Escena VIII |
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Dichos;
RUFINA,
poco después
VÍCTOR.
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RUFINA.-
(Presurosa y
alegre, por el comedor.)
Abuelito, papá, el capitán, piloto y marineros de la
Joven Rufina. Vengan, vengan a ver el barco
de dulce.
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DON JOSÉ.-
Voy. Que pasen al comedor.
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RUFINA.-
¿Les damos Jerez?
|
DON JOSÉ.-
No; ron de Jamaica, del que levanta
ampolla. Voy allá. ¿Vienes tú?
|
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(Vase con
RUFINA
por el fondo.)
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DON CÉSAR.-
Yo no.
(Preocupado.) Esta aparición de la Duquesita me da mala
espina. ¡A pedir consejo!...¿Para qué?...
¿Querrá casarse? Infeliz mujer, ¡qué mal se avienen
orgullo y pobreza!
(Viendo aparecer a
VÍCTOR,
que entra por la derecha,
segundo término.) ¡Ah! Víctor...
(Con severidad.) ¿Qué buscas aquí?
|
VÍCTOR.-
(En traje de obrero,
con blusa;
trae varias herramientas.) Me dijo
usted que viniera a las once para encargarme... no sé qué.
|
DON CÉSAR.-
¡Ah! sí, ya no me
acordaba... Ante todo, ¿reconociste la fragata?
|
VÍCTOR.-
Sí señor: ayer.
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DON CÉSAR.-
¿Podrá hacer un viaje,
uno solo?
|
VÍCTOR.-
Difícilmente. La cuaderna mayor
está quebrantada; casi todos los baos deben poner se nuevos. El codaste
y la roda no ofrecen seguridad, y el palo mayor está astillado por la
fogonadura.
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DON CÉSAR.-
¿De modo que será
peligroso...? Pero un viaje, un solo viaje, en estos meses de bonanza, bien
podrá.
|
VÍCTOR.-
Si no vuelve antes del equinoccio de
Octubre, podría quedarse en el camino.
|
DON CÉSAR.-
Pues nada, la mandaremos con mineral a
Inglaterra.
—25→
Retorno de carbón, y después, hacha en
ella.
|
VÍCTOR.-
Como usted quiera.
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DON CÉSAR.-
¿Está listo el
laminador, que se descompuso la semana pasada?
|
VÍCTOR.-
Listo, y marcha perfectamente.
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DON CÉSAR.-
Bien. Ahora, trae el metro, el
martillo, el cortafríos...
|
VÍCTOR.-
(Mostrándolos.) Los
traigo.
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DON CÉSAR.-
(Llevándole hacia
la puerta de la derecha.) Ya te dije que
proyecto levantar un piso sobre estas habitaciones. Mide con toda exactitud las
tres piezas, y hazme el plano de ellas. Examina el grueso de las paredes,
descubre las vigas de carga de los tabiques para reconocerlas... Y todo eso
pronto, hoy mismo.
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VÍCTOR.-
Está bien.
|
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(Vase por la derecha,
segundo término.
DON JOSÉ
y
RUFINA,
que vuelven del comedor,
le ven salir.)
|
RUFINA.-
Pero qué, papá,
¿en día como este no hay descanso para el pobre
Víctor?
|
DON JOSÉ-.
Ya descansará, hija.
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DON CÉSAR.-
Lo que hace hoy no es trabajo para
él.
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DON JOSÉ.-
La ociosidad es su mayor enemigo.
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RUFINA.-
¡Qué tiranía!...
Todos contra él.
(Con
resolución.) Pues sepan que estoy
aquí para defenderle.
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DON CÉSAR.-
¿Tú?... Me parece muy
bien...
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Escena X |
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DON JOSÉ,
ROSARIO, en traje de viaje,
muy elegante.
|
ROSARIO.-
Señor de Buendía...
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DON JOSÉ.-
(Abrazándola.)
¡Rosario, hija mía!
|
ROSARIO.-
(Examinándole el
rostro.) Viejecito, sí... pero muy bien
conservado. ¡Qué hermosa ancianidad!
|
DON JOSÉ.-
¡Y qué hermosa juventud!
(Se sientan.)
|
ROSARIO.-
Paréceme que veo a mi
abuelito... ¿Se acuerda usted?
|
DON JOSÉ.-
(Con recordar
penoso.) ¡Ah...!
|
ROSARIO.-
Y a mi padre.
|
DON JOSÉ.-
¡Pobre Mariano! Si hubiera hecho
caso de mí no te verías hoy en tan triste situación. Pero
tanto a él como a tu mamá, las verdades de este viejo predicador,
por una oreja les entraban y por otra les salían. Durante el tiempo que
administré los cuantiosos bienes de la casa de San Quintín en
esta provincia, luché como un león para poner orden en el
presupuesto de la familia. ¡Ay! era como poner puertas al campo. Tuvo que
dejar la administración. Enfriáronse nuestras relaciones, y al
fin
—27→
dejé de escribirle... no te acordarás... cuando
salió a remate la Juncosa.
|
ROSARIO.-
¡Ay, qué tristeza al
pasar hoy por la Juncosa! ¡Y pensar que aquellas hermosas arboledas
fueron mías, y el monte, y las marismas!... Allí, en aquel
caserón que parece un castillo feudal, con sus hiedras, su muro
almenado, su soledad misteriosa y su romanticismo, pasé los mejores
días de mi infancia. Y ahora, la Juncosa, y San Quintín, y el
palacio de leyenda...
|
DON JOSÉ.-
(Premioso.) Son míos... sí. Yo se
los compré al rematante. Otras fincas valiosas de San Quintín han
venido a mi poder por los medios más legítimos. La maledicencia,
hija mía, que nada respeta, ha querido ofenderme, susurrando que hice
préstamos usurarios a tu familia...
|
ROSARIO.-
¡Oh, no!... Si cité el
caso de hallarse nuestra propiedad en manos de ustedes, no ha sido en son de
censura, no... Señalo un caso, un fenómeno...
|
DON JOSÉ.-
Fenómeno muy natural, y que
está pasando todos los días. La riqueza, que viene a ser como la
anguila, se desliza de las manos blandas, finas, afeminadas del
aristócrata, para ser cogida por las, manos ásperas, callosas del
trabajador. Admito esta lección, y apréndetela de memoria,
Rosarito de Trastamara, descendiente de príncipes y reyes, mi sobrina en
segundo grado...
|
ROSARIO.-
Y a mucha honra...
|
DON JOSÉ.-
Y añadiré, para que la
lección agarre más en tu mente, que mi padre fue un triste
pastelero de esta villa... No creas que carecía de timbres
nobiliarios... Dice la tradición que inventó... ¡que
inventó!
(Con orgullo.) las sabrosas
rosquillas que dan fama a Ficóbriga.
|
—28→
|
ROSARIO.-
¡Oh!...
|
DON JOSÉ.-
Sesenta años ha, cuando tu
abuelo, el Duque de San Quintín, escandalizaba este morigerado
país con un lujo estrepitoso, José Manuel de Buendía se
casaba con Teresita Corchuelo, hija de confiteros honradísimos. Pues
bien, el día de mi boda no tenía yo valor de cuatro pesetas. Y me
casé, y pusiéronme a llevar cuenta y razón de las
rosquillas, que entonces empezaron a exportarse, y gané dinero y supe
aumentarlo, y fui un hombre, y aquí me tienes.
|
ROSARIO.-
¡Soberano ejemplo!
|
DON JOSÉ.-
¡Ah, si yo te hubiera cogido por
mi cuenta!...
(Con ademán de
pegarle.) En fin, dime lo que te pasa;
cuéntame.
|
ROSARIO.-
¡Ah, Sr. D. José, mis
desdichas son tantas que no sé por dónde empezar! A poco de
perder a mi esposo, que era, como usted sabe...
|
DON JOSÉ.-
Una calamidad. ¡Dios lo tenga en
su santísima gloria! Adelante.
|
ROSARIO.-
Me vi envuelta en pleitos y cuestiones
muy desagradables con mis tías las de Gravelinas, con mi primo Pepe
Trastamara. Esto y la ruina total de mi casa, hiciéronme la vida
imposible en Madrid. Refugieme en París, y allí nuevos disgustos,
humillaciones, conflictos diarios, una vida angustiosa.
|
DON JOSÉ.-
Ya, ya entiendo... Y que no
habrás sufrido poco, pobrecilla, dado tu carácter altanero...
|
ROSARIO.-
¿Altanero?
|
DON JOSÉ.-
Lo dice la fama.
|
ROSARIO.-
¡Ay! las desdichas me han
abatido el orgullo más de lo que usted cree... ¡Si viera usted...!
Siento en mi una vaga tristeza, la pena de haber nacido en la más alta
esfera social. Y al mismo tiempo, me cruzan por aquí
(Por la mente.) no sé qué ideas, y
—29→
sorprendo en mí aptitudes de mujer práctica, encerradita en un
modesto hogar...
|
DON JOSÉ.-
Un poco tarde, un poco tarde ya.
|
ROSARIO.-
Apetezco la soledad, la quietud, la
sencillez, vivir con verdad, sintiendo y pensando por cuenta propia...
|
DON JOSÉ.-
Vamos; quieres retirarte del mundo.
¿Acaso te llama la vida religiosa?
|
ROSARIO.-
Será quizás mi
única salvación. Sobre esto quiero consultar a usted.
|
DON JOSÉ.-
Lo pensaremos, lo discutiremos; calma.
Óyeme: has venido a pedirme consejo, y yo, sin negarte el consejo, te
doy una cosa que vale más; te doy asilo en esta humilde morada.
|
ROSARIO.-
(Con
efusión.) ¡Oh, gracias,
gracias!...
|
DON JOSÉ.-
Mientras resuelves si entras o no en
un convento, y en cuál ha de ser, te estás aquí tan
tranquila.
|
ROSARIO.-
Molestaré quizás.
|
DON JOSÉ.-
Nada. Te juro que no he de alterar mis
costumbres sencillotas. Donde comen cuatro, comen cinco. El clásico
puchero: sota, caballo y rey; ya sabes. La casa es grandísima. Buenas
vistas; luz, aire, alegría por todas partes.
|
ROSARIO.-
No me tiente usted, señor de
Buendía... ¡Cuánta dicha, qué dulce reposo,
qué encanto!... ¡Y cómo me gustan estas casas patri
arcales, este lujo del aseo, este nogal bruñido por el tiempo, y el
trapo de manos hacendosas!
(Levántase y tira
por la vidriera del fondo.) ¿Pues y esa
huerta? La he visto al pasar. ¡Qué delicia de manzanos, con tanta
fruta! ¿Y el gallinero? ¿Y esa terraza, donde veo que planchan,
bajo el fresco emparrado?... Y allá un horno... Y un palomar con tanto
ru ru... Esto es un paraíso.
(Vuelve al lado de
DON JOSÉ.)
|
—30→
|
DON JOSÉ.-
Además del reposo que ofrezco a
tu espíritu enfermo, esta vida será para ti un curso de
filosofía del hogar doméstico. El ejemplo de mi nieta te
enseñará muchas cosas que ignoras.
|
ROSARIO.-
(Batiendo palmas.) Sí, sí... He oído contar
maravillas de esa preciosa joven...
|
DON JOSÉ.-
Es un ángel, un verdadero
ángel administrativo, y una gobernadora de casa que podría poner
cátedra.
|
ROSARIO.-
¿Dónde está? Ya
deseo conocerla.
|
DON JOSÉ.-
Luego la verás.
|
ROSARIO.-
Y aquí no tiene usted
más familia.
|
DON JOSÉ.-
También tengo a mi hijo.
|
ROSARIO.-
¡D. César!
(Con repentino
sobresalto, levantándose.)
|
ROSARIO.-
Creí que su hijo de usted
continuaba en Madrid.
|
DON JOSÉ.-
Llegó el mes pasado.
|
ROSARIO.-
(Muy inquieta.) No, no... No acepto su hospitalidad. Ese hombre y yo
no podemos estar bajo un mismo techo.
|
DON JOSÉ.-
¡Pero qué
tontería! ¿Por qué temes a César?
|
ROSARIO.-
No es temor; es más bien
repugnancia.
|
DON JOSÉ.-
¡Ah!... ya entiendo... Los
rozamientos con tu papá hace algunos años...
|
ROSARIO.-
(Muy nerviosa.) ¿Rozamientos? Es algo más. He visto a
mi padre, ya casi moribundo, derramar lágrimas de ira por no hallarse
con fuerzas, delante del mismo Dios sacramentado, para perdonar a don
César.
|
DON JOSÉ.-
Es que tu papá era la misma
exageración... Hija de mi alma, olvida... y perdona... ¡Bah! Yo te
aseguro que mi hijo no te molestará. Mira tú, en el fondo,
César no es mala persona. Pero no me ciega el amor paternal, y reconozco
en él un gravísimo defecto.
|
—31→
|
ROSARIO.-
¿Cuál?
|
DON JOSÉ.-
Su desmedida afición al bello
sexo. Ha sido en él una enfermedad, un ciego instinto... Mujer que
veía, mujer que deseaba. De ese defecto provienen todos sus errores, y
los graves disgustos que nos dio a su pobre mujer y a mí.
|
ROSARIO.-
¡Qué calamidad de
hombre!
|
DON JOSÉ.-
Con una buena cualidad, hay que ser
justos, atenuaba esa locura; y era... que nunca les daba dinero, o muy
poco.
|
ROSARIO.-
Quería que le amasen de
balde... Y a propósito... Mi primo Falfán me habló de...
Parece que D. César tiene un hijo...
|
DON JOSÉ.-
El cual nos ha traído un
problema grave.
|
ROSARIO.-
Dígame: ¿Ese joven no es
hijo de una italiana llamada Sarah, que murió hace bastantes
años?
|
DON JOSÉ.-
Justo. ¡Vaya unos regalos que me
hace mi hijo!
|
ROSARIO.-
Y luego pretende usted que yo sea
benévola con D. César, cuando usted mismo...
|
DON JOSÉ.-
Pero tus agravios son pura
cavilación, y además cosa ya pasada. Me haces una ofensa
renunciando por tan fútil motivo a la hospitalidad que te ofrezco.
|
ROSARIO.-
Ofensa no.
|
DON JOSÉ.-
(Estrechándole las
manos.) ¿Te quedas?
|
ROSARIO.-
Por usted, por su nieta.
|
DON JOSÉ.-
Bien. Yo cuidaré de que la vida
te sea grata dentro de la humildad de este pacífico reino
mío.
|
ROSARIO.-
(Conmovida.) ¡Gracias, gracias! Sospecho, mi querido
anciano, que ha de gustarme tanto, tanto esta vida, que al fin...
tendrán ustedes que echarme.
|
DON JOSÉ.-
(Bromeando.) ¡Bueno!... te echaremos cuando nos
estorbes...
|
Escena XIII |
|
ROSARIO, VÍCTOR, RAFAELA, que entra y sale varias veces durante la
escena.
|
ROSARIO.-
¡Ah...! Es un operario...
Dispense usted; me asusté. Si hiciera usted el favor de abrir ese
baúl...
|
VÍCTOR.-
(¡Ella es... Sí!).
(Continúa
contemplándola estático.)
|
ROSARIO.-
¿Pero no oye lo que le digo?
¿Es usted el que daba esos martillazos en mis habitaciones?
|
—34→
|
VÍCTOR.-
(Sin poder disimular su
alegría.) (¡Vive
aquí!...).
|
ROSARIO.-
(Observándole con
expresión de duda y curiosidad.)
Pero...
|
VÍCTOR.-
Perdóneme usted, señora
Duquesa. ¿Qué mandaba?
|
ROSARIO.-
(Confusa.) (¡Cosa más rara! ¡Yo conozco a
este hombre!).
|
VÍCTOR.-
(Advirtiendo la
atención con que le mira
ROSARIO.) Difícilmente me
reconocerá en este traje.
|
ROSARIO.-
¡Reconocerle!... Pues
qué... ¿Le he visto yo a usted alguna vez?
|
VÍCTOR.-
Sí señora.
(Sorpresa y mayor
confusión de
ROSARIO.
Pausa.) En fin,
¿qué mandaba?
|
|
(Entra
RAFAELA
con dos jarros de agua.)
|
RAFAELA.-
Este baúl es el que hay que
abrir.
|
|
(Vase por la derecha.
VÍCTOR
examina la cerradura. ROSARIO
no deja de mirarle.)
|
ROSARIO.-
(O yo me he vuelto tonta, o en
efecto... conozco a este hombre... ¿Pero quién es?
¿Dónde lo he visto? Ese traje...).
|
VÍCTOR.-
(Que,
después de varias tentativas, ha abierto la cerradura.) Ya
está.
|
ROSARIO.-
Ahora, puede usted retirarse.
|
VÍCTOR.-
(Después de una
pausa,
dudando si atreverse o no.) ¿Sin satisfacer su curiosidad?... Porque la
señora Duquesa, en este momento, se devana los sesos por recordar
dónde y cuándo me ha visto.
|
ROSARIO.-
Es cierto. (Atrevidillo es el
mozo).
|
VÍCTOR.-
Si la señora me lo permite,
refrescaré su memoria con cuatro palabras.
|
ROSARIO.-
¿Es usted el hijo de D.
César?
|
VÍCTOR.-
Sí señora.
|
ROSARIO.-
Ya... ¿Y qué tal?
Condenadito a trabajos forzados por su mala cabeza.
|
VÍCTOR.-
Sí señora.
|
—35→
|
ROSARIO.-
Pues sí, no puedo refrenar mi
curiosidad. Dígame cómo y cuándo...
|
VÍCTOR.-
Ante todo, si por mi osadía he
merecido su enojo, le ruego me perdone...
|
ROSARIO.-
(Con
altanería.) Está usted
perdonado... Vamos a ver. Contésteme.
|
VÍCTOR.-
¿Dónde y cuándo
he tenido el honor de que usted me vea?
|
ROSARIO.-
Sí...
|
VÍCTOR.-
¿Y el honor más grande
de que usted me hable?
|
ROSARIO.-
(Vivamente.) ¿Hablarle? Eso no.
|
VÍCTOR.-
Eso sí... óigame un
instante. No siempre he vestido de obrero. Mi padre, hombre inflexible, me ha
impuesto este traje... como correctivo... Crieme en Francia...
|
ROSARIO.-
(Vivamente.) Y en Biarritz quizás... me vio usted.
|
VÍCTOR.-
No señora... hace cinco
años me mandó mi padre a Lieja a aprender mecánica.
Concluidos los estudios teóricos, pasé a Seraing, y trabajaba en
la gran fábrica que llaman Cockerill. Los sábados nos
reuníamos tres o cuatro muchachos de distintas nacionalidades, y nos
íbamos a pasar el domingo, de jarana, en Amberes, Malinas o Brujas. Un
día, se dirigió la cuadrilla a Ostende. Era la época de
los baños de mar. Juntando el poco dinero que teníamos, dimos
unos cuantos golpes en la ruleta de la Cursaal, y la loca suerte nos
favoreció.
|
ROSARIO.-
(Riendo.) ¿Ganaron?
|
VÍCTOR.-
Lo bastante para creernos ricos por
unas cuantas horas. Éramos tres: un alsaciano, un suizo, y este humilde
criado de usted. Resueltos a dar un bromazo gordo, nos instalamos
aparatosamente en el
Hotel del Círculo de Baños,
haciéndonos pasar por príncipes rusos.
|
—36→
|
ROSARIO.-
¡Ah, valientes pillos! Ya, ya
recuerdo... una tarde de Agosto... Me acuerdo, sí, del principillo
ruso.
|
VÍCTOR.-
Era yo. Invité a usted a dar un
paseo por los jardines en un entreacto del concierto. Fuimos a la
vaquería charlamos un rato, por la noche, en el baile, me
permití... tuvo la increíble audacia de hacer a usted una
declaración amorosa.
|
ROSARIO.-
(Riendo.) Sí, sí... y que fue de lo más
volcánico y relampagueante... Ya me acuerdo... Pero diga usted... Si me
pareció que hablaba usted alemán con sus compañeros...
|
VÍCTOR.-
Hablo el alemán como el
español.
|
ROSARIO.-
Conmigo hablaba usted
francés... lo mismo que un parisién.
|
VÍCTOR.-
Sí señora...
|
ROSARIO.-
¿Gran facilidad para
lenguas?
|
VÍCTOR.-
Hablo también el inglés.
Tengo ese don, a falta de otros. Desgraciadamente, en aquella ocasión
ninguno sabía una palabra de ruso, y por esto y porque se nos
acabó repentinamente el miserable metal, tuvimos que dejar nuestro
disfraz y salir escapados en el primer tren de la mañana del lunes.
|
ROSARIO.-
Y ya no nos vimos más.
|
VÍCTOR.-
¡Oh, sí!...
|
ROSARIO.-
(Con gran
curiosidad.) ¿Pero cuándo?
|
VÍCTOR.-
Aún falta mucho que contar.
|
ROSARIO.-
¿De veras?
|
RAFAELA.-
(Entra por la
derecha; señala otro baúl.) También este... no sé qué tiene.
(A
VÍCTOR
imperiosamente.) Oye, abre también este. (¡Qué
obrerito más guapo!).
(Coge ropa para
llevarla.) Ya podías ayudarme a traer
las bandejas.
|
ROSARIO.-
Anda tú y déjale.
(Mientras
VÍCTOR
abre el otro baúl.) (Si esto parece novela... ¡Qué gracioso!
El príncipe
—37→
ruso de Ostende, en Ficóbriga
abriéndome los baúles).
|
|
(Vuelve a salir
RAFAELA
llevando ropa.)
|
VÍCTOR.-
(Con una rodilla en
tierra,
abriendo la cerradura.) ¿Sigo contando?
|
ROSARIO.-
Sí, sí... Me cautiva
todo lo que sale de los caminos trillados y vulgares. Pero cuidadito, no me
cuente usted nada que no sea verdad.
|
VÍCTOR.-
Si usted me conociera, señora,
sabría que adoro la verdad, y que a ella le sacrifico todo.
(Abre el
baúl.) Ya está.
|
ROSARIO.-
Adora la verdad, y se fingió
ruso, y príncipe.
|
VÍCTOR.-
Una broma de estudiante. ¡Ah,
qué día de Agosto! Entonces era usted recién casada, y
hermosísima.
|
ROSARIO.-
Va pasando el tiempo.
|
VÍCTOR.-
Y ahora es usted mucho más
hermosa.
|
ROSARIO.-
(Paréceme que se propasa).
Basta ya. Algo tendrá usted que hacer en otra parte.
|
VÍCTOR.-
(Desconsolado.) Me despide... sin oír lo que... ¿Cree
usted que se degrada oyéndome?
|
ROSARIO.-
¡Oh, no!... Hable, diga lo que
quiera... Vamos, ¡qué picardías habrá usted hecho
para que lo tengan así!
|
VÍCTOR.-
Reconozco que mi padre está en
lo justo. He sido malo, sí.
|
ROSARIO.-
Rebelde al estudio quizás.
|
VÍCTOR.-
Sí señora... Yo no
estudiaba, digo, estudiar sí, y mucho; pero solo. Leía lo que me
acomodaba, y aprendía lo más grato a mi mente. Repugné
siempre la enseñanza en escuelas organizadas; me resistí a ganar
grados y títulos. Lo que sé, lo sé sin diploma, y no poseo
ninguna marca de la pedantería oficial. En Bélgica aprendí
muchas cosas con más práctica que teoría. Soy algo
ingeniero, algo arquitecto... sin título, eso sí. Pero sé
hacer una
—38→
locomotora; y si me apuran hago una catedral, y si me
pongo, fabrico agujas, vidrio, cerámica...
|
ROSARIO.-
¡Cuántas habilidades, y
venir a parar a esa triste condición de obrero!...
|
VÍCTOR.-
Verá usted... En Bélgica
me sedujo la idea socialista. Cautivome un alemán, hombre exaltado, que
predicaba la transformación de la sociedad; y tomé parte en una
huelga ruidosa, pronuncié discursos, agité las masas...
¡Terrible campaña, que terminó con mi
prisión...!
|
ROSARIO.-
Bien merecido.
|
VÍCTOR.-
Seis meses me tuvieron en la
cárcel de Amberes. Mi padre me escribió echándome los
tiempos, y negándome todo auxilio.
|
ROSARIO.-
Y con razón. ¡Vaya que
defender esas barbaridades! Pero usted no creía eso; lo defendía
por pasatiempo, por travesura.
|
VÍCTOR.-
No señora; lo creía... y
lo creo. Al salir de la prisión, me fui a Inglaterra. Mas no pude
consagrarme al estudio de mis caras doctrinas, porque en Londres tropecé
con un español que se empeñó en reconciliarme con mi
padre... y lo consiguió. Fue mi padre en busca mía, y me trajo a
España y me plantó en Madrid.
|
ROSARIO.-
¿Y allí era usted
también obrero?
|
VÍCTOR.-
No señora, era señorito.
Mi padre tomó mil precauciones para apartarme de la propaganda
socialista. Yo alternaba con multitud de jóvenes de la mejor sociedad,
algunos muy ricos. Por las noches, me ponía mi fraquecito, y al amparo
de la democracia mansa que allí reina, tenía acceso en todas
partes.
|
ROSARIO.-
Ya...
(Comprendiendo.) Y alguna vez quizás me vio usted... Pues no
recuerdo...
|
—39→
|
VÍCTOR.-
Yo sí... Además, la
veía a usted constantemente en teatros, paseos, en la iglesia...
|
ROSARIO.-
¿También frecuentaba las
iglesias...?
|
VÍCTOR.-
Como todos los sitios donde
podía ver a una persona que me fascinaba, que me volvía loco,
que...
|
|
(Entra
RAFAELA.)
|
RAFAELA.-
(Todavía el obrerito
aquí. ¡Qué le estará contando a mi
señora!).
|
ROSARIO.-
¿Y en Madrid también
predicaba usted la destrucción de la sociedad, y todos esos
desatinos?
|
VÍCTOR.-
Hacía propaganda oral y
teórica; pero sin resultado.
|
RAFAELA.-
(Recogiendo más
ropa.) (¡Vaya si es guapo el obrerito! A
este le pesco yo, como tres y dos cinco).
|
|
(Sale llevando
ropa.)
|
ROSARIO.-
Vamos, que no se atrevía
usted.
|
VÍCTOR.-
Diré a usted con toda verdad, y
sin altanería, que yo me atrevo a todo. Nada existe en lo humano, nada,
nada que ponga miedo en mi corazón.
|
ROSARIO.-
(Con
admiración.) ¿De veras?
|
VÍCTOR.-
Y las dificultades, los peligros,
aumentan mi valor.
|
ROSARIO.-
Bravísimo. Por valiente le
tienen en esta esclavitud. ¡Sabe Dios las atrocidades que habrá
usted hecho en Madrid!
|
VÍCTOR.-
No, mi vida en Madrid era de lo
más inocente... No vivía más que para seguir a la mujer
que era mi encanto y mi suplicio, pues me fascinaba sin mirarme.
|
ROSARIO.-
Y no le miraba a usted.
¡Qué pícara!
|
VÍCTOR.-
Desconocía... y desconoce... mi
loca pasión.
|
ROSARIO.-
Amor solitario, delirio, embuste.
|
VÍCTOR.-
(Con calor.) Pasión de una realidad indudable, pues en ella
he vivido y viviré; pasión de acendrada pureza, pues nunca
esperé ser correspondido, ni lo
—40→
espero ahora; pasión
en la cual tanto me enloquece la ausencia como la presencia de la soberana
hermosura que...
|
ROSARIO.-
(Echándose a
reír.) Basta, basta. ¡Qué
chaparrón de poesía! Deje usted que me guarezca...
(Apártase de
él.) Francamente, no creo en esas
pasiones, que hasta en los dramas y novelas resultan ya de un gusto dudoso.
¡Prendarse insípidamente de una mujer de alta clase; espiar su
coche; dar caza a su sombra en la calle, flechándola con miradas no
devueltas, en paseos y teatros; adorarla en puro éxtasis nebuloso y...!
Eso se lo cuenta usted... a quien conozca el mundo menos que yo.
|
VÍCTOR.-
Se lo cuento a usted, porque es verdad
y porque ha deseado saberlo. Vivo de esa ilusión y con ella
moriré. Es la savia de mi existencia. No comprendo la vida sin la
continua presencia de mi ídolo aquí,
(En la mente.) y aquí la
llevo, y aquí la adoro, criatura sin semejante, prodigio de la
Naturaleza, trasunto de la divinidad...
|
ROSARIO.-
Ja, ja, ja... Pero, hombre,
dígame usted quién es esa diosa. Quiero saber quién es.
¿Acaso la conozco?
|
VÍCTOR.-
Perdone usted mi atrevimiento, que
viene a ser la compensación de mi insignificancia. Quien nada es, ni
nada tiene, ni nunca será nada tal vez, bien puede permitirse el don de
la sinceridad, de la claridad.
|
ROSARIO.-
No, si la sinceridad me gusta
muchísimo. Es el mayor de los goces para quien ha vivido, tanto tiempo
en un mundo de ficciones y mentiras.
|
VÍCTOR.-
(Con entusiasmo.) Bendita sea la boca que tal dice.
|
ROSARIO.-
(Impaciente.) El nombre, venga el nombre.
|
VÍCTOR.-
¿Para qué?
|
ROSARIO.-
Pronto... ¿quién es?
|
—41→
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VÍCTOR.-
No, no.
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ROSARIO.-
Mire que si usted no lo dice, lo digo
yo, y le pongo la cara colorada. La dama de quien usted ha hecho un
ídolo en tonto...
(Pausa.) soy yo.
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VÍCTOR.-
¡Oh!
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ROSARIO.-
Lo adiviné al momento.
¿Cree usted que yo no he leído novelas?
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VÍCTOR.-
Señora, observe usted que nada
pretendo, que no tengo esperanzas, ni las tendré nunca.
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ROSARIO.-
Naturalmente.
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VÍCTOR.-
Y si lo que sabe le parece monstruoso,
aplásteme con su indiferencia.
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ROSARIO.-
(Siempre con
gracejo.) Hombre, tanto como aplastarle...
Nadie se ofende por ser ídolo... más o menos falso.
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VÍCTOR.-
Y lo que he dicho no excluye el
respeto más vivo. Yo le juro a usted que no hablaré más
de...
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ROSARIO.-
Sí, estas cosas no deben
repetirse. Tanta poesía empalaga. Porque usted se cree socialista, y no
es más que poeta, un poeta que quiere demoler el mundo y ponerme a
mí de pasmarote sobre las ruinas. ¡Qué gracioso!
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VÍCTOR.-
No se cuide usted de mí, no me
mire siquiera...
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ROSARIO.-
¡Pero, hombre, también
prohibirme que le vea! Si delante se me pone... no voy a cerrar los ojos cuando
usted pase...
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VÍCTOR.-
Pues si mi existencia significa algo
para usted, hágame su esclavo.
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ROSARIO.-
Eso sí. Empecemos.
(Entra
RAFAELA por la derecha.)
Haga el favor de ayudar a mi criada...
(Señalando las
bandejas de ropa que están sobre las sillas.)
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RAFAELA.-
(Dándoselas.) Toma. Es
tarde... Ya están ahí los señores.
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VÍCTOR.-
Mi padre, el abuelo.
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(Sale por la derecha
llevando ropa.)
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—42→
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ROSARIO.-
(Con admiración y
acento de entusiasmo.) (¡Atrevido como
él solo!).
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(Entran por el fondo
DON JOSÉ
y
RUFINA.
Tras él,
algo cohibido,
DON CÉSAR.)
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