Biografía
por Ramón Santiago Lacuesta
Fernando Lázaro Carreter nació en Zaragoza el 13 de abril de 1923, en la calle de Predicadores. Murió en Madrid, en el hospital de la Fundación Jiménez Díaz, el 4 de marzo de 2004. Está enterrado en el cementerio de Magallón. De esta villa procede su familia, de origen campesino. Vivió en las calles de San Pablo, San Agustín, Don Juan de Aragón y Santa Cruz; de esta última saldría para tomar posesión de su cátedra en Salamanca, en 1949.
PRIMEROS ESTUDIOS: ZARAGOZA (1932-1941)
Fue alumno de la escuela municipal «Marcelino López Ornat» -así se llamaba durante la República-, e ingresó en las Escuelas Preparatorias del Instituto Goya en el que estudió el Bachillerato (1934-1941), con matrícula de honor en la calificación final de todos los cursos.
Así evocaba aquellos años, al dirigirse a los alumnos del Instituto, en el homenaje que se dedicó en este centro a José Manuel Blecua, a Manuel Alvar y a él mismo, en 1976:
«Vine a las Escuelas Preparatorias en 1932. A mis padres les habían dicho que eran muy buenas; aunque no entendían, querían lógicamente lo mejor para mí. Yo estaba entonces, con mis ocho y nueve años, en la Escuela Nacional de Marcelino López Ornat, detrás de La Seo, en la linde del Boterón. Ni siquiera sabíamos que en las Escuelas Preparatorias se ingresaba para hacer el Bachillerato. ¿Qué sería el Bachillerato? Mi maestro, don Rafael Jiménez, convenció a mis padres de que debía iniciarlo, si es que no les resultaba absolutamente imprescindible colocarme de aprendiz en algún oficio. Y así empecé…
Eran los años de la República. El Instituto estaba en la Plaza del Paraíso, en el edificio de los jesuitas, que había sido nacionalizado. Por allí corrí, por primera vez delante de los caballos de los guardias de Asalto por no sé qué huelga […].
Durante los años de la República, el Instituto era mixto: estudiábamos chicos y chicas juntos. Después se reaccionó violentamente contra esto, a lo que se llamaba “coeducación”. Yo no sé si era bueno o malo. Lo que sí puedo aseguraros es que las mejores amigas que tengo en Zaragoza, a las que siempre traté y trato como amigos, esto es, con pura amistad, son las que fueron mis compañeras del Instituto, de 1932 a 1936.
Después vino la guerra. El colegio del Salvador fue devuelto a los jesuitas, y el Goya tuvo que irse con su música a la Escuela de Artes y Oficios.[…] Nos rigió aquellos años un excelente profesor de Literatura, don Miguel Allué Salvador, que había sido Alcalde, Director General y era entonces Presidente de la Diputación. […] Todavía hubimos de pasar a otro edificio, al de la Universidad de la Plaza de la Magdalena, abandonado por la Facultad de Letras, que se había instalado en la Ciudad Universitaria. La guerra terminaba y empezaban el racionamiento y la escasez. Pero al Goya le llegó un regalo de inestimable valor. Al trasladarse don Miguel Allué a Madrid, nos vino desde Valladolid don José Manuel Blecua.[…] Con Blecua llegó eso que ahora se llama un estilo nuevo, y que era, pura y simplemente, juventud, sabiduría, entrega a los alumnos.[…] Blecua, con sólo diez años más que nosotros, sencillo y jovial, se adueñó de nuestra voluntad, del cariño de todo el Instituto en dos semanas. Puedo aseguraros que aquel curso 39-40 fue para nosotros, los de séptimo, un curso triste, ante la idea de separarnos del Goya y de Blecua.
Quizá eso -su ejemplo, el fervor de sus explicaciones, su fe absoluta en lo que hacía- fue lo que nos decidió a varios compañeros a ingresar en la Facultad de Letras para seguir sus huellas. Hacerlo era entonces heroico: ningún porvenir existía para los graduados en esa Facultad. Pero nos importaba poco si, de algún modo, podíamos reproducir la vida, la vocación, los modos de nuestro maestro José Manuel Blecua. De aquel curso salimos para filólogos Manuel Alvar, Félix Monge (hoy catedrático de esta Universidad) y yo …».
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ESTUDIOS UNIVERSITARIOS: ZARAGOZA (1941-1943) Y MADRID (1943-1949)
José Manuel Blecua fue, pues, quien despertó en él su vocación por las Letras. Así formó parte del grupo de alumnos del Goya que, por idéntico influjo, se inclinó por esos estudios universitarios, cuyos dos primeros años (los “Comunes”: 1941-1943) siguió en Zaragoza, en la Facultad de Filosofía y Letras, bajo el magisterio directo de Francisco Ynduráin.
Tras estos dos años, y por no existir allí la especialidad de Filología Románica, se trasladó a Madrid para cursarla, con una beca concedida por la Universidad Central en concurso de méritos entre estudiantes de toda España.
Terminada la Licenciatura (1943-1945), fue nombrado ayudante y, al año siguiente (1946), obtuvo por oposición la Adjuntía de Filología Románica en la cátedra de la que era titular Dámaso Alonso y que incluía, como asignaturas, Lingüística Románica, Filología galaico-portuguesa, Filología Catalana, Dialectología Hispánica y Comentario estilístico de textos románicos clásicos y modernos. Con Dámaso Alonso se inició en la investigación filológica, y bajo su dirección elaboró su tesis doctoral, que defendió el 30 de mayo de 1947. Premio Extraordinario de Doctorado, se publicaría dos años más tarde con el título Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII.
En 1948-1949 fue colaborador del Seminario de Lexicografía de la Real Academia Española, dirigido por Julio Casares, y Secretario de la Revista de Filología Española, editada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. También desde abril de 1948 figuró como Consejero Correspondiente de la Institución “Fernando el Católico” de Zaragoza, en cuya Sección de Filología Aragonesa venía colaborando desde 1945.
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CÁTEDRAS UNIVERSITARIAS Y DEDICACIÓN DOCENTE: SALAMANCA (1949-1970) Y MADRID (1971-1988)
Accedió por oposición, en 1949, a la cátedra de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Salamanca, en la que permaneció hasta 1970 («llegué a Salamanca de catedrático un día de San Antonio del año 49, con veintiséis años y todo el vigor de esa edad y con ganas de hacer cosas»).
Durante este período ejerció el cargo de director del Colegio Mayor San Bartolomé (1950-1958), dependiente de la Universidad, y, por elección, los de vicedecano (1957-1962) y decano de la Facultad de Filosofía y Letras (1962-1968). También fue director, desde 1967, del Departamento de Lengua Española; presidió la Comisión de Autonomía de la Universidad (1969-1970) y la Comisión Local organizadora del IV Congreso Internacional de Hispanistas, celebrado en 1971, de cuya Comisión Nacional actuó como secretario; fundó y dirigió los Cursos de Filología Hispánica de la Universidad (1950-1970); fue director de los Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno (1967-1970), codirector de la «Biblioteca Anaya» de clásicos españoles y director de la colección «Temas y estudios». Precisamente a Fernando Lázaro debió Anaya, como empresa editora, su característica personalidad y a ella fio él, a su vez, durante años, la difusión de sus libros de texto en los que estudiarían lengua y literatura generaciones de estudiantes en sus años previos a la Universidad.
Entre 1951 y 1953 fue miembro de las Juntas Directivas de la Federación Internacional de Lenguas y Literaturas Modernas y en 1969 se le designó “Advisory Editor” de la Hispanic Review y “Full Member” de la Hispanic Society of America.
Fernando Lázaro recordó siempre los años de su larga estancia en Salamanca entre los mejores de su experiencia universitaria (“los más fecundos y decisivos de mi vida”), junto a compañeros de cátedra como Martín Ruipérez, Miguel Artola, Manuel García Blanco, Antonio Tovar, Luis Michelena, Antonio Llorente, José Luis Pensado, Eugenio Bustos Tovar.
Al dejar su cátedra, la Universidad de Salamanca le concedió la Medalla de Plata.
Por concurso de traslado pasó a ocupar primeramente, en 1971, la Cátedra de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid, donde asimismo asumió la dirección del Departamento, y, después, en 1978, nuevamente la de Gramática General (más tarde Lingüística General) y Crítica Literaria en la Universidad Complutense.
Mientras aún estaba en la primera, dirigió la revista Ábaco y la colección «Clásicos Castalia» (1973-1976); fue, además, Vicepresidente de la Asociación Internacional de Hispanistas (1971-1977) y, desde su fundación, en 1977, Presidente de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada (años después, Presidente de Honor) y director de su Anuario, la revista «1616». En enero de 1972 la Real Academia Española, de la que era Correspondiente desde 1958, lo eligió como miembro de número. También era ya por entonces Correspondiente de Academia Hondureña de la Lengua, de la de Buenas Letras de Barcelona y de la de Bellas y Nobles Artes de San Luis de Zaragoza.
Fue en esta época igualmente cuando empezó la publicación de sus “dardos” en los medios de comunicación. Hizo su presentación en el diario vespertino madrileño Informaciones, el día 9 de octubre de 1975, anunciando una sección semanal titulada justamente “El dardo en la palabra” («saeta semanal para apresar el vocablo y verlo de cerca. Dardo también mi propia palabra, porque alguna vez podrá indignarse»). Al desaparecer aquel periódico, la Agencia Efe se encargó de la distribución de estas colaboraciones en la prensa nacional e internacional; finalmente, desde marzo de 1999, aparecieron con periodicidad regularmente quincenal en El País. El que debía publicarse el 29 de febrero de 2004 quedó sin terminar.
Ya en su etapa complutense, presidió la Comisión para orientar la enseñanza en los territorios bilingües, designada por el Ministerio de Educación y Ciencia en 1982.
Asimismo fue Presidente de la «Fundación Germán Sánchez Ruipérez», en cuya definición y origen había participado de manera decisiva. Estuvo al frente de esta institución desde la misma fecha de su creación, en octubre de 1981, hasta el año 2001, en que por voluntad propia, pasó a ocupar la máxima representación al frente del Consejo Institucional y la Presidencia de Honor de la Fundación.
En abril de 1988, en virtud de la aplicación de la “Ley de Medidas Urgentes para la Reforma de la Función Pública” de 1984, que estipulaba la jubilación forzosa de todos los funcionarios al cumplir los 65 años, Fernando Lázaro hubo de abandonar su cátedra de la Universidad Complutense, que solo en 1993 pudo recuperarlo como Profesor Emérito.
Dejó su cátedra, aunque no su dedicación docente. Solicitado por diversos centros y entidades, la continuó a través de cursos y conferencias dentro y fuera de España, como había venido haciendo, ya desde su etapa salmantina: había sido profesor visitante en las universidades de Heidelberg (1959), Toulouse (1962) y Austin, Texas (1967), y fue luego profesor asociado en la Sorbona, París III (1978-1980); había participado en un curso de «récyclage» de profesores belgas de español, por encargo del Gobierno de Bélgica (1964), y, por aquellas fechas y después, pronunció conferencias en universidades de Francia, Italia, Inglaterra, Alemania, Marruecos, Estados Unidos, Venezuela, México y Japón.
También fue nombrado Miembro de Honor de la Association for Spanish and Spanish-American Studies, y el 29 de enero de 1999, Presidente de Honor de la Asociación Española de Teoría de la Literatura (ASETEL), durante la celebración de su Primer Simposio.
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REAL ACADEMIA ESPAÑOLA (1972-2004)
Elegido el 13 de enero de 1972 para ocupar el sillón R, vacante tras el fallecimiento de Luis Martínez Kleiser, leyó su discurso de ingreso, “Crónica del Diccionario de Autoridades (1713-1740)”, el día 11 de junio del mismo año y le contestó Rafael Lapesa. Patrocinaron su candidatura Vicente Aleixandre, Camilo José Cela y Pedro Laín Entralgo. Inicialmente se incorporó a las Comisiones de Diccionarios, Gramática y Vocabulario técnico.
El día 5 de diciembre de 1991 fue elegido Director por mayoría absoluta y tomó posesión de su cargo el 9 de enero de 1992. Al terminar su mandato fue reelegido, también por mayoría absoluta, el 1 de diciembre de 1994.
Consciente de la necesidad de una profunda renovación y un nuevo impulso que reorientara y potenciara la actividad académica en beneficio de la sociedad (la Academia como «lugar de trabajo», no como un «club de notables»; «nuestro trabajo no puede ser decorativo, tiene que ser útil»), propuso remodelar la estructura y funcionamiento de la Academia en unos nuevos estatutos, cuyo artículo primero, redactado por él mismo, la redefinía, ante todo, como «una institución con personalidad jurídica propia que tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico».
Este sería el objetivo prioritario. Como él decía, «hay que mantener la unidad del idioma, que no es la uniformidad. Que nosotros podamos leer con absoluta naturalidad a García Márquez, o a Vargas Llosa, y que los americanos puedan leer a Cela y a Delibes con la misma naturalidad es algo maravilloso. Mientras eso ocurra, la unidad está asegurada».
Ciertamente también, a modo de reformulación del antiguo lema académico, recuerdo de una tradición ilustre, el artículo confirma el compromiso de «cuidar de que esta evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor». Pero, como recalcaría con frecuencia, «nosotros no fijamos nada, porque de hacerlo nos convertiríamos en fósiles; tampoco damos esplendor: eso es labor de los escritores. Lo único que busca la Academia es la unidad del idioma, pues en ese barco viajamos más de cuatrocientos millones de almas y cuanto más unidos permanezcamos, más fuertes seremos». De ahí la necesidad de dejar constancia explícita, en el mismo artículo primero, del «propósito de la Academia de mantener, en cuanto miembro de la Asociación de Academias de la Lengua Española, una especial relación con las Academias Correspondientes y Asociadas», puesto que, cuanto más estrecha la relación, más decisivamente habrá de redundar en el fortalecimiento de aquella unidad idiomática.
Los nuevos estatutos fueron aprobados por Real Decreto el 9 de julio de 1993.
Pero el principal impedimento que podía hacer fracasar cualquier gran proyecto era la precariedad de los recursos económicos de la Institución y tratar de obviarlo fue el primer empeño del nuevo Director, tras la reforma de los estatutos. No era suficiente la aportación de la benemérita Fundación de Amigos de la Real Academia, por lo que recabó los apoyos necesarios, públicos y privados, para transformarla en una Fundación Pro Real Academia, que pudiera asegurar una financiación estable. La nueva entidad se constituyó el 20 de octubre de 1993, en un acto solemne en el palacio de La Zarzuela, presidido por S. M. el Rey, que asimismo asumía la Presidencia de Honor del Patronato. La Presidencia efectiva la ejercería el Gobernador del Banco de España y la Vicepresidencia, el Director de la Academia, y fueron miembros fundadores del Patronato los Presidentes de todas las Comunidades Autónomas así como los responsables de grandes empresas industriales y financieras. La Fundación permite tanto la participación institucional y empresarial como la particular y gracias a su colaboración pudo acometerse la remodelación y adecuación del antiguo edificio, así como la cesión de otro nuevo como centro de estudio y de trabajo.
Dentro de la actividad propiamente académica y como parte fundamental de su propósito modernizador, Fernando Lázaro propició, ya a poco de tomar posesión de su cargo, la informatización del material de trabajo disponible en la Academia. Inicialmente, la de los más de doce millones de papeletas de los ficheros que, con textos de todas las épocas del idioma, estaban destinadas a proporcionar los datos precisos para la redacción del diccionario histórico. Después, en 1995, la constitución del “Corpus del Español Actual” (CREA), formado por unos ciento veinticinco millones de formas, procedentes de textos de toda la comunidad hispánica, que deberían servir como fuente fundamental de información para los redactores del diccionario general. Y a continuación, sobre este modelo, la composición del “Corpus Diacrónico del Español” (CORDE), con textos de las épocas pasadas, para la elaboración del nuevo diccionario histórico. Ambos bancos de datos, CREA Y CORDE, instrumentos valiosísimos de investigación con más de cuatrocientos millones de registros en la actualidad, se pusieron a disposición pública, en consulta libre, en la página electrónica de la Academia, que se abrió en 1998, el último año de Fernando Lázaro como Director.
También puso en marcha el Instituto de Lexicografía y la Fundación Instituto de Investigación «Rafael Lapesa», donde grupos de investigadores e informáticos, con supervisión y dirección académica, preparan y elaboran los materiales de los diccionarios: en el primero, los de los generales y de uso; en la segunda, exclusivamente los del Diccionario histórico, proyectado ahora de nueva planta y en formato electrónico.
Durante su mandato se publicaron dos diccionarios: la vigésima primera edición del general (1992) y la primera del Diccionario escolar (1996), una novedad dentro de la tipología de la lexicografía académica, pero enteramente en consonancia con la preocupación de Fernando Lázaro por la educación lingüística en los años previos a la Universidad.
No llegó a ver publicada la Nueva gramática, cuyos trabajos seguía de cerca y con especial interés por su trascendencia: la primera desde 1932 y también la primera verdaderamente “panhispánica”, por la colaboración de todas las Academias.
También tenía este carácter panhispánico la Ortografía, salida a la luz un año después de dejar el cargo de Director (1999). A la ortografía como garantía de la unidad se refirió en reiteradas ocasiones: el riesgo de la fragmentación «está conjurado por ese gran acuerdo ortográfico sobre el cual se funda la diversidad fonética, que puede producirse tranquilamente porque hay un acuerdo base. Es una partitura común, interpretada luego por distintas personas, pero que piensan todas en la misma partitura».
En pro asimismo de la idea de unidad, y no solo ortográfica, sugirió, recién elegido Director, la posibilidad de proponer a los medios de comunicación un “Libro de Estilo”, común para cada país de habla hispana y realizado por las distintas Academias. Un proyecto de cuya viabilidad se trató años después en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Zacatecas (1997) y cuya paternidad se vio en la necesidad de reivindicar ante el olvido de algunos: «Lo del Libro de Estilo lo inventé yo, eso no surgió en Zacatecas. Hace exactamente seis años lancé esa idea, pero para realizarla la Academia Española, como organismo. Puede convocar sin recelos por lo pronto a medios españoles sólo como experiencia, pues resulta completamente absurdo pretender una unidad entre otros medios. Hay un centro de cultura en Madrid, y otro centro de cultura lingüística en Bogotá o en Buenos Aires, lo que hace en verdad difícil llegar a una única experiencia; esto es, que existe un castellano perfectamente correcto en México que no corresponde al español perfectamente correcto de Madrid. Entonces, creo que esa unificación del Libro de Estilo es muy difícil de obtener, a no ser que se llegue a mínimos muy elementales. En cada nación debe haber un Libro de Estilo único, ojalá coordinados para que se siga manteniendo la partitura. Eso sí, no han de ser secesionistas sino unitarios, porque la unidad de la lengua nos concierne mucho a todos; no es sólo un problema estético ni cultural, sino también económico y político de primer orden. La Academia es un organismo al que cualquier medio puede acudir sin recelo, no tiene color empresarial y mi idea ha sido reconocida y retomada en Zacatecas, pero ya había surgido en mi toma de posesión».
Ese Libro académico de Estilo no llegó a realizarse, pero la idea no cayó en el olvido. De hecho fue el germen del que sería finalmente el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005).
Entre 1992 y 1998 y en virtud de su cargo como Director de la Academia, formó parte del Consejo de Estado como “Consejero Nato”. Tomó posesión el día 6 de febrero de 1992 y pronunció el discurso de bienvenida el entonces Presidente, Fernando Ledesma Bartret.
También en 1992 ingresó en el Colegio Libre de Eméritos, y en 1996 fue elegido Miembro de Número del Colegio de Aragón.
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LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
El proyectado Libro de Estilo que había sugerido en su toma de posesión como Director de la Academia tenía un precedente hecho realidad veinte años antes: el que él mismo había elaborado por encargo de Luis María Anson, cuando era Presidente-Director General de la Agencia Efe, para uso interno de los redactores. Se presentó en diciembre de 1978 como “un nuevo esfuerzo tendente a la deseada homogeneidad de criterios idiomáticos”, según se decía en la introducción. Desde su cuarta edición (1985) y ya a disposición pública, dada su creciente demanda externa, se convirtió en el Manual de Español Urgente, que, a su vez, ha venido sirviendo de modelo para los Libros de Estilo de otros medios de comunicación.
Asimismo, desde la creación, en 1980, del Departamento de Español Urgente, dentro de la propia Agencia (a partir de 2005, Fundación del Español Urgente: FUNDÉU), Fernando Lázaro formó parte de su Consejo Asesor de Estilo, en el que inicialmente también estuvieron Manuel Alvar, Antonio Tovar, Luis Rosales y el Secretario General de la Asociación de Academias y académico de la Colombiana, José Antonio León Rey. El Departamento de Español Urgente se ocupó de la actualización de las sucesivas ediciones del Manual y fue el único organismo de consulta sobre cuestiones lingüísticas con respaldo académico, antes de ponerse en funcionamiento la página electrónica de la Academia.
La preocupación de Fernando Lázaro por el uso de la lengua en los medios de comunicación fue de hecho una constante, persuadido como estaba de su poderosa influencia, mucho mayor que la hipotéticamente ejercida por los profesionales de la enseñanza. Como escribiría en 1997 en el Prólogo del primer libro que recopilaba sus «Dardos»: «de entre los grupos de hablantes que ejercen un influjo más enérgico en el estado y en el curso de la lengua, destaca el formado por los periodistas, de modo principal si hablan en la radio y en la televisión o si escriben para ellas: son muchos más los oyentes que los lectores, si bien suele concederse más autoridad en materia de lenguaje a lo que se ve escrito». Pero sus críticas no obedecían a una actitud purista («el purismo empobrece»), ni se proponían frenar la innovación («un idioma inmóvil certificaría la parálisis mental y hasta física de quienes lo emplean»),sino que tenían como objetivo invitar a la reflexión sobre el uso individual y colectivo por «el hecho de que el lenguaje es una copropiedad y de que, en serlo, en contribuir al mantenimiento de tal situación nos va mucho a quienes, en España o en América, hablamos la lengua española».
Esa fue la justificación de sus «Dardos», la de su activa presencia en los proyectos de la Agencia Efe (incluso en la aventura del relanzamiento del periódico El Sol, el 22 de mayo de 1990) y la de su participación en diversos simposios, seminarios y cursos especializados, como el Congreso de Salamanca «Lengua española y medios de comunicación» (1980) o, posteriormente, el Primer Seminario Internacional «El idioma español en las agencias de prensa», celebrado en Madrid, en octubre de 1989, cuando precisamente se cumplían cincuenta años de la fundación de la Agencia.
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TEATRO
No ha sido infrecuente en las reseñas biográficas de Fernando Lázaro considerar su acercamiento al mundo del teatro como algo anecdótico, prácticamente limitado al éxito comercial de una comedia, La ciudad no es para mí, que él asumió como un pequeño reto personal («un pecado venial», diría años después) para escribirla en menos de una semana en el verano de 1962, y que firmó bajo seudónimo.
En pocas más se han mencionado también otras dos piezas anteriores de muy distinto carácter e intención: Un hombre ejemplar (1956), publicada, pero no puesta en escena, y La señal (1952), estrenada en el teatro María Guerrero de Madrid, el 27 de marzo de 1956.
Menos aún se conoce un ensayo primerizo (Los primeros calores), presentado tempranamente en Zaragoza y años después en Madrid (1962), en el teatro Recoletos. (No le pertenecen, en cambio, los guiones cinematográficos que algunos le han atribuido).
Estas experiencias de entre los años 50-60 como autor carecieron, es cierto, de continuidad, pero no deben tenerse por extrañas o al margen de la misma inquietud que le urgió durante toda su vida a penetrar en la esencia del teatro en cuanto fenómeno literario, cultural y social, a desentrañar el cómo y el porqué de los recursos del arte escénico y a descodificar su lenguaje. Así lo venía haciendo ya, y continuó después, en sus estudios y ediciones de textos medievales, de los de autores clásicos (Cervantes, Lope), modernos y contemporáneos (Moratín, Luzán, Benavente, Unamuno, García Lorca) y también de autores extranjeros (Artaud, Brecht); en sus ensayos “Teatro y sociedad en España” (1956), “Teatro y libertad” (1963), “Reflexiones sobre el teatro en España” (1974); y, con una mayor intención divulgativa, en los más de doscientos artículos de crítica teatral publicados particularmente en La Gaceta Ilustrada y posteriormente, al desaparecer esa revista, en Blanco y Negro.
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ARAGÓN
Este resumen biográfico sería más incompleto de lo que es sin una mención especial de su íntimo sentir hacia Aragón, su tierra, y particularmente hacia Zaragoza, su ciudad («A medida que pasan los años hay un mecanismo de vuelta al origen que me hace sentirme más zaragozano, más de mi tierra»), y hacia Magallón, el pueblo de sus padres y de su infancia, donde quiso que fueran depositadas sus cenizas. «Si España fuera un cuerpo, su corazón latiría en Zaragoza», había dicho cuando se le concedió la Medalla de Oro de la Ciudad de Zaragoza. El suyo estuvo allí siempre.
Las alusiones a su ciudad, a sus raíces, fueron constantes en el último tramo de su vida. Y le gustaba que le acompañaran sus hijos en sus paseos navideños, nostálgicos, por los barrios de su juventud, con la ilusión de que todavía persistieran.
De la viveza de esos recuerdos también dejó testimonio escrito.