Madre: en el fondo de tu vientre se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos. Con tu sangre rica me regabas como el agua a las papillas del jacinto, escondidas bajo la tierra. Mis sentidos son tuyos, y con éste como préstamos de tu carne ando por el mundo…
Yo era una niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos obscuros en el día, como es el lagarto verde, bebedor del sol. Y tú sufrías de que tu niña no jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre cuando en la viña de la casa la encontrabas conversando con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino que parecía un niño embelesado…
Después, yo he sido una joven, y después una mujer. He caminado sola, sin el arrimo de tu cuerpo, y sé que eso que llaman la libertad es una cosa sin belleza. He visto mi sombra caer, fea y triste, sobre los campos sin la tuya chiquitita, al lado. He hablado sin necesitar tu ayuda. Y yo hubiera querido que, como antes, en cada frase mía estuvieran tus palabras para que lo que iba diciendo fuese como una guirnalda de las dos.
(Gabriela Mistral, «Recuerdo de la madre ausente»)
Y cuando es que viene y llega
una voz que lejos canta,
perdidamente la sigo,
y camino sin hallarla(“Madre mía”, Lagar)