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Alfonso Sastre

Notas para una sonata en mi (menor)

Alfonso Sastre

El título con el que encabezo este artículo no deja de ser una broma o, mejor, un mero juego de palabras, pues no me anima al escribirlo propósito musical alguno. Más que nada conlleva un recuerdo de un colega, Enrique Jardiel Poncela, de quien fui amigo durante los últimos años y que proyectaba, según me dijo, escribir su autobiografía bajo el título «Sinfonía en mí»: título que ya entonces me pareció entre brillante y presuntuoso, pues nuestras vidas -esos ríos que van a dar a la mar que es el morir- no suelen presentar una estructura que dé para compararlas con la organización de una sinfonía. La vida humana tiene poco de música, por decirlo así, o bien: lo que pueda tener de música es una y otra vez interrumpido por intermitencias y arritmias, amén de no poco ruido: ¿una historia de ruido y de furor contada por un imbécil? Hombre, no: tampoco es eso, tampoco es eso.

Me parece que fue Foucault quien observó en alguno de sus escritos que algunas gentes, al contar su vida, tratan de organizarla y de presentarla como un conjunto lleno de, al menos, cierto sentido. No se tome lo que acabo de decir como una cita de Foucault porque mi recuerdo es vago y, desde luego, he empleado palabras mías para decirlo. En este caso, mi propósito me aparta de esa tentación, aunque nada más sea porque aquí no se trata más que de escribir unas líneas sobre mi vida y mi obra con un destino muy preciso.

Como hay que hacer las cosas de alguna manera, pienso si no será bueno dividir esta vida mía en lo que don Diego de Torres Villarroel llamó, cuando él trató de contar la suya, «trozos», los cuales eran períodos de diez años. Anda ya uno por el séptimo «trozo» cacho o tranco, que es la palabra con que vamos a quedarnos para este menester, por lo que tiene de graciosa, diabólica y cojuela; y ya es mucho decir, porque a lo más que suele llegar una vida humana es a ocho y medio. Sea como sea, voy a jugar a eso: a dividir en períodos de diez años mi ya transcurrida vida. Me anima a ello pensar que a los diez de mi nacimiento empezó la guerra civil, y eso marca mucho el comienzo de la cosa. La importancia de la década 1946-1956 en el recuerdo somero de mi vida me anima aún más a escribir estas páginas sobre este esquema de trancos; a trancos y barrancos. También la década anterior (1936-1946) es «toda una década» que tiene un cierto sentido; y no es que por esto que vengo diciendo vaya uno a caer en esa historia de las décadas -que si una será «prodigiosa», otra tal y otra cual-. Estamos, simplemente, jugando un poco a reconstruir de alguna manera un pasado incierto. Hagámoslo así. También podíamos hacerlo de cualquier otra forma.

Tranco primero (1926-1936)

Yo nací en la calle Ponciano de Madrid, que es una callecita que hay detrás de lo que fue la Universidad de San Bernardo, y muy próxima, por tanto, a la Plaza de España. Mis padres fueron Alfonso Sastre Moreno, natural de Lorca (Murcia) y Aurora Salvador Zarza, natural de Zafrón (Salamanca). Soy, pues, un producto madrileño de la emigración de gentes modestas, y hasta decididamente pobres, que buscaron una apertura para sus vidas en otra parte. Mi madre era hija de una familia de albañiles rurales que trabajaban en obras de construcción por aquellos pueblos y aquellas aldeas de Salamanca; y mi padre pertenecía a una familia lorquina en la que algunos jóvenes habían recibido el fuego de la inquietud literaria y artística. Mi padre fue actor y llegó a serlo de manera profesional en la compañía de Francisco Villaespesa, en la que hizo algunos papeles cuando era primer actor de aquella Compañía Ricardo Calvo. Mis tíos fueron periodistas: el tío Paco era también poeta. El tío Juan se llamó en el periodismo Juan del Sarto, y todavía recuerdo que cuando yo le manifestaba mi intención de dedicarme a la literatura y al teatro, él me planteaba como una condición previa que me buscara un buen seudónimo, puesto que nuestro apellido no era apropiado para llegar a ser alguien en ese mundo. Él se lo había traducido al italiano -Sarto- y a mí me proponía buscar por otras vías. Yo podría llamarme -me decía- algo así como Germán Fierovanti o Germán Rocatallada. Recuerdo estos nombres perfectamente porque me gustaron mucho, pero para mí no había tal problema y decidí firmar mis cosas con mis apellidos, y allá penas, allá cuidados.

Somos cuatro hermanos, de los cuales tres nacimos en aquella década: mis hermanas -Aurora y Anita- y yo. (Nuestro hermano Pepito nacería bastantes años después, con gran regocijo y amor de nuestra parte, y desde luego por la mía: aquel chavalillo, qué cosa tan grande allá, entre nosotros. Mucho lo quise entonces y nunca he dejado de quererlo.) Mis primeros recuerdos de calle, aunque sé que vivimos en algunas otras (me parece que una fue Gaztambide), se refieren a la de Ríos Rosas, en cuyo número 14 y después 16 (la finca cambió de número) viví no sólo los últimos años de esa década sino también muchos después. Pero como ahora nos referimos a los años anteriores a aquel en que comenzó la guerra civil, debo recordar que mis padres me llevaron a un Colegio Parroquial que funcionaba en las dependencias de la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles -situada en la calle Bravo Murillo, a dos pasos de la Glorieta de Cuatro Caminos- y que allí estudié, con un profesor a quien me parece que estoy viendo y que se llamaba don Gregorio, hasta mi examen de ingreso en el Bachillerato, episodio que se produjo en junio de 1936 y en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Ahí termina el primer tranco de esta vida mía. Ahí empieza -en julio de ese año, como todo el mundo sabe- la que se ha llamado y se sigue llamando «guerra de España».

Tranco segundo (1936-1946)

Se trata de una década literalmente espantosa, pues empieza con la guerra civil española y sólo acaba cuando la segunda guerra mundial llega a su fin. Eso, por hablar del marco en que se desarrollan nuestras miserables vidas durante ese período, pero hablando propiamente de éstas, y particularmente de la mía, puedo resumirla en unas cuantas palabras, que voy a decir a continuación.

Durante los primeros tres años de ese tranco, el cuadro madrileño en el que se mueve mi vida se caracteriza para mí por dos lamentables experiencias: la de la carencia de todo o casi todo, hasta el hambre y la miseria, y la del terror ante los bombardeos de la población civil por el ejército de Franco. En ese cuadro se desarrolla la vida de quienes nos vimos comprometidos en esa historia, y para mí resultó que mis padres, no sé por qué, eligieron como lugar para que cursara mis estudios una «academia» -así se llamaban los colegios privados en aquel tiempo- que estaba situada en un entresuelo de la calle de Sagasta, a la vera de la Glorieta de Bilbao, y que se llamaba «Evadla», tampoco sé por qué.

Las cosas son muy raras en la vida, pues lo que ha sido después la mía tiene mucho que ver con los compañeros que encontré en aquel lugar durante aquellos años, y la verdad es que ello pudo suceder de muy otra manera, y que yo no intervine para nada en que fuera así. Cierto es que ya cuando fui a aquel colegio, ¿a los once o los doce años?, mis lecturas de niño solitario y enfermizo me habían conducido por el sendero de la vocación literaria. Ganglios pulmonares y pleuresía, reposos obligados en la puerta de mi casa, en la calle de Ríos Rosas, forman parte del caldo de cultivo en el que surge esa temprana vocación. El intenso placer que me producían las lecturas de Salgari, Veme, Dickens o Dumas -¡oh aquellos tres mosqueteros, que eran extrañamente cuatro: Athos, Portos, Aramis y... d'Artagnan!- sin olvidar al Galdós del Dos de Mayo y el Lorca del Romancero Gitano, en las ediciones republicanas durante la guerra, forman parte esencial de mi vocación, reforzada en seguida, ya durante aquellos años, por la lectura de los Espectros de Ibsen y Vestir al desnudo de Pirandello. Tengo que recordar, para insistir en los aspectos azarosos de nuestra vida, que los Espectros de Ibsen estaban en un librito que encontré en la calle, como consecuencia de que un grupo de gentes de mi barrio asaltó un convento que había enfrente de mi casa (calle de Ríos Rosas, como antes decía, entre las de Bravo Murillo y Santa Engracia) y desparramó algunos libros por las aceras. A aquella barbarie debo yo parte esencial de mi vocación a la cultura.

Pero además, en aquel misterioso entresuelo académico, había unos extraños estudiantes que habían acudido allí por vías que yo soy incapaz de descifrar, y que se llamaban Alfonso Paso, Enrique Cerro y Carlos José Costas: gentes muy importantes en mi vida, porque todos nosotros éramos un tanto raros en nuestros comportamientos y en nuestras reacciones ante lo que sucedía a nuestro alrededor. Ya nos enfrentábamos con talante muy crítico y jocundo -aunque yo era más serio que otra cosa- a lo que nos sucedía ya lo que veíamos aunque no nos sucediera a nosotros mismos.

Acabada la guerra, seguimos yendo a aquel mismo colegio, de modo ya formal desde un punto de vista académico -o sea, matriculados para hacer nuestros exámenes en el Instituto-, hasta que yo tuve un incidente y me despedí de aquella «academia» y me marché a otro colegio del barrio, el «M. Pelayo», que estaba situado en la vecina calle de Jerónimo de la Quintana, al que mis amigos tuvieron la buena idea de seguirme, y al poco todos estábamos juntos y además con otro compañero que estaba en ese colegio (él sabrá qué vientos le habían llevado allá) y que se llamaba, y se llama, Medardo Fraile. Todo estaba preparado para que, al poco, después de algunas experiencias teatrales y parateatrales, Alfonso Paso nos trajera a un sobrino suyo que se llamaba José Gordón, y fundáramos, en un bar de la calle Alberto Aguilera que se llamaba «Arizona», lo que llamamos ya desde un principio «Arte Nuevo (Teatro de Vanguardia)». Todavía no sé muy bien hoy cómo pudo ocurrir una cosa tan extraordinaria, aunque sí sé que yo, durante la segunda guerra mundial, leía algunos periódicos que venían de la Francia ocupada, y que en uno de ellos leí un artículo que fue muy luminoso para mí: se titulaba «Laboratorios», trataba de los pequeños teatros de vanguardia en París, y su autor era Henri René de Lenormand, que pasaría a ser uno de mis maestros, junto a O'Neill y otros grandes escritores.

El carácter poco o nada «español» de aquellos comienzos es muy evidente y ésta fue una nota muy curiosa de aquel movimiento que surgió en Madrid, en el otoño de 1945, bajo el estrépito y el resplandor del estallido de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, tuvieron muy notable influencia en nosotros dos espectáculos a los que asistimos en el Teatro María Guerrero de Madrid, bajo la dirección de una persona muy sensible, superviviente hoy en la forma de un personaje más o menos esperpéntico: estoy hablando de Luis Escobar y de sus puestas en escena de Nuestra ciudad de Thornton Wilder, en la versión de Juan José Cadenas, y de La herida del tiempo de John Bonthon Priestley, versión que hizo el mismo Escobar de la obra de este autor titulada en su original Time and the Conways.

El año 1946 con el que termina este segundo tranco es, precisamente, el de la aparición del grupo «Arte Nuevo» en la escena española. La primera representación -y también las siguientes- se hizo en el Teatro Beatriz de Madrid, y ya para entonces nuestro grupo estaba formado por actores y actrices que estudiaban en el Conservatorio de Madrid, y nosotros como autores, bajo el magisterio propiamente teatral de nuestro querido Pepe Franco. El motor práctico del grupo fue desde el principio José Gordón Paso, hijo de una hermana de Alfonso.

Año muy importante en el que yo, antes de cumplir los veinte años, estrené mi primera obra, que escribí en colaboración con Medardo Fraile: Ha sonado la muerte.

En abril del mismo año estrenaría mi Uranio 235. El título ya dice mucho sobre mis angustias de aquellos años. La angustia, vivida muy en solitario, de alguien que se daba cuenta de que se había empezado... la «era atómica». Ese mismo año escribí Cargamento de sueños y poemas de amor al teatro ya mis compañeros y compañeras de Arte Nuevo.

Tranco tercero (1946-1956)

Como se ve, hago cabalgar las décadas una sobre otra, en el sentido de que tomo el último año de cada tranco como primero del siguiente. La imagen es así más dialéctica o menos cortante (como quiera decirse).

Empieza, pues, ésta -o acaba la anterior- con mis primeros estrenos en la línea de un teatro experimental imaginado en la libertad formal, en la preocupación existencial y metafísica -más bien diríamos escatológica, en el buen sentido de la palabra (es un decir)-, y en un horizonte de protesta estética ante y contra el teatro que se hacía entonces; y acaba (el tranco, digo) con mi primer procesamiento por el Tribunal de Orden Público, como resultado de una leve y lateral presencia que tuve en el movimiento estudiantil de febrero de 1956. Ya por entonces no estaba en la Universidad, pues había terminado mi carrera, a trancas y barrancas (aquí viene muy bien esta expresión), en Murcia, en cuya Universidad me vi abocado a matricularme por el hecho de que un profesor de Madrid, Gil Fagoaga (Psicología Experimental), se negó a admitir mi condición (sin embargo, legal) de estudiante libre.

Este tranco empieza nada menos que con el tránsito desde Arte Nuevo a «Teatro de Agitación Social (TAS)», ello sucede en el plazo breve -lo que indica la intensidad de mis vivencias- de aproximadamente tres años. También empieza aquí mi enfrentamiento con la censura al compás del descubrimiento paulatino de lo que realmente había sucedido durante la guerra española. No tuvo que pasar mucho tiempo para que yo -a pesar del falseamiento ideológico que se vivía en mi casa (mi madre pensaba de otra manera pero tenía poca voz ante la autoridad de mi padre)- me expresara en términos como éstos: «ha sido una guerra entre los ricos y los pobres, y la ganaron los ricos».

Década de esas que a veces se llaman «prodigiosas» fue ésta para mí, pues en ella suceden nada menos que:

  • El estreno de Escuadra hacia la muerte.
  • La invención de una revista literaria, bajo los auspicios de Antonio Rodríguez Moñino: Revista Española, que dirigíamos con no poca ligereza y bastante cachondeo Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio y yo.
  • El estreno de La mordaza.
  • La escritura de Ana Kleiber, La sangre de Dios, Muerte en el barrio y Guillermo Tell tiene los ojos tristes.
  • La boda -debidamente sacramentada en aquella Parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, en Cuatro Caminos- con Eva Forest.

Ya en 1956, el proceso a que antes me referí, y el exilio -becado por la UNESCO- en París, y el nacimiento en esta ciudad de Juan, nuestro primer hijo.

Este año 1956, en París, es también el de mi primer contacto con el Partido Comunista de España, en el que ya entonces estuve en un tris de ingresar. La intervención soviética en Budapest me hizo ponerme en una situación de pensármelo todavía un poco, si bien ya desde entonces mi actividad político-cultural se produjo en términos de relación muy estrecha con el Partido y sus gentes: grande y bella experiencia en lo que se refiere a mi relación con los camaradas de base, de los que recibí experiencias y relatos que formaron gran parte de la sustancia de lo que ya muchos años después, y siendo aún militante del Partido, pero por poco tiempo, se tituló El camarada oscuro.

Tranco cuarto (1956-1966)

Es ésta también una década importantísima para mí: nada menos que la de la liberación de un lenguaje que hasta entonces yo trataba de contener en las fronteras de la condensación y de la precisión económica, como si el lenguaje fuera un bien que había que ocultar en términos de, simplemente, transparencia: las palabras cumplirían su función siendo transparentes, haciendo visibles las cosas, ocultándose ellas mismas en su riqueza cotidiana y popular. Podría hablar, quizás, de rebelión de las palabras que reclaman su fuero y la notoriedad de su presencia como tales. No se trata, sin embargo, tan sólo de un problema de riqueza de un lenguaje que se me impone con su fuerza, sino que al mismo tiempo, y seguramente por las mismas o parecidas razones, las situaciones trágicas que venían siendo la materia de mi escritura empiezan a imponerme su riqueza y su complejidad. Si en el tranco anterior se había dado el tránsito de la metafísica existencial y de la estética al de la instalación activa (política) en el mundo sobre la base, claro está, de no abandonar -ni mucho menos- mis preocupaciones existenciales, metafísicas y estéticas, en este período se produce en mí la reconsideración de los postulados de lo que he llamado una «tragedia pura» y el tránsito a la escritura de un tipo de tragedias nuevo, al menos para mí: la tragedia que tiene en cuenta todos los caracteres -hasta los que puedan aparecer como grotescos- de la irrisoriedad del héroe trágico.

Ya ha nacido nuestro segundo hijo, Pablo, y ya está herido de muerte mi padre (por el cáncer), cuando convierto una petición de obra por parte de Amparo Soler Leal en la constitución de lo que se llamó «Grupo de Teatro Realista». ¡Grande, grande y bella experiencia durante la que la confrontación con el franquismo adquiere caracteres muy fuertes, con sus detenciones, ocupaciones del teatro por la policía y otras malas costumbres! Ese año, estreno Ana Kleiber -que ya se había estrenado en Atenas- en París, y en diciembre muere mi padre, cuya enfermedad ha sido uno de los más grandes dolores de mi vida.

He hablado, al principio de la reseña de esta década, de lo importante que fue para mí la transición hacia una liberación de mi lenguaje literario (ya que no propiamente escénico, campo en el que desde el principio empecé siendo ya libre, libre, libre), y de la concepción y la práctica de, quizás, un nuevo tipo de tragedia. Así es, y ello empieza a cristalizar en el hecho de que me pongo a escribir (en 1962) mi drama sobre Miguel Servet, que se llamaría con el tiempo de diversos modos pero particularmente de dos: M.S.V. y La sangre y la ceniza. Ese mismo año nace nada menos que mi hija Evita, la cual ingresa en la cárcel con su madre a los pocos días de haber visto o entrevisto las luces y las sombras de este mundo.

Cosas muy importantes también en esta década: nuestro documento contra las torturas a los mineros asturianos y mi ingreso, por fin, en el Partido Comunista de España.

En cuanto a la línea de la complejidad y de la libertad literaria, puedo recordar aquí que en 1963 escribí el libro de relatos Las noches lúgubres y en 1966 La taberna fantástica. Años difíciles, sin duda. Años también que uno puede recordar como se suele decir en los melodramas más pintorescos «con la cabeza muy alta».

Tranco quinto (1966-1976)

Esa escritura de La taberna fantástica en 1966 fue seguida, casi inmediatamente, de mi primer ingreso en la cárcel de Carabanchel: estancia en la Tercera Galería, muy breve pero interesante, como resultado de nuestras actividades de apoyo al movimiento universitario. En los años que se sucedieron, mi situación se hizo cada vez más difícil, es verdad. No puedo recordar con mucha alegría experiencias como el estreno en el Teatro de la Comedia de Madrid de mi obra Oficio de tinieblas, con el que reaparecí en el teatro profesional después de una ausencia de seis o siete años: era el castigo por nuestro Grupo de Teatro Realista (GTR) y nuestra decidida militancia comunista de aquellos años.

Lo que ahora estoy haciendo es una rememoración arbitraria e indocumentada que tendrá el valor, precisamente, de la espontaneidad en el recuerdo; y ahí está mi radicalización en cuanto a un rechazo definitivo de cualquier condicionamiento administrativo o mercantil-profesional para mi vida. Es por otro lado la atmósfera en la que se produce el mayo del 68: mi ilustración de ese momento está compartida entre la escritura de una obra decididamente subversiva (pero como si nada; el sistema podía decir tranquilamente: «ahí me las den todas») y el cumplimiento del encargo que me hizo Adolfo Marsillach de escribir una versión del Marat-Sade de Peter Weiss: un gran asunto, un gran espectáculo, que yo cuento entre las grandes emociones que el teatro me ha procurado en esta vida mía. La obra «decididamente sucesiva» fue Crónicas romanas, un doble homenaje: al Che Guevara -transfigurado en un guerrero lusitano que se llamó Viriato- ya la lucha del pueblo vietnamita, contada a través, más o menos, de la Numancia de Cervantes, ante el cual aproveché para quitarme la gorra una vez más.

¡Qué década también ésta, madre mía! En 1972 escribí una obra que quiero mucho -El camarada oscuro- y que es lo mínimo que se merecen como homenaje también (¿bascula, pues, mi escritura entre la crítica y el homenaje, entre la subversión y la admiración?) los camaradas sencillos y verdaderamente heroicos que militaron durante aquellos años en el Partido Comunista. Es así mismo en esta década cuando nuestro entusiasmo revolucionario nos conduce en el otoño de 1974 a la cárcel en condiciones -esta vez- de grave riesgo por lo menos para la vida de Eva Forest. Mis ocho meses y medio de cárcel en esos tiempos transcurren a caballo entre 1974 y 1975, y fueron el marco de nuevas, aunque no muchas, escrituras: desde la Balada de Carabanchel hasta Ahola no es de leil pasando -amén de algunos artículos- por un largo poema de endecasílabos que se titula Evangelio de Drácula: una de tantas cosas mías que nadie o casi nadie conoce. (Es esta línea del terror fantástico que aparece una y otra vez en mi obra poniendo acentos jocundos y a la par misteriosos en un corpus que algunos observadores se han empeñado en situar en otra parte. Yo comprendo que es una lata ponerse a leer lo que he escrito -yo mismo, desde luego, no lo haría- pero también es un caso de poca vergüenza situar mi literatura y mi teatro en los territorios de la militancia servil o de la hiperpolítica. Mentira podrida esa como podridos están quienes la mantienen, aunque lo más frecuente y generalizado, por lo que a mí se refiere, es, desde luego, el ninguneo a la mexicana.)

El final de esa década me sorprende viviendo en Burdeos. Desde finales de 1974 ya no pertenecía al Partido Comunista -me di de baja desde la cárcel, utilizando los buenos oficios de mi abogado y buen amigo Raúl Morodo- y allí, en Burdeos, acabé un libro de Crítica de la imaginación (1976). En la década que iba a empezar me esperaban nuevas y curiosas emociones.

Tranco sexto (1976-1986)

En febrero de 1977 -Eva Forest aún en la cárcel, Franco en su tumba y yo en mi exilio bordelés- tengo una nueva experiencia después de una huelga de hambre en la que participé con los compañeros vascos en la catedral de Bayona -huelga durante la cual Telesforo Monzón declaró, con la solemnidad propia del caso, mi nacionalidad vasca («tu doble nacionalidad», me dijo el gran Telesforo, en el frío catedralicio de la navidad y bajo la amenaza de la poli francesa)-, y esa experiencia que me faltaba es la de una brutal expulsión del territorio francés. Reingresado a España por este procedimiento, aparezco de nuevo en mi Madrid, en el que mis muchos amigos me hicieron un homenaje que no olvidaré. Pero también ocurría que nada de lo que estaba empezando -o continuando- en España presentaba condiciones para mí siempre renovado entusiasmo por un teatro nuevo al servicio de la revolución. Un manifiesto llamado TURS (Teatro Unitario para la Revolución Socialista) es mi última tentativa de hacer algo importante. Nadie estaba por esa labor en 1977: la reforma había paralizado todas las energías y la oscuridad del más apagado conformismo se estaba instalando en el viejo solar de nuestras luchas y de nuestras esperanzas.

Euskadi se presentaba como un islote en el que se asentaba la fuerza de un proyecto de radical transformación del Estado, y no hubo que pensarlo mucho -cuando Eva salió de la cárcel- para irnos a vivir en esa tierra hospitalaria. Es el período vasco, si así quiere decirse, que va a durar hasta mi muerte. No se trata ahora de ponerse patético o así, pero es la verdad, y la década vasca ya transcurrida se cuenta entre las más acertadas opciones de nuestra vida. (No he dicho que mi madre murió en marzo de 1977, cuando se instalaba una primavera -el 21 de marzo- de la que yo me sentí excluido, porque entre otras cosas me encontré con que en Italia me fue difícil entrar, y sólo lo conseguí por la solidaridad de mis amigos: «persona indeseable». ¿No era ya demasiado? Algún día quizás se cuente por alguien todo esto.)

Este tranco vasco ha sido, ciertamente, muy fecundo, y en esta hora de recapitular brevemente lo sucedido puedo referir que, viviendo ya en Euskadi y ante la gran belleza de la bahía de Txingudi yo me he permitido hacer algunas cosas como éstas:

Escribir y estrenar la Tragedia fantástica de la gitana Celestina y tan sólo escribir (porque nadie será capaz de estrenarla) Análisis espectral de un comando al servicio de la revolución proletaria, obra también desconocida y en la que consideré haber llegado al techo de mis posibilidades expresivas en el campo del drama.

Estrenar Ahola no es de leil por el grupo de Juan Margallo, que ya hizo mi Servet, arrostrando riesgos como el de la bomba que les estalló en el teatro la noche del estreno en Barcelona.

Escribir el libro Lumpen, marginación y jerigonça (1980).

Escribir y publicar una obra narrativa curiosa y también poquísimamente leída: El lugar del crimen (me parece que esto sucedió en 1981).

Escribir Los hombres y sus sombras, que es una de mis mejores tentativas y más ambiciosas empresas en la profundidad de nuestro tiempo. (Se ha publicado en Murcia. ¿Qué haría yo sin Murcia?, pienso a veces, y ya sé que la cosa va de mis amigos murcianos, como Mariano de Paco y César Oliva.)

Escribir El viaje infinito de Sancho Panza, que es una empresa también muy ambiciosa (1984).

Escribir -oh, Dios mío, ¿pero uno cómo tiene ánimos para tanta cosa?- Los últimos días de Emmanuel Kant contados por ETA Hoffmann.

Estrenar -diecinueve años después de su escritura, y por la convicción de amigos de Madrid que nunca me olvidaron- La taberna fantástica: mi primer éxito «grande» en el teatro español.

Esto último llega con Gerardo Malla, que apuesta con fuerza sobre ella, y con Rafael Álvarez (El Brujo). El tranco 1976-1986 termina -¿felizmente?- de esta manera. Los trancos o décadas parecen adquirir cierta fuerza como método de distinguir los períodos en los que uno tiene la tentación de dividir los cursos de la historia para mejor comprenderla.

Tranco séptimo (1986-1996)

Estamos, pues, viviendo en este tranco que espero no sea el último -¿quizás el penúltimo?- de mi vida. La década se abrió para mí, en cuanto a mi trabajo, con horizontes californianos: dos semestres (uno en 1987 y otro durante este año 1988 en que escribo estas notas) en la San Diego State University. Allí este año me las he apañado para escribir un par de textos: reincido en la narrativa con un libro de cuentos (Historias de nada) y en el drama con uno que he terminado allá: se trata de Revelaciones inesperadas sobre Moisés, obra en la que cuento el Éxodo bíblico -aquella alucinante travesía del desierto- a mi modo. Estos textos permanecen inéditos por ahora y sirven de pórtico a los proyectos en los que voy a trabajar a partir de ahora, y de los que ya excluyo mi viejo sueño de un teatro estable, como local desde el que contribuir -por medios artísticos, desde luego- al combate anticapitalista: por un teatro nuevo y, sobre todo, por una sociedad nueva. TAS, GTR y TURS son las siglas de este sueño, ya decididamente irrealizable.

Lo demás, lo que sí voy a hacer, es, aparte de las publicaciones de mis inéditos, escribir las siguientes obras:

Un drama que se titulará Demasiado tarde para Filoctetes, basado en Sófocles, aunque quizás sea un tema superior a mis talentos y posibilidades.

Un drama pensado, en principio, como un homenaje ambiguo a Lope de Aguirre: tema ya muy tratado pero que no por eso deja de ofrecérsenos como una tentación. Sería mi respuesta a la verbena del Quinto Centenario: mi obra contra el 92. Su título es lo único que tengo decidido hasta este momento: el drama se titulará, si llego a hacerlo, La masacre marañona. Es un título que se merece una obra, desde luego.

Una novela siempre anunciada y nunca escrita, cuyo título es Nekrópolis. Tengo mil notas para ella: una obra para el ambiente apocalíptico de un fin de milenio. Los muertos resucitan. ¿Qué está pasando aquí?

Los tomos no escritos de mi Crítica de la imaginación.

Ya sé que es demasiado, sobre todo cuanto todo este proyecto se piensa desde la marginación, en un mundo de editoriales y de teatros cerrados para mí, y sólo entreabiertos por la pequeña red de unos amigos que tampoco tienen muchas posibilidades para sus propios pasos en el mundo cultural.

Por fin, si la cosa viene bien, ya que no unas memorias, escribiría un libro cuyas señas serían las siguientes:

Título: Una historia menor: teatro y tiempo de Alfonso Sastre.

Autora: Arantxa Murumendi.

Traducción del euskara por: Koldo Yturriaga y Josefino López.

Fecha en que se supone escrito el libro: año 2025 (poco más o menos).

Algo así es lo que me imagino para los años que quedan de este tranco. ¿Demasiada tarea? ¿Demasiado tarde para Filoctetes?

Estoy escribiendo estas notas en Murcia durante el mes de noviembre de este año de 1988, y no puedo negar que esta arbitraria división de una vida en trancos (a lo Diego de Torres Villarroel, como empecé diciendo), comporta una cierta melancolía, porque desde una perspectiva así se ve muy claramente el fin de nuestra historia personal. Contando por días, la cosa resulta exultante en su abundancia, no sólo porque he vivido hasta ahora veintitantos mil, sino porque cada uno de estos trancos consta de tres mil seiscientos cincuenta días, que son muchos días, voto a tal.

A estas alturas, yo no sé lo que se espera de las notas que Francisco Caudet aguarda para su trabajo de dirección y coordinación de un monográfico que, por cierto, coincide con el tiempo con la preparación que hace la revista El Público de otro, también dedicado a mi vida y a mi obra. Doble atención que me produce un cierto desasosiego, porque, en verdad, en verdad, uno acaba un poco harto de sí mismo después de haberse soportado como ineludible compañía durante ya tanto tiempo. Sin embargo pienso que algunas reflexiones pueden acompañar esta somera recapitulación de mi vida.

Vayan estas reflexiones a modo de respuestas breves a un cuestionario que yo mismo me propongo, y que reza así:

¿Por qué escribe uno?

Escribe uno porque otros han escrito antes que nosotros, o, mejor dicho, uno no escribiría si antes no hubieran escrito otros y nosotros no hubiéramos tenido acceso a esas escrituras. Ésta es, desde luego, una condición necesaria pero no suficiente: en el otro factor andan juntos, y a veces como revueltos, ingredientes gen éticos y sociales: ocurre, pues, que a algunos niños nos ha gustado leer y que en nuestro medio había algunas posibilidades de acceso a esa literatura preexistente. Parece que lo que estoy diciendo ahora es demasiado obvio, pero no viene nada mal llamar la atención sobre el hecho de que uno aparece, como escritor, incurso en una tradición literaria, ante la que uno adopta posiciones que suelen empezar por la imitación de unos modelos, seguir por el rechazo de esos modelos y la pretensión de hacer algo por lo menos «nuevo», y sigue y termina por una actitud más o menos equilibrada ante la vida y ante la literatura y el teatro, en nuestro caso, por ejemplo.

¿Qué obras han iluminado mi vida e influido en ella y en mi obra?

La respuesta a esta pregunta no es sino una iluminación particularizada en mí y concretamente en lo que yo tengo de persona vinculada al teatro. Voy a escribir, sin más ni más, los títulos de las obras cuya lectura -digo lectura y no visualización salvo en pocos casos, como el de Thornton Wilder, Priestley y Beckett- contribuyeron a mi vocación por el teatro, y al reforzamiento de esa vocación. Aquí están los títulos que me vienen sin ningún esfuerzo a la memoria, y valga lo que valiere una lista compuesta de este modo tan espontáneo:

Espectros de Ibsen; Vestir al desnudo de Pirandello: Extraño intermedio de O'Neill; Los fracasados de Lenormand; La herida del tiempo de Priestley; Nuestra ciudad de Thomton Wilder (y su obrita Una larga cena de Navidad); Hinkeman de Toller; Muertos sin sepultura de Sartre; Esperando a Godot de Beckett; Marat-Sade de Peter Weiss. Sin olvidar otras dos maravillas para mí: la Numancia de Cervantes y el Woyzeck de Büchner. ¿Dice algo esta lista sobre lo que yo soy como autor? Sea como sea, no he tenido ningún inconveniente en publicarla aquí.

¿Cómo ha sido o en qué términos se ha desarrollado mi evolución ideológica?

No sé si hay alguien a quien pueda interesarle esto (en realidad, tengo muy serias dudas sobre que a alguien pueda interesarle todo lo demás que estoy escribiendo), pero vaya allá decir que yo fui un niño heredocatólico y enfermizo, soñador y extrañado de vivir en el mundo, que mi relación con la figura literario-sagrada de Jesucristo me movió al abandono de la Iglesia Católica, y que entonces me quedé desamparado en la idea de que las personas que yo amaba tenían que morir, y que al mismo tiempo los dolores y los sufrimientos de las gentes empezaron a resonar en mí de modo que se despertaba mi cólera «social» y hasta política, y ello me ponía en la vía del marxismo y del comunismo. Llegué a formar parte de este partido en los años todavía duros -en realidad, lo fueron hasta el final, sin que faltara la sangre de las ejecuciones prácticamente hasta el último momento- del franquismo, y hasta formé ocasionalmente parte del Comité Central de ese partido. Euskadi es para mí hoy uno de esos raros y valiosos islotes desde los que se avizora la llegada -que nosotros hemos de traer- de nuevos tiempos en los que el mensaje de la revolución vuelva a ocupar los dilatados territorios que ese magno proyecto merece y recuperará sin duda en el curso de los tiempos -¿o trancos?- venideros.

¿Cómo ha sido o en qué términos se ha desarrollado mi evolución estética?

Así podría decirlo, simplificando mucho este proceso:

  1. Una posición simbolista, expresionista, surrealista (por citar algunos de sus ingredientes) es la estética de base en mis primeras obritas experimentales.
  2. «Regreso al realismo»: así definí la posición en que me situé para formar el Teatro de Agitación Social y mis primeras obras de mayor formato: Prólogo patético, El cubo de la basura, Escuadra hacia la muerte, El pan de todos.

El realismo sería el método de una empresa abocada a instaurar un teatro de carácter trágico en España: los postulados de la tragedia formaban parte ya entonces de una estrategia contra el optimismo oficial y el falseamiento -la ocultación, en fin, de la realidad miserable y sangrienta en que vivíamos- de la vida. Mi forma de intentarlo fue lo que después denominé «tragedias puras», para distinguirlas...

...Para distinguirlas de las tragedias «complejas», con las que, ya en los años sesenta, hago una tentativa de salvar el proyecto de una tragedia española mediante la incorporación de elementos aproximadores a la vida nuestra de cada día. Héroes humanos y precarios, malhablantes e irrisorios, vienen a llamar la atención de los espectadores sobre la tragedia humana, tratando de extraerla de los abismos nihilistas del esperpento.

¿Pero por qué este empecinamiento? ¿Por qué esta apuesta o este desafío? ¿Qué defensa es ésta, a fin de cuentas, de un género, y además por parte de alguien que cabalga entre ellos lo mejor que puede y sin aceptar la sacralización de tales fetiches? (Así puedo desafiar yo mismo a alguien a que me diga si mi libro Lumpen es una obra de investigación o una novela, por ejemplo).

Pero sí tiene sentido, creo yo, una defensa actual de la tragedia como empresa teatral, y lo tenía cuando me lo planteé y lo planteaba en años ya lejanos. Se trata de que el teatro y la literatura sean una respuesta a la trivialización y no una contribución a la banalidad. También de que con el teatro intentemos hacer algo contra la entropía: por la reclamación de una superior dignidad para el fenómeno humano. La tragedia es hoy también un islote de entropía negativa en el mar de la confusión y de la disolución de la realidad en el conformismo y en la mierda.

Esa mierda que tiene hoy una forma de sopa y que se conoce con el nombre hortera de posmodernidad. Sobre esto habría algo más que hablar, pero no tanto porque ya empieza a ser una antigualla, con lo que se cumple mi fácil vaticinio en unos artículos que publiqué hace unos años en el diario El País.

El hecho es que, en verdad, hay historia y la historia continúa, a pesar de los funcionarios de su defunción. Cierto que no es la historia de los historicistas, contra los cuales siempre he sentido el deseo de decirles, sobre todo cuando se me han presentado con las vestiduras del marxismo: «Eso sí que no: hay historia pero no tanta». Determinadas estructuras -producidas, sin duda, en el curso de la historia se nos imponen con caracteres de gran permanencia, casi de perennidad: entre ellas -pues hablamos ahora de teatro- la del drama tal como la describió Aristóteles en su Poética.

Cómo es esta tragedia que vengo proponiéndome

Para decir las cosas claras, yo me propongo escribir tragedias pero no necesariamente, porque se me ocurren temas no trágicos y que me parecen dignos de la mayor y mejor atención. Cuando he escrito mis temas del terror fantástico creo que ha quedado claro el carácter no rígido-programático-dogmático de esta empresa estética y social que es la tragedia: rara avis en las tierras de las Españas, por cierto.

Tengo un ejemplo muy claro de este carácter abierto de mi propuesta en la índole de mis últimas obras escritas: Los últimos días de Emmanuel Kant contados por ETA Hoftmann y las Revelaciones inesperadas sobre Moisés a propósito de algunos aspectos de su vida privada. Yo estoy seguro de que estas obras no son tragedias propiamente dichas aunque traten de tristes destinos y muertes y catástrofes, y, en verdad, no siento gran preocupación por ello: preocupación que podría tener una formulación como ésta: ¿Dices que habría que hacer tragedias y tú no las haces?

Me hago yo mismo esta pregunta porque me interesa sobremanera decir que yo nunca he afirmado que haya que hacer esto o lo otro, sino que he manifestado mis propósitos sobre las tareas que me han parecido más convenientes para el teatro y para nuestra vida; y es cierto que me ha parecido conveniente que hubiera un teatro realista y que hubiera un teatro trágico. Pero éste no es ni siquiera un programa rígido para mí: y no tengo ni he tenido jamás inconvenientes en realizar obras laterales a mis principales propósitos.

Acabo de decir que estas últimas obras mías, aún inéditas, no me parecen tragedias, lo cual es seguramente discutible porque tratan de grandes dolores y sufrimientos; pero es que yo considero que no toda o cualquier obra que trate de sufrimientos humanos y de horrores y desgracias, por graves que sean, es una tragedia. Muchos esperpentos de Valle-Inclán tratan de espantos y sufrimientos y no son tragedias, sin que ello quiera decir nada, naturalmente, en contra de la entidad poética de estas obras. Para decirlo claro: Esperando a Godot es una obra absolutamente maravillosa -que ya es decir, puesto que nada es absolutamente maravilloso, pero extremo mi planteamiento para subrayar mi gran admiración para esa obra (y para las demás) de Samuel Beckett- pero no es una tragedia, ni falta que le hace, por supuesto.

Hacer tragedias es instalarse en un nivel en el que a la sensibilidad por los sufrimientos humanos y hasta por la absurdidad en que parece desenvolverse -¡y se desenvuelve, qué coño, se desenvuelve!- nuestra existencia, se une una conciencia (que a lo peor es falsa) de la posibilidad de enfrentarse con esa situación que es aniquilante al menos aquí y ahora: para estos personajes y en este momento en que actúan y padecen en su situación.

Este tipo de planteamientos dicen mucho sobre las situaciones límites (o ultimidades, como a mí me gusta decir) de nuestra vida: una situación cerrada en el sentido de que no tiene vuelta de hoja: el horizonte de nuestra existencia personal es ese grandísimo horror y esa asquerosidad que es la muerte. Hablar de situaciones cerradas es hablar de nuestra vida, y la literatura y el teatro tratan (por lo menos también) de esto, y punto. Intentamos hacer tragedia porque reclamamos la legitimidad de hablar de este destino, de un modo -y ese es nuestro caso, y por eso escribimos tragedias- no meramente agónico: protestando de la muerte, combatiendo a la muerte: muriendo con un grito de horror que encierra nuestra protesta: una protesta por la que emergemos -aunque nada más que sea para morir de otro modo- de la mierda que es la sepultura del sinsentido.

Eso por hablar del plano existencial: de las situaciones límites o, como acabo de decir, ultimidades. Pero queda nada menos que todo lo demás: el campo de la práctica social: el mundo de las luchas por la revolución de las sociedades humanas con el objetivo de que algún día la muerte sea tan sólo el destino último de nuestras vidas individuales y no una experiencia cotidiana en el mundo de la opresión social.

De eso va la cosa y la verdad es que me importa un pito que los funcionarios de la gente guapa se sonrían ante páginas como éstas.

Digamos, por fin, que una parte de mis obras son tragedias, y que estoy muy contento de ello, y procuraré insistir en esa línea (de la tragedia que llamo «compleja»). Cuando de una obra se puede decir, en el intento de definirla (lo cual no es decididamente necesario, desde luego), que es una tragedia, habrán de darse, creo yo, las siguientes notas o propiedades: una situación dolorosa y cerrada; una negación heroica de esa situación; una destrucción del héroe que trata de romper ese marco de la desgracia (héroe que a veces es un individuo, a veces un grupo, a veces un pueblo).

La nota particular de mis tragedias complejas reside en la irrisoriedad del héroe -individual o colectivo- que asume la tarea de la (o su) liberación.

La nota diferencial en relación con la tragicomedia y el esperpento reside en cierta grandeza: en la existencia de una voluntad de liberación o felicidad o, al menos, de negación de la legitimidad de la opresión. En esta confrontación el héroe suele morir y a veces de muy mala manera; pero el hecho de una muerte en el desenlace no acredita la entidad trágica de esa historia. Una muerte accidental es, digamos, una desgracia y si el accidente afecta a muchas personas estaremos ante una catástrofe, y hasta, si empleamos el habla cotidiana, podemos exclamar que son tragedias y hasta grandes tragedias. Pero nosotros tratamos de acuñar un término válido para el lenguaje propio de la teoría estética. (Hablando de esto, se me ocurre contar un chiste que se decía entre nosotros, comunistas, durante el franquismo. Se trataba de establecer la diferencia que hubiera entre una catástrofe y una desgracia, y se ponían unos ejemplos para ello, así: si una anciana es atropellada por un automóvil y muere, estamos ante una desgracia pero no se puede decir que sea una catástrofe. Si un avión en el que viaja la dirección del Partido Comunista sufre un accidente y muere todo el Comité Central, estamos ciertamente ante una catástrofe, pero no se puede decir que sea una desgracia.)

Estas últimas obras mías a las que me he referido son dramas difícilmente definibles, de manera que llamarlas dramas es lo mejor que se me ocurre, aunque también creo que mi Moisés puede ser definido como una tragicomedia. Esa difícil «definibilidad» en términos de una teoría literaria no dice nada a su favor ni en su contra, como el hecho de que fueran definibles como tragedias según los criterios que hemos ido diseñando en los últimos años no las pondría, ipso facto, por encima de otras obras, ya fueran éstas cómicas o tragicómicas o grotescas o esperpénticas o qué sé yo qué.

El criterio aristotélico según el cual una tragedia es una cosa que en la escena produce horror y piedad abarca tanto que resulta poco definitorio. Descontextualizado -así, por las buenas-, nos pondría en la línea de considerar como obras propiamente trágicas grandes tragicomedias, grotescos y esperpentos; y no me parece mal siempre que se diga que ese es el criterio que se pone en juego. Con un criterio tan amplio, sí creo que mi Kant o mi Moisés podrían ser estimadas en el plano de lo trágico, a pesar de la falta de una voluntad contra la muerte (en mi Kant) y de una cierta grandeza (en mi Moisés).

Todo esto puede sonar a discurso ocioso desde esa perspectiva según la cual las obras dramáticas se pueden dividir en «buenas» y en «malas», y eso sería todo; pero uno se permite pensar sobre lo que hace -además de hacerlo- y para entenderlo trata de colocarlo en relación con otros objetos análogos o semejantes. También uno considera bien que si le cuentan que hubo un teatro en Grecia, la información no se reduzca a que nos manifiesten que se hicieron obras buenas y malas. Hay más información en decir que una parte de aquel teatro tuvo un determinado carácter (trágico) y otra su propia y característica condición (la comedia).

Yo estoy contra el fetichismo de los géneros pero a favor del pensamiento de la realidad en términos lo más precisos que sea posible en cada momento. Vivimos momentos en que, por miedo a los dogmatismos, se apartan muchas gentes no ya de los dogmas sino del pensamiento. «Pensamiento débil» se dice con un aire entre voluble y satisfecho. «Debilidad mental», replicaría uno mostrando así su radical insatisfacción ante este recostarse -con aires de gran liberalidad y apertura- en la entropía, que es uno de los nombres de la muerte.

Por lo demás, quienes no somos completamente cretinos nos encontramos mal en la ignorancia y deseamos saber... por lo menos lo que estamos haciendo. Tadeusz Kantor -ante quien también me quito la gorra: no cité antes Wielopole, Wielopole, por ser una experiencia más reciente y de menor incidencia en mi obra- habla de lo que hace como de un «teatro de la muerte», y está muy bien esa definición. Lo que me parece mal es encogerse de hombros ante las cosas y los hechos.

Para terminar estas notas

Después del éxito que obtuvo La taberna fantástica, todo ha seguido de la misma manera que antes para mí. ¿Está uno realmente marginado? Me temo que sí, aunque no me encuentro en ese mundo de paranoia y narcisismo que es tan corriente entre quienes nos dedicamos a las (más o menos bellas) artes.

Cuando Francisco Caudet tituló su libro-entrevista conmigo Crónica de una marginación, confieso que todavía me pareció un tanto enfático el título; y mis reservas se basan en el hecho de que este mundo de la escritura -teatral o no- es un planeta de marginados sociales, en el cual el sistema mercantil de la cultura encuentra y elige algunos materiales para su negocio, y al que le toca bien le va, al menos durante el período de la comercialización de su obra. Lo normal es la marginación. La mayoría de nosotros, escritores, estamos marginados... de las zonas en las que respira y actúa el poder político y cultural.

Escribo esto en una circunstancia en la que, precisamente, parece manifestarse una conciencia de atención a lo que ha venido significando y siendo mi obra. Pero ello, por muy satisfactorio que sea, para mí, no comporta un mentís a esta idea de mi real marginación (con un gran componente de automarginación, y no lo niego) en el campo de la cultura española.

El otro día tuve bastante tiempo como para estar un largo rato en una de las excelentes librerías que hay aquí, en Murcia; y parecerá una banalidad pero tuve allí la revelación -palabra demasiado mayestática, ya lo sé- de mi real marginación en el mundo del libro. Nada por aquí, nada por allá. Me di cuenta de que ningún título mío estaba en colecciones milenarias o poco menos como la Austral o los Libros de Bolsillo de Alianza Editorial. Tampoco en colecciones que editan particularmente teatro: creo que Plaza y Janés, y Fundamentos Espiral y Escena... ¿Será verdad, me pregunté?

No sé lo que sucederá en lo que resta de este tranco: esperemos, por lo menos, un buen pasar y el cumplimiento de mis proyectos de escritura, y la edición y/o representación de algunos de los materiales que acierten a salir de mi trabajo.

A modo de coda o añadidura a una sonata que no lo fue

Llamé Sonata en mi (menor), abusando notoriamente de la terminología musical, a una especie de recuento de mi vida que escribí en el otoño de 1988. El próximo otoño habrán pasado, pues, tres años de aquel recuento; pero como no pienso hacer nada que merezca la pena desde aquí hasta entonces (trabajar malamente en mi eterna novela Nekrópolis, como siempre), ya puedo escribir ahora este añadido válido para los tres años posteriores a aquel recuento; y lo hago porque creo que por estas fechas Anthropos va a cerrar su monográfico.

Desembocó aquel 1988 en (naturalmente) un 1989, en el que escribí (y eso no es tan natural) un drama titulado Demasiado tarde para Filoctetes. Su publicación fue acompañada de suficientes notas y comentarios como para que ahora no sea necesario insistir en el significado de tal obra. ¿Era también demasiado tarde para mí? No lo escribí con esa idea, ni siquiera con ese barrunto, pero cierto aire empieza a respirarse cuando, el año siguiente (1990) escribí con el título ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? lo que decidí que fuera mi última obra para el teatro. También en la edición de Ulalume queda todo muy explicadito y bien. A estas ediciones de Argitelextea Hiru remito al curioso lector.

Aire póstumo he dicho y me río diciéndolo, pero es la verdad: una verdad paradójica -como muchas verdades- que se revela durante unos meses excelentes de reconocimiento de mi obra con estrenos importantes en el Centro Dramático Nacional y por otros grupos y compañías. En el artículo que he publicado el 19 de marzo pasado en El Mundo digo algo al respecto, bajo el irónico título de Un manifiesto teatral. También remito allí al lector en el caso de que, una vez leído lo precedente, no haya perdido su envidiable curiosidad.

No me puedo quejar porque he llegado a lo máximo: he tocado el techo de las posibilidades de un escritor en el cuadro del teatro español de hoy. Sólo que ese máximo está, para mis proyectos, muy por debajo de lo que yo considero un mínimo. Vivimos los escritores de teatro por debajo del mínimo deseable. Los directores de hoy se están dedicando a Lorca y Valle-Inclán. Van retrasados en relación con la literatura dramática. Nosotros estamos escribiendo para un teatro futuro.

Hondarribia, 31 de marzo de 1991.

Post scriptum

en el que se cuenta lo que me ha pasado o quizás he hecho después de lo que hice o quizás me pasó desde que terminé el breve relato autobiográfico que titulé Sonata en mi (menor), cuyo parecido con una sonata sería, desde luego, mera coincidencia.

Escribo en octubre de 1996. El pasado mes de febrero acabó en realidad, con mi cumpleaños, el tranco séptimo de esta historia. Estoy viviendo, en fin, el primer año de mi tranco octavo, si es que insisto en compartimentar así la materia de mi vida. Dentro de menos de tres meses acabará, como si nada, el año en el que se han cumplido los cincuenta de mi primer estreno en el grupo «Arte Nuevo». Hago ahora una especie de «puesta al día» de esta información autobiográfica, destinada a la edición que se prepara para diciembre con otros varios materiales literarios y gráficos.

No escribí -ni ya pienso hacerlo- el drama sobre Lope de Aguirre que iba a titular La masacre marañona, a pesar de que me parece un título precioso. Era un proyecto circunstancial motivado por el fastidio que me producían las galas del Quinto Centenario. También he renunciado a aquella especie de ficción de una historia de mi vida escrita en forma de investigación universitaria.

Acabé sin embargo, efectivamente, como ya quedó dicho en nota posterior a la primitiva redacción de esta Sonata, el proyecto anunciado del drama sobre Filoctetes, y también el otro de una obra narrativa, Necrópolis, como diré en su momento, cronológicamente hablando. Algo he avanzado, pero no mucho, en el trabajo sobre la imaginación.

Por años, desde el 89, voy a reconstruir los últimos del tranco que terminó en febrero pasado y los meses transcurridos de éste. Aquel año 1989 lo fue de viajes, como una gira de conferencias por Alemania y otra en los Estados Unidos, donde se estrenó una traducción de La cornada (en Siracusa), de muy buena calidad. Entonces visitamos la casita en la que vivió Edgar Allan Poe en el Bronx, en busca de alguna sugerencia para mi drama sobre la muerte del escritor, que ya andaba pensando/imaginando, y anduvimos por el estado de Nueva York pero también dimos un salto a Nueva Orleans, Clemson (Carolina del Sur), y otros lugares. Recuerdo, por ejemplo, sendas conferencias en las universidades de Cornell (Nueva York) y Tulane (Louisiana). Este año fue también el del comienzo de la publicación de todas mis obras en la Editorial Hiru.

Nos aguardaban fuertes experiencias inesperadas y hasta difícilmente imaginables: 1990 es el año de la caída del muro de Berlín y, claro, de la destrucción de la RDA. Era el principio del fin del sistema socialista realmente existente. Yo comparé lo que estaba sucediendo a la caída de la casa Usher, y lo consideré, por raro que parezca, una buena noticia en cuanto que son buenas noticias las evidencias de la realidad y malas noticias las mentiras; y lo era -una gran mentira con la que éramos engañados- que había verdaderamente un gran proceso socialista en marcha. Ese gran proceso tendrá que ponerse en marcha algún día, desde luego, sobre la base de las trágicas experiencias vividas durante este intento de «asalto al cielo» que fue el arranque de la gran revolución de Octubre. Por lo demás, yo escribí mi obra sobre Poe, estrené mi obra sobre Kant (en el CDN, Teatro María Guerrero de Madrid), y viajamos a Inglaterra ya Escocia. (En la edición de la obra sobre Poe declararía solemnemente mi intención de no escribir más para el teatro español, al que mandé a hacer puñetas, con éstas o parecidas palabras).

1991 es un año domésticamente importante: nos cambiamos de casa en Hondarribia. Teatralmente, se estrena (César Oliva) mi Celestina en Lorca. Literariamente, terminé de escribir -¡por fin!- Necrópolis.

En 1992 desaparece -se disuelve como un azucarillo- la URSS. Me prohíben la entrada en los EE. UU. cuando iba a dar un curso en California (¡Soy un hombre invisable!, declaro con dudoso humor). Sufro -no como una consecuencia de tal disgusto, desde luego- una seria intervención quirúrgica en el corazón. ¿Y en el teatro? El estreno de El viaje infinito de Sancho Panza para la exposición de Sevilla, y un viaje a Berlín donde asisto a una lectura dialogada, por grandes actores alemanes, de una de mis obras preferidas, que ya he citado: Demasiado tarde para Filoctetes, en el Deutsches Theater.

Año 1993: me instalo nuevamente en un quirófano. Esta vez me extraen la vesícula biliar, pero hay también alegrías como un homenaje en El Cairo y otro en Agüimes, y -carape- el Premio Nacional de Literatura. Y no me olvido de que hago una gira de poemas y canciones con el «Taller Canario de Canción» (Rogelio Botanz y sus amigos) por Tenerife, con recalada en Gran Canaria (Agüimes, en la ocasión del gentil homenaje referido).

(Este es también un año muy triste para mí literariamente hablando: el de la publicación de la obra narrativa Necrópolis, un fruto de tantos años y de tanto entusiasmo, que cayó como si nada en un ambiente opaco para mí. Es el gran fracaso de una vida en la que he tenido muchos. También salió muy mal -plagada de erratas- pero se podía leer a pesar de todo. Algo parecido había ocurrido ya con otra obra narrativa, El lugar del crimen, pero en aquella obra no había depositado tantas complacencias y tantas esperanzas. Es, en fin, este desprecio a Necrópolis una afilada espina que llevo clavaíta -como dice la copla- en el corazón).

En 1994 me empleo en una nueva experiencia: escribir una comedia, y lo hago. Se titula Lluvia de ángeles sobre París, con lo que me sitúo sin quererlo en una moda -angeológica- que ignoraba. Pero ni por ésas (de la moda): la comedia tampoco se estrena, y al poco se publicará en Hiru, donde hasta ahora duerme el sueño de los justos. Después de todo no es más que «una sinfonía tonta»; así que no vamos a protestar por su ausencia en esos espacios de estulticia que son en general los escenarios españoles.

Por cierto que cuando estaba escribiendo mi comedia, sentí un nuevo estropicio en el corazón, y no se me ocurrió otra cosa que pedir un aplazamiento para mi nueva visita -esta vez más complicada- al quirófano. Me fastidiaba morirme sin haberla acabado. Lo hice. Durante la operación las pasé canutas (sin enterarme), y al poco (con una nueva válvula aórtica y un pontaje coronario de añadidura), hacíamos viajes a Bogotá, Nueva York, Washington y Florencia (que ahora recuerde), para celebrar mi convalecencia trabajando. También fui a Alicante, donde se celebró (en la Muestra de Teatro) el estreno de ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? (la obra sobre Poe a que antes me he referido).

Hablando de quirófanos: este año me operaron también, para completar el currículum, de una catarata en el ojo izquierdo.

El año 1995 es el de la escritura de otra comedia (¿me habré cambiado de género?), Los dioses y los cuernos, sobre Anfitrión de Plauto/Molière. Desde luego me parece que no he cumplido aquella promesa que me hice de no escribir más para el teatro, pues lo estoy haciendo y de qué manera. Nunca digas de este agua no beberé, etcétera, etcétera. En algunas partes hago reflexiones sobre esta infidelidad y la explico.

Vamos a Egipto, donde se representa Ulalume por nuestra gente del grupo Eolo, y donde me encuentro con la gran sorpresa de una compañía egipcia que está haciendo Escuadra hacia la muerte. Asistimos a una representación en una ciudad industrial al norte de El Cairo, y quedo encantado con la experiencia.

En Irún me animan con una exposición en la que se recogen fotos, carteles, manuscritos, y documentos varios sobre los cincuenta años de mis bodas (?) con el teatro que están a punto de cumplirse. En Avilés se estrena Los dioses y los cuernos, que en seguida se hará en la Muestra de Alicante, que este año me ha señalado como el autor en quien depositar sus complacencias. También allí se hace una exposición, en el Teatro Principal, y la Ministra de Cultura nos acompaña con su gentileza habitual.

Pero, ah, siempre tengo, últimamente, un «capítulo de quirófanos», y esta vez es una hernia a nivel del epigastrio o algo así.

Entramos por fin en el 96, año en el que estoy escribiendo estas notas. Película de algunos hechos: En Donostia, el centro Koldo Mitxelena, recuerda la efeméride llevando allí la exposición de Irún, que luego ha de viajar a Leganés (Madrid), y pasado mañana será abierta aquí, en Hondarribia.

Bueno, no quiero darme mucha importancia pero este año me han concedido un premio en Italia (el Premio Feronia), y con ese motivo hemos viajado a Roma y a Cosenza (Calabria) en un ambiente de cálida amistad. ¡Eso ha estado muy bien! Pero además, incumpliendo a modo mi ya repetidamente incumplida promesa, estoy escribiendo una gran trilogía de obras policíacas. El título general será Los crímenes extraños. Las dos primeras obras ya están escritas (durante este año), y se titulan ¡Han matado a Prokopius! y Crimen al otro lado del espejo. La tercera, en la que ya estoy, se titulará El asesinato de la luna llena. Y pare usted de contar. (No crean que este año me ha fallado el capítulo de quirófanos, pues tengo preparado, para antes de que termine, una cosa de catarata en el ojo derecho, más que nada por coquetería porque la verdad es que me apaño muy bien con estos ojos que, como dicen, se ha de comer la tierra).

Esto es lo que ha dado de sí el tranco séptimo de mi vida y los primeros meses del octavo. Ciertamente, ni en este tramo ni en los otros he tenido mucho tiempo para aburrirme. Por lo demás, el aburrimiento es una pasión desconocida para mí, sinceramente hablando.

No terminaré este post scriptum sin cometer la insolencia de adelantar todos mis proyectos de escritura para el próximo tranco (es un plan ambicioso):

El drama y sus lenguajes

Las dialécticas de lo imaginario

Filosofía e imaginación

Cuentos de las 21 noches

Acerca del Niño Jesús

Y ahora sí que por fin paro de contar.

Alfonso Sastre

Hondarribia, 12 de octubre 1996 (1)

Y además una posdata

Se ve muy bien que, a pesar de ciertas coincidencias con acontecimientos importantes, para la Historia y para mi historia, en los años acabados en 6, esta división en trancos no deja de ser convencional y didáctica -como la famosa y perniciosa teoría de las generaciones y otras supersticiones como la decimal de la que muchas veces he hablado ahora que se habla con ridículo énfasis del fin de un siglo y, nada menos, de un milenio-, y yo mismo me doy cuenta de que esta organización en trancos de diez años no es más que una manera de dividir en capítulos una historia. Se habrá advertido que los años fronterizos en esta convención se montan unos sobre los otros y que, como queda dicho, estoy viviendo desde el 20 de febrero el octavo tranco de mi vida que terminaría, pero es mucho pedir, en febrero del año 2006. ¡Ahí es nada!

¿Cómo lo hizo don Diego de Torres Villarroel? De la siguiente manera, en seis «trozos». Del primero dice: «Sucesos hasta los primeros diez años de su vida, que es el primer trozo de su vulgarísima historia. Del segundo «trozo»: «Empieza desde los diez años hasta los veinte». Del tercero: «Empieza desde los veinte años, poco más o menos, hasta los treinta, sobre meses menos o más». Del cuarto: «Que empieza desde los treinta años hasta los cuarenta poco más o menos». Del quinto: «Empieza desde los cuarenta hasta los cincuenta años (...)». Del sexto no indica nada especial en el epígrafe, y la incluye en su libro a modo de Apéndice, con aportación de datos y documentos que dan una imagen de cómo fueron y qué problemas tuvo que afrontar en los últimos años, que habían empezado en el de 1693 y terminaron en el de 1770, durante el octavo trozo o tranco -en el que yo ahora me encuentro- de su ajetreada existencia.

«Poco más o menos» en grupos de diez años, como dijo don Diego, he agrupado yo los míos. Ya en la línea de terminar esta nota, voy a reproducir las acepciones de la palabra tranco según un viejo diccionario (no tengo la edición reciente) de la Real Academia Española: «paso largo; salto que se da abriendo mucho las piernas. (Como «umbral»): inferior o escalón, por la común de piedra y contrapuesto al dintel, en la «puerta o entrada de una casa». (Como «tala» en Murcia y Albacete): Juego de muchachos.

«Y como es El Diablo Cojuelo -escribió don Luis Vélez de Guevara-, no los reparto (los episodios de la novela) en capítulos sino en trancos», pues el tal diablo cojeaba y tenía que apoyarse en muletas desde los antiguos tiempos de la famosa caída de los ángeles, en la que, habiendo caído el primero (cuenta el diablillo), todos los demás le cayeron encima y así la estropearon de las piernas. También yo, pues, no diablo (al menos, que yo sepa) ni cojo, pero sí muchas veces caído y muchas veces levantado y caminante siempre a trancas y barrancas o a trancos y barrancos, como ya dije al principio si no recuerdo mal, he repartido en trozos-trancos la materia de mi vida pública, con lo que termino diciendo que no he tratado en este breve relato de las vicisitudes de mi vida interior ni las anécdotas de mi vida privada.

Por lo demás, al final no hay otra cosa que la muerte y, como escribió en su libro Vélez de Guevara, no sé si citando un proverbio popular o sacando la frase de sus propias experiencia e imaginación, «camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento».

Vale, en fin, o sea, salud, y aquí dejo el lugar y la fecha de esta posdata:

Hondarribia, 5 de noviembre de 1996.

(Estas notas -salvo el post scriptum, naturalmente, y la posdata- se publicaron por primera vez en el número monográfico que la revista Anthropos dedicó a Alfonso Sastre, en 1991. Luego fueron recogidas por Mariano de Paco en su edición de materiales teóricos sobre este autor, que publicó la Universidad de Murcia en 1993).

(1) Lo del ojo quedó para febrero, pero la trilogía policíaca sí la he terminado hace unos días; y ya estoy trabajando en el libro El drama y sus lenguajes. Adiós.

(Diciembre, 1996)

Tranco octavo (1996-2006)

Escribo este «tranco octavo» en noviembre de 2006, cuando está a punto de concluir su período (1996-2006) con el viaje que vamos hacer a fin de este mes a Cuba para conmemorar el 80 cumpleaños de Fidel Castro (popularmente puede decirse, pues, que somos de la misma quinta), cuya enfermedad ha suscitado durante los últimos meses algunas serias inquietudes y reflexiones.

En general puede decirse de este tranco que durante su transcurso se ha enriquecido notablemente el volumen -otra cosa es la calidad; espero que también- de mi obra, que dio a luz, al empezar el período, una trilogía dramática de carácter policíaco, que me puse a escribir en junio de 1996 con las primeras páginas del drama ¡Han matado a Prokopius!, que acabaría en agosto, y cuyo estreno se anuncia, por fin, ahora, para enero de 2007 en Donostia, casi diez años después. En este mismo 1996 (marzo) mi obra en general fue objeto del Premio Internacional (italiano) Feronia, que mucho agradecí. En junio lo recibí con mucho agrado en Roma.

En abril había dado una conferencia en el Aula Castelao de Pontevedra, de aspecto muy modesto, sobre El drama y sus lenguajes, pero que había de traer mucha cola, porque generó lo que con el tiempo llegó a ser un libro muy voluminoso, portador del mismo título.

En diciembre de aquel mismo año (1996) terminé la trilogía policíaca, y el mismo mes participé en un animado coloquio en la SGAE de Madrid, organizado por la Asociación Colegial de Escritores, es decir, Andrés Sorel, que es el taumaturgo de este milagro que es la tal Asociación y su excelente revista La República de la Letras.

Llegó enero de 1997 y, así como quien no quiere la cosa, se fundó una Asociación de la que yo iba a ser nada menos que el titular: ASKE, o sea: «Alfonso Sastre Kultur Elkartea», pero que también se puede pensar como una referencia -que a mí me place sobremanera- a la libertad. En aquellos primeros «askencuentros», que todavía no se llamaban así, participaron como invitados, entre otros, Ricard Salvat, José Monleón y José Ángel Ascunce.

Era febrero cuando «empecé a continuar» mi conferencia de Pontevedra, o sea, a escribir los siete libros de que consta El drama y sus lenguajes. Había empezado a dispararse una caudalosa obra teórica, que me apartó por unos años de trabajar con destino al teatro. La trilogía que he mencionado, cuyos segundo y tercer drama se titulan Crimen al otro lado del espejo y El asesinato de la luna llena, podrían pensarse como el final de mis intentos teatrales, aunque en agosto hice aún un pequeño drama que hoy aún permanece inédito, Alfonso Sastre se suicida.

En mayo, Justo Alonso intentó la hazaña de producir ¡Han matado a Prokopius! en España, pero no hubo nada que hacer, ya contaré algún día cómo y por qué.

El año siguiente, 1998, fue cuando, el 15 de julio, cerraron el diario Egin y la radio Egin Irratia. No sé cómo fue, pero al día siguiente apareció un nuevo diario que se llamaba Euskadi Información, en el que tuve el honor de figurar como director. Este diario duró hasta que apareció Gara.

¡Ahora me llega un recuerdo clamoroso! El 7 de agosto se estrenó en Schaffhausen (Suiza), en alemán dialectal, mi Guillermo Tell tiene los ojos tristes, que es uno de los más bellos espectáculos a que me ha sido dado asistir en mi vida. Se hizo en una fábrica abandonada, con cincuenta actores no profesionales y un actor ilustre en el papel del héroe, Mathias Grädinger.

La puesta en escena fue de Gian Gianotti, y se conmemoraba un aniversario de la Constitución Helvética. Fue ma-ra-vi-llo-so.

En octubre, TVE en su canal 2 tuvo la gentileza de dedicarme una larga entrevista, que rodamos en casa y en parte en el pueblo de Hondarribia, en su programa La aventura del saber. La entrevista terminaba leyendo yo mi «elegía de urgencia» a José Bergamín en el cementerio, ante su tumba.

1999 es para mí, en el aspecto literario, sobre todo, la fecha en que terminé (en septiembre) el séptimo y último libro de El drama y sus lenguajes. Una obra, al menos, muy voluminosa, que algún día pienso leer; y sin duda aprenderé cosas en ella: cosas que supe mientras la escribía en aquella fusión intelectual, pero que luego he olvidado; y acaso no las he sabido ciertamente nunca.

En el mismo mes de septiembre, sin pausa alguna, mi furia teórica me llevó a empezar ya las Dialécticas de lo imaginario, que había de ser el segundo libro de otra trilogía: mi trabajo -también «magno» en este sentido de gran volumen- sobre la estructura y funciones de la imaginación.

Los «Askencuentros» de aquel año, celebrados en el Kolde Mitxelena como siempre, versaron sobre «la ilusión cómica», es decir, sobre la comicidad, y la verdad es que lo pasamos muy bien y nos reímos mucho, con Juan José Alonso Millán y otros invitados, a la par que yo, tan terne («perseverante, obstinado», según el DRAE) como siempre, tramaba la idea de escribir un gran libro sobre el tema. Yo había leído mucho teatro cómico y había reído también en el teatro, y además fui amigo de Enrique Jardiel Poncela, y además había leído a Bergson y a otros investigadores de la risa, y ya tenía también la experiencia de «hacer reír» a los públicos o, al menos, de contribuir a ello («tragedias complejas»), y todo eso me permitía abordar el tema con ciertas garantías de acierto o, al menos, de no escribir una banalidad o una tontería.

A finales de mayo del año 2000, acabé ya las Dialécticas de lo imaginario y, presa de la misma furia que me había hecho empezar aquellas «dialécticas», comencé, sin encomendarme a Dios ni al Diablo, el Ensayo general sobre lo cómico en el teatro y en la vida.

Ahora recuerdo que aquel agosto del 2000 participé como actor y escritor de mi papel en un homenaje que se hizo a Lluis Companys en el puente de Irún donde había sido entregado por los nazis a los franquistas. Quien había sido Presidente de Cataluña fue después fusilado, es decir, asesinado en España. Recuerdo una bella puesta en escena sobre el puente, bajo un viento evocador. Hay videos de aquel acontecimiento que lo confirman.

¿Tendré que decir que no pasó el mes de noviembre (el día 18) sin que hubiera terminado el Ensayo general sobre lo cómico, y que dos días después -no curado de la misma furia que he dicho- empecé esa obra «transgenérica» que es Limbus o los títulos de la nada? (En mi jerga crítica, se trata de una «ensayela» de la misma familia que Lumpen, marginación y jerigonça).

Pasemos al año 2001, en el que continuó este extraño tiempo de la furia, durante el que quizás trataba de vengarme del silencio al que se veía sometida -¿por qué, ¿por quién?- mi obra dramática. El 23 de enero terminé Limbus y empecé (¡aquel mismo día!) el tercer libro sobre lo imaginario: Imaginación, retórica y utopía.

No todo es escribir, y cuatro días después teníamos, Eva y yo, el placer de asistir en Roma al estreno de una «ópera de vanguardia» de Fausto Racci, titulada Contro, sobre textos míos, de contenido anti-imperialista. Fue en el Teatro de Documenti, construido sobre ruinas antiguas bajo las ideas y la inspiración de Luciano Damiani y Luca Ronconi.

Más viajes (en esta curiosa «sonata» recordatoria sólo voy rememorando algunos) fueron: el 23 de marzo asistimos en México D. F. a una puesta en escena de Escuadra hacia la muerte, muy buena, y fui objeto de un simpático homenaje adelantado sobre el cincuentenario (que sería dos años después) del estreno en Madrid de esta obra. De regreso, desembarcamos en la Isla Terceira (Azores), donde asistimos a una representación, en lengua portuguesa, de Quico Cadaval, de Jenofa Juncal, la roja gitana del Monte Jaizkibel. Más tarde, en septiembre, volveríamos a territorio portugués (Funchal, Islas Madeira), para reunirnos con nuestro viejo amigo Luis Francisco Rebello, al que se le rindió -le rendimos, con nuestros amigos portuguesas- un debido homenaje.

En 2002 (enero-febrero) escribí, animado por César de Vicente, que se acordaba de lo que significó en su tiempo mi crítica a la sedicente izquierda intelectual española, expresada en el libro La revolución y la crítica de la cultura, el librito Los intelectuales y la utopía. Así mismo pude terminar el que había comenzado el año anterior, Imaginación, retórica y utopía, que hoy continúa inédito, y del 12 al 20 de octubre estuve por fin -con Eva, que ya había viajado antes y que ha publicado un libro muy lúcido sobre aquel país- en Iraq, que vivía sorprendentemente tranquilo, laborioso y no militarizado, bajo la amenaza de la gran agresión que había de llegar y producirse -a pesar de todas las protestas populares- como uno de los grandes crímenes de la Humanidad, en cuyo horror vivimos aún hoy, cada día que pasa, junto a los de Palestina, Afganistán y otros lugares malheridos por el Imperialismo.

En 2003 escribí precisamente un texto proponiendo algunas acciones contra la amenaza imperialista a Iraq; y, publicado por La República de las Letras, contribuyó a que en el mundo del teatro se realizara una fuerte protesta (durante la entrega de unos Premios) contra la agresión programada por el gobierno de los EE. UU. y sus cómplices, cuando ya esta agresión era inminente y, como se vio, inevitable.

En este año, leí una conferencia en el Aula Castelao de Filosofía de Pontevedra (Los intelectuales y la práctica, abril). El libro que luego titulé La batalla de los intelectuales o Nuevo Discurso de las Armas y las Letras es una pequeña colección de trabajos que incluye Los intelectuales y la utopía, Los intelectuales y la práctica, y algunos artículos de prensa (Hiru, Hondarribia 2003). Fue un año en el que también escribí, como prolongación de una conferencia en León, el libro, así mismo inédito en el momento en que preparo estas líneas, que titularé en su día Grandes paradojas del teatro actual. También fue en este año (agosto-septiembre) mi Manifiesto contra el pensamiento débil, y, en fin, la SGAE me distinguió con el Premio Max de Honor (creo que así se denomina), que me fue entregado en Vigo gentilmente, en un ambiente de gran fraternidad y, para mí, de incontenible alegría, sobre todo ante las protestas que tal decisión de mis colegas había promovido en la ultraderecha española.

En el otoño estuvimos en Cuba, donde Eva volvió, ahora conmigo, a los lugares en que vivió y compuso su gran libro Los nuevos cubanos (desdichadamente aún también inédito). Entonces fuimos objeto de grandes muestras de fraternidad y reconocimiento. Personalmente quiero destacar la emoción con que recibí la Medalla Haydée Santamaría en los locales de la Casa de las Américas.

Los «Askencuentros» de aquel año versaron sobre El regreso de los intelectuales a la realidad, ya en la línea de las nuevas esperanzas de las que hoy nos alimentamos a la vista de grandes acontecimientos, cuya inspiración cubana es notoria, tales como la revolución bolivariana, de la que es alma el presidente Hugo Chaves Frías, y el «despertar indígena» en Bolivia, del que es un rostro muy visible y querido el del hoy también Presidente Evo Morales.

En 2004, hicimos ciertamente muchas cosas viajando por la Península: reuniones y conferencias, conciertos con Rogelio Botanz, los askencuentros de noviembre -que aquel año versaron sobre el tema «Alternativas populares a los mass-media»- y, en seguida, en el mismo mes, volamos a Caracas para participar en un «Encuentro Mundial en defensa de la Humanidad», con saltos a otros lugares del país: Estado Vargas, Ciudad Bolívar... También en esas fechas aparecieron mis versos completos en Hiru, bajo el título Obra Lírica y Doméstica.

En 2005, abril, marchamos a México D. F. para participar en el Tribunal Benito Juárez sobre los crímenes del Imperialismo Estadounidense contra Cuba, bajo la presidencia de François Houtart, siendo vicepresidente James Cockcroft, y teniendo a nuestro lado a «jueces» como Hebe Bonafini. De allí pasamos a La Habana, donde celebramos -Plaza de la Revolución- el 1 de mayo, y el 2 participamos en la conmemoración del 60 aniversario de la derrota militar del fascismo en la Segunda Guerra Mundial.

A la vuelta, di -por no decir «pronuncié», que es lo que suele decirse- una conferencia en la Tribuna Ciudadana de Oviedo sobre Las jergas y sus paradojas. Luego, saltamos a Euskadi para dar otro concierto con Rogelio Botanz -cuyo CD Rogelio Botanz canta a Alfonso Sastre empezaba a difundirse con cierto éxito-, y nuevo viaje a Madrid, donde el día 26 (estamos todavía en mayo) me vi de nuevo, esta vez para recibir el «Premio Quijote» de la Asociación Colegial de Escritores.

En junio, fue el Seminario sobre mi obra en Tenerife (seis conferencias, a cargo de especialistas del teatro y de la universidad), con una exposición de carteles y, entre otras cosas, un nuevo concierto con Botanz, la presentación de un libro de Hiru, y el estreno, el día 30 de una magnífica versión de Guillermo Tell tiene los ojos tristes, por alumnos muy dotados de la Escuela de Actores.

En julio, nuevo viaje a Caracas, donde participaríamos en el llamado «Foro Internacional de Filosofía de Venezuela», y asistimos a una especie de «nuevo talante» intelectual frente a los grandes problemas, pero también ante las nuevas esperanzas cuyos focos de movilización se hallan en América Latina.

En agosto, sufrí una crisis en mi salud y me ingresaron el día 23 en el Hospital Donostia. Se me diagnóstico un bloqueo eléctrico del aparato circulatorio. Presentaba 30 pulsaciones y fibrilación auricular. El Dr. Telleria me implantó felizmente un marcapasos, y el día 29 me dio de alta.

Durante los siguientes meses hice tareas más o menos rutinarias, y en la primera semana de noviembre se me ocurrió la gran idea de resucitarme como autor teatral, empezando la escritura de un tema que había abandonado por considerarlo de muy difícil acceso a mis limitados talentos. Así es que lo había almacenado en el desván de los «títulos de la Nada» de que había dado cuenta en el libro Limbus. En ese mes hicimos unos «askencuentros» de gran alcance bajo un título que Xabi Puerta aportó con entusiasmo: ¡Buenos días, Utopía!

ASKE se ha situado decididamente en la línea de las redes de intelectuales, originadas en América Latina, que se declaran «en defensa de la Humanidad», y de hecho ya estamos siendo una especie de «capítulo vasco» de este movimiento. En estas jornadas nos acompañaron Vicente Romano, Carlos Fernández Liria, José María Ripalda y Ricardo Alarcón de Quesada, que es Presidente de la Asamblea del Poder Popular en Cuba, y de quien Hiru ha publicado un notabilísimo libro sobre la democracia. De su formación cultural, sensibilidad revolucionaria y talento político Cuba tiene mucho que esperar todavía; Cuba y nosotros.

Durante una nueva estancia en Tenerife, en diciembre, caí enfermo, y Eva y yo tuvimos que cancelar nuestros compromisos -Eva llevaba los proyectos y las realidades de Hiru, y yo uno de nuestros conciertos con Rogelio Botanz, anunciado para el día 16-, y regresamos con urgencia a Hondarribia. Ya en casa tuve una breve pérdida de conciencia el siguiente domingo (día 18) y una ambulancia me trasladó al Hospital Comarcal, donde determinaron la gravedad de mi estado (cierta infección bacteriana -¡un «estafilococo áureo»-, qué nombrecito!, y ello en un organismo, el mío, en el que funciona desde 1992 una prótesis cardíaca), y quedé inmediatamente hospitalizado. Aquella Navidad la pasamos allí; y en aquella atmósfera doliente, amorosamente acompañado por mi familia y mis más íntimos amigos pasé del año 2005 al año 2006, y estuve hasta el 28 de enero, en que fui dado de alta, curado de la infección pero afectado por un episodio desafortunado en la administración de un coagulante, que me provocó una lesión grave en un nervio de la rodilla izquierda, que me obliga desde entonces a caminar lentamente y con un bastón. Es con esta figura como llegué a cumplir en febrero mis ochenta años.

Salí del Hospital incapaz de andar sin ayudas y sometido a sesiones diarias de rehabilitación, para lo que era llevado en una ambulancia al Hospital. Subir una escalera era para mí un sueño o, más bien, una pesadilla, y salir solo a la calle un disparate imposible. He de reconocer que me encontré muy abatido e incapaz incluso de leer un periódico.

Sin embargo, aquel vago proyecto de «resurrección» del autor de teatro que, mal que bien, hay en mí, y que me había dispuesto a cumplir en noviembre de 2005 con el comienzo de Los caballos blancos de Rosmersholm, como ya he reseñado, renació en mi ánimo, y el 25 de marzo me puse a continuar la escritura de aquel drama, del que había llegado a escribir dos cuadros, con tan buena fortuna que el día 20 de mayo terminé la primera versión. Cinco días después hice todas las correcciones que consideré convenientes, y dejé el texto listo, al menos para la imprenta. (Ya está publicado por Hiru).

La vida exterior recomenzó en mayo, animado por Rogelio Botanz, e hicimos un concierto en Barakaldo, que nos salió muy bien. Estaba de nuevo en la vida, y al poco ya viajábamos a Londres, donde se hizo una lectura dramatizada por actores ingleses de ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás?, con buena fortuna, en unos eventos de teatro español actual promovidos por Caos Editorial y su inteligente promotor Plácido Rodríguez. Mis colegas en estos acontecimientos fueron Sergi Belbel y José Ramón Fernández. Resultaron unos días muy placenteros, agradables, y pudimos además descansar en un hotel de Greenvich. Todo iba de nuevo bien.

Resumiré lo que ha pasado en este año de 1996 en el menor número de palabras posibles. Del 6 al 12 de julio participamos en el «II Foro Internacional de Filosofía de Venezuela». El 15 del mismo mes me otorgaron el Premio Victoria Eugenia en el Teatro Principal de Donostia.

El 22 se pasó en TVE 1 el estreno de Escuadra hacia la muerte, en puesta en escena de Raúl Hernández Garrido. (Tres años antes se había hecho en la Televisión Cubana una excelente versión de Quiqui Álvarez, que a mí me gusta más; pero tampoco estoy de acuerdo con quienes consideran que ésta de TVE es una mala traición al texto; «Escuadra hacia el fracaso», titulaba su crítica Ferrán Monegal en El Periódico de Cataluña. Es de recordar que el triunfo de esta obra está hecho de graves vicisitudes desde el momento de su estreno e inmediata prohibición en 1953. Para mí, la nota más desfavorable en este tratamiento es la deficiente y a veces decididamente mala dicción de algunos de los actores).

Saltemos a octubre, que es «el mes pasado», vista la cosa desde este noviembre en el que escribo. Fuimos a Roma y nos expresamos, una vez más, con otros muchos e ilustres colegas, «en defensa de la Humanidad».

El día 20 se abrió el Salón (anual) del Libro de Teatro en el Círculo de Bellas Artes, bajo la experta dirección del Presidente de la AAT, nuestro admirado colega Jesús Campos. En el acto de apertura se presentó mi Teatro Escogido en dos volúmenes. Son catorce obras; una selección, muy acertada, de Javier Villán, que es el autor de un arriesgado prólogo que mucho le agradezco; como a los prologuistas de las obras, todos muy cariñosos, sus trabajos que he leído con deleite y agradecimiento. Esa misma noche se hizo, por actores del CDN, una bella lectura dramatizada de Ahola no es de leil.

El día 25, después de muchos encuentros y algunas entrevistas, di una conferencia sobre mi obra en la Asociación Colegial de Escritores, que ahora está preparando un número monográfico de la revista sobre mi obra. Me parece que todo esto es demasiao (sic); sobre todo, acostumbrado como estoy a lo que he llamado alguna vez «el dulce encanto de la marginación». Por ahora lo que he de desear, sobre todo, es que la salud, recién recobrada, no me abandone de nuevo. Mientras tanto, en las últimas semanas, trabajo en un libro teórico que se titulará Pirandello no tiene la culpa, y cuando lo acabe me pondré a escribir mi nueva obra para el teatro, que, curiosamente, ¡son dos! Ambas son variantes del tema de la inspección policíaca en una obra de Ibsen. Los títulos de éstas serán seguramente Disturbio en el Teatro Nacional y Los misterios de Henrik Ibsen.

Me he extendido mucho en la redacción de este tranco pero la verdad es que había mucha tela de cortar y que yo -«oh, autor, sastre y sin ventura», como el de Agustín de Rojas, que trataba de hacer un traje a la luna y le tomaba las medidas en un cuarto que nunca correspondía al de la fecha en la que lo entregaba, y de ahí sus fracasos en el oficio-, me veo y me deseo a la hora de recortar los tejidos con los que trabajo.

Alfonso Sastre
Hondarribia, sábado 11 de noviembre de 2006.

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