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La espada y la pluma contra Francia en el siglo XVII: cartas de Quevedo y Saavedra Fajardo

María Soledad Arredondo





«... en España se satisface con la espada a las veras y con la pluma a las burlas»1, decía Quevedo en 1638, cuando contestaba a «... un discursillo impreso en París, donde siempre está de preñez o de parto la novedad, y la mentira en pie» (p. 1031). Como respuesta al «discursillo», Quevedo toma la pluma y narra en tono burlesco «el trágico fin lastimoso y mísero que tuvieron las armas de Francia en Fuenterrabía» (p. 1031).

La pluma, sin embargo, servía también para las veras y para cuestiones graves, como dice Saavedra Fajardo en carta de 1637 escrita en Ratisbona: «... ya las cosas han llegado a tal extremo que no las puede remediar la fuerza, sino el ingenio; y conviene obrar con la una y con el otro»2.

Las «cosas» a las que se refiere Saavedra son las que se derivan de la confrontación hispanofrancesa, declarada abiertamente en 1635 por el Manifiesto del rey Luis XIII, que no era sino la explosión de una guerra latente y encubierta entre los dos países que se disputaban la hegemonía europea. Ante tal situación, es fácil comprender que la tradicional antipatía3 hispano-francesa se exacerbara. Los ingenios españoles se van a sumar a la fuerza de las armas para luchar contra el enemigo francés. Y esos ingenios, entre los que se cuentan Quevedo y Saavedra, van a ser los responsables de lo que hoy llamaríamos una campaña de imagen; campaña, por cierto, paralela, pero de signo contrario, a la que se estaba llevando a cabo en Francia, orquestada por el Cardenal Richelieu4, que premiaba con el ingreso en la Academia Francesa a los escritores que le eran fieles.

José María Jover5 ha estudiado la polémica a que dio lugar el Manifiesto de Luis XIII, publicado en junio de 1635, y las respuestas indignadas de los escritores españoles a las acusaciones vertidas en la declaración de guerra. De todas ellas hemos escogido dos para esta ocasión, por la importancia de sus autores y porque su forma epistolar permite conocer el yo de los mismos. Dichas obras -la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII6, de Quevedo, y la Respuesta al manifiesto de Francia7, atribuida por Jover a Saavedra Fajardo- poseen, además, el interés de no ser piezas aisladas en la producción de ambos escritores, por lo que respecta a la cuestión hispano-francesa. Tanto Quevedo como Saavedra fueron personajes políticos y, como tales, en distintas etapas de sus vidas, participaron, más o menos directamente, en la confrontación.

Antes de 1635, Quevedo conoció de primera mano -cuando acompañó al Duque de Osuna a Sicilia y Nápoles- los entresijos de la política italiana, estrechamente implicada en la pugna por las alianzas a favor de una y otra potencia, y por la importancia estratégica de pasos como el de La Valtelina. Esta experiencia política se reflejó en escritos como el Lince de Italia u zahorí español (1628), dirigido a Felipe IV a modo de informe o memorial sobre el problema español en Italia. Quevedo lo relaciona con el creciente poder de Francia, cuyos intereses italianos despiertan el recelo de nuestro autor. Años más tarde, en la década de 1640, la «revoltosa Francia» volverá a aparecer en otros escritos suyos como el Panegírico a la Majestad del Rey Nuestro Señor don Felipe IV y La rebelión de Barcelona no es por el güevo ni es por el fuero.

Saavedra Fajardo, por su parte, desarrolla una extensa labor como libelista al margen de su carrera diplomática, pero tan estrechamente ligada a ésta que aprovecha informaciones, noticias y rumores para convertirlos en propaganda8. Como es natural en quien ejerció cuarenta años la diplomacia al servicio de España, la cuestión francesa fue para Saavedra preocupación9 que se prolongó hasta los últimos años de su vida, y así lo atestiguan dos opúsculos escritos entre 1643 y 1645, Suspiros de Francia y Locuras de Europa.

Nos hallamos, pues, ante dos escritores de talla, pertenecientes a la misma generación, muy bien informados ambos y que ponen su talento al servicio de una causa política y patriótica. Precisamente por cuestiones de política y de patriotismo, Quevedo y Saavedra van a replicar al Manifiesto francés en primera persona, eligiendo como ilustre destinatario de sus escritos al propio rey de Francia. Pero su distinta manera de entender la política y el patriotismo hace que las dos réplicas difieran formalmente, mostrando la personalidad de sus autores.

Cuando Quevedo escribe la Carta a Luis XIII, que se publicó al mes de conocerse el Manifiesto, se halla en uno de sus periodos relativamente favorables como cortesano. Es secretario de Felipe IV, y sus cambiantes relaciones con el Conde Duque no parecen estar en mal momento10. El yo de Quevedo es, pues, el de un español adicto al régimen, y su Carta... responde a una afrenta que le afecta como español y como miembro de la clase dirigente. Así se explican tanto la apología de la monarquía española, como el estilo retórico y erudito de la Carta. Quevedo contesta como patriota ofendido por las acusaciones de traición, y aprovecha, de paso, para manifestarse ante Felipe IV11 y su valido como vasallo útil y ejemplar. Su vena crítica, su arrogancia, su apasionamiento y su espíritu burlesco, o se atenúan en esta obra grave, o se emplean contra el enemigo; éste ya no es un valido, un noble influyente o un escritor cultista, sino el enemigo por autonomasia, que es la Francia traicionera, ambiciosa y herética de Richelieu.

Saavedra Fajardo no es un personaje conflictivo para el poder. En 1630 dedicó a Olivares las Introducciones a la política y razón de Estado del rey católico Don Fernando, y en 1635, como premio a sus servicios, es nombrado Consejero de Indias, cargo del que no tomó posesión hasta 1643. Curtido en Italia (hasta 1633) y posteriormente en el centro de Europa, durante momentos tan cruciales como la batalla de Nordlingen (1634), es un diplomático ya avezado que comprende la magnitud del problema creado por la declaración de guerra. A diferencia de Quevedo, no precisa halagar al poder para hacerse perdonar escritos anteriores. Por lo tanto, su réplica al Manifiesto no tiene por qué ser de índole oficial, e incluso resulta más útil y persuasiva presentándola desde otro ángulo. De ahí que su Respuesta al manifiesto de Francia se presente como obra anónima, en la que un supuesto traductor publica el Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos.

José María Jover, en su memorable estudio, fue el primero en atribuir a Saavedra la Respuesta..., sin que la crítica posterior lo haya desmentido12, ni se haya preguntado las razones del anonimato. No es ésta la ocasión de probar con un estudio estilístico lo que la autoridad de Jover proponía, pero baste para apoyarlo que el Saavedra libelista de 1635 va a repetir su actuación en años sucesivos. Es decir, que va a seguir disfrazando su identidad para que sus escritos de propaganda sean más eficaces. Si en 1635 se dirige a Luis XIII con la voz de un caballero francés, en Suspiros de Francia (1643) lo hará de nuevo, encamando esta vez a la propia Francia; y, en ambas ocasiones, el caballero y la nación exponen a su rey las desgracias e injusticias de la guerra buscada, declarada y mantenida por el cardenal Richelieu13.

Saavedra emplea, por lo tanto, una técnica de ocultación de personalidad, por medio de la cual sirve doblemente a su patria: el diplomático negociará en las cancillerías y fumará obras graves, como las Empresas o la Corona gótica, y el propagandista divulgará libelos astutos, asumiendo identidades fingidas.

Sobre esta guerra de papeles que siembran rumores se pronuncia el mismo Saavedra en su diálogo Locuras de Europa, escrito en Münster por las mismas fechas que los Suspiros... Allí alude a tres discursos franceses «soberbios, impíos y ambiciosos»14, relacionados con la política anti-española en los Países Bajos. Pero, al mismo tiempo, reconoce la validez del sistema propagandístico, en carta dirigida a Felipe IV:

También me manda V. M. que esparza algunos tratadillos que puedan inducir a la paz, deshacer los designios de Francia, y descubrir la sincera intención de V. Magd. Y siempre he trabajado en esto, reconociendo lo que mueven y que de ello se valía Richelieu...15.


A continuación, cita tres de esos tratadillos, para añadir:

...y, estando en esa Corte, compuse los Suspiros de Francia, que agradaron a V. Magd., y se sirvió de dar intención que se publicarían, [...] y luego que llegué aquí imprimí, en Francfort, una Carta de un francés a otro del Parlamento de París, [...] la cual carta espero que hará buenos efectos en Francia por lo que aquellos vasallos aborrecen la guerra. Pero mayores se verán de otro tratado que he enviado a imprimir a Bruselas, sin autor ni lugar... Y tengo por cierto que será este tratado muy importante para turbar a Francia...


(p. 1383)                


Una cita tan extensa se justifica porque en ella se declara:

  1. La eficacia de la propaganda y el reconocimiento de que era moneda corriente entre franceses y españoles. También lo admite Quevedo, con su pronta respuesta al «discursillo» francés, y con sus frecuentes ataques, más o menos satíricos16, a personajes o comportamientos galos.
  2. La orden expresa de Felipe IV para que Saavedra se dedique a tareas panfletarias.
  3. La paternidad del autor sobre determinados libelos, algunos perdidos hasta ahora.
  4. La finalidad declarada de que se escriben para «turbar a Francia».

Esto último me parece especialmente relevante, porque explica el disfraz francés que Saavedra adopta en su Respuesta al manifiesto... de 1635. Si bien el autor no menciona esta obra, reconoce que «siempre he trabajado en esto» y, quizá por su habilidad, el propio monarca le encomienda dicha labor en 1644.

En cualquier caso, la voz de 1635 parece la misma que la de 1643 en Suspiros..., y corresponde a la de un autor cosmopolita, capaz de presentarse ante los franceses como uno de ellos. Aunque el propósito final de Saavedra sea promover los intereses españoles, el medio de conseguirlo es turbar a Francia. De ahí la radical diferencia entre el yo declarado de un patriota español, caballero de Santiago, como Quevedo, y el yo «francés» que Saavedra estrena en 1635, y del que se vale hasta 1644. El primero defiende a España y el segundo revoluciona a Francia.

Quevedo y Saavedra sirven a su país desde distintas facetas de sus personalidades respectivas. El orgullo y la gravedad hispanas se manifiestan en la Carta de Quevedo, que renuncia en este opúsculo a su personalidad satírica17, para lograr una obra que enaltezca a los españoles y los embravezca contra los franceses. La astucia del diplomático Saavedra se exhibe en la acumulación de argumentos que revuelvan las filas francesas y frenen la guerra contra España. El primer escrito, firmado orgullosamente por Quevedo, refleja las tesis oficiales; y el segundo, anónimo, encarna las quejas y rumores del pueblo francés.

Los dos textos se dirigen expresamente al rey y lo hacen idénticamente en primera persona; pero la Carta se escribe desde el bando español y la Respuesta desde el francés. Así, los dos escritos utilizan una primera persona del singular18 -o, alternativamente, un «nosotros»- que es la voz de dos pueblos distintos; y la manera como sus emisores establecen un contacto directo con el receptor es un apóstrofe frecuente (Sire, Señor, Vuestra Majestad), que es protocolario en Quevedo y abiertamente crítico en el Saavedra «francés». Y es que el anónimo Memorial de la Respuesta se engendra como protesta enviada al rey cristianísimo, por uno de «sus más fieles vasallos» que sufre la carencia de libertad para expresar su opinión. Por eso, dice, «Esta consideración me obliga a ocultar mi nombre a V. M.» (p. 1), dado que «Mi designio es representar la verdad totalmente desnuda» (p. 2). La discrepancia con la política de su país sólo es posible desde el anonimato y, amparada en él, la voz «francesa» se plantea el Memorial como arma de agitación, lo que se confirma al final del escrito:

... creo auer cumplido con lo que un fiel vassallo debe a su señor, cuando no hallando otro modo para representar a V. M. las borrascas que le amenazan he publicado este auiso para que, perseguido como lo ha de ser del señor Cardenal por el ruido que ha de hazer en el mundo, llegue a noticia de V. M., que podrá sacar del grande prouecho, assí para sí mismo como para todo su reino.

(R., p. 52)                


Por el contrario, Quevedo anuncia desde el principio:

Yo hablaré con V. Majestad con tal respeto, que por ninguna palabra sea culpado en tan descortés inobediencia... Leed estos ringlones con la benignidad que a vuestra grandeza merece un Español estremadamente amartelado de vuestras glorias...


(C., p. 2)                


Y las consideraciones que hace al rey francés sobre los yerros de la política anexionista, anticatólica y desagradecida del Cardenal son presentadas, al final de la Carta, como servicio desinteresado: «... que solo me ha movido a escriuiros estos ringlones el feruoroso zelo de vuestro seruicio, el cual con afición muy humilde y reuerente abrasa mis entrañas...» (C., p. 49). Por todo lo cual, quizás, añade Quevedo:

... os halléys deudor a la miseria del más despreciado español, que soy yo. Hombre de ninguna dotrina y destituido de todo bien, en quien solo assiste, por la piedad de Dios, zelo católico que, de las entrañas de Iesú Christo todas ardientes en caridad, por su ley sacrosanta se ha deriuado a mi corazón, verdaderamente solícito y feruorosamente amartelado de vuestros aciertos.


(C., p. 44)19                


Estas diferencias reflejan sobradamente el yo exhibido por ambos autores, tan parcial y fingido -por cierto- en el uno como en el otro. Porque ninguno desea prestar servicios al rey francés, sino al español, y tanto el uno como el otro se recubren de una máscara ficticia: la religiosa y respetuosa, que se convierte en arma arrojadiza contra la herejía francesa (Quevedo), y la crítica y sarcástica del caballero francés, que reniega de la guerra y denuncia la opresión del pueblo (Saavedra). Estas características aproximan los dos textos al documento autobiográfico20, en tanto que exponentes de la subjetividad21 de sus creadores y del momento histórico que marcó a los hombres públicos de su generación. Ese momento está impregnado de una francofobia exagerada por la guerra, pero matizada por una culpabilidad muy concreta: la del Cardenal Richelieu.

Éste es un punto de fundamental coincidencia entre los dos escritos: aunque la Carta... y la Respuesta... se dirijan al firmante del Manifiesto, que es el rey, las maldades e injusticias se achacan a su valido. Ahora bien, la técnica empleada para inculpar a Richelieu oscila entre las alusiones -clarísimas, desde luego- de Quevedo, y las declaraciones descaradas e insultantes del caballero francés. Así, en la Carta, se atribuye el Manifiesto a los ministros del rey, pero, en realidad, bajo esos ministros se esconde un único y poderoso ministro, culpable de la huida a Flandes de la reina madre («por descansarse del Cardenal de Richelieu vuestro priuado», p. 4), y del Duque de Orleans (amenazado por el mismo, p. 6), fuga doble que «no acusaba corona, sino capelo» (p. 9); culpable, igualmente, de fomentar la herejía, por lo que «... la vestidura del Eminentíssimo Cardenal... se pondrá más colorada con la vergüença que con la grana» (p. 15); y, lo que es más grave, culpable de conspirar para «la usurpación desse muy poderoso y christianíssimo reyno que tiene V. Magestad de Dios y de su espada» (p. 41). Por todo ello, utilizando la simbología de los cuatro jinetes del Apocalipsis, Quevedo designa a Richelieu cuando habla del caballo rojo (la sangre), que llevará al rey posteriormente al pálido (la muerte):

Delante de vuestros ojos (si no encima dellos) tenéis este color Roxo... tras este caballo roxo os aguardan el negro y el pálido y... si subís en éste os llamarán muerte...


(p. 23)                


El Memorial del caballero francés es mucho más explícito, cuando se refiere a los mismos sucesos: Richelieu es el hombre que «ha destruido a la Reyna que le levantó, que ha hecho todo cuanto ha podido por infamar a V. Majestad (de que el saca todo su lustre...» (p. 18), «persuadiendo a V. Majestad que Monsieur su hermano único le quería quitar su Centro [sic]...» (p. 4); es, además, un «sacerdote apostatado» (p. 50), «... de tal manera enemigo de toda suerte de Religión que hace que todas siruan a su ambición y en su corazón las tiene por ridiculas y viue como el mayor de los ateístas» (pp. 18-19). Por lo tanto, el rey ha de despertar y abrir su entendimiento (p. 52) para comprender que a Richelieu «... le tenemos por el más cruel açote con que podemos ser castigados, y ganaremos en mudarle por cualquier otro» (p. 48), porque «su reyno fuera un mui pobre y miserable estado, si en él no se pudiera hallar otro que Richelieu sobre quien sossegar y confiarse...» (p. 52).

Este último mensaje resume bien la intención del escrito, que es fomentar el descontento contra el privado; por ello, y para halagar a los franceses, se especifica al final que Richelieu -con todos sus atributos de hombre furioso, embustero y bárbaro- es verdaderamente una lacra dolorosa y vergonzosa, impropia del pueblo francés:

... será bastante satisfación de mi trabajo que por aquí conozcan los Estranjeros que las vilezas, perfidias, juramentos falsos, sobornos, barbaridades e impiedades de que se sirue el Cardenal en el gouierno de la Francia parecen más abominables y horribles a los verdaderos y legítimos Franceses que a ninguna otra nación del mundo.


(p. 53)                


De esta manera, el aparente halago de Quevedo a Luis XIII, fruto de su condición de cortesano devoto de la monarquía, se torna en Saavedra halago al pueblo francés, para que se rebele contra sus opresores. Si Richelieu era el primero de ellos, los dos escritos dirigidos a Luis XIII insinúan cómo el propio rey -por su debilidad, ofuscación y pasividad- puede convertirse en responsable de los males imputables a su ministro.

Efectivamente, pese al tono reverente de la Carta de Quevedo, ésta no deja de manifestar que el rey es poco menos que un títere en manos de su valido:

Empero hallo la propia culpa y más descrédito en vuestra soberanía, en obedecer para esto su astucia...


(C., p. 5)                


Y le aconseja: «Caed, señor, o apeaos deste cauallo, que en caer de otro estuuo la salud de san Pablo...» (p. 23). De lo contrario, el rey católico se verá obligado a intervenir para extirpar el mal que «tiene oy oprimida y justiciada vuestra nobleza, huida vuestra Sereníssima Madre, y fatigados con violencias, y rumores vuestros buenos vassallos» (p. 41).

Así, tras el respeto inicial, la Carta va ganando en dureza contra el destinatario, a medida que se van rebatiendo sucesivamente los términos del Manifiesto: «A los reyes no es lícito contradezirlos, mas es permitido (mejor informados) responderlos» (p. 34). Y la respuesta no deja de ser altivamente irónica, como cuando apunta hacia las dobles interpretaciones de los intereses políticos:

Vos a la aduertencia del Rey mi señor, la llamáys despojo; y al despojo que vos abéis hecho de Plaças agenas, llamáis amparo. Pudistes, señor, trocar los nombres a las cosas, mas no el juyzio a los que las oyen, y vieron, para conocerlas por lo que ellas son.


(C., p. 39)                


O cuando se alude a la responsabilidad del rey en los sacrilegios cometidos por sus heréticas tropas:

Vos ungido con olio de la Chrisma, como Christiano; con olio del Cielo como Rey Christianíssimo; por esta acción y hablando este olio, podéis dezir: Perdí el olio y la obra.


(C., p. 15)                


Se pasará así, paulatinamente, a amenazas como las siguientes:

Oy el Rey mi señor prouocado de vuestras armas, os buscará, pues assí lo queréis, no con nombre de enemigo. Su apellido sera Católico vengador...


(p. 23)                


Porque si proseguís, Silio Itálico, grande Orador, sumo Poeta, dos vezes Consul, os assegura, que los Españoles se abalançarán a vos con valentía...


(p. 46)                


Sin embargo, ninguna amenaza tan clara y subversiva como la que se halla en el Memorial... del supuesto caballero francés. Por espacio de tres páginas, se argumenta cómo, si es lícito que los flamencos se sacudan el yugo español «por los trabajos y incomodidades que les da su legítimo Señor» (R., p. 15), igualmente lo es que los franceses hagan lo propio con el monarca que los violenta:

Y por esta razón todos los Franceses nos hallamos absueltos de la obediencia y fidelidad que deuemos a V. Magestad, porque nunca vassallos han sido tan afligidos y violentados como los vuestros, después que el Cardenal ha tenido la dirección.


(R., p. 15)                


Tras recordar a Luis XIII que «la mayor parte de las Prouincias deste Reyno pertenecen a V. Magestad por contratos recíprocos, por los quales se han sometido a vuestra Corona, con condición de que les guardaríades sus priuilegios» (p. 15), y que el Cardenal los ha convertido en esclavos, se concluye: «assí que nos hallamos con mucha más razón de someternos a otro gouierno, y librarnos desta opressión» (p. 16); advirtiendo además al rey:

... el intento de la institución de las Monarquías no fue dar esclauos a los Reyes, sino Padres al pueblo, y Ministros a la ley, y un Rey apenas dexa de ser justo, quando pierde el derecho de reynar.


(R., p. 16)                


Naturalmente, este rey, además de ser justo, ha de ser lúcido y ha de estar bien informado de lo que sucede. Por el contrario, Luis XIII se nos pinta en la Respuesta... como un personaje débil, dominado según Saavedra por el «Director de vuestra voluntad» (p. 1). Por eso, en varias ocasiones, el autor aparenta confundir la real autoría del Manifiesto: «... la orden que da Vuestra Magestad, o por mejor dezir, el Cardenal con su nombre...» (p. 21). Se llega, incluso, a solicitar del rey que escape de su ámbito, viciado por las intrigas del Cardenal, y que tome contacto con la realidad:

Si V. Magestad se sirviera una vez disfraçarse, escucharía los gemidos y lástimas de su Pueblo, y conocería que nada ai más injusto que lo que se le haze sufrir debaxo de la autoridad de su Real nombre.


(R., p. 17)                


Y también, más de una vez, se pide al rey con firmeza que despierte del engaño en que el Cardenal lo tiene sumido:

Si V. M. no despierta esta vez, tenga por destruida su Corona, y perdidos a los Franceses. Bien enajenado tiene V. M. su entendimiento, si piensa, que no podrá subsistir sin el ayuda de aquel ídolo que se ha fabricado...


(R., p. 52)                


La Carta y la Respuesta coinciden, pues, en prevenir a Luis XIII contra el valido y en amenazarle, más o menos veladamente, con las consecuencias de su pasividad. Pero coinciden, además, en la reclamación de justicia. Este aspecto es, en definitiva, el punto central de la polémica, ya que, como señaló Jover, lo que mueve a los polemistas a tomar la pluma es el sentimiento común de que España quedaba vejada por los argumentos del Manifiesto francés. Se exige, por lo tanto, justicia para con la actitud española y se responde a cada uno de los términos del Manifiesto demostrando que la ingratitud y traición achacadas a España son, en realidad, ingratitud y traición francesas. Sin detenernos en todos los puntos alegados por la declaración francesa y rebatidos, con desigual acierto, por los polemistas, es preciso señalar que Quevedo y Saavedra se refieren a ellos de muy distinta manera, por la diferente extensión y tono de sus escritos.

La Carta de Quevedo, aunque responde a las acusaciones, se centra en una cuestión muy concreta y de índole religiosa: el sacrilegio cometido por las tropas francesas, capitaneadas por Chatillon, en Tirlemont. Por ello Quevedo, a la par que enumera sucesivamente ofensas y provocaciones de los franceses, parece dejarlas a un lado («No me dio ocasión de embaraçar vuestra soberana atención...» la alianza contra la Casa de Austria, «Ni el auer dado en Italia vuestras tropas... Ni el auer quitado sus tierras al Duque de Lorena...», C., p. 13), hasta llegar al aspecto que le interesa recalcar:

Nada de todo esto hirió mi ánimo y arrebató mi pluma encaminándola con feruor animoso a vuestro seruicio. Apoderóse, empero, de mi espíritu el saco de Mos de Xatillon en Tillimon... porque ... degolló la gente: forço las vírgenes, y las Monjas consagradas a Dios: quemó los Templos, y Conuentos, y muchas Religiosas, rompió las Imágines: profanó los vasos Sacrosantos...


(C., pp. 14-15)                


En suma, Quevedo reclama justicia a Luis XIII, pidiéndole que castigue a los profanadores, ya que, de lo contrario, el Rey Cristianísimo será responsable del sacrilegio cometido. Por ello solicita «efectos de caridad justiciera», para que «os vean cuchillo y fuego de los que son fuego y cuchillo a los verdaderamente creyentes en la Fe Católica Romana» (C., p. 49).

La Respuesta atribuida a Saavedra es más extensa y minuciosa. El caballero francés se refiere a todos y cada uno de los puntos del Manifiesto, para demostrar que la declaración de guerra es tan sólo un subterfugio, la «última locura del Cardenal de Richelieu» (R., p. 2), con un fin exclusivo: «... tener el espíritu de V. Magestad embaraçado en esta confusión y quitarle el conocimiento de sus malos designios» (R., p. 14).

No es una guerra deseada por el pueblo, esquilmado por tener que sustentar ejércitos en distintos frentes, sino provocada por el Cardenal «para que pensando en sola ella nos olvidemos de todos los males y agravios que dél hemos recebido» (p. 48). En resumen, que «el Cardenal por sacar un ojo a España, quiere arrancar el coraçón de la Francia» (p. 52).

Ante la declaración del Manifiesto, el caballero francés expone el sentimiento popular de debilidad física y económica. Esta última es una razón que pesa en todo el escrito, con la que contaría el autor para movilizar a los descontentos. El pueblo no sólo participa en la formación de los ejércitos (con tropas en Italia, otras en Francia por si hay levantamientos, otras para guerrear contra el Emperador y contra el Duque de Lorena, más las que asisten al rey de Suecia y a los holandeses), sino que el «estado pobre y sin jugo» (p. 7) ha de sustentar «a lo Real diez o doze casa infames que el Cardenal patrocina por ser de su sangre» (p. 43). Por lo tanto, Francia, que «en su mayor prosperidad no ha conseguido jamás sustentar un exército sin desollar al pueblo» (pp. 7-8), se ve ahora obligada a «mantener para siempre un exército en pie, y embiar nuestro dinero a una parte de donde no lo podremos recobrar por ningún género de comercio» (p. 27), hallándose con que «ya ni tiene dineros, ni modo, o medio por donde los pueda tener» (p. 51).

Existe, pues, un agudo sentimiento de queja ante la injusticia cometida con el pueblo francés, que se deriva de una declaración de guerra injusta. En este aspecto la Carta y la Respuesta se diferencian notablemente, aunque ambas se apliquen a consolidar la imagen de una Francia provocadora y belicosa.

Quevedo responde a las acusaciones, sin entrar en consideraciones tales como la licitud o ilicitud de la guerra. Su postura de cortesano vinculado a la monarquía española, y hasta portavoz de ella, le impide, por orgullo, rechazar la guerra. Incluso la admite, o parece admitir las sucesivas provocaciones e intervenciones de los franceses, como algo casi natural:

Estas acciones son de moderada hostilidad: y a los Reyes persuade a que las executen, o la pretensión, o el odio, tal vez el orgullo, y las más la ambición codiciosa...


(C., p. 13)                


Frase en la que queda patente que el odio, el orgullo y la ambición son cosa de reyes, pero franceses en este caso. Y es que Quevedo se esfuerza en aclarar que es Francia quien ha buscado la guerra y no España. Por ejemplo, cita como autoridad a Cicerón, que dice de los franceses: «con los mismos Dioses inmortales traxeron guerra...» (p. 30). Y recuerda a Luis XIII que, desde que se deja llevar por Richelieu, «auéis quitado la paz de la tierra» (p. 23), para reprocharle, cuando responde a la acusación de que España se preparaba para un ataque:

Syre, si llamáis tener paz con nosotros hazernos en Flandes una guerra desmentida; y en Alemania pública, y en Italia con un amparo mal reboçado fatigar la Christiandad; porque [sic] llamáis guerra nuestra justa defensa?


(C., p. 26)                


Como consecuencia de ello, brotan las afirmaciones arrogantes de que España responderá en los campos de batalla; afirmaciones que -malévolamente- rememoran derrotas francesas, como la batalla de Pavía: «... que prouocados a la batalla procurará nuestra defensa (por toda ley permitida) acompañar la recordación del Bosque de Pavía con otro cualquier sitio» (p. 24); o como el frustrado ataque de los galos al Capitolio: «De Roma arrojó a los Franceses con sus graznidos un Ganso: mejor aparato es para apartarlos de Italia, Lorena, Flandes y Alemania, Águilas Imperiales y Leones de Castilla» (p. 44).

La Respuesta atribuida a Saavedra encara la declaración de guerra enjuiciándola desde tres planteamientos distintos, que coinciden en presentar la guerra como intrínsecamente mala. En primer lugar, esta guerra es una calamidad para el exhausto pueblo francés. En segundo lugar, el Manifiesto es injusto para con España y está mal fundamentado:

... este designio no solo está mui mal probado, sino que de ninguna manera se puede probar...


(R., p. 35)                


Y assí no veo argumento concluyeme para tener a los Españoles por ingratos...


(R., p. 40)                


Y, en tercer lugar, cualquier guerra abierta es, por principio, censurable. En este último punto, sin duda el más interesante para los historiadores y los profesionales del derecho y de la política22, la Respuesta despliega matices variadísimos. Sin intención de agotarlos, enumeraré tan sólo dos. El primero es toda una declaración de pacifismo23; la guerra es una práctica primitiva y, desde que los hombres se agruparon en monarquías y repúblicas, «... aquel será mejor Político, que supiere mejor mantener los hombres en paz, amistad y unión...» (p. 2). Además, son «ridículos» los que, creyéndose expertos en cuestiones de Estado, afirman que la monarquía flaca ha de «batir el hierro para enflaquecer a la más fuerte» (p. 10), porque mejor es un «mediana Monarquía bien gouernada...» (p. 11) -Francia-, que una «con muchos miembros dispersos» (p. 12), como España. Y, por último, es erróneo sostener que la guerra sirve para «tener los espíritus inquietos y conservar la disciplina militar», porque para ello basta con que se «exercite perfectamente la justicia» (p. 50).

Ahora bien, todo esto se refiere a la guerra abierta o guerra «viva»24; pero la Respuesta alude a un segundo matiz en el hecho bélico: la «guerra debaxo de nombres prestados, y con capa agena» (p. 13), mencionada también por Quevedo. El caballero francés anónimo propone esta alternativa, casi maquiavélica25, ante la hipotética necesidad de que una «grande monarquía como la nuestra» deba tener «su poco de guerra...» (p. 50). En tal caso, antes que una guerra declarada y total, es preferible «... que en toda Europa sea escuela militar, como aora lo es, el País Baxo» (p. 51); los holandeses como vecinos son peligrosos para Francia; es mejor que las tropas españolas continúen ocupadas luchando contra ellos en los Países Bajos, es decir, que actúen a modo de coraza interpuesta entre Francia y Holanda, y esto, además, «eternamente»:

Con un pequeño socorro que podemos continuar secretamente a los Olandeses, ocuparemos eternamente todo el poder de España en aquel País, y passaremos alegremente quietos y pacíficos en nuestras casas...


(R., p. 20)                


Así que, frente a una declaración de guerra abierta contra los «súbditos, tierra y vasallos» del rey de España, como aparecía en el Manifiesto, el caballero francés, contrario a la guerra por tantas razones, propone esa guerra «debaxo de la máscara y nombre de otro» (p. 45); guerra que, según él, «sufría hasta aquí España con gran paciencia» (p. 19) y que permitía a los franceses quedarse tranquilos en sus casas.

La astucia de Saavedra26 se hace especialmente patente en esta propuesta, nada descabellada, a mi entender, para los franceses descontentos. De haber cuajado el pacifismo y la política de guerra encubierta defendida por el vasallo francés, quizá se hubiera adelantado la entrada española en Corbie (1636). No hay que olvidar cuál era el propósito de la Respuesta, reiterado por Saavedra dos años más tarde: «fomentar los movimientos de Francia...» (Discurso..., p. 1327). Había que agitar a Francia contra la política belicosa de Richelieu porque, como dice en el mismo escrito de 1637, «... no se compondrá el mundo hasta que la fuerza externa y las inquietudes internas pongan en el último aprieto a Francia» (Discurso..., p. 1325).

El «aprieto» venía de lejos y era común a las dos potencias. En 1634, Olivares enviaba una carta a Felipe IV en la que preveía la guerra y se apresuraba a tomar medidas «... porque el estado presente es tan apretado que cualquier dilación descaminará todo»27. En junio de 1635, Luis XIII afirmaba en su Manifiesto que las injurias españolas «no an permitido dilatar más nuestro justo resentimiento» (f. 231 v.), y pedía a sus aliados «que tomen las armas y se ajunten con nosotros para el establecimiento de una paz general» (ff. 214 v. y 215 r.).

Con esa llamada se desbarataba la hegemonía española sobre el mundo europeo. Tratando, si no de prolongarla, al menos de mantenerla, los ejércitos españoles actuaron como «fuerza externa», con éxitos decrecientes hasta la Paz de los Pirineos. Junto a ellos, los escritores constituyeron una fuerza paralela, encargada de levantar el ánimo español -caso de la Carta-, de desprestigiar al enemigo que ya estaba en Cataluña -La rebelión de Barcelona...-, o de sembrar las «inquietudes internas» en las filas francesas, con misivas de autoría fingida como las de Saavedra. Pero esa labor fue tan meritoria como estéril: si en 1635 Saavedra -«caballero francés» afirmaba con sarcasmo en la Respuesta... que «el fin desta nueua guerra... es derramar sangre suficiente para fundar una paz firme y segura» (p. 5), diez años después, en Suspiros de Francia, Saavedra continuaba suplicando patéticamente esa paz28 con la voz de la nación enemiga y vecina.





 
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