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Antonio López Torres. Su lugar en el arte del siglo XX

Antonio Rodríguez Huéscar





Señores consejeros del Instituto de Estudios Manchegos; señoras y señores:

Quiero agradecer, ante todo, las amables palabras de mi presentador, el eminente historiador y director de este Instituto, don Manuel Espadas Burgos. Mi gratitud también a todos los señores consejeros que me honraron con su elección y que me deparan hoy esta cordial acogida. Mi agradecimiento igualmente al insigne artista, profesor y director del Departamento de Pintura de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Madrid, don Manuel López Villaseñor, que ha aceptado gentilmente encargarse de la contestación a mi discurso. Y, en fin, quiero expresar mi satisfacción profunda al ingresar en esta benemérita Corporación mediante el acto, para mí entrañable, que hoy nos reúne aquí.

Me propongo en esta disertación buscar alguna claridad sobre la verdadera significación del arte de nuestro paisano, el gran pintor, de Tomelloso Antonio López Torres. Mi relación con él y con su obra data ya de hace más de cuarenta y cinco años y ha sido para mí fuente de valiosas experiencias estéticas y humanas. Pero mi predilección por su arte, la altísima estimación en que, desde que lo conocí, lo tuve -y que no ha hecho sino aumentar con el tiempo-, me exigían darme a mí mismo razones de ella, sobre todo por tratarse de un arte tan aparentemente marginado de las grandes corrientes predominantes en la plástica contemporánea, tan aparentemente ajeno a las preocupaciones e inquietudes de su época, tan concentrado en sí mismo y atenido exclusivamente a un compromiso de perfección interna. Esta necesidad de justificación ha convertido para mí la obra de López Torres en motivo privilegiado de meditación acerca de importantes y muy actuales problemas estéticos y especialmente de algunos que se relacionan con la situación actual del arte y con fenómenos sociológicos conexos con ella. No creo exagerar si afirmo que la contemplación comprensiva de la obra de López Torres -y desde luego también la de otros artistas eminentes afines a su orientación- plantea el problema radical del arte de nuestro tiempo: el de su sentido para el hombre actual.

¿De dónde brota la plenitud de satisfacción que de modo tan espontáneo nos colma ante un cuadro de López Torres? ¿Por qué no nos sucede lo mismo ante la mayoría de las obras surgidas de las múltiples tendencias artísticas que con deliberada amplitud podemos llamar de vanguardia, aun admirando muchas de ellas?

Estas interrogantes suponen una situación de primaria incomprensión ante enormes porciones del arte contemporáneo -o quizá también de graves carencias del mismo. Y ello alcanza un grado de certidumbre muy próximo a la evidencia cuando acudimos a los críticos y a los teóricos del arte en busca de claridad: lo que la mayoría de ellos nos dice nos resulta más oscuro y hermético que el arte mismo que pretenden interpretar y esclarecer. Y no saldremos mejor librados, en la mayoría de los casos, si recurrimos al testimonio de los propios artistas militantes en estas corrientes «modernas», aquejados muchos de ellos de especie de incontinencia verbal -individualmente o en manifiestos de grupo- con la que intentan explicarnos sus estupefacientes producciones. Lo cual es ya por sí sólo un malísimo síntoma, pues el lenguaje del artista, en cuanto tal, es su obra misma: con ella y por ella se explica y justifica aquél. Y todo lo demás que sobre ella se pueda decir será o no inteligible en la medida en que el lenguaje directo de la obra misma haya o no sido comprendido.

Trataré de destacar muy sucintamente algunos rasgos del arte contemporáneo que puedan servirnos para entender mejor, por contraste, la significación de la pintura de López Torres dentro de ese panorama general.

Quizá lo primero que nos salta a la vista al echar una ojeada de conjunto al arte del siglo XX es la enorme variedad de tendencias, corrientes, escuelas, movimientos, manifiestos, grupos, etcétera. Es éste un hecho insólito, quizá único, históricamente hablando: en nuestro siglo conviven y proliferan las formas y conceptos artísticos más dispares, incluso más opuestos. Prescindiré aquí de los academicismos o conservadurismos, más o menos residuales, para referirme sólo a lo que, casi desde principios de siglo -y aún un poco antes-, vino a llamarse genéricamente «arte nuevo».

Hay, sin embargo, un denominador común a todas estas tendencias o ensayos y es su carácter, en algún sentido, revolucionario, rupturista, inconformista -al menos pretensivamente-; su negación -tácita o expresa- de casi todo el pasado artístico (salvo quizá de sus etapas más primitivas -filogenética y ontogenéticamente, es decir, salvo un cierto retorno a formas de arte primitivo o salvaje, o bien en el desarrollo individual, a formas infantiles). En esta especie de guerra generalizada contra los valores artísticos establecidos o consagrados hay una palabra que ha oficiado de consigna o bandera, un término que procede -y ello es sintomático- del campo de la milicia y de la política; la citada palabra «vanguardia» (hoy ya bastante desacreditada y que empieza a ser sustituida por «trasvarguardia» o «posvanguardia», como, más ampliamente, el término «moderno» lo está siendo por «posmoderno» -sin que se sepa bien qué significan estas denominaciones puramente referenciales a una localización temporal). En todo movimiento revolucionario hay una fase destructiva y otra constructiva. La vanguardia ha sido predominantemente un arte de rompe y rasga, un prurito de no dejar títere con cabeza, y ha dedicado, proporcionalmente, muy escaso esfuerzo a lo verdaderamente constructivo, a pesar de sus ocasionales protestas y alharacas de lo contrario (el que exista desde 1914 o 1920, bajo diversas advocaciones, una tendencia llamada «constructivismo» no debe llamarnos a engaño).

La vanguardia ha solido disfrazar todo lo que en ella hay de extralimitación, de anomía, incluso de anarquía, bajo un término venerable, que desde el siglo XVIII viene experimentando un crescendo, y finalmente una verdadera inflación, de prestigio en toda la vida cultural de Occidente: es la palabra «libertad», en cuyo nombre sacrosanto ha podido entregarse el arte del siglo XX a toda suerte de audacias y aberraciones, sí que también -hay que reconocerlo- a algunas tareas -ciertamente minoritarias- de auténtica creación y renovación. Esta presunta libertad a ultranza, convertida ya en pura arbitrariedad, hizo su aparición en el campo del arte muy tempranamente en nuestro siglo -como suele suceder- (mucho antes de que alcanzase su erupción político-social y cultural en el mayo de 1968 francés, con su famosa divisa: «prohibido prohibir») y se tradujo, como no podía menos, en una permisividad casi ilimitada, en una disponibilidad casi absoluta del artista para hacer lo que quisiera y como quisiera, sin sujeción a verdaderas categorías estéticas, a normas, reglas, preceptos, cánones, disciplinas -todas estas palabras denotaban, por el contrario, nefandos pecados. Tal carencia de vigencias estimativas, de reconocimiento fundado de jerarquías de valores, y aun de significado de los desde siempre admitidos, hizo que algunos críticos eminentes se creyesen en el deber de alzarse contra tan desbordada situación. Por ejemplo, el célebre Herbert Read, tan poco sospechoso de reaccionarismo, en uno de sus últimos trabajos, que tuve ocasión de publicar en La Torre (Revista General de la Universidad de Puerto Rico), precisamente en 1968, el año mismo de su muerte, y titulado «Los límites de lo permisible en arte», el brillante crítico inglés, a pesar de afirmar que «lo estéticamente permisible»... «en principio debe serlo todo»..., «sin restricción alguna», establece, sin embargo, límites de permisividad, que él llama «sociales» -pero que tienen también, sin duda, dimensión estética- y confiesa que «existen muchas manifestaciones del arte actual que son groseras y torpes, y no hay razón por la cual, en el sagrado nombre de la libertad, hayamos de sancionarlas» (se refiere principalmente al arte posterior a 1945, pero yo extendería la sentencia a casi todo el siglo), y habla de la «desintegración» de la forma en el arte moderno», de la pluralidad babélica de lenguajes en el mismo y del «nihilismo contemporáneo del arte», que «no es más que la negación del arte mismo, el rechazo de su función social». Aunque yo no comparto el amplísimo criterio de H. Read, estas palabras suyas, por venir de quien vienen, son bien significativas. Pero lo más común entre los críticos es que no se alude siquiera a tales límites, como si no existieran.

Otro rasgo de este «arte nuevo», no separable de los anteriores, es la famosa «deshumanización». Han transcurrido más de sesenta años desde que Ortega escribió su célebre ensayo La deshumanización del arte (1925). Entonces, el arte «nuevo» o «joven» estaba aún en sus comienzos. No es extraño que Ortega -joven también a la sazón, aunque no tanto como hoy sugiere la edad de cuarenta y dos años que entonces tenía- le dedicase su atención, simpatía y esperanza. Pero Ortega no había asistido todavía a las más extremas formas de deshumanización que después sobrevinieron-; por ejemplo, sin ir más lejos, el proceso de la abstracción o no figurativismo en las artes plásticas, prolongado hasta nuestros días en forma progresivamente degenerativas, apenas alboreaba todavía.

La deshumanización en el arte ha revestido formas muy distintas. Ortega subrayaba en el de su tiempo su carácter deliberado de juego intrascendente. Pero después ha incidido también en tendencias de signo opuesto, al menos como pretensión; por lo pronto, en obras animadas de un oscuro impulso a trascender las fronteras del arte e invadir esferas ajenas. Con el arte se ha intentado, así, hacer de todo: literatura, metafísica, religión -o algún sucedáneo suyo-, sociología, política, proselitismo, incluso «ciencia». Y no sé diga que siempre sucedió algo de esto, que siempre- ha estado conexo el arte con diversas direcciones de la espiritualidad o de la necesidad humanas. El fenómeno actual es diferente: no se trata aquí de esa dimensión de concepción del mundo que es consustancial al arte, sino de una extralimitación y de unas engreídas ínfulas de suplantar funciones ajenas mediante una desvirtuación de su propia esencia y, por supuesto, de dichas pretendidas funciones, con lo cual se nos ha convertido -y esa es una de las raíces de su deshumanización- en un producto híbrido, en algo, en suma, que ni es ya plenamente arte, sino una contrahechura, ni, por supuesto, alcanza a rozar siquiera aquellas cosas que aspira a suplantar.

A veces, en los casos más respetables o menos desnaturalizadores, aquellos en los que el artista ha puesto en su obra talento, esfuerzo y destreza realmente admirables, nos invade ante ella un sentimiento desazonante, casi penoso: reconocemos en tales obras todas esas virtudes externas -es decir, «virtuosismos»- propias de un complejo procesa «constructivo», y, sin embargo, algo en ellas nos repele; aquello nos parece un alarde vacío de sentido, no nos dice nada: ¿a qué viene todo este derroche de esfuerzo -nos preguntamos íntimamente, con un punto de irritación- para obtener tan míseros resultados? En muchos casos esta desproporción alcanza dimensiones que entran ya en los límites de lo grotesco. Es como un «parto de los montes».

Una posible interpretación de este tipo de fenómenos sería considerarlos como exponentes de una situación general caracterizada por una profunda y más o menos desesperada necesidad de evasión, que anida en el fondo del hombre de nuestro tiempo y que, desde luego, no es privativa del arte, sino que, en una forma u otra, puede discernirse en todos los campos de la creación cultural. Por lo pronto, una evasión de las exigencias, condicionamientos y, si se quiere, «servidumbres», que imponen las específicas disciplinas cultivadas en cada caso. (En los mejores, se trataría también de la búsqueda de una identidad -es decir, de una autenticidad esencialmente huidiza.) El pintor, por ejemplo, a fuerza de querer ser más que pintor, lo es cada vez menos, llegando en este frenesí «liberatorio» a extremos increíbles de extravagancia y mixtificación.

Así, el arte contemporáneo, que empezó con legítimas aspiraciones a hacer cosas nuevas y a intentar el descubrimiento de nuevos valores y de nuevos ámbitos estéticos, dentro de la gran crisis que se inicia con el siglo, acaba por convertirse en el empresario histórico de la confusión, ante el pasmado desconcierto o el creciente papanatismo de un público ignaro y dispuesto a aceptar como buena, y aun como genial, cualquier cosa que se le ofrezca dentro del formidable tinglado propagandístico a cuya erección han contribuido de consumo, además de los propios artistas, críticos inverecundos e intelectuales desorientados, acobardados o cínicos, para no hablar de grupos de intereses más bastardos, comerciales y hasta políticos (toda una vasta infraestructura de mercadeo y toda una entente de politización que proyectan sus tentáculos sobre el orbe entero del arte, usando los poderosos medios actuales de comunicación de masas y creando y promoviendo prestigios dónde y cuándo y cómo conviene a sus respectivos intereses. En virtud de esta situación, hoy todo «pasa», o puede aspirar a «pasar», en arte: basta con que algo se exhiba -lo que sea- y reciba la bendición de la crítica, para que, sin más, pueda adquirir carta de ciudadanía en este vasto y turbio dominio. Sólo los verdaderamente entendidos y dotados de fina sensibilidad estética, que son una exigua minoría, distinguen la paja del grano, las voces de los ecos, y tienen clara conciencia de las dificultades que hoy existen para una apreciación acertada de lo que es auténtico arte o simplemente de lo que es superior e inferior dentro de él, en medio del maremágnum de tendencias, escuelas, movimientos e innovaciones más o menos honestos y respetables, por un lado, y la simultánea marejada inundatoria de toda suerte de supercherías, desmadres, exabruptos o taimados mimetismos, por otro. Pero ni siquiera estos lúcidos discernidores suelen atreverse a la denuncia frontal, al desenmascaramiento de la poderosa farsa, al disentimiento público, por temor a la tremenda sanción que inmediatamente recaería sobre ellos, aplastándolos, bajo el dicterio de retrógrados, aburguesados, desfasados, filisteos y otras descalificaciones por el orden, y optarán por callar, que es una manera de someterse al generalizado «trágala». Y es así cómo el panorama del mundo artístico de nuestros días a lo que más se parece es a un inmenso Retablo de las Maravillas y cómo la cacareada libertad artística ha venido a dar en la más triste condición ancilar.

No estoy proponiendo con todo esto una descalificación global del arte contemporáneo, entiéndaseme bien: sé perfectamente que desde el impresionismo hasta hoy el arte ha estado librando una formidable, aunque incierta, batalla contra toda una constelación de factores históricos que amenazaban con anquilosarlo, dejándolo inerte ante los acuciantes problemas y la nueva sensibilidad de la época; una batalla, pues, por la supervivencia o la renovación, no exenta de grandeza, pero que, en virtud de una serie de complejas circunstancias, también atribuibles a la condición profundamente crítica de nuestro siglo, se ha desviado de su impulso inicial, dando lugar a que el remedio haya llegado a ser mucho peor que la enfermedad.

Es cierto también que en este sumario esbozo de la situación del arte en nuestro tiempo he cargado un poco la mano, de intento, en la vertiente negativa o deficitaria de la misma, con el fin de mostrar, por contraste, las peculiaridades del arte de López Torres, haciendo resaltar, por lo pronto, el hecho de que éste no haya incurrido en ninguno de los descritos excesos, descarríos o extravagancias, ni haya tenido con ellos la menos connivencia o complacencia. Es más: creo que ni siquiera ha sentido la tentación de ello (una tentación de la que no se ha librado, en algún momento, casi ningún artista contemporáneo bien dotado), quizá porque López Torres ha carecido como nadie, venturosamente, del interés por el éxito a corto plazo, tan fuertemente desarrollado en los artistas de nuestros días, que han dilapidado a su servicio, muchas veces, un tiempo, un esfuerzo y hasta un talento preciosos. López Torres, por el contrario, encarna de modo ejemplar la actitud de una selecta minoría de artistas que han sabido y han querido, con tenaz empeño, sacrificar el éxito fácil y ruidoso a la verdad artística y a la realización plena de una firme vocación. Ha pasado, así, de largo ante los poderosos e incitantes señuelos de la fama y el dinero, sin ceder ni un ápice en la honrosa empresa de fidelidad al proyecto de desarrollo artístico asumido desde su primera juventud como el suyo propio e inalienable. Su extraordinaria sensibilidad para ciertos valores puramente pictóricos y su excepcional capacidad para «ponerlos en obra», jamás han sido traicionadas o malversadas en dudosas, aunque seguramente rentables, aventuras de presunta «modernización». Por eso, ante su obra, como ante su persona, independientemente de cualquier juicio ulterior, lo primero que se impone con golpeante evidencia, y es el primer rasgo que quiero destacar en él, como condicionante de todos los demás, es una absoluta, radical autenticidad.

Veamos, pues, ahora, resaltando sobre ese fondo turbulento y abigarrado, los principales caracteres de su arte.

Ya he señalado, para empezar, cómo no ha militado ni hecho incursión alguna, en ninguna corriente, escuela o tendencia de «vanguardia». Pero hay que agregar inmediatamente que tampoco en ninguna otra. Nada más lejos de su inspiración que el inerte acadecismo o la reiteración de maneras o estilos ya experimentados por otros artistas. Ha tenido influencias, por supuesto, de diversa entidad, de clásicos y modernos, pero, como todo gran artista, las ha asimilado, ahormándolas a su propia medida e integrándolas en su propio estilo. Su orientación ha sido perfectamente nítida y resuelta: la de un avance en la mejor línea de la gran tradición realista, ante todo la de Velázquez, y luego, también, en la del mejor impresionismo (que, en mi opinión, es -sobre todo para la pintura de paisaje- el del que puede considerarse su fundador: Monet). Es decir, que perdura en él el empeño velazquino de la pintura aérea, pero también la preferencia por el aire libre de los impresionistas, así como su hipersensibilidad -muchas veces más postulada que real en ellos, pero plenamente efectiva en López Torres- para los sutiles matices lumínicos -por tanto, cromáticos-, pero sin «divisionismo», ni «puntillismo», ni «mezcla visual» o «mental» de colores, ni «disolución de la forma», ni flojedad en el dibujo, etc., sino con una técnica personal, sui generis, concienzudamente elaborada y afinada a lo largo de su vida. Así, López Torres, aunque dentro de la gran tradición del realismo, está en ella con significación y acento propios y aportando, por tanto, innovaciones. En todo caso, no se trata de un realismo de escuela, ni siquiera de un realismo polémico, reactivo -al menos externamente-, frente a otras tendencias más o menos en boga. López Torres se ha encontrado instalado en su pintura de un modo completamente espontáneo y natural, como resultado de un proceso de perfeccionamiento a partir de unas intuiciones primigenias y personalísimas, de unos modos de sentir y concebir el arte -concretamente la pintura-, que podríamos llamar innatos, es decir, presentes ya, según confesión propia, en los mismos orígenes de su obra, cuando, adolescente aún, trabajando en faenas del campo, carecía casi totalmente de cultura artística. Y lo curioso es que cuando después, ya en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, entró en contacto más directo con el mundo artístico actual (anteriormente, aún en su etapa de trabajador rural, tuvo un fugaz y parcial encuentro con él en una exposición de pintura española celebrada en su pueblo), o igualmente cuando salió de ella, siguió su inspiración originaria con una impavidez que le convierte en un caso realmente insólito de incontaminación en medio del pandemónium de las vanguardias y de las retaguardias. Si no es estrictamente un autodidacto, es lo que más se le aproxima, dentro de haber recibido, al fin y al cabo, una formación académica. Aprende las reglas y técnicas canónicas del oficio, pero, como él suele decir, se le «pegó» muy poco de la Escuela. Mas, por otra parte, pensó sin duda, o intuyó perspicazmente, que no valía la pena perder el tiempo ingresando en esos caminos de término incierto por los que transitaba un poco a ciegas el llamado «arte nuevo», poniendo en peligro la posibilidad de pintar bien, lo cual significaba para él, confesáraselo o no de modo expreso, aportar a la historia de la gran pintura una nueva cifra de perfección, no importa cuán grande o pequeña -esto ya se vería sobre la marcha. Sin duda, tuvo siempre muy claro que para intentar seriamente cualquier empresa subversiva en arte era condición necesaria y previa el pleno dominio del oficio. Y decidido a ello, se encontró con que la cota de exigencia que este empeño implicaba, no podía alcanzarse con menos que con la dedicación de toda la vida. Hizo, pues, suyo apasionadamente el viejo apotegma Ars longa, vita brevis, y se entregó, por tanto, de por vida, al aprendizaje más profundo, que es el que brota del propio y denodado esfuerzo. No cualquier critiquillo de tres al cuarto, sino nada menos que Eugenio D'Ors, planteaba ya en 1923 el dilema que, al parecer, López Torres, por su propia cuenta y por pura intuición, había percibido y resuelto ejecutivamente -es decir, no con palabras, sino con la propia obra. Decía D'Ors -y esto hubiera tenido aplicación aún más plenaria y múltiple a la situación del arte en las décadas siguientes, y superlativamente a la de hoy-: «En nuestros días no hay más que dos linajes de artistas: los falsarios y los aprendices. Así, pues, dos caminos les quedan: o la simulación por celestinaje de una bastarda escenografía, y éste es el camino de la vanidad, o el honrado, el de hacer lo que se puede, ejercitándose lentamente en prácticas humildes, hasta adelantar en la gimnástica y disciplina de la potencia del mirar y en las virtudes de la mano. Este es el camino del aprendizaje, y pocos tienen la abnegación elegante de ceñirse a él». Sesenta y dos años después de escritas estas palabras por el gran conocedor y teórico del arte que fue D'Ors, Manuel Mingorance corrobora esta idea en un artículo de diciembre pasado, algunos de cuyos párrafos parecen concebidos pensando en López Torres. Recuerda el autor que, según Rembrandt -por cierto, uno de los pintores predilectos de López Torres-, en «toda obra pintada debe haber un 90 por 100 de oficio y sólo un 10 por 100 de inspiración», y cree que Rembrandt se excedió en cuanto al porcentaje de inspiración, «pues el simple oficio de pintar, en sus propias manos y en las de Velázquez» -máxima predilección de López Torres- «había llegado a lo sublime». Y agrega que «era sólo el oficio de pintar el que podía convertirse por sí mismo, a través de una taumaturgia inexplicable», en la verdadera obra de arte. En cambio, «el arte de nuestro tiempo ha dejado sólo, esto en el mejor de los casos, un 10 por 100 para el oficio y el enorme 90 por 100 restante para la inspiración», mezcla que «podía darnos, ¿no lo ha dado ya?, unos pintores geniales que no sabrían pintar». Y termina exaltando, frente al desprecio de nuestro siglo, por el buen hacer en la pintura (pese a disponer de medios técnicos cómo nunca las tuvo), «la humilde entrega al oficio de pintar». En esta «humilde entrega», López Torres encontró, en efecto, como muy pocos, esa trasmutación, por misteriosa alquimia, del abnegado oficio en esplendente obra de arte, del riguroso entronque con la tradición en el hallazgo de una innovación genuina.

El desdén o, por lo menos, la crítica impasibilidad de López Torres ante las vanguardias no implica en modo alguno anacronismo o falta de receptividad para lo cultual, sino más bien una toma de conciencia de ello inconformista (no deja de ser un poco grotesco, por cierto, el que todavía hoy se siga hablando de vanguardias y de «modernismo», aunque ya se les suela anteponer un «post» sintomático, como de cosas nuevas, cuando estos conceptos son ya, tan viejos como el siglo, es decir, casi vetustos). Cuando todo el mundo es -o mejor dicho, pretende ser- rebelde o «revolucionario» (otros dos anacronismos), renegar de lo establecido, de lo «clásico», de lo «tradicional», de lo «burgués», etc., es evidente que esta actitud, presuntamente subversiva o disconforme, pierde su condición de tal para convertirse justamente en lo contrario, en lugar común, en tópico fácil e irresponsable; él pretendido impulso «liberatorio», la búsqueda «trascendental» -o, tanto vale, la deliberadamente intrascendente-, acaban en rutina, en deplorable amaneramiento, en naderías más o menos desengeladas y tristemente pretenciosas.

En esta situación, el verdadero «rebelde», el auténtico renovador es, no el que vuelve, también pasivamente, al pasado o intenta perpetuarlo, pero sí el que se resuelve a demostrar con hechos que el arte de ese espléndido pasado, recusado por los sedicentes revolucionarios de la hora, está mucho más vivo que el que ellos tratan de instaurar, rompiendo con aquél, y que, en la medida en que esa ruptura es real -cosa que, por fortuna, no siempre sucede-, nace ya muerto o moribundo por falta de raíces.

Y esto es lo que sucede, ejemplarmente, repito, con López Torres. Representa éste, dentro del panorama caótico del arte de hoy, uno de los ejemplos más puros de rigor artístico, de fidelidad a las estrictas, irrenunciables, exigencias o requisitos del arte pictórico. En él alienta como en muy pocos la hoy rarísima sabiduría de la limitación, como condición de las más ambiciosas metas cualitativas. No hallaremos en él el más mínimo vestigio de gesticulación, el menor asomo de licencia o de pedantería, el más leve indicio de cejar -buscando el efecto llamativo de una «modernidad» mal entendida- en la férrea voluntad de pintar bien que ha guiado, a lo largo de toda su obra, desde la primera hasta la última de sus pinceladas. De ahí que cada cuadro o apunte suyo sea para nuestra mirada, ahíta ad nauseam de petulantes vaciedades artísticas, intoxicada por tanta y tanta pócima intragable, un reparador y exquisito descanso, una bocanada de aire puro que aspiramos con delicia, pero también, a la vez, una severa amonestación, un enérgico testimonio de callada protesta, un duro alegato -mudo, sí, como debe ser el lenguaje de la pintura-, que es siempre predicación con el ejemplo, contra toda la gárrula algarabía de las vanguardias y posvanguardias, y no menos, también, contra la apelmazada inercia de los caducos y retrógrados mimetismos sin gracia ni estilo. El suyo, por el contrario, cimentado en esa insobornable voluntad de superación, le permite alcanzar niveles de perfección, en los que el «aprendizaje» -en el sentido d'orsiano de la palabra- se torna insensiblemente consumada maestría y en los que el firme arraigo en las mejores tradiciones logra el milagro de un arte enteramente vivo y actual. Es, pues, la suya, contra las posibles apariencias ante miradas miopes o distraídas, una actitud de rebeldía controlada -valga la expresión-, pero firmísima, contra todo linaje de transgresión irresponsable, de mixtificación, y una «demostración» de libertad auténtica contra la ola gregaria de los simuladores y de los mansuetos obsecuentes de una y otra divisa. López Torres ha tomado su arte completamente en serio, quizá porque no tenía otra cosa ni aspiraba a tenerla: su arte ha sido su vida y su vida ha sido su arte, en identificación casi perfecta. Y en la medida en qué es el suyo un arte vivo -e íntegramente vivido- es también un arte original, según la ecuación establecida por Benedetto Croce. En efecto, en un cuadro de López Torres no hay ni una mínima porción de obra muerta, mientras que en una gran cantidad de producciones de las llamadas «modernas» o vanguardistas, que pretenden ser ante todo originales, es sumamente difícil encontrar una miera de arte vivo, ya sea por su torpe pretenciosidad, ya -en el mejor de los casos- por un exhibicionismo cerebral de puros «virtuosismos», técnicos vacíos de sentido. Y es que los que corren desatentadamente tras la originalidad están condenados a no encontrarla nunca -no se parte para la Guerra de los Treinta Años-, mientras que los que luchan honesta y porfiadamente por la obra bien hecha, sin preocuparse de ser originales, la encontrarán siempre como decía Aristóteles del placer, corno «un cierto fin sobrevenido». Pero podríamos agregar un nuevo miembro, implícito en la ecuación de Croce: arte vivo = arte original = arte innovador. Y entonces, lo que puede parecer a primera vista «tradicional», «conservador» o «reaccionario», resulta ser lo más efectivamente nuevo e inconformista. Cuando, como sucede en nuestro siglo -lo venimos viendo-, la persecución de esas metas -novedad, originalidad- se desmesura, se disloca, el arte se desorbita y extravía. Urge, pues, que ese arte enajenado, alienado, convulso, locoide, estupidizado -según los casos-, vuelva a entrar en posesión de sí mismo. Yo creo que éste es el imperativo más acuciante de la hora (y no sólo en arte, desde luego), y son artistas como López Torres los que, con su tarea equilibrada y su obra selecta, están haciendo posible, más aún, efectiva esa vuelta, ese giro del arte desnortado hacia sí mismo. Hoy más que nunca es necesario -para usar traslaticiamente los agudos conceptos orteguianos-, frente al arte alterado, un arte entregado a sí mismo, concentrado en sí mismo: un arte ensimismado. El de López Torres lo es superlativamente, condición que por sí sola constituye una no pequeña innovación actitudinal, la cual se traduce, como no podía menos, en novedades de concepción y de ejecución, formales, técnicas, etcétera, perceptibles en su obra. Se advertirá fácilmente hasta qué punto exige esfuerzo, entereza y espíritu de sacrificio la dura tarea de estos artistas en un tiempo como el nuestro, tan entregado a superficialidades, tan ávido de cambios y de modas, tan urgido de prisas, tan masificado, tan publicitado, tan inconsistentemente sumiso a los dictados de la propaganda, fabricadora de prestigios y éxitos. Es verdad que alguno de ellos puede obtener incluso grandes triunfos, porque, más o menos azarosamente, cualquier aspecto o dimensión de su estilo coincida con alguno de los postulados en boga, pero en términos generales, su lúcida labor, que es la más responsable, esto es, la que mejor responde a las necesidades históricas del momento, suele ser recoleta y no suficientemente reconocida. Esta misión silenciosa, pero augusta, es la de los custodios o guardianes de las esencias del arte, y recuerda un poco -salvando, claro, enormes distancias- la que, en el tránsito de la Antigüedad a la Edad Media, cumplen los clérigos regulares en sus monasterios, donde se encargan de la conservación del gran tesoro de la cultura antigua, amenazada de destrucción por las invasiones bárbaras, manteniendo así vivos, aunque latentes, los vínculos históricos de nuestra continuidad espiritual. En nuestro siglo también hemos asistido, y seguimos asistiendo, a lo que Ortega, parafraseando a Walter Rathenau, llamó «la invasión vertical de los bárbaros», es decir, él ascenso del hombre-masa (nótese que las formas de «arte nuevo», que empezaron por ser muy minoritarias, han acabado por ser, sobre todo, las más favorecidas por la propaganda de diverso pelaje, multitudinarias). Y en esa marejada, repito, López Torres y otros pocos como él han cumplido y cumplen análoga misión con respecto al arte: la de conservar viva alguna o algunas de sus dimensiones esenciales, tarea para la que hace falta, además de dotes apropiadas, una aguda conciencia y un acendrado y profundo sentimiento de lo que no puedo llamar más que el deber artístico -expresión que a muchos puede parecer insólita y hasta un poco beata. Worringer, el gran definidor del estilo gótico, habla del querer y el poder artísticos como de dos importantes categorías de la creación estética que, según él, no habían sido suficiente o adecuadamente entendidas en su verdadera relación. Yo pienso que, al margen de todo trasnochado esteticismo, habría que agregar una tercera categoría, articulable con aquellas dos: la del deber artístico, es decir, la de la raíz ética del arte. No puedo entrar en tan abstruso tema, pero sí diré, al menos, que esta expresión, tal como yo la entiendo, nada tiene que ver con el famoso «arte comprometido» -pero tampoco, según queda apuntado, con la manida fórmula del «arte por el arte»-: alude sólo a un imperativo de autenticidad, a que el arte, cada arte, sea de verdad lo que es y no cualquier otra cosa, por apetecible y tentadora que pueda parecer -y conste que, dentro de esa norma, cabe la máxima libertad y un amplísimo espectro de variedad formal. Si ese imperativo se cumple, ese arte cumplirá también su misión social e histórica con mucha más eficacia que el que se instrumentaliza y desvirtúa proponiéndose estos u otros fines espúriamente.

Esta es en mi opinión -insisto- el signo de esta hora, lo que en ella se ofrece como más prometedor, y creo que no pasará mucho tiempo sin que esta reorientación artística obtenga el reconocimiento que merece y el lugar preeminente que le corresponde en las jerarquías artísticas del momento. De hecho, hay bastantes síntomas de que ese cambio de sensibilidad está empezando a producirse. Creo que los impostores de toda laya, los charlatanes -y sus turiferarios- de la gran feria de las vanidades (y de las estulticias) en que se ha convertido la parte mayor y más visible del mundo artístico de nuestro tiempo, tienen los días contados. No ignoro que esta reacción saludable puede sufrir interferencias retardatorias, e incluso malograrse o frustrarse, como todo en la vida y en la historia, todo dependerá de lo que acontezca en el desarrollo y eventual desenlace de la gran crisis general en que todavía estamos sumergidos. Pero es indudable que ha nacido, que está ya ahí -lo cual es una buena señal, porque el arte se suele anticipar a los cambios históricos-, y no sólo en López Torres, que me parece uno de sus más genuinos adelantados, sino también en otros artistas de diversas latitudes y generaciones. Sin ir más lejos, ahí tenemos su propia descendencia artística -que ya se empieza a llamar su «escuela»-, de la que el nombre más famoso está también curiosamente unido al suyo por la genealogía de la sangre. Y ahí están también otros nombres señeros de nuestra región -que en este aspecto hay que considerar afortunada- y que no citaré, porque ello me obligaría a precisiones no permitidas por la economía de esta disertación, pero que están en la mente de todos. Haré sólo la excepción, por razones de extrema proximidad y de presencia protagonística en este acto, respectivamente, del ya aludido Antonio López García y de Manuel López Villaseñor. Todos ellos están en esta línea de anudamiento con la gran tradición artística, si bien bajo diversos registros y cada uno en el aspecto que su peculiar personalidad le ha llevado a preferir. Ahora bien, por razones en parte biográficas y generacionales, pero también psicológicas y de personal sensibilidad estética, creo que ninguno lo ha hecho con la desconcertante pureza que López Torres. Por eso espero que su recién inaugurado museo de Tomelloso sea visita obligada para conocedores o simplemente selectos gustadores del arte, como lugar muy representativo de ese giro de la pintura del siglo XX a que me vengo refiriendo.

Dicho todo esto, que me parecía inexcusable para mi propósito, dedicaré el tiempo que me queda a señalar sumariamente aquellos rasgos de la pintura de López Torres, que, a mi juicio, resumen lo más característico de su arte y estilo, es decir, aquello que especifica el modo concreto de su inserción en la gran tradición pictórica europea y la aportación personal y diferencial con que a ella contribuye. Lo haré al hilo de dos cotejos: uno, por vía de contraste, con Picasso, por cuanto éste y López Torres encarnan posiciones polarmente opuestas y casi simbólicas dentro del arte actual: otro, con Velázquez, como el pintor en quien encuentro el antecedente más preclaro de la línea evolutiva en la que nuestro ilustre manchego se inscribe.

Picasso quiso autodefinirse en algunas famosas frases lapidarias, de las que citaré dos especialmente reveladoras. Una dice: «Yo no evoluciono, yo soy». La otra: «Yo no busco, encuentro». La segunda, sobre todo, es además sorprendente, porque expresa la más formidable paradoja que, hablando de Picasso pintor paradójico por excelencia- se podría formular, pues la verdad es que todo el impulso artístico del genial malagueño, su inacabable aventura estética consistió en una incesante e insaciable búsqueda. Y en esa ávida indagación de prácticamente todos los caminos posible del arte de su tiempo, sin detenerse mucho en ninguno, en esa desazonante vivencia de su múltiple problematismo, en esa inquieta y un poco tenoriesca recuesta de todas las posibilidades «a la vista», lo que podríamos llamar su constante nomadismo artístico, radica justamente su genialidad. En virtud de ella, Picasso se convierte en el gran intérprete, la encarnación misma de la situación del arte en el siglo XX: la inquietud, la insatisfacción, la desorientación, el ensayismo permanente, la interminable exploración de novedades conceptivas o formales, los intentos de trascender -incluso de transgredir- toda norma, toda sujeción expresiva impuestas por la índole misma del arte pictórico, por los medios de que éste dispone -comenzando por los materiales- y las limitaciones representativas que éstos inexorablemente implican. De ahí que Picasso no haya conseguido cuajar ninguna verdadera «obra maestra», en el sentido fuerte de la palabra -y soy perfectamente consciente del repudio, erudito y popular o vulgar, a que me arriesgo con esta afirmación. En este aspecto, está en los antípodas de un Leonardo o un Velázquez, para no citar más que dos ejemplos, también extremos e irreductibles, de concentración y síntesis estética en cada obra. Pero es seguro que tampoco lo ha pretendido. La maestría, en el mejor sentido tradicional, requiere un largo ejercicio en una determinada línea de desarrollo artístico. Y en Picasso, desde sus años adolescentes de aprendizaje académico -que puede decirse que está terminado antes de los veinte de su edad, justamente al empezar el siglo- se advierte ya esa especie de interna fiebre que no le permite acabar nada, que le empuja siempre a empezar otra cosa, En todos sus cuadros o series de ellos -las famosas «etapas» o «épocas»- advertimos que ha buscado algo nuevo, algo distinto; que incluso, con frecuencia, ha derrochado talento y empleado a fondo sus excepcionales dotes naturales, pero que siempre se ha quedado como a medio camino, como habiendo encontrado un obstáculo infranqueable para ir «más allá», y no obviamente por insuficiencia de facultades, sino por la índole misma de la empresa. Aquí se ve claramente -como, a sensu contrario, en López Torres- la importancia de las categorías de poder y querer artístico antes mencionadas. Picasso pudo, qué duda cabe, expresarse en obras maestras: le sobraba capacidad para ello; pero no quiso. Su misión, libremente asumida, su voluntad artística, eran otras. A la postre resulta que el paradójico «Yo no busco, encuentro», responde a una verdad: Picasso encuentra siempre... los límites intransgredibles de la pintura -de la escultura no hablo, porque esa faceta de Picasso, en cuanto me es conocida, sospecho vehemente que no pasa de ser un bromazo andaluz. A diferencia de los vanguardistas encasillados -y encallados o encajonados- en algún ismo, que se empecinan en seguir alguno de esos caminos o «sendas perdidas» del arte hasta la imposible transgresión o meta que todos, como pretensión, encierran -pagando por ello el alto precio del anquilosamiento y el amaneramiento, Picasso los va explorando- incluso a veces «abriendo», uno por uno, y demostrando su última impracticabilidad. Por eso se salva casi siempre de esa esclerosis o fosilización prematuras que hallamos en casi todos aquéllos: con una especie de quiebro muy taurino, consigue burlarlas, saltando ágilmente de una a otra aventura exploratoria. Pero su faena, cuando no es pura farsa -cosa que con bastante frecuencia sucede-, siempre es brillante, prodigando en ella la inventiva, la gracia y la sátira -una vena permanente de su creación. Y adviértase que esa farsa es consustancial a su arte y plenamente deliberada. Sin esa dimensión histriónica no merecería el justo apelativo de «el pintor más representativo de su tiempo». Cuando conoció a Corpus Barga en París, le preguntó: «¿Qué se piensa de mí en España?», «Que es usted un farsante» -contestó Corpus Barga. «Pero ¿qué arte no tiene farsa?» -replicó Picasso. (Si Corpus Barga hubiera podido conocer a López Torres, habría podido responder: «Yo conozco un gran pintor en quien no existe sombra de ella»). La verdadera maestra de Picasso está, pues, en el conjunto de su producción y de su vida misma. Lo que él ha hecho como nadie, había que hacerlo: esa ha sido su intransferible misión, y la ha cumplido con gracia y con denuedo. Una vez hecho, es irrepetible. Otro Picasso carece de sentido -además de ser imposible. Pero quiero insistir, porque es importante, en que a ese destino picassiano le pertenece intrínsecamente su buena dosis de farsantería: lo petulante, lo piruetesco, incluso lo clownesco y lo deliberadamente torpe -valga la paradoja. La extrema paradoja de Picasso es, en efecto, que, para ser auténtico, tiene que ser farsante, falsario; pero como lo es con plena conciencia y deliberación, es decir, de modo irónico, se salva de serlo absolutamente. Y lo lamentable -y por desgracia lo más corriente- es no distinguir en su obra lo auténtico-serio y lo también auténtico, pero en clave de farsa y guasa andaluza, y ver a tanto y tanto majadero poner los ojos en blanco ante los muchos desaforados chafarrinones con que el tremendo pontífice malagueño acostumbra oficiar su desopilante ceremonia exhibitoria.

Si contrastamos lo dicho hasta aquí sobre López Torres con esta rapidísima ojeada sobre el fenómeno Picasso, podemos ver ya que a cada uno de los rasgos apuntados en éste corresponde en López Torres justo el rasgo antitético. Y ello se hará aún más patente en lo que sigue.

Diríase que López Torres casi nace ya consignado a una trayectoria artística polarmente opuesta a la de Picasso, y esa especie de destino estético lo asume -como Picasso el suyo- y lo refuerza enérgicamente. Su gran propósito ha sido siempre pintar bien, lo que para él significa -según ya he apuntado- afirmarse en la tradición de la gran pintura y demostrar que sus posibilidades no están agotadas, que se puede avanzar en ellas todavía en algunas direcciones muy concretas, aunque quizá necesariamente restringidas. López Torres ha tenido -ya lo he señalado también- ese don o genio de la limitación, que le ha dado como fruto natural -otra antítesis con Picasso- el que casi todas sus obras sean obras maestras, «pequeñas» obras maestras, si se quiere, en la mayor parte de los casos, pero obras maestras, con todas las connotaciones esenciales que este término implica.

El contraste antitético de estas dos vidas sé corresponde con el de los dos modos de arte, las dos «inspiraciones», podríamos decir, que de ellas brotan: Picasso, transterrado desde joven en Francia, ha estado constantemente en el centro mismo, en el «ojo del huracán» vanguardista atrayendo sobre si, como un poderoso imán, la atención mundial del público, de la crítica, de la gran promoción propagandística y del mercado internacionales. Ha sido a la vez «estrella» máxima y permanente piedra de escándalo. López Torres ha extremado, hasta casi rozar lo patológico, los rasgos axialmente opuestos a estos en su trayectoria biográfica, de la que luego diré dos palabras.

El cotejo con Velázquez nos mostrará, en cambio, dentro de enormes disparidades biográficas, coincidencias y afinidades que revelan la pertenencia de ambos a una misma estirpe de pintores.

Para empezar, creo que -salvando todo lo salvable y respetando todas las distancias- hay una homología entre lo logrado por López Torres en la pintura al aire libre, en lo que atañe a la captación de valores atmosféricos, espaciales y de perspectiva aérea y lo conseguido por Velázquez, en ese mismo respecto, en la pintura de interiores, reservando siempre para éste, por supuesto, la gloria de haber sido el genial precursor y la cumbre absoluta de este tipo de pintura. Nunca, en efecto, ha «entrado el aire» y ha llenado el espacio virtual abierto por un cuadro como en estos pintores. Conste que esta afirmación, que puede parecer exagerada y excesivamente simplificadora, no tiene nada que ver con una valoración global de ambos artistas: se refiere, precisa y exclusivamente, al respecto concreto en ella mencionado y prescinde, por tanto, y por lo pronto, de todo lo demás.

Otro rasgo que los emparenta a través de los años y de los siglos, y que en gran medida tiene que ver con el anterior, es que ambos representan dos de las más perfectas versiones del pintor puro. Quiero decir con ello, en primer lugar, que todas sus vivencias estéticas las traducen, del modo más, espontáneo e inmediato, a módulos expresivos puramente pictóricos, entendiendo lo pictórico en el sentido de Wölfflin, es decir, como la alternativa, e incluso como la superación, de lo lineal o dibujístico (es el primero de los cinco conceptos que usa este autor para explicar la evolución del arte del siglo XVI al XVII): la visión en masas o manchas de color, sustituyendo a la visión en líneas, o también, en otro aspecto, la sustitución de los valores hápticos o táctiles (Riegl) por los valores ópticos o visuales, que Wölfflin considera dos lenguajes o estilos distintos, pensando que el tránsito del uno al otro es «el cambio de orientación más capital que conoce la historia del arte». Ese cambio es el que permitió la traslación al cuadro del ambiente o espacio real. Es también lo que Ortega llama el tránsito de la «pintura del bulto» a la «pintura de hueco». La culminación de esa evolución, repito, es Velázquez, y, supremamente, el prodigio irrepetible de Las Meninas. Si de él se pudo decir, por esa magia que sólo su pincelada es capaz de suscitar, que era «un pintor para pintores» («no se ha visto lo mejor si no se percibe la pincelada de un Velázquez o un Franz Hals», escribe Wölfflin), algo semejante, mutatis mutandis, se podría afirmar también de López Torres, en su modo y nivel propios. Omito ahora igualmente todo lo referente al color en ambos pintores (y ahí habría que destacar diferencias importantes, a las que no es ajena la interposición del impresionismo y sus secuelas entre ellos. López Torres, en esto, representa una peculiar síntesis entre uno y otro tipo de pintura, con acento propio y personal).

Otro carácter común a ambos es el que Ortega destacó en la pintura de Velázquez al llamarla «pintura de instantes»: la aprehensión de un momento temporal que, paradójicamente, se perenniza en cada cuadro, como si acabara de surgir, «como un perpetuo «estar apareciendo» de lo contenido o representado» en él. «Así, Velázquez habría perpetuado en cada lienzo» -he escrito en otro lugar, glosando el texto de Ortega- «justamente lo más inestable y fugitivo que pensarse pueda, a saber: el instante mismo, con toda su titulación o temblor de tiempo vivo...». De ahí «esa como inmarchitable frescura de las telas velazqueñas y ese sabor de realidad actual, de presencia, de algo que está ocurriendo precisamente» en ese insustituible «ahora»... Pero eso es lo que define el aspecto primario de lo que he llamado la contingencia, esto es, el suceder o acontecer (una de las categorías primarias de la vida). Y estos efectos también se vinculan estrechamente con el tipo de pintura característico de Velázquez: la pintura espacial o ambiental o atmosférica, con la que, según Ortega, «Velázquez descubre que en su realidad, es decir, en tanto que, visibles, los cuerpos...», «no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en un margen de imprecisión, que es su verdadera presencia». Pero todo esto, trasladado a otra clave pictórica y a otro formato histórico y personal -los que, dentro de la pintura airelibrista, son peculiares de López Torres-, es también aplicable a éste. El tipo de realismo es, pues, el mismo en ambos, aunque dentro de él representen variantes muy dispares. La palabra «realismo» está, como es sabido, desde hace tiempo -como muchas otras del discurso estético convencional- desacreditada, gastada, a fuerza de uso y abuso, por lo que se ha intentado precisar su sentido, en cada caso, mediante adjetivaciones o prefijos (realismo «natural» o «naturalista», realismo «impresionista» o «expresionista», realismo «mágico», realismo «fantástico» (López García), realismo «social» y «socialista», realismo «académico», «crítico», «político», «épico», «ortodoxo», etcétera: o bien, con prefijos: «surrealismo» o superrealismo», «infrarrealismo», «hiperrealismo», «intrarrealismo», «infrarrealismo», etcétera. En casi todas estas denominaciones se mezclan rasgos inherentes a determinadas formas de arte, en cuanto tales, con intenciones o supuestos extra-artísticos: ideológicos, políticos, sociales; concepciones del mundo o de la vida; alusiones a la temática de las obras; actitudes emocionales o trascendentales, etc. Pero ninguna de estas denominaciones convienen al tipo de realismo al que pertenecen el de Velázquez y el de López Torres. No insistiré en ponerle un nombre -aunque, de acuerdo con lo hasta ahora apuntado sobre él, se podría excogitar alguno, que debería llevar adjetivaciones como «pictórico puro», «visual estricto», «aeroespacial», «aeroperspectivo», «atmosférico», «lumínico estricto», etcétera Pero la verdad es que habría que articular y sintetizar todas estas adjetivaciones y explicar su sentido para que la denominación resultase rectamente inteligible. Bonet y Correa, en su conocido estudio sobre López Torres -que es el mejor y más completo y comprensivo que hasta ahora existe-, movido, sin duda, por requerimientos o hábitos profesionales, intenta ponerle a su pintura la correspondiente etiqueta, llamándola «realismo cotidiano». Es una filiación que, sin dejar de responder a aspectos muy visibles de aquélla, encierra una ambigüedad y amplitud que la hacen laxa e imprecisa. Parece que es el tema o asunto de sus cuadros lo que ha sugerido la denominación. Pero ése es un criterio extrapictórico que nada nos dice sobre la peculiar cualidad diferencial de esta pintura, cosa tanto más extraña cuanto que Bonet y Correa, a lo largo de su valioso trabajo, acierta a ver perspicazmente aspectos y valores muy fundamentales del arte lopeztorreño. Temas cotidianos se vienen tratando, en efecto, por lo menos, desde los siglos XVI y XVII -especialmente en este último- para no referirnos más que a la pintura moderna, con las más diversas técnicas, módulos y estilos. Hay ejemplos superabundantes a partir de Velázquez y de Murillo o desde los flamencos, holandeses y alemanes de aquellos dos siglos.

En fin, es dudoso que la palabra «realismo» tenga hoy ya sentido en arte, como denominación de un estilo, tendencia o, sobre todo, de la obra de un determinado artista -salvo que se establezcan para su uso, en cada caso, laboriosas exégesis o acuerdos semánticos. Hoy se sabe -quizá siempre se supo subliminalmente- que el arte, cuando lo es de verdad, tiene siempre virtudes transfigurativas de la realidad, incluso el arte más «realísticamente» figurativo o imitativo, en el sentido convencional de estos vocablos. No hay buen arte que no sea irrealista y transfigurativo, y en el de López Torres esas virtudes están sutilmente potenciadas (como lo estaban en Velázquez) precisamente en la medida en que su fidelidad a la realidad se acendra en grados raramente alcanzados. De modo que la presunta cotidianeidad de sus temas o asuntos se convierte, por la magia transfiguradora de su pincel, en una egregia efusión lírica -carácter que, por cierto, Bonet recalca en su estudio, y que yo ya señalaba en un trabajo de 1946-, es decir, en lo menos cotidiano que imaginarse pueda; cada cuadro o apunte nos ofrece, en su absoluta presencia, un acontecimiento extraordinario y único, irrepetible y deslumbrante: la mimesis se ha transformado en póiesis; la certera, inspirada traslación metafórica de la realidad que opera siempre el auténtico arte -aunque aquí se adelgace y sutilice inefablemente- convierte el cuadro en un objeto poético, en una entidad fúlgida.

Decir «realismo», pues, no es decir casi nada, ya que todo lo que el pintor pinta es real -o irreal, según se mire-: realidad vista, o deliberadamente deformada, o imaginada, o soñada, o simplemente pensada (desde el cubismo, por lo menos, el arte conceptual ha conocido múltiples asunciones). Tampoco nos valdría recurrir a otras etiquetas, como naturalismo, u otra más o menos aproximativa, porque nos encontraríamos con la misma insuficiencia y plurivocidad. Pintar -pintar bien, se entiende-, aun en el sentido más rígidamente «realista» del término -repito-, no es nunca un simple dejar constancia plástica de lo que se ve, sino de un determinado modo de mirar y, por tanto, de sentir, la realidad. (Recuérdese «Sobre el punto de vista en las artes», de Ortega).

Es sintomático que cuando se ha querido extremar el realismo pictórico se ha llegado a formas de arte que, en algún sentido, lo contradicen. Citaré los dos ejemplos más notorios y evidentes. Uno es el impresionismo, que aspiró a ser el non plus ultra del realismo visual, ateniéndose a pintar exclusivamente impresiones, es decir, sensaciones visuales puras, con lo que desembocó en un verdadero subjetivismo abstracto, puesto que tales «impresiones» son algo que en rigor no existe, salvo en los manuales anticuados de psicología. (No es un azar que el impresionismo surgiese en el clima del atomismo psicológico). Si hay algo, en efecto, en que la psicología y la filosofía actuales estén de acuerdo es en esto de la inexistencia de sensaciones puras. Por eso, la pretensión del impresionismo: conseguir un máximum de objetividad ateniéndose a puras sensaciones visuales, falla en su raíz. Y por eso también, en la medida en que se atiene a este principio, es una pintura torpe, tosca, deficiente e inauténtica. (Aunque en la medida en que lo infringe -cosa frecuente-, puede ser -cuando su cultivador tiene un gran talento, como en el caso del fundador, Monet- una pintura excelente.)

El otro ejemplo nos es más próximo: se trata del hiperrealismo actual, vehementemente reactivo contra las corrientes «no figurativas» y, en diversa medida, frente a casi todas las vanguardias y posvanguardias más o menos desmelenadas, pero también, aunque con sesgo menos radical, contra los resabios desestructurantes, vestigios o residuos del impresionismo, que aún colean por ahí en diversas tendencias «realistas». Muestra así un renovado interés por lo constructivo, un fuerte impulso restaurador o reafirmador de valores tradicionales de la pintura incardinados en el rigor del dibujo y del modelado, y una entrega a las destrezas de taller y de oficio con ellos relacionadas, llevando a veces este prurito hasta lo exhaustivo. Este extremismo «realista», con todas sus virtudes y excelencias de métier, su exigente precisión paraacadémica -en un sentido amplio y no peyorativo de la palabra-, su recuperación de toda una serie de pautas y disciplinas descuidadas o postergadas durante varias décadas, tiene, sin embargo, una dimensión de anacronismo, en cuanto retorna en buena parte a una concepción técnico-pictórica prevelazqueña -incluso preveneciana-, si bien su temática, en los antípodas de la de aquellos períodos, la haga desembocar a veces, sin quererlo o de intento, en alguna de las ya casi viejas vanguardias, sea en su línea «objetivista» (como el «realismo mágico» de los años 20), sea en la aparentemente más opuesta -aunque en rigor muy próxima-, como el surrealismo.

En el advenimiento y evolución del realismo pictórico moderno hay un ingrediente cuya función resulta fundamental, que es la luz. Para Ortega, es tan importante el tratamiento de la luz que, en última instancia, es lo único que justifica el empleo, con plena propiedad, del término «realismo». Nos recuerda, a ese propósito, las bambocciata o «bodegones», es decir, «escenas de taberna, figón o cocina», que fueron los cuadros que empezó pintado Caravaggio, con luz tenebrosa y personajes vulgares, desacralizados -tanto en el sentido cristiano como en el pagano o mitológico, e incluso en el de las pompas y dignidades mundanas (príncipes, reyes o dignatarios de cualquier especie o estamento). Ortega caracteriza esa luz de Caravaggio, que pronto imitarán todos los pintores de Europa, como «luz de cueva», de violento claroscuro -es el famoso tenebrismo-, pero, en definitiva, luz real (frente a la convencional hasta entonces reinante en la pintura). Y añade -lo cual tiene primordial importancia- que en ese «naturalismo» o «realismo» que se inicia en la pintura europea con Caravaggio sólo hay una cosa que justifique calificar su obra «como tal»: «La luz, es el primer y anónimo ser que ha sido pintado «realísticamente». Y piensa que «lo que hay que perseguir» en los años inmediatos -que son tan pocos- entre Caravaggio y Velázquez es lo que pasa con la luz, encontrando en el último Velázquez el punto de arribada de ese proceso.

Pues bien, en esa línea de «perseguir lo que pasa con la luz» -que ahora sería a partir de Velázquez- habría que buscar lo más significativo de la pintura de López Torres, quien, por cierto -y es un dato curioso-, hacia sus veinte años o un poco antes, cuando nada sabía de Caravaggio ni de Velázquez ni de realismo, por espontánea intuición, reproduce hasta cierto punto, a escala menor e individual, esta evolución en la pintura de la luz, pintando, no ya bodegones, sino auténticas bodegas, y precisamente bodegas que son cuevas, las bodegas hipogeas de su Tomelloso natal, iniciándose así en su propio tenebrismo y, literalmente, en la «luz de cueva», para lanzarse luego en raudo ascenso hacia soluciones también propias en el tratamiento de la pintura lumínica, en una línea que pasaría por Velázquez y por el impresionismo, como he dicho, pero que llega a una posición distinta -y en cierto modo sintética- de la de ambos.

¿Cómo y en qué sentido concreto se produce esta evolución y síntesis? El cómo yo lo resumiría diciendo que mediante un uso personalísimo del color. En cuanto al sentido, consistiría en que, por virtud de ese uso, López Torres alcanza una nueva fórmula de expresión cromática de gran eficacia en la representación de la luz y del aire, y, con ella, un módulo inédito de veracidad artística.

El propio López Torres, tan reacio a dar «explicaciones» de su arte, cuando se le pregunta, suele responder lacónicamente: «A lo largo de mi desarrollo artístico, he buscado plasmar en mi obra la conjugación más perfecta y armoniosa posible de estos cuatro elementos: forma, color, luz y perspectiva aérea. (Nótese en esta escueta declaración el atenimiento estricto de López Torres a valores y conceptos puramente pictóricos, la ausencia total de retórica, de engreída autohermenéutica, de alusión a temas o a presuntos «mensajes» trascendentes). Esos cuatro ingredientes, en efecto, actúan en su obra en perfecta simbiosis e interpenetración, en casi indiscernible unidad; pero el elemento definitivamente unificante y hegemónico es el color. Todo en su pintura está conseguido por el color y con el color.

Glosemos someramente esta quaternio terminorum.

En primer lugar, la forma. La preocupación por ella no podía ser ajena al arte de López Torres. En realidad, constituye un factor esencial en todo arte. Tratadistas y críticos suelen coincidir en ello. Un eminente teórico y filósofo moderno del arte, Etienne Souriau, llega a afirmar que «de todas las especulaciones propias de la filosofía del arte, sólo tienen valor científico»... «las que recaen sobre el estudio de la forma». En pintura es patente la función primordial que en su evolución ha tenido la lucha por la forma, es decir, por su varia concepción y por la central significación de esas variaciones para su eficacia creativa. La importancia de esta lucha se acentuó a partir del intento de destrucción de la forma por el impresionismo y del esfuerzo inmediato por su recuperación realizado por el posimpresionismo desde Cezanne -y aun desde dentro del propio impresionismo. (Y son notorios y plurales los formalismos promovidos dentro de las corrientes vanguardistas del siglo XX.) Pues bien, en López Torres, la recuperación de la forma viene dada precisamente en función de su uso peculiar del color.

Peralta el color, pero, a diferencia de los impresionistas, no lo hace frente o contra o a costa de la forma, sino al revés, teniendo ésta a la vista y guiado por ella, de modo que brote o se engendre de modo natural como resultado de la sabia distribución de las manchas; éstas, en su múltiple variedad tonal e intensiva, van construyendo, modelando, con precisión y sensibilidad extrema, toda la delicada anatomía del cuadro. Podría decirse que «dibuja» con el color, con la mancha, no menos exigentemente que los mejores grafistas lo hacen con la línea. Pero esas formas advenidas, esos constructos cromáticos no gozan de independencia, no son «formas cerradas» (Wölfflin), sino modulaciones elementales ordenadas a la estructura total que es el cuadro y, como tales, viven de esa en esa totalidad armónica. Forma y color se compenetran, pues, inseparablemente en su pintura, se complican en asimétrica interdependencia, pues si el color depende de la forma cuantitativamente, ésta depende de aquél cualitativamente. Y no hay solución de continuidad entre las formas elementales «abstractas», que son las pinceladas mismas -y que portan ya en sí valores estéticos propios de elegancia, de gracia, de fuerza, de «netitud», de sencillez, de amplitud, de precisión, de soltura, de eficacia, etcétera- y las formas «reales» o «figurativas» que de su combinación van emergiendo, como no la hay tampoco entre éstas y la forma compleja o composición total y final-, es decir, la estructura unitaria -que es el cuadro, y en la que el aspecto cromático prima sobre el aspecto formal; lo que le presta su peculiar coherencia armónica o consonancia son las modulaciones del color, y a ella se subordina y ajusta el juego y movimiento de las formas. Se podría entonces decir, sin figuración de sentido -aunque pueda sonar un poco extraño a ciertos oídos- que lo que es un cuadro de López Torres, ante todo, es una fascinante estructura cromática.

Pero esto nos remite ya al otro elemento fundamental, que es la luz. Pues, en efecto, lo que López Torres persigue en esta operación de alta precisión estética que es su invención sinfónico-cromática, y en su virtuosista ejecución, no es otra cosa que la captura de la luz real y efectiva de cada instante y lugar por él elegidos: esa es la gran pieza esencialmente huidiza, fugitiva, que trata de hacer caer en la sutilísima red cromática tejida por su laborioso pincel (cualquier otro artificio más tosco la dejaría escapar a través de sus mallas) este experto cazador de cadencias, transparencias y diafanidades. Y como la luz sólo es visible en sus reflejos, es decir, en los objetos que alumbra, y para un espectador sumergido en la atmósfera, el primer objeto que baña es el aire, y sólo a través de él, de sus masas más o menos voluminosas, todos los demás, resulta que la caza de la luz sólo es posible a través de lo que vengo llamando pintura aérea o aéreo-espacial. Transcribo aquí una de mis anotaciones de conversaciones con nuestro pintor: «A fuerza de pintar a lo largo de toda mi vida a base de esos cuatro valores (forma, color, luz y perspectiva aérea)» -dice-, «he llegado a tratar la forma como pura masa de color, y estas masas varían, naturalmente, con el momento, con el estado atmosférico».

Se trata, pues, de captar, con la máxima exactitud, con aproximación casi infinitesimal, las puras calidades cromáticas, los finísimos matices diferenciales correspondientes a cada momento atmosférico y a cada distancia, y saber trasladarlos materialmente a la paleta y desde ella, con la ajustadísima técnica de la pincelada en cada caso requerida a la tela o a la tabla. Ese es el momento decisivo, el del tránsito de la mirada aprehensora a la ejecución, en la que toda la intencionalidad estética se concentra en la mano, en su sensibilidad para los más mínimos movimientos y presiones sobre el pincel y sobre la tela: la carga de materia del pincel, su diversificada aplicación sobre el lienzo -barridos, empastes, manchas estáticas, leves frotes, toques, roces, etc. La mano, diríamos, se hace consciente, sabe en cada instante si su trabajo va bien o mal. Todo este proceso, cuando se realiza con pleno acierto y limpidez, arroja como resultado la perfecta perspectiva aérea y con ella el latido de vida, la frescura, la vibración lumínica del instante. Cada paisaje de López Torres es uno de esos latidos de luz y de tiempo, y en ese sentido concreto, esto es, como expresión de ese saber hacer magistral, es en el que decía antes que constituye una verdadera obra maestra.

Sigo citando palabras del pintor; «La preparación de la paleta es para mí fundamental. Pongo ya en ella los valores cromáticos que capto en la realidad, es decir, los pigmentos cuya mezcla ha de reproducirlos. Esa preparación no es puramente mecánica o instrumental, sino que es ya pintar. Quiero decir que para pintar tengo que tener: la paleta ordenadísima, con la ordenación cromática de la perspectiva aérea, se entiende: las tres entonaciones fundamentales que corresponden al primer término, al medio y al último, y sus modulaciones intermedias y subsidiarias. Esto es lo que da a mis cuadros ese equilibrio visual y ese baño de luz que de algún modo los caracteriza. Es como un acorde musical... Para mí la armonía cromática es «trasladable» a la «musical». Pero todo eso no se puede lograr si no se respetan las estrictas leyes elementales de la representación pictórica.

Vemos, pues, cómo los efectos lumínicos perseguidos por la pintura de López Torres se logran en ella exclusivamente mediante un sabio y personalísimo uso de los pigmentos. Por tanto, cómo el color, modulador de formas, es también el vehículo de la impresión lumínica. Los objetos funcionan, pues, en sus cuadros al servicio de la luz, es decir, son efectos de luz, según postulaba -aunque, en general, sólo escasa o toscamente cumplía- el impresionismo, pero sin perder nada de su entidad propia, es decir, salvando las formas en el modo ya descrito. Es pues, también el color el vehículo de la expresión aérea, de la organización de la espaciosidad dentro del cuadro en términos o planos de cercanía y lejanía, o sea, como hemos dicho, de la perspectiva aérea, que en este tipo de pintura casi reemplaza totalmente a la lineal o geométrica y, desde luego, siempre la vivifica cuando ésta existe. Sus ingredientes no son otros que los matices de color que la luz, atravesando las capas de aire interpuestas entre el ojo del pintor o espectador y los objetos -y que varían no sólo en sus gradaciones cualitativas, sino también en el envaquecimiento e indefinición de los contornos, según la distancia-, va posando sobre éstos.

Perfecta simbiosis, pues, de forma, luz, perspectiva aérea y color, bajo la función hegemónica de éste.

Y éstas son, según yo las veo, las peculiaridades principales de la pintura de López Torres, que especifican su modo concreto de encarnar en nuestro tiempo una de las versiones más próximas al pintor puro, como la encarnó Velázquez en el suyo.

Hasta tal punto es así que incluso su obra gráfica -especialmente la de su penúltima y última épocas-, constituida en su casi totalidad por «dibujos» a lápiz, éstos, más que como dibujos, están concebidos como pintura en manchas grises, con casi total o total eliminación de la línea, buscando efectos de perspectiva aérea en los que el color está fuertemente «postulado» y como «brillando por su ausencia». Esta calidad pictórica de sus dibujos es también algo muy de su propio peculio: en su mano, el lápiz se torna extraño pincel, casi lo contrario de lo que sucede en otros pintores; por ejemplo, en algunos hiperrealistas actuales. En estos «dibujos», que habría que llamar más bien pictoremas gráficos o grafomas pictóricos, López Torres busca los mismos valores atmosféricos que en sus pinturas, y al no disponer para ello del formidable y esencial ingrediente del color, se refugia en el recurso exclusivo de los grados de claridad y juega a suscitar con la gama de los grises -plomo o carbón- la evocación espectral de un color ausente, consiguiendo con tan exiguos medios, y sólo a fuerza de imaginación y sentimiento pictóricos, esos bellos grafomas al lápiz plomo, que son como pálidos fantasmas de cuadros, en los que anida la nostalgia -la nostalgia del color ausente, por lo pronto- y que no podrá entender ni apreciar en todo su valor quien no conozca a fondo su pintura.

Y no es que le sea ajeno el dominio del dibujo, de la línea, e incluso de la pintura fundada en ellos. En trabajos de su primera juventud dejó testimonio contundente de esta capacidad, testimonio que culmina, a mi entender, en su autorretrato de 1921, siendo aún un muchacho. En esta obra de sus dieciocho o diecinueve años, de un rigor dibujístico extraordinario, López Torres, de un solo envite y con total espontaneidad (e indeliberación, por supuesto), anticipa el hiperrealismo, pero al mismo tiempo por el ya admirable, aunque primerizo, tratamiento de la luz inicia su camino emancipatorio hacia la pintura aéreo-espacial pura. Es, por tanto, una obra de encrucijada. No hay, en efecto, en el hiperrealismo, en cuanto pintura estricta, es decir, prescindiendo de otros aspectos de él, como la intencionalidad, más o menos «surrealista», albergada con frecuencia en su temática, que no esté ya, actual o potencialmente, en este cuadro liminar de López Torres. Con él demostró que poseía holgadamente la capacidad para haber descollado en este tipo de pintura si hubiera querido. Pero ahí está la cuestión: no quiso (como, según vimos, tampoco quiso Picasso crear obras maestras, en el sentido fuerte del término) -otra vez incide aquí el inquietante problema del poder y querer artísticos. Y no quiso porque al poco tiempo de haberlo pintado le pareció ya insuficiente, es decir, ingenuo, primitivo: sólo un momento primerizo en el camino evolutivo hacia la consecución y el dominio de esos otros valores más específica y estrictamente pictóricos -sigo usando el término en el sentido de Wölfflin-, en los que dentro de su austera y voluntaria limitación había de alcanzar cotas cualitativas difícilmente igualables.

A su arte se pueden aplicar las dos sentencias -popular una, erudita la otra- que dicen: «Quien mucho abarca, poco aprieta» (entendida aquí en viceversa), y el conocido aforismo gracianesco: «Valen más quintaesencias que fárragos». Porque, en definitiva, esta doble condición es la que confiere a la pintura de López Torres sus más genuinas excelencias: la innata, instintiva sabiduría de la limitación -repetidamente señalada-, pronto elevada a voluntad expresa, y, como consecuencia de ella, la capacidad de concentración -igualmente indicada- que hace de su arte un permanente ejercicio de depuración estética -siempre dentro de las coordenadas que venimos precisando. Es esto lo que presta a su obra tan rara originalidad. Lo que se quintaesencia y alquitara en ella -entiéndase bien- es la pintura misma, en cuanto tal: se despoja de todo lo que le es próxima o lejanamente ajeno. No pretendo negar otros valores, buscados y alcanzados por otros excelentes pintores, y que, en un sentido amplio de la palabra, tampoco dejan de ser pictóricos. Es posible -es casi seguro- incluso que esa pureza lopeztorreña sólo pueda conseguirse a costa de sacrificar otros muchos posibles logros estéticos, y, en efecto, hay «impurezas» que pueden ser hasta geniales: pero el hecho es que López Torres no los ha buscado, no los ha querido. Tampoco digo que los haya desdeñado (por ejemplo, no oculta su admiración por Solana, tan lejano y aun opuesto a su inspiración); digo sólo que su voluntad de estilo, su destino artístico, personalísimo, han sido asumidos por él con plena conciencia y llevados a sus últimas posibilidades, sin concesiones a ningún otro interés o tentación. Y por esa, y sólo por esa capacidad casi estoica de renunciamiento a otras posibilidades, que estaban sin duda al alcance de sus espléndidas dotes naturales, ha podido lograr esa cimera cifra de perfección dentro de su dilecta línea.

Una de las peculiaridades de este refinado arte suyo es -en esa línea de acendramiento- la «limpieza» de la paleta. Ha sido ésta una preocupación casi obsesiva para nuestro pintor frente a, por ejemplo, los impresionistas y otros representantes de diversos «realismos». Es ella la que presta a sus cuadros su más acrisolada calidad de pintura aérea, esa transmutación como mágica de la pesada materia de los pigmentos en pura e ingrávida transparencia de tremulenta luz, esa tenuísima veladura del cendal del aíre que agrisa, a veces casi imperceptiblemente, los colores, dándoles esa peculiar levedad, esa como disuelta suntuosidad, atenuadora de contrastes, que los caracteriza. Sólo gracias a esa limpidez cromática puede una pintura aprehender, como lo hace la de López Torres, todos los registros, aun los más aparentemente indiscernibles, de la libre luz diurna a campo abierto, en distintas horas, estaciones y «temperos», con esa acuidad de percepción casi hiperestésica que hacen de cada una de sus tablas o lienzos una especie de suave y matizadísima joya iridiscente.

Este arte de López Torres, como toda verdadera creación, es susceptible de diversos niveles de comprensión. Por un lado, sus obras son pictoremas de la más golpeante evidencia estética: pero, por otro, la apreciación de sus más exquisitas calidades sólo es asequible a unos pocos contempladores de excepción dotados de aguda sensibilidad para los valores pictóricos puros. En este sentido, es un arte minoritario, sin que por ello deje de ser también, a otro nivel, amable y grato, comprensible, pues, para mucha gente, e incluso popular. Lo peor que puede, pasarle a este arte -y López Torres lo sabe muy bien, por larga experiencia- es caer bajo el juicio de un tipo de espectador semiculto, o incluso culto y con pretensiones de «saber de arte», pero de roma receptividad, que sólo puede ser capaz de dejarse impresionar por lo más periférico y menos esencial de esta pintura, como es el tópico y convencional «realismo» y, dentro de él, el no menos convencional «tradicionalismo» de los asuntos o temas (paisaje, bodegón, retrato e incluso «cuadro de género») y lo anecdótico de los mismos, por ejemplo, su «regionalismo» o «color local». Era fatal que esto sucediera con un artista tan singular y, a la vez, tan «impolítico» y alejado de cenáculos, mentideros y «promocionantes» relaciones con personas o grupos de intereses influyentes dentro del mundo del arte; en suma, con tan escasa vocación de triunfo social y con una obra tan dispersa, tan poco exhibida, tan hurtada a la atención de público y crítica, si atendemos a su importancia y calidad.

También ha contribuido mucho a esa injusta -o necia- posposición el hecho de que en este arte selecto no existe ni el más leve vestigio de «feísmo», de tremendismo, o de cualquiera de los otros «ismos» constituyentes de lo que pudiéramos llamar, renovando el sentido de la expresión de John Ruskin, la múltiple «mentira patética» del arte actual, asistida siempre de tan buena prensa. López Torres se atiene, sencilla y, si se quiere, humildemente a la belleza. Y ciertamente, el potencial de estos condensadores de energía estética que son sus cuadros parece, en ese aspecto, inagotable: uno podría estarse mirándolos todos los días, toda la vida, sin que dejen de efundir belleza, y sólo es auténtica belleza la que es capaz de superar esa prueba; antes al contrario, la larga y frecuente contemplación va dejando descubrir cada vez nuevas calidades e insospechadas «plusvalías». Y no se trata de suscitar artificialmente asociaciones imaginativas «a partir de» los datos pictóricos presentes en el cuadro (nada de gesticulación sibilina ni de signos jeroglíficos que empujen la perplejidad del pobre espectador desprevenido y bienintencionado hacia presuntas recónditas sublimidades o insinuantes promesas, que, por supuesto, nunca se cumplen): son valores reales que están allí, que «se nos entran por los ojos» -si se sabe mirar- y se nos imponen «activamente» a través de la ventana mirífica donde un trozo entrañable de universo, perfectamente localizable y fechable, ha quedado apresado y desvelado en una especie de encantamiento visual y nos envía en efluvios emotivos su misteriosa, pero esplendente, fe de vida. En estas obras el artista «se ha ido al toro», no se ha «andado por las ramas», ha buscado la verdad a cuerpo descubierto, y el resultado ha sido un arte en el que la claridad -no sólo la de la luz real que puebla sus cuadros, sino la de la gran categoría estética (también estudiada por Wölfflin) que ese término expresa- es máxima.

Es casi seguro, en efecto -y él lo reconoce así-, que si López Torres se hubiera interesado más por las «inquietudes» del «arte nuevo», si se hubiera educado en un medio urbano y en un ambiente cultural denso, y si hubiera tenido más ambición de triunfo y de proyección social, nunca hubiera alcanzado el nivel de perfección y de consumada maestría que su refinadísimo arte nos ofrece. Con lo que nuevamente advertimos hasta qué punto es importante esa condición de arte ensimismado, que antes señalé, en su pintura. Me pregunto, no obstante, si esta condición no desempeñó también en la de Velázquez un papel homólogo, a pesar de que Velázquez sí tuviera una gran ambición social y viviera desde muy joven nada menos que en la Corte, donde alcanzó la nobleza, como pintor real y en amistad personal con el propio monarca Felipe IV, tan aficionado a las artes y gran coleccionista, lo que le obligó a viajar y le permitió tomar contacto directo con lo mejor del arte y con algunos de los más grandes artistas de su tiempo. Velázquez, sin embargo, parece que no resultó alterado ni demasiado influido por esos contactos y se mantuvo fiel a su propia línea y concentrado en ella, es decir, en sí mismo, porque estaba seguro de tener cosas propias que decir y de colocarse con ellas a la cabeza de su época. Con lo que parece demostrarse que el destino externo es poderoso, pero el interno, el que brota de lo más hondo de la personalidad, sobre todo cuando ésta es creadora, lo es más todavía, y, de un modo u otro, si no surgen obstáculos insuperables, acaba por imponerse.

Encontramos así en el arte de estos dos pintores, tan dispares en tantas cosas, además de las coincidencias apuntadas, una nota de quietud, de sosiego -Ortega, en su estudio, recalcó este carácter en Velázquez-, de complacencia en una realidad que se ofrece reposando tranquilamente en sí misma, ostentando aquellos aspectos que mejor pueden sugerir esos sentimientos, dejar vacar a ellos el ánimo y la vista, de modo que se haga máximamente posible una contemplación desinteresada, puramente fruitiva, de los finísimos valores emanados de su presencia estrictamente visual y espacio temporal. No importa que el espacio pintado por Velázquez esté confinado entre muros y el paisaje sólo esté destinado en sus cuadros técnicamente a servir de fondo a sus retratos o escenas y, por tanto, no está tratado pictóricamente in modo recto: la excepción, los Jardines de la Villa Medicis, confirma la regla, pues se trata aquí de un «aire libre», sí, pero también llenando un espacio doméstico, limitado por muros. López Torres, en cambio, busca el paisaje por sí mismo, le da un valor protagonístico, prefiriendo los abertales de la llanura tomellosana, los amplios espacios y lejanías en los que la perspectiva aérea multiplica sus planos, en una graduación de a veces casi imperceptibles variaciones cromáticas, y en los que con frecuencia aparecen también figuras -hombres y animales- envueltos en el aire y en la luz, que se integran en el paisaje y parecen destinadas a jalonar dichos planos, al tiempo que les infunden vida. He hablado antes de «presencia» espacio-temporal en Velázquez. En los paisajes de López Torres también la hay, pero el tiempo está captado en ellos no sólo en el sentido repetidamente mencionado de la aprehensión del instante, sino también el que la palabra adquiere cuando la emplea el labriego que se asoma al campo a ver qué tiempo hace, lo que expresa a veces con esa sugerente palabra; tempero; de modo que el tiempo cronológico se funde aquí con el meteorológico, es decir, con el tempero de cada sazón: la sequedad o humedad del ambiente, la temperatura -de la misma raíz que «tempero»-, la neblina o diafanidad del aire -tiempo primaveral, estival, otoñal, matutino, meridiano, vesperal-; es tan vivido el ambiente que hasta se diría que en él están sugeridos también los olores y sonidos correspondientes a esas diversas tesituras «temperales» telúricas y atmosféricas de un agro intensamente vivido y sentido. La única referencia sensible que está reducida a un mínimum es la táctil, porque el aire, el espacio y la luz son impalpables.

Todos estos ingredientes concurren en la integración del clima «poemático» que de cada cuadro o apunte trasciende y que se podría quizá condensar en tres notas anímicas dominantes: el ya señalado sosiego, la gozosa exaltación lumínica de la Naturaleza y una cierta melancolía: en todo ensimismamiento hay por lo menos unas gotas de ella. Notas, por cierto, alusivas a esencialidades muy españolas: no todo en lo español va a ser tremendismo, esperpentismo y feroz claroscuro. (Y esto me recuerda el final de una conferencia famosa sobre Hegel de mi maestro Zubiri, en el año 1931, que terminaba con esta frase, que siempre me impresionó: «Esperemos que España, país de la luz y de la melancolía, se decida alguna vez a elevarse a conceptos metafísicos».)

La primera de estas notas -decía- le es común con Velázquez, y no deja de ser curiosa, y aun sintomática, la coincidencia, pues no hay que olvidar la pertenencia de uno y otro pintor a dos épocas de inspiración opuesta, respectivamente, a la de cada uno de ellos: la pertenencia -digo- de Velázquez al atormentado y retorcido barroco y la de López Torres a la de nuestro convulsivo siglo de las «vanguardias». Uno y otro eluden estas agitadas corrientes, abstrayéndose en su propio arte y oponiendo a aquéllas una impermeabilidad y una serenidad exenta e imperturbable. (Y advirtamos de nuevo cómo en esta actitud se revela, una vez más, la radical y auténtica libertad con que, en diversas coordenadas y perspectivas históricas, biográficas y personales, se entregan ambos a sus respectivas tareas creadoras.)

La segunda y tercera notas, en cambio, no aparecen en Velázquez o lo hacen sólo de modo muy atenuado, aunque quizá yazgan latentes -sobre todo la tercera- en el trasfondo de sus telas.

Vemos así cómo las afinidades formales o de inspiración entre dos artistas pueden ser considerables, alojándolos dentro de una misma tendencia estética y, sin embargo, los caracteres de época, de peripecia vital, de temperamento e idiosincrasia, pueden a su vez establecer diferencias de personalidad no menos importantes y, por tanto, un diferente espíritu subyacente a su obra.

Este espíritu es en Velázquez altivo, si no adusto, y sobre todo celosamente reacio a toda manifestación afectiva. Su pintura es tan asombrosamente perfecta, se impone tan irresistiblemente a la admiración inmediata, que alza una infranqueable barrera entre ella y la intimidad del artista, la cual queda siempre celada, inaccesible. Velázquez no se permite dejar transparecer en su obra más sentimiento que el de una poderosa mirada aquilina, dominadora del espacio, y el de una mano portentosamente dotada para trasponerla al lienzo, con una fidelidad incomprensible y estremecedora. ¿Cómo se ha podido realizar esa prodigiosa traslación, en la que la distancia «de lo pintado a lo vivo» se minimiza hasta casi desaparecer? El tema de los cuadros es indiferente: es sólo pretexto o apoyatura para ejecutar el increíble conjuro; a lo sumo, si se quiere, una concesión a la convención artística de los «géneros» de la época -ello es evidente en los escasos cuadros religiosos o históricos o en las mitologías-; pero lo que Velázquez pinta siempre son retratos, trátese de personas o de cosas: carnes, facciones, ropajes, materias, escenas, objetos envueltos en la luz y en el aire que llenan un espacio siempre realísimo. En López Torres el proceso es análogo -guardando las proporcionalidades de rigor-, pero cambia el «espíritu subyacente», el manadero de la inspiración, que pasa a ser en él reverencial y humildemente admirativo, sin perder por ello un ápice de «objetividad», pues también López Torres, a su manera, «retrata» lo que pinta, busca su inconfundible fisonomía y su impositivo: «estar ahí». (Es decir, también él pinta la apareciente o surgente contingencia, según señalábamos.) Pero, a estos efectos, ya no están indiferente el «tema», la realidad elegida -Velázquez se vio en esta elección estrechamente constreñido por su condición de pintor real-; López Torres es más libre: hay en él una dilección temática, en la que se denuncia de modo sui generis el complejo fondo emotivo que alimenta su arte. La profunda compenetración juvenil con el campo labrantío tomellosano y sus gentes, conviviendo con ellas, trabajando con ellas largos años de su infancia y adolescencia, han impreso carácter a su obra. En conversaciones con él me lo ha hecho notar repetidas veces. Ese período preescolar, entre los doce y los veinte años, tiene, en efecto, gran importancia para determinar su posición artística -su «elección formal», para usar la expresión de Dufrenne- libérrima e independiente. Y también circunstancias posteriores la favorecieron; por ejemplo, la interrupción del aprendizaje en la Escuela de Bellas Artes durante dos años, debida al cumplimiento del servicio militar, en los que dibuja y pinta, sobre todo, retratos de familiares de sus jefes: dos años más de auto-didactismo. Parece que todo se conjuraba para evitar que su personalidad, en su período formativo, se contaminase de influencias que hubieran podido deformarla. Todo ello se vio reforzado más tarde por su introversión y su tendencia al aislamiento en el terruño natal, en cuanto sus actividades docentes se lo permitían. Ese conjunto de eventos, sentimientos y voluntades dio como resultado un arte pleno de autenticidad, en una época de casi universal falsificación; de incorruptible honestidad, en tiempos de casi unánime impostura y descarada logrería; de exigente rigor, en medio de una laxa arbitrariedad generalizada; de profunda humanidad, en sazones de multiforme deshumanización.

Hay en López Torres, en efecto, un gran respeto por el hombre, por su dignidad, unido a su mencionado temple reverencial ante la Naturaleza y, sobre todo, por el hombre sencillo del agro y por sus humildes quehaceres. Un respeto que se diría doblado de amor, sobre todo cuando esas personas son niños. Pero estos sentimientos parecen extenderse también a los: animales y a las cosas todas. Pinta con el mismo amor al viñador preparando su almuerzo, al pastor descansando, a unos niños que juegan o recogen hierba, unos burros pastando, la muía, al carro con el hato al lado, los cacharros, los trebejos, casitas, quinterías, bombos, en la lontananza, el pozo de la era, viñedos, melonares, encinares, mieses, cardenchas, yerbezuelas, guijarros, rastrojos, barbechos, la lejana serrezuela azulenca, violeta y rosa: los anchurosos campos, en suma; o la tenue nubecilla en el cielo impoluto, o la luz gris-perla del nublado, o el charco que la refleja, engastado en el rojo terruño recién llovido. López Torres siente una hermandad de evidente linaje franciscano con todo ese hermoso y quiescente mundo rural, del que se sabe intérprete elegido, con una conciencia casi misional de dejar testimonio veracísimo de él -de su belleza raigal- en telas y tablas. Por eso no se permite bromas ni extravagancias, debilidades ni descuidos en el cumplimiento de tal misión: tiene que dar fe de esa fugaz belleza -quizá sólo por él vista en toda su riqueza de valores- sin adulterarla, transmitirla en la integridad de su radiante plenitud, contarla -o, si se quiere, cantarla- en el único lenguaje y con la única música adecuada a tal rapsodia, es decir, haciendo «hablar» -cantar- a su pincel con la precisa eficacia para no postergar ni omitir nada significativo. Hay, en efecto, en esta pintura un cierto sentido sacral, un fondo de tácita «religiosidad», actualizándose y cobrando en ella un peculiar significado la vieja -y hoy tan desacreditada- metáfora del «sacramento del arte». Cada cuadro o apunte es como un ejercicio de «acción de gracias», por el cual le es permitido al artista ofrecer a cualquier mirada sensible, más que un trozo de la realidad, un patente trasunto de su belleza extrínseca e intrínseca, tal como la vio el artista y nadie más que él pudo verla, pero que ahora, al conjuro de su pincel revelador, se nos hace visible a todos.

Estamos, pues, a cien mil leguas del temple lúdico e intrascendente que Ortega discernía en el «arte nuevo» deshumanizado. López Torres se siente -aunque no se lo confiese a sí mismo de modo expreso- con el temple de quien tiene a su cargo la salvaguardia de valores artísticos esenciales que un complejo proceso degenerativo ha puesto en peligro. Se trata entonces, propóngaselo o no conscientemente, de entregarse a una tarea de regeneración artística, que implica, entre otras cosas, una profunda rehumanización. (Hay otro modo de degeneración artística de signo aparentemente opuesto al del arte pseudorrevolucionario: el de formas artísticas anacrónicas que repiten inerte y casi mecánicamente -a veces incluso con oficio y hasta cierto virtuosismo técnico, otras veces como tristes contrahechuras- gestos modélicos del pasado. Para contempladores superficiales, este arte «pasadista» podría ofrecer alguna similitud con el de López Torres, pero ningún buen catador de arte incurrirá en tan crasa confusión. Antes al contrario, percibirá con evidencia que la acción regeneradora de este último se enfrenta, con aquel arte paralítico con tanto o más vigor que con el deshumanizado, histriónico o epileptoide de las «vanguardias».)

Regeneración y rehumanización son, pues, dos caras de la misma moneda: esa moneda de oro puro que es su pintura, con la que López Torres contribuye en primera línea -y a esto sí que se le podría llamar con toda propiedad vanguardia, si el vocablo no estuviera tan mancillado y deteriorado- a esa revaloración y reanudación del gran arte de siempre, tan necesitadas en nuestros días. La esforzada entrega a este doble imperativo hace de nuestro manchego ejemplar, injerto en la andante caballería artística a lo divino, uno de los más genuinos y silenciosos paladines -por cierto, codo a codo, como he dicho, con toda una preclara mesnada manchega- en esa empresa o «paso honroso» que la situación actual del arte está pidiendo tan perentoriamente.

Y con esto cierro el ciclo de este discurso, volviendo al punto en que lo comencé.

Sólo agregaré, a modo de colofón o estrambote, un ligerísimo apunte biográfico-fisiognómico de nuestro artista.

La trayectoria biográfica de López Torres es de una parquedad enecdótica extrema. Su vida no ha tenido apenas complicación «externa», engranes con cualquier tipo de actividad o de relación social que hayan podido distraerla de su pintura o perturbarle dentro de su dedicación a ella -salvo las horas de obligada tarea docente. Su vivir ha sido, pues, una larga brega solitaria con su arte, un prolongado ensimismamiento -para usar una vez más esta insustituible expresión- en él. Principalmente por propia voluntad, pero también en alguna medida por obra de las circunstancias o del azar, es lo cierto que no se ha complicado la vida en casi ninguno de los sentidos en que esto es habitual: creación de vínculos familiares -es un célibe perpetuo-, aventuras, viajes, etc., o lo ha hecho en tan mínimas proporciones que casi no cuentan.

Esta sencillez casi monástica de su peripecia externa contrasta con la riqueza espiritual de su vida interior, que se trasluce en su fisonomía: su rostro enjuto, atezado, curtido de soles e intemperies, anguloso, duramente tallado, como resecado en surcos y arrugas incisivas, es el rostro macerado, trabajado y consumido de vigilias y «ejercicios», de un asceta. Toda su represada vida interior se refleja en la tensión de la boca prieta, circuida de finos frunces convergentes, y aflora en la efusión luminosa de la mirada, que se enciende por instantes en resplandores cordiales de puro entusiasmo infantil y por instantes se vela, pensativa, en suaves destellos melancólicos. Toda la vida interior del hombre y del artista pulsa en esos contrastes de su mirada: la pureza siempre reestrenada, como en una perennizada puericia, deslumbrada ante la belleza del mundo, y, por otra parte, el tamo del dolor, la sedimentación de una larga experiencia y sabiduría, forjada a golpes en la dura fragua de la vida, en la obligada convivencia con gentes de insensible catadura espiritual, incomprensivas, a veces hasta hostiles.

Este hombrecito de voz ruda y cortante, de talante arisco y escondidizo, puede tener la ternura contemplativa de un «Fra Angélico de las glebas» -como llamó Ortega a Regoyos- o extasiarse indefinidamente ante el gorjeo de una avecica de los campos, como el monje de la leyenda piadosa cantada por el Rey Sabio. De hecho, se ha pasado noches enteras al sereno oyendo el canto de los ruiseñores y llevándoselo a casa enjaulado en cintas magnetofónicas. No hay música mejor para él, salvo esa «música callada» y «soledad sonora» que alienta en sus cuadros y que si no es ya la del Cántico espiritual o la de la Noche oscura del alma del fraile de Fontiveros, nuestro máximo místico, sí es la del radiante día del corazón, que inunda el ámbito reverberante de sus telas y tablas, donde parecen suscitarse siempre trémulas anunciaciones.





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