Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —24→  

ArribaAbajoEscena VIII

 

Dichos; RUFINA, poco después VÍCTOR.

 

RUFINA.-    (Presurosa y alegre, por el comedor.)  Abuelito, papá, el capitán, piloto y marineros de la Joven Rufina. Vengan, vengan a ver el barco de dulce.

DON JOSÉ.-   Voy. Que pasen al comedor.

RUFINA.-   ¿Les damos Jerez?

DON JOSÉ.-   No; ron de Jamaica, del que levanta ampolla. Voy allá. ¿Vienes tú?

 

(Vase con RUFINA por el fondo.)

 

DON CÉSAR.-   Yo no.  (Preocupado.)  Esta aparición de la Duquesita me da mala espina. ¡A pedir consejo!...¿Para qué?... ¿Querrá casarse? Infeliz mujer, ¡qué mal se avienen orgullo y pobreza!  (Viendo aparecer a VÍCTOR, que entra por la derecha, segundo término.)  ¡Ah! Víctor...  (Con severidad.)  ¿Qué buscas aquí?

VÍCTOR.-    (En traje de obrero, con blusa; trae varias herramientas.)  Me dijo usted que viniera a las once para encargarme... no sé qué.

DON CÉSAR.-   ¡Ah! sí, ya no me acordaba... Ante todo, ¿reconociste la fragata?

VÍCTOR.-   Sí señor: ayer.

DON CÉSAR.-   ¿Podrá hacer un viaje, uno solo?

VÍCTOR.-   Difícilmente. La cuaderna mayor está quebrantada; casi todos los baos deben poner se nuevos. El codaste y la roda no ofrecen seguridad, y el palo mayor está astillado por la fogonadura.

DON CÉSAR.-   ¿De modo que será peligroso...? Pero un viaje, un solo viaje, en estos meses de bonanza, bien podrá.

VÍCTOR.-   Si no vuelve antes del equinoccio de Octubre, podría quedarse en el camino.

DON CÉSAR.-   Pues nada, la mandaremos con mineral a Inglaterra.   —25→   Retorno de carbón, y después, hacha en ella.

VÍCTOR.-   Como usted quiera.

DON CÉSAR.-   ¿Está listo el laminador, que se descompuso la semana pasada?

VÍCTOR.-   Listo, y marcha perfectamente.

DON CÉSAR.-   Bien. Ahora, trae el metro, el martillo, el cortafríos...

VÍCTOR.-    (Mostrándolos.) Los traigo.

DON CÉSAR.-    (Llevándole hacia la puerta de la derecha.)  Ya te dije que proyecto levantar un piso sobre estas habitaciones. Mide con toda exactitud las tres piezas, y hazme el plano de ellas. Examina el grueso de las paredes, descubre las vigas de carga de los tabiques para reconocerlas... Y todo eso pronto, hoy mismo.

VÍCTOR.-   Está bien.

 

(Vase por la derecha, segundo término. DON JOSÉ y RUFINA, que vuelven del comedor, le ven salir.)

 

RUFINA.-   Pero qué, papá, ¿en día como este no hay descanso para el pobre Víctor?

DON JOSÉ-.   Ya descansará, hija.

DON CÉSAR.-   Lo que hace hoy no es trabajo para él.

DON JOSÉ.-   La ociosidad es su mayor enemigo.

RUFINA.-   ¡Qué tiranía!... Todos contra él.  (Con resolución.)  Pues sepan que estoy aquí para defenderle.

DON CÉSAR.-   ¿Tú?... Me parece muy bien...



ArribaAbajoEscena IX

 

Dichos; LORENZA, presurosa por el fondo.

 

LORENZA.-   Señor, ahí está.

DON CÉSAR.-   ¿La Duquesa?

LORENZA.-   El coche acaba de parar en el portón. Viene con ella una criada; detrás un carro cargado de baúles.

DON CÉSAR.-   Yo me escabullo. Adiós.

 

(Vase por el comedor.)

 
  —26→  

DON JOSÉ.-   La recibiré aquí.

 

(Vase LORENZA.)

 

Por si come en casa, conviene que en la cocina se esmeren un poco. Manda por una lata de conservas... café superior, azúcar fino.

RUFINA.-   Sí, sí.

DON JOSÉ.-   Y cuida de poner un bonito ramo en la mesa.

RUFINA.-   Descuida. ¿Me quedo?

DON JOSÉ.-   No; Rosario querrá hablarme a solas. Después la verás. Vete a la iglesia.

RUFINA.-   Voy, sí...

 

(Vase por el comedor. Aparece ROSARIO por el foro.)

 


ArribaAbajoEscena X

 

DON JOSÉ, ROSARIO, en traje de viaje, muy elegante.

 

ROSARIO.-   Señor de Buendía...

DON JOSÉ.-    (Abrazándola.)  ¡Rosario, hija mía!

ROSARIO.-    (Examinándole el rostro.)  Viejecito, sí... pero muy bien conservado. ¡Qué hermosa ancianidad!

DON JOSÉ.-   ¡Y qué hermosa juventud!  (Se sientan.) 

ROSARIO.-   Paréceme que veo a mi abuelito... ¿Se acuerda usted?

DON JOSÉ.-    (Con recordar penoso.)  ¡Ah...!

ROSARIO.-   Y a mi padre.

DON JOSÉ.-   ¡Pobre Mariano! Si hubiera hecho caso de mí no te verías hoy en tan triste situación. Pero tanto a él como a tu mamá, las verdades de este viejo predicador, por una oreja les entraban y por otra les salían. Durante el tiempo que administré los cuantiosos bienes de la casa de San Quintín en esta provincia, luché como un león para poner orden en el presupuesto de la familia. ¡Ay! era como poner puertas al campo. Tuvo que dejar la administración. Enfriáronse nuestras relaciones, y al fin   —27→   dejé de escribirle... no te acordarás... cuando salió a remate la Juncosa.

ROSARIO.-   ¡Ay, qué tristeza al pasar hoy por la Juncosa! ¡Y pensar que aquellas hermosas arboledas fueron mías, y el monte, y las marismas!... Allí, en aquel caserón que parece un castillo feudal, con sus hiedras, su muro almenado, su soledad misteriosa y su romanticismo, pasé los mejores días de mi infancia. Y ahora, la Juncosa, y San Quintín, y el palacio de leyenda...

DON JOSÉ.-    (Premioso.)  Son míos... sí. Yo se los compré al rematante. Otras fincas valiosas de San Quintín han venido a mi poder por los medios más legítimos. La maledicencia, hija mía, que nada respeta, ha querido ofenderme, susurrando que hice préstamos usurarios a tu familia...

ROSARIO.-   ¡Oh, no!... Si cité el caso de hallarse nuestra propiedad en manos de ustedes, no ha sido en son de censura, no... Señalo un caso, un fenómeno...

DON JOSÉ.-   Fenómeno muy natural, y que está pasando todos los días. La riqueza, que viene a ser como la anguila, se desliza de las manos blandas, finas, afeminadas del aristócrata, para ser cogida por las, manos ásperas, callosas del trabajador. Admito esta lección, y apréndetela de memoria, Rosarito de Trastamara, descendiente de príncipes y reyes, mi sobrina en segundo grado...

ROSARIO.-   Y a mucha honra...

DON JOSÉ.-   Y añadiré, para que la lección agarre más en tu mente, que mi padre fue un triste pastelero de esta villa... No creas que carecía de timbres nobiliarios... Dice la tradición que inventó... ¡que inventó!  (Con orgullo.)  las sabrosas rosquillas que dan fama a Ficóbriga.

  —28→  

ROSARIO.-   ¡Oh!...

DON JOSÉ.-   Sesenta años ha, cuando tu abuelo, el Duque de San Quintín, escandalizaba este morigerado país con un lujo estrepitoso, José Manuel de Buendía se casaba con Teresita Corchuelo, hija de confiteros honradísimos. Pues bien, el día de mi boda no tenía yo valor de cuatro pesetas. Y me casé, y pusiéronme a llevar cuenta y razón de las rosquillas, que entonces empezaron a exportarse, y gané dinero y supe aumentarlo, y fui un hombre, y aquí me tienes.

ROSARIO.-   ¡Soberano ejemplo!

DON JOSÉ.-   ¡Ah, si yo te hubiera cogido por mi cuenta!...  (Con ademán de pegarle.)  En fin, dime lo que te pasa; cuéntame.

ROSARIO.-   ¡Ah, Sr. D. José, mis desdichas son tantas que no sé por dónde empezar! A poco de perder a mi esposo, que era, como usted sabe...

DON JOSÉ.-   Una calamidad. ¡Dios lo tenga en su santísima gloria! Adelante.

ROSARIO.-   Me vi envuelta en pleitos y cuestiones muy desagradables con mis tías las de Gravelinas, con mi primo Pepe Trastamara. Esto y la ruina total de mi casa, hiciéronme la vida imposible en Madrid. Refugieme en París, y allí nuevos disgustos, humillaciones, conflictos diarios, una vida angustiosa.

DON JOSÉ.-   Ya, ya entiendo... Y que no habrás sufrido poco, pobrecilla, dado tu carácter altanero...

ROSARIO.-   ¿Altanero?

DON JOSÉ.-   Lo dice la fama.

ROSARIO.-   ¡Ay! las desdichas me han abatido el orgullo más de lo que usted cree... ¡Si viera usted...! Siento en mi una vaga tristeza, la pena de haber nacido en la más alta esfera social. Y al mismo tiempo, me cruzan por aquí  (Por la mente.)  no sé qué ideas, y   —29→   sorprendo en mí aptitudes de mujer práctica, encerradita en un modesto hogar...

DON JOSÉ.-   Un poco tarde, un poco tarde ya.

ROSARIO.-   Apetezco la soledad, la quietud, la sencillez, vivir con verdad, sintiendo y pensando por cuenta propia...

DON JOSÉ.-   Vamos; quieres retirarte del mundo. ¿Acaso te llama la vida religiosa?

ROSARIO.-   Será quizás mi única salvación. Sobre esto quiero consultar a usted.

DON JOSÉ.-   Lo pensaremos, lo discutiremos; calma. Óyeme: has venido a pedirme consejo, y yo, sin negarte el consejo, te doy una cosa que vale más; te doy asilo en esta humilde morada.

ROSARIO.-    (Con efusión.)  ¡Oh, gracias, gracias!...

DON JOSÉ.-   Mientras resuelves si entras o no en un convento, y en cuál ha de ser, te estás aquí tan tranquila.

ROSARIO.-   Molestaré quizás.

DON JOSÉ.-   Nada. Te juro que no he de alterar mis costumbres sencillotas. Donde comen cuatro, comen cinco. El clásico puchero: sota, caballo y rey; ya sabes. La casa es grandísima. Buenas vistas; luz, aire, alegría por todas partes.

ROSARIO.-   No me tiente usted, señor de Buendía... ¡Cuánta dicha, qué dulce reposo, qué encanto!... ¡Y cómo me gustan estas casas patri arcales, este lujo del aseo, este nogal bruñido por el tiempo, y el trapo de manos hacendosas!  (Levántase y tira por la vidriera del fondo.)  ¿Pues y esa huerta? La he visto al pasar. ¡Qué delicia de manzanos, con tanta fruta! ¿Y el gallinero? ¿Y esa terraza, donde veo que planchan, bajo el fresco emparrado?... Y allá un horno... Y un palomar con tanto ru ru... Esto es un paraíso.  (Vuelve al lado de DON JOSÉ.) 

  —30→  

DON JOSÉ.-   Además del reposo que ofrezco a tu espíritu enfermo, esta vida será para ti un curso de filosofía del hogar doméstico. El ejemplo de mi nieta te enseñará muchas cosas que ignoras.

ROSARIO.-    (Batiendo palmas.)  Sí, sí... He oído contar maravillas de esa preciosa joven...

DON JOSÉ.-   Es un ángel, un verdadero ángel administrativo, y una gobernadora de casa que podría poner cátedra.

ROSARIO.-   ¿Dónde está? Ya deseo conocerla.

DON JOSÉ.-   Luego la verás.

ROSARIO.-   Y aquí no tiene usted más familia.

DON JOSÉ.-   También tengo a mi hijo.

ROSARIO.-   ¡D. César!  (Con repentino sobresalto, levantándose.) 

ROSARIO.-   Creí que su hijo de usted continuaba en Madrid.

DON JOSÉ.-   Llegó el mes pasado.

ROSARIO.-    (Muy inquieta.)  No, no... No acepto su hospitalidad. Ese hombre y yo no podemos estar bajo un mismo techo.

DON JOSÉ.-   ¡Pero qué tontería! ¿Por qué temes a César?

ROSARIO.-   No es temor; es más bien repugnancia.

DON JOSÉ.-   ¡Ah!... ya entiendo... Los rozamientos con tu papá hace algunos años...

ROSARIO.-    (Muy nerviosa.)  ¿Rozamientos? Es algo más. He visto a mi padre, ya casi moribundo, derramar lágrimas de ira por no hallarse con fuerzas, delante del mismo Dios sacramentado, para perdonar a don César.

DON JOSÉ.-   Es que tu papá era la misma exageración... Hija de mi alma, olvida... y perdona... ¡Bah! Yo te aseguro que mi hijo no te molestará. Mira tú, en el fondo, César no es mala persona. Pero no me ciega el amor paternal, y reconozco en él un gravísimo defecto.

  —31→  

ROSARIO.-   ¿Cuál?

DON JOSÉ.-   Su desmedida afición al bello sexo. Ha sido en él una enfermedad, un ciego instinto... Mujer que veía, mujer que deseaba. De ese defecto provienen todos sus errores, y los graves disgustos que nos dio a su pobre mujer y a mí.

ROSARIO.-   ¡Qué calamidad de hombre!

DON JOSÉ.-   Con una buena cualidad, hay que ser justos, atenuaba esa locura; y era... que nunca les daba dinero, o muy poco.

ROSARIO.-   Quería que le amasen de balde... Y a propósito... Mi primo Falfán me habló de... Parece que D. César tiene un hijo...

DON JOSÉ.-   El cual nos ha traído un problema grave.

ROSARIO.-   Dígame: ¿Ese joven no es hijo de una italiana llamada Sarah, que murió hace bastantes años?

DON JOSÉ.-   Justo. ¡Vaya unos regalos que me hace mi hijo!

ROSARIO.-   Y luego pretende usted que yo sea benévola con D. César, cuando usted mismo...

DON JOSÉ.-   Pero tus agravios son pura cavilación, y además cosa ya pasada. Me haces una ofensa renunciando por tan fútil motivo a la hospitalidad que te ofrezco.

ROSARIO.-   Ofensa no.

DON JOSÉ.-    (Estrechándole las manos.) ¿Te quedas?

ROSARIO.-   Por usted, por su nieta.

DON JOSÉ.-   Bien. Yo cuidaré de que la vida te sea grata dentro de la humildad de este pacífico reino mío.

ROSARIO.-    (Conmovida.)  ¡Gracias, gracias! Sospecho, mi querido anciano, que ha de gustarme tanto, tanto esta vida, que al fin... tendrán ustedes que echarme.

DON JOSÉ.-    (Bromeando.)  ¡Bueno!... te echaremos cuando nos estorbes...


  —32→  

ArribaAbajoEscena XI

 

Dichos; LORENZA, RAFAELA y dos mozos que traen cuatro baúles.

 

DON JOSÉ.-   Dejarlo todo aquí.  (A ROSARIO.)  Saca la ropa modesta que has de usar en mi casa. Lo demás déjalo guardado.

ROSARIO.-   Así lo haremos.

DON JOSÉ.-    (Señalando por la derecha primer término.)  Ocuparás estas tres habitaciones, que fueron las de mi esposa. De esas ventanas verás el mar, la playa de baños.

ROSARIO.-   Veámoslo.

 

(Sale seguida de DON JOSÉ por la derecha.)

 

LORENZA.-    (A RAFAELA.)  Dígame: ¿todo eso viene lleno de ropa?

RAFAELA.-   Claro: todo el tren de verano, y algo de entretiempo. Total: veintisiete trajes.

LORENZA.-   ¡Oh! ¡qué rica debe de ser esa señora!

ROSARIO.-    (Volviendo a entrar con DON JOSÉ.)  Hermosísimo. Rafaela, abre ese mundo. Quiero mudarme en seguida. Saca el traje de percal con lunares.

DON JOSÉ.-   Vaya; ahora te quedas solita. Yo estorbo. Tengo que ir un rato al Ayuntamiento.  (A LORENZA.)  Tú, mi sombrero.  (LORENZA le da el sombrero.)  Procura estar lista, y vete acostumbrando a la puntualidad.  (A LORENZA.)  No olvides... ya sabes...  (Habla rápidamente en voz baja con LORENZA.) 

RAFAELA.-    (Que ha abierto uno de los baúles y saca de él algunas ropas, que pone sobre las sillas.)  Ahora que recuerdo: aquí no está el vestido azul con lunares.

ROSARIO.-    (Señalando otro baúl.)  Ahí, tonta.

DON JOSÉ.-   Esta es tu casa, Lorenza y todos mis criados, a tu disposición.

 

(Besa la mano a ROSARIO, y vase por el fondo con LORENZA.)

 
  —33→  

ROSARIO.-   Bien...  (Con gracejo.)  Ya esta usted aquí demás.  (Se quita el sombrero y lo pone encima de la mesa.) 



ArribaAbajoEscena XII

 

ROSARIO, RAFAELA.

 

ROSARIO.-   Sácame también un par de blusas.

RAFAELA.-    (Forcejeando con la cerradura sin poder abrirla.)  Señorita, no puedo abrirlo.

ROSARIO.-   Pues déjalo. Saca la ropa de este  (El que está abierto.)  y la vas poniendo en aquel armario de nogal.  (Señalando al interior por la puerta de la derecha.) 

RAFAELA.-    (Impaciente.) ¡Maldita cerradura!

ROSARIO.-   Alguien habrá por ahí que te ayude.

 

(Óyense fuertes golpes en la pared, por la derecha.)

 

¿Qué es esto?

RAFAELA.-   Parece que derriban la casa.

ROSARIO.-   Vamos; date prisa. Mira, yo lo sacaré. Vete a traerme agua.  (Revolviendo en una bandeja de ropas que RAFAELA, al salir, dejó sobre la silla.)  Aquí está el de cuadros. Este no me gusta.

 

(Lo saca; y al volverse hacia la derecha para extenderlo sobre una silla, ve a VÍCTOR, que entra por la puerta derecha, segundo término, trayendo martillo, cortafríos y el metro. ROSARIO se asusta, da un ligero grito. Quédase VÍCTOR suspenso, inmóvil, contemplándola.)

 


ArribaAbajoEscena XIII

 

ROSARIO, VÍCTOR, RAFAELA, que entra y sale varias veces durante la escena.

 

ROSARIO.-   ¡Ah...! Es un operario... Dispense usted; me asusté. Si hiciera usted el favor de abrir ese baúl...

VÍCTOR.-   (¡Ella es... Sí!).  (Continúa contemplándola estático.) 

ROSARIO.-   ¿Pero no oye lo que le digo? ¿Es usted el que daba esos martillazos en mis habitaciones?

  —34→  

VÍCTOR.-    (Sin poder disimular su alegría.) (¡Vive aquí!...).

ROSARIO.-    (Observándole con expresión de duda y curiosidad.)  Pero...

VÍCTOR.-   Perdóneme usted, señora Duquesa. ¿Qué mandaba?

ROSARIO.-    (Confusa.)  (¡Cosa más rara! ¡Yo conozco a este hombre!).

VÍCTOR.-    (Advirtiendo la atención con que le mira ROSARIO.)  Difícilmente me reconocerá en este traje.

ROSARIO.-   ¡Reconocerle!... Pues qué... ¿Le he visto yo a usted alguna vez?

VÍCTOR.-   Sí señora.  (Sorpresa y mayor confusión de ROSARIO. Pausa.)  En fin, ¿qué mandaba?

 

(Entra RAFAELA con dos jarros de agua.)

 

RAFAELA.-   Este baúl es el que hay que abrir.

 

(Vase por la derecha. VÍCTOR examina la cerradura. ROSARIO no deja de mirarle.)

 

ROSARIO.-   (O yo me he vuelto tonta, o en efecto... conozco a este hombre... ¿Pero quién es? ¿Dónde lo he visto? Ese traje...).

VÍCTOR.-    (Que, después de varias tentativas, ha abierto la cerradura.)  Ya está.

ROSARIO.-   Ahora, puede usted retirarse.

VÍCTOR.-    (Después de una pausa, dudando si atreverse o no.)  ¿Sin satisfacer su curiosidad?... Porque la señora Duquesa, en este momento, se devana los sesos por recordar dónde y cuándo me ha visto.

ROSARIO.-   Es cierto. (Atrevidillo es el mozo).

VÍCTOR.-   Si la señora me lo permite, refrescaré su memoria con cuatro palabras.

ROSARIO.-   ¿Es usted el hijo de D. César?

VÍCTOR.-   Sí señora.

ROSARIO.-   Ya... ¿Y qué tal? Condenadito a trabajos forzados por su mala cabeza.

VÍCTOR.-   Sí señora.

  —35→  

ROSARIO.-   Pues sí, no puedo refrenar mi curiosidad. Dígame cómo y cuándo...

VÍCTOR.-   Ante todo, si por mi osadía he merecido su enojo, le ruego me perdone...

ROSARIO.-     (Con altanería.) Está usted perdonado... Vamos a ver. Contésteme.

VÍCTOR.-   ¿Dónde y cuándo he tenido el honor de que usted me vea?

ROSARIO.-   Sí...

VÍCTOR.-   ¿Y el honor más grande de que usted me hable?

ROSARIO.-    (Vivamente.)  ¿Hablarle? Eso no.

VÍCTOR.-   Eso sí... óigame un instante. No siempre he vestido de obrero. Mi padre, hombre inflexible, me ha impuesto este traje... como correctivo... Crieme en Francia...

ROSARIO.-    (Vivamente.) Y en Biarritz quizás... me vio usted.

VÍCTOR.-   No señora... hace cinco años me mandó mi padre a Lieja a aprender mecánica. Concluidos los estudios teóricos, pasé a Seraing, y trabajaba en la gran fábrica que llaman Cockerill. Los sábados nos reuníamos tres o cuatro muchachos de distintas nacionalidades, y nos íbamos a pasar el domingo, de jarana, en Amberes, Malinas o Brujas. Un día, se dirigió la cuadrilla a Ostende. Era la época de los baños de mar. Juntando el poco dinero que teníamos, dimos unos cuantos golpes en la ruleta de la Cursaal, y la loca suerte nos favoreció.

ROSARIO.-    (Riendo.)  ¿Ganaron?

VÍCTOR.-   Lo bastante para creernos ricos por unas cuantas horas. Éramos tres: un alsaciano, un suizo, y este humilde criado de usted. Resueltos a dar un bromazo gordo, nos instalamos aparatosamente en el Hotel del Círculo de Baños, haciéndonos pasar por príncipes rusos.

  —36→  

ROSARIO.-   ¡Ah, valientes pillos! Ya, ya recuerdo... una tarde de Agosto... Me acuerdo, sí, del principillo ruso.

VÍCTOR.-   Era yo. Invité a usted a dar un paseo por los jardines en un entreacto del concierto. Fuimos a la vaquería charlamos un rato, por la noche, en el baile, me permití... tuvo la increíble audacia de hacer a usted una declaración amorosa.

ROSARIO.-    (Riendo.)  Sí, sí... y que fue de lo más volcánico y relampagueante... Ya me acuerdo... Pero diga usted... Si me pareció que hablaba usted alemán con sus compañeros...

VÍCTOR.-   Hablo el alemán como el español.

ROSARIO.-   Conmigo hablaba usted francés... lo mismo que un parisién.

VÍCTOR.-   Sí señora...

ROSARIO.-   ¿Gran facilidad para lenguas?

VÍCTOR.-   Hablo también el inglés. Tengo ese don, a falta de otros. Desgraciadamente, en aquella ocasión ninguno sabía una palabra de ruso, y por esto y porque se nos acabó repentinamente el miserable metal, tuvimos que dejar nuestro disfraz y salir escapados en el primer tren de la mañana del lunes.

ROSARIO.-   Y ya no nos vimos más.

VÍCTOR.-   ¡Oh, sí!...

ROSARIO.-    (Con gran curiosidad.)  ¿Pero cuándo?

VÍCTOR.-   Aún falta mucho que contar.

ROSARIO.-   ¿De veras?

RAFAELA.-    (Entra por la derecha; señala otro baúl.)  También este... no sé qué tiene.  (A VÍCTOR imperiosamente.) Oye, abre también este. (¡Qué obrerito más guapo!).  (Coge ropa para llevarla.)  Ya podías ayudarme a traer las bandejas.

ROSARIO.-   Anda tú y déjale.  (Mientras VÍCTOR abre el otro baúl.)  (Si esto parece novela... ¡Qué gracioso! El príncipe   —37→   ruso de Ostende, en Ficóbriga abriéndome los baúles).

 

(Vuelve a salir RAFAELA llevando ropa.)

 

VÍCTOR.-    (Con una rodilla en tierra, abriendo la cerradura.) ¿Sigo contando?

ROSARIO.-   Sí, sí... Me cautiva todo lo que sale de los caminos trillados y vulgares. Pero cuidadito, no me cuente usted nada que no sea verdad.

VÍCTOR.-   Si usted me conociera, señora, sabría que adoro la verdad, y que a ella le sacrifico todo.  (Abre el baúl.) Ya está.

ROSARIO.-   Adora la verdad, y se fingió ruso, y príncipe.

VÍCTOR.-   Una broma de estudiante. ¡Ah, qué día de Agosto! Entonces era usted recién casada, y hermosísima.

ROSARIO.-   Va pasando el tiempo.

VÍCTOR.-   Y ahora es usted mucho más hermosa.

ROSARIO.-   (Paréceme que se propasa). Basta ya. Algo tendrá usted que hacer en otra parte.

VÍCTOR.-    (Desconsolado.)  Me despide... sin oír lo que... ¿Cree usted que se degrada oyéndome?

ROSARIO.-   ¡Oh, no!... Hable, diga lo que quiera... Vamos, ¡qué picardías habrá usted hecho para que lo tengan así!

VÍCTOR.-   Reconozco que mi padre está en lo justo. He sido malo, sí.

ROSARIO.-   Rebelde al estudio quizás.

VÍCTOR.-   Sí señora... Yo no estudiaba, digo, estudiar sí, y mucho; pero solo. Leía lo que me acomodaba, y aprendía lo más grato a mi mente. Repugné siempre la enseñanza en escuelas organizadas; me resistí a ganar grados y títulos. Lo que sé, lo sé sin diploma, y no poseo ninguna marca de la pedantería oficial. En Bélgica aprendí muchas cosas con más práctica que teoría. Soy algo ingeniero, algo arquitecto... sin título, eso sí. Pero sé hacer una   —38→   locomotora; y si me apuran hago una catedral, y si me pongo, fabrico agujas, vidrio, cerámica...

ROSARIO.-   ¡Cuántas habilidades, y venir a parar a esa triste condición de obrero!...

VÍCTOR.-   Verá usted... En Bélgica me sedujo la idea socialista. Cautivome un alemán, hombre exaltado, que predicaba la transformación de la sociedad; y tomé parte en una huelga ruidosa, pronuncié discursos, agité las masas... ¡Terrible campaña, que terminó con mi prisión...!

ROSARIO.-   Bien merecido.

VÍCTOR.-   Seis meses me tuvieron en la cárcel de Amberes. Mi padre me escribió echándome los tiempos, y negándome todo auxilio.

ROSARIO.-   Y con razón. ¡Vaya que defender esas barbaridades! Pero usted no creía eso; lo defendía por pasatiempo, por travesura.

VÍCTOR.-   No señora; lo creía... y lo creo. Al salir de la prisión, me fui a Inglaterra. Mas no pude consagrarme al estudio de mis caras doctrinas, porque en Londres tropecé con un español que se empeñó en reconciliarme con mi padre... y lo consiguió. Fue mi padre en busca mía, y me trajo a España y me plantó en Madrid.

ROSARIO.-   ¿Y allí era usted también obrero?

VÍCTOR.-   No señora, era señorito. Mi padre tomó mil precauciones para apartarme de la propaganda socialista. Yo alternaba con multitud de jóvenes de la mejor sociedad, algunos muy ricos. Por las noches, me ponía mi fraquecito, y al amparo de la democracia mansa que allí reina, tenía acceso en todas partes.

ROSARIO.-   Ya...  (Comprendiendo.)  Y alguna vez quizás me vio usted... Pues no recuerdo...

  —39→  

VÍCTOR.-   Yo sí... Además, la veía a usted constantemente en teatros, paseos, en la iglesia...

ROSARIO.-   ¿También frecuentaba las iglesias...?

VÍCTOR.-   Como todos los sitios donde podía ver a una persona que me fascinaba, que me volvía loco, que...

 

(Entra RAFAELA.)

 

RAFAELA.-   (Todavía el obrerito aquí. ¡Qué le estará contando a mi señora!).

ROSARIO.-   ¿Y en Madrid también predicaba usted la destrucción de la sociedad, y todos esos desatinos?

VÍCTOR.-   Hacía propaganda oral y teórica; pero sin resultado.

RAFAELA.-    (Recogiendo más ropa.)  (¡Vaya si es guapo el obrerito! A este le pesco yo, como tres y dos cinco).

 

(Sale llevando ropa.)

 

ROSARIO.-   Vamos, que no se atrevía usted.

VÍCTOR.-   Diré a usted con toda verdad, y sin altanería, que yo me atrevo a todo. Nada existe en lo humano, nada, nada que ponga miedo en mi corazón.

ROSARIO.-    (Con admiración.)  ¿De veras?

VÍCTOR.-   Y las dificultades, los peligros, aumentan mi valor.

ROSARIO.-   Bravísimo. Por valiente le tienen en esta esclavitud. ¡Sabe Dios las atrocidades que habrá usted hecho en Madrid!

VÍCTOR.-   No, mi vida en Madrid era de lo más inocente... No vivía más que para seguir a la mujer que era mi encanto y mi suplicio, pues me fascinaba sin mirarme.

ROSARIO.-   Y no le miraba a usted. ¡Qué pícara!

VÍCTOR.-   Desconocía... y desconoce... mi loca pasión.

ROSARIO.-   Amor solitario, delirio, embuste.

VÍCTOR.-    (Con calor.)  Pasión de una realidad indudable, pues en ella he vivido y viviré; pasión de acendrada pureza, pues nunca esperé ser correspondido, ni lo   —40→   espero ahora; pasión en la cual tanto me enloquece la ausencia como la presencia de la soberana hermosura que...

ROSARIO.-    (Echándose a reír.)  Basta, basta. ¡Qué chaparrón de poesía! Deje usted que me guarezca...  (Apártase de él.)  Francamente, no creo en esas pasiones, que hasta en los dramas y novelas resultan ya de un gusto dudoso. ¡Prendarse insípidamente de una mujer de alta clase; espiar su coche; dar caza a su sombra en la calle, flechándola con miradas no devueltas, en paseos y teatros; adorarla en puro éxtasis nebuloso y...! Eso se lo cuenta usted... a quien conozca el mundo menos que yo.

VÍCTOR.-   Se lo cuento a usted, porque es verdad y porque ha deseado saberlo. Vivo de esa ilusión y con ella moriré. Es la savia de mi existencia. No comprendo la vida sin la continua presencia de mi ídolo aquí,  (En la mente.)  y aquí la llevo, y aquí la adoro, criatura sin semejante, prodigio de la Naturaleza, trasunto de la divinidad...

ROSARIO.-   Ja, ja, ja... Pero, hombre, dígame usted quién es esa diosa. Quiero saber quién es. ¿Acaso la conozco?

VÍCTOR.-   Perdone usted mi atrevimiento, que viene a ser la compensación de mi insignificancia. Quien nada es, ni nada tiene, ni nunca será nada tal vez, bien puede permitirse el don de la sinceridad, de la claridad.

ROSARIO.-   No, si la sinceridad me gusta muchísimo. Es el mayor de los goces para quien ha vivido, tanto tiempo en un mundo de ficciones y mentiras.

VÍCTOR.-    (Con entusiasmo.)  Bendita sea la boca que tal dice.

ROSARIO.-    (Impaciente.)  El nombre, venga el nombre.

VÍCTOR.-   ¿Para qué?

ROSARIO.-   Pronto... ¿quién es?

  —41→  

VÍCTOR.-   No, no.

ROSARIO.-   Mire que si usted no lo dice, lo digo yo, y le pongo la cara colorada. La dama de quien usted ha hecho un ídolo en tonto...  (Pausa.)  soy yo.

VÍCTOR.-   ¡Oh!

ROSARIO.-   Lo adiviné al momento. ¿Cree usted que yo no he leído novelas?

VÍCTOR.-   Señora, observe usted que nada pretendo, que no tengo esperanzas, ni las tendré nunca.

ROSARIO.-   Naturalmente.

VÍCTOR.-   Y si lo que sabe le parece monstruoso, aplásteme con su indiferencia.

ROSARIO.-    (Siempre con gracejo.)  Hombre, tanto como aplastarle... Nadie se ofende por ser ídolo... más o menos falso.

VÍCTOR.-   Y lo que he dicho no excluye el respeto más vivo. Yo le juro a usted que no hablaré más de...

ROSARIO.-   Sí, estas cosas no deben repetirse. Tanta poesía empalaga. Porque usted se cree socialista, y no es más que poeta, un poeta que quiere demoler el mundo y ponerme a mí de pasmarote sobre las ruinas. ¡Qué gracioso!

VÍCTOR.-   No se cuide usted de mí, no me mire siquiera...

ROSARIO.-   ¡Pero, hombre, también prohibirme que le vea! Si delante se me pone... no voy a cerrar los ojos cuando usted pase...

VÍCTOR.-   Pues si mi existencia significa algo para usted, hágame su esclavo.

ROSARIO.-   Eso sí. Empecemos.

 

(Entra RAFAELA por la derecha.)

 

Haga el favor de ayudar a mi criada...  (Señalando las bandejas de ropa que están sobre las sillas.) 

RAFAELA.-    (Dándoselas.) Toma. Es tarde... Ya están ahí los señores.

VÍCTOR.-   Mi padre, el abuelo.

 

(Sale por la derecha llevando ropa.)

 
  —42→  

ROSARIO.-    (Con admiración y acento de entusiasmo.)  (¡Atrevido como él solo!).

 

(Entran por el fondo DON JOSÉ y RUFINA. Tras él, algo cohibido, DON CÉSAR.)

 


ArribaAbajoEscena XIV

 

Dichos; DON JOSÉ, RUFINA, DON CÉSAR.

 

DON JOSÉ.-    (Presentando a RUFINA.)  Mi nieta.

ROSARIO.-   ¡Qué linda!  (Se besan cariñosamente.) 

DON CÉSAR.-    (Quedándose en el fondo hacia la derecha, contempla a ROSARIO con arrobamiento. Avanza y hace una gran reverencia, a la cual contesta ROSARIO fríamente.)  ¡Qué hermosa! ¡Brava mujer!

 

(Entran de nuevo por la derecha RAFAELA y VÍCTOR en busca de más ropa.)

 

¿Qué haces aquí?  (A VÍCTOR con displicencia.)  A la fábrica pronto. Suspende el trabajo que te encargué... Y esta tarde puedes pasear. Pero lejos, lejos...

VÍCTOR.-    (Retirándose por la puerta derecha, segundo término.) Bien, señor... Lejos iré, muy lejos...

DON JOSÉ.-    (A ROSARIO.)  ¿Y qué... comemos? Es la hora.

ROSARIO.-    (Con prisa.)  Cinco minutos nada más. Salgo al instante.  (Corre hacia su cuarto.) 

DON JOSÉ.-   Cinco minutos, niña.  (Gritando hacia fuera.)  ¡Lorenza, la sopa!



 
 
FIN DEL ACTO I