Hemos recibido
casi simultáneamente dos libros de este poeta chileno,
publicados por la Editorial Esteoeste de Buenos Aires. Nació
entre nosotros en 1927 y aunque a menudo se halle fuera del
país, se tiene un claro sentido de su valor dentro de la
poesía nacional, no son pocos los que le admiran y quisieran
verle participar en las reuniones literarias, que nuestro autor
rehúsa, evita sabiamente. Sin embargo, ha obtenido premios
significativos, se le busca, y él, con lealtad para
sí mismo, muestra alegremente su ausencia. Lo que parece
interesarle de veras es su trabajo. Recordamos un viejo poema suyo,
que acerca a su poesía, considerada hermética,
distante de la comprensión habitual:
Yo canto
como el sol,
y el sol no canta.
Yo
sueño como Dios,
y Dios no
sueña.
Yo, cual la
tierra, muero,
y la tierra no muere,
¡pero canta!
[Cuaderno de Poesía:
Poema IV, «El Raudal».]
Los dos libros que
han llegado a nuestras manos en estos días son El Cielo
en la Fuente y Cortejo y Epinicio. Dos obras que no
se asemejan a las habituales. ¿Cuál es la diferencia
esencial? En las otras, generalmente, el poeta se halla frente al
mundo y, de una u otra manera, muestra a las cosas, los seres, los
explica y realza. En éstas, el poeta crea su mundo, el
propio, y desde él nos habla, nos enseña su
conciencia, ese recinto privado, a veces incomunicable. Así,
pues, nos parece que para entrar en él debemos, en
principio, abandonar todo razonamiento, el hilo conductor de la
lógica, y caminar por lo recién creado con un
permanente sentimiento de asombro.
Y no se piense
ante tales palabras que nos encontramos ante un hermetismo buscado
y rebuscado, como suele suceder frente a muchos poetas de
aquí y otras partes. En El Cielo en la Fuente y
Cortejo y Epinicio la naturalidad del misterio nos hace
avanzar ante cosas y seres verosímiles, reales, que no se
explican, que, simplemente, son. Lo imaginario es aquí lo
real. Lo sentimos, lo palpamos, lo tenemos, porque las palabras
son, ni más ni menos, que simple poesía. Ahí
está su fuerza, su gracia. Parece que el poeta nos hablara
desde muy lejos, más allá de lo viviente, desde un
conocimiento de descubridor de su propio destierro.
No obstante, hay
una transfigurada realidad que nos circunda en casi todo poema, y,
si tendemos el oído, escuchamos con el corazón alerta
y entendemos el rumor de la poesía en medio de las
imágenes, muchas de ellas cotidianas, que nos permiten vivir
en el sueño de la realidad. Tomemos un ejemplo de
Cortejo y Epinicio. Acerquémonos a una bella y
comprensible realidad:
Es un claro
de luna desmoronado, ciego,
que lóbregos estambres
enarbola; es un claro
de luna en la pared del
comedor, y avanza,
por garras de candor, las alas
a la rastra.
Bajel de inmensidad, todo gris
ligereza,
con indolencia gris te amustias
y tu vuelo,
rezongando,
rebota.
Las bandejas se apartan de tus
torcidos mimbres:
te mastica la
sombra:
a las sillas
recorre
un conventual chirrido, la
alcuza tintinea
roncamente en el
trinche,
las servilletas gritan, se
funden los rincones.
Es un luto estridente, es un
lamento eterno
de cucharas, manteles, platos,
saleros, vasos;
es un claro de luna,
desmoronado, ciego,
que lóbregos estambres
enarbola; es un claro
de luna en la pared del
comedor, y avanza,
por garras de candor, las alas
a la rastra.
[Cortejo y Epinicio: Poema
X, «El gato coge a una mariposa».]
La epímone
(repetición de verso y a veces de palabras) da fuerza,
enigmático vigor a la poesía que juega con el
misterio, realizándolo, poniéndolo a nuestra vista
para que lo vivamos. En este mismo libro hallamos otro ejemplo de
vigorización de la realidad transformada en una
transfiguración que nos sumerge en un mundo interior,
musicalmente murmurada para que el corazón la acoja:
Después, después el viento entre dos
cimas,
y el hermano alacrán que
se encabrita,
y las mareas rojas sobre el
día.
Voraz volcán: aureola
sin imperio.
El buitre morirá: laxo
castigo.
Después, después
el himno entre dos víboras.
Después la noche que no
conocemos
y extendido en lo nunca un solo
cuerpo
callado como luz.
Después el viento.
[Cortejo y Epinicio: Poema
I, «Preludio».]
Como hemos
advertido, David Rosenmann-Taub no es un poeta fácil, de una
interioridad que de inmediato se refleje en el espejo de las
palabras. La suya, lo repetimos, es creación permanente,
cambiante, la cual no se bordea, se mira como algo evidente, se
está observando para que se nos revele. Hay que internarse
por ella y explorar con el alma su misterio. No se explica, porque
entonces se aparta, se cierra, se oscurece. Es de una originalidad
intensa, profunda, inalcanzable para la saeta trizadora de la
lógica. Por algo dijo de ella Francis de
Miomandre, Premio Goncourt 1908, obtenido por su
novela Escrito en el agua: «Su
autor posee un acento y una calidad totalmente excepcionales. No
veo a nadie, ni aun entre nosotros, que se atreva a abordar la
expresión poética con tan desgarradora
violencia». A veces, la violencia sonríe, y todo lo
dice en un par de versos.
En
«Ícaro» leemos:
¡Espaldas,
asediadme!
[Cortejo y Epinicio: Poema
LIX.]
O bien:
¡Mi
dama calva, mi apacible dama!
¿Qué
armiño en ráfagas
robó tus
trenzas
de cucaracha?
[Cortejo y Epinicio: Poema
XLII.]
Y humor negro:
Acabo de morir: para la
tierra
soy un
recién nacido.
[Cortejo y Epinicio: Poema
XVII, «Genetrix».]
Su fantasía
es a menudo delirante. Hace y deshace mundos. Levanta los
sueños y los derriba para que renazcan. Dios, la vida y la
muerte cruzan su poesía secretamente, y el poeta sabe que
para su corazón herido no hay otro bálsamo que la
palabra poética:
[...] se
olvida de la muerte
y la vida que riñen en
un rincón vacío.
Y Dios se va sin verlas, mas
siente escalofrío.
[Cortejo y Epinicio: Poema
XXVII.]
Una voz, la suya,
sin que otra la iguale en nuestro orbe poético, canta
internamente para que exista un eco en hombre o mujer de alma
alzada hacia el sueño, al delirio, a la realidad viva que
cruza por sus palabras.