según Garcete, estaba muy fea la cosa. Roberto el Pyragüé merodeaba la casa haciéndose un hilo para esconderse detrás de los naranjitos de la calle y pasaba silbando con las manos en los bolsillos, mirando para otro lado. Antonia acumulaba provisiones. Los allanamientos se producían a diario. Se hablaba de torturas atroces. Cuando hicieron una visita a una pariente monja, les contó que las niñas de La Providencia no podían dormir de los alaridos de los presos martirizados en la cárcel vecina al colegio.

-Nadie sabe lo que puede pasar -decía la hermana-, no te aconsejo que traigas por ahora a la inocente.

Entretanto, Miguelí no podía sacar los ojos de un cartel impreso en letras negras que colgaba de la puerta de la celaduría. Tanto, que lo aprendió de memoria:


Mira que te mira Dios.
Mira que te está mirando.
Mira que te has de morir.
Mira que no sabes cuándo.

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En efecto, uno se cruzaba en la calle con gente recelosa, preocupada, que a cada rato se volvía como si alguno la siguiera. La Asunción parecía rabiosa. A Miguelí se le antojaba que la dictadura tenía olor a pus, a sudores de enfermo, a los obscuros terrores que evoca la palabra «lepra». A pesar del peligro, Daniel no quiso irse hasta completar lo que tenía que hacer, aunque a su hermanito le pareciera que esto nomás era un pretexto, que en realidad estaba esperando que ocurriera algo. Los mayores siempre esperaban que pasara algo. Algo que desatara algún enredo que tenían adentro, que despejara el aire pesado que oprimía la tierra aun en estos radiantes días de otoño.

Daniel lo inscribió en uno de los mejores colegios. Aunque tanto Garcete como Antonia se opusieron a que Miguelí fuera a vivir con extraños, el hermano mayor les hizo saber que estaba decidido dejarlo con los Fernández.

-Los va a respetar más -explicó, para no ofender a la hermana y al buen cuñado-. Si se queda con ustedes a lo mejor vuelve a las andadas y acaba por comprometerlos.

Garcete se apresuró a aceptar el argumento.

-La cosa está que arde, mi amigo -repetía, frotándose las manos entre preocupado y contento-. Tarde o temprano se va a armar un tole-tole de esos que no se empardan -miraba a Antonia de reojo, y continuaba, despacito, como atajando una rabia que le nacía del fondo-. Según el caso, si veo que la cosa es seria y se puede ganar, yo también voy a salir a soplar fuego a la dictadura. Te aseguro: aquí suena un tiro y sale a plegarse hasta el Club Cerro Porteño... ¡Ah, si pudiéramos barrer de una vez tanta porquería y vivir decentemente sin tanto sobresalto! No me gusta pelear, pero hay veces, mi amigo, que lo embretan a uno de tal suerte que sale dando patadas por más manso que sea.

A Antonia no la alarmaban los ímpetus heroicos de su marido.

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-Menos mal -decía- que mandamos a Carlitos a Buenos Aires. Está haciendo la conscripción en el Consulado.

En los días que residieron en casa de Garcete, Miguelí pudo observar que la barra estaba bastante raleada. La contempló nostálgico desde el balcón. Reunida en la esquina, bostezaba de tedio, parando a quien escupía más lejos. Eran los desteñidos restos de una brigada gloriosa entre los que apenas pudo reconocer a tres o cuatro veteranos. No acudió a ellos porque ya usaba pantalones largos y tenía la cabeza llena de sesudos proyectos académicos.

El único para quien las cosas permanecían inmutables era Toño el Lustre. Conservaba el mismo rincón en el bar, frente al Palacio de Justicia. Apenas había crecido. Se saludaron como viejos camaradas, con pocas efusiones, como cuadra entre arrieros, pero sintiendo desde el fondo la alegría incomparable que solamente proporcionan las amistades profundas y viriles. Sin embargo, desde que Daniel, en cierta ocasión, le mandó que lustrara los zapatos del hermanito, dejó de llamarlo «che raá»25 para decirle «che patrón». Es que Toño sabía someterse a los hechos, a las cosas que son naturales y lógicas. Aunque apenado, Miguelí no dejó de sentirse complacido de que por lo menos Toño el Lustre se hubiera, percatado de su nueva situación.

En el primer patio de la casa de los Fernández estaban varios señores tomando caña con hielo. Se levantaron para saludar a Daniel. Miguelí, que se había quedado en el corredor, medio escondido detrás de una maceta, reconoció a Sotelo.

-Marcial tuvo la idea de esta reunión amplia e informal -le decía a Daniel, que parecía desconcertado- para cambiar ideas acerca de la situación y escuchar tu parecer.

-¿Qué puedo opinar yo? Estoy al margen de todo.

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-Llevás demasiado tiempo aguardando en tu quinta de Yvyraí -bromeó uno al que llamaban mayor Quinteros.

-¿Cómo es eso?

-Desde que al doctor Francia lo llamaron para hacerlo gobierno -explicó el Mayor- demasiada gente vive esperando que la vayan a buscar. No es ése el camino. Hay que decidirse, obrar de una vez.

Se echaron a reír mirando a Daniel, que sonreía como aturdido.

-Les agradezco mucho -balbució.

-Los verdaderos amigos no te olvidan -le dijo Sotelo-, te necesitan.

Sotelo parecía más sólido, como potro fogoso cuando llega a parejero. Hablaba con autoridad. Sus ojos alertas no tardaron en descubrir a Miguelí. Se apartó del grupo para acercarse a saludarlo.

-¿Qué tal, compañero? -le dijo, tendiéndole la mano-. ¿Cómo anda el espíritu? Supe que habías sido garroteado y confinado. Lo siento mucho. Que te consuele saber que aquí no hay uno que no haya pasado por esos trances.

-Me informó que eras su aliado -sopló Daniel.

Los señores rompieron a reír a carcajadas. Sotelo empujó a Miguelí hasta el centro del grupo.

-Sí, señores, soy su aliado. Es un honor para mí porque este arribeño es todo un hombre. Lo garantizo. Siendo liberal no vaciló en trabajar junto conmigo para derrocar a la dictadura. Deberían seguir su ejemplo en lugar de reírse.

-Al menos a mí no me hizo ninguna gracia -gruñó Daniel.

En eso llegó Mercedes, quien tras de hacerle algunos mimos lo llevó para adentro.

Siguieron por el corredor hacia el segundo patio. Era grande, arbolado, con la muralla y el portón dando a la callejuela que Miguelí merodeara en otros tiempos. Como el terreno estaba en una altura, el lindero del fondo daba sobre los techos de las casas vecinas, más modestas que el caserón de los Fernández.   —179→   Mercedes abrió una puerta y encendió la luz. Era una habitación amplia, con una gran ventana. Tenía muebles para una persona y estantes repletos de libros. Miguelí tuvo el antojo de que había estado antes en ese lugar, que le habían contado algo acerca de él o visitado en sueños. Fue tal la impresión que la miró de arriba a abajo, olfateando en el esfuerzo por identificar aquella suerte de fragancia que se le ocurría conocer.

-¿Te gusta? -le preguntó Mercedes-. Marcial dice que es la mejor de la casa. Te la cede como un privilegio especial.

Miguelí se sobresaltó como si lo hubieran despertado.

-A Marcial le impresionó mucho tu presencia de ánimo cuando balearon el auto. Cuenta que ni pestañeaste -continuó Mercedes-. Dice además que sos muy inteligente y estudioso. Tampoco Daniel deja de ponderarte... Vamos a ver si es cierto -lo provocó, al tiempo que abría la valija de Miguelí. Se movía con elegancia algo nerviosa. Era muy linda, aunque no tanto como cuando la vio por primera vez. Parecía una de esas figuras de la Libertad que ilustran libros ajados por el tiempo.

Miguelí hubiera querido preguntarle si alguna vez, de chico, había estado en esa misma pieza. Prefirió callar. Había en su pasado algún misterio que una suerte de pudor le impedía indagar. Mercedes separaba la ropa y la iba poniendo en una u otra parte del ropero con rapidez y exactitud. De pronto se detuvo.

-¿No tendrás miedo? Vas a estar muy solo aquí. No se me había ocurrido...

Lo miraba como si fuera ella la que estuviera asustada.

-No tengo miedo a nada -replicó Miguelí. Entonces se acordó de cuando le dijo que fue el que derribó al vigilante en el entierro de don Cecilio Cárdenas. Qué vergüenza. La señora ya estaría convencida de que era un fanfarrón.

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-Olvidaba que sos todo un valiente -dijo ella, sonriendo-. Por otra parte, no hay nada que temer.

En el primer patio la discusión subía de tono.

-Asunción no es una ciudad estado. Los campesinos, el ochenta por ciento de la población, lejos de ser un elemento pasivo, jugaron siempre un papel determinante en la historia de nuestro país.

-No se vayan por las ramas.

-¿Quién ha ganado una revolución campal? Nadie. Ni siquiera con jefes de la talla de Jara o de Chirife.

-No se trata de eso.

-¿De qué entonces? Se trata de echar a la dictadura. De echarla a patadas, no hay otro camino.

-No basta. Hay que ver las fuerzas que se pondrán en movimiento y en qué dirección.

-No lo vamos a conseguir sublevando el interior. La cuestión se define aquí, en la capital. Ahora se trata de algo muy concreto, de aislar a la Caballería.

-El movimiento obrero y estudiantil está en pleno auge, con organizaciones poderosas. Sólo falta ganar una parte del ejército. Por pequeña que sea esa parte ya estaremos del otro lado si golpeamos con audacia.

-Es una aventura.

-Sí, señores, va a fracasar.

-Vaticinar el fracaso es lo más cómodo que hay. Uno se libra de jugarse y después se permite reírse de los que expusieron el pellejo, o asumieron la responsabilidad, diciéndoles: «te decía luego» -Miguelí reconoció la voz del mayor Quinteros. Era ruda, apasionada-. El coronel Garay tomó Yrendagüe y destruyó todo un ejército boliviano. Si no le hubiera salido la maniobra todo el mundo le hubiese caído encima diciendo que era un viejo borracho que expuso temerariamente una división. Hay momentos en que las cosas se presentan como en el toky, como una moneda que tanto puede salirte «suerte» o «culo». La cuestión está en tirarla. Éste es el momento.

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-Tal vez tengas razón. Tenemos amigos en la Marina.

-¡Nangá na! Ésos mean por su bolsillo.

-Acuérdense de mí -insistía un solitario al que no le llevaban el apunte-, quien mueva al campesinado ganará a la larga. Los chococué van a moverse solamente por dos cosas: por sus trapos de colores o para conquistar la tierra, es decir, por una revolución democrática profunda, por la democratización de la propiedad agraria. Ellos pueden traernos la civilización o la barbarie, cualquiera de los dos extremos.

-¡Dios mío, como gritan! -exclamó Mercedes-. Pueden oírlos desde la calle.

¿Qué opinarían Sotelo y Daniel? A Miguelí le hubiera gustado saberlo. Pero, seguro que el primero estaría hablando en voz baja, mientras el segundo, hundido en su sillón, estaría escuchando en silencio, tirándose con las uñas los pelos de su bigote.

En eso entró una señorita de unos diecisiete años. Vestía pollera y blusa, tacos altos. El pelo castaño le caía sobre los hombros rectos. Era de tez clara, con un fondo obscuro. Ojos grises, vivaces. Boca grande, pintada de rojo vivo.

-¡Hola, mamá!

Costaba creer que fuera Olga.

-¿Son horas de venir?

-Estuve en el Vertúa, me trajeron en auto -dijo, como por hablar.

-Ya sabes que a tu padre no le gusta.

No le hizo caso, entretenida en revisar de arriba a abajo a Miguelí, quien, con los brazos colgantes, parecía mirarse los zapatos, pero que en realidad no podía sacar los ojos de aquellos tobillos torneados de potrilla núbil.

-¿Éste es Miguelí?

-¿Lo conoces?

Olga lanzó una carcajada.

-¡Claro que sí, y de qué manera! ¿Cómo te va?

-Bien -replicó secamente Miguelí.

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-¡Quién diría! Estás hecho todo un hombre -volvió a pasarle los ojos de la cabeza a los pies, como si lo tocara, para concluir, ronca, sensual-, ¡un churro!

-Olga, por Dios -intervino Mercedes-. Viene del campo, lo vas a abatatar.

-¿A éste? ¡No te creas! -se rió de manera exagerada, enroscando el cuerpo como víbora que pica-. Ahora sí que me vas a pagar lo que le hiciste al pobre Gómez.

Sufrió otro ataque de hilaridad. Mercedes sonreía, interrogando con las cejas.

-Bueno, ¡chau! -dijo Olga-. Voy a bañarme.

-No tardes -le encargó Mercedes-, dejé salir a la muchacha para que no oyera cosas. Tendremos que servir la mesa.

Y se quedó mirando a Miguelí como si algo la afligiera.

-Realmente estás muy alto, nervudo -habló, como pensando-. Demasiado para tu edad... ¿Qué pasó con ese muchacho Gómez?

-No me recuerdo.

Mercedes sonrió.

-Está bien, no te aflijas. Olga es un poco tarambana, no debes hacerle caso.

Siguió acomodando la ropa.

-En el primer cajón están los pañuelos y otras chucherías. En el segundo, la ropa interior. En el tercero, las camisas. En los dos últimos, la ropa gruesa que no se usa todos los días. El traje y los pantalones, bien colgaditos en las perchas. La ropa sucia no debe quedar ni un minuto en la pieza. No puedo ver gente desaliñada, me pone nerviosa.

Hablaba con seguridad, dando por resabido que mandaba en estas cosas.

-Cenamos a las nueve en punto, tal vez un poco tarde para ti, pero ya vas a acostumbrarte. Quien llega tarde se queda bajo la mesa, así sea Marcial, cuando no avisa -se rió, para endulzarse-. Estoy   —183→   segura de que seremos muy amigos. Daniel te tiene mucha confianza.

Como evocados, se oyeron en el corredor los pasos inconfundibles del hermano mayor: largos, pausados, como si calzara botas. Se detuvo sonriendo, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Lo único que le faltaba era un sombrero de paja con barbijo.

-¿Qué haces, Mercedes? Déjalo, sabe arreglarse muy bien.

Entró y fue a sentarse en una silla, con el codo sobre la mesa y el respaldo inclinado, a la manera campesina, equilibrando el asiento sobre las patas traseras.

-Espero que Miguelí no te moleste.

Mercedes contuvo un gesto apasionado.

-Sabes muy bien que no puede molestarme.

Daniel inclinó la cabeza.

-Claro que lo sé, hermana.

Echó una mirada circular, arrugando la frente, acariciándose la barbilla.

-Vas a pasarla muy bien, aunque al principio extrañes un poco -dijo, dirigiéndose a Miguelí, que estaba de pie, recostado en un estante-, casi te envidio... «todo está como era entonces».

-Cuido de que así sea -intervino Mercedes- peleando con Marcial, que es un desordenado de lo último -se rió como disculpándose-, ¿te acuerdas?

-No me fue dado el privilegio de olvidar.

-Aquí se reunían a discutir -dijo Mercedes, dirigiéndose a Miguelí como pretexto- mientras yo los espiaba desde el otro patio. Los retos que me daba papá por costumbre tan fea. No podía evitarlo. Para mí eran argonautas tomando tereré -se rió de su ocurrencia, y continuó, enternecida-. Hasta ahora se me antoja oír a mi pobre hermano, agrandando la voz para recitar fervoroso... ¿cómo pa era que decía? Espera... ¡Ah, sí!

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Han pasado los tiempos de las lágrimas
aunque el llorar sea humano y el dolor ponderable.
Ha llegado la hora del clarín,
de las tropas en marcha,
de la reja que horada la humedad de la tierra.

Mercedes recitaba afectando posturas varoniles. Hasta que se sentó en la cama sacudida por un ataque de risa.

-¡Ay na che Dios! Yo también me estoy volviendo loca...

Miró a Daniel con ojos húmedos y lo retó, encendida:

-Eras un despiadado. Le decías que no perdiera el tiempo, que no era poeta... ¡pobre angá! Le dolía porque te admiraba... y porque no podía dejar de escribir zonceras.

-Pensaba demasiado -dijo Daniel-, pensaba más allá de lo que comúnmente piensa un hombre. Si esto es malo para un poeta, es lo peor que puede ocurrirle a un combatiente; para cantar y pelear hay que saber engañarse. Por eso se levantó en pleno asalto con los brazos abiertos, como pidiendo que cesara la matanza... Hubo algo así como un proceso: acusaban a un sargento de haberlo derribado de una ráfaga. Se echó tierra al asunto porque desde un punto de vista normal, desde la inteligencia que ayuda a vivir, el sargento cumplió con su deber al sacar del medio a un oficial que se había vuelto loco. Desde otro punto de vista, suelo pensar que la suya fue la más gloriosa de las muertes. Pasará mucho tiempo antes de que podamos comprender la racionalidad profunda del absurdo sacrificio del Gólgota.

-¿Qué es eso, Daniel? ¿Un discurso? Lo único que sé es que no volvió mi hermano. Aquí se reunían ustedes para cambiar el mundo. Eran parte de Germán. Eran la fuerza, la vitalidad, la audacia de que el pobre carecía. ¿Cómo no lo comprendieron? ¿Cómo le dejaron que se fuera al frente? Recuerdo cuando se despidió, le temblaban las manos, tenía miedo,   —185→   el pobrecito. Qué iba a pelear al lado de tamaños brutos como eran ustedes. Bien que lo pagaron, porque ese muchacho enclenque tenía un no sé qué capaz de dar vida hasta a las piedras, y cuando les faltó quedaron truncos Ahí tienes a Marcial, a ti mismo, a Santiviago, a Molas, a Brizuela, a ese canalla de Jorge convertido en policía... -Mercedes los iba nombrando, contándolos con los dedos.

Daniel sonrió.

-Te olvidas del principal, del guitarrero del grupo.

Mercedes se detuvo en seco, asustada. Daniel se echó a reír.

-Para ahuyentar a los fantasmas basta perderles el miedo. En la guerra aprendimos que la bala que te toca salió marcada de fábrica. ¿Por qué, entonces, culparnos los miserables agentes del destino?

Mercedes sacudió la cabeza, incrédula.

-No me engañas. Te sigues atormentando.

-Te equivocas. Se me ha hecho tan familiar que he acabado por encariñarme -dijo Daniel con la voz cambiada por una suerte de forzado cinismo-. Estaba condenado. Solía decir que los hechos de la vida sólo valen como alimento del espíritu. Tuyo la mala suerte de nacer en un país demasiado pequeño para él. En otra parte tal vez hubiera sido otra cosa. Aquí solamente podemos proponernos objetivos modestos o destrozarnos en empresas tontas.

-A veces me pregunto si no fui la culpable.

-No, hija, qué vas a ser. Fuiste, es cierto, la única partida que perdió porque se la ganó Marcial; pero era muy hombre, podía aguantarse unas galletas. Con esto encontró un pretexto para tirar todo por la ventana y largarse a la estancia. Allí estuvo a sus anchas, desplegando su energía salvaje, deslumbrando a guapos con sus guapezas, llevándose todo por delante hasta que, cuando se permitió una canallada absolutamente imperdonable, cayó en su ley. ¿Qué vamos a hacerle? Dejemos, pues, amiga mía, los remordimientos a la gente que se quebranta   —186→   por su salvación. Tengo cosas peores en la conciencia como para atormentarme por un caso aislado. Manejé una ametralladora pesada en Nanawa. Cualquiera que haya estado allí puede decirte lo que esto significa... ¿Quieres un cigarrillo?

-Bueno, dame uno. Estoy procurando que me agarre el vicio, a ver si me acostumbro al cigarro de Marcial.

Miguelí acabó por sentarse en el borde de la cama. Lo habían olvidado por completo.

-¿Cómo está ella? -preguntó Mercedes, tosiendo por el humo.

-Soportando la vida. ¿Quién en nuestro país no la lleva a cuestas como el minero carga su raído? Un fardo el doble más pesado que el hombre, ¿lo sabías?

-No todos.

-No te creas. Lo que pasa es que algunos no se dan cuenta. Somos un pueblo terriblemente oprimido. Nos oprime la geografía, la historia, nuestro propio espíritu que no se ajusta a sus límites... Oye cómo se desgañitan. Creen que se avecinan grandes días. Tienen razón, el grano va a reventar. Pero ¿qué vendrá después? Ciertamente que no lo que ellos esperan. La dictadura tiene que acabar con muchas cosas; con nosotros, entre ellas. Todavía no han madurado las fuerzas capaces de acabar con la dictadura para siempre. Mi consigna secreta es: «Muera la dictadura y toda su descendencia». Para que cuando muera, muera del todo. Que no resucite como Drácula. Para eso es necesario acabar con la gente interesada en arrancar la estaca del cadáver del monstruo. El Paraguay es un pozo, nosotros unos sapos que croamos en el fondo, donde sólo raras veces llega un rayo de luz. Procuramos salir; es nuestro mérito histórico, aunque siempre resbalemos desde el borde del brocal.

Mercedes se levantó sacudiendo las polleras para volver a su ocupación. Miguelí se dio cuenta de que tenía manos huesudas, manos de varón.

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-Aquí los únicos llorones son los intelectuales -dijo, impacientada-. Hagan algo, terminen algo. La gente acabará por cansarse, por aceptar pasivamente la vida que lleva. Ustedes tendrán la culpa si el dichoso pueblo al que siempre invocan acaba por doblar el espinazo. Allí tienes a Marcial escribiendo su libro desde la revolución del treinta y seis. Con ese pretexto, con lo buen médico que es, cada día trabaja menos, se olvida de cobrar las consultas, se burla de sus colegas. Aunque posa de escéptico, vive soñando. Si no fuera por la estancia, que felizmente él no administra, no tendríamos qué comer. Se está volviendo un zángano hecho y derecho. Que Dios me perdone, pero por lo menos Francisco era trabajador.

-Nadie está privado por completo de la virtud como del vicio.

-¿Quién dice eso?

-Con toda seguridad algún abate. Si estás condenada a sufrir su cigarro, por lo menos te has librado de los cuernos.

-No te creas, para eso Marcial no es nada perezoso.



Se oyeron golpes como de maza contra un tablón. Cesó la discusión en el primer patio. Alguien pasó corriendo. Lo siguieron otros, muy apurados. Sotelo apareció en la puerta, con el saco de Daniel.

-La policía -dijo-. Vamos por el fondo.

Daniel no vaciló.

-Buena suerte, Miguelí -alcanzó a decirle antes de correr tras de Sotelo.

Era digno de ver tantos doctores escapando como gatos por el tejado del vecino.



Marcial defendía la puerta de calle.

-Siempre lo mismo, doctor. Cómo pa te voy a traer orden de allanamiento si hay Estado de Sitio.

-Es un estado ilegal. Defiendo mis derechos.

-Dejame pasar, te digo. No vayes a facilitar.

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Olga había acudido junto a su madre. Con rapidez y eficacia, sin decir una palabra, borraron los rastros de la reunión. Marcial seguía ganando tiempo. Hasta que llegó una motocicleta y frenó con estrépito.

-¡Qué tanta contemplación, carajo! ¡Rómpanle la cabeza!

Se oyó un forcejeo y apareció Marcial, traído a empujones. Lo seguía un hombre altísimo, rubio, de bigotes rojizos.

-¡Revisen todo, rápido!

Los vigilantes se dispersaron como sabandijas por toda la casa. El jefe, al ver a Mercedes, que cubría con su cuerpo a Olga y a Miguelí, se acercó a saludar.

-Hola, Mercedes -le dijo, cordial, haciendo la venia-. Lo siento mucho. Tu marido es muy travieso.

Ella le volvió la cara. Él hizo sonar los talones y se encaminó hacia el fondo, como si conociera muy bien la casa. Marcial esperaba en el rincón opuesto, con una bayoneta en la barriga. Olga miraba a los soldados con gesto tan provocativo y desdeñoso que los obligaba a bajar la vista. Se oían voces en el segundo patio.

-Se escaparon todos, mi coronel.

-¡Claro que se iban a escapar, manga de chimbos! Vamos a ver si ponderan por ustedes si llegan a estar arriba.

Reapareció el coronel, dando zancadas. Se fue directamente adonde se encontraba Marcial y le gritó en la cara.

-Aquí hubo una reunión, a mí no me jodes. Vas a tener que acompañarnos. Se acabaron para ti las contemplaciones. Te avisé muy bien que te dejaras de macanear.

-¿Qué vas a hacer? ¿Torturarme? Estarías en tu papel. Era lo único que te faltaba, ¡traidor!

El policía se le acercó con el puño cerrado. Aunque Miguelí estaba en la otra punta, se dio cuenta de que   —189→   Marcial miraba a los ojos de aquel gringazo sin una pizca de miedo. Este doctor tendría sus defectos, pero era un hombre con toda la barba.

-Mercedes -dijo-, pasame la valijita.

Fue cuando Miguelí se enteró de que Marcial Fernández tenía siempre el equipo preparado para cuando lo llevaran preso.

Se fueron dejando un bochinche tremendo. Faltaban cubiertos de plata en el comedor.

-¡Dios mío! -exclamó Mercedes-. ¿Qué vamos a hacer ahora con tanta comida?

-Podríamos preparar croquetas de pollo con arroz para llevárselas a papá -sugirió Olga-. Son riquísimas.




ArribaAbajo- II -

-No te duermas, hamacame...

Miguelí obedecía sobresaltado, pillado en falta. Qué se iba a dormir. La contemplaba así como a la cadera que el río forma al bajar del norte, entrecerrando los ojos para verla como en sueños, navegada por bajeles bergantines. La cabeza en un almohadón, el pelo sobre la cara, parecía una de esas apariciones que los obrajeros cuentan suelen salirles en el monte. El pie en la punta de una curva tostada tocaba la tierra como acariciándola. Las camas sueltas bajo el quimono recordaban las colmenas, grávidas de miel, de rabiosas avispas. El ojo hambriento de Caá-yaryi, la hembra insaciable que acecha al hombre en la espesura, espiaba entre lianas. Miedo le hubiera dado si no estuviera seguro de que era Olga, quien, a esa hora del crepúsculo, en saliendo del baño, sin ponderar del frío, gustaba que la hamacaran para que la secase el viento.

-Miguelí...

Trató de hacerse el sordo. Se repitió el reclamo que quedó latiéndole insistente como el punteo de un grillo.

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-Si vas a tentarme no te hamaco más -le advirtió, enérgico. Estaba en una silleta, tirando de una liña para provocar el balanceo.

-Despacito, me mareas...

Soltó la cuerda y la hamaca se fue quedando.

-¿No te da vergüenza? ¡Así que eras vos el que escribía las cartas!

Silencio.

-¿Creés que no lo sabía?

Que hablara sola.

-A mí nadie me engaña, soy un poquito bruja... ¡Cómo se va a reír mamá cuando le cuente!

Ahogaba una risita y repetía, besando el almohadón.

-«Te quiero como el sol quiere a los pájaros, como la lluvia a la tierra, como el viento que acaricia la melena del palmar...». ¡Dios mío! ¿De dónde lo sacabas?

Miguelí fingía leer una historieta aunque ya fuera imposible distinguir las letras. Ni soñaba contarle que aquellas frases eran traducciones más o menos literales del cancionero guaraní, copiadas de ejemplares de Ocara-poty que le facilitara la sirvienta de los Garcete, y una que otra perlita de su cosecha.

-«Sos como la paloma salvaje que forma su nidito con las plumas de su pecho» -seguía Olga-. ¿Qué me dicen? ¿Cómo se te ocurre hacerme creer que el papanatas de Carlitos fuera capaz de inventar estas lindezas? ¡Miguelí, a vos te hablo!

-¡Que pa lo que querés, icht!

-¿Qué vas a hacer cuando le muestre las cartas a mamá?

-Voy a negar y listo -replicó, rotundo-. No es mi letra. Son cartas de mi sobrino Carlos. ¿Para qué yo iba a decirte semejantes zonceras? ¡Tonta!

-¡Quizás, quizás, quizás! -canturreó Olga, dando impulso a la hamaca con la punta del pie.

-¡Qué «quizás» ni qué ocho cuartos! ¡No escribí nada, te digo!

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-Juralo por Dios.

-Sabés mejor que yo que Dios no permite jurar por tonterías.

-¡Te pillé, te pillé! -repetía Olga, batiendo palmas y levantando la cabeza-. Lo que pasa es que estás loco por mí, no me lo niegues.

Al llegar a este punto solía dejarla plantada. Pero, esa tarde, tal vez porque el diablo ya estaba decidido a meter la cola en el asunto, se limitó a darle la espalda. Ella acabó por recostarse para seguir dormitando. Miguelí pensaba que no era justo que se burlara de él por el solo hecho de ser menor. Olga era una señorita. Ante extraños sabía portarse con formalidad. Tenía muchos candidatos. Entre ellos a un cajetilla, hijo del agregado cultural de una embajada, que se llamaba Guerrico. ¿Para qué entonces se metía con Miguelí? ¿Por qué le jugaba? Había que aguantarla, porque siempre se salía con la suya. Lo peinaba de aquí para allá, con raya o jopo, con el pelo para atrás o cayendo sobre la frente. Le pintaba bigotes con corcho quemado. Le ponía sombreros o la gorra de su finado tío Germán para que se pareciera a tal o cual artista de cine, como si Miguelí fuera su muñeco. Otras veces se comportaba como chicuela de trenza y moño. Jugaban a las escondidas. Era imposible encontrarla hasta que, de repente, le saltaba desde atrás de una maceta o desde la rama de un árbol, mordiendo y arañando como si fuera una gata. Después, muerta de risa, le curaba los rasguños con tintura de yodo. Mercedes tenía razón: estaba más loca que una cabra.

-¡Olga, deja en paz a ese muchacho! -la retaba-. No debes jugar con fuego. Yo sé lo que te digo.

Pero al final acababa riendo de los antojos de su hija, la sentaba en la falda y la mimaba como si fuera una nenita. Lo mismo le pasaba a Marcial. Vivía quebrantándose por las andanzas de Olga hasta el extremo de pedirle a Miguelí que la espiara. Pero al cabo se lo perdonaba todo.

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-Qué macana que seas única hija -se solía lamentar, pasándole la mano por los cabellos-, ¡y tan hermosa!

Se quedaba pensativo, para luego exclamar de esa manera que no dejaba adivinar si hablaba en serio o en broma.

-¡Ay del que se aproveche del ardor de tus años! ¡Siete veces lo he de matar si es que es un gato!

-Sos mi único amor, mi papaíto -le decía entonces Olga, zalamera, cubriéndolo de besos-. Mi pobre doctorcito que está enfermo.

A Marcial le venía entonces su ataque de llanto que hacía correr a las mujeres de un lado para otro. Pero, a los amigos les hacía mucha gracia la manía que Fernández trajera de la cárcel: «¡Güepa, che compañero! -le zampaban brutalmente cuando sacaba su pañuelo y hundía el rostro entre las manos sollozando amargamente-, ¡te has vuelto un llorón cualquiera! ¡Que no se diga!». Hasta Miguelí, que tanto lo apreciaba, tenía que hacer grandes esfuerzos para no sonreír. Porque el espectáculo resultaba tan cómico y extraño como sería ver a Satanás echando lágrimas por un pollito cojo.

La causa estaba en los tres meses que lo tuvieron encerrado en un calabozo sin dejarle hablar con nadie. Hasta se atrevieron a golpearlo de manera tan bestial que lo dejaron medio sordo de un lado. También le habían roto un dedo y ahogado varias veces en una pileta llena de excrementos y vómitos. Solamente el escándalo que armaron los estudiantes y las gestiones de sus innumerables amigos consiguieron que lo soltaran. Desde entonces se pasaba horas enteras en el balcón del consultorio y las noches en vela, escribiendo su libro. De tarde en tarde, atendía algunos pacientes tan pobres que no podían pagar o tan amigos que no se les cobraba.

Durante la ausencia del doctor Fernández, que duró hasta pasado el invierno, Miguelí se había hecho muy amigo de Mercedes. Ella solía contarle anécdotas   —193→   de los amigos del hermano Germán, muerto en la guerra. El padre había mandado construir la habitación del fondo porque los muchachos no le dejaban dormir la siesta. Una tarde ella sacó de un armario un viejo álbum. En una fotografía aparecían varios jóvenes de cuello duro. Sentado en el centro, Germán parecía un angelito entre aquellos rudos mocetones. En un extremo estaba Daniel, de gran bigote y gesto tan altivo que costaba reconocerlo. En el otro, destacándose como si fuera dueño del retrato, un joven lampiño, muy moreno, con tal energía en el rostro que, cuando se miraba de golpe la fotografía, dejaba a los demás como en la sombra. Mercedes lo contemplaba. Había comenzado a llover. Miguelí fue a cerrar la ventana de su cuarto. Se llevó un susto cuando vio al mozo aquel reflejado en el espejo del ropero. Se tranquilizó al prender la luz. Había visto nomás su propia figura.

En el mismo grupo estaba Marcial, recostado en el piano, con una mano en el bolsillo. Era el único con la corbata torcida y los pantalones sin raya. Su cara de coatí sonreía burlona. Era increíble que Mercedes lo eligiera entre tantos caballeros.

-Todos me disputaban -evocaba ella, sonriendo con cierta coquetería, descubriendo venas y arrugas en el cuello estirado-. Es decir, todos menos Daniel...

En el mismo álbum apareció nada menos que Esperanza Almirón.

¿Qué misterios eran éstos? ¿Qué extraños hilos conectan nuestra vida con la vida de los demás y con sus muertes? Sentado en el suelo, Miguelí ponía las manos para sostener la madeja mientras Mercedes hacía el ovillo para tejerle una tricota. Solamente se oía el paso del agua por las canaletas al aljibe. Las campanas de la Catedral daban las ocho. Rodaban lágrimas por las mejillas de Mercedes que, así de entre casa, parecían secas, con las rayas del tiempo marcándole la cara, bella como ninguna.

  —194→  

-¡Cómo tarda esa chica! ¿Por dónde andará con esta lluvia?

Pero doña Mercedes -no le gustaba que le dijeran «doña» sino su nombre a secas- sabía tener sus picardías. Una vez, viendo ir y venir a su marido con las manos en la espalda, de una punta a la otra del jardín, le dijo a Miguelí, secreteando:

-Míralo... está ofendido... le dieron una paliza... ¡A él! ¡Bien merecida se la tiene!

Guiñó un ojo y se fue, haciendo sonar los tacos.

Apenas tuvo lugar, Miguelí le preguntó por qué el doctor se merecía la pateadura que le dieron. Mercedes se echó a reír.

-Ya lo vas a entender cuando seas grande.

¿Qué diablos era entonces? Los pantalones largos que le impusiera doña Rosario de Britos sólo le habían servido para que la Policía Militar lo arreara a coscorrones al Distrito, como presunto desertor. Para todo lo demás era un chicuelo. Para Olga, un juguete.

Las juderías de la muchacha le provocaban pesadillas. Olga se fugaba a babuchas en hombros del agregado. Nomás porque se lo imploraba Mercedes, Miguelí se largaba a perseguirlos llevándose la escopeta. Corriéndolos por el monte, cerro arriba, valle abajo, saltando sobre los ríos, volando por las aguadas, solía alcanzarlos en el cañaveral del fondo, en el mismo sitio donde, en otro tiempo, había desgraciado al carayá. Guerrico se encogía hasta hacerse un monito; rogando con las manos juntas se le enredaba la cola de la pavura que tenía. No lo podía matar, las balas no le salían, el caño se le doblaba como el tubo de un trombón largando sólo un berrido que aventaba al diplomático. Olga yacía, con el quimono desgarrado, en el nicho de un surco. Alzábala, corría por piques abandonados, esquivando uñas de gato, cerrando yuqueríes como hojas de libro pasadas vertiginosas. Desesperaba de llegar antes que el pasmo. Del pasmo que le subía desde Olga a la mano, de la mano a la cabeza, de la cabeza a los   —195→   ojos, cegándolo como sangre. Dábase un tropezón. Rodaba por cuesta abajo, resbalándosele el cuerpo desnudo, escurridizo, de sábalo. Hasta que al fin la atrapaba, sediento, atormentado, buscándole con la boca la surgente del pecho, la uva de los pezones. Pero en esto, sin falta, reaparecía Guerrico, chillando, zafadeando, brincando de mata en mata. Y claro, Miguelí se despertaba.

Saltaba de la cama, se ponía los pantalones, salía al patio a refrescarse aunque persistía el invierno. En esto seguía el consejo del padre Lutin, para embromar al diablo que nos tienta de noche aprovechándose del descuido del alma y del relajo del cuerpo. La receta incluía unas cuantas flexiones, el mojarse la cara y rezar un padrenuestro. Pero a tanto no llegaba la devoción de Miguelí. Lo que le extrañaba era cómo sabía el padre Lutin de las incitaciones que, según decía, de caer en ellas, envilecen el alma. Miguelí no le hablaba de ellas ni siquiera en confesión. No se sentía culpable de sus sueños. Lo que tal vez fuera pecado era la rabia que le daban las intromisiones de Guerrico, quien, cuando se aparecía de carne y hueso con su cara de ternero relamido, sus cortos pasitos de señorito, repartiendo tarjetas de conde de no sé dónde, salía Olga a recibirlo mostrando todos los dientes de su boca de loba, cazándolo de un brazo y poniéndolo de adorno junto a un florero de la sala.

Miguelí quería asegurarse de que Olga también había retornado de su sueño. Con el pretexto de tomar agua, venía por el corredor. Ella siempre dormía con la ventana abierta. De paso nomás, sin detenerse, espiaba su cuarto. Más que verla la sentía latir entre las sábanas. Por cuidado que pusiera al abrir la heladera, Marcial lo sentía desde el consultorio.

-¿Quién anda por ahí?

-Soy yo, doctor. Busco agua fresca.

-¿Me traerías una botella?

  —196→  

Lo encontraba sentado en su escritorio, llenando cuartillas con su letra ilegible. A su lado, en una bandeja, una botella de agua, la guampa del tereré y un frasquito de pastillas. Miguelí reemplazaba la botella, cambiaba la yerba de la guampa. Cuando estaba por irse, Marcial levantaba la cabeza, mirándolo desconsolado.

-¿Tenés mucho sueño?

-No, doctor.

-¿Podrías cebarme unos mates?

Miguelí obedecía, con gusto. A poco, el doctor se levantaba con la guampa en la mano, encaminándose al balcón. La calle estaba desierta. De pronto Marcial quedaba en suspenso.

-¡Escucha, escucha! -repetía, echando por los ojos como una luz extraña-, ¿qué fue eso?

Miguelí se asomaba, hacía toda su fuerza, pero no oía otra cosa que el ladrido de los perros y alguno que otro tiro, como de costumbre.

-Escucha -insistía Marcial, impaciente, señalando hacia el nordeste-. Allá... ¿qué te parece? ¿Cañones?

Ahora sí podía percibir un retumbar, lejano, casi imperceptible. Hasta que lo desencantaban apagados refusilos detrás del horizonte.

-¿Cañones? -insistía Marcial.

-No, doctor. Son truenos.

-¡Ah!

Miguelí hubiera dado cualquier cosa por hacerle oír un cañonazo.

En este punto solía aparecer Mercedes envuelta en su quimono y con turbante en la cabeza.

-¡Por Dios, mi querido, por qué no te acuestas!

-No tengo sueño -replicaba Marcial, de mala gana.

-¿Quieres que te prepare un té de naranja?

-No te preocupes, estoy bien -repetía Marcial, volviendo hacia su escritorio con paso encorvado, arrastrando las zapatillas.

  —197→  

Mercedes sacudía la cabeza.

-Anda a acostarte -ordenaba a Miguelí-, yo voy a acompañarlo.

Miguelí era obediente. Además, primer alumno de su clase tres bimestres seguidos. Preferido del padre Lutin, recibía lecciones aparte dos veces por semana. El profesor había escrito a don Rosendo que nunca había visto facilidad semejante para las matemáticas y el idioma francés. Miguelí recibía cartas entusiastas de don Rosendo y cautelosas esquelas de Daniel: «Buen comienzo, pero lo que interesa es el final, el resultado. Hace trescientos años que la esperanza pasa de mano en mano. Es el legado de los próceres, de cada generación que se pierde en el vacío, de cada vida que acaba en el pantano. Llega. Persistir es la orden. No me falles (en el subrayado se podía advertir una amenaza). P.D.: Mandé unos pesos. Ayuda, no recargues. Están pasando un mal momento. Van para ti doscientos que te manda tía Zoraida».

Pobre Daniel, cuánta razón tenía para sentirse inseguro, quebrantado.

¿Dormía Olga? Quién sabe. Más bien parecía luchar contra la sofocación del pecho. La hamaca tomaba molde de caderas. Miguelí quiso escapar.

-¿Dónde vas?

Volvió a sentarse. Olga dejó escapar una risita.

-Qué enamorado estás de mí, ¿no te da vergüenza?

-Si vas a tentarme, me voy. Ya te lo dije.

Olga había desaparecido. Una voz resentida salió de entre los pliegues de la hamaca.

-Bueno, andate. Te doy permiso. Pero nunca, nunca más vas a hamacarme, ¿oíste? Ni aunque yo te lo pida. Por los siglos de los siglos, nunca más Miguel Domínguez va a hamacar a Olga Fernández.

De veras que era triste. Ella también sufría. Lo confirmaron sus palabras.

-Triste... ¿no te parece? Sí, muy triste...

Fue saliendo una mano con los dedos en punta.   —198→   Quedose así un momento, como buscando. Luego bajó, le reptó por el brazo, le acarició los cabellos.

-Pobre angá, yo también co lo quiero. Me voy a casar con un diplomático pero tuyo siempre será mi corazón... Cuando seas grande, ven a buscarme. Tira la mano y arráncame. Llévame lejos, en tu caballo...

Ahora se reía. ¿Qué le hizo él para que así le juegue?

-¿Sabés una cosa, Miguelí? Sos muy buen mozo. Cuando seas grande las mujeres se pelearán por vos. Nomás vas a mirarlas y las más santas se irán rodando hacia el infierno.

-No me interesa.

Olga sacó de golpe la cabeza como para pillar si no mentía.

-Le vas a parecer a Jorge Negrete... A ver, mírame, no seas zonzo, no te voy a comer... No, tal vez a Pedro Armendáriz... ¡Qué rara color que tienes, chico, si pareces de madera!

Miguelí dio un fuerte impulso. La hamaca se subió hasta las ramas del mango.

-No tan fuerte, tonto. Estamos conversando.

Miguelí soltó la cuerda. El péndulo se fue quedando. Olga dormitaba.

-¿Soy linda?

-¿Qué sé yo?

-«Son tus pestañas como brotes de amambay. Tus labios, puertas del cielo junto a tus hoyuelos, nichos de amor». ¿De dónde lo sacabas?

-Preguntale a Carlitos.

-¡Estúpido!

Olga pensaba, con los brazos en la nuca.

-En la fiesta de mi cumpleaños todos se peleaban por sacarme a bailar, y vos andabas por los rincones como un arriero bravo. Te aseguro que me diste miedo. Creí que ibas a sacar un cuchillo para jugarlo por el suelo... ¡Qué te habrás creído vos para descomponer mi baile! ¡Tan menor y ya mirando por mí como perro por su hueso!

  —199→  

¿Cómo entenderla? Súbitamente enternecida se incorporó para besarle el rostro.

-Hay veces que se me antoja que soy yo la chiquilina. Te vi una vez subido a la punta del tarumá, mirando al río. No sé lo que me pasó, creo que me volvía loca. Se me ocurrió que ibas a salir volando. Qué desesperación, no te imaginas. Corrí, te juro, a decirle a mamá: «¡jaque, mamá, Miguelí está por salir volando!». La suerte que me atajé. ¡Qué vas a volar vos, un mitaí arruinado, un cualquiera de la calle! Mamá tiene razón, juego con fuego...

Tan apenada parecía que Miguelí le tuvo compasión.

-Si te gusta, cuando sea grande voy a hacerme aviador.

-¿No te digo? -exclamó Olga, enojada, como hablándole a un espejo-. ¡Es un chicuelo, tonta! -tornó a hundirse en la hamaca, para al rato seguir, ya sosegada-. No, no me gusta el uniforme. Parecerías japonés, de los que siempre se caen. Mejor te va a quedar la ropa del Jorge Negrete en «Ay Jalisco, no te rajes». Yo misma voy a ponerte las espuelas y tejerte el ponchillo.

-No es un ponchillo, es un sarape -le explicó Miguelí-. Yo no voy a usar eso, sino sombrero caranday con barbijo de cuero, poncho lata y treinta-listas, tiradores de venado, polaina hasta la verija, revólver Smith Hueso pavonado y cuchillo yatagán-cué. Puede ser que use reyunos, aunque es mejor andar descalzo.

-¡Mba! ¡Ya te salió el arriero! Seguro que también mascarás naco... ¿No? Bueno, pues con esa condición podrás llevarme en ancas. Siempre, claro, que consigas un caballo como la gente, que no vaya a dejarme las nalgas a la miseria... ¿Te imaginas? Haríamos un fueguito en la arenita de un arroyo. Después, a dormir al campo raso, mirando por las estrellas, escuchando a los grillos, a las aves nocturnas... Claro que tendremos que prender espirales,   —200→   porque ha de haber barbaridad de mosquitos... ¡Qué ojos tenés, Miguelí! ¿No estarás endemoniado? Voy a decirle al padre Lutin que te eche agua bendita... A ver, dame un beso.

El reclamo era común capricho. Miguelí se inclinó, obediente, a besarle la mejilla. La cabellera húmeda le caía sobre la cara. Reía su boca ancha, los grandes ojos grises por entre cortinados.

-No, así no. Yo te voy a enseñar, para que alguna vez, cuando vayas a besar tantas mujeres, te recuerdes por mi boca, madura para tu beso... ¡Zonzo! No tengas miedo, nomás es como en el cine...

Lo atrapó de los hombros besándolo rabiosa, mordiéndole los labios. No se pudo escapar, Dios sea testigo. Le clavaba las uñas, lo aferraba, lo llevaba, lo ahogaba en la mar profunda. Volvió el beso. Cayó sobre la hamaca, sintió la piel desnuda. La mano tocó los senos. Buscó vientre, cadera, rebuscando, encontrando, hasta que Olga lanzó un gemido, tuvo un sacudimiento y lo apartó de un empujón. Miguelí no supo más que hacer que sentarse en la silleta y hamacarla como a un niño. Qué tristeza la tarde. Ya estaba todo dicho. La noche casi. Estaban muertos. Muertos como el olvido. ¿Cuál? ¡Algo! ¡Espera! Vagaban páramos en la tormenta. Sin ojos, sin oídos, sin piel. Clamando sin la garganta. Llamándose, buscándose, cruzándose mezclados como el humo sin poder tocarse. Habló la hamaca, ronca:

-Miguel, tienes que irte... irte muy lejos... No quiero verte jamás.




ArribaAbajo- III -

Miguelí solía acordarse a menudo del Padre Lutin. Tal vez porque su nombre no era el más adecuado para un cura, andaba siempre como coatí solitario, aunque contaba con buenos amigos entre los estudiantes. Bajo, hombrudo, calzaba zapatones reyunos que, por quedarle grandes, levantaban la punta redonda   —201→   como cabeza de nutria. La barba crecida, negra, cerrada, cuando no mal afeitada. El pelo entrecano tan enredado que, cuando intentaba peinarlo para las solemnidades del culto, formaba nudos y mechones como si taparan negras guampas de cabrón. Este detalle, sumado al conjunto de su molde, le había dado el marcante de Lutín-cabará, o, más brevemente, el de paí Cabará. Para mayor abundamiento, cuando se desprendía la sotana para rascarse los sobacos con sus uñas negras, había que tener muy firme entraña para no salir aullando como perro mojado por zorrino. Con todo, era hombre excelente y notable profesor. Miguelí estuvo entre sus preferidos. Hablando con él, el padre Lutin se explayaba a sus anchas con singular franqueza.

-Hay pecados une envilecen, que humillan al alma. Hasta el diablo los desprecia. Otros, en cambio, son propios de los grandes espíritus, capaces de remordimiento, dignos por igual de la bienaventuranza como de los horrores del Averno. Pero el peor de los pecados es arrepentirse de no haber pecado. Es como rezarle a Satanás, ser doblemente imbécil. Obra el bien o el mal, pero obra. Prefiere los remordimientos positivos. Irás al cielo o al infierno, no quedarás en la puerta atormentado por mosquitos. Además, habrás vivido.

Miguelí le entendía a medias, entre otras causas, porque paí Cabará mezclaba francés y castellano con gramos de guaraní, hacía ademanes, se movía continuamente frotándose las manos y soltando carcajadas roncas, completamente inexplicables.

Lástima que no hubiera dicho nada del pecar a medias, y el pobre Miguelí ya no tendría ocasión de consultar con varón tan sabio y santo. De golpe le había llegado el tiempo de obrar, de hacer pata ancha. Tal vez por falta de consejo había tomado al pie de la letra las palabras de Olga, saliendo hasta la Avenida Colombia a colgarse del primer tranvía que pasó. Dejó atrás la Recoleta hasta que, poco antes de llegar a Villa Morra, se largó a rumbear al río,   —202→   como cualquier arriero en apuros desde tiempo inmemorial. Eran cuadras desiertas, interminables, bordeadas de blancos murallones. Una guitarra lo hizo doblar por una huella de carretas que se internaba en un baldío hacia una luz que se divisaba entre los árboles. Si algún lugar del mundo podía llamarse «Cualquier Parte», ése era aquél, sin duda alguna.

El cantor, en una silla, con pie descalzo apoyado en un tronco, abrazaba la guitarra reclinando la cabeza en un pecho invisible. La boca de su «la reina» era como la fruta, a qué igualar a miel silvestre el zumo aquel que, cayendo gota a gota sobre su corazón, había acabado por dejarlo mal de la cabeza. Nada tan a propósito para el ánimo de Miguelí. Decidió quedarse, o, más exactamente, simplemente se quedó.

Aquí y allá descansaban carretas. En precarios fogones se calentaba el locro en ollas negras. El hambre le hizo descubrir un poco más adentro un gran rancho de adobe con sala en el centro y cuartos a los costados. La sala era asiento del boliche. Algunas mujeres muy discretas parecían dedicarse a curar de ausencias a arrieros de poncho y faja que jugaban al truco en mesitas grasientas sin sacarse el sombrero ni para rascarse la cabeza. Un tajachí escuálido, cerca del mostrador, doblaba el torso para contrapesar el máuser chileno de largo caño y breve trompetilla. Seguro que estaba allí en prevención de esas pendencias que, por virtud de la C.O.P.A.L., suelen acabar a puñaladas. Miguelí compró un par de butifarras, una chipa y un jarro de mosto, y volvió donde el cantor.

Como suele ocurrir cuando se cae de golpe en lugar desconocido, poco a poco fue identificando las figuras que se movían en las sombras. Estos hombres eran sin duda labriegos que traían sus productos al mercado. Podía irse en una de esas carretas a cualquiera de esos claros perdidos entre palmares donde nunca pasa nada y el tiempo parece desgranar maíces con los dedos cobrizos de una vieja, capaz de narrar,   —203→   con voz cascada, el tenso transcurrir de esos silencios. Pero, como también Miguelí era campesino, no apuraba la ejecución de sus planes, limitándose a rumiarlos como esos bueyes de hermosa cornamenta que perfilaba la luna junto al arroyito. Mientras, escuchaba al cantor que tan bien expresaba sus quebrantos. Vestía añá-piré de mutilado y era ciego. En una lata puesta por ahí, como al descuido, le tiraban monedas como ofrendas a un santo. Otros hacían pedidos, secreteando, poniéndole la plata en el bolsillo con exagerado disimulo. La luz del farolito se reflejaba en su rostro metálico, lacerado, y hacía una sombra en las cuencas vacías. De vez en vez se echaba un trago, hacía una mueca, soplaba fuego, escupía, y continuaba el canto monótono, acompañándose con cuerdas de tripa destempladas, tan serio como si fuera un oficiante o un tronco de guatambú tallado a hachazos. Así hasta que vino saliendo del boliche un borracho dando tumbos, con el poncho cruzado y el sombrero en la nuca.

-¡Que me pongan la polca «colorado»!

Miguelí comprendió, quería camorra. Ojos extraviados, gruesa barba, labios babosos torcidos en una mueca envilecida, feroz. Era un hombrazo. Cambiando apenas la tonada, el cantor le explicó, con un compuesto, que, como por desgracia en Puesto Burro, cuando el teniente López mandó asaltar para romper el corralito, una bomba bolí lo dejó ciego, no podía cantar el «colorado» por no poder distinguir ya los colores. A medida que avanzaba el argumento, recargado de detalles que no hacían al asunto, el borracho buscaba en quién volcar su furia. Aunque los arrieros callaban, la risa estaba en los rostros graves, taciturnos.

-¡Viva el partido Liberal! -lo retó alguno que venía de orinar entre los árboles.

-¡Quién será ese hijo de diablo!

-¡Pombero macho!

El corro estalló en repentina carcajada.

  —204→  

El borracho contorneaba el torso en movimiento reptante, con la mano en el cuchillo que asomaba de la faja. El máuser del tajachí hizo rechinar su cerrojo.

-¡Pe ye sujetá, pe ye sujetá!26

Un momento después el vigilante se llevaba a su preso por delante.

-Mientras nosotros peleamos por colores -explicaba un mocetón, revolviendo una olla- los burgué nos roba nuestro trabajo. Ahí tienen a Chamorro: veinte leguas para vender su maíz. Ahora lo llevan preso. Mañana lo largan sin un níquel ni para comprar semilla. Va a tener que deberle otra vez al acaparador de frutos después de tanto sacrificio para librarse de él.

-¡Cierto!

Un viejo magnífico, que sobaba unas coyuntas en la cruz del pértigo, se volvió para decirle.

-Deja de hablar de balde, Fermín. Revuelve si que tu locro. No hay que facilitar.

El muchacho se inclinó para soplar el fuego. No podía sustraerse a la autoridad del anciano.

-Ya va e estar, mi paíno -respondió.

Miguelí notó a su lado una muchacha enfermiza que miraba al tal Fermín con ojos afiebrados. Ella se volvió al sentir que la observaban.

-¿Qué querés? -le preguntó Miguelí, por decir algo.

-Tengo hambre -respondió, con sencillez.

Por la forma en que habló sugería un hambre abstracta, indefinida, que más bien explicaba su interés por las palabras del carretero. No obstante, Miguelí le pasó una butifarra y los restos de la chipa. Ella se puso a mascarlos lentamente, arrancando trocitos con la punta de los dedos. Tenía un vestido   —205→   negro, simple como una bolsa. El pelo en permanente, la piel de calabaza amarillenta. Las canillas tan flacas que los pies, de dedos romos, sin uñas, abiertos en abanico, parecían muy grandes. Le restaba sin embargo algo así como una belleza malograda en la finura de los rasgos. Fermín seguía hablando como en un susurro. Debía suponer sordo a su padrino, que estaba cerca, moviendo los dedos sin mirar el trabajo, con la fisonomía de prócer entre el sombrero de paja de alas rectas y el pañuelo de seda inmaculado.

-La tierra es de quien la trabaja. Aquí mismo podemos fundar un sindicato de carreteros unidos, para luchar por nuestros intereses sin distinción de partidos.

-¡Eso era! «Carreteros Unidos Fobal-clú»...

-¡Mbaé fobal-clú, picó nde vyro!27

-Se va a quemar tu locro -advirtió el anciano, arrastrando las palabras.

El ciego seguía cantando, rodeado de unos cuantos fieles. La voz de Fermín bajó hasta confundirse con el burbujeo de la olla.

-Con estos reaccionarios no se puede. Mejor después que duerman hacemos una reunión.

-¡Listo ma!

-Así escuchamos la opinión de las masas.

A Miguelí comenzó a afligirle la atención que prestaba su compañera.

-Hay que invitar al tajachí. Así tenemos un aliado en las Fuerzas Armadas.

-¿Y si ladra?

-No ha de. Es de mi valle.

-¡Jha!

Miguelí sintió que le agarraban de la muñeca. Era una mano áspera, pequeña, sin vida.

  —206→  

-¿Querés dormir conmigo?

Miguelí no contestó enseguida. Pensó primero que, después de todo, en algún lado tendría que dormir. Y empezaba a hacer frío.

-¿Adónde?

-Al fondo, en mi rancho.

La siguió sumiso. Pasaron por detrás del almacén. Gruñeron los chanchos del chiquero. Ella caminaba encorvada, con los brazos colgando. Había un claro blanqueado por la luna. Más allá, unos cuartitos alineados en un galpón con alero. Se detuvieron bajo un mango. Lloraba un niño como gatito enfermo.

-Voy a ver si no hay nadie -dijo la muchacha, adelantándose, mientras él la esperaba en la penumbra. Vio cómo abría una puerta y encendía una vela, ordenaba un camastro y retornaba a buscarlo con paso cansino. Miguelí levantó los brazos, dio un corto saltito, se encaramó a una rama y, de un solo envión, fue a agazaparse en la horqueta del tronco. Ella lo buscó por el suelo como un perro cansado, dando vueltas y vueltas hasta que retornó a su pieza y la vela se apagó. Ni los grillos cantaban. Solamente las ranas en el arroyito que abrevaba a los bueyes. Miguelí abandonó su refugio y salió hacia la calle lo más rápido que pudo sin echarse a correr.

Brillaba el empedrado como cinchón de plata perdiéndose a lo lejos. Cuadras arriba, un farol de alumbrado. Miguelí se volvió. Solamente muros blancos. Se pellizcó la cara. No soñaba.

Un centinela le informó que hacía más de una hora que pasó el último tranvía. Miguelí se puso a trotar con rumbo al centro sin hacer caso a los perros que se lanzaban furiosos contra las cercas de las casas. Al llegar a la esquina donde tendría que haber doblado, se detuvo a tomar resuello. Después siguió de largo adonde quiera el destino.



  —207→  

ArribaAbajo- IV -

Estaba comiendo pastelitos, sentado en un banco del parque Caballero. Despacito, paladeando, procuraba exprimir todo zumo de alimento. Ocupados en lo suyo, avisados, astutos, los ojos vigilaban el contorno. Hambriento, alerta, como un bicho, nada se le antojaba aparte de comer y de estar pronto para la fuga. Los gorriones jugaban amores atolondrados. Un zorzal solitario parecía invocar la primavera. Más allá del sendero de cantos rodados, acurrucado en el césped como un montón de trapos de los que asomaba una muleta como un asta sin pendón, un mutilado dormía su borrachera. Hacia las barrancas, muchachones trasnochados se entretenían con una pelota de trapo que habrían encontrado por ahí, mientras otros dormitaban al sol naciente y una guitarra colgaba de un gajo como una fruta rara. Treinta pasos a la izquierda, un vigilante azul marino, con pantalones de montar, descalzo, parecía estar observándolo. Ahora hacía una seña. Se le acercaba un cabo de reyunos y polainas, revólver en el cinto y una fusta en la mano. El ojo de Miguelí tomaba tiempos: el cabo, ni para estorbo con las duras polainas y el pesado zapatón. En cambio el soldadito parecía pie ligero. Arribeño, sin duda. Se adivinaba al cabureí agresivo bajo la visera de la gorra. Éste sí iba a dar trabajo.

-Amoa28... -adivinó Miguelí que decía el vigilante, señalándolo con gesto imperceptible.

El cabo se quedó solo. Miguelí comprendió la maniobra: el conscripto fingía alejarse. Hacía bien su papel: guerra iba a haber entre guerreros. Engulló el último pastelito y se limpió tranquilamente los dedos con el papel del envoltorio. Como esperaba, el cabo se impacientó, tenía la sangre débil.

  —208→  

-¡Chist, nde mitaí! -lo llamó-. ¡Vení un poco!

Se hizo el sordo.

-A vos te digo -insistió imperioso.

Como si tuviera ojos en la nuca se deslizó del banco en el momento justo en que el otro policía se arrojaba sobre él, y escapó por la arboleda buscando la barranca. Se dio cuenta de que le pisaban los talones. Se hizo a un lado, se agachó, el tajachí pasó de largo y él corrió en sentido opuesto. Los peloteros, encantados de la farra, se sumaron a la persecución y le cortaron el paso. Se detuvo, un valiente no corre sin provecho. Cuando ya lo agarraban rodó por el suelo y se les escabulló de entre las patas.

-¡Pipu'uuu, la añamemby! -gritó lanzándose barranca abajo por un caminito. Salió a un lado, entre unas matas y reptó bajo enredaderas. Llevados por el impulso, sus perseguidores fueron a desparramarse por los yuyales del bajo. Miguelí, agazapado como un grillo, les silbó el pitogüé. El silbido parecía salir de todas partes: de los yuyos, de la tierra, de los pirizales del bañado. El cabo se puso a dar de coscorrones a un chico que venía con una pértiga cargada de pescado. Riendo solo, Miguelí abandonó su escondite y cruzó el parque. Eludiendo el portón fue a salir por un agujero a la playa ferroviaria. Anduvo un rato entre vagones arrumbados y se echó a andar, caminando por la vía, con rumbo a Tuyú-cuá. El repique de las campanas de las Mercedes le hizo recordar que era domingo, y que hacía tres días que andaba prófugo, jugando a las escondidas con los pobrecitos vigilantes. Había vagado a sus anchas, sin preocuparse de nada. Pero ahora las campanas le recordaban a Dios. Pobre padre Lutin. Qué andará pensando de su mejor alumno, de la gran promesa, de la esperanza de la Patria. Nadie amaba a la patria como paí Cabará amaba a la suya: «¡La France!» decía, como sacándola del pecho. Cantaba la Marsellesa con la voz tan profunda que hasta su rostro feo se hacía hermoso con   —209→   las lágrimas. También don Jorge von Stauffemberg amaba a la Alemania y lloraba por ella, con la única diferencia de que Lutin-cabará sabía querer al Paraguay y a los hijos descalzos de un país pobre, mientras don Jorge los despreciaba. Por eso tal vez que Miguelí, andando por la vía, se iba dando cuenta de que él también quería a esa Francia remota, y al buen maestro al que, sin querer, había defraudado.

Decidió asistir a misa.

Igual que en la campaña, la misa de los barrios parece una fiesta. Traída por las campanas va llegando la gente con el alma limpia, formando corrillos, cruzándose saludos, guiños y sonrisitas, para entrar por fin las mujeres y los niños para hablar a un dios benévolo que a todos escucha y a nadie le hace caso porque, como decía el padre Lutin, es más sabio que ninguno. Afuera quedaban los varones comentando políticas y el partido de la tarde, hasta que algunos, a escondidas, entran para la Consagración. Miguelí se quedó en una puerta lateral que lo ponía a cubierto de miradas y le daba luz de escape. No rezó, no pidió nada. La infancia ya era un recuerdo. La vida convidaba a la pelea. Un alma que no era solamente suya, un alma antigua que conocía de mares sin riberas, de montañas colosales, de bosques interminables erizados de tigres y venablos, de llanuras sedientas con retumbos áridos de artillerías, se sentía liberada de la invisible telaraña que tambea al hombre en el mundo, que le impide galopear el horizonte en caballos de espuma. Tal vez alguna vez volviera raudo a prenderla de la cintura, montarla en ancas. Nombrarle las estrellas y las constelaciones reclinada en la montura. Y dejarla. Dejarla sabiéndola guardando una chispa rescatada del cielo, que alguna vez, cuando te tumben, seguirá galopando, galopando...

Sonaba la campanilla, Miguelí quedó parpadeando. Los fieles se arrodillaron. El sacerdote tenía la copa   —210→   en alto. Se había consumado el sacrificio. Miguelí salió a la calle tratando de rescatar al Espíritu que estuviera con él unos instantes.

Se encaminó al baldío de doña Leona, donde había sentado sus reales. Un derrumbe hacía de entrada, dando a un sendero transitado por la gente para cortar camino hacia la iglesia. Eran varias manzanas. Hacia un lado había ranchitos de «ocupantes» entre tal abundancia de aguacates, mangos, pindoes, nísperos, cocoteros, guayabos y mamones, que se pudrían en el suelo por no haber tanta gente para comerlos. La exuberancia llegaba al punto que el yvapurú cubría su tronco y ramajes de uvas negras de un sabor agridulce incomparable. Al otro lado, hacia donde se dirigió Miguelí, se alzaban grandes árboles y pasaba un arroyito lamiendo apenas con su aguada cristalina el lecho de arenas blancas. Abundaban en la Asunción parajes como éste, escondidos, secretos, con prestigio de poras. Tantos, que quedaban desiertos, concurridos tan sólo por alondras y zorzales que, a diferencia de los gorriones, no gustan del bullicio que corrompe sus cantos. Se desnudó. Cavó con las manos un pocito en el lecho del arroyo, puso piedras de brocal y esperó que el agua enturbiada volviera a serenarse. Bebió de bruces. Sacó un jabón que tenía escondido en el hueco de un tronco y se lavó a conciencia. Lavó también la ropa, la extendió al sol. Se sentó a esperar a que se secara, cavilando, una vez más, en el rumbo que tomaría. No convenía seguir así, dando vueltas y vueltas. La primera noche la había pasado en vela, transitando calles desiertas hasta acabar ayudando a los pescadores de la bahía. Allí le cayeron por primera vez los particú, a los que pudo eludir a duras penas, para ir a parar a este baldío que conocía desde otros tiempos. Aquí durmió todo el día. Por la tarde se fue a buscar el boliche de los carreteros. Aunque tenía mucho tino, no hubo forma de encontrarlo. Al anochecer había sido tal su desesperación que estuvo   —211→   a punto de entregarse. Se consoló yendo a mirar un partido de básquetbol, y amaneció tiritando en el atrio de la iglesia de San Roque, protector de los perros. Regresó al baldío para dormir. Hizo el extraño hallazgo de una pala escondida entre hojas secas. La tomó en préstamo para construirse una casita de ramas. La volvió a su lugar y salió a dar una vuelta. Nuevamente tuvo que correr. Pero, a la noche, no se animó a quedarse solo en paraje tan desierto donde aparecen palas de enterradores, y se fue a mirar el baile del Club Cerro Porteño donde hasta pudo haberse hecho de una novia si no hubiera perdido todo interés en las mujeres. La aventura del Parque Caballero le probaba una vez más que no podría acercarse a los lugares habitualmente concurridos por los muchachos, porque al punto aparecían los tajachíes como si la policía no tuviera otra cosa que hacer que tratar de atraparlo. Casi llegaba a confesarse que tal vez eso fuera lo mejor, después de todo. Aunque por cierto, tendrían que agarrarlo, porque él, desde luego, no iba a hacer el papelón de entregarse después de haber huido. Pedro el Aguatero se había mantenido oculto más de un mes, pero una cosa es llamarse Pedro a secas y otra, muy distinta, Miguel Domínguez Insaurralde. A Lucio Martínez Rojas, un compañero de colegio, lo prendieron a la semana, a pesar de que tuvo la audacia de caminar hasta Luque, tomar allí el tren a Villa Rica y llegarse a pedir conchabo en los obrajes de Fassardi.

-Es muy chico el Paraguay -concluyó Miguelí, levantándose a colgar su ropa de modo que se planchara al secarse-, voy a tener que pasar a la Argentina.

¿Por qué no lo había intentado antes? ¿Qué esperaba? Algo lo retenía, sin duda, ya que el río no era obstáculo para un nadador de sus quilates. Mientras limpiaba los zapatos con pasto seco y después le pasaba el cebo del jabón hasta dejarlos lustrosos, se preguntó, por primera vez, por qué se había fugado. El rubor le saltó a la cara, estremeció su cuerpo desnudo.   —212→   Olga no diría nada, nadie tuvo la culpa. ¿Pero cómo presentarse ante Mercedes? ¿Cómo hablar a Marcial, su buen amigo, sin que la traición se le marcara en la frente? Tendría, además, que explicar el motivo de la fuga. Había obrado sin pensar, sin tomar siquiera la precaución de llevarse una muda. Felizmente su dinero estaba en el bolsillo de la campera. Cuidándolo podría durar bastante. Él no era gastador. No era de esos chicuelos atolondrados que cuando tienen plata compran cuanto ven. Él prefería guardarla, prudente, como se guardan las balas, que nadie sabe en qué momento se van a precisar. Por eso estaba rico, con más de quinientos pesos en el bolsillo. O cinco guaraníes, como ahora se llamaban. ¡Ah, si por lo menos no hubiera perdido la costumbre de fumar y pudiera darse el lujo de comprar cigarrillos! Las campanas llamaban a la misa de diez. Más allá de los árboles se oía pasar la gente que cruzaba el baldío con la conciencia tranquila. Se fue quedando dormido.

Dios lo despertó. Al abrir los ojos vio a un mitaí flacucho, morenito, con cara de diablejo, juntando la ropa y los zapatos.

-¡Güepa, individuo! -gritó, pegando el salto para atrapar al ladrón.

Esquivado, aró con las narices, viéndolo correr como mono zafado, a saltitos, escabulléndose y tentando por los matorrales. Enfilaba hacia el camino el muy ladino. No alcanzó a cortarle el paso. Lo atrapó ya en pleno claro, oyendo a su alrededor gritos confusos. Duro, resbaladizo, no había por dónde agarrarlo. Metía la cabeza entre los hombros, rodaba como mulita sin soltar su botín. Para peor era pelado y vestía puros agujeros. Hasta que lo sujetó de un brazo. Iba a pegarle cuando sintió en la boca el dolor agudo de un moquete aplicado con el nudillo del dedo mayor. Dio un grito, y cuando quiso agarrarlo nuevamente, el pícaro le tapó el ojo de un escupitajo certero. El cachafaz huía gritando triunfos, llevando el zapato izquierdo.

  —213→  

-¡Huy, huy, huy! -clamaban voces femeninas.

-¡Está desnudo!

-¡Mirá mi le na!

-¡Jesús, María y José!

Miguelí se incorporó. Escandalizadas mujeres se tapaban los ojos con sus transparentes mantillas domingueras. Juntó la ropa y el zapato y escapó monte adentro azuzado por las risas. Llegó al arroyo llorando de rabia. Se lavó la cara con jabón. La boca le sangraba a chorros. El colmillo le dolía de una manera atroz. Por toda la mejilla se iba extendiendo el cosquilleo de la hinchazón. Con voz torcida declamaba todas las malas palabras que sabía. La ropa, arrastrada por el suelo, estaba a la miseria. Un siete en el pantalón. ¿Qué hacer? ¿Cómo andar con un solo zapato? ¡Qué canallada, suerte indigna! Lo único que le faltaba era andar por ahí descalzo y rotoso. El primer día había tenido la precaución de comprarse una hondita. Sufriendo, maldiciendo, montó guardia hasta que la ropa se secó. Le dolía la boca, la cabeza, se sentía afiebrado. Tiritando de frío, se vistió y fue a meterse en su madriguera. Se durmió profundamente, como para escapar de la desgracia. Alguien silbaba el pitogüé. Despacito, como en sordina. Asomó cauteloso. Era Toño el Lustre, que ahora lo estaba llamando por su nombre:

-¡Miguelí, soy yo nomás, salí tranquilo!

Salió. Se saludaron sin muchas cortesías, midiéndose con la mirada. Miguelí se sentó en un tronco caído y Toño sobre su cajón. Ofreció un cigarrillo, que fumaron a medias.

-Vine a traerte tu zapato -le dijo Toño, pasándole un paquete.

Miguelí abrió tamaños ojos. Toño rompió a reír.

-Anguyá-í29 es mi sobrino -explicó-. Vivo ahí nomás, en las casas del otro lado. Me había quedado   —214→   sin «líquido» y cuando vine a buscar más para seguir trabajando, lo encontré jugando al camión con tu zapato. Le había puesto rueda y todo. Claro, le pregunté.

-¿Cómo supiste que era el mío?

-Cada cual sabe su oficio -replicó Toño, con alguna suficiencia.

Hablaron de cualquier cosa. Ninguno hacía preguntas, ni alusiones. Por algo eran arrieros. Del mismo valle, encima. Ganó Toño, como era de esperar, Miguelí estaba ablandado.

-Me escapé -confesó.

-¿Dónde vas a dormir?

-Aquí nomás. Mañana voy a pasar a la Argentina.

Toño sacó de su cajón, de entre betunes y cepillos, tres galletas y un trozo de raspadura envuelto en chala.

-Voy a traerte una frazada -dijo, poniendo su presente sobre el tronco en que estaba sentado Miguelí- y un poquito de caña. Estás enfermo.

Al rato estuvo de regreso con un poncho haraposo, una latita con caña y unas cuantas mandiocas calientes liadas en un trapo.

-Me voy un rato al centro a trabajar los cines -dijo, como disculpándose-. Mañana he de volver.

Se echó al hombro la correa de su cajón, dudó un momento, y encargó de despedida.

-Hacé una cruz de palo en tu cabecera. Este lugar tiene pora. Te aviso nomás para que, si te salen, sepas lo que son y no te asustes.

Y se perdió en la obscuridad.




ArribaAbajo- V -

Miguelí se sentía demasiado mal para andar cuidándose de aparecidos. Sentado en el tronco, con el poncho en la espalda, tiritaba sin decidirse a comer aunque no había probado bocado desde los pastelitos   —215→   del Parque Caballero. Se hizo un buche de caña y tragó un poquito. Con cuidado exploró la herida con la lengua. Al parecer el diente no estaba roto pues había dejado de dolerle. El golpe fue sobre la raíz del colmillo, reventando el labio y hundiendo la encía. Claro, cuando agarró del brazo a Anguyá-í, éste se columpió lanzando todo el impulso en el nudo del dedo mayor clavándoselo en la cara como la punta de un ariete. Y todo para hacerse un camión con el zapato. Estas indagaciones acabaron por calmarlo. Se comió las mandiocas, chupó un trozo de raspadura. Volvió a hacerse buches, tragando con mayor audacia, hasta acabar con la latita de conservas que apenas contenía dos dedos de aguardiente en el fondo. El calor le tornó al cuerpo. Se deslizó a la madriguera, se tapó hasta la cabeza, sintiendo un bienestar que no había experimentado desde que se escapó. Tardó en dormirse porque había descansado todo el día. Más bien dormitaba, asomando de tanto en tanto de su poncho para ver a la luna blanqueando la entrada de su pagüiche.

Lo despabiló un ruido. Quedó quieto, aguardando, lamentando no haber seguido el consejo de Toño. No tuvo miedo sin embargo, no eran de poras los pasos cautelosos que se oían. Se puso los zapatos y se tendió de bruces, apoyado en los codos, listo para escapar atropellando si para con él era la cosa. A Miguel Domínguez Insaurralde, hijo y tataranieto de soldados, no lo iban a agarrar dormido.

-No hay nadie -susurraron-. Deciles que vengan.

Nuevamente el silencio. Llegaron varios hombres.

-¿Es aquí?

-Aquí nomás, mi Mayor. Por allá ha de andar la pala.

La luz de una linterna jugueteó entre los árboles, pasó rozando el refugio de Miguelí y fue a enfocarse en el yuyal donde había encontrado la herramienta.

  —216→  

-Aquí está. Me parece que la tocaron.

-¿Estás seguro?

-No sé.

-Entonces, rápido. No hay tiempo que perder.

La linterna se apagó. Eran civiles. Al que llamaban «mi Mayor» vino a pararse a pocos metros del escondite. Era un hombre más bien bajo, fornido. Vestía campera y estaba sin sombrero. La luna perfilaba un rostro de fuerte mandíbula. La pala empezó a cavar. ¿Qué buscarían? A lo mejor algún entierro. A Miguelí le dio un vuelco el corazón: tal vez pronto ante sus ojos iba a aparecer un cántaro repleto de libras esterlinas. La excitación hizo que se moviera.

-¿Qué fue eso? -preguntó el Mayor, volviéndose a alumbrar con la linterna. En la derecha empuñaba un revólver. La luz cayó directa sobre el refugio pero el hombre no vio nada-. Habrá sido algún bicho. ¡Apúrense les digo!

La voz le temblaba un poco. Miguelí lo reconoció. Era el mayor Quinteros, amigo de Marcial Fernández. Había estado presente en la reunión que acabara con el apresamiento del doctor. Varias veces habían ocupado a Miguelí hasta la casa del Mayor, llevando esquelas. Estaba retirado del ejército. Parecía un hombre duro, furioso de no hacer nada, de tener que vivir del trabajo de su mujer, que era modista. No había que ser detective para darse cuenta de que, si algo estaba buscando, sin duda no eran monedas. En efecto, ahora sacaban un largo atado de lona embreada. La linterna alumbró de nuevo. Eran fusiles.

-Están intactos, mi Mayor -dijo el de la pala-. Nomás hay que desengrasarlos.

-¡Macanudo! Líenlos de nuevo y saquen la ametralladora.

Los hombres se llevaron el atado y a poco se sintieron golpes de pala un poco más arriba del arroyo. Mucho tiempo después reaparecieron dos hombres a tapar el pozo y a borrar las huellas.

-¿Cuándo va a ser el baile?

-¡Chist! ¡Callate! Te pueden oír los árboles... Cuando sea ya lo sabremos.

-Yo, por las dudas, voy a encargar a la patrona que compre galleta -murmuró el primero.

-¿Te creés que son idiotas? Cuánta revolución se ha perdido por culpa de la provista. Tu mujer le dice a una amiga, la amiga a la otra, hasta llegar a la amiga del Presidente. Olvídate del asunto. Es lo mejor. Yo sé lo que te digo.

Miguelí pensó que, de haber sido descubierto, en este momento estarían tapando su cadáver. Ya no pudo dormir. ¿Con que esto era lo que esperaba Marcial, noche tras noche, velando en el balcón de su casa? Los gallos ya cantaban cuando Miguelí acabó de desistir de su viaje a la Argentina. Se mantendría oculto de alguna manera hasta que estallara la revuelta. Él también empuñaría el fusil, se cubriría de gloria en la batalla. Fantaseó hasta el amanecer. Se vio desfilando triunfalmente por la Avenida Colombia. Herido en el hospital. Muerto y llorado como se llora a los muertos por la Libertad. A Olga arreglándose para ser testigo de los momentos cruciales: agitando un pañuelo, vendándole las heridas, lanzando un puño de tierra con la mano crispada sobre la tumba abierta. Toño lo encontró rebosando salud, calentándose con un fueguito a la vera del arroyo.

Traía provisión de mandioca y una lata de mate cocido ya endulzado con miel, que calentaron en el fuego. Miguelí hablaba hasta por los codos, pero sin mencionar ni por si acaso las poras que le habían salido. Toño, en cambio, estaba triste, como abrumado por un peso.

-Estuve en tu barrio -interrumpió-. Dicen que le entraste en yacaré a la hija del doctor cuando dormía en la hamaca.

Miguelí se atragantó con un pedazo de mandioca y perdió el habla. Toño lo espiaba con el rabillo.

-La sirvienta los vio cuando se besaban. No hizo caso, creyendo que estaban jugando a los novios. Pero después, viéndola a Olga salir como atolondrada   —218→   preguntando por vos, y de saber que te habías escapado, entendió todo y le contó a doña Mercedes... Decime una cosa... ¿se dejó?

Un diablo indigno se apoderó de Miguelí. Estaba perdido. Sin embargo, pudo llevar la conversación a los términos más comprensibles para su amigo Toño.

-No es eso. Estaba dormida, y claro, se asustó.

Toño abrió los ojos, asombrado.

-¡Nde bárbaro! -exclamó-. Eso es muy peligroso... Yo no me hubiera animado...

-Depende... depende de tu calentura -replicó Miguelí, en tono de veterano pandillero, haciéndose el entendido en tales lances-. A veces te resulta, a veces te f alla... ¡y si uno no se juega, che compañero!

Toño dejó escapar una risita.

-Y claro, pues. Por ahí si se deja, ¡Dios nos guarde!

Rieron a carcajadas, arrimando las narices, con las bocas llenas de mandioca. Miguelí se sentía una cucaracha.

-La pokyrá le dijo a Ramón que la Olga llora todo el día, que está como desahuciada y te culpa de todo -soltó una risa cínica y continuó-. Eso ha de ser porque se asustó... si es cierto lo que me decís. Porque o si no, che compañero, qué pa se va a retobar tanto esa pendeja. A esa ya no le duele. Yo la he visto salir de la pensión de ña Eduvigis junto con Cacho Portela, y vos sabés muy bien que allí nadie se va para rezar novenas. ¡Hembra ha de ser pa ser fayuta!

Sintió en el pecho la puñalada. Pero la aguantó de firme, sin un pestañeo. Toño hablaba ahora de un modo extraño, como quien encoge las narices al destapar una olla inmunda, que el guaraní hacía más siniestro con sus acentos guturales.

-Así son los fifí, che compañero. Se ponen traje blanco, andan en auto, se empolvan hasta el trasero, ¿y al fin, qué son? ¡Mierda su porte! ¡Y encima le joden al proletariado!

Miguelí le tuvo miedo. Nunca hubiera imaginado que el práctico y servicial Toño Arzamendia pensara   —219→   tales cosas, que hubiera juntado tanta rabia lustrando botines en el bar del juzgado.

-Ahora el doctor ofrece mil pesos al que diga dónde estás o que te agarre. Todos los mitaí arruinado te andan buscando como perros. Te van a agarrar sin falta -lanzó un suspiro como para sacarse un gran peso de encima, y agregó-. Yo, en tu lugar, iba a entregarme, a dar la cara. Total, ¿qué hiciste? ¡Cosa de macho!

Miguelí aguantó las lágrimas.

-Si me agarran, paciencia. Pero yo no me voy a entregar aunque vengan todos juntos.

Era tal su resolución que Toño lo quedó mirando.

-Bueno -dijo al cabo, como tomando a su vez una decisión definitiva-. En el bañado hay uno mi tío. Voy a llevarte a su casa. Puede pasarte a Chaco-í en su canoa. Entrando para adentro podés ganar los indios, conchabarte en una estancia o pasar a Clorinda, si es tu gusto.

Miguelí estuvo conforme. Pero Toño enseguida trató de disuadirlo con toda suerte de argumentos, hablando con una agitación extraña en él.

-¿Qué te van a hacer si te entregás? A mí, por una cosa de ésas me matan a palos. A vos a lo mejor te retan, te pegan un poco y a la Olga esa le dan unas puntadas y sanseacabó. ¿Para qué vas a andar por ahí pasando hambre, huérfano y solo, sirviendo como peón, teniendo como tenés padres y estancia? Echarse al monte por gusto me parece un disparate.

Miguelí no contestó. Toño sacudió la cabeza.

-¡Qué tonto pa que sos! ¡Paciencia! Mil pesos es mucha plata... -se miró los pies como aturdido por la frase pronunciada sin querer.

Miguelí se levantó, ya sobraban las palabras. Toño escondió el poncho y las latas en el hueco de un tronco, y se echó a andar hacia el caminito. Recién Miguelí se daba cuenta que su amigo no llevaba su cajón. Era tan extraño verlo sin él que parecía lisiado. Caminaba torcido, portándolo invisible, metido en el alma. De tanto en tanto se volvía a mirar a   —220→   Miguelí, como asombrado de verlo todavía. Cuando ya iban a salir a la calle se detuvo a esperarlo y le pasó el brazo por los hombros. Miguelí se enterneció. Gran tipo este Toño Arzamendia. Un verdadero amigo, un compueblano, que se duele por uno, por la decisión que ha tomado, que aconseja abandonarla, pero que, en acto de respeto verdadero, ayuda a ponerla en práctica. Al salir a la vereda, veinte manos lo atraparon. Se defendió como fiera entre un diluvio de cintarazos, patadas y coscorrones, mordiendo, pegando, revolcándose, hasta que, maniatado, vio a Toño corriendo calle abajo, rumbo al río.

-¡Judas! -le gritó, con toda su alma-. ¡Judas, nde añamenby!