Semblanza crítica de Eloy Sánchez Rosillo
Por Fernando Yubero Ferrero
Para Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948) la poesía consiste en una aventura entre la intimidad y su expresión; pero es esencial que esa exploración en el misterio y el asombro ante la vida que es todo poema sea verbalizada de una manera precisa, eficaz y transparente. Este es el objetivo y este, también, el logro de un poeta cuya trayectoria se inició en 1978 con Maneras de estar solo (premio Adonáis 1977) y para quien, desde entonces, la escritura ha sido el modo más personal de conocer y dar sentido a la vida.
Hasta el momento en que se firma esta semblanza, el autor ha publicado once libros de poesía, reunidos bajo el título Las cosas como fueron. El primero de ellos, Maneras de estar solo, ya lo situaba estéticamente lejos de la facción novísima de la generación del 68 a la que por edad corresponde, pues su poesía iba por muy distintos derroteros a los que dominaban aquella antología (Nueve novísimos poetas españoles) a la altura de 1970. Era el suyo un libro intimista, donde confluían la estela de la poesía elegíaca clásica y la del romanticismo europeo, Leopardi siempre al fondo. Aunque se trataba de un primer libro, en él quedaba ya constancia de algunos rasgos definitorios que se habrían de mantener a lo largo de su trayectoria, tales como introspección y carácter meditativo, reviviscencia de la infancia y adolescencia, temporalismo, autobiografismo, todos ellos patentes en los títulos que sucedieron a aquel: Páginas de un diario (1981), Elegías (1984), Autorretratos (1989).
Sánchez Rosillo ha ido publicando sus libros de manera paciente y rigurosa, y siempre con un procedimiento ineludible: el despojamiento lingüístico de todo aquello que no es esencial en la persecución de la claridad. Esta es quizá su marca de estilo más relevante, de manera que, ante un poema suyo, el lector percibe inmediatamente la transparencia a través de la que esplende, sin la obstrucción de pomposas retóricas, el mundo representado (como en las copas de agua que pintara su amigo Ramón Gaya).
Para el poeta los versos deben expresar la vivencia sin interferencias, del modo más claro y ordenado posible, porque, contra lo que a veces se da por sentado, la hondura de los sentimientos no tiene por qué canalizarse apelmazada y oscuramente. La precisión y limpidez de los poemas requieren, por parte del receptor, de una lectura lenta, con las pausas debidas a sus latidos y a sus silencios -así los recita el propio autor-, y, desde luego, con la atención que corresponde a lo que ha sido dicho en voz baja, tal como es propio de las confidencias. En este sentido afirmaba Andrés Trapiello, que preparó una antología del poeta murciano con el título precisamente de Confidencias, que en los poemas de Rosillo las palabras suelen ordenarse como por magia
. Una magia, añadimos, consistente en que el lector reconoce como propias muchas de las sensaciones y recuerdos de los que da cuenta el poeta.
No debe incurrirse, sin embargo, en la falsa percepción de identificar claridad con simplicidad figurativa, pues realidades inmediatas como la luz, en primerísimo lugar, espacios como la casa o la playa, o, en fin, elementos del mundo natural como la acacia o la luna, entre tantos otros, adquieren una dimensión simbólica cuya significación va irradiando y ampliándose, pero también matizándose y modulándose, en cada nueva entrega.
La originalidad de Eloy Sánchez Rosillo, que se aboca a la hondura tanto como desdeña el hermetismo gratuito, radica en su modo de asumir y renovar la tradición elegíaca con su muy peculiar fusión de realidad y temporalidad. Su mundo es casi siempre -al menos en sus primeros libros hasta La vida, 1996- el registro de aquello que se fue y cuya estela de felicidad debe salvar de la desaparición el poema. Pero, frente al regodeo de la pérdida y en la pérdida, el sentimiento de desposesión, construido sobre los vestigios de la dicha pasada, es compatible con la celebración de la vida, el asombro ante lo cotidiano y lo minúsculo: así el canto de un mirlo, la luz de marzo, el agua contenida trémula en el cuenco de vidrio, la mirada de una muchacha... La condensación de todo ello da pie a un tono hímnico que predomina en sus libros de madurez: desde La certeza (2005), Oír la luz (2008) o Sueño del origen (2011) hasta La rama verde (2020): Y ahí estamos tú y yo desde el principio, / en el mar del verano, bajo el sol, / dentro de este diamante que fulgura, / de esta mañana inmensa que es la vida
.
Y es que, en efecto, lamento y celebración son las dos caras de una misma realidad vista desde tiempos diferentes: pasado y presente. A partir de La certeza el tiempo -uno de los grandes temas de su poesía- adquiere una mayor complejidad, en tanto que se difumina hasta perderse su percepción lineal (un comienzo, un discurrir, una muerte), sustituida por la intuición de simultaneidad o tiempo único, no fragmentado. En él todo está siempre sucediendo, sucediéndose, mientras ocurre «el milagro de la vida» y, con ello, una más acusada visión de la realidad, que pasa así al otro lado del espejo: Canta en mi corazón una esperanza / que llena mi presente y me sostiene: / no, la muerte no mata; es también vida, / un misterioso trámite de sombras / que transforma lo vivo, / lo limpia y lo redime. / Cuanto existe, existió y será después
.
He aquí, en resumen, una poesía que aúna precisión formal y pálpito humano, en un proceso constante hacia la esencialización, que encuentra en la tradición el cauce natural para las nuevas aportaciones. Al cabo, de ella podríamos decir lo que dijera Borges de la de Stevenson: es tan perfecta que suele parecernos inevitable y aun fácil
.