Nunca
agradeceremos bastante a Rafael Ferreres el habernos entregado todo
Ausias March en castellano1;
ni nunca le agradecerán las letras valencianas esa nueva
universalidad que el gran poeta acaba de conseguir. Es evidente que
la grandeza de un escritor es una condición que nada tiene
que ver con circunstancias externas, pero, no menos cierto, la
difusión de las lenguas acrecienta el mundo de los
conocedores. Más aún, es un deber elemental de
patriotismo establecer la comunicación entre las diversas
lenguas de España: sólo entonces podremos decir que
nos conocemos, que nos respetamos y que nos amamos. Tenía
razón Unamuno cuando escribía que cualquier
español culto debía leer las tres lenguas
románicas de nuestro solar, pero no sé si se puede
decir que hayamos logrado tal aspiración. Obras como
ésta ayudan a que se cumplan los anhelos de todos. Y hago
abstracción -lo que no es poco- de que ese hombre culto que
se interesa por la obra de Ausias March la tenga fácilmente
asequible y una traducción fiel le ayude a resolver
dificultades y -¿por qué no?- a discutir con el
editor. Que nada perderá con ello la república de las
letras, y ganaremos mucho quienes amamos la verdad. Ausias March ha
dejado de pertenecer al mundo limitado de los investigadores para
descender al más generoso de los simples lectores de
poesía, de los estudiantes de nuestras aulas, de esos otros
eruditos que no pertenecen a nuestra cultura, pero que a ella se
dedican y de ella necesitan. Porque tener en dos bellos
volúmenes los textos originales y -enfrentadas- sus
versiones castellanas, lejos de ser una redundancia, ha de
beneficiar a quienes se acerquen al gran poeta valenciano y les
resolverá las no pocas dificultades de unos textos no
siempre fáciles. Con ello se habrá cumplido el deseo
-modesto y científico, si es que no son una misma cosa- del
editor y traductor cuyas tareas trato de glosar: «que se lea directamente a Ausias March y
sólo ante dificultades se acuda a los que le hemos
traducido» (I, 113).
2
Rafael Ferreres
era ventajosamente conocido por trabajos previos sobre diversos
aspectos de la vida y de la obra del poeta valenciano:
Concordancia de las traducciones de los poemas de Ausias
March (1976), Petrona March, la hermana de Ausias
(1978), La casa de Ausias March en Valencia (1978), La
versificación de Ausias March (1979), La influencia
de Ausias March en algunos poetas del siglo de Oro (1979).
Esta enumeración es por sí misma elocuente y nos
ahorra repetir muchas cosas; no decir cómo de las 133
páginas de la introducción obtenemos una imagen viva
y fiel de Ausias: su linaje, sus parientes (fue cuñado suyo
Jaumot Martorell), sus bienes, el nombre de su primera esposa, su
casa de Valencia, los libros que poseía y, también,
aspectos tenebrosos de su biografía. El poeta fue un hombre
con muchos de los claroscuros que de tal condición se
derivan: turbios pecados, ambiciones, vanidades, crueldad y limpios
anhelos, amor a la Virgen, deseos de perfección. Tal vez al
acabar de leer estas páginas Ausias March no nos haya ganado
por sus condiciones humanas, acaso por serlo en demasía,
pero entendemos bien a aquel hombre que vivió en días
turbulentos (c. 1397-1459) y que nos
permite entrever su condición en unos años indecisos:
cuando aún no se era renacentista y cuando muchos postulados
de la Edad Media habían dejado de ser actuantes. Son esas
fechas las que nos dan la clave de su conducta; no creo que podamos
aceptar a Joan Fuster cuando dice que no se puede identificar la
actitud de Ausias March con la del cristianismo; hay que entender
la historia sin anacronismos y tendríamos que pensar en la
faz pecadora del creyente que nada tiene que ver con la doctrina,
sino con la débil naturaleza humana. Tal es el caso de
nuestro poeta: con su haz de luces y envés de sombras, con
su poesía moral y su conducta desaprensiva, con su dolor
ante el pecado y su prevaricación. Un poema de su
última época podría simbolizar -con su carga
de humor y de desencanto- la situación del hombre: inclinado
al amor de las mujeres, pero dispuesto a sacrificarlo por un
halcón peregrino, cuando los otoños han arrastrado
las pujanzas estivales. Dirigiéndose a Alfonso el
Magnánimo le hace ver su decrepitud física y, sin
embargo, cómo no alcanza los dones del espíritu:
Ausias March esta
ahí con su fuerte personalidad y su voluntarismo a ultranza.
En ningún modo hombre débil o claudicante. Juan
Boscán hizo de él un retrato casi perfecto. Casi,
porque no sé si a su verso cuadra bien el dulce llanto. La
poesía es siempre el producto de un hombre que siente
apasionadamente y la pasión no llevó a este vigoroso
luchador hacia manifestaciones de ternura, por más que las
poseyera. Sus versos dejan la impresión de un formidable
talento, de un ingenio conceptuoso y sutil, de una violencia
vertida en mil manifestaciones diferentes. Boscán se ha
dejado llevar del lugar común literario y ha escrito unos
versos que, si aciertan en mucho, se alabean en algo. Pero quedan
como un viejo retrato en el que el tiempo ha dejado una huella
ennoblecedora:
Y al grande catalán, de amor
maestro,
Ausias March, que en su verso pudo
tanto,
que enriqueció su pluma el
nombre nuestro
con su fuerte y sabroso y dulce
llanto.
En la Colegiata de
Játiva hay un San Sebastián, de Jacomart, que se
supone sea el retrato de Ausias March. El caballero es esbelto,
viste con elegancia cortesana y su cabeza, noble y delicada, tiene
un mirar frío y distante, como si se hubiera desasido del
mundo que le rodea. Es un San Sebastián, pero las flechas y
el arco en sus manos no son símbolos de martirio, sino armas
de agresión. Pudiéramos encontrar una perfecta imagen
del hombre que pretendemos conocer: cortesano, calculador, armado
para el ataque más que para la defensa. Algo que cuadra bien
con la anécdota que se le atribuye: «Morir, pase. Pero
envejecer, ¿para qué?». Sin armadura ni arneses
defensivos. Este hombre fue -lo estamos viendo- maestro en el amor,
compuso -lo sabemos- versos capaces de enriquecer a una lengua, si
lloró -pensamos- sus lágrimas fueron fuertes y
sabrosas, ¿pero dulces?
3
Boscán lo
llamó «de amor maestro». Alto título en
un tiempo en que los provenzales, Dante y Petrarca habían
dejado tan pozo de sabiduría en la profunda ciencia del
amor, cuando les
grands rhétoriqueurs enriquecían con mil
sutilezas los desdenes de la belle dame sans merci, cuando la poesía
erótica se teñía en la Península de un
agudo conceptismo, tanto en Castilla, como en la corte de Alfonso V
de Aragón. Para Ferreres, Ausias March debe poco a Dante y a
Petrarca; posiblemente ni los conoció directamente. Cuando
hace alusiones concretas, falta la precisión que exige la
exactitud:
Para aclarar estos
versos, los escoliastas dudan: proponen el episodio de Francesca de
Rimini y lo rechazan, piensan en autobiografía y los
enderezan hacia una dama desconocida. Es difícil creer que
esto sea una lectura directa y, si lo es, bien poco nos dice. En
cuanto a Petrarca, «no parece que le
afectó mucho, iba a decir que ni poco» (I, 49).
Nos quedamos con los provenzales. Estos sí que han
transcendido y le han transcendido: como ellos «seré spill de lleals
amadors» (I, 210)
4, aunque los
trovadores «per escalf, trespassen
veritat»5
y «dels mals d'Amor que trobadors han dit / no.n
sé pus fort que son gran
mudament»6.
Me quedo con un nombre, Arnaut Daniel:
Arnaut Daniel
(...1180-1195), poeta del trovar ric, cuya biografía nos lo muestra
estudioso de letras y servidor de la juglaría;
contemporáneo de Bertrán de Born y de Ricardo
Corazón de León; creador de un «original mundo
poético» (Riquer) en el que se manifiesta no poco
conceptismo, que había de gustar a Ausias March. Dante lo
elogió en un verso famoso («miglior
fabbro del parlar materno») en el que hay un
reconocimiento a la propia voluntad del trovador, que había
dicho:
De él son
unos bellos versos, cuya modernidad sigue actuando (testimonio
Daniel Devoto en Canciones de verano. Buenos Aires,
1950):
Iue sui Arnautz qu'amas l'aura
e chatz la lebre ab lo bou
e nadi contra suberna.
Amasar vientos y
nadar contra resaca es el destino de los poetas en cualquier
tiempo. Y ahí ha quedado, como desesperada signatura, el
nombre del trovador. Arnautz (como tantos otros nombres
que cita Rafael Ferreres y que yo aumentaría con los del
Cancionero de Estúñiga, y con don Pedro
Manuel Jiménez de Urrea). En el lejano poeta provenzal, el
yoismo lírico, razón de ser de la poesía,
cuando no de la propia vida: Yo maestro Gonçalo de Berceo;
yo, Juan Ruiz; Santob el Judió; cada día un Juan de
Mena... En Ausias March la identificación ontológica
de nombre y hombre, como en una teoría nominalista;
más aún, como diría Unamuno, la voluntad de
«saber el hombre lo que quiere ser» (Vida de Don
Quijote y Sancho, I, V): Yo sé quién
soy. Sólo Dios es el que es; las demás
criaturas, reflejo, de una luz que no les es propia, por más
que solemnemente:
El escritor ha
entrado en su obra; la firma con su presencia física, no con
unas letras y una rúbrica. Por los siglos de los siglos,
cualquier lector sabrá quién es ese hombre que se
llamó Ausias March, aunque los cancioneros se pierdan,
aunque el recuerdo sea falaz: bastará con que se salve una
hoja, un solo verso: Yo só aquest que.m dich Ausias March. Me llamo
(dic) no me
llaman (diuen); la transgresión se ha cumplido: yo soy
yo, por mí y no por los demás. Siglos después,
en el alcázar de Madrid, la plástica nos da la
versión definitiva: el artista es el centro del mundo, no la
corte (que posa para la inmortalidad ajena), no el rey (difuso en
contraluz, mientras la puerta se entreabre). En el centro,
imponiendo orden al caos, la paleta que alumbra a los pinceles. El
mundo se ha cambiado y quienes inmortalizan, o se inmortalizan, nos
legan su retrato: yo soy Arnaldo, el que amasa los vientos y nada
contra corriente. Yo soy éste que me llamo Ausias March. Yo,
don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, he reducido
a sistema lo que sin más sería bajísima, e
inconexa, realidad.
4
Este yo, tantas
veces ensoberbecido, sólo cobra su plena dimensión
cuando se realiza ante la amada. Entonces el nombre no es sino la
criatura que mide su propia magnitud en la capacidad que tiene para
amar. Por eso el poeta pretende que su amor sea mayor que el de
cualquier criatura (I, 209; II, 233, 237), sólo él
posee capacidad de sentirlo hasta llegar a su fusión
hipostática (II, 241). Pero posesión o
identificación son unos resultados que no se alcanzan sino
por el camino de la lucha (II, 249) y de la pena (I, 199; II, 221);
por eso, amor es sentir un agudísimo dolor (II, 43, 55, 63,
etc.) que anticipa la muerte
en vida (I, 435) o que con la muerte se identifica (II, 235).
Entonces el amor es una complicada trama de sutilezas que mil veces
aboca a un intrincado casuismo (I, 177, 201, 203, etc.; II, 43, 51, 57, etc.), que si hace sutil al enamorado (I,
149) puede llevarlo a la enajenación (I, 21) o a la
blasfemia (I, 311); son los resultados esperados de la no lograda
satisfacción, porque el amor no es ni el desasido de los
místicos ni el carnal de las bestias, sino que, de la
extraña y difícil conjunción de ambos, nace el
amor humano. Ausias March está dentro de la teoría
platónica que cobró diversas manifestaciones entre
los paganos. Para Cicerón, había un amor divino, hijo
de Mercurio y Diana; otro, el amor de la venganza, engendrado por
Venus y Marte; un tercero, la amorosa llama que lleva a gozar de la
belleza humana, y que nació de Venus y Mercurio. Tenemos un
traslado de aquellas tres especies de amor que los
platónicos describieron y que voy a resumir con palabras de
Fernando de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso (soneto
VII: «No pierda más quien ha tanto perdido») el
amor contemplativo o divino lleva desde la consideración
«de la belleza corporal a la consideración de la
espiritual o divina»; la «pasión de corrompido
deseo y deleitosa lascivia» es el amor ferino o bestial, y,
por último, el amor activo, «que es el humano, es el
deleite de ver y conversar». Dentro de esta teoría,
Herrera puntea con su propio comento: «y aunque todo amor
nace de la vista, el contemplativo sube de ella a la mente. El
activo y moral, como simple y corpóreo, para en la vista, y
no pasa más adelante; el deleitable desciende de ella al
tocamiento». A estas especies responden otras clases de
belleza: la del entendimiento, la del cuerpo y la del alma, por
seguir el orden de los tres grados según estableció
Ausias March. Desde aquí es fácil descender a
sutilísimos análisis que, desde la antigüedad,
llevan a describir las condiciones de la belleza, la naturaleza de
la femenina y dónde radica. Ahora me bastaba con enmarcar
los hechos y ver de dónde procede la teoría amorosa
que Ausias March expone en los versos siguientes:
Difícil
coyunda que hace pensar en la prosecución no lograda, con su
cohorte de tristeza (I, 259, 341) y desencanto (I, 137, 173; II,
93); o que lleva a creer que el amor es un puro accidente (II, 33),
sólo identificable por sus efectos (II, 49). En cualquiera
de los dos casos, fracaso o inanidad, las ansias de morir como
posible evasión (I, 142, 251, 315, etc.).
Esta teoría
del fino amor (I, 161, 283), tal y como la sienten los leales
amadores (I, 211), no es nueva y tiene sus antecedentes bien
conocidos. Nos interesaba hacer esta enumeración porque ya
podemos ir elaborando una teoría que afecta a nuestra
literatura. Desde el libro, tan discutido, de Pierre Le Gentil
(La poèsie
lyrique espagnole et portugaise a la fin de Moyen Age, 1948)
hasta el análisis de Nicasio Salvador (La poesía
cancioneril. El Cancionero de Estúñiga,
1977). Ahora vemos qué deben nuestros poetas a Francia y
qué a Italia, y sabemos esa ligazón que asociaba a
castellanos, aragoneses, valencianos y catalanes en sus relaciones
con Francia y en su conexión con Italia. Aragón y
Cataluña fueron proclives a la influencia
galorrománica, pero la corte napolitana de Alfonso V
aunó mil intereses dispersos que se expresaron en castellano
y en catalán y que, para completar la faz, llevó a
que poetas de lengua central escribieran en toscano, pero fueran
copiados con peculiaridades napolitanas, Y, no se olvide, si el
marqués de Santillana fue copero del rey aragonés,
con el rey estuvo vinculado Ausias March. Y si Alfonso V
ofreció al poeta castellano una copa y una lira, el poeta
valenciano le pidió un halcón peregrino. No podemos
desatendernos de los hechos menudos porque en ellos hay
también un sutil hilo de Ariadna que podrá ilustrar o
vincular los grandes. Para todos estos poetas valían los
bellos versos del valenciano:
He enumerado
motivos que saltan al leer estos poemas que Ferreres edita y
traduce. Hay que pensar si un talante hispánico unió
a tantos y tantos nombres con independencia de la lengua que
usaron. Saber si son sólo castellanos los juegos de
antítesis, las sutiles ingeniosidades, el conceptismo, el
sentido moral, rasgos que llaman la atención de los
extraños cuando estudian nuestros cancioneros del siglo XV.
O, si por el contrario, son el sustrato de una visión de las
cosas que no se expresó exclusivamente en castellano, como
Ausias March atestigua. Y que por eso, desde él, pudieron
llegar a los poetas renacentistas del Emperador. Baste pensar en
Garcilaso, la teoría del amor que aquí se cuenta nos
trae ecos de los más emocionantes del poeta toledano; el
desgarro del per
vós muyr (I, 158) no es sino el anticipo del soneto
V: «por vos he de morir y por vos muero». La
canción LXXVII de Ausias recuerda bien de cerca el soneto
XXVII:
Amor, amor,
un hàbit
m'he tallat
de vostre, drap,
vestint-me
l'espirit;
en lo vestir,
ample molt l'he
sentit,
e fort estret,
quant sobre mi.s
posat.
(I, 394)
Amor, amor, un hábito
vestí
el cual de vuestro paño fue
cortado;
al vestir ancho fue, mas
apretado
y estrecho cuando estuvo sobre
mí.
Lo había
señalado el Brocense («este soneto
es traducido de Ausias March, poeta Lemosino») y Herrera
(«este pensamiento es de Auzias, y
pareció también a don Diego de Mendoza, que lo
tradujo; pero con tan poca felicidad como G. L.») y lo
reiteraron Tamayo de Vargas y Azara.
Versos del canto
LXXXIII inspiran otros de la Elegía II:
No insisto en unas
influencias que ya han sido rastreadas (Lapesa, Ferreres). Basta
con recordarlas ahora, y quede como un eco duradero la
traducción de Jorge de Montemayor (Valencia, 1560) cuya
portada reza bien claramente: Las obras del excellentissimo
poeta y philosopho mossen Ausias March, cauallero
valenciano.
5
Contemplando la
gran fuente de Poblet, Sánchez Albornoz dijo: «ese juego de aguas de tradición
romano-árabe recuerda que Cataluña es un jirón
de España», como el «mozarabismo,
barroquismo, movimiento» de Ripoll es un testimonio de la
«españolía en la vieja Cataluña»
(España un enigma histórico,
fotografías 49 y 79). Pudiéramos seguir con las
comparaciones de esta poesía y tendríamos que hablar
del realismo hispánico. Porque Ausias March, instaurado en
un mundo que lo cerca, ve un orbe inmediato en el que las cosas
entran encariñadamente en sus versos. Su poesía se
convierte así en el testimonio riquísimo de la
creación. Como en los tapices coetáneos de Francia o
de Flandes, hay un mundo abigarrado que en la poesía llega
con las comparaciones más precisas: gusanos (I, 179),
liebres (I, 425), toros (I, 229), caza (II, 39), ciervos (I, 345),
perros (II, 83), mil suerte de animales (II, 81; 113); ríos
(II, 277), pesca (II, 95), sardinas (II, 75), leña (I, 243),
árboles (II, 329), paja (II, 35), hierbas (II, 77), humo (I,
151, 279), vientos (II, 13), tormentas (I, 371), sol (I, 163);
niños (II, 89), labradores (II, 403); médicos (I,
193, 277), enfermos (I, 405; II, 101, 243, 179), paralíticos
(I, 381), etc. Abruma la
riqueza metafórica que este hombre ha captado en la realidad
circundante. Podríamos seguir acrecentando la nómina
y deberíamos preguntar si el llamado realismo español
no tiene en Ausias March uno de sus más egregios
representantes. Y he dejado un mundo de singular riqueza: el mar.
Se me dirá que un valenciano como Ausias March
sentiría la llamada del Mediterráneo, sí. Pero
quiero ver en ello algo más que una contingencia ocasional:
es la expresión de la realidad con un lenguaje que es
constante en la literatura de España. ¿Cómo si
no encontrar en Juan de Mena el riquísimo caudal de voces
marineras que estudió María Rosa Lida? ¿Y las
naos de amor de los poetas aragoneses? ¿Y el mundo
metafórico de algún poeta de Indias? En castellano,
sí, podrá decirse que Mena marcó una impronta
que no se borra.
Pero esa impronta
también estaba acuñada a orillas del mar
«más azul que el Partenopeo». Valgan unos pocos
testimonios: llença «bramante de pesca» (I, 169),
escandall
«sonda» (I, 225, 390), aparell (I, 235), mestre «viento mistral»,
ponent
«poniente» (I, 285), fons «fondos» (I, 391),
perillant en la
mar (I, 402), àncores u ormeig (I, 404), aquells qui per la mar navegen (II,
113), etc. O, sirvamos para
acabar, un testimonio de más alto empeño:
Estoy enhebrando
mis comentarios al filo de una traducción. Traducir es un
menester complejo en el que salir airoso exige algo más que
pericia; exige comprender identificándose e incluso crear
sin hacer ningún trueque con la veracidad. Se habla de
interpretación y paráfrasis, porque no se consigue
que una desamorada máquina de traducir nos transmita lo que
es una carga de emociones. Más aún, las emociones de
una lengua son distintas en otra, las evocaciones de una palabra
son vidrios quebrados al trasladarse, los significados subyacentes
no coinciden bajo la apariencia de significantes singulares. Y el
traductor tiene que sacrificar y sacrificarse, si es que quiere
salvar la verdad. Más de una vez se ha dicho que la prosa
española debe su muy mucho de capacidad expresiva a las
traducciones bíblicas: por torpe que nos parezca el
cumplimiento, ¿acertaremos a entender el inmenso esfuerzo de
romancear? Cinco siglos después de haber escrito Ausias
March se ha vertido al castellano: también por medio hay
mucha arqueología, mucha sensibilidad cambiada, mucha
lingüística en evolución. Quien traduce hoy debe
poner a buen recaudo numerosos conocimientos que, para entendernos,
llamaremos con una palabra venerable: filología.
Filología es lisa y llanamente, amor a la palabra y a todas
esas otras palabras que están insertas en el logos. No se
olvide, la filo-logía acredita un determinado talante de
coherencia mental, filo-lógico. Y lógico no es lo que
se translitera simplemente, sino lo que discurre con orden. He
aquí el quehacer olvidadizo: traducir un texto antiguo exige
amor a la palabra, la que se toma y la que se presta, pero es
-además- encontrar en una lengua lo que es consecuente en
otra. Difícil ocupación. Podríamos discrepar
tantas cuantas veces quisiéramos del proceder ajeno, pero la
defensa contra nuestra crítica estaría en ese doble
escudriñar etimológico: amor racional al instrumento
que se transmite y amor racional al nuestro propio, pues, de otro
modo, la palabra sería la herramienta de desunión
más que el camino que condujera a los acercamientos. Amor a
la verdad que es decir con palabras ciertas la que con otras ya se
había -en nuestro caso- bellamente dicho. No pretendo
ninguna cura en salud, sino avistar dificultades.
Jorge de
Montemayor, alto poeta, vertió parcialmente a Ausias March.
Dejó de traducir algunas estanças«porque el autor habló en ellas con
más libertad de lo que ahora se usa»; piense el
lector lo que será tentar la hazaña cuatrocientos
años después, y comprenderá cómo siguen
valiendo las palabras con que el portugués saludó al
anónimo y lejano lector de por 1560: «Yo he hecho en la traducción todo cuanto
a mi parescer puede sufrirse en traducción de un verso en
otro. Quien otra cosa le paresciere, tome la pluma, y calle la
lengua, que ahí le queda en qué poder mostrar su
ingenio». La discreción no es virtud para
sólo un siglo.
Voy a comparar un
poema que nos permita cotejar tres versiones. Lo escojo
intencionadamente muy breve para que el comentario sea abarcable en
pocas líneas. Es el texto que lleva el número LXXXII
en las obras de Ausias March, y lo copio de la edición de
Ferreres (I, p. 404):
Quant plau a
Déu que la
fusta peresca,
en segur port
romp
àncores y ormeig,
e de poch mal
a molt hom morir
veig:
null hom és
cert d'algun fet
com fenesca.
L'home sabent
no té pus
avantatge
5
sinó que.l
pech sol menys
fets avenir.
L'experiment
y els juis veig
fallir;
Fortun y Cas
los torben llur
usatge.
En la
edición de F. Carreres de Calatayud (Madrid, 1947), el
traslado de Jorge de Montemayor se presenta de este modo
(p. 311):
Quando Dios quiere que la nao
pereza [sic],
en medio el puerto quedará
anegada:
muy poco mal nos mata, que se
offrezca,
de los successos no hay quien sepa
nada:
lleuar ventaja en cosa que
acontezca,
5
el nescio al sabio, es poca, o casi
nada:
ingenio y experiencia nos dan
lumbre,
fortuna y caso mudan la
costumbre.
La Esparsa
IV se ha traducido por una octava real, en el mismo
número de versos; es cierto, pero yo no suscribiría
los panegíricos de turno. Para Micer Cristóbal
Pellicer, quien comparara a Montemayor con Ausias March.
... muy poco
haría,
si no os hiziesse más
auentajado.
Pues si el mesmo
Ausias resuscitasse
esta versión, sin falta,
pensaría
ser más original que no
traslado.
Podrá ser
creación original la traducción, pero, evidentemente,
falta a la letra y al espíritu de su modelo. El conjunto es
desvaído; a partir del verso 4, el texto castellano pierde
fácil comprensión, se va complicando la sintaxis y no
se ve qué coherencia hay en el final. Jorge Montemayor no ha
entendido el texto, y si lo ha entendido no ha sabido
transmitírnoslo: ahí queda como testimonio de torpeza
cambiar la visión directa y realista de la nave con anclas y
aparejo destruidos por ese «en medio el puerto quedará
anegada», que no es, precisamente, lo mismo; y está la
libertad -llamémosla así- de segur port «puerto
seguro» convertido en medio el puerto y todas las
incomprensiones que el texto brinda. Y, más aún, el
verso 7 dice justamente lo contrario que en el original. Basten
estas notas volanderas. La traducción del gran poeta
portugués no puede presentarse como un modelo de
comprensión ni de claridad.
Saltemos unos
cuantos siglos. Pere Gimferrer ha vertido poéticamente una
buena colección de textos (Ausias March, Obra
poética, Madrid, 1978). El que nos ocupa reza
así:
Cuando a Dios place que el
navío perezca,
le rompe en puerto el ancla y
aparejo,
y a muchos veo morir de poco
mal:
no hay caso cuyo fin no sea
incierto.
El discreto no tiene más
ventaja
5
sobre el necio que el menos
desbarrar.
La experiencia y el juicio veo
falibles:
Azar, Fortuna, turban sus
usanzas.
Evidentemente la
traducción mejora muchísimo la que se hizo en el
siglo XVI, aunque el verso blanco no tenga una fiel correspondencia
con el original. La proximidad es muy grande y el sentido preciso,
no hay más vuelta de hoja. Pero a un oído castellano
suena a licencia excesiva hacer bisílabo a
navío (v. 1) y
monosílabo a veo (vv.
3, 7). Mal parado quedaría oyendo lecturas como éstas
aquel Caballero Valenciano que, al elogiar a Jorge de Montemayor,
escribió en un soneto:
La empresa fue de ingenio al mundo
raro,
qual le pedía la
aspereça fiera
de la escabrosa lengua
lemosina.
Aspereza escabrosa
que no ha sido superada, porque traducir no es un arte
fácil, y mucho menos si se quiere hacer en verso.
Al poner estas
apostillas no pretendo convertirme en dómine de nada ni de
nadie. Tan sólo reiterar algo en lo que vengo insistiendo:
al interpretar, sin dificultad se pierde uno en el horizonte de las
lejanías. Y no es eso lo que un traductor debe buscar. Si se
tientan las fidelidades, no será extraño que tengamos
que recurrir a ciertos arbitrios, que no son suavemente tolerables.
Otra suerte de Escila y Caribdis que acechan. Y aún
así el traductor si es escrupuloso como en el caso de
nuestro comentario, se creerá obligado a poner una nota:
«5-6. El sabio yerra menos que el necio; pero, fuera
de ésta, tan relativa y no infalible, no tiene más
seguridades que él» (p. 257).
Y estamos ante la
última versión que quiero considerar del mismo texto.
Rafael Ferreres nos da su interpretación en prosa
(p. 405):
Cuando place a
Dios que la nave perezca, áncoras y jarcias rompe en seguro
puerto, y de escaso mal veo morir mucha gente; nadie está
seguro de cómo acabará ningún hecho. El hombre
sabio no tiene más ventaja sobre el necio sino que
éste suele menos hechos acertar. Veo fallar la experiencia y
la muerte. Fortuna y Azar mudan su costumbre.
El riesgo de
traducir no es menguado, y cualquiera, con las experiencias de los
demás puede procurar más seguros aciertos. Sí,
también yo me comprometo y me arriesgo a la crítica:
hubiera seguido a Gimferrer poniendo «le
rompe...», prefiero juicio a mente y,
acaso, hubiera buscado algún giro sintáctico
más espontáneo. ¿Y qué dirá el
lector de mis comentarios? Ferreres ha traducido bien,
ajustadamente, con lógica. No digo que mejor que Gimferrer,
ni peor tampoco, eran dos propósitos distintos, y
aquí los tenemos. Quien quiera entender, entienda. Yo
sólo pretendo justificar una tarea que no sé si
siempre valoramos con justicia, pero que nos es imprescindible, que
nos ha sido imprescindible y que nos seguirá siendo
imprescindible. Me basta con expresar gratitudes y con denunciar mi
propia libertad.
Un día del
siglo XVII, otro gran poeta levantino, don Francisco de la Torre y
Sevil, se encara con el difícil oficio de traductor. Tiene
entre sus manos los epigramas de Juan Oven, el Marcial
inglés, y decide ponerlos en verso. Son sus hermosas
Agudezas (Zaragoza, 1674). Pero Francisco de la Torre era
sagaz y avisado, además de gran poeta; sufre la tortura de
ser exacto, elegante y personal.
Solamente eso:
exacto, elegante y personal. Traduce del latín al
español y piensa que sólo alcanzará sus fines
por medio de triple andadura: una versión tan próxima
al original como sea posible, un poema con las ideas ajenas pero
explayándolas para que queden claras, una
interpretación original sin necesidad de someterse a la
tiranía de un metro afín o de un contenido
condicionado. Y entonces, desde el rigor aherrojado hasta la
independencia liberada, escribe tres poemas para un solo texto. Don
Francisco de la Torre y Sevil estaba en lo cierto. Que su ejemplo
nos mueva a enjuiciar serenamente a los traductores de nuestros
días.
7
Traducir es
siempre un riesgo de dudosa aceptación. La célebre
paranomasia traduttore - traditore cuenta con tantos adeptos como
críticos de cualquier versión. Ferreres ha elegido
una posibilidad: ser fiel, lo más fiel posible, al texto que
tenía bajo su mirada. Se nos plantea el viejísimo
problema de si traducir es verter, interpretar o trasladar palabra
por palabra. A estas cuestiones me he referido en otros momentos y
no creo oportuno repetir lo que he dicho ya. El crítico debe
juzgar lo que le ofrecen, no lo que él lee que debiera
hacerse pero que, habitualmente, es incapaz de hacer. En este
sentido nuestro traductor ha sido de una escrupulosa exactitud;
ello le ha impedido -de tan fiel como es- explayarse en cualquier
tipo de lucimientos. Lo había dicho con palabras cuya
oportunidad ya he hecho mención: no se trata de suplir, sino
de ayudar. Y la ayuda está, leal y humildemente, en servir
de báculo a quien necesita apoyo. Limitándonos a
esto, Ferreres ha cumplido, y ha cumplido bien14.
Acaso un exceso de fidelidad ha obligado a dar cierto regusto
arcaizante a su versión, cierto paralelismo literal, cierta
similitud sintáctica. Creo que con deliberación y con
un propósito muy meditado. Yo pienso -y mi juicio es harto
discutible- que hubiera podido modernizar abastar II,
343), amistanza (II, 23), civil
«cruel» (II, 95) y algún otro término;
que hubiera podido no respetar, aunque sea dialectal, el
género femenino en negror (I, 325), calor
(II, 51) y honor (II, 115); que hubiera podido ser
más libre en la transmisión de besar por
«beso» (II, 53), discordan por
«desproporcionan» (II, 43), meritan por
«son premiados» (II, 109), etc. En pocos, muy pocos casos, la forma
castellana resulta poco elegante, o no correcta, como verter
esclata por «revienta» (II, 29, 39),
hauré por «tendré» (II, 137),
andase (II, 323), fuera de sí (I, 211), y,
en otros pocos, no creo acertada la traducción: a mi modo de
ver, gobernador es el «gobernalle o
timón» (I, 227), falsses manjoyes son
«falsas alegrías» (II, 63). En diversos pasajes
no tengo certeza de que la identificación de Ferreres sea
justa, pero tampoco la tengo de la que yo propondría: el
texto evidentemente no siempre es fácil y, además,
ahí está la necesaria ambigüedad de la
poesía, según los conocidos postulados de Empson. Y,
para concluir con este apartado, hay erratas que deben salvarse en
próximas ediciones.
Que nada de esto
es grave, me parece cierto. Una obra tan amplia, tan compleja y tan
fuera de nuestros hábitos, creo que habrá hecho
meditar al autor en mil situaciones. Si un lector cuidadoso se
encuentra en multitud de aporías, pienso el ingente trabajo
que el traductor ha vencido. Nosotros vemos unos resultados
finales, ¿podemos saber los años que están
sepultados en estos dos pulcros volúmenes? Agradezcamos las
vigilias que sólo podemos intuir.
8
He tratado de
explicar lo que a mi modo de ver significan las casi mil
páginas que Rafael Ferreres ha dedicado al mayor de los
poetas de su tierra. Son páginas que rezuman amor en cada
línea y de las que, con pobreza, he querido señalar
lo que para mí ha resultado más significativo. Pero
sería mezquino si no dejara constancia, siquiera en unas
apostillas finales, de la enorme erudición de las notas y la
generosidad de tantas y tantas explicaciones como en ellas se
encierran; un prólogo en que los aciertos nos van llevando
de sorpresa en sorpresa (biografía, teoría del amor,
qué es lo que Ausias tiene y qué le falta, la
poesía como diario de una vida, el cancionero tras la muerte
de la amada, la creación original en estos versos, los
recursos expresivos...). Ausias March está ya en lengua
castellana y, además, con los textos originales
cuidadosamente depurados. Es una gran voz de nuestra cultura que ya
no podrá silenciarse. Más mucho más que un
autor de clase y de classis «grupo, orden». Clásico que
recibió herencias paralelas a los poetas de Castilla o de
Aragón, que manifiesta intereses comunes a los poetas que
escribieron en la otra lengua de su misma Corona, que fue una clara
luz para grandes poetas de la edad de oro. Todo esto y mucho
más es lo que Ferreres nos ha regalado. He querido comentar
lo que yo he encontrado por mis personalísimas inclinaciones
de lector. Pero estas apostillas son una glosa y no una
suplantación.