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Baldomero Lillo

Semblanza de Baldomero Lillo

Por Berta López Morales

Me correspondió conocerlo sólo a fines de 1904, presentado por Luis Ross, una noche, en la redacción de la revista Panthesis, ubicada en la calle de Gay, cerca de Vergara, si no me equivoco. Una larga mesa, alrededor de la cual escribían, junto con él, Valentín Brandau, Alejandro y Vicente Parra Mege, Santiago Carlos Gómez y algún otro que no recuerdo; apenas si alzaron la cabeza para saludar a los que llegaban y continuaron su tarea.

Todos me tendieron una mano, sin moverse de su sitio. Me pareció que el saludo más seco fue el de Baldomero Lillo. Era moreno, delgado, con palidez enfermiza. Sólo corriendo los días había de convencerme de que no era orgulloso; más bien, un tímido, algo amargado por su enfermedad crónica e incurable; pero en el fondo una gran bondad para juzgar a los otros y para acoger al recién venido.

No fueron muchas las ocasiones que tuve de tratarlo, porque la misma circunstancia de que su salud fuera precaria lo retraía de agasajos y reuniones. Se le podía ver en la Universidad, en donde tenía un empleo modesto que le permitía sobrellevar la existencia. Por recomendación médica se fue a vivir en San Bernardo, una vez, que jubiló como empleado universitario. Hacia allá debí encaminar mis pasos, en busca, cuando por allá por 1922, si mal no recuerdo, el Ateneo de Valparaíso nos nombro jurados para un concurso de cuentos junto con Fernando Santiván. Vivía en una casa antigua con techo de tejas, provista de una arboleda frutal, en la calle O'Higgins entre Bulnes y Victoria. Enormes árboles daban una sombra espesa a las aceras...

(Juanario Espinoza, «Recuerdos: Baldomero Lillo», El Mercurio, 28 de septiembre de 1941).

La figura de Baldomero Lillo era inconfundible. Delgado hasta lo inverosímil, con su rostro lampiño parecía un adolescente, a pesar de tener más de treinta años cuando se incorporó a nuestro grupo.

Era de temperamento tranquilo. No se incomodaba por nada. Sólo cuando le preocupaba alguna idea tenía un tic nerviosos. De improviso alzaba la mano en ademán de apartar algo que pasaba delante de sus ojos. Tal vez eran los anuncios de la enfermedad que tan pronto iba a obscurecer su amplia visión artística y humanitaria.

(Samuel Lillo, Espejo del pasado, pp. 330-331).

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