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Dionisia García

Semblanza crítica de Dionisia García

Nacida en Fuente-Álamo (Albacete) en 1929, Dionisia García irrumpió en el mundo de la publicación con El vaho en los espejos (1976), cuando había alcanzado su madurez humana y artística. Desde ese otero atalayaba el pasado, con la nota inequívoca de tristeza que la retrospección tiene de suyo, pero también predecía un porvenir hasta cerrar el cerco quevediano que cobra aquí la forma del «somos, éramos, fuimos», confundidos o solapados los tramos temporales en los espejos empañados por el vaho del título. A partir de esa primera entrega, fueron apareciendo con regularidad nuevos libros: Antífonas (1978), Mnemosine (1981), Voz perpetua (1982), Interludio (De las palabras y los días) (1987), Diario abierto (1989) y Las palabras lo saben (1993), recogidos todos ellos en Tiempos de cantar (Poesía 1976-1993) (1995). Posteriores, y muestra de una entidad estética absolutamente consolidada tanto como de una voluntad de recapitulación existencial, son Lugares de paso (1999), Aun a oscuras (2001) y, el último hasta la fecha, El engaño de los días (2006).

Cuando apareció su libro inicial habían quedado atrás, o al menos fuera de la tendencia dominante, los ensayos metapoéticos, el culturalismo más ostentoso, la fiebre de la neovanguardia y aun el antirrealismo militante de cierta facción sesentayochista, la primera precisamente en pronunciarse, hacia mitad de los años sesenta. Una década más tarde, otros poetas, algo menos precoces o algo más jóvenes que aquéllos, devolverían a la poesía española algunos de los rasgos con los que mejor conecta Dionisia García. En los autores que comienzan a publicar en torno a 1975 encuentra la autora una afinidad transgeneracional, en relación, sobre todo, con la exteriorización matizada de la emoción íntima por el aliviadero sentimental que los viejos socialrealistas, por unos motivos, y los primeros sesentayochistas, por otros, habían obturado.

La lectura de los libros de Dionisia García deja percibir unas corrientes de continuidad más determinantes que las pequeñas variaciones y modulaciones que hay entre ellos. Y no es que se afirme de este modo la inmovilidad y la negación de la evolución artística o vital, que hubieran conducido, al cabo, a la codificación de sus motivos y a la neutralización de su frescura expresiva, pero sí la existencia de un centro lírico siempre presente y fiel a sí mismo, que irradia hacia todas sus manifestaciones particulares o sus libros publicados: ninguno es redundante, pero ninguno incongruente con el conjunto.

De cuantos rasgos peculiarizan la escritura de Dionisia García, algunos requieren, por su importancia, una referencia concreta. El primero de ellos es la trama decididamente elegíaca, que se recrea en la estela del discurso temporal con su habitual carga de rememoraciones y de pérdidas, aunque sin precipitarse por la pendiente del patetismo fácil y ya neutralizado por la historia literaria. Lo salva de esa caída la propensión moral al equilibrio de la autora, y el carácter contemplativo de su mirada, aplicada a las cosas que amueblan su pequeño universo, como en bodegón que se abriera a la luz de la mañana: artesas y alcobas, flores y manteles, enseres de la costumbre, verjas herrumbrosas, signos de la domesticidad que a veces salen a las calles de la ciudad donde el espejeo mediterráneo roba fijeza a los contornos de lo mirado... El amor contemplativo en que se resuelve ese ejercicio de escudriñamiento retiene esencias del devenir existencial, y confiere a los objetos una característica sustancia animada (dotada de un alma). En algún caso, como sucede en su libro Aun a oscuras, esta sustancia se adentra en el territorio de una religiosa pasividad: «Invitaba el instante / al pasar descuidado, y me dejé llevar / por un sentir ajeno a otra mirada / que no fuera la entrega».

La elegía y la escrutación contemplativa requieren un verso limpio, como éste, caracterizado por un fraseo melódico persuasivo pero poco marcado. El lenguaje no atrae la atención hacia sí, como situado en un segundo plano para no robar presencia al lirismo emotivo a cuyo fin se dispone: se trata de un lirismo en que los pequeños avatares biográficos, lejos de evidencias demasiado palmarias, dejan un rastro de continuidad que ensarta fugaces apariciones –apenas silueteadas sobre el cañamazo del poema– de ese yo que ha ido deshilvanándose en versos y palabras a lo largo del tiempo.

Ángel L. Prieto de Paula

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