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ArribaAbajoActo IV

 

En casa de DOÑA FLORINDA. Decoración del segundo acto. Una mesa en que arden dos bujías.

 

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Escena I

 

DOÑA FLORINDA, sentada, apoyada la cabeza en la mano; DOROTEA, mirándola al entrar.

 

DOROTEA.-  Duéleme verla. Si esos inquisidores fuesen hombres, tendrían lástima de ella, pero son tigres.

DOÑA FLORINDA.-  Don Juan lo ignora. Eso será menos desdichado.  (A DOROTEA.)  ¿Y mis letras?

DOROTEA.-  Partieron: el mensajero galopa a rienda suelta camino de Yuste.

DOÑA FLORINDA.-  ¿Llegará?

DOROTEA.-  ¿Porqué no?

DOÑA FLORINDA.-  ¿Sabemos por ventura el nombre que tomó en ese retiro?

DOROTEA.-  Pero el sobre lleva el suyo. ¿Quién no conoce a Carlos V?

DOÑA FLORINDA.-  Cedí a tus ruegos, Dorotea; creíste que, movido de su antigua afición al padre, había de interesarse en la suerte de la hija ¡huérfana y perseguida..! Quiero dejarte tus esperanzas.

DOROTEA.-  A no tenerlas, ¿cuál fuera mi consuelo? ¿Quién pudiera desarmar a ese tribunal terrible, que os citó?

DOÑA FLORINDA.-  Sosiégate, Dorotea. Tengo un protector que quiere conducirme él propio a los pies de mis jueces, y asistirme con su favor.

DOROTEA.-  Sí; ese personaje misterioso que se presentó aquí de parte de Su Majestad y del conde de Santa Fiore, y que sólo a vos quiso descubrirse...

DOÑA FLORINDA.-  Cuando bajaste, aún no había venido.

DOROTEA.-  Yo di orden de que le introdujesen en llegando; mas ningún rumor se oye en la calle. ¿Quién se creería en Toledo? ¡Qué pesada calma! Ni un soplo de viento que refresque el ambiente.

DOÑA FLORINDA.-  Dices bien. Abre, Dorotea, las celosías.

DOROTEA.-  ¿Las de la calle?

DOÑA FLORINDA.-  No; las del jardín. ¿No te acontece a veces, Dorotea, que un rumor vago, un soplo de viento despierte en ti recuerdos, impresiones pasadas de placer o de pena?

DOROTEA.-  Va que acierto en quién pensáis...

DOÑA FLORINDA.-  ¡Grande esfuerzo por cierto! Nunca pienso sino en él; mas ya jamás le veré.

DOROTEA.-  ¿Por qué? ¿No prometió ese cortesano en quien fiáis devolveros a mis brazos?

DOÑA FLORINDA.-  ¡Silencio! ¡Él es! ¡Valor, corazón!

DOROTEA.-  ¿Tembláis?

DOÑA FLORINDA.-  ¡Oh! No. Estoy tranquila.

DOROTEA.-  Mis recelos se despiertan.



Escena II

 

DOÑA FLORINDA, DOROTEA, DON PEDRO GÓMEZ.

 

DON PEDRO.-  Llego, señora, a punto.

DOÑA FLORINDA.-  Yo hubiera dicho, señor don Pedro, que os hicisteis esperar.

DON PEDRO.-  Nada temáis. El protector poderoso que os nombré no os ha de abandonar.

DOROTEA.-  ¿No he de poder acompañarla?

DON PEDRO.-  No ignoráis la severidad del tribunal.

DOROTEA.-  ¡Oh! ¿Pero me la devolveréis, no es verdad, como lo prometisteis?

DON PEDRO.-  Y presto. Os lo torno a prometer.

DOÑA FLORINDA.-  El manto, Dorotea.

DOROTEA.-   (Poniéndole el manto.)  ¡Quién pudiera seguiros!

DON PEDRO.-  (La jactancia de tal conquista no ha de poder nada con ella, pero el temor...)

DOÑA FLORINDA.-   (Despidiéndose.)  ¡Dorotea!!!

DOROTEA.-   (Acompañándole, le besa las manos.)  ¡Hija mía!!!



Escena III

 

DOROTEA, después DON JUAN.

 

DOROTEA.-  ¡Oh! Ahora al menos puedo maldecirlos a ellos y a su raza sanguinaria, y maldecir sus leyes, su tribunal, sus verdugos. ¿Qué hicimos para que nos tratasen de esa suerte? ¿Es ésa, sectarios del Cristo, vuestra santa, vuestra dulce religión? Horas tengo en que quisiera tenerlos a todos en mi mano. No sería más que una justa venganza. ¿Quién pudiera ser generosa con ellos? Con ninguno. ¿No son todos igualmente sanguinarios? ¡Ah! Cristianos...

DON JUAN.-   (Saltando por la ventana del jardín.)  Menos uno, supongo.

DOROTEA.-   (Dando un grito.)  ¿Sois vos, señor don Juan? Habeisme asustado. ¿Vos aquí, y de esa suerte?

DON JUAN.-  De la única que pudiera venir sin riesgo de encontrar importunos. Por la tapia del jardín: felizmente no es elevada.

DOROTEA.-  ¡Dios de Israel!

DON JUAN.-  Y acompañado, Dorotea.  (Llegándose a la ventana para ayudar a DON RODRIGO.)  Venid, don Rodrigo: os dije que la entrada era fácil aún para vuestros años.



Escena IV

 

Dichos, DON RODRIGO.

 

DOROTEA.-  ¿Cómo anunciarle esta nueva?

DON RODRIGO.-   (Acabando de saltar la ventana.)  ¿Dónde me traéis, don Juan?

DON JUAN.-  A puerto de salvación. ¿Y bien, Dorotea? ¿Con que volveré a verla? ¿Qué hace doña Florinda? ¿Dónde está?

DON RODRIGO.-  ¡En la posada de doña Florinda!

DON JUAN.-  ¿No vais, Dorotea? ¿No le anunciáis...?

DOROTEA.-   (Saliendo de su indecisión.)  Sí, la diré... Esperad aquí un momento. (Ganemos tiempo al menos.)



Escena V

 

DON JUAN, DON RODRIGO.

 

DON RODRIGO.-  ¿Para conducirme a esta casa a vos negasteis, don Juan, a seguirme al palacio del duque de Medina? ¿Por qué habré yo prometido no dejaros solo un punto? ¡En casa de doña Florinda!

DON JUAN.-  ¿Pudiera yo llevaros a otra parte?

DON RODRIGO.-  ¡A una casa adonde os plugo traer al conde de Santa Fiore, y acechada tal vez por sus parciales, a una casa, en fin, donde podéis encontrarle a él mismo!

DON JUAN.-  ¡Pluguiese al cielo!

DON RODRIGO.-  Dios os libre, don Juan. No lo deseéis. ¿Sabéis mozo imprudente, lo que arriesgáis, sabéis el porvenir que aventuráis, sabéis quién sois siquiera...?

DON JUAN.-  ¿Quién soy, en fin, don Rodrigo, quién?

DON RODRIGO.-  Un loco, don Juan.

DON JUAN.-  Don Rodrigo, sosegaos. (¿Qué hace doña Florinda?) No tuvierais más miedo si el santo oficio se hubiese entrometido en nuestros negocios.

DON RODRIGO.-  Es la sola desdicha que nos falta; y no la mentéis, si no queréis...

DON JUAN.-  ¡Oh! Esto es demasiado. ¡Dorotea!  (Llegando a la puerta.)  ¡Ardo en impaciencia! ¡Dorotea! ¿Vuelves sola?



Escena VI

 

Dichos, DOROTEA.

 

DOROTEA.-  ¡Ah! Señor don Juan...

DON JUAN.-  ¿Qué veo? ¿Volvéis el rostro? ¿Lloráis, Dorotea? ¿Qué pasó en mi ausencia? ¿Qué me encubrís? doña Florinda...

DOROTEA.-  Salió...

DON JUAN.-  Adelante.

DOROTEA.-  Citada por el tribunal...

DON JUAN.-  ¿Cuál?

DOROTEA.-  ¡El santo oficio!

DON JUAN.-  ¡El santo oficio! ¡Y judía!

DON RODRIGO.-  ¿Qué decís?

DON JUAN.-   (Desesperado.)  ¡Perdida sin remedio!

DON RODRIGO.-  No es eso lo que os pregunto. ¿Hablasteis de una judía? ¡Doña Florinda es judía!

DON JUAN.-  ¿Yo dije eso? Y bien, don Rodrigo, pues lo dije... es cierto.

DON RODRIGO.-  Lo hubiera jurado. Don Juan, no hay seguridad aquí ya para nosotros.

DON JUAN.-  ¡Don Rodrigo!

DON RODRIGO.-  ¿Sabéis que la Inquisición no castiga sólo a los judaizantes, sino también a sus encubridores? ¿Me entendéis don Juan?

DON JUAN.-  Sí, os entiendo: a sus encubridores. ¿Y qué me importa? ¿Qué hemos de hacer ya?

DON RODRIGO.-  ¿Qué hemos de hacer, decís? Huir, don Juan.

DON JUAN.-  ¿Salir de aquí?

DON RODRIGO.-  Y de Castilla. ¡En vísperas de un auto de fe! Vamos don Juan.

DON JUAN.-   (Asiéndole de un brazo.)  Vamos en buen hora, si, pero a la Inquisición.

DON RODRIGO.-   (Desasiéndose.)  ¡A la Inquisición!

DOROTEA.-  Don Juan, teneos. Discreción, cautela. Uno de los personajes más importantes del santo oficio ampara a doña Florinda; él la acompaña, y él ha de volver a conducirla a casa.

DON JUAN.-  ¿Esta noche misma?

DOROTEA.-  Y presto. Así lo prometió.

DON JUAN.-  ¿Qué no hablabais?

DON RODRIGO.-  ¡Oh! No han de hallarnos aquí.

DON JUAN.-  Ni yo he de moverme, aunque me cueste la vida.

DON RODRIGO.-  ¿Queréis volverme loco, ingrato don Juan? Yo hice cuanto fue humanamente posible para cumplir mi promesa; pero os burlasteis de los consejos de un anciano, y éste quiso más bien acompañaros en vuestras locuras que tener razón abandonándoos a vuestra mala cabeza. Ahora os amaga un riesgo inminente, y queréis también que os acompañe en él, pudiendo fácilmente evitarle...

DON JUAN.-  ¡Oh! Una idea, pero una idea que todo lo concilia, el tierno afecto que me profesáis, la palabra que tenéis empeñada, y vuestra propia seguridad...

DON RODRIGO.-  Hablad presto.

DON JUAN.-  En cuanto doña Florinda se vea sola, me dejo ver, y huyo con ella sin esperar segunda cita del tribunal.

DOROTEA.-  ¡Oh, sí, salvadla, señor!

DON JUAN.-  Andad, pues; procuradnos caballos y volved por nosotros. Volved, y desde este punto fiamos nuestra suerte en vuestras manos. Es el último esfuerzo que de vos exijo.

DON RODRIGO.-  Y la última concesión que os hago. Convenido pues. Volveré, y desde el pie de la ventana os haré señas.

DON JUAN.-  Sí.

DON RODRIGO.-  Tres palmadas.

DON JUAN.-  Tres palmadas.

DON RODRIGO.-  Si puedo entrar en la casa sin riesgo, me contestáis. De otra suerte...

DON JUAN.-  No contestaré.

DOROTEA.-   (A DOROTEA.)  Guiadme ahora, y con cautela.

DOROTEA.-  Nada temáis.  (Salen.) 



Escena VII

 

DON JUAN.

 

DON JUAN.-    (Se sienta.)  Meditemos. ¿Qué debo hacer? ¿Esperarla? Y si no volviese... ¡Oh! Si no volviese, iría a buscarla al fondo de esa cueva que llaman santo oficio. ¡Sí, insensato, al santo oficio! Perderla mil vidas antes de abrirme paso...! Doña Florinda, doña Florinda! ¿os perdí por ventura para siempre?



Escena VIII

 

DON JUAN, DOROTEA.

 

DOROTEA.-   (Acude presurosa.)  ¡Vedla aquí, señor don Juan! La he visto: ya está de vuelta.

DON JUAN.-  Corro a su encuentro.

DOROTEA.-  No hagáis tal: no viene sola. La acompaña el mismo de quien os hablé. ¿Queréis perderla?

DON JUAN.-  Antes perder cien vidas. Mas primero decid, ¿quién es...?

DOROTEA.-  ¿Dudáis de mi señora? ¡Ingrato don Juan!

DON JUAN.-  ¡Decís bien! mi pasión me turba. ¡Ella engañarme!

DOROTEA.-  Guardaos, pues, de descubriros. Venid.

DON JUAN.-  Donde queráis.

DOROTEA.-   (Abriendo una puerta lateral.)  Al paraje más apartado de la casa, a mi aposento, y sólo para salir de él en tiempo oportuno.

DON JUAN.-  ¡De vuelta ya! ¡Y yo aquí para defenderla! ¡Ah! Respiro, Dorotea. Te obedezco.  (Salen.) 



Escena IX

 

DOÑA FLORINDA, DON PEDRO GÓMEZ.

 

DOÑA FLORINDA.-  ¡Oh! Gracias, don Pedro, gracias. Habéis cumplido vuestra palabra, mas perdonad...  (Dejándose caer en un sitial.)  No puedo tenerme en pie.

DON PEDRO.-  El interrogatorio os dejó al parecer una impresión harto penosa.

DOROTEA.-  Dolorosa, don Pedro, como un horrible ensueño que no pudiese desechar. Aquella sala enlutada, aquellas opacas luces que hacían más espantosa la oscuridad, aquellos jueces velados, cuyos ojos se fijan en vuestra frente con una inmovilidad que hiela el pensamiento... ¡Oh!, ¿no puede la justicia de los hombres aparecernos sino revestida de esas formas terribles?

DON PEDRO.-  No, cuando ha de vengar a Dios. Pero espero que vuestros jueces se han de humanar en favor vuestro.

DOÑA FLORINDA.-  No tenéis certeza...

DON PEDRO.-  Bien quisiera, señora.

DOÑA FLORINDA.-  Pero, ¿qué saben de mí, qué me quieren...? ¿Está escrito que habré de presentarme de nuevo en su presencia?

DON PEDRO.-  Lo ignoro, mas es posible.

DOÑA FLORINDA.-  Querrán someterme a esa prueba de dolor, cuyos instrumentos esparcidos en derredor mío ofuscaban ya mi débil razón.

DON PEDRO.-  Cuéstame el creerlo, pero...

DOÑA FLORINDA.-   (Levantándose.)  ¡Pero es también posible! ¡Ah! No lo consentiréis. Tendréis compasión de mí. No ha de faltarme esfuerzo para morir. ¡Soy tan desdichada! Pero a la vista de tan espantosos dolores, siento en mí toda la flaqueza de una mujer. El dolor me espanta. ¿Qué hacer, don Pedro, para evitarle? Desde ahora me someto a cuanto exijan. Cuanto quieran que diga, otro tanto diré, para morir más pronto, sí, ¡pero una sola vez! ¡Oh, sí, cuanto quieran diré!

DON PEDRO.-  (Ya está en el punto en que anhelaba verla.) Sólo una persona pudiera intervenir entre vos y vuestros jueces: os lo repito, una sola: el rey.

DOÑA FLORINDA.-  ¿Y lo hará?

DON PEDRO.-  ¿Podéis dudarlo, cuando se digna venir él mismo a seros fiador de ello?

DOÑA FLORINDA.-  ¡Oh, que venga, don Pedro, que venga!

DON PEDRO.-  Como os dije, señora, yo contaba hallarle aquí: dentro de poco le veréis llegar: encubridle todo género de resentimiento. Tened presente que la Inquisición intimida hasta a los reyes, que un paso dado con ese tribunal es arriesgado aún para Su Majestad, y que merece algún agradecimiento.

DOÑA FLORINDA.-  ¡Ah! ¿Qué puede prometerse del mío?

DON PEDRO.-  El rey don Felipe no puede tardar; vais, señora, a verle: vuestra suerte está en sus manos. Quedaos, señora, quedaos.

DOÑA FLORINDA.-   (Dejándose caer en el sitial.)  Mis bendiciones al menos os acompañan.

DON PEDRO.-   (Al salir.)  (Prometa ahora el rey y el amante va a ser dichoso.)



Escena X

 

FLORINDA.

 

FLORINDA.-  ¡Qué no puede el terror! ¡Don Juan! ¡Mi vida! Yo llamo a su propio enemigo: ¡al rey! Muy desdichada o muy débil debo de ser, pues que deseo volverlo a ver; lo anhelo con todo; de ello me sonrojo, pero no me es posible vencerme. ¡Dios mío, traedle presto para tranquilizarme sobre los riesgos que me amenazan!



Escena XI

 

DOÑA FLORINDA, DOROTEA.

 

DOROTEA.-   (Corriendo hacia ella.)  ¡Os vuelvo a estrechar en mis brazos!

DOÑA FLORINDA.-  ¡Dorotea!

DOROTEA.-  ¿Tembláis?

DOÑA FLORINDA.-  ¡Ah! No aumentes con la tuya mi conmoción: es fuerza sosegarme. Espero a alguien.

DOROTEA.-  Y yo os anuncio una persona a quien no esperabais.

DOÑA FLORINDA.-  ¿Qué quieres decir?

DOROTEA.-  ¡Él, él!

DOÑA FLORINDA.-  ¡Don Juan!

DOROTEA.-  El mismo, que acaba de llegar.

DOÑA FLORINDA.-  ¡Don Juan libre, don Juan aquí!

DOROTEA.-  Oculto en mi cuarto, me envía a acechar si estáis sola; decid una palabra, y le tenéis a vuestros pies.

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DOÑA FLORINDA.-  Al punto, Dorotea, corre, vuela.  (Deteniéndola.)  ¿No oíste?

DOROTEA.-  ¡No! Nada.

DOÑA FLORINDA.-  ¡Espera! El gozo me hace olvidar... dile a don Juan que parta, ¡que huya!

DOROTEA.-  Con vos, esta noche misma. Solo, jamás.

DOÑA FLORINDA.-  ¿Qué haré, Dios mío? Ha de encontrarlo

DOROTEA.-  ¿A quién?

DOÑA FLORINDA.-  Al conde, que no puede tardar, que sube tal vez ahora, mientras que te estoy hablando... ¡Dios mío! ¡Si volviesen a encontrarse uno enfrente de otro!

DOROTEA.-  ¡Oh! ¡Don Juan le mataría!

DOÑA FLORINDA.-  ¡Le mataría! Pero ignoras... ¡Sería el crimen más espantoso...!! ¡Y yo pude solicitar su presencia! Escucha, Dorotea. Don Juan está en tu habitación; ¡es fuerza tenerle en ella! Mas sin hablarle del conde.

DOROTEA.-  ¿Consentirá?

DOÑA FLORINDA.-  ¡Oh! Dile que se lo ruego, que lo exijo; que va en ello su vida... no... la mía, ¡y lo hará!

DOROTEA.-  ¿No hay riesgo para vos en quedaros sola?

DOÑA FLORINDA.-  Ninguno, Dorotea. No ha un momento temblaba todavía; pero he vuelto a mi ser; ya no pienso sino en él, no temo sino por él; a todo me expondría por salvarle. ¿Ignoras, Dorotea, que el amor es el valor de las mujeres?

DOROTEA.-  Pero don Juan no tomará consejo sino de su espada si llega a sospechar que os negáis a verle para recibir a su enemigo.

DOÑA FLORINDA.-  Tu aposento está distante. No podrá oírnos.

DOROTEA.-  ¡Ah, señora, si hubieseis podido hablarle!

DOÑA FLORINDA.-  Dices bien: todavía puedo; ven; voy contigo; voy delante de ti; al menos le habré vuelto a ver.  (Deteniéndose de repente.)  Esta vez no me engañé.

DOROTEA.-  Alguien sube. Ya llegan.

DOÑA FLORINDA.-  ¡El conde! Ya es tarde. Dorotea, sálvanos a entrambos. Corre, Vuela. ¡He de cerrar esta puerta!  (Echando la llave.)  Todos los obstáculos son pocos entre el conde y don Juan.  (Adelantándose hacia el medio de la escena.)  Disimulemos.



Escena XII

 

DOÑA FLORINDA, FELIPE II.

 

FELIPE II.-   (En el fondo.)  (El miedo que me la entrega la hace más hermosa. O esta noche o jamás.)

DOÑA FLORINDA.-  (¿Cómo abreviar esta entrevista?)

FELIPE II.-  Me habéis de disculpar, señora, si vengo a turbar vuestra meditación.

DOÑA FLORINDA.-  Tan melancólica era, señor, que aun he de estaros agradecida.

FELIPE II.-  Esta vez, pues, mi presencia no os es molesta.

DOÑA FLORINDA.-  ¿Pudiera serlo, señor, cuando venís a ampararme? Venero, bendigo vuestra justicia.

FELIPE II.-  De buena gana aceptaría la lisonja si un afecto, más dulce que la necesidad de ser justo, no me trajese a vuestra presencia.

DOÑA FLORINDA.-  ¡La compasión!

FELIPE II.-  Sí, una compasión acompañada de recelos mil; el afecto de un amigo que desconocisteis cuando le pudisteis creer insensible.

DOÑA FLORINDA.-  Vuestras palabras me vuelven la esperanza; si así me las hubieran referido, hubieran bastado a calmar mis recelos, y os hubieran ahorrado, señor, una entrevista en que abuso tal vez...

FELIPE II.-  Al privarme del placer de tranquilizaros yo mismo, no me le envidiéis, bella Florinda.

DOÑA FLORINDA.-  (¡Se queda!)

FELIPE II.-  Me es tan dulce consagraros estos instantes que robo a mis afanes...

DOÑA FLORINDA.-  Y a vuestro descanso tal vez... Sé cuán preciosos son; no temáis, señor, que abuse de ellos.

FELIPE II.-   (Adelantando un sitial para DOÑA FLORINDA.)  Desechad, señora, ese temor.

DOÑA FLORINDA.-   (Sentándose.)  ¡Es forzoso!

FELIPE II.-  (¿La habré por ventura tranquilizado demasiado pronto?) Han debido deciros, señora, que la voluntad soberana puede estrellarse en una sentencia del santo oficio. Este tribunal representa a Dios mismo, ¿y delante de Dios qué son los reyes de la tierra? He resuelto, con todo, cualquiera que sea el riesgo, interponerme entre vos y vuestros jueces; ¿y en galardón de ese servicio qué debo de esperar?¡Odio tal vez!

DOÑA FLORINDA.-   (Levantándose.)  ¿Odio yo cuando me salváis? Eso fuera, señor, ingratitud de que...

FELIPE II.-  De que sois incapaz, hermosa Florinda. Os creo.  (Convidándola a sentarse.)  Por piedad.

DOÑA FLORINDA.-   (Sentándose en tanto que el REY va a tomar otro sitial.)  (¡Qué tormento!)

FELIPE II.-   (Apoyado en el respaldo de su sitial.)  No seréis ingrata; pero permanecéis indiferente.  (Sentándose.)  La estrella de un rey es no granjear sino respeto cuando no inspira aborrecimiento u envidia; y con todo, sensible a todo género de afecto que se le rehúsa, abrasado, sin esperanza, de encontradas pasiones, ¡cuán dolorosamente siente un rey la necesidad de ser amado!

DOÑA FLORINDA.-  Lo sois, señor, de un pueblo entero que os venera, que os admira, y que en vos ve el manantial de todo bien.

FELIPE II.-  Sí, lo soy por interés; soy querido con aquel amor con que se ama al poder, no al hombre, sino al soberano. ¿Qué a mí, señora, esos homenajes, esas aclamaciones cansadas? ¡Con cuánto gozo las trocaría por la dicha de estrechar en mis manos una mano amiga; por un suspiro de la querida que me he creado en mi fantasía, que veo en mis sueños, cuya imagen persigue en fin al monarca en medio de sus afanes, y al cristiano hasta en el fervor de sus oraciones!

DOÑA FLORINDA.-  Esa querida, señor, Dios y la Francia os la envían; una joven esposa os espera, aclamada por sus virtudes, y hermosa entre todas las princesas.

FELIPE II.-  Mas no entre todas las mujeres. ¿Hay lugar para ella en este corazón que otra imagen acertó antes a llenar y a poseer? No lo creáis, bella Florinda; esa boda política es una triste viudez con todos los recelos y las trabas todas del matrimonio.  (Acercando su sitial al de FLORINDA.)  ¡Oh, cuánto más reina que esa reina adornada de un título vano sería una esposa por mí secretamente preferida, de amor toda escogida por mí, y adorada en las tinieblas del misterio! A sus plantas depondría mi cetro; ella ejercería en mi nombre ese derecho de hacer gracia, el más hermoso de los derechos de un rey; sus manos no serían sino un canal por donde pasasen mis tesoros a las de los desdichados. Y ese inmenso poder de consolar el infortunio, esa diadema real encubierta en el misterio, pero más absoluta que la mía, sólo una mujer la merece, una sola en el mundo, y esa mujer sois vos, bella Florinda.

DOÑA FLORINDA.-   (Levantándose.)  ¡Yo! ¡Cielos! ¿Quién? ¿Yo?

FELIPE II.-  Vos, señora, a quien de rodillas la ofrezco, a quien temblando pido esa compasión misma que yo no supe negaros.

DOÑA FLORINDA.-  Pero que intentáis venderme al precio de mi honor... ¡Oh! No, no tuvisteis semejante idea. Yo me engañé, yo ultrajé Vuestra Majestad. Perdón, señor, perdón para mi error.

FELIPE II.-  No finjáis, bella Florinda, no apeláis a virtudes de que Dios me hace libre desde el punto que me las hace impracticables. Lo he resuelto: crimen o no, de bueno o de mal grado, Florinda, seréis mía.

DOÑA FLORINDA.-  ¡Y yo propia me entregué! ¿Y estoy sola?

FELIPE II.-  Sola, y nadie os venderá; pero nadie tampoco es poderoso a salvaros.

DOÑA FLORINDA.-  Mi desesperación y mis gritos.

FELIPE II.-  Vuestros gritos no serán oídos.

DOÑA FLORINDA.-  Os engañáis, señor; vendrán; os juro que vendrán.

FELIPE II.-  ¿Quién, pues?

DOÑA FLORINDA.-  Nadie. ¡Oh! decís bien, nadie. Estoy sola, sin amparo, sin defensa; o más bien una sola me queda, y ésa sois vos; vos, a quien fío ese honor que veníais a robarme. Vos, señor, que seréis mi defensor contra vos mismo.  (Llegándose a él con exaltación.)  Don Felipe, la acción que intentáis es horrible,  (cayendo de rodillas) , ¡y de ella pido justicia al rey de España!

FELIPE II.-   (Contemplándola con entusiasmo.)  ¡Hermosa de orgullo y de terror! Ese es, Florinda, el único de tus deseos a que no daré cumplimiento. El rey de España ha de ser hoy tu señor, y don Felipe tu esclavo toda su vida.

DOÑA FLORINDA.-   (Levantándose y despidiéndole de sí al REY.)  Escuchadme, hombre cruel, cristiano sin compasión; no diré más que una palabra, pues que me obligáis...

FELIPE II.-  No cambiará tu suerte.

DOÑA FLORINDA.-  Una sola palabra que ha de perderme, pero que os ha de hacer retroceder de espanto.

FELIPE II.-   (Arrojándose hacia ella.)  Ya habéis resistido demasiado.

DOÑA FLORINDA.-   (Huyendo.)  Piedad, señor, piedad, o la pronunciaré. Soy, señor...

FELIPE II.-   (Cogiéndola en sus brazos.)  ¿Qué me importa?

DOÑA FLORINDA.-  ¡Soy judía!

FELIPE II.-   (Retrocediendo horrorizado.)  ¡Tú! ¿Qué escucho? ¡Desdichada! ¡Plegue al cielo, para tu salvación en este mundo y en el otro, que la virtud te haya inspirado una mentira!

DOÑA FLORINDA.-  Sí, una mentira pesa sobre mi conciencia, mentira que por necesidad me humilló hasta fingir una creencia aparente; ese es mi crimen, y espero mi castigo. Pero si dais un paso hacia mí, repetiré al pie del tribunal, diré a voces ante mis jueces que un castellano fue bastante vil para intentar triunfar de la inocencia con la fuerza; que un caballero ha ultrajado a una mujer, que el rey más santo de la cristiandad, que tú, don Felipe, tú, rey católico, te has manchado con una pasión infame por una judía.  (Con calma.)  ¡Y bien! señor, ahora os detenéis. Yo estoy tranquila ahora, y vos sois quien tiembla.

FELIPE II.-  Por ti, infeliz. ¿Sabes por ventura que si, para eterna vergüenza mía, hubiesen llegado tus palabras a otros oídos, sabes que no habría esperanza ya para ti en esta vida?

DOÑA FLORINDA.-  Pero saldría pura de ella.

FELIPE II.-  ¿Qué todo mi poder no sería bastante para salvarte del tormento y de las llamas?

DOÑA FLORINDA.-  Pero volaría mártir el seno de ese Dios, que así es mi Dios como el vuestro, y que ha de juzgar a mis jueces; pero muriera digna todavía de aquél que tanto me amó.

FELIPE II.-  ¡Oh! ¿Por qué, por qué renovaste ese recuerdo que ahoga en mi toda compasión? Es tu sentencia, Florinda, y tu sentencia de muerte.  (Oyendo golpes repetidos en la puerta del corredor inmediato.)  ¿Qué rumor es ese?

DOÑA FLORINDA.-   (En el mayor espanto.)  ¿Cuál? nada; no oigo nada. No sé... Dorotea tal vez.

DON JUAN.-   (Desde adentro.)  Abridme esa puerta, o he de hacerla pedazos.

FELIPE II.-  ¡Un hombre aquí!

DOÑA FLORINDA.-   (Se arroja hacia la puerta, y quiere detener al REY.)  Os lo ruego, señor... ¡Ah! Por lo que más amáis en este mundo.

FELIPE II.-   (Desviándola para abrir la puerta.)  ¡Un testigo de mi afrenta! He de saber quién es.



Escena XIII

 

DON JUAN, FELIPE II, DOÑA FLORINDA.

 

FELIPE II.-  ¡Don Juan!

DON JUAN.-  ¡El conde!

FELIPE II.-  ¿Me habéis oído?

DON JUAN.-  Demasiado tarde. Si no ya estuvieras castigado.

DOÑA FLORINDA.-   (Precipitándose entre los dos.)  Ni tenéis ese derecho, ni pudierais, don Juan; no conocéis al que afrentáis.

DON JUAN.-  Le conozco por sus hechos; darame razón de ellos.

FELIPE II.-  Y yo os juzgaré por los vuestros, y de ellos habréis de responderme.

DOÑA FLORINDA.-   (A DON JUAN.)  Le debéis respeto; respeto, si, ¡a la sangre más noble de Castilla!

DON JUAN.-  Ni es noble ni castellano quien teme a un hombre y amenaza a una mujer.

FELIPE II.-  Compadezco a la mujer; en cuanto al hombre, le veo de bastante altura para despreciar sus injurias.

DON JUAN.-  Merced al miedo que tenéis de vengaros de ellas.

FELIPE II.-  Si os queda un resto de razón, don Juan, ni una palabra más. Salid.

DON JUAN.-  Si os queda una gota de sangre en el corazón, venid conmigo o defendeos.

DOÑA FLORINDA.-  ¡Aquí!... ¡a mi vista! No os atreveréis.  (Asiéndole.)  -No podréis...

FELIPE II.-  Por última vez, obedeced.

DON JUAN.-  Por última vez también, defiéndete. Cruza tu espada... o...  (Haciendo demostración de pegarle de llano con la suya.) 

DOÑA FLORINDA.-   (Dando un grito.)  ¡Es el rey!

DON JUAN.-   (Dejando caer la espada.)  ¡El rey!

DOÑA FLORINDA.-   (Una rodilla en tierra.)  ¡Perdón, señor, perdón! No para mí; ya estoy condenada; pero para él, cuyo único delito fue amarme sin saber quién fueseis y defenderme sin conoceros.

FELIPE II.-   (A FLORINDA.)  Me habéis vendido.

DOÑA FLORINDA.-  ¡Por salvaros, señor!

FELIPE II.-  O más bien a él, ¿Quién os dice que no tengo yo medios para protegerme a mí mismo contra un loco a quien despreciaba demasiado para nombrarme?  (Llamando.)  ¡Don Pedro!



Escena XIV

 

Dichos, DON PEDRO GÓMEZ, un oficial, guardias del REY.

 

FELIPE II.-   (A GÓMEZ.)  Ese mozo demente al alcázar.  (Indicando el aposento de DOÑA FLORINDA.)  Esta mujer aquí. Decidiré de la suerte de los dos.

DOÑA FLORINDA.-  ¿Por qué, don Juan, no me dejasteis morir sola?  (Éntrase a su aposento.) 

DON JUAN.-  ¡No pude vengar ni su honor ni el mío! ¡Oh juramento mío!

FELIPE II.-   (A los guardias.)  ¡Retiraos!



Escena XV

 

FELIPE II, DON PEDRO GÓMEZ.

 

FELIPE II.-   (Los ojos clavados sobre el arma que dejó caer DON JUAN.)  ¡Osó levantar contra mí esa espada!... ¿Mas qué veo? Reparad, don Pedro. No me engañan mis ojos. Mis órdenes llegaron tarde para impedir que viese a Carlos V.

DON PEDRO.-  Don Rodrigo sin duda lo dispuso todo.

FELIPE II.-  ¡Traidor! Si vuelve a caer en mis manos, don Pedro...  (Suenan tres palmadas.)  Escuchad.

DON PEDRO.-  Es seña.

FELIPE II.-  Seña que nos entrega un cómplice. Corred, don Pedro, y ¡ay de cuantos me han ofendido!