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Ausias March, en castellano

Manuel Alvar






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Nunca agradeceremos bastante a Rafael Ferreres el habernos entregado todo Ausias March en castellano1; ni nunca le agradecerán las letras valencianas esa nueva universalidad que el gran poeta acaba de conseguir. Es evidente que la grandeza de un escritor es una condición que nada tiene que ver con circunstancias externas, pero, no menos cierto, la difusión de las lenguas acrecienta el mundo de los conocedores. Más aún, es un deber elemental de patriotismo establecer la comunicación entre las diversas lenguas de España: sólo entonces podremos decir que nos conocemos, que nos respetamos y que nos amamos. Tenía razón Unamuno cuando escribía que cualquier español culto debía leer las tres lenguas románicas de nuestro solar, pero no sé si se puede decir que hayamos logrado tal aspiración. Obras como ésta ayudan a que se cumplan los anhelos de todos. Y hago abstracción -lo que no es poco- de que ese hombre culto que se interesa por la obra de Ausias March la tenga fácilmente asequible y una traducción fiel le ayude a resolver dificultades y -¿por qué no?- a discutir con el editor. Que nada perderá con ello la república de las letras, y ganaremos mucho quienes amamos la verdad. Ausias March ha dejado de pertenecer al mundo limitado de los investigadores para descender al más generoso de los simples lectores de poesía, de los estudiantes de nuestras aulas, de esos otros eruditos que no pertenecen a nuestra cultura, pero que a ella se dedican y de ella necesitan. Porque tener en dos bellos volúmenes los textos originales y -enfrentadas- sus versiones castellanas, lejos de ser una redundancia, ha de beneficiar a quienes se acerquen al gran poeta valenciano y les resolverá las no pocas dificultades de unos textos no siempre fáciles. Con ello se habrá cumplido el deseo -modesto y científico, si es que no son una misma cosa- del editor y traductor cuyas tareas trato de glosar: «que se lea directamente a Ausias March y sólo ante dificultades se acuda a los que le hemos traducido» (I, 113).




2

Rafael Ferreres era ventajosamente conocido por trabajos previos sobre diversos aspectos de la vida y de la obra del poeta valenciano: Concordancia de las traducciones de los poemas de Ausias March (1976), Petrona March, la hermana de Ausias (1978), La casa de Ausias March en Valencia (1978), La versificación de Ausias March (1979), La influencia de Ausias March en algunos poetas del siglo de Oro (1979). Esta enumeración es por sí misma elocuente y nos ahorra repetir muchas cosas; no decir cómo de las 133 páginas de la introducción obtenemos una imagen viva y fiel de Ausias: su linaje, sus parientes (fue cuñado suyo Jaumot Martorell), sus bienes, el nombre de su primera esposa, su casa de Valencia, los libros que poseía y, también, aspectos tenebrosos de su biografía. El poeta fue un hombre con muchos de los claroscuros que de tal condición se derivan: turbios pecados, ambiciones, vanidades, crueldad y limpios anhelos, amor a la Virgen, deseos de perfección. Tal vez al acabar de leer estas páginas Ausias March no nos haya ganado por sus condiciones humanas, acaso por serlo en demasía, pero entendemos bien a aquel hombre que vivió en días turbulentos (c. 1397-1459) y que nos permite entrever su condición en unos años indecisos: cuando aún no se era renacentista y cuando muchos postulados de la Edad Media habían dejado de ser actuantes. Son esas fechas las que nos dan la clave de su conducta; no creo que podamos aceptar a Joan Fuster cuando dice que no se puede identificar la actitud de Ausias March con la del cristianismo; hay que entender la historia sin anacronismos y tendríamos que pensar en la faz pecadora del creyente que nada tiene que ver con la doctrina, sino con la débil naturaleza humana. Tal es el caso de nuestro poeta: con su haz de luces y envés de sombras, con su poesía moral y su conducta desaprensiva, con su dolor ante el pecado y su prevaricación. Un poema de su última época podría simbolizar -con su carga de humor y de desencanto- la situación del hombre: inclinado al amor de las mujeres, pero dispuesto a sacrificarlo por un halcón peregrino, cuando los otoños han arrastrado las pujanzas estivales. Dirigiéndose a Alfonso el Magnánimo le hace ver su decrepitud física y, sin embargo, cómo no alcanza los dones del espíritu:


Tots los delits          del cors he ja perduts,
e no atench          als propis d'espirit:
en los mijans          ha ésser mon delit,
e si no.l he,          yo romanch decebuts.


(II, 296)2                


Ausias March esta ahí con su fuerte personalidad y su voluntarismo a ultranza. En ningún modo hombre débil o claudicante. Juan Boscán hizo de él un retrato casi perfecto. Casi, porque no sé si a su verso cuadra bien el dulce llanto. La poesía es siempre el producto de un hombre que siente apasionadamente y la pasión no llevó a este vigoroso luchador hacia manifestaciones de ternura, por más que las poseyera. Sus versos dejan la impresión de un formidable talento, de un ingenio conceptuoso y sutil, de una violencia vertida en mil manifestaciones diferentes. Boscán se ha dejado llevar del lugar común literario y ha escrito unos versos que, si aciertan en mucho, se alabean en algo. Pero quedan como un viejo retrato en el que el tiempo ha dejado una huella ennoblecedora:


Y al grande catalán, de amor maestro,
Ausias March, que en su verso pudo tanto,
que enriqueció su pluma el nombre nuestro
con su fuerte y sabroso y dulce llanto.


En la Colegiata de Játiva hay un San Sebastián, de Jacomart, que se supone sea el retrato de Ausias March. El caballero es esbelto, viste con elegancia cortesana y su cabeza, noble y delicada, tiene un mirar frío y distante, como si se hubiera desasido del mundo que le rodea. Es un San Sebastián, pero las flechas y el arco en sus manos no son símbolos de martirio, sino armas de agresión. Pudiéramos encontrar una perfecta imagen del hombre que pretendemos conocer: cortesano, calculador, armado para el ataque más que para la defensa. Algo que cuadra bien con la anécdota que se le atribuye: «Morir, pase. Pero envejecer, ¿para qué?». Sin armadura ni arneses defensivos. Este hombre fue -lo estamos viendo- maestro en el amor, compuso -lo sabemos- versos capaces de enriquecer a una lengua, si lloró -pensamos- sus lágrimas fueron fuertes y sabrosas, ¿pero dulces?




3

Boscán lo llamó «de amor maestro». Alto título en un tiempo en que los provenzales, Dante y Petrarca habían dejado tan pozo de sabiduría en la profunda ciencia del amor, cuando les grands rhétoriqueurs enriquecían con mil sutilezas los desdenes de la belle dame sans merci, cuando la poesía erótica se teñía en la Península de un agudo conceptismo, tanto en Castilla, como en la corte de Alfonso V de Aragón. Para Ferreres, Ausias March debe poco a Dante y a Petrarca; posiblemente ni los conoció directamente. Cuando hace alusiones concretas, falta la precisión que exige la exactitud:


¡O bon. Amor,          a qui mort no triumpha,
segons lo Dant          hystòria recompta,
e negun seny          presumir no s'ocupe
contra tu fort          victòria consegre
e cossos dos          ab un. arma governes
per la virtut          que d'amistat s'engendra!3


(I, 284)                


Para aclarar estos versos, los escoliastas dudan: proponen el episodio de Francesca de Rimini y lo rechazan, piensan en autobiografía y los enderezan hacia una dama desconocida. Es difícil creer que esto sea una lectura directa y, si lo es, bien poco nos dice. En cuanto a Petrarca, «no parece que le afectó mucho, iba a decir que ni poco» (I, 49). Nos quedamos con los provenzales. Estos sí que han transcendido y le han transcendido: como ellos «seré spill de lleals amadors» (I, 210) 4, aunque los trovadores «per escalf, trespassen veritat»5 y «dels mals d'Amor que trobadors han dit / no.n sé pus fort que son gran mudament»6. Me quedo con un nombre, Arnaut Daniel:


Envers alguns          açò miracle par,
mas si.ns membram          de Arnau Daniel
e de aquells          que la terra.ls és vel,
sabrem Amor          vers nós què pot mostrar.


(I, 296)7                


Arnaut Daniel (...1180-1195), poeta del trovar ric, cuya biografía nos lo muestra estudioso de letras y servidor de la juglaría; contemporáneo de Bertrán de Born y de Ricardo Corazón de León; creador de un «original mundo poético» (Riquer) en el que se manifiesta no poco conceptismo, que había de gustar a Ausias March. Dante lo elogió en un verso famoso («miglior fabbro del parlar materno») en el que hay un reconocimiento a la propia voluntad del trovador, que había dicho:


En cest sonet coind'e leri
fauc motz e capuig e doli,
e serant veral e cert
quan n'aurai passat la lima.8


De él son unos bellos versos, cuya modernidad sigue actuando (testimonio Daniel Devoto en Canciones de verano. Buenos Aires, 1950):


Iue sui Arnautz qu'amas l'aura
e chatz la lebre ab lo bou
e nadi contra suberna.


Amasar vientos y nadar contra resaca es el destino de los poetas en cualquier tiempo. Y ahí ha quedado, como desesperada signatura, el nombre del trovador. Arnautz (como tantos otros nombres que cita Rafael Ferreres y que yo aumentaría con los del Cancionero de Estúñiga, y con don Pedro Manuel Jiménez de Urrea). En el lejano poeta provenzal, el yoismo lírico, razón de ser de la poesía, cuando no de la propia vida: Yo maestro Gonçalo de Berceo; yo, Juan Ruiz; Santob el Judió; cada día un Juan de Mena... En Ausias March la identificación ontológica de nombre y hombre, como en una teoría nominalista; más aún, como diría Unamuno, la voluntad de «saber el hombre lo que quiere ser» (Vida de Don Quijote y Sancho, I, V): Yo sé quién soy. Sólo Dios es el que es; las demás criaturas, reflejo, de una luz que no les es propia, por más que solemnemente:


A temps he cor          d'acer, de carn e fust:
yo só aquest          que.m dich Ausias March.


(II, 236)9                


El escritor ha entrado en su obra; la firma con su presencia física, no con unas letras y una rúbrica. Por los siglos de los siglos, cualquier lector sabrá quién es ese hombre que se llamó Ausias March, aunque los cancioneros se pierdan, aunque el recuerdo sea falaz: bastará con que se salve una hoja, un solo verso: Yo só aquest que.m dich Ausias March. Me llamo (dic) no me llaman (diuen); la transgresión se ha cumplido: yo soy yo, por mí y no por los demás. Siglos después, en el alcázar de Madrid, la plástica nos da la versión definitiva: el artista es el centro del mundo, no la corte (que posa para la inmortalidad ajena), no el rey (difuso en contraluz, mientras la puerta se entreabre). En el centro, imponiendo orden al caos, la paleta que alumbra a los pinceles. El mundo se ha cambiado y quienes inmortalizan, o se inmortalizan, nos legan su retrato: yo soy Arnaldo, el que amasa los vientos y nada contra corriente. Yo soy éste que me llamo Ausias March. Yo, don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, he reducido a sistema lo que sin más sería bajísima, e inconexa, realidad.




4

Este yo, tantas veces ensoberbecido, sólo cobra su plena dimensión cuando se realiza ante la amada. Entonces el nombre no es sino la criatura que mide su propia magnitud en la capacidad que tiene para amar. Por eso el poeta pretende que su amor sea mayor que el de cualquier criatura (I, 209; II, 233, 237), sólo él posee capacidad de sentirlo hasta llegar a su fusión hipostática (II, 241). Pero posesión o identificación son unos resultados que no se alcanzan sino por el camino de la lucha (II, 249) y de la pena (I, 199; II, 221); por eso, amor es sentir un agudísimo dolor (II, 43, 55, 63, etc.) que anticipa la muerte en vida (I, 435) o que con la muerte se identifica (II, 235). Entonces el amor es una complicada trama de sutilezas que mil veces aboca a un intrincado casuismo (I, 177, 201, 203, etc.; II, 43, 51, 57, etc.), que si hace sutil al enamorado (I, 149) puede llevarlo a la enajenación (I, 21) o a la blasfemia (I, 311); son los resultados esperados de la no lograda satisfacción, porque el amor no es ni el desasido de los místicos ni el carnal de las bestias, sino que, de la extraña y difícil conjunción de ambos, nace el amor humano. Ausias March está dentro de la teoría platónica que cobró diversas manifestaciones entre los paganos. Para Cicerón, había un amor divino, hijo de Mercurio y Diana; otro, el amor de la venganza, engendrado por Venus y Marte; un tercero, la amorosa llama que lleva a gozar de la belleza humana, y que nació de Venus y Mercurio. Tenemos un traslado de aquellas tres especies de amor que los platónicos describieron y que voy a resumir con palabras de Fernando de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso (soneto VII: «No pierda más quien ha tanto perdido») el amor contemplativo o divino lleva desde la consideración «de la belleza corporal a la consideración de la espiritual o divina»; la «pasión de corrompido deseo y deleitosa lascivia» es el amor ferino o bestial, y, por último, el amor activo, «que es el humano, es el deleite de ver y conversar». Dentro de esta teoría, Herrera puntea con su propio comento: «y aunque todo amor nace de la vista, el contemplativo sube de ella a la mente. El activo y moral, como simple y corpóreo, para en la vista, y no pasa más adelante; el deleitable desciende de ella al tocamiento». A estas especies responden otras clases de belleza: la del entendimiento, la del cuerpo y la del alma, por seguir el orden de los tres grados según estableció Ausias March. Desde aquí es fácil descender a sutilísimos análisis que, desde la antigüedad, llevan a describir las condiciones de la belleza, la naturaleza de la femenina y dónde radica. Ahora me bastaba con enmarcar los hechos y ver de dónde procede la teoría amorosa que Ausias March expone en los versos siguientes:


La car vol carn,          no s'hi pot contradir;
son apetit          en l'hom pren molta part:
si no.s unit          ab l'arma, tost és fart:
d'ells dos units          sent hom un terç exir.
Aquell qui sent          d'esperit pur. amor,
per àngel pot          anar entre les gents;
que d'arma y cos          junts ateny sentiments,
com perfet hom          sent tota la sabor.


(II, 302)10                


Difícil coyunda que hace pensar en la prosecución no lograda, con su cohorte de tristeza (I, 259, 341) y desencanto (I, 137, 173; II, 93); o que lleva a creer que el amor es un puro accidente (II, 33), sólo identificable por sus efectos (II, 49). En cualquiera de los dos casos, fracaso o inanidad, las ansias de morir como posible evasión (I, 142, 251, 315, etc.).

Esta teoría del fino amor (I, 161, 283), tal y como la sienten los leales amadores (I, 211), no es nueva y tiene sus antecedentes bien conocidos. Nos interesaba hacer esta enumeración porque ya podemos ir elaborando una teoría que afecta a nuestra literatura. Desde el libro, tan discutido, de Pierre Le Gentil (La poèsie lyrique espagnole et portugaise a la fin de Moyen Age, 1948) hasta el análisis de Nicasio Salvador (La poesía cancioneril. El Cancionero de Estúñiga, 1977). Ahora vemos qué deben nuestros poetas a Francia y qué a Italia, y sabemos esa ligazón que asociaba a castellanos, aragoneses, valencianos y catalanes en sus relaciones con Francia y en su conexión con Italia. Aragón y Cataluña fueron proclives a la influencia galorrománica, pero la corte napolitana de Alfonso V aunó mil intereses dispersos que se expresaron en castellano y en catalán y que, para completar la faz, llevó a que poetas de lengua central escribieran en toscano, pero fueran copiados con peculiaridades napolitanas, Y, no se olvide, si el marqués de Santillana fue copero del rey aragonés, con el rey estuvo vinculado Ausias March. Y si Alfonso V ofreció al poeta castellano una copa y una lira, el poeta valenciano le pidió un halcón peregrino. No podemos desatendernos de los hechos menudos porque en ellos hay también un sutil hilo de Ariadna que podrá ilustrar o vincular los grandes. Para todos estos poetas valían los bellos versos del valenciano:


Reclam a tots          los meus predecessors,
cells qui Amor          llur cor enamorà,
e los presents          e lo qui naxerà,
que per mos dits          entenguen mes clamors.


(I, 218)11                


He enumerado motivos que saltan al leer estos poemas que Ferreres edita y traduce. Hay que pensar si un talante hispánico unió a tantos y tantos nombres con independencia de la lengua que usaron. Saber si son sólo castellanos los juegos de antítesis, las sutiles ingeniosidades, el conceptismo, el sentido moral, rasgos que llaman la atención de los extraños cuando estudian nuestros cancioneros del siglo XV. O, si por el contrario, son el sustrato de una visión de las cosas que no se expresó exclusivamente en castellano, como Ausias March atestigua. Y que por eso, desde él, pudieron llegar a los poetas renacentistas del Emperador. Baste pensar en Garcilaso, la teoría del amor que aquí se cuenta nos trae ecos de los más emocionantes del poeta toledano; el desgarro del per vós muyr (I, 158) no es sino el anticipo del soneto V: «por vos he de morir y por vos muero». La canción LXXVII de Ausias recuerda bien de cerca el soneto XXVII:


Amor, amor,          un hàbit m'he tallat
de vostre, drap,          vestint-me l'espirit;
en lo vestir,          ample molt l'he sentit,
e fort estret,          quant sobre mi.s posat.


(I, 394)                



Amor, amor, un hábito vestí
el cual de vuestro paño fue cortado;
al vestir ancho fue, mas apretado
y estrecho cuando estuvo sobre mí.


Lo había señalado el Brocense («este soneto es traducido de Ausias March, poeta Lemosino») y Herrera («este pensamiento es de Auzias, y pareció también a don Diego de Mendoza, que lo tradujo; pero con tan poca felicidad como G. L.») y lo reiteraron Tamayo de Vargas y Azara.

Versos del canto LXXXIII inspiran otros de la Elegía II:


Si co.l malalt,          qui llonch temps ha que jau
e vol un jorn          esforçar-se llevar,
es sa virtut          no li pot molt ayudar,
ans, llevat dret,          soptament plegat cau,
ne pren a mi,          que.m esforç contr. Amor
e vull seguir          tot ço que mon seny vol;
complir no.u pusch,          perquè la força.m tol
un mal estrem          atraçat per Amor.


(I, 404)12                



Como acontece al mísero doliente [...]
y le amonesta que del cuerpo humano
comience a levantar a mejor parte [...]
En este dulce error muero contento;
Porque ver claro y conocer mi estado
no puede ya curar el mal que siento.


(vv. 124-140)                


No insisto en unas influencias que ya han sido rastreadas (Lapesa, Ferreres). Basta con recordarlas ahora, y quede como un eco duradero la traducción de Jorge de Montemayor (Valencia, 1560) cuya portada reza bien claramente: Las obras del excellentissimo poeta y philosopho mossen Ausias March, cauallero valenciano.




5

Contemplando la gran fuente de Poblet, Sánchez Albornoz dijo: «ese juego de aguas de tradición romano-árabe recuerda que Cataluña es un jirón de España», como el «mozarabismo, barroquismo, movimiento» de Ripoll es un testimonio de la «españolía en la vieja Cataluña» (España un enigma histórico, fotografías 49 y 79). Pudiéramos seguir con las comparaciones de esta poesía y tendríamos que hablar del realismo hispánico. Porque Ausias March, instaurado en un mundo que lo cerca, ve un orbe inmediato en el que las cosas entran encariñadamente en sus versos. Su poesía se convierte así en el testimonio riquísimo de la creación. Como en los tapices coetáneos de Francia o de Flandes, hay un mundo abigarrado que en la poesía llega con las comparaciones más precisas: gusanos (I, 179), liebres (I, 425), toros (I, 229), caza (II, 39), ciervos (I, 345), perros (II, 83), mil suerte de animales (II, 81; 113); ríos (II, 277), pesca (II, 95), sardinas (II, 75), leña (I, 243), árboles (II, 329), paja (II, 35), hierbas (II, 77), humo (I, 151, 279), vientos (II, 13), tormentas (I, 371), sol (I, 163); niños (II, 89), labradores (II, 403); médicos (I, 193, 277), enfermos (I, 405; II, 101, 243, 179), paralíticos (I, 381), etc. Abruma la riqueza metafórica que este hombre ha captado en la realidad circundante. Podríamos seguir acrecentando la nómina y deberíamos preguntar si el llamado realismo español no tiene en Ausias March uno de sus más egregios representantes. Y he dejado un mundo de singular riqueza: el mar. Se me dirá que un valenciano como Ausias March sentiría la llamada del Mediterráneo, sí. Pero quiero ver en ello algo más que una contingencia ocasional: es la expresión de la realidad con un lenguaje que es constante en la literatura de España. ¿Cómo si no encontrar en Juan de Mena el riquísimo caudal de voces marineras que estudió María Rosa Lida? ¿Y las naos de amor de los poetas aragoneses? ¿Y el mundo metafórico de algún poeta de Indias? En castellano, sí, podrá decirse que Mena marcó una impronta que no se borra.

Pero esa impronta también estaba acuñada a orillas del mar «más azul que el Partenopeo». Valgan unos pocos testimonios: llença «bramante de pesca» (I, 169), escandall «sonda» (I, 225, 390), aparell (I, 235), mestre «viento mistral», ponent «poniente» (I, 285), fons «fondos» (I, 391), perillant en la mar (I, 402), àncores u ormeig (I, 404), aquells qui per la mar navegen (II, 113), etc. O, sirvamos para acabar, un testimonio de más alto empeño:


Yo contrafaç          nau en golf perillan,
l'arbre perdent          e son governador,
e per contrart          de dos vents no discor.
Los mariners          enbadalits estan,
e cascú d'ells          la sua carta tenta,
e són discorts          en llur acordament:
u volgra ser          prop terra passos cent,
l'altre tan lluny          com vent pot dar empenta.


(I, 226)13                





6

Estoy enhebrando mis comentarios al filo de una traducción. Traducir es un menester complejo en el que salir airoso exige algo más que pericia; exige comprender identificándose e incluso crear sin hacer ningún trueque con la veracidad. Se habla de interpretación y paráfrasis, porque no se consigue que una desamorada máquina de traducir nos transmita lo que es una carga de emociones. Más aún, las emociones de una lengua son distintas en otra, las evocaciones de una palabra son vidrios quebrados al trasladarse, los significados subyacentes no coinciden bajo la apariencia de significantes singulares. Y el traductor tiene que sacrificar y sacrificarse, si es que quiere salvar la verdad. Más de una vez se ha dicho que la prosa española debe su muy mucho de capacidad expresiva a las traducciones bíblicas: por torpe que nos parezca el cumplimiento, ¿acertaremos a entender el inmenso esfuerzo de romancear? Cinco siglos después de haber escrito Ausias March se ha vertido al castellano: también por medio hay mucha arqueología, mucha sensibilidad cambiada, mucha lingüística en evolución. Quien traduce hoy debe poner a buen recaudo numerosos conocimientos que, para entendernos, llamaremos con una palabra venerable: filología. Filología es lisa y llanamente, amor a la palabra y a todas esas otras palabras que están insertas en el logos. No se olvide, la filo-logía acredita un determinado talante de coherencia mental, filo-lógico. Y lógico no es lo que se translitera simplemente, sino lo que discurre con orden. He aquí el quehacer olvidadizo: traducir un texto antiguo exige amor a la palabra, la que se toma y la que se presta, pero es -además- encontrar en una lengua lo que es consecuente en otra. Difícil ocupación. Podríamos discrepar tantas cuantas veces quisiéramos del proceder ajeno, pero la defensa contra nuestra crítica estaría en ese doble escudriñar etimológico: amor racional al instrumento que se transmite y amor racional al nuestro propio, pues, de otro modo, la palabra sería la herramienta de desunión más que el camino que condujera a los acercamientos. Amor a la verdad que es decir con palabras ciertas la que con otras ya se había -en nuestro caso- bellamente dicho. No pretendo ninguna cura en salud, sino avistar dificultades.

Jorge de Montemayor, alto poeta, vertió parcialmente a Ausias March. Dejó de traducir algunas estanças «porque el autor habló en ellas con más libertad de lo que ahora se usa»; piense el lector lo que será tentar la hazaña cuatrocientos años después, y comprenderá cómo siguen valiendo las palabras con que el portugués saludó al anónimo y lejano lector de por 1560: «Yo he hecho en la traducción todo cuanto a mi parescer puede sufrirse en traducción de un verso en otro. Quien otra cosa le paresciere, tome la pluma, y calle la lengua, que ahí le queda en qué poder mostrar su ingenio». La discreción no es virtud para sólo un siglo.

Voy a comparar un poema que nos permita cotejar tres versiones. Lo escojo intencionadamente muy breve para que el comentario sea abarcable en pocas líneas. Es el texto que lleva el número LXXXII en las obras de Ausias March, y lo copio de la edición de Ferreres (I, p. 404):


Quant plau a Déu          que la fusta peresca,
en segur port          romp àncores y ormeig,
e de poch mal          a molt hom morir veig:
null hom és cert          d'algun fet com fenesca.
L'home sabent          no té pus avantatge  5
sinó que.l pech          sol menys fets avenir.
L'experiment          y els juis veig fallir;
Fortun y Cas          los torben llur usatge.



En la edición de F. Carreres de Calatayud (Madrid, 1947), el traslado de Jorge de Montemayor se presenta de este modo (p. 311):


Quando Dios quiere que la nao pereza [sic],
en medio el puerto quedará anegada:
muy poco mal nos mata, que se offrezca,
de los successos no hay quien sepa nada:
lleuar ventaja en cosa que acontezca,  5
el nescio al sabio, es poca, o casi nada:
ingenio y experiencia nos dan lumbre,
fortuna y caso mudan la costumbre.



La Esparsa IV se ha traducido por una octava real, en el mismo número de versos; es cierto, pero yo no suscribiría los panegíricos de turno. Para Micer Cristóbal Pellicer, quien comparara a Montemayor con Ausias March.


       ... muy poco haría,
si no os hiziesse más auentajado.
   Pues si el mesmo Ausias resuscitasse
esta versión, sin falta, pensaría
ser más original que no traslado.



Podrá ser creación original la traducción, pero, evidentemente, falta a la letra y al espíritu de su modelo. El conjunto es desvaído; a partir del verso 4, el texto castellano pierde fácil comprensión, se va complicando la sintaxis y no se ve qué coherencia hay en el final. Jorge Montemayor no ha entendido el texto, y si lo ha entendido no ha sabido transmitírnoslo: ahí queda como testimonio de torpeza cambiar la visión directa y realista de la nave con anclas y aparejo destruidos por ese «en medio el puerto quedará anegada», que no es, precisamente, lo mismo; y está la libertad -llamémosla así- de segur port «puerto seguro» convertido en medio el puerto y todas las incomprensiones que el texto brinda. Y, más aún, el verso 7 dice justamente lo contrario que en el original. Basten estas notas volanderas. La traducción del gran poeta portugués no puede presentarse como un modelo de comprensión ni de claridad.

Saltemos unos cuantos siglos. Pere Gimferrer ha vertido poéticamente una buena colección de textos (Ausias March, Obra poética, Madrid, 1978). El que nos ocupa reza así:


Cuando a Dios place que el navío perezca,
le rompe en puerto el ancla y aparejo,
y a muchos veo morir de poco mal:
no hay caso cuyo fin no sea incierto.
El discreto no tiene más ventaja  5
sobre el necio que el menos desbarrar.
La experiencia y el juicio veo falibles:
Azar, Fortuna, turban sus usanzas.



Evidentemente la traducción mejora muchísimo la que se hizo en el siglo XVI, aunque el verso blanco no tenga una fiel correspondencia con el original. La proximidad es muy grande y el sentido preciso, no hay más vuelta de hoja. Pero a un oído castellano suena a licencia excesiva hacer bisílabo a navío (v. 1) y monosílabo a veo (vv. 3, 7). Mal parado quedaría oyendo lecturas como éstas aquel Caballero Valenciano que, al elogiar a Jorge de Montemayor, escribió en un soneto:


La empresa fue de ingenio al mundo raro,
qual le pedía la aspereça fiera
de la escabrosa lengua lemosina.



Aspereza escabrosa que no ha sido superada, porque traducir no es un arte fácil, y mucho menos si se quiere hacer en verso.

Al poner estas apostillas no pretendo convertirme en dómine de nada ni de nadie. Tan sólo reiterar algo en lo que vengo insistiendo: al interpretar, sin dificultad se pierde uno en el horizonte de las lejanías. Y no es eso lo que un traductor debe buscar. Si se tientan las fidelidades, no será extraño que tengamos que recurrir a ciertos arbitrios, que no son suavemente tolerables. Otra suerte de Escila y Caribdis que acechan. Y aún así el traductor si es escrupuloso como en el caso de nuestro comentario, se creerá obligado a poner una nota: «5-6. El sabio yerra menos que el necio; pero, fuera de ésta, tan relativa y no infalible, no tiene más seguridades que él» (p. 257).

Y estamos ante la última versión que quiero considerar del mismo texto. Rafael Ferreres nos da su interpretación en prosa (p. 405):

Cuando place a Dios que la nave perezca, áncoras y jarcias rompe en seguro puerto, y de escaso mal veo morir mucha gente; nadie está seguro de cómo acabará ningún hecho. El hombre sabio no tiene más ventaja sobre el necio sino que éste suele menos hechos acertar. Veo fallar la experiencia y la muerte. Fortuna y Azar mudan su costumbre.



El riesgo de traducir no es menguado, y cualquiera, con las experiencias de los demás puede procurar más seguros aciertos. Sí, también yo me comprometo y me arriesgo a la crítica: hubiera seguido a Gimferrer poniendo «le rompe...», prefiero juicio a mente y, acaso, hubiera buscado algún giro sintáctico más espontáneo. ¿Y qué dirá el lector de mis comentarios? Ferreres ha traducido bien, ajustadamente, con lógica. No digo que mejor que Gimferrer, ni peor tampoco, eran dos propósitos distintos, y aquí los tenemos. Quien quiera entender, entienda. Yo sólo pretendo justificar una tarea que no sé si siempre valoramos con justicia, pero que nos es imprescindible, que nos ha sido imprescindible y que nos seguirá siendo imprescindible. Me basta con expresar gratitudes y con denunciar mi propia libertad.

Un día del siglo XVII, otro gran poeta levantino, don Francisco de la Torre y Sevil, se encara con el difícil oficio de traductor. Tiene entre sus manos los epigramas de Juan Oven, el Marcial inglés, y decide ponerlos en verso. Son sus hermosas Agudezas (Zaragoza, 1674). Pero Francisco de la Torre era sagaz y avisado, además de gran poeta; sufre la tortura de ser exacto, elegante y personal.

Solamente eso: exacto, elegante y personal. Traduce del latín al español y piensa que sólo alcanzará sus fines por medio de triple andadura: una versión tan próxima al original como sea posible, un poema con las ideas ajenas pero explayándolas para que queden claras, una interpretación original sin necesidad de someterse a la tiranía de un metro afín o de un contenido condicionado. Y entonces, desde el rigor aherrojado hasta la independencia liberada, escribe tres poemas para un solo texto. Don Francisco de la Torre y Sevil estaba en lo cierto. Que su ejemplo nos mueva a enjuiciar serenamente a los traductores de nuestros días.




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Traducir es siempre un riesgo de dudosa aceptación. La célebre paranomasia traduttore - traditore cuenta con tantos adeptos como críticos de cualquier versión. Ferreres ha elegido una posibilidad: ser fiel, lo más fiel posible, al texto que tenía bajo su mirada. Se nos plantea el viejísimo problema de si traducir es verter, interpretar o trasladar palabra por palabra. A estas cuestiones me he referido en otros momentos y no creo oportuno repetir lo que he dicho ya. El crítico debe juzgar lo que le ofrecen, no lo que él lee que debiera hacerse pero que, habitualmente, es incapaz de hacer. En este sentido nuestro traductor ha sido de una escrupulosa exactitud; ello le ha impedido -de tan fiel como es- explayarse en cualquier tipo de lucimientos. Lo había dicho con palabras cuya oportunidad ya he hecho mención: no se trata de suplir, sino de ayudar. Y la ayuda está, leal y humildemente, en servir de báculo a quien necesita apoyo. Limitándonos a esto, Ferreres ha cumplido, y ha cumplido bien14. Acaso un exceso de fidelidad ha obligado a dar cierto regusto arcaizante a su versión, cierto paralelismo literal, cierta similitud sintáctica. Creo que con deliberación y con un propósito muy meditado. Yo pienso -y mi juicio es harto discutible- que hubiera podido modernizar abastar II, 343), amistanza (II, 23), civil «cruel» (II, 95) y algún otro término; que hubiera podido no respetar, aunque sea dialectal, el género femenino en negror (I, 325), calor (II, 51) y honor (II, 115); que hubiera podido ser más libre en la transmisión de besar por «beso» (II, 53), discordan por «desproporcionan» (II, 43), meritan por «son premiados» (II, 109), etc. En pocos, muy pocos casos, la forma castellana resulta poco elegante, o no correcta, como verter esclata por «revienta» (II, 29, 39), hauré por «tendré» (II, 137), andase (II, 323), fuera de sí (I, 211), y, en otros pocos, no creo acertada la traducción: a mi modo de ver, gobernador es el «gobernalle o timón» (I, 227), falsses manjoyes son «falsas alegrías» (II, 63). En diversos pasajes no tengo certeza de que la identificación de Ferreres sea justa, pero tampoco la tengo de la que yo propondría: el texto evidentemente no siempre es fácil y, además, ahí está la necesaria ambigüedad de la poesía, según los conocidos postulados de Empson. Y, para concluir con este apartado, hay erratas que deben salvarse en próximas ediciones.

Que nada de esto es grave, me parece cierto. Una obra tan amplia, tan compleja y tan fuera de nuestros hábitos, creo que habrá hecho meditar al autor en mil situaciones. Si un lector cuidadoso se encuentra en multitud de aporías, pienso el ingente trabajo que el traductor ha vencido. Nosotros vemos unos resultados finales, ¿podemos saber los años que están sepultados en estos dos pulcros volúmenes? Agradezcamos las vigilias que sólo podemos intuir.




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He tratado de explicar lo que a mi modo de ver significan las casi mil páginas que Rafael Ferreres ha dedicado al mayor de los poetas de su tierra. Son páginas que rezuman amor en cada línea y de las que, con pobreza, he querido señalar lo que para mí ha resultado más significativo. Pero sería mezquino si no dejara constancia, siquiera en unas apostillas finales, de la enorme erudición de las notas y la generosidad de tantas y tantas explicaciones como en ellas se encierran; un prólogo en que los aciertos nos van llevando de sorpresa en sorpresa (biografía, teoría del amor, qué es lo que Ausias tiene y qué le falta, la poesía como diario de una vida, el cancionero tras la muerte de la amada, la creación original en estos versos, los recursos expresivos...). Ausias March está ya en lengua castellana y, además, con los textos originales cuidadosamente depurados. Es una gran voz de nuestra cultura que ya no podrá silenciarse. Más mucho más que un autor de clase y de classis «grupo, orden». Clásico que recibió herencias paralelas a los poetas de Castilla o de Aragón, que manifiesta intereses comunes a los poetas que escribieron en la otra lengua de su misma Corona, que fue una clara luz para grandes poetas de la edad de oro. Todo esto y mucho más es lo que Ferreres nos ha regalado. He querido comentar lo que yo he encontrado por mis personalísimas inclinaciones de lector. Pero estas apostillas son una glosa y no una suplantación.





 
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