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Año de ... 1134. Don Ramiro el Monje

Anónimo

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

«Ramirus secundum regnorum culmen

Adscivit. A Rotensi autem urbe, in qua

Episcopus sedebat; ad Oscam delatus

est; ubi regale sumpsit diadema, etatis

sum sumum agens quinquagesimum».


(BLAN., pág. 145)



Tranquilo se hallaba en su palacio de Roda1 el obispo don Ramiro el Monje, hijo del rey D. Alonso el primero de Aragón; paseaba en torno de uno de sus inmensos claustros, y le seguían varios monjes, cada uno de los cuales llevaba en la mano un breviario, y rezaba en voz baja las horas canónicas, cuando se deja ver una tropa de caballeros ricamente vestidos en uno de los ángulos del patio. Delante de esta comitiva marchaban ocho pajes con dalmáticas2 de púrpura y mazas de plata, y en pos de ellos Lope López de Calatayud, que conducía una bandeja de oro cubierta de un paño de brocado. Adelantóse uno de los ricos hombres, y doblando la rodilla ante D. Fray Rodrigo, que atónito como los demás monjes estaba, habló de esta suerte:

-Señor, los navarros han recibido por su rey al infante D. García Ramírez, hijo de D. Ramiro, que casó con la hija del Cid; lo cual sabido por nosotros y por los demás ricos homes de las ciudades de Aragón, viendo que no se ha contado con nuestra voluntad y los peligros que nos amenazan, si nos sujetamos a un príncipe extraño, no queriendo tampoco se acabe la línea de los reyes que conquistaron la tierra de moros, y dejaron fundado este reino; reunidos en la ciudad de Jaca os hemos proclamado en nombre de Aragón por su rey y digno sucesor del inmortal D. Sancho, y en testimonio de verdad acercaos D. Lope.

Adelantóse hacia D. Ramiro, acompañado de cuatro meceros el portador de la bandeja, y colocándola a los pies del monje, y alzando el paño que la cubría se dejó ver una corona de oro.

-Mis votos -dijo D. Ramiro-, de obediencia, continencia y pobreza, me estorban a aceptar tamañas mercedes... el sacerdocio, la dignidad de obispo...

Fortún Galíndez3, otro de los caballeros contestó:

-Ya su santidad por la conservación de Aragón y beneficio de la cristiandad se ha dignado, señor, dispensaros de vuestros votos, y permitir salgáis de la orden de San Benito, aceptéis la corona y podáis casaros para dejar un sucesor de ella.

-Aquí tenéis -dijo el obispo de Tarazona, que entre los caballeros se hallaba-, aquí tenéis la bula del Padre Santo -besóla, e hincando una rodilla en tierra la puso en manos de D. Ramiro.

En esto dejóse oír el eco penetrante de la campana que llamaba a vísperas, y D. Ramiro despidiéndose afable de los caballeros se entró en la iglesia seguido de los demás monjes.

El mendigo

«Por una ración que dedes

Vos ciento de Dios tomedes,

En Paraíso entredes

Asi le quiera mandar».


(ARCIP. DE HITA, Cantigas)



Ya se había coronado D. Ramiro en obedecimiento del mandato del Pontífice; los grandes de Aragón, émulos implacables de los de Navarra, querían romper la guerra, mas D. Ramiro solo lidiaba con los enemigos de la fe, disimulando las ofensas de D. García, lo cual era en extremo desagradable a los aragoneses.

Una noche se hallaban reunidas en la plaza de Huesca varios caballeros murmurando de la conducta del rey: entre ellos estaba D. Rui Jiménez de Luna, D. Ferriz de Lizana, Ordaz y D. Pedro Coronel, el primero dijo:

-En vano esperemos de ese rey fraile, de ese carne y coles otra cosa que fundaciones de ermitas, pero batalla ni por pienso.

-Ni tenerse a caballo sabe -añadió D. Ferriz-, y esto es cierto, que en la única batalla que ha entrado le pusieron el escudo en la una mano, la espada en la otra, y le dijeron: «Señor, tomad las riendas en la siniestra»; a lo que contestó: «Con esa tengo el escudo, más metédmelas en la boca». Hiciéronlo así y de esta suerte entró en batalla.

-Según eso -repuso Ordaz-, muy bien pudiera aplicarse al Rey lo que el Cid dijo al abad Bermudo en el claustro de S. Pedro de Cárdena ante la presencia de D. Alfonso, lo cual está contenido en este trozo de romance:

Home soy, dijo Bermudo,

Que antes que entrara en la regla

Si non vencí reyes moros

Engendré quien los venciera,

Y agora en vez de cogulla4

Cuando la ocasión se ofrezca

Me calaré la celada

Y pondré al caballo espuelas.

-Para fugir, dijo el Cid,

Podrá ser padre que sea;

Que más de aceite que sangre

Manchado el hábito muestra.



Mucho aplauso mereció la oportuna aplicación del romance, y todos reían a más no poder, pues llovían las invectivas y sarcasmos; y tan embebecidos estaban que no reparan en un mendigo que después de haber entonado una cantiga en las gradas de una iglesia inmediata, para excitar la piedad de los transeúntes, andaba silencioso en derredor del grupo. Cansados de murmurar, y siendo ya la una de la madrugada, se retiraron a sus casas, y el mendigo se fue al palacio, y entró, y los guardias no le pusieron impedimento, y subió la escalera, y abrió el picaporte de la cuadra del Rey, y entró en ella y tornó a cerrar la puerta.

Fray Frotardo

«Subid vos a la tribuna

Y rogad a Dios que venzan

Que non venciera Josué

Si Moisés no lo ficiera

Llevad vos la capa al coro,

Yo el pendón a las fronteras».


(Rom. del Cid)



Aún no había amanecido, y ya los monjes de S. Ponz de Tomeras5 bajaban la escalera del monasterio, cantando el Veni Creator y dirigiéndose a la iglesia: el abad Fr. Frotardo iba en pos de ellos con la cabeza descansando en el pecho, y cubierto el rostro con la capilla. Al atravesar una crujía oscura y prolongada, iluminada tan solo por una moribunda lamparilla que delante de un crucifijo ardía; un mendigo, apoyado en un báculo blanco, al pasar el abad le ase del hábito, le detiene y le entrega un billete diciendo: del rey.

Ya los demás monjes habían desaparecido y quedando solos el abad y el mendigo, acércase aquel a la lamparilla y a su escasa luz lee el billete, y tomando de la mano al mensajero le conduce en silencio a un huerto en que había varías berzas plantadas; saca un puñal y comienza a cercenar las que descollaban, y donde veía un tallo lozano allí descargaba con más furia el golpe; hasta que habiéndolas igualado todas dijo al mendigo:

-He aquí la respuesta a tu embajada; cuenta a D. Ramiro lo que has visto.

Tornó la espalda el monje, ocultó el puñal en la manga y a paso lento fue a reunirse a sus súbditos.

La campana

«"[...] -¿Cómo así?". Respondió el page: "Sabed señor que en el cuarto
de los leones hay muchos caballeros degollados y mi señor con ellos, [...]"».

(Guerr. civ. de Gran.)



Reunidos se hallaban en una estancia del alcázar de Huesca los ricos homes meznaderos y procuradores de las villas y lugares de Aragón, que así lo había mandado el rey Ramiro, el cual sentado en su trono les habló de esta suerte.

-Os he mandado llamar, oh nobles de mi reino, para consultaros sobre el proyecto que tengo formado de fundir una campana que desde Huesca se oiga en todo el mundo; para lo cual tengo preparados diestros maestros en el arte.

Miráronse unos a otros los caballeros, y a duras penas pudieron contener la risa, mas no faltó alguno que más débil que los otros soltó la carcajada. Alzóse el rey de su asiento, y desliando una cédula que en la mano tenía, escribió en ella y se dirigió a su recámara dejando a los grandes ocupados en censurarle. A poco se presenta en el salón un paje que de orden del rey llama a D. Rui Jiménez de Luna, a los dos minutos otro que llama a don Ferriz de Lizana y así hasta quince, siendo el último Ordaz, que entró azorado, dejando en la mayor confusión a los demás caballeros, pues que habían visto redoblarse las guardias de la estancia en que se hallaban. Apenas alzó Ordaz la cortina de la cámara del rey vio en el pavimento catorce cabezas que aun brotaban sangre, ordenadas en forma de círculo, y allá en un extremo sobre un paño negro un montón de cuerpos descabezados.

-He ahí la campana -dijo D. Ramiro, dirigiéndose a Ordaz, que pálido como la muerte le escuchaba, y señalando a las cabezas-: he ahí la campana que os dije pensaba hacer; más observo no está completa: ¿qué le falta? Decidlo luego.

-La lengua, señor -respondió D. Ordaz con una voz sepulcral.

-Pues vos serviréis de lengua -dijo.

Mandóle cortar la cabeza, y la colocó en el centro del círculo.

El convite

«Non debiera de ser Rey

Bien temido y bien amado

Quien fenece en la justicia

Y esfuerza los desacatos».


(Quej. de Doñ. Ximen.)



Convidado había el Rey Ramiro a los hijos de varios infanzones de Aragón para ver un espectáculo desde las ventanas de su alcázar, y aunque sus padres fueron llamados treinta horas antes sin que hubiesen dado la vuelta a sus casas, creían que el Rey los habría enviado por mensajeros a D. García de Navarra para celebrar algún tratado. Llegó la noche, oscura por cierto y pavorosa: ni una sola persona se veía en las calles de Huesca; las campanas de S. Juan tañían lentamente, y sus lúgubres ecos aumentaban el terror que infundían las tinieblas.

El rey estaba con los caballeros convocados, cerca de una de las ventanas de su alcázar. De repente se oye un conjunto de voces roncas y desapacibles que cantan acompañadas de instrumentos da viento en extremo disonantes: Requiem eternam dona eis Domine. Varios frailes con hachas amarillas en las manos salían por la puerta del palacio, y entre ellos 15 ataúdes cubiertos de terciopelo negro y un tarjetón cada uno que tenía escrito un nombre. El primero decía: «Ferriz de Lizana». Al verlo uno de los que con el rey estaban, dando un agudo grito, exclamó:

-¡Ah padre mío! -y se desmayó.

Entonces dirigiéndose el rey a los demás, díjoles:

-Ved aquí para lo que os envié a llamar: la campana que os indiqué había de fundir es esa, sirviendo de metal para ella la sangre de los que con su desobediencia encendieron el fuego en que han sido derretidos: he mandado matar a vuestros padres, para que aprendáis a no mofaros de vuestro Rey.

Concluido este razonamiento, fuese a cenar el Rey, diciendo al retirarse a un su confidente: No sabe la vulpeja con quien treveja6.

La venganza

«Que la sangre despercude

Mancha que finca en la honor,

Y ha de ser si bien me lembro

Con sangre del malhechor».


(Rom. del Cid)



A pocos días de la muerte de los quince caballeros, se encontró cosido a puñaladas en la iglesia de San Juan, y sobre uno de los sepulcros de aquellos, un hombre en su exterior mendigo, pero que debajo de los andrajos que le cubrían tenía un exquisito ropaje que denotaba ser persona de calidad7.

FUENTE

Anónimo, «Año de [...] 1134. Don Ramiro el Monje», El Español, N.º 206, 24 de mayo de 1836, p. 4.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.