Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Entrevista con Jesús Campos


Realizada por María Martín,
transcripción de Mª Carmen Jerez



Entrevista realizada en la Universidad de Alicante el 20 de noviembre de 2002 en el Salón de Actos del edificio Germán Bernácer, durante el desarrollo de las actividades celebradas con motivo de la X Muestra de Teatro de Autores Contemporáneos.

MARÍA MARTÍN (M. M.).-  Jesús, me parece que para hablar de ti no hacen falta demasiadas presentaciones, sobre todo con este auditorio de «gente de teatro» y amantes del género que asiste a esta charla. Todos te conocen perfectamente y conocen tu obra.

Sin duda, a más de uno, igual que a mí, le llamará la atención un aspecto de tu biografía teatral y es que has hecho casi de todo; eres un auténtico «hombre de teatro», porque has sido actor, profesor, gestor teatral, dramaturgo... ¿Qué te falta por hacer dentro del mundo del teatro?

JESÚS CAMPOS (J. C.).-  Pues... de taquillero.   (Risas.)   De taquillero, no he trabajado todavía. Conozco a algún director que lo hace; claro que también es empresario, pero no es mi caso. Ahora, desde barrer el escenario... En fin, de todo.

M. M.-  Pero fundamentalmente te consideras autor de teatro.

J. C.-   Es como empiezo. Bueno, como empecé fue de espectador. En teatro, lo primero que hay que ser es espectador. El teatro es un lenguaje, y hay que practicarlo; que se haga el oído. Yo lo he dicho siempre, porque me parece importante. Y se lo digo muy especialmente a los que pretenden escribir teatro y confiesan sin pudor que ellos no van, que a ellos el teatro que se hace no les gusta. Como si eso importara.

Yo me inicié de niño, en Jaén, en un circo; bueno, en una carpa que ponían todos los veranos. Los Arriola, creo que se llamaban. Noventa estrenos al año. Todos los días estrenaban. Ensayaban... o mejor, leían las obras por la mañana, y por la tarde las decían... aproximadamente. Ya te puedes imaginar. Allí conocí a Benavente, a los Quintero, a Arniches... en una carpa. También iba al Cervantes, a ver los «Tenorios» y a la zarzuela. Me veo viendo teatro desde que tenía cinco años. Y eso, quieras que no, te va haciendo el oído, te afianza en el teatro que existe, en el teatro que entienden los demás. Y a partir de ahí, ya haces lo que quieras, todas las transgresiones que quieras. Verás, un lenguaje no se inventa; se transforma. Y se transforma paulatinamente. Incluso cuando crees que lo has puesto todo patas arriba, la verdad es que no has inventado nada. Como mucho, reinventas. Puede, no te digo que no, que alguna vez pongas algo de tu cosecha, pero son cosas tan mínimas... Nos pasamos la vida descubriendo el Mediterráneo. Si te fijas, mi teatro no es más que un cruce, un híbrido entre sainete y teatro del absurdo. Ese es todo mi invento.

Pero volviendo a tu pregunta. Empecé como espectador. Luego fui actor en el colegio, y maquillador. En la Universidad, fui ayudante del regidor con Martín Recuerda. Eso fue Granada. Y a los veinte años, me la jugué como empresario; al principio, participando en la producción de Un sombrero lleno de lluvia y de La herida del tiempo, que se hizo en el Eslava, pero de forma muy mínima; y luego ya, con producción propia, puse en el Recoletos Nacida ayer, de Garson Kanin. Allí hice de ayudante de dirección y me encargué también de la escenografía. En fin, tenía veinte años, o veintiuno, y no digo que esa fuera la causa, pero me arruiné. Sin un duro, pero que sin un duro; vamos, que me vi comiendo garbanzos tostados. Y dejé el teatro. En diez o doce años no quise saber nada del teatro. Aunque, eso sí, continué como espectador.

Y aquí ya sí, aquí enlazo con tu pregunta. Cuando vuelvo, lo hago como autor. Escribiendo. Y a partir de ahí, a veces por necesidad, a veces por gusto, me voy metiendo en todo. Eran cosas que yo ya conocía, en otras me preparo. Y así hasta llegar a percibirlo en su globalidad. Yo es que creo que el teatro debe hacerse de forma global. La autoría, claro; la interpretación es otra cosa. Pero la autoría, la propuesta es un todo. Hay quien prefiere subdividirla, allá cada cual; ahora, yo es que lo entiendo así.

M. M.-  O sea, que por eso se explica tu versatilidad en el mundo del teatro, porque entiendes el proceso teatral como un todo y eso se ve en tu dramaturgia...

J. C.-   Yo creo que sí. Es como quien pinta un cuadro. No hace uno la perspectiva, otro pone los rojos y otro los azules. Se pinta el cuadro y punto. Y el teatro es igual, solo que con sonidos, imágenes, palabras... A mí me gusta abarcar al máximo. Y no es que partiera de una idea previa; vamos, que no es que pensara que mi teatro debía ser así, sino que fue surgiendo. Ahora, visto el resultado, creo que hice lo que tenía que hacer. O si no, a ver cómo solo escribiendo el texto hubiera podido jugar a crear tensión entre imagen y palabras. Por cierto, algo que está muy en la onda del teatro que se hace en el mundo. Claro que lo que yo hago no es violentar la obra con la incorporación de signos escénicos ajenos al texto, sino que utilizo los signos no verbales dentro del discurso de la obra.

M. M.-  Ahí es precisamente, Jesús, donde se ve el rasgo que define tu obra, ¿no?, el que la caracteriza...

J. C.-   Pues sí, a toro pasado, yo diría que sí, que incluir los signos no verbales como parte integral de la obra es una característica de mi teatro, creo que fundamental. Aunque claro, no solo del mío, también de otros.

M. M.-  Por eso esa mezcla de escenógrafo, director y... de todo ¿no?

J. C.-   Sí, pero no por eso; quiero decir que no he utilizado ese procedimiento para alcanzar ese resultado, sino que por utilizar ese procedimiento es por lo que alcancé ese resultado; puede parecer lo mismo, pero no lo es. Vamos, que si llego a hacer caso a los que me aconsejaban que me dejara dirigir por otro, por aquello de que una mirada distinta podía enriquecer mi obra, el resultado no hubiera sido ese. Y es muy probable... probable no, seguro, que en lo de la riqueza tuvieran razón; pero como yo no busco la riqueza, sino la expresión, a mí me expresa más expresarme yo que no que me exprese otro.

M. M.-  Y por eso ahora estás volviendo al escenario, a participar en tus obras también como actor.

J. C.-   Sí, bueno, yo ya había actuado antes. Aunque lo de ser actor es cosa aparte. Ser actor es lo más. Quiero decir que el teatro culmina con su expresión pública, por eso actuando es como mejor te lo pasas. Si no fuera por lo difícil que es dirigirse uno a sí mismo... Yo es que no sé; por eso siempre que he actuado lo he hecho después de dirigirle el personaje a otro.

En Nacimiento, pasión y muerte de... por ejemplo: tú, que fue mi primer montaje, arrancamos con un trabajo de taller en el que todos interpretamos todos los personajes. Era una obra coral; de ahí que, al asignarme alguno de los papeles, yo ya había podido perfilar el personaje en otros. En Blancanieves y los 7 enanitos gigantes, el «Espejito» lo monté con otro actor, pero tuvimos que sustituirlo... Es lo que ha pasado en algún que otro montaje: en 7.000 gallinas y un camello sustituí a Enrique Morente -muy fuerte, que me tuvo que enseñar a cantar-, claro que en aquella ocasión fueron sólo dos días, y lo que estoy haciendo ahora en De tránsitos: ya lo monté en Danza de ausencias; es el mismo texto, que antes lo presenté con una puesta en escena más compleja, y que ahora lo hacemos a la italiana, pero vamos, que el trabajo actoral ya estaba resuelto.

Resumiendo, que no me veo autodirigiéndome. No digo que algún día no lo haga, pero hoy por hoy... La verdad es que como mejor te lo pasas es interpretando. Y bueno, que todo no va a ser trabajar.  (Risas.)  

M. M.-  Hay que aprovechar...

J. C.-   Eso, hay que aprovecharse. Uno va asumiendo funciones, digamos que ascendiendo hasta llegar a su nivel de incompetencia. Y ahí te quedas, haciendo justamente lo que no sabes hacer. Mejor dejémoslo en pecado de juventud que reverdece con la vejez.  (Risas.) 

M. M.-  Hombre, un poco de enchufe con el director ya lo tienes...  (Risas.) 

J. C.-   Claro, claro.  (Risas.) 

M. M.-  A lo largo de tu trayectoria has obtenido numerosos galardones, hay algunos incluso en los que has repetido, es el caso, por ejemplo del Borne.

J. C.-   Sí.

M. M.-  Y ¿qué opinas de los premios?, ¿ayudan en la carrera?

J. C.-   Perjudicar, no perjudican. Mi opinión respecto a los premios... Verás, tendríamos que remontarnos a cuando existía la censura y no había modo de estrenar. Fue entonces cuando sentí la necesidad de hacerme un currículo, por existir, más que nada por existir. Así que puse en marcha una pequeña industria: aprovechando que tenía secretaria, despacho y multicopista, hice tiradas -casi ediciones- de todos mis libretos; y presenté todas mis obras a todos los concursos. En muchos no me premiaron; en la mayoría, pero en otros muchos, sí. Visto desde fuera, podía parecer una carrera meteórica -alguien lo dijo así-, cuando en realidad era el resultado de un buen trabajo de promoción. Esto funciona así: existes, también por lo que escribes, pero, sobre todo, por el invento de la multicopista.

M. M.-  Bueno, tampoco hay que ser tan modesto porque la culminación ha sido importante. Estamos hablando del Tirso de Molina y del Nacional de Literatura Dramática el año pasado..., esto no puede ser fruto de una mera promoción...

J. C.-   Sí, pero fíjate como también eso tiene mucho que ver con lo que te decía. Los dos premios, en sí, tienen su importancia, pero ¿qué fue lo más importante? Que me los dieron en la misma semana. Un martes uno, y al siguiente el otro; mira tú qué pena no haberme presentado al Lope, que se falló el jueves, y haber buscado el trío.  (Risas.)  Aunque la pareja no está nada mal. Como verás, me favoreció la coincidencia. Y que no digo que no importe lo que escribes, claro que además tienes que saber escribir, pero que importa más que seas capaz de generar noticia. Y da igual si es como ahora, por casualidad, o porque te lo trabajas a base de multicopista.

M. M.-  Con más de veinte obras publicadas y con una trayectoria (aunque digas que era cuestión de multicopista) con tantos premios, ha habido una evolución a lo largo de todos estos años. ¿Dónde consideras que está esa evolución que se ha visto y cuáles son los rasgos que todavía permanecen en tu obra?

J. C.-   Más que la obra, yo creo que, lo que evoluciona es el conocimiento que tienes de la obra. De hecho, lo que yo pueda teorizar hoy sobre mi teatro, ya estaba en mi teatro cuando no era consciente de que estaba allí.

Los signos no verbales que utilizo en 7.000 gallinas y un camello, por ejemplo. Y no digo con esto que no supiera lo que hacía, sino que jamás se me hubiera ocurrido analizarlo. La obra comenzaba con una orquesta de cámara interpretando en vivo -en directo, que diríamos hoy- La Primavera de Vivaldi. Una orquesta un poco decadente con su sirena, un «Frankenstein», un maniquí -inmóvil- o un mimo que tocaba sin violín, entre otros. Cuando irrumpen las gallinas. Al principio, solo el cacareo, y la orquesta sale despavorida. Sillas por el suelo, el director volando por los aires, y aparece un muro de gallinas, jaulas atestadas de gallinas. 7.000 decíamos, pero reales solo había 300, que las de atrás eran de gomaespuma. ¿Te imaginas el María Guerrero oliendo a gallina? ¡A estiércol de gallina! Tres meses tardaron en sacarle el olor. Un signo no verbal que ni te cuento. El olor y las gallinas. Porque es que era una escenografía viva, que se movía. ¿Te imaginas? El actor daba un grito, y las gallinas armaban tal alboroto que no veas cómo se potenciaba la tensión dramática.

Era el marco ideal para una historia cotidiana. La obra, en su bloque central, era eso, una historia cotidiana en la que, a fin de cuentas, aunque había una intriga, no pasaba nada. Eso sí, ocurrían cosas... con su intención. Cuando mataban la gallina -bueno, no es que la mataran, que teníamos una trucada-,  (Risas.)  le tirabas del cuello y agitaba las alas; impresionante; pero no era real. Matar animales en el escenario me parece una monstruosidad. Pues eso, elegían la menos ponedora, y al puchero. Sin subrayarlo, con naturalidad. Decir que esto se entendía como un alegato contra la pena de muerte, hoy resulta desproporcionado, pero la época daba para eso y para más. La función cuestionaba, sí, la productividad, con las jaulas, con la música -la misma que interpretaba la orquesta de cámara, y que en la granja, con un tocadiscos, se utilizaba para mejorar la puesta-. Y había otras cuestiones: los paseos continuos subiendo cubos de agua, que evocaban el mito de Sísifo, o el binomio camello-gallinas, utopía-realidad. Pero ya te digo: la función que leías en el texto era, en apariencia, un relato de la cotidianidad, sin aparente contenido crítico. Y esa fue, sin duda, la causa de que la premiaran con el Lope. Otra cosa, ya, fue cuando empecé a pedir, cuando presenté el plan de producción. La exigencia de que las gallinas fueran reales... no digamos ya el camello que utilizaríamos en la promoción. Bueno, lo del camello levantó ampollas. O la orquesta, la acotación decía que se oía una música, no que tenía que ser interpretada en directo por una orquesta de cámara.

Al final, pasaron por todo, y puede que, como no era evidente, sino sugerido, pues ni se dieran cuenta, pero el verdadero discurso de la función no estaba en el texto, sino en las jaulas, en los animales, en el olor y en la música; sobre todo, en la música. La Primavera, que al comienzo se interpretaba en un entorno suntuario, y que en la granja se utilizaba para mejorar la productividad de las gallinas, al final, cuando la cantaba Morente, probablemente por las connotaciones del flamenco, te cogía y te hacía mirar el futuro con esperanza. Te recuerdo que esto fue en el 75/76. Hubo algún crítico de la extrema derecha que dijo no haber entendido nada. Lógico.

Y esto que te cuento de mi segundo montaje, podría decirlo igual del primero. En Nacimiento, pasión y muerte de... por ejemplo: tú utilicé la música, los ruidos o las imágenes para hacer fundidos que articularan las escenas. Y no es que fuera un recurso de puesta, es que era el único hilo conductor que daba unidad a una serie de situaciones que, aparentemente, no tenían nada que ver las unas con las otras. Al final, sólo, era cuando se entendía que estábamos representado la biografía de una generación. De ahí la coherencia de que fuera el entorno de signos lo que le diera unidad.

Sí, los signos no verbales siempre fueron importantísimos en mi teatro. Yo diría que mi juego ha estado un poco por ahí: golpear con la imagen y matizar con la palabra. Y si ha habido alguna evolución, ha sido en su control, en la dosificación. Y es que, al ser consciente, temes que puedan estar ahí no porque lo demande la función, sino como un recurso... ¿cómo te diría?, la voluntad de estilo. Y bueno, que, al final, siempre cabe el peligro de que te pases con el control.

M. M.-  Además, la mayoría de tus textos sí que tienen un aparato de actualidad... y precisamente, esa desconexión con el mundo actual y sus preocupaciones es un aspecto que se le critica a menudo al teatro contemporáneo, que parece al margen del bien y del mal (en sentido metafórico, claro) ¿no?, se dice que hay poca unión entre los temas del teatro y los temas de actualidad. Sin embargo en los temas que tú estás comentando sí que existe esa relación y un ejemplo puede ser Naufragar en Internet, ¿no?

J. C.-   Sí, en Naufragar en Internet o en cualquier otra. Ayer mismo representábamos aquí, en Alicante, Danza de ausencias; bueno, De tránsitos, que ya te he dicho que es lo mismo. Pues bien, alguien que no la hubiera visto podría pensar que, al ser una evocación de la danza de la muerte, pues que me estaba dando una vuelta por el Medioevo. Y no: las piezas, tres monólogos, tratan temas de hoy. El primero, el de la violinista -que, buscando paralelismos con los personajes de las danzas originales, equivaldría a la dama-, trata de la difícil convivencia del violín y el revólver -ella estuvo casada con un militar-, o de esa implacable fascinación dentro de la misma familia -o de la misma civilización- por el arte y por la guerra. El que yo hago, que sería el equivalente al leñador, trata de un chatarrero internacional, un hombre de empresa hecho a sí mismo que va perdiendo el control de su familia y de su negocio; que está perdiendo el control de la realidad. La peripecia es la discusión, el lío que se arma cuando la familia quiere comprar un coche reventado a precio de escultura, pero esto es el pretexto; la función, de lo que trata, es de su pérdida del control de la realidad. En el de la Marquesa, en cambio, el tema podría parecer más intemporal; el personaje es el equivalente al del rey. El poder perpetuándose o la muerte de una clase social. Pero intemporal no tiene por qué significar alejado de la realidad. El teatro, tal como yo lo entiendo, no tiene sentido si no se nutre de la realidad, si no la expresa; luego uno puede reelaborarla -hay que reelaborarla-, pero no hay más materia prima que las vivencias, nuestra relación con el entorno.

Pero te cuento de Naufragar en Internet, que es a la que has hecho referencia. Cierto que trato un tema de rabiosa actualidad, el de «la información» o el de «el exceso de información», aunque, en esta ocasión, la Red no sea, como pudiera parecer, el meollo de la cuestión, sino su metáfora. Daniel dialoga consigo mismo, con su pasado, con los recuerdos que le vienen a la memoria. Por teléfono, o en la pantalla del ordenador, trata de convencerse a sí mismo de que la realidad no es la que fue. Pero los cables surgen por todas partes. Cincuenta kilómetros de cable lo enmarañan. Una imagen y una historia, la que cuenta al negar lo que ocurrió. Y así hasta naufragar entre cables. La muerte como culminación de la confusión. Como verás, Internet es solo la metáfora. Aunque, claro, puede que sea al contrario.

La muerte es un tema recurrente en mi teatro. También tengo obras en las que no se muere nadie, pero son las menos. Y es que la muerte es la gran incógnita. La muerte es el misterio que necesitamos desentrañar. Sin la muerte no existiría la religión, ni la filosofía, ni el arte. La muerte es lo que genera nuestra mentalidad simbólica. La muerte y nuestro deseo de trascender. Leí hace unos días que los faraones, para asegurarse la inmortalidad, encerraban su nombre en un cartucho. Y en cierta forma, es lo que hace Daniel cuando asume que va a morir. «Entiérreme en un cederrón», dice, que es tanto como decir: tome mi nombre, mi imagen, mis vivencias, y guárdelo todo para la eternidad. Con lo que volvemos a lo mismo: somos nuestras vivencias, y sólo las vivencias pueden expresarnos.

M. M.-  Es decir, que realmente no estás de acuerdo con esa crítica que se le hace al teatro contemporáneo sobre la falta de actualidad en su temática, sobre el querer redundar siempre en los mismos aspectos y en los temas más recurrentes...

J. C.-   Yo... no sé. Me cuesta hablar de los compañeros.  (Risas.)  No, de verdad, en serio, no tengo ese juicio crítico, desapasionado, que considero imprescindible para enjuiciar la obra de los demás. Ahora, como espectador, yo ese problema no lo veo. Claro que las conexiones entre ficción y realidad puede que no siempre sean lo suficientemente explícitas, pero quiero pensar -es que no lo puedo entender de otra manera- que los temas, por oscuros que nos puedan parecer, siempre han sido extraídos de la realidad. Yo es que es así como trabajo; no sé cómo lo harán los demás; ahora, a mí me gusta que sea la obra la que me elija a mí, que sea el tema el que me salga al paso. Hay que estar atentos, pero no es difícil, basta con detectar el material dramático, la situación conflictiva y desarrollarla sin preocuparte de hacia dónde va.

Así fue como escribí Es mentira. Siempre lo he hecho así, o casi siempre, pero probablemente esta sea la obra en la que mejor se ve, vamos, la que me permite explicar mejor cómo trabajo. Bueno, antes tendría que contarte... Verás, unos siete años antes de escribir la obra -en aquella época es que ni escribía-, pues había vivido una experiencia, digamos impactante. Estaba haciendo una obra de decoración, y en el piso de arriba -no en el sótano, como pongo en la obra, sino arriba-, hubo una fuga de agua, una avería, y al subir a arreglarla, nos encontramos con que había una mujer... Estaba sola, sin muebles; bueno, un colchón hecho trizas. Y un olor... Estaba acurrucada en un rincón. Y bichos había... ratas, cucarachas, chinches... qué sé yo. Por lo visto, era la hermana quien la tenía encerrada. Decía que estaba loca. En fin, denunciamos el caso, y la llevaron a un sanatorio, creo. Hubo que desinfectar, claro, y, finalmente, los del local de abajo se quedaron con el piso para ampliar el negocio. Que, por cierto, dicho sea de paso, la instalación también la hice yo. Qué cosas, ¿no?

Pasado un tiempo, y después de haberlo olvidado, me acordé. Algo, no sé, lo trajo a mi memoria. Y entonces sí escribía. La situación era de una teatralidad total: una mujer encerrada entre ratas. «¿Qué haría?», me dije. Jugaría con ellas, ¿no? Y como quien se sienta en la butaca para ver la representación, yo me senté a escribir a ver lo que pasaba. Ella estaba junto al muro, atada a unas argollas; aunque eso lo incorporé luego, en el ajuste, en la corrección. El arranque tiene algo de patio de vecinas, o de niños jugando en el recreo. Y cuando las ratas la chinchan, cuando la mortifican, ella se revuelve, pero, de algún modo, también las acepta. Son su única compañía. Y, sin saber por qué, me viene a la cabeza: «Llama a Santa Teresa». «No puede ser», me digo. Y es que si ya lo de las ratas era un rato complicado, lo de Santa Teresa era un berenjenal. A mí es que me gustaría hacer teatro normalito. Pero se te ocurre, y si se te ocurre, tiene que ser por algo. Quieres saber por qué. Qué es lo que ha provocado la asociación de ideas. Fue un momento... Ha habido otros. Pero fue un momento de los más excitantes, de esos en los que sientes que escribir es una aventura. Y dices: pues que baje, a ver qué es lo que pasa. Y baja. Del Cielo, claro, sentada en una nube. Luego entiendes por qué; la situación sórdida con las ratas estaba pidiendo a gritos una elevación, probablemente con la misma lógica con la que en la vida real establecemos la relación con Dios.

No voy a contar la obra con detalle, no es el momento, pero se oyen disparos que las ratas dicen que son de caza, ella cohetes y la hermana barrenos; los distintos modos de percibir la realidad, siempre en relación con lo que esperamos de ella. Aunque el núcleo dramático está en torno al enfrentamiento de las dos hermanas: una mata a la otra por haberla encerrado, y la otra la encierra por haberla matado. Es como un sinfín que nos remite al enfrentamiento de dos mentalidades; alguien diría de las dos Españas. Pues eso. Ah, y como todo lo contamina todo, según avanza... según la obra avanza, las ratas se incorporan, caminan como personas; la hermana, cuando entra, tiene cuerpo de rata, medio cuerpo de rata. Incluso Matilde llega a decir: «rata soy, de las ratas espero, a las ratas me encomiendo». Y se resuelve... La obra se resuelve con una ejecución: atada al muro, como estaba al principio, con un juez rata, un sacerdote rata, un pelotón de ratas y la hermana, vestida de funcionaria de prisiones, también rata. «Preparados. Apunten. Fuego». Y los disparos de caza, los cohetes, los barrenos, resultan ser el eco de otras ejecuciones, con lo que finalmente la obra entra en razón. Bueno, en la sinrazón de las pesadillas. Yo la obra la entiendo así, como alucinaciones; lo que ocurre en la mente de Matilde momentos antes de su ejecución.

Es meses después de acabar la obra cuando caigo en la cuenta... No es que no lo supiera, que yo había estado en las manifestaciones, vamos en las revueltas, pero hasta ese momento jamás lo había relacionado. Y es que, unas semanas antes de ponerme a escribir, fue cuando fusilaron a aquella pobre gente en Hoyo de Manzanares y en Campamento; los últimos fusilamientos de la dictadura. Y aquella presión que estábamos viviendo tenía que explotar por algún lado. Ahora, en ningún momento se me pasó por la cabeza escribir sobre una cosa así. Quiero decir que me hubiera parecido una frivolidad: que maten a alguien y tú te pongas a escribir teatro. Echarse a la calle es lo que había que hacer. Aunque luego, pues eso, acabas escribiendo, que es lo que sabes hacer. En cualquier caso, y si tenía que escribir, mejor así. Siempre es mejor dejar que las cosas afloren; y si no afloran, pues será que no tenían que aflorar. Procuro escribir lo que tengo necesidad de escribir, lo que no puedo evitar escribir. Trabajar al margen de todo propósito y abierto, eso sí, al más mínimo estímulo. Como comprenderás, escribiendo así, es muy difícil hacer un teatro que no tenga que ver con la realidad.

La clave está en poner de tu parte lo menos posible, escribir relajado, lo que no tiene nada que ver con que la obra no tenga tensión. Es, ¿cómo te diría? Una relajación expectante. O mejor, una disposición receptiva. Dejar que lo que hay en tu interior se manifieste. Yo esto lo aprendí... mejor sería decir lo experimenté, haciendo ejercicios de expresión corporal, cuando me preparaba como actor. Hay que dejar que la energía fluya sin que nada condicione el resultado. Si mueves una mano, es fácil de entender cuándo el movimiento llega hasta donde lo lleva la primera energía y cuándo se detiene o continúa como resultado de una rectificación de nuestra voluntad. Cuándo el movimiento es orgánico y cuándo se modifica como consecuencia de una idea ajena al movimiento. Entendido esto, lo fácil fue aplicarlo a la escritura. Elijo la situación, es decir, lanzo la energía y dejo que sea la función la que se escriba. Bueno, como comprenderás, esto es solo una aspiración; que a la función, unas veces más, otras menos, siempre hay que ayudarla. Ahora, entre lo que escribe ella y lo que escribo yo, te puedo asegurar que siempre lo peor es lo que escribo yo.

M. M.-  Entonces se podría decir que tu forma de crear parte de una crítica subyacente, en principio inintencionada, de la que deriva una asociación de ideas que se produce en el propio proceso creativo y es la que te lleva al texto definitivo, ¿no?

J. C.-   Sí, claro, abierto a lo que surja. Y que conste que a veces me surgieron cosas bastante raritas. Ahora, fíjate, cuando pasa eso, yo ya sé que voy por buen camino. Por un lado, me aterra, claro, pero por el otro... En A ciegas... Verás, te cuento lo que pasó en A ciegas. Yo había decidido no escribir teatro, así, como suena. Es una decisión muy frecuente entre los que escribimos. Porque no es que cueste estrenar, que cuesta; es que cuando estrenas, entre que los medios nunca son los que debieran, y que la profesión anda algo dispersa, no sé qué pasa, pero nunca te quedas satisfecho. Y ni te cuento las dificultades a la hora de distribuir. La verdad es que se te quitan las ganas.

Pero claro, como tienes esa necesidad, pues acabé haciendo lo que todos: buscarle las vueltas a la decisión. Así que, sin desdecirme de nada, me propuse escribir un guión de radio. Lo primero que me planteé fue el espacio escénico -mi obsesión por las imágenes-, y así fue como se me ocurrió que la obra sucediera en la oscuridad, que era la única escenografía que podía transmitir por radio. La oscuridad fue el punto de partida. Y es entonces cuando se me ocurre que empiece con un grito. «¿Pero un grito, de qué?». «De parto», digo. Y como si ya hubiera oído su voz, yo mismo me extraño. «Pero si es un hombre. ¿Un hombre de parto?». «Ya estamos». El recuerdo de un par de películas que habían tratado el tema no era un referente cultural... así, como para apetecer. Pero, por otra parte, meter en cintura esa situación era un desafío. Y les puse a dialogar. No había escrito ni cuatro intervenciones y ya tenía claro que aquello era teatro. Y es que mandar la oscuridad por radio era un modo de resolver que no hubiera escenario, pero situar al espectador en la oscuridad y hacer que la obra ocurriera junto a él era una tentación tan grande que me dejé de gaitas y me puse a escribir teatro.

Una de las satisfacciones que me produjo esta función fue que, eliminada la vista, pude redescubrir el valor de los otros sentidos. Salvo el gusto, que no venía a cuento, el olfato, el tacto y, sobre todo, el oído. Tenía tantos recursos... Podía hacer que vibrara el suelo, o que un edificio se derrumbara. O cosas más sutiles: abrir un cajón, romper un plato o barrer en la oscuridad, adquirían otra dimensión. Hacer que salpique el agua; estás en medio del oleaje y te salpica el agua. Y el viento. O, imperceptiblemente, sentir que huele a mar. Lo de «imperceptiblemente» era fundamental. Todos los que estábamos en la técnica lo teníamos muy claro: «en cuanto el espectador piense en nosotros, estamos perdidos». Pero volviendo a la historia: los ruidos de guerra acabaron por situar el parto en el centro de un bombardeo, de una guerra endémica, la guerra de todos contra todos. Y es que, ocurra donde ocurra, mientras haya una guerra, la humanidad sigue estando en guerra. La obra, que había empezado de un modo muy... concreto, se va convirtiendo así en una alegoría. Hay un hombre que piensa, en el que se contienen todos los pensadores de la humanidad, y hay un hombre que actúa, que es el que lleva a cabo las aventuras de los hombres de acción. Y entonces llega la comadrona.

La llegada de la comadrona fue un momento realmente duro. Y es que no más entrar me doy cuenta de que es un extraterrestre. Como si ya no fuera bastante con el hombre embarazado. Pero esto es así; si te viene a la mente, tiene que ser por algo. Y la función avanza entre remedos filosóficos y coñas marineras. También sacándole partido a la oscuridad; un espectador en la oscuridad daba mucho más juego que un mero catálogo de efectos. Así que de sorprenderle con el cambio de posición de los actores, o con los ruidos del cuarto de baño, pasé a que la casa resbalara por la pendiente o a que flotara en el mar en medio de un bombardeo. No había límites; un espectador en la oscuridad, igual que hace el lector, ayudaría con su imaginación, que fue lo que ocurrió.

Todo muy bonito: el agua, los dolores, y así hasta la culminación del parto. Pero ¿para qué? Era una función que no llevaba a ninguna parte. Yo siempre había dicho que, trabajando así, si finalmente no cuajaba en nada, pues se tiraba y listo. Y eso fue lo que hice. Lo guardé en un cajón y lo di por perdido. Decepcionante. Por fortuna, año y medio después, vuelvo a leerlo y veo que algo no encaja. Quiero decir con esto que todo lo que existe en un texto debe existir en función de algo. Y, al volver a leerlo, todo respondía a una lógica interna, excepto un pasaje, el de San Agustín; que no es que estuviera mal, en sí, tenía su gracia, pero que lo quitabas y no pasaba nada. Un fallo tan de bulto que era como para preocupar.

La cosa era así: el hombre que piensa, que en ese momento dice ser San Agustín, cuenta cuando estaba en la orilla del mar, tratando de meter el agua del océano en un hoyito; el cuentecillo ese en el que te explican cómo el hombre, tan pequeño, no puede comprender el Misterio de la Santísima Trinidad. Recuerdas, ¿no? Algo con demasiada entidad como para que no tuviera que ver con nada. Y fue entonces cuando caí en la cuenta: «Son ellos. Qué jodíos. Son ellos». Y toda la función cobró sentido. Desmontando la historia, ellos mismos lo explican; la Santísima Trinidad es una alegoría de la humanidad. El Padre y el Hijo representan la sucesión de los cuerpos, y el Espíritu Santo la sabiduría, o el conocimiento, la idea que se transmite a través de los cuerpos: «¿Qué creían, que la Santísima Trinidad era una paloma volando sobre dos señores con barba sentados en una nube? Las artes plásticas le han hecho mucho daño al mundo de las ideas». Y así, sin proponérmelo, la obra acababa siendo un auto sacro -Calderón, otro de mis juguetes de infancia: El gran teatro del mundo, La cena del Rey Baltasar-. «El hombre que piensa», que era el embarazado, era sin duda el Padre, y «El Hombre que actúa», el Hijo. El pensamiento, padre de la acción; hasta ahí estaba claro; lo del extraterrestre, en cambio... La circunstancia de que fueran tres... Y que me divertía tanto que apareciera con forma de paloma. Porque esa fue otra: al final se les veía, fue entender lo que eran, y sentí la necesidad de mostrarlos; por otra parte, nada más lógico que resolver la oscuridad con la luz. Pero ya te digo, con lo del extraterrestre, digamos que hice trampa; vamos, que tuve que mirar para otro lado, pero es que era tan fuerte el que todo lo demás encajara, que me dije: tampoco hay que ser perfectos. Y así quedó la cosa, hasta que, ya estrenada la obra, un día vino a verla José María Torrijos, un crítico teatral, que entonces supe que era padre agustino. Quedó encantado y me explicó cosas sobre el pensamiento agustiniano y la oscuridad que yo desconocía y que ni por asomo hubiera imaginado. Lo vi tan entregado a la función que me sentí en la obligación de confesarle la ligereza con que había convertido al extraterrestre en Espíritu Santo. Me miró extrañado y dijo: «En absoluto; es Pentecostés: llega y explica». Y efectivamente, es lo que hace el extraterrestre: explicar la situación desde otro plano. Así que yo, por mí, pues punto en boca. Me lo estaba diciendo un agustino, que siempre sabrá de esto más que yo, ¿no?  (Risas.) 

Probablemente, de mis obras, esta sea la más abstracta o la menos realista. Nada que ver con que no se entienda, que se entendía todo, que había que ver al público cómo seguía la función en la oscuridad. A oscuras y hablándoles de Hegel, de Platón, de Nietzsche. Tenemos una idea muy equivocada sobre qué es lo que le puede interesar al público. Quisiera que hubieras visto las representaciones que dimos en Manzanares, una ciudad fundamentalmente agrícola y, sin embargo, con un público mucho más receptivo que el de Zaragoza o Salamanca; que no es que allí no gustara, que a quien fue le gustó; sólo que no fueron. ¡Ah!, y decía que era abstracta por lo insólito de la peripecia, porque, si te fijas, es una obra con carpintería; ya, ya sé que eso no está de moda, pero mira, la carpintería es como decir... el oficio, los saberes de la tradición. Yo entiendo a quienes renuncian a ella porque no les interesa, porque la desconocen, o por las dos cosas a la vez. Pero me molesta el tono despectivo con que la citan. Nuestro trabajo consiste en construir ficciones, y eso, quieras que no, requiere una estructura -la ordenación de las informaciones-. Pues bien, la carpintería es eso, la estructura depurada por el uso. E insisto: entiendo que haya quien no quiera escribir sonetos, pero... un respeto. Yo creo que lo importante es utilizar lo que te exprese, que cada cual tire de su bagaje, pero sin fundamentalismos. En cualquier caso, yo no tengo opción, porque es que a mí las funciones me vienen construidas hasta cuando no quiero. Supongo que será... -bueno, supongo, no; seguro- por los muchos miles de representaciones que llevo en el cuerpo.

Perdona, que he vuelto a irme por las ramas. Te decía... ¿Qué te decía? Ah, sí, lo de la peripecia insólita. ¿Y por qué insólita? Por las asociaciones imprevistas, la inspiración, que diríamos si fuéramos antiguos, pero al ser contemporáneos, pues tenemos que dar todos estos rodeos. En fin, esas ocurrencias que te dejan frío y que te ponen a cien de una tacada. Por cierto, ahora que sé que las ocurrencias ocurren, ahora que espero que ocurran, me ocurren menos. Paciencia y a esperar. Así, mientras, voy escribiendo funciones normalitas, de las que a mí me gustan, y no estas cosas oscuras que te quedas a medias y no sabes por dónde seguir.

M. M.-  O sea, que lo más difícil no es pensar la obra sino conseguir acabarla... y supongo que también cuando la tienes totalmente terminada y la relees... tendrás que pensar cómo vendérsela al teatro en el que quieres representar ¿no?  (Risa.) 


J. C.-   La verdad es que cortarme en seco y no tener ni idea de cómo acabar, sólo me pasó en esta. Que el resto, más o menos, pues lo vas intuyendo; quiero decir que, según las escribes, entrevés el final y ya trabajas en esa dirección. Ahora, quedarme en blanco y que sea la obra, ella solita, la que se resuelva, sólo me pasó en esta, lo que me hace pensar que debe ser de las mejores.  (Risas.)  Si no la mejor. Porque, lo que es yo, puse muy poco de mi parte.

M. M.-  Los expertos teatrales te incluyen en la corriente que denominan del Nuevo Teatro Español, ¿cómo definirías esta corriente?

J. C.-   De eso sí que es verdad que no te sabría decir lo más mínimo. Y tú hablas de corrientes, que tiene otro pasar, pero es que lo del Nuevo Teatro Español se vende como una generación. Y a mí lo de las generaciones, como cualquier otro sistema de etiquetado, puede tener utilidad pues... no sé, para el manejo a la hora de investigar, pero en la práctica, lo de las etiquetas sólo sirve para que te pongan fecha de caducidad. Es una perversión del sistema: primero, el apoyo a la juventud -un regalo envenenado, porque a la juventud hay que apoyarla con la exigencia, y no con el halago-, y antes de que afiles tus uñas, te apuntan en la lista de los prejubilados. Te pasan de «este chico promete» a «lástima que no cuajara en nada» en un abrir y cerrar de ojos. Y es el señuelo de la juventud como coartada, argucias para quitarse de encima competidores en un oficio en el que sobran aspirantes y apenas si hay plazas de ganador. A veces te tienes que reír cuando alguien te dice que él es de otra generación porque ha estrenado por primera vez tres meses después de que muriera el dictador, cuando yo, en cambio, lo había hecho siete meses antes. Que se preparen mis queridos compañeros los «bradomines», los más crecidos ya lo van entendiendo: o se dejan de capillas fundamentadas en la edad o acabarán segándoles la hierba bajo los pies.

Otra cosa, ya, son los troncos culturales, las corrientes, que tú decías, pero no los compartimentos estancos. Corrientes que fluyen, modos de hacer, influencias, y eso nada tiene que ver con la edad, ni con cuándo empiezas, ni con la mesa del café en la que te sientas. Mira tú los conceptistas y los culteranos: un siglo peleándose y no sabían, los pobres, que todos juntos eran el Barroco. Hoy avanzas y, mañana, pues retrocedes; esto es según te pida el cuerpo. Fíjate, Mamet, tan asentado en el realismo; qué digo en el realismo, en el hiperrealismo -por cierto, que las Gallinas, que antes olvidé decirlo, era hiperrealista, en el 75-; bueno, pues ahora yo veo en su teatro una cierta tendencia al absurdo. Son flujos y reflujos. A mí me gusta pensar que los recursos están ahí, al alcance de la mano, y que se cogen según se necesitan. De hecho, lo ideal sería que cada obra tuviera vida propia. Yo, es lo que pretendo, aunque luego venga un amigo y te diga: «Se nota que es tuya». «Ah, pues yo creía que no».  (Risas.)  Nada me aterra tanto -por eso mi rechazo a las etiquetas- como sentirme condicionado por un modo de hacer, aunque sea el mío.

M. M.-  ¿Quieres decir que la evolución propia de cada autor es la que hace incorporar novedades?

J. C.-   Sí, claro, pero lo que te decía: cada obra tiene que tener su propia expresión. No se dice lo mismo «Te quiero» que «Te odio», y en la expresión artística, pues ocurre lo mismo. Hay que estar más atento a lo que dices que a cómo se espera que debes decirlo. Lo de la moda está bien para la alta costura. Yo procuro que «lo que digo» y el «cómo lo digo» se vayan conformando el uno al otro.

M. M.-  A lo largo de toda esta trayectoria ¿cuáles son las obras que consideras que han marcado los hitos en tu carrera?

J. C.-   Furor fue la primera, una obra realista, ingenua, si quieres, en algún momento, pero en la que puse mucha verdad. El enfrentamiento brutal entre sexo y muerte; lo revolucionario y lo conservador -no hay nada más conservador que un entierro-. Creo que es una situación que merecería la pena rescatar, y he pensado incluso en reescribirla, aunque nunca encuentro el momento; probablemente, porque, a pesar de sus torpezas, esté bien como está. Y es que, mira, se corresponde con una época y con una edad.

Ahora, la primera de cierta significación fue En un nicho amueblado, que, por cierto, ganó el Premio Arniches, de aquí, de Alicante. En un nicho... fue la obra en la que, por primera vez, vi que la escritura caminaba sola por lugares que yo no había previsto. La obra parte de un sueño: van a enterrarla viva; lo soñé; al parecer, se les murió en una excursión, pero sigue viva. Esa era la situación. Que te entierren vivo es una situación bastante dramática, ¿no? Ahora, según la obra avanza, los preparativos del entierro más parecen los preparativos de una boda. Aquí sí que están claras, donde más, mis dos influencias principales: la carpintería del sainete y la atmósfera del absurdo. La función se resuelve con un alegato contra el matrimonio, o su significación social. La boda, para la mujer, entonces, o el acceso a la profesión en el hombre, conducían al entierro en vida, al entierro en un nicho -o en un hogar- amueblado.

Con independencia del valor que la obra pueda tener en sí, para mí fue un trabajo de los que apuntan, de los que abren caminos.

M. M.-  ¿Qué otras destacarías?

J. C.-   Yo te diría que Patético jinete del «rock and roll», que es con la que estoy ahora. Mi irrupción en el teatro geriátrico; un género con mucho porvenir que debería fomentarse desde el Ministerio de Asuntos Sociales. Sí, sí. Al igual que el Injuve apoya a los bradomines, a nosotros nos debería ayudar el Inserso.

Y también destacaría la que acabo de escribir: La fiera corrupia, que, por cierto, junto a Blancanieves y los 7 enanitos gigantes, son mis dos únicas obras de teatro para niños: una escrita cuando mis hijos estaban en edad, y esta, de ahora que tengo nietos. La demanda, supongo, del espectador. La fiera..., en cualquier caso, era una obra que estaba cantado que la tenía que escribir. Verás, yo también tuve un teatrito de cartón, un juguete muy común a finales de los cuarenta, y en él representaba la leyenda de San Jorge y el dragón. Una historia, por desgracia, de actualidad; que los dragones aún siguen merodeando por las ciudades.

Ah, y me olvidaba el Triple... Hay quien dice que Triple salto mortal con pirueta es mi mejor obra. Yo, la verdad, no sabría decir... Desde luego, fue escrita sin ninguna pretensión. De hecho, la empecé como ejercicio, para hacer mano. Lo suelo hacer a veces: cojo papel y boli, y los pongo a dialogar para ver quiénes son por lo que dicen. Bueno, pues resultaron ser una pareja, y mira, tenía cierto interés; es más, llegué a pensar que podía haber función. Y en esto estaba cuando, de repente, en el acaloramiento de la pelea, ella coge y lo mata. ¡A los veinte minutos! Me sentó mal, porque me cortó el rollo, pero bueno, me dije: «Voy a seguir a ver si soy capaz de jugar la situación a la inversa». Pues bien: antes de que ella lo matara a él, ya tenía claro que había función y que habría que estrenarla. Fue pensarlo, y no te puedes imaginar la preocupación que me entró por el gasto que íbamos a tener en tintorería. Mentalidad de empresario. Porque tenía que haber sangre: le hinca unas tijeras; no podía no haber sangre. La verdad es que me quedé un poco desconcertado. Hasta que pensé que lo mejor sería «hacer del vicio virtud». Si tenía que haber sangre, que la hubiera, que estuviesen siempre ensangrentados, desde el primer momento. Y así fue como la sangre -una imagen-, se convirtió en la pieza clave de la función. Estoy seguro de que esto a más de uno no le parecerá serio, pero a mí me ayudó a entender no sólo el contenido, sino, sobre todo, la estructura de la función. El Triple... es un soneto del que ya tenía escritos los dos cuartetos -ella lo mata a él y él la mata a ella-; me faltaban los tercetos en los que se matan simultáneamente y el estrambote, la coda que cierra el ciclo. Y tras los tres «saltos» mortales, la pirueta de volver a empezar. Eso era lo que pasaba, que se estaban matando eternamente; lógico que estuvieran ensangrentados. Visto el resultado, la obra parece que está escrita con tiralíneas, por lo geométrica. Tiene algo de neoclásica. Curioso, porque fue escrita justo en el tiempo en que interrumpo la escritura de A ciegas; la más barroca de mis obras. Un psicoanalista, seguro que lo sabría explicar.

Como verás, cada obra tiene su aquel; ahora, de ahí a convertirlas en «Camino de Damasco»... No digo que, con el tiempo, no vea alguna de estas funciones como punto de inflexión en mi trayectoria, pero ahora, sin distancia, no lo veo. No sé, me resulta más fácil comentar obras más remotas, porque es como estar hablando de otro, pero de otro del que estás seguro de que no se va a mosquear. La verdad es que hitos, lo que se dice hitos... Bueno, mira, en Matrimonio de un autor teatral con la Junta de Censura ya se apunta algo de lo que luego desarrollaría en el Nicho... de forma más explícita: esa mezcla de carpintería, aunque en este caso policíaca, con la atmósfera de las pesadillas. También aquí la situación se origina en un sueño. Esta sí que fue escrita en estado febril; la que más. La encajé en diez horas; luego, en corregirla, debí tardar meses, pero la primera escritura la arrojé como un vómito. De ahí viene eso que suelo repetir de que «escribir es vomitar lo que la vida te indigestó». La prohibición de Furor por unanimidad del Pleno de la Junta de Censura debió sentarme mal, y al meterme los dedos, salió así, como una historia de asesinatos e hipocresías. Luego, cuando fui consciente de lo que había escrito, la titulé con ese título tan «comercial».

Sí, creo que sí; Matrimonio autor-censura podría ser un hito. Como el Nicho. Y ya, a partir de ahí, fue cuando empecé a saber hacia dónde iba. Dentro de lo que cabe.  (Risas.) 

M. M.-  El acto en el que nos encontramos, este Encuentro con Jesús Campos, está dentro de la Muestra de Teatro de Autores Contemporáneos en la que hemos podido asistir a De tránsitos. ¿Qué nos puedes decir de esta obra?

J. C.-   De tránsitos, como te dije, es la versión reducida y a la italiana de Danza de ausencias, una movida que preparé para el Festival de Otoño con cuatro monólogos elegidos entre siete, que algún día publicaré con ese mismo título, y que con otros seis que no llegué a escribir, ni escribiré, creo, hubieran sido trece, justo una serie de televisión. ¡Uf! Te explico. Yo había decidido no volver a escribir teatro. Te suena, ¿no? Aunque esta vez el motivo era otro. Acababa de estrenar Es mentira, una obra en la que se cuestionaba continuamente la realidad. Creo que antes olvidé comentarlo. Todo era mentira, y esto era algo que llegó a afectarme de tal modo que acabé planteándome si mi teatro y yo mismo no seríamos también mentira. Un callejón del que no era fácil salir. Porque ya me dirás, pensando así, qué sentido tenía seguir escribiendo.

Me hubiera gustado ser más original, pero, por lo visto, algo parecido le debió ocurrir a cuarenta millones de españoles. Un bachecillo de moral al que llamaron «El desencanto». Pero como yo es que no me entero, pues me quedé traumatizado, como si fuera un problema personal.

Las ganas de estrenar no me volvieron hasta el 90, diez años después, y mira que en ese período estuve al frente de los teatros del Círculo, vamos, que, de querer, hubiera podido estrenar con facilidad, pero es que ni por esas. Bueno, en los últimos años prácticamente me obligaron a que pidiera subvenciones, a ver si así me animaba, pero, según me las daban, las devolvía. Hasta que a la tercera, y ya fuera del Círculo, me decidí a estrellarme con Entrando en calor.

Pero a lo que iba, en volver a escribir tardo solo dos años, porque me dije: la muerte, mentira, no es. Y comencé a escribir sobre la muerte, o sobre la vida de la gente que se muere, que viene a ser lo mismo. Al principio, para hacer mano; pero luego, vi el conjunto como un frontispicio y me dije: «para televisión», que era el medio que me permitía una visión, así, panorámica.

Aquí, como verás, el final no era el problema, puesto que todas las historias conducían a un mismo fin. La indagación, por tanto, no consistía en saber cómo acababa, sino en qué es lo que acababa. Este nuevo sistema de trabajo -nuevo para mí-, me fue muy útil luego, al escribir La Cabeza del Diablo, una obra histórica en la que, lógicamente, la peripecia argumental ya venía dada, y en la que, por lo tanto, lo único que había que desentrañar era cómo las escenas te conducían a los pies forzados. También hubo una indagación, digamos, global. El punto de partida era Gerberto: un personaje que roba la Cabeza del Diablo y acaba siendo el Papa de Roma, ya, para empezar, parecía prometedor. Sin embargo, lo que debió moverme a escribir, la razón oculta que me atraía en aquella historia, lo que me la acercaba y por lo que la utilicé para expresarme, es que Gerberto, para conseguir lo que quiere, se ve obligado a traicionar lo que quiere. En eso consiste el pacto con el diablo, y en eso todos somos «tentados» continuamente.

Perdona, me disperso. Te iba diciendo... Ah, sí, lo del final forzado; pero hubo más: cuando ya tuve claro que iba a ser una serie, establecí el cuadro de limitaciones: monólogos de veinte minutos y surtido de personajes que, claro está, al final morían. Lo de las limitaciones es algo que estimula la imaginación. Eso también lo entendí haciendo ejercicios de improvisación. A veces pienso que mis maestros, quienes más me ayudaron a entender los mecanismos de la creación, fueron Marta Schinka (expresión corporal) y José Estruch (improvisación).

Y con el trabajo ya planificado, me fui a televisión. Además, les vendía en el mismo paquete un sistema de producción que yo entendía que era hablarles en su propio idioma. Contratar a trece primerísimos intérpretes, uno por capítulo; o sea, mínimo coste y máxima promoción. Debió gustarles, porque me lo copiaron. La serie aquella, infumable, en la que salían los actores contando su vida e interpretando trocitos de obras. Un horror. Que lo mismo podía haber estado bien, pero generalmente los que copian suelen dejar en lo que hacen el sello de su falta de imaginación.

Yo me decía: ¿pero cómo es posible que, en un medio en el que muere gente continuamente no sea posible reflexionar sobre la muerte? Hasta que lo entendí: las muertes en televisión son muertes vacías de contenido, tanto las de ficción como las de los telediarios; la propia dinámica del medio, que no te permite detenerte, lo convierte todo en artificial, no en ficción, sino en artificial. Sólo así es posible intercalar anuncios. Esa era la clave: como siempre, tarde, pero lo entendí: la muerte en profundidad es incompatible con el consumo. Si te fijas, hay una tendencia a negar la muerte, a ocultarla como si fuera un fracaso. Y es que plantearse la muerte en profundidad, que es tanto como plantearse la vida en profundidad, no casa con salir de compras. Y así acabó mi aventura televisiva. Mira que he cometido ingenuidades, pero como esta... Reflexionar sobre la muerte en televisión. Todavía se deben estar riendo.  (Risas.) 

Y bueno, hace unos años el Festival de Otoño me dio la oportunidad de montar un espectáculo en el que presenté los tres monólogos que antes te comenté, más un cuarto en el que un viejo abandonado en un parque dialoga con un perro abandonado en el parque, cosas del veraneo. El espectáculo que se montó en el Museo del Ferrocarril comenzaba en los andenes, y desde allí el público iba siendo conducido por las muertes (la folklórica, la macabra y la espiritual), de un espacio a otro. Cuatro salas: una a la italiana, otra en pasarela, la tercera en V y la última circular. Una propuesta creo que interesante, pero imposible de mover. Tampoco es que fuera imposible: siete intérpretes, cinco técnicos, dos trailers de material, tres días de montaje y uno de desmontaje, hay muchos festivales que lo podrían soportar, pero para eso haría falta un glamour que yo no he sabido cultivar. Así que opté por hacer una versión más... llevadera, que fue la que visteis ayer aquí.

M. M.-  Y también ha habido un cambio de título, ¿no es cierto?

J. C.-   Sí, porque había críticas muy positivas de Danza de ausencias, pero que se referían a esta otra puesta en escena, y mantener el título podía confundir. Por eso le puse De tránsitos, más que nada, para no confundir.

M. M.-  Vamos a cambiar de tercio para hablar de la Asociación de Autores de Teatro de España que actualmente presides. ¿Cuáles son tus objetivos al frente de la Asociación?

J. C.-   Como dicen sus estatutos, la Asociación defiende la presencia y el reconocimiento social de los autores y mantiene y potencia su función en el ámbito literario y escénico. Y eso, ¿qué significa? Pues que hay que estar ahí, defendiendo nuestro derecho a existir. Algo que sistemáticamente se nos venía negando. «No hay autores», se lamentaban los interesados en que no los hubiera. Y, bueno, en el 90 nos convoca Miralles, y los autores que no existíamos nos asociamos. Lauro Olmo fue el primer presidente, y Buero es desde entonces nuestro presidente de honor. Un buen comienzo, y un aceptable resultado, porque ya existimos, aunque seamos malos. Por eso nos tienen que ayudar; digo yo que será para que seamos buenos. No se les cae de la boca: «hay que ayudar a los autores españoles». Todo un logro, aunque no pasan de ahí. Ahora sólo les falta hacerlo, porque es que yo no veo ni una sola actuación defendida con convencimiento. Y es que, en el fondo, siguen pensando que no hay necesidad, que habiendo clásicos y autores extranjeros... Yo no digo que no seamos malos, pero si cogemos la misma vara de medir y prescindimos de todo lo que esté por debajo de nuestro nivel, tendríamos que cerrar el país.

Aquí hay un problema real que tendremos que resolver entre todos. Durante cuarenta años, el teatro ha sufrido el trauma de una dictadura; también la sociedad. Los autores no pudimos decir, pero tampoco los espectadores pudieron escuchar; fue una amputación. Y tú no puedes cortar una pierna y decir: «Oye, perdona, que por mí ya puedes andar». Es necesaria la rehabilitación. Se ha roto el hábito, se han perdido las claves de la tradición. La comunicación artística es un lenguaje que debe ser conocido por quien lo emite y por quien lo recibe. De nada vale decir verdades perfectamente expuestas si quien te escucha no habla tu mismo idioma. Y eso es lo que ha pasado: mientras que los autores íbamos evolucionando más o menos al hilo de lo que ocurría en otras partes del mundo, los espectadores no tenían más opciones que las que le permitía la censura, en su mayor parte, teatro de evasión. ¿Y qué pasa cuando se recuperan las libertades? ¿Se trabaja por la normalización? No, tras una breve operación rescate, nuestros políticos se ponen estupendos y apuestan por un teatro de relumbrón. Descorazonador.

M. M.-  ¿Lo que quieres decir es que hay una falta de comunicación entre público y los autores? Entonces, ¿te parece que habría que crear un camino de vuelta a la cultura del teatro, un camino que ayudara a eliminar esos desfases?

J. C.-   Claro, y la mejor maneara de aprender a hablar inglés es hablando inglés. Si lo que se pretende es tender puentes entre autores y público, si de verdad queremos que se restablezca la comunicación, reactivar el teatro español, la mejor manera..., además que es que no hay otra: tenemos que producir, estrenar y distribuir teatro español. Lo que no puede ser es que repases la programación de los teatros, y que el autor español brille por su ausencia; de nada valen los premios, las becas, los cursillos o los discursos de buenas intenciones si esa es la realidad de la cartelera. La Administración tiene medios más que suficientes para resolver esta situación; los tiene, lo que no tiene es el convencimiento de que deba hacerlo.

Y que conste que esto es general. Con el pretexto de la internacionalización, o de la cultura única, se tiende a un teatro de puesta en escena del repertorio o, como mucho, al teatro físico, y no a un teatro de textos de nueva creación. Y no creo que esto responda sólo a intereses gremiales. El teatro siempre estuvo bajo sospecha, y de un modo u otro, se aprovecha cualquier circunstancia para desactivarlo. Pero, vamos, que no es aquí sólo donde se están dinamitando los puentes. Lo que pasa es que nosotros, además, llevamos a la espalda cuarenta años de España oscura; como para ver la luz. Pero en fin, ya sabíamos que esto iba a ser duro, así que en eso estamos.

M. M.-  Y ¿qué puede hacer la Asociación de Autores de Teatro para restablecer ese camino, ese hábito?

J. C.-   Poco. Y mucho. Yo tengo muy claro que lo importante es la aventura personal, el esfuerzo y el logro de cada uno de nosotros. Nadie nos tiene que decir, porque lo sabemos, que tenemos que ser los primeros en tratar de restablecer la comunicación con la sociedad. Pero es que es muy duro; escribir es un oficio solitario. ¿Quieres creer que muchos de nosotros ni nos conocíamos? Por eso el primer objetivo de la Asociación ha sido crear conciencia de grupo. Tenemos que tener muy claro que las dificultades con las que nos enfrentamos no son un problema personal, sino colectivo, y que sólo trabajando conjuntamente podremos superarlas. Conseguido este punto, que, sin triunfalismo, yo diría que se ha conseguido -ya pasamos, con mucho, de los doscientos asociados-, nuestra actuación se divide en dos grandes áreas: de una parte, la gestión política, presionar a las instituciones para que nuestra opinión sea tenida en cuenta. Y de otra, las actividades, con las que tratamos de estar presentes en la sociedad. Bueno, la presencia la tendríamos que tener estrenando, pero eso es algo que, de momento, no está a nuestro alcance. Ni tampoco creo que sea nuestra función. Concretando el programa de actividades, te diré que editamos la revista Las Puertas del Drama, el boletín Entrecajas y varias colecciones de libros; se organizan ciclos de lecturas dramatizadas, tertulias, talleres de dramaturgia, el Salón del Libro Teatral, y mantenemos una presencia en la red, a través de vuestro portal cervantesvirtual.com o de nuestro propio portalillo aat.es. Vamos, que para no existir, nos movemos bastante.

M. M.-  Ya que has sacado el tema de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y del portal que se ha creado para difundir la labor de la Asociación y a sus autores, ¿qué te parecen las dos iniciativas, por una parte que haya una Biblioteca Virtual al alcance de todo el mundo de forma totalmente gratuita, con todas las secciones que la integran, y por otra parte que le haya dedicado ese espacio a la Asociación de Autores?

J. C.-   La Biblioteca es un acierto indiscutible. Que, como todo lo inabarcable, al principio, impone; pero que luego, cuando pasas del portal, cuando te adentras por los vericuetos, enseguida percibes que es un «sitio» cómodo. Cómodo y de una gran utilidad, tanto para las obras a las que accedes como para los que podemos acceder a las obras. Lo dicho: un acierto. Y bueno, el camarote que nos habéis brindado, qué quieres que te diga; navegar en un transatlántico de esta envergadura va a ser muy positivo para nuestros textos. Muy positivo. Y eso que sólo estamos empezando, porque, aunque es mucho lo que se ha hecho, yo diría que no es nada con lo que se puede llegar a hacer. Ya sé que no soy muy original si digo que la Red es una herramienta de primer orden, pero es así, y debemos servirnos de ella para difundir nuestra obra en todo el mundo. Claro que antes tendremos que convencer a los compañeros, que algunos están todavía en la era del bolígrafo.  (Risas.)  Y que conste que yo también escribo a mano, aunque luego se pasa a ordenador. No, verás, lo que produce cierto rechazo es el temor a que te puedan copiar. Como si no te pudieran copiar igual comprando el libro. Pero es lo que dicen: «por lo menos, que lo pasen a máquina, porque así, es que se lo descargan y con cambiarle el título y el nombre de los personajes no tienen ni que teclearlo».  (Risas.)  Y es que lo del plagio es bastante frecuente; al menos, eso dicen. Yo es que no lo he sufrido. Que yo sepa. Bueno, directores de escena a los que se les ha ocurrido lo mismo unos años después, eso sí, y varias veces. Aunque igual ha podido ocurrir a la inversa. A saber.

A mí lo que sí me pasó hace un año es que encontré un texto mío en el portal de una universidad mexicana: Naufragar en Internet, firmado por mí, eso sí, que, dentro de lo malo... aunque sin mi permiso. Claro que lo peor no fue eso, sino que publicaron una versión intermedia. No sé cómo la conseguirían, aunque me lo imagino. Y lo más grave es que, por lo visto, la habían estrenado en Buenos Aires. Alucinante. Digo yo que, puestos a montarla, podían haberme avisado y les habría mandado la buena, y no estrenarla así, de cualquier manera.  (Risas.) 

M. M.-  Ya que piratean que lo hagan bien, claro. ¿Pero conseguiste que la descolgaran de la red?

J. C.-   Claro, claro. Y bueno, la bajaron. La Sociedad de Autores hizo una gestión y la universidad mexicana la bajó de la red.

M. M.-  Bueno, el caso es que existen formas de proteger las obras del pirateo pero, ya se sabe: hecha la ley...

J. C.-   Claro, y estoy hablando de un texto que no estaba publicado; imagínate si existe el libro o si está en la red. Y es que, por mucho que se publiquen como PDF y por mucho que te blindes para que no lo puedan imprimir, siempre habrá un informático capaz de levantarte hasta el carné de identidad o de cargarte sus facturas en tu cuenta.

M. M.-  Pero, por lo menos, tendrán que saber de nuevas tecnologías, localizar la obra en internet..., vamos, que hay más trabajo que llevar a fotocopiar la obra...  (Risa.) 

J. C.-   Anécdotas aparte, creo que la colaboración que hemos iniciado es muy positiva, y ahora es responsabilidad nuestra darle contenido a ese importantísimo medio de comunicación que habéis puesto a nuestra disposición.

M. M.-  Es cierto que, a pesar de que siempre puede hacerse mal uso, también conseguiremos con estas iniciativas que el teatro llegue a un público más amplio y diverso. Pero Jesús, ¿cuál es el camino por el que avanza en estos momentos la Asociación?

J. C.-   El Salón es, sin duda, la actividad que, con los años, ha cobrado mayor relevancia; también la que requiere un mayor esfuerzo. Para nosotros es muy importante porque nos permite promocionar la literatura dramática como género. Vender la idea de que «El teatro también se lee»; que hay un teatro imaginario en el que, sólo con leer el texto, se representa nuestra particular puesta en escena. Ya sé, siempre lo hemos dicho, que el soporte natural de la literatura dramática es el escenario, pero eso no tiene por qué impedir que leamos teatro. El texto ya de por sí, con sus contenidos y con sus elementos formales, puede perfectamente transmitir ideas y emociones. Además, que sólo así es posible acceder al global de la producción dramática, que siempre será muy superior a la oferta de la cartelera, y eso si vives en una ciudad con cierta actividad teatral; no digamos ya... Pero no es sólo poner de relieve la importancia de la literatura dramática. El Salón, además, nos permite trabajar con otras asociaciones, con las editoriales, con las instituciones del sector; no sé, sentir su apoyo e implicarles. Estamos convencidos de que, a la larga, la defensa del texto redundará en beneficio de todos. Y bueno, también es un excelente lugar de encuentro. Las tres primeras ediciones se han hecho en la Casa de América, y eso ha facilitado el encuentro con compañeros iberoamericanos, pero estamos sopesando la posibilidad de trasladar la sede a un espacio más amplio, más que nada, para dar cabida a la dramaturgia de otros países.

Siempre es bueno conocerse. Y conocer las obras, saber qué se escribe y cómo se representa, si es que se representa. Estar al tanto de lo que pasa por ahí, eso siempre ayuda a relativizar los problemas. Pero es que, además, avanzamos hacia un modelo de sociedad en el que muchas decisiones se van a tomar a un nivel superior al de los Estados. Y hay que estar ahí. Por eso no es que sea conveniente conocerse; es que no hay más remedio que coordinarse de algún modo. Personalmente, creo que deberíamos federarnos; pero ¿con quién? Hay países en los que ni siquiera sabemos si existen asociaciones equivalentes a la nuestra. Pero bueno, habrá que preguntar. De momento, la Asociación se ha presentado en París, yo no pude ir por cuestiones personales, pero fueron varios compañeros de la Junta para establecer contacto con nuestra correspondiente en Francia. Y en unos meses, espero ir a Évora para entrar en contacto con los compañeros portugueses. Llevará su tiempo, pero merece la pena. Con tres países que nos coordináramos, ya podríamos obtener ayudas de la Unión Europea para hacer traducciones. Como verás, proyectos no nos faltan.

La tendencia a la globalización y la amenaza del pensamiento único, que antes te comenté, es un tema sobre el que convendría que reflexionáramos juntos. Se está cociendo una cultura internacional, en la que el teatro de texto apenas tiene cabida. El auge de lo que se ha dado en llamar «teatro físico» o la puesta en escena de textos emblemáticos con montajes muy visuales se debe a una demanda. De los políticos, pero a una demanda. Quieren un teatro que valga para todas partes, aunque no valga para ninguna. La servidumbre o la coartada de la internacionalización. Y ese es un tema en el que los autores tenemos mucho que decir. Creo que deberíamos proponer alternativas. No sé, coproducciones en las que se compartiera la escenografía, las luces, la música y la dirección, contratando distintos repartos para cada idioma, bajaría los costes de producción; es una idea. Y, bueno, habría que estudiar otras. Ahora, lo que no podemos consentir es que se borre del mapa la literatura dramática por un problema de mercado. No, es que como nos dejemos, nos ponen a escribir en esperanto. Así que habrá que espabilar.

M. M.-  Además, precisamente, el tema del que hablas se achaca normalmente a los autores clásicos ¿no? No se habla casi nunca de versiones en teatro contemporáneo y de la dirección escénica y del cambio menos, y sin embargo existe...

J. C.-   Ese es un problema que se da en todas partes, lo que no significa que no sea un problema, que lo es, y gravísimo. Mira, los políticos no quieren teatro; ellos quieren acontecimientos, y hoy el teatro, eso hay que tenerlo muy claro, está en manos de los políticos o de sus administradores; en cualquier caso, en manos de un poder ajeno al teatro. Porque cuando te juegas tu patrimonio... Los empresarios, los directores, los que tiran del carro, si se equivocan, lo pagan con su salud. Por eso hay que implicarse y tirar del carro, para ganarte el derecho a defender tus posiciones. Ahora las distintas administraciones programan con dinero público, y su objetivo no es ni la expresión artística ni el resultado económico, sino la rentabilidad política. Es decir, que nos movemos en un plano de intereses muy distinto al de nuestro pasado reciente. Y que conste que para nada estoy defendiendo el libre mercado, pero para nada. Existe un teatro de ocio o recreativo, que entiendo, debe regirse por las leyes del mercado; ahora, la Administración debe ocuparse de crear las condiciones suficientes para que pueda producirse un teatro de interés cultural en libertad. Vamos, que tiene que trabajar a favor del teatro, y no poner el teatro a trabajar a su favor. Mira, la cultura no es el florero de la política. No puede serlo. Y que se dejen ya de tanto centenario. Los clásicos hay que hacerlos, pero por la vigencia de sus obras, no porque lo diga el almanaque. Claro que habrá quien piense que eso es envidia, porque no estamos en edad de centenarios.  (Risa.)  No te digo yo que no.

Tenemos que hacer un teatro que nos exprese, que nos divierta y que nos conmueva, y ahí somos los creadores los que tenemos que llevar la iniciativa, que eso es lo que nos pasa, que tenemos la iniciativa secuestrada. Y ya, ya sé que cada cual puede hacer el teatro que quiera, sólo faltaba, pero ¿dónde lo haces? La distribución, ese es el gran problema. No existe más circuito que el de los teatros públicos, que, mira tú por dónde, han hecho suyos los criterios del empresario del puro: buenas cabeceras y pocas complicaciones. Vamos, que lo que importa no es que la obra esté bien, sino que el teatro se llene. Lo tienen clarísimo, por eso nadan siempre a favor de la corriente. Y es que no intervienen para elevar el nivel, sino para congraciarse al personal con una política de pan y toros.

M. M.-  Esto me devuelve al origen de nuestra conversación, cuando comentábamos entre bambalinas, antes de que empezara el encuentro, la necesidad o no de estrenar en Madrid, la necesidad de salir de la capital para poder hacer algo, es decir, las vueltas que está dando el mundo del teatro en ese sentido...

J. C.-   Hasta ahora, siempre había sido así; el estreno en Madrid era el referente obligado para que una función pudiera caminar por ahí. De hecho, en España, plazas de contratación sólo había tres: Madrid, Barcelona y Valencia, y al resto de ciudades se iba ya de gira. Quiere eso decir que sólo se producía en esas tres ciudades. Ahora la situación ha cambiado radicalmente. Hoy se produce en todas las comunidades y hay muchos más teatros. Cuando nos lamentamos -y con razón- porque se han cerrado teatros en Madrid capital, debemos decir a renglón seguido que son muchos más los que se han abierto en la comunidad. Yo creo que, en su conjunto, la actividad teatral ha crecido enormemente. ¿Que puede crecer más? Qué duda cabe, la mayoría de los teatros aún no están programados al cien por cien; aun así, se ve mucho más teatro que antes. El mapa teatral ha cambiado. Aquí la acción política ha sido positiva, muy positiva. Otra cuestión, ya, es el desfase entre producción y exhibición. Te doy los datos de Madrid, que los tengo recientes; a la Red de la Comunidad se han presentado unos novecientos proyectos; entre quinientos y seiscientos producidos en la propia Comunidad, y el resto de otras comunidades. Pues bien, tras una primera selección, se ofertaron a los teatros ciento cincuenta espectáculos, de los cuales solo cuarenta han entrado finalmente en la Red. De novecientos, cuarenta. Creo que sobra cualquier comentario.

M. M.-  ¡Un desfase de cifras importante! La producción que hay es altísima...

J. C.-   Sí, claro, altísima, y ese es el problema. No tengo el dato contrastado, pero se repite como cierto que en Francia se produce la mitad y se exhibe el doble. Hay, ya te digo, un desfase enorme. Y es que hubo un tiempo en el que se apostó por el café para todos. Que no digo yo que no hubiera que hacerlo; en cine se hizo igual: veníamos de una situación anómala y había que estimular; ahora, pasado ese momento, había que haber subido el nivel de exigencia y apoyar sólo los proyectos con calidad y viabilidad; en cine se hizo así, pero en teatro no; en teatro aún seguimos estimulando. Nadie quiere, y lo entiendo, cargar con la impopularidad de ajustar producción y exhibición. Yo puedo permitirme ahora tratar el tema con relativa comodidad porque ya lo advertí en su momento: «si lo que quieren es darnos de comer, en vez de teatros que abran comedores y que repartan vales». Pero bueno, la situación es la que es, y habrá que estudiar el modo de que las producciones que reciban ayudas, al menos las que pasen ese primer filtro, tengan una mínima distribución asegurada.

M. M.-  Queda mucho por hacer, Jesús, ¿cuáles son los próximos pasos?

J. C.-   No sé si te lo comenté antes, cuando hablábamos de la Asociación, pero si no, te lo cuento ahora. Estamos elaborando un documento -ciento treinta folios- a partir del cual se redactará el futuro Plan General de Teatro. Todas las asociaciones profesionales del sector -bueno, casi todas- estamos en ello. Las reuniones las coordina el INAEM, con esto quiero decir que el Ministerio está más que implicado. Así que tengo la esperanza de que buena parte de las soluciones que estamos proponiendo se llevarán a la práctica. Tampoco es que me haga demasiadas ilusiones, pero necesito creer que si la profesión es capaz de ponerse de acuerdo, como lo está haciendo, y ofrece soluciones, la Administración no se va a poder negar. Necesito creerlo. Y a una mala, pues erre que erre, a seguir dando la vara.

M. M.-  Jesús Campos, ha sido un placer compartir contigo esta charla. No sé si alguno de nuestros invitados de la sala tendrá alguna pregunta...  (Mirada a la sala.) Y, si no es así, pues muchísimas gracias, Jesús, por estar con nosotros.

J. C.-   Gracias a vosotros.

M. M.-  Sólo deciros que muy pronto podréis seguir esta conversación en la red, en cervantesvirtual.com, la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Hasta entonces, pues. Muchas gracias también a todos los asistentes. Un saludo.




Indice