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Aleluyas de Rompetacones: 100 cuentos y una novela. N.º 7

Antoniorrobles






ArribaAbajoDijo bien aquel que dijo que este fue el mejor botijo

En el colegio de Villacolorín de las Cintas tenían un botijo, en el que aprendieron los colegiales a beber a chorro, siendo Botón Rompetacones el que lo ponía más alto sin desperdiciar ni una gota. ¡Y qué rica estaba el agua!... ¡Y con qué generosidad la ofrecía el cacharro!...

Una vez, el profesor mandó a Rompetacones que hiciera el favor de llenarlo en la fuente. Pero Botón se encontró a dos amigos, pusiéronse a jugar con las peonzas, y el botijo estuvo un rato llenándose por la boca ancha y soltando un chorrito a brincos por el pitorro.

Así que jugaron un cuarto de hora. Botón cogió el agua y se volvió al colegio.

Los muchachos estimaban al cacharro casi tanto como a un compañero, sobre todo desde el día en que al profesor de dibujo se le ocurrió pintarle ojos y boca en forma tal, que el pitorro quedaba en el sitio de las narices. Risa dada verle; pero, además, desde entonces parecía ofrecer el agua más rica que nunca.

Sucedió que la cara del botijo empezó a entristecerse; las señales eran de que estaba enfermo; algo raro le sucedía. Tanto es así que el director dijo:

-No quiero que beban los niños en él, hasta que no tenga otra vez su cara sana y alegre.

Pero como pasaba el tiempo y no mejoraba, un día que fue el médico del colegio a hacer una inspección de sanidad, Rompetacones le dijo, cuando hubo terminado:

-Si usted no tuviera inconveniente, todos le agradeceríamos que viese al botijo, que debe estar enfermo...

Los profesores y el médico se echaron a reír; sin embargo, el médico, hombre amable, hizo que le trajeran al enfermo y vio que, en efecto, no tenía cara de mucha salud. Entonces sacó el fonendoscopio, que es ese aparato con el que los doctores oyen las espaldas de los enfermos y que tiene dos gomas que van a los oídos, y después de escucharle un rato exclamó:

-Ciertamente, no está bueno. No me cabe duda de que tiene dentro algún pez o sapo que se le ha introducido de chiquito y se ha hecho grande dentro. Los médicos no sabemos operar a los botijos; pero si lo llevan ustedes a los obreros de alguna obra, es posible que le puedan quitar un pedazo y pegarlo después con cemento.

Botón, que sospechó en seguida que el sapito se hubiera colado mientras él jugaba al peón, tuvo remordimiento de conciencia y dijo:

-Yo se lo llevaré a mi tío el albañil, y antes de ocho días espero traerlo sano y salvo.

Su tío, con dos o tres albañiles, hombres simpáticos y de buenos sentimientos, se encargaron de operarlo. Le hicieron la trepanación, le extrajeron un sapo de aspecto muy poco agradable, y con mucho cuidadito volvieron a pegar con cemento el pedazo que habían quitado de lo que pudiéramos llamar el cráneo del botijo. Además, le cuidaron tanto en la convalecencia, que le sacaron al Sol y le recostaban sobre unos sacos vacíos para que no se resintiera.

Durante el tiempo que duró la ausencia del cacharro, los colegiales bebían en una jarra de cristal y unos vasos que les puso el director; pero no era lo mismo; aquella jarra era demasiado formal; los chicos se acordaban mucho de su compañero.

¡Qué alegría cuando vieron a Rompetacones aparecer con el botijo, que traía de nuevo su cara feliz y sonriente! Volvió a darles agua fresca, volvieron a su vida de siempre todos, y el curso siguió su curso. Pero llegaron las vacaciones de tres meses; fuéronse todos los niños a sus casas, y el botijo se quedó solo en el colegio, sin que nadie le utilizara, porque el conserje y el director tenían sus jarras y botijos particulares. Y entonces fue, amigos míos, cuando, en las noches de insomnio y aburrimiento, meditó sobre la manera de pagar a la humanidad el bien que los albañiles y los colegiales le habían hecho, tanto cuando estuvo grave como cuando estaba sano.

Se puso en combinación con un cantarito de boca ancha que en el colegio había para el agua de la limpieza, y metiendo su base en la boca del cántaro resultó que ya tenía cabeza y cuerpo; y con dos escobas, a las que chascó el palo por medio con una puerta, ya tenía brazos y piernas, siendo sus manos las dos escobillas. Aún le faltaban los pies; pero se puso unas botas viejas que vio tiradas en un solar, y ya estaba la figura completa; ya estaba hecho un nombre.

De este modo se puso en camino, llenó de agua su cabeza en una fuente clara, ¡y a vivir!

El agua es una cosa pura, buena y limpia por sí sola; pero en la cabeza de un monigote como aquel, lleno de buena intención, de generosidad y de ternura, se hizo un agua excesivamente amable; y aquí viene su maravilla: y es que llenaba de su bondad al que bebía un traguito.

Andando, andando, andando, se internó en un bosque. Y sintiendo pasos, se asomó por unos matorrales y vio a un importante cazador con salakot, botas de cuero hasta la rodilla y un magnífico rifle, que caminaba en busca de un león.

Al verlo «El Mago Botijo», que así llamaremos desde ahora a este muñeco con testa de botijo, se quitó la cabeza y la dejó en el camino del cazador: y como el caballero tenía sed bajo el Sol de la selva, bebió. Y en seguida, gracias al agua de la pacificación, le desaparecieron las ganas de matar a nadie; ni siquiera a un león feroz. Y descargó el rifle y se dispuso a volver tranquilamente hacia Villacolorín de las Cintas.

Pero pensó «El Mago Botijo» que ahora podía el león destrozar al desarmado cazador, y por eso le entró un gran apuro. Mas como estaba decidido a todo, buscó a la fiera por el campo y cuando la sintió rugir, se acercó, volvió a quitarse la cabeza y se quedó quietecito, aunque lleno de temor.

Así que el león advirtió en sus narices que por allí cerca había agua, empezó a buscarla como loco levantando el hocico, igual que el que busca las cosas por el olor. Y vio al botijo, se echó sobre él, empezó a lamer el agua que se rezumaba, y el cacharro se dejó volcar de un lengüetazo; de modo es que la fiera bebía de los borbollones que se escapaban por el agujero ancho de la coronilla. Con lo cual se sintió tan pacífico, que al pasar junto al cazador le saludó con una ligera inclinación de cabeza.

Ya veis cómo el agua del «Mago Botijo» no solo beneficiaba a la humanidad, sino que también al mundo animal.

Andando, andando, andando, llegó a otra fuente clara y volvió a llenarse; y luego sentóse «El Mago Botijo» a la orilla de una huerta.

En aquella huerta algo había pasado: un muchacho travieso tuvo sed, y trepando a un árbol cuando creía que nadie miraba, cogió unas guindas sabrosas y encarnadas. Pero apareció el dueño de la huerta, que cuidaba con esmero aquellas guindas para su hija, y castigó con un fuerte tirón de orejas al chico que las había comido. Entonces este, llorando y con la orejita más roja que las guindas mismas se fue a contárselo a su padre.

Como los padres no consienten que se pegue a sus hijos, aunque haya razón, el papá del muchacho fue muy decidido a pegarse con el papá de la niña. Se dieron voces primero y se citaron en el campo para la pelea. Pero lo vio el botijo, se puso en su camino, y como era hora de Sol, bebieron en él los enemigos, para ir frescos a la lucha...

Y he aquí que, en vez de enzarzarse a puñetazos, dio cada uno sus razones correctamente; y siguieron tan en buena armonía la conversación, que el dueño de las guindas mandó un cesto de ellas al muchacho travieso, y el padre del niño regaló a la niña una caja de bombones. Eso gracias al Mago Botijo.

Por cierto que me han dicho una cosa: que pasado el tiempo, el chico y la chica se van a casar. Diréis que son coincidencias, ¿verdad? ¡Nada de coincidencias! Esa boda se la deben al «Mago».

Andando, andando, andando, nuestro buen monigote vio una vez un perro cojo.

-¿Qué te ha pasado? -le preguntó.

Y el animalito contestó que le había atropellado un camión de las obras que estaban haciendo en un puente; y añadió que eran ya varios los perros cojos, por culpa de los tres camiones que había para tales obras.

Entonces «El Mago Botijo» se fue hacia el puente, y cuando los trabajadores y los chóferes estaban durmiendo la siesta, destapó con sus manos de escoba los radiadores y repartió entre los tres camiones toda el agua de su cabeza.

No necesitó más. Desde aquel día, cuando los camiones de las obras del puente veían un perro, un gato, una gallina, un puerco, un burrito o un animal cualquiera que pudiese ser atropellado, detenían la marcha, aunque el chófer fuese descuidado. Así se debe hacer; ¿verdad que sí?

¡Gracias, «Mago Botijo»! ¡Bendita sea tu sesera!

Andando, andando, andando, «El Mago» siguió amansando fieras y dulcificando genios. Y cuando llevaba tres meses de actuación, regresó al colegio, se desarmó, y esperó tranquilamente a que empezase el curso.

¡Ah!, pero su fama había llegado a oídos de todos, y los colegiales le estimaron más que nunca. Y Botón Rompetacones, después de ponerse uno, dos y tres dedos en la frente para pensar, tuvo una gran idea: Siempre que el equipo de fútbol iba a jugar un partido, por muy reñido que fuese, bebían por sus once bocas once chorritos del «Mago Botijo», y jamás echaban la zancadilla a los contrarios; por eso el equipo de aquel colegio llegó a adquirir enorme fama de nobleza y de corrección ejemplar.

Rompetacones, deseoso de que «El Mago Botijo» hiciese ya una vida tranquila, quiso llevárselo a vivir a su casa; pero el generoso cacharro se negó: él quería vivir siempre en el colegio y para todos los colegiales por igual. Sin embargo, para que los domingos no se aburriera en soledad, a la hora de salir los sábados se componía con la cantarita, las escobas y las botas viejas, y se marchaba con Botón a su casa, para volver el lunes por la mañana. Y hasta le regaló el señor de Rompetacones un sombrero y un bastón, que le mejoraban mucho la línea.

¡Y unas botas nuevas!




ArribaAbajoLa muchacha se ha dormido y las moscas han venido

¡Qué bonita estaba Azulita, durmiendo su siesta! Tan linda y primorosa estaba, como la bella durmiente del bosque... Mejor, porque no hay nada tan tranquilo, tan puro, tan bonito, como un niño pequeño durmiendo. Respiran una paz y una serenidad admirables. Yo los veo dormir, y paso un momento lleno de felicidad y dulce alegría; casi se me escapan las lágrimas de emoción...

Pues estaba Azulita durmiendo su siestecita, mientras su hermano Botón Rompetacones y sus amigos jugaban a tirarse goles en la explanada del jardín, cuando llegaron por el aire cinco moscas. Y una dijo:

-Para quitarnos el aburrimiento de la hora de la siesta ¿queréis que hagamos cosquillas a esta niña que duerme, a ver si la despertamos y así nos burlamos de su manita cuando nos quiera echar?

-¡Eso, eso! -exclamaron las otras.

Efectivamente: una empezó a correr por una manita, otra por la otra, otra por la pelusilla de ese sitio donde los hombres tienen el bigote, la cuarta por la oreja descubierta, y la última por su frente suave y despejada. Y ya iba Azulita estando inquieta, ya movía la mano y cambiaba de postura, y estaba a punto de despertar con tantas cosquillas molestas, cuando de pronto la mosca de la frente se quedó muy quieta, como una persona que oyera un ruido extraño, y quisiese saber de qué se trataba.

No había tal ruido, sin embargo. Lo que pasaba era que la niña estaba soñando. Y como dicen que los pensamientos y los sueños pasan por la frente, la mosca puso atención, porque advirtió que por la frente de Azulita estaba pasando un sueño entretenido.

Como la niña era alegre y buena, sus sueños solían ser bonitos, y estaba soñando que ella era una colegiala, y venía una mona y le decía:

-Oye, colegiala: yo quisiera tener una amiga, y nadie quiere ser compañera de una monita como yo...

Entonces Azulita prometió ser su amiga. Y se portaba tan divinamente con la mona, que hasta le puso un vestido suyo y empezaron a jugar juntas.

Cuando venía el profesor, que el pobre era medio ciego, Azulita se quitaba y ponía a la mona para que fuera aprendiendo poco a poco a leer, y ella se escondía detrás de una cortina para que también se le quedase algo de la lección.

Tanto llegó a aprender, que la monita escribió en la pizarra, con el dedo mojado en lágrimas de su tristeza estas palabras: «¡Soy la princesa Azúcar!». Resultó que sí lo era y que, según el sueño de Azulita, con eso cesó el encantamiento de la mona. Era una princesa rubia y dulce; pero Azulita la hizo fuerte, y jugaban al tenis y a saltar bancos de piedra. Lo malo fue que la hermana de Botón tropezó una vez, se cayó, y el susto la despertó de la siesta. Y la mosca de la frente tuvo que salir volando, con las otras cuatro compañeras.

Este sueño gustó muchísimo a la mosca, y se lo contó a las demás; por eso al día siguiente, a la hora de la siesta, acudieron las cinco a la frente de la niña durmiente; pero esta vez se estuvieron muy quietecitas, muy quietecitas, atendiendo solo a otro sueño en el que un viejo Rey, que iba en carroza con diez caballos verdes, blancos, negros, azules y rojos, llamaba a la niña Azulita y la llevaba a dar un magnífico paseo por el jardín, que tenía flores de papel de seda de mil colores, cisnes de celuloide, y ositos de trapo. Hasta que se despertó porque se la había enganchado el lazo de mariposa en uno de los picos de la corona del Rey.

Así resultó que todas las tardes, a la misma hora, las mismas moscas venían a la cama de la niña como el que va al cine o al teatro, y allí se quedaban tan a gusto hasta que terminaba la sección de los sueños agradables.

De modo es que Azulita, que estaba llena de ideas alegres y bonitas, proporcionaba un gran rato a los que la veíamos dormir: a mí, porque me gusta ver dormir a los chiquitines, y a las moscas porque tenían su magnífico espectáculo gratuito.

Botón, para pensar, se ponía uno, dos y tres dedos en la frente; Azulita, al soñar, se ponía en la frente una, dos, tres, cuatro, cinco moscas.

Pero todos felices, felices... hasta lo más alto de las montañas. ¡Y más!




ArribaAbajo¿Cómo es que la postal vino a su punto de destino?

Botón Rompetacones estuvo arrancándose el tenedor de su sombrerito redondo, y en seguida estaba su hermana Azulita cosiéndoselo en el gorro de piel. ¿A dónde iba Botón? Botón iba de caza. Botón, que ya era un muchachote, iba de caza con sus amigos, y nada menos que al Polo.

Un ministro de Instrucción Pública quería montar parques zoológicos en algunas provincias, para la enseñanza de los colegiales, y había pedido diez osos blancos, entre otras muchas fieras.

De modo es que Botón, tan aficionado a las aventuras, se fue con diez vecinos de Villacolorín de las Cintas, a emprender la cacería.

Subieron hasta las más frías nieves de la Tierra, después de un viaje por mar y de trineo, de cerca de tres meses, y se instalaron allí para otros tres o cuatro, cazando en ese tiempo cuanto pudieron.

En la región de las nieves pasó Rompetacones momentos difíciles, como aquel en que vino un oso blanco por detrás y le agarró la mochila; pero el muchacho pudo volverse y metió el cuchillo en el brazuelo de la fiera, dejándola herida, aunque pudo curarla y llevársela luego con los otros.

Otra vez, habiéndose apartado de la tienda de campaña para vigilar, empezaron a venir nieves en vendaval; y ya le tenían enterrado, pues solo se le veía la cabeza como en la cama, cuando el viento varió, y volvió a dejarlo desenterrado. Pero ¡qué sustos se llevó el pobre chico, con unas cosas y con otras!

Después de cada uno de esos angustiosos sucesos. Botón se acordaba cada vez más de Azulita y de sus padres. Tenía ansias y deseos encendidos de decirles que no le había pasado nada. Lo malo era que no se podía escribir, porque estaban a cientos de leguas del más próximo buzón de Correos.

Cierta tarde de un viento angustioso que sacudía las lonas, y estando Botón tan triste que ni siquiera atendía a sus amigos -que jugaban al dominó en la tristeza de la tienda de campaña-, se puso uno, dos y tres dedos en la frente para pensar, y muy decidido escribió una tarjeta postal a Azulita, aunque no pudiera echarla. Al menos se consolaba escribiéndola:

Señorita Azulita Rompetacones. Calle de las Flores, 12. Villacolorín de las Cintas.

Querida hermana: Estoy muy bien, muy bien, muy bien. Esto es muy blanco, muy blanco, muy blanco. A los papás y a todos os quiero mucho, mucho, mucho. Para los tres el cariño de: Botón.



El viento rugía fuera del refugio, y la ventisca se iba por la montaña abajo sin que nadie supiera a dónde iría a parar. Fue entonces cuando Botón tuvo la tentación: echar la tarjeta al viento, y que el viento se la llevara a Azulita si quería hacerle ese favor. ¿Por qué no lo había de hacer, si tan de buena fe fiaba el chico en él?

Así lo preparó el muchacho sin que los otros cazadores se dieran cuenta. Ya era casi de noche. Le puso un sello, la lanzó por una rendija que tenía el ventanillo, y no se la volvió a ver más.

Pero vosotros ya sabéis lo que son las postales: un recuerdo feliz de una persona para otra: un saludo de lejos, que viene como por el aire. Se reciben las tarjetas postales con alegría, porque traen el cariño alegre de una persona lejana. Por eso aquella postal, que Botón había comprado en un pueblo del camino, y que tenía pintado un ruiseñor en una rosa, comenzó a volar por el aire como un ave. A veces, el viento la dominaba como a un pajarito de esos que luchan vencidos por el vendaval. Pero otras veces sabía vencer el ruiseñor de la postal, y volaba como quería. De modo que no era el vendaval el que llevaba la tarjeta, sino ella misma, que deseando volver a la tierra habitada y cumplir con sus obligaciones, venía en vuelo sin motor, aprovechando los vientos.

Todas las postales tienen ganas de llegar a su destino, para ver la alegría con que las reciben; pero esta pobre que tantas ansias tenía de llegar a manos de Azulita, se rendía de vez en cuando y se tumbaba en la nieve a reposar. Y cuando veía que el viento era favorable y se dirigía hacia el pueblo próximo, se dejaba llevar y ¡allá iba la cartulina, volando, volando como pudiera volar el ruiseñor que llevaba pintado!

Por fin llegó a una ciudad que todavía era pueblo de nieves: y aunque intentó seis o siete veces colarse solita por el buzón aprovechando los golpes del viento, no pudo, pues ya sabéis lo difícil que le sería a un papel, llevado por el vendaval, atinar a meterse por un sitio tan chico.

Entonces se dejó caer al suelo, y cuando vio entre los transeúntes una señora que tenía cara de ser madrecita, se movió la tarjeta para que la vieran; y aunque allí costaba mucho trabajo agacharse por culpa del hielo escurridizo y de los abrigos tan gordos que había que llevar, ella la cogió. Vio cara de alegría en el ruiseñor, leyó que eran noticias de un hijo a su familia, y la echó por el buzón, quedándose con la conciencia tranquila.

¡Con qué emoción y alegría bajó la postal esa cuesta abajo que tienen los buzones desde su boca al cajón de las cartas! Ya estaba segura de llegar a su destino, en manos de los hombres del correo. Efectivamente, al otro día iba en un fardo de correspondencia que llevaban en un trineo de perros, y a la siguiente noche rodaba en el tren, metida en otro saco de correos, con mil compañeras más. Y cuando ella contaba su historia y sus vuelos a las otras hermanas postales y a las cartas, todas la escuchaban entusiasmadas. Había sido una heroína: de eso sí que no cabía duda.

¡Tilín, tilín!

-¿Quién llama? -preguntaron en casa del señor de Rompetacones.

-El cartero -respondieron desde la puerta. ¡Qué felicidad la de Azulita, al saber que eran noticias de Botón, cazador de osos!

Ahora la cara del ruiseñor volvía a ser de satisfacción. Entonces Azulita recortó al pájaro, y compró un cacharrito de juguete, para jugar a que le ponía comida y agua; y hasta le traía flores como si estuviera en un jardín. En fin, como había pasado tanto frío en el Polo, de los trapitos limpios de su costura le hizo una manta y un nido en forma de cama. ¡Lo que hace el cariño!...

Pasó el tiempo; al fin bajó Botón de las nieves con los hombres de la cacería y nada menos que con un «rebaño de diez osos blancos encadenados».

Fue corriendo a ver a sus padres y a Azulita. Y con tanta pasión los abrazaba, que a poco les mete el tenedor del gorro por un ojo.

Después su hermana le enseñó el ruiseñor, el cual hizo entonces lo que no había hecho nunca: extendió y movió las alas en señal de contento.

Lo conservarán toda la vida; así veis a lo que llega una postal, nada más que por su deseo de ser lo que son siempre: un saludo alegre y cariñoso de una persona lejana. Hoy es un pajarito de muñecas.

¡Qué cosas suceden más estupendas! Parece que son cuentos; pero por su emoción, yo tengo la seguridad de que son verdades.




ArribaEl burro es un animal juguetón, pero formal

Quien conozca a Azulita de antiguo, sabe que cuando cae enferma se pone un poquillo mimosa; eso le pasó con el sarampión; y como su padre quería tanto a sus hijos, salió un miércoles con Botón Rompetacones a las ferias de ganado de Villacolorín de las Cintas, y compró para la niña un borrico chiquitín, a ver si con él se le animaba la sonrisa. Botón, que había leído un libro muy bonito en el que se hablaba de un burro que se llamaba «Platero», quiso también llamar «Platero» al jumento que habían traído a su hermana, y hasta le hizo unos versos que decían así:


«Dos orejas grandes; un rabillo chico;
flequillo en la frente... y ya está el borrico».

¿Veis qué poesía? ¿Cómo no le había de salir una poesía, si un borriquillo es, casi, casi, el animalito más dulce y más bondadoso del mundo?

Pero vamos con nuestro asunto. Es lo cierto que Azulita hacía que entrase el asno hasta su dormitorio. Se le sentían las patitas menudas venir por los baldosines del largo pasillo. Y ya en la alcoba de la niña, Botón le preparaba paja y cebada en una caja de cartón de los juguetes, o le dejaban que se durmiera en la alfombra, a los pies de la cama, entornándosele sus enormes y brillantes ojos negros.

Otras veces ponía Botón Rompetacones de pie los bolos de juguete por deseo de su hermana, y «Platero» los iba tirando todos, empujando las bolas de madera con su hocico sonrosadito y blando.

Por fin se puso Azulita completamente buena; pero para aquellos días habían tomado en su casa demasiado cariño a «Platero», y dejaban al buche que entrara a comer al comedor, en un cajón que ponían en el suelo, entre Azulita y Botón. Bien es verdad que comía con mucha limpieza y sin hacer casi ruido con la boca al masticar los granos.

Azulita, cuando volvió a estar tan sana como un capullo nuevo, y tan fuerte como una raqueta de tenis, volvió a ser otra vez la niña buena y limpia, juguetona y obediente a la vez. Iba al colegio, regresaba, se ponía a jugar con «Platero», y así eran felices; pero eran felices los dos gracias a la bondad de Azulita, que ni montaba en el asno ni le cargaba con nada ni le hacía tirar de carro alguno; porque una vez que le ató a una estera para que la pasease por los caminitos del jardín, el burro volvió la cabeza, asomó unos grandes dientes cuadrados -exactos y blanquísimos-, mordió la cuerda hasta romperla, y salió corriendo, muy contento porque se había burlado del trabajo.

La verdad es que aquel jumento era bastante perezocillo y un caprichoso terrible. No le gustaban todas las frutas, ni aunque viera el buen ejemplo de Azulita, que no era ñoña para comer; no bebía en los arroyos claros, cosa que Rompetacones no tenía inconveniente en hacer, aunque saliera echando gotas de agua por la punta de la nariz; en fin, hasta le daba rabia cuando jugaban al escondite y le tocaba quedarse a él.

Pero voy a contaros un pintoresco detalle de su mala educación. A veces se ponía a jugar con las golondrinas, persiguiéndolas en su vuelo torcidísimo; él trotaba entusiasmado por las praderas, detrás de ellas, y con esas cosas se le pasaba el tiempo; por lo cual algunos días llegaba al comedor cuando Botón, Azulita y sus papás habían empezado a comer. Entonces no podía el señor de Rompetacones reprenderle con voces, porque si lo hacía, agachaba el jumento malhumorado su cabeza, metía el hocico entre las dos patas delantera» y se iba a la cuadra pegando tumbos de disgusto por las paredes del pasillo. Y en llegando, se acostaba sin comer.

No se puede negar que con esas cosas resultó demasiado caprichoso y a veces impertinente. No tenía toda la culpa él, puesto que la culpa era de los que le habían dejado nacer cuanto le vino en gana para que la niña estuviera contenta durante su pasada enfermedad.

Pero como al mismo tiempo era alegre e inteligente, y no le faltaba más que hablar, no dejaban de quererle y de admirarle. Les gustaba mucho a todos ver que comía con limpieza, sin tirar ni una brizna de paja fuera del cajón, y que se bañaba en el río por el verano; y les divertía verle cómo jugaba al aro, dándole con el morro, y cómo saltaba con Botón y sus amigos a ver quién batía el «récord» a lo alto y a lo largo. Pero era un burro demasiado señoritingo, demasiado mimoso, demasiado cómodo, y en este mundo no es cosa de que unos trabajen y otros vivan gracias a lo que trabajen los demás.

Sucedió al fin una cosa muy curiosa, y fue que, estando «Platero» a la puerta de los Rompetacones, vio pasar un viejo asno cargado de leña. Daba pena verle con qué trabajo levantaba para cada paso sus cascos finos y sus patas flacas... ¡Pobre viejecito! Todas las mañanas bajaba del bosque él sólito con su carga, y por la tarde subía en busca de su amo para que le cargara otra vez con aquellos haces que pesaban y abultaban lo que cinco «Plateros».

«Platero» le miró, se quedó meditando acerca de lo bien que él vivía y de lo mal que viviría el otro, y de pronto sintió un noble deseo; de manera que salió galopando detrás. Le galopaban los pelos de ese flequillo que tienen los buches, y hasta le galopaba su tripita regalada y redonda.

¿Sabéis por qué corría? Porque, como al fin y al cabo era un asno simpático, había sentido compasión y quería decirle que se volviera con él a jugar. El viejo respondió:

-No, no puedo acompañarte; yo tengo mis obligaciones que cumplir.

Entonces fue cuando «Platero» le cogió del ronzal con los dientes y, tirando, tirando, le trajo hasta la puerta de la casa de Botón Rompetacones. Con su misma dentadura le desató la carga, se la quitó y le convidó a almorzar a la mesa de sus amos; es decir, si no a la mesa, por lo menos entre las sillas de Azulita y Botón, que era donde le ponían el pienso.

Los señores de Rompetacones tuvieron tentación de decirle que eso no valía y que se fuera el desconocido a comer a su casa; pero la niña del lazo de mariposa empezó a arrugar la cara como para llorar de pena; y como al mismo tiempo pensaron que acaso fuera un compromiso de su caprichoso jumento, el caso es que consintieron en ello. Tenía tal aspecto de buen trabajador, que bien merecía una empajada fresca y un pienso reconfortante.

Terminó en paz la comida; se colocó «Platero» de modo que fuera a él al que debían cargar la leña y así la llevó a casa del leñador, caminando delante el asno viejo para indicarle el camino.

No necesitó más «Platero» para cambiar su conducta y su manera de ser. Desde aquel momento, todos los días llevaba y traía del colegio a Azulita sobre sus lomos, y se iba a la compra con unas alforjas que la señora de Rompetacones le hizo; ella iba delante y él iba detrás para que le cargaran.

Hacía más; cuando veía a alguien que llevase algún paquete, ya se estaba acercando para que se lo cargaran. Y, claro está, después de estos trabajos más o menos importantes, comía con más apetito, por dos razones: porque había hecho fuerzas y porque había cumplido con su obligación.

Que jugase al fútbol con Botón, y le aplaudieran sus paradas de portero, casi no tiene nada de particular; pero que saltase a la comba con Azulita, eso era muchísimo más gracioso.

Comía, jugaba, trabajaba y era feliz... Viva ¡«Platero»!





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