Biografía de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)
Gaspar Melchor de Jovellanos y Jove Ramírez nace en Gijón, el 5 de enero de 1744. No creemos abultado afirmar que con él viene al mundo una de las personalidades más apasionantes de todo el siglo XVIII español, carácter forjado en el crisol de un período complejo y ambiguo, de tensiones difícilmente sintetizables, jalonado de avances y retrocesos, culminación, en fin, de un enconado debate filosófico, político y cultural, que nunca había dejado de alentar en el transcurso de la centuria, pero que adquiere tonos realmente dramáticos durante la madurez vital de nuestro autor. Jovellanos vivió la España de su época con una intensidad desproporcionada a la de su propia fortuna personal, que, como en el caso de tantos y tantos compatriotas, le acabó siendo injustamente adversa.
Sintetizando algunos de sus datos biográficos más relevantes, diremos que estudió en Oviedo, Osma, Ávila y Alcalá y que, disuadido de seguir la carrera eclesiástica (para la que se había preparado, al mismo tiempo que se formaba en Leyes, en las mencionadas universidades) optó por trabajar en beneficio de la Administración del Estado. En 1767 se le nombra Alcalde del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla, después de concursar sin éxito a una cátedra de Decreto en Alcalá y a una canonjía doctoral de Tuy. En Sevilla, ciudad a la que llega con 24 años, permanecerá Jovellanos hasta 1778. A esta época corresponde la descripción física y moral que de él nos ha dejado Ceán Bermúdez: «de estatura proporcionada, más alto que bajo, cuerpo airoso, cabeza erguida, blanco y rubio, ojos vivos (…) era generoso, magnífico, y aún pródigo en sus cortas facultades: religioso sin preocupación, ingenuo y sencillo, amante de la verdad, del orden y de la justicia: firme en sus resoluciones, pero siempre suave y benigno con los desvalidos; constante en la amistad, agradecido a sus bienhechores, incansable en el estudio, y duro y fuerte para el trabajo
».
La estancia en Sevilla fue, para Jovellanos, muy enriquecedora, tanto desde su experiencia personal como de la intelectual e ideológica. Allí trabó conocimiento con un hombre que habría de influir no poco en su trayectoria posterior: el intendente Pablo de Olavide, peruano de nacimiento, fervoroso seguidor de las corrientes de pensamiento francesas, en torno al cual giraban las élites sociales y culturales de la ciudad. En Sevilla lee Jovellanos a autores franceses, como Montesquieu, Voltaire o Rousseau, estudia inglés para conocer directamente las obras de Young, Milton y Macpherson, entra en contacto con las ideas jurídicas del italiano Beccaria, apoya la reforma de los Colegios Mayores –aunque discrepe de sus consecuencias- y orienta con sus consejos a los jóvenes poetas que, como Meléndez Valdés, se dirigen a él en demanda de estímulos. De esta época sevillana son, asimismo, la tragedia Pelayo (1769) y el drama El Delincuente honrado (1773), así como la traducción del canto primero del Paraíso perdido de Milton y de otras composiciones poéticas francesas. Sevilla provocó, también, los primeros amores de Gaspar Melchor. Primero, la que aparecería en sus versos con el nombre de Enarda, amor correspondido que acaba con la marcha, en 1769, de la amada; luego, fugazmente, otra mujer –Galatea en los versos- llenará su sensibilidad de enamorado.
En 1778, Jovellanos se traslada a Madrid, en virtud del nombramiento de Alcalde de Casa y Corte; ingresa en la Sociedad Económica Madrileña; este mismo año, después le abrirán sus puertas la Academia de la Historia y la Academia Española. En 1780, la Sociedad Económica de Asturias le distingue como individuo honorario y es promovido al Consejo de las Órdenes Militares. Son años de intensa actividad pública, que no le impiden escribir su Elogio de las Bellas Artes (1781), las dos «Sátiras a Arnesto» (que aparecen en El Censor en 1786-1787), el brillante Elogio de Carlos III (1788) y la Epístola del Paular. Anteriormente, en 1782, con motivo de un viaje a León en representación del Consejo de las Órdenes Militares, había iniciado las Cartas a Ponz, uno de los trabajos que más fielmente reflejan el amor de Jovellanos por la tierra asturiana. Jovellanos escribe, lee, redacta informes y memoriales, polemiza con otros escritores, estudia documentos, atiende la fatigosa correspondencia, asiste a tertulias -como la de Campomanes-, viaja continuamente por España, y todo ello sin descuidar sus obligaciones profesionales.
En 1790, dos años después de la muerte de Carlos III, Jovellanos conoce su primera decepción política. La Corte madrileña ha cambiado y en la cúspide del poder, Floridablanca ha iniciado una etapa de involución política. Los acontecimientos revolucionarios franceses atemorizan a los sectores reformistas y se ejerce una censura férrea que acaba con los tímidos ensayos del periodismo crítico. En este contexto, Jovellanos es enviado a Asturias, comisionado por el Ministerio de la Marina, en una decisión que tiene todos los visos de ser una venganza urdida por sus enemigos de la Corte, al defender públicamente a su amigo Cabarrús, que había sido acusado de malversación de fondos en el Banco de San Carlos. De poco sirvió la gallarda actitud de Jovellanos defendiendo al amigo; a raíz de este suceso, se rompen las cordiales relaciones con Campomanes de forma casi violenta, volcando en los Diarios toda la amargura que lo atenazaba al comprobar que hombres como Lerena -uno de los principales instigadores de la operación- manejaban ahora las riendas del poder.
Durante el tiempo que permanece en Asturias, Jovellanos alienta varios proyectos y realizaciones de auténtica envergadura; acaba el Informe en el expediente de Ley Agraria (1795), funda el Real Instituto de Náutica y Mineralogía en 1794, institución educativa modélica sobre la que volcó su enorme capacidad de trabajo e ilusión, orientándola en el estudio de las ciencias útiles frente al anquilosamiento escolástico y preparando a las jóvenes promociones de ingenieros, marinos o físicos en las nuevas técnicas científicas y en conocimiento de las humanidades. Para el instituto escribiría Jovellanos discursos como el de La necesidad de unir el estudio de la literatura y las ciencias (1797) o Sobre el estudio de las ciencias naturales (1799). Acaba también la Memoria sobre los espectáculos públicos, que más tarde rehará (1796).
Desde Gijón, Jovellanos permanece al corriente de los acontecimientos que suceden en la Corte. El inteligente y ambicioso Godoy cuenta con el total respaldo de los reyes, en un ambiente de intrigas palaciegas y recelos cortesanos. La reposición moral de Cabarrús en 1793 y su creciente amistad con el primer ministro permiten a Jovellanos ponerse en contacto epistolar con el favorito a partir de 1796 y a instancias del propio Cabarrús; el resultado de estas relaciones (que suponían, claramente, su rehabilitación) es el nombramiento, tan inesperado como indeseado, de Jovellanos como embajador en Rusia; tal nombramiento se transforma, a los pocos días, en otro mucho más importante: la titularidad en el Ministerio de Gracia y Justicia. Estamos en 1797. La nueva noticia, celebrada ruidosamente por sus partidarios y paisanos, sume al gijonés en una sorpresa no exenta de temor, haciéndole escribir en los Diarios: «haré bien y evitaré el mal que pueda; dichoso yo si vuelvo inocente; dichoso si conservo el amor y opinión del público que pude ganar en la vida obscura y privada»
. El reformismo español había puesto sus ojos en la gestión de Jovellanos, esperando de su probidad y enorme voluntad de servicio la reorientación de una política ilustrada que había ido sufriendo, con el paso de los años, un sinfín de recortes.
Lo que el propio Jovellanos no podía suponer es que su gestión, al frente del Ministerio, iba a ser yugulada mucho antes de comenzar a ver sus frutos. Ocho meses más tarde (noviembre 1797-agosto 1798), cesa en sus funciones y, a partir de ese momento, la adversidad y la injusticia van a cebarse en su persona y en la de todos aquellos hombres afines a sus ideas. Como bien afirma Caso González, «su fracaso significó el fracaso final de la política ilustrada, ya que quienes le derribaron eran precisamente los conservadores o reaccionarios que poco después, en marzo de 1801, intentarán destruir a todo el grupo a base de destierros, procesos y persecuciones»
. Las víctimas son numerosas: el ministro Saavedra, amigo de Jovellanos, el también ministro y sucesor de Saavedra, Urquijo, los obispos de Cuenca y Salamanca, el poeta Meléndez Valdés, la condesa de Montijo y un largo etcétera compuesto por eclesiásticos, escritores, aristócratas y servidores del Estado, reclutados entre los sectores ideológicos preliberales y reformistas.
La salida de Jovellanos del Ministerio, el 15 de agosto de 1798, coincide casi en el tiempo con la muerte de su querido hermano Francisco de Paula, acaecida once días antes en Gijón. Esta dolorosa pérdida, unida al intento de envenenamiento que el propio Jovellanos sufre, operan muy negativamente sobre su salud. Antes de recluirse de nuevo en Gijón, Jovellanos pasa una temporada de descanso en el balneario de Trillo, y después de una corta estancia en Madrid, resolviendo asuntos personales pendientes, puede al fin volver a Asturias. Había sido nombrado Consejero de Estado y aquí, en su tierra, debía Jovellanos cumplir con el encargo de varias comisiones. El estado de ánimo en esta segunda etapa gijonesa se trasluce inequívocamente en los Diarios: desilusión, apatía en el relato de sus vivencias, escaso nivel de proyectos y un cierto grado de ansiedad permanente. A pesar de ello, no abandona Jovellanos los trabajos conducentes al perfeccionamiento de su Instituto (cada vez más mermado de apoyos oficiales y más hostigado por el clero ultramontano y la administración reaccionaria); de esta época son sus estudios e iniciativas a favor de la lengua asturiana, que ya había centrado su atención antes, en 1791, pospuesta a la realización de otros proyectos más urgentes pero que nunca habían dejado de interesarle. Así, el Apuntamiento sobre el dialecto de Asturias, publicado por Nocedal y las Instrucciones para la formación de un Diccionario bable, enviadas al canónigo y entrañable amigo González de Posada en enero de 1801. También en estos años, Jovellanos presta su colaboración desinteresada para la elaboración del Diccionario Geográfico e Histórico de Asturias, obra encomendada por la Academia de la Historia al canónigo de San Isidro, Martínez Marina.
Pero la situación personal de don Gaspar se tambaleaba progresivamente. El odio enfermizo del ministro Caballero, sucesor suyo en el Gobierno, las asechanzas continuas urdidas por personajillos asturianos y, en general, el clima de represión desatado en todo el territorio del Estado contra jansenistas y reformadores, culminan con su detención y posterior aislamiento en marzo de 1801, por el entonces regente de la Audiencia de Oviedo, Andrés de Lasaúca. El biógrafo y amigo Ceán Bermúdez recuerda así el triste acontecimiento en las Memorias: «encargaron la prisión al regente de la Audiencia de Oviedo, don Andrés de Lasaúca, ministro de probidad y de buenos sentimientos; pero los términos en que estaba concebida la orden le obligaron a ejecutarla con rigor. Sorprendido el señor don Gaspar en su cama, antes de salir el sol, le hicieron vestirse y que entregase sus papeles. Todos se pusieron en dos baúles, excepto los del archivo de su casa, y se remitieron a la secretaría de Estado. Se le prohibió el trato con sus amigos y parientes, que deseaban verle y consolarle, y sólo se le permitió el preciso con algunos criados, para disponer lo que había de llevar en el viaje y prevenir lo conveniente al arreglo de su casa. Estuvo encerrado en ella el día trece, presenciando el acto de sellar su selecta librería, y antes de amanecer el día catorce le sacaron de Gijón, dejando a sus habitantes anegados en lágrimas y penetrados de gran sentimiento, especialmente muchas familias pobres a quienes socorría y dejó mandado siguiesen socorriéndolas a su costa. Fue conducido con escándalo y escolta de tropa sin entrar en Oviedo, hasta León, y le depositaron en el convento de los religiosos recoletos de San Francisco. Sin comunicación ni aún de los parientes que allí tenía por espacio de diez días, esperando nuevas órdenes de la Corte. Al cabo de ellos, le condujeron por Burgos, Zaragoza y otros pueblos a Barcelona, sin permitir que nadie le hablase en el camino, a pesar de que lo solicitaban personas respetables y condecoradas compadecidas de su inocencia, que le estimaban por su buen nombre y opinión. Le hospedaron en el convento de la Merced con el mismo rigor y privación de trato y allí se despidió con lágrimas de Lasaúca, que le había acompañado en el coche, admirado de la grandeza de ánimo con que había sufrido unas vejaciones que no había podido evitar; y después le embarcaron en el bergantín correo de Mallorca, habiendo llegado a Palma, capital de aquella isla, antes de mediodía, fue llevado a la antesala del capitán general, y recibidas sus órdenes, le condujeron inmediatamente a la cartuja de Jesús Nazareno, que está en el valle de Valdemuza, distante tres leguas de aquella ciudad; y entró en el monasterio el día 18 de abril a las tres de la tarde y a los treinta y seis de un viaje largo, molesto y vilipendioso»
.
El 5 de mayo de 1802, un año después de su primera reclusión en la cartuja de Valdemosa, Jovellanos es trasladado al castillo de Bellver, en el que permanece seis años, hasta su puesta en libertad. Estos amargos hechos no lograron debilitar su fuerte naturaleza moral, su definitiva estatura de hombre. Del destierro y prisión sacó don Gaspar arrestos suficientes para dedicarse al estudio de Mallorca, de su historia y peculiaridades. Allí redacta las Memorias histórico-artísticas de arquitectura, que inicia en 1804 y van destinadas al ya citado amigo y biógrafo Agustín Ceán Bermúdez; en ellas se incluyen la magnífica Descripción del Castillo de Bellver, considerada unánimemente como uno de los más preciosos e importantes textos de la literatura prerromántica europea, y en la que late un sentimiento, acerca de la naturaleza que le rodea, muy hondo y muy ligado a su estado de ánimo y emociones.
Mallorca, la soledad apenas compartida con algunos monjes del convento, supuso para Jovellanos un acercamiento emotivo hacia los valores más positivamente tradicionales del pueblo español y de su historia. En 1808, siete años después de su llegada a la isla, los acontecimientos políticos, precipitados a raíz del Motín de Aranjuez, posibilitan su excarcelación definitiva, cuando todavía está reciente el cambio de trono en la figura de Fernando VII. En vano fue que exigiese la completa reparación moral de su honor, porque los que firmaban ahora la orden de libertad -paradójico juego repetido muchas veces en la historia de España- eran los mismos que habían determinado su anterior condena, que nunca fue precedida de cargos ni proceso alguno. A los sesenta y cuatro años, con la espalda cargada de infortunios y vejaciones, Jovellanos se ve de nuevo enfrentado a una situación peligrosa y excepcional. El pueblo le había saludado como símbolo de las libertades clausuradas, como la esperanza del resurgimiento nacional; los amigos, los que habían compartido con él muchos de los esfuerzos encaminados a desterrar la tiranía, abrazaban la causa napoleónica del rey José I, como única solución posible para cambiar los destinos del país. Debieron ser momentos de intensa reflexión personal, tras los que decide, en los primeros días de septiembre, alzarse contra el invasor y aceptar el nombramiento de la Junta de Asturias para representarla, junto al marqués de Camposagrado, en el órgano supremo de la Junta Central. Con esta decisión, Jovellanos se situaba frente a los que habían sido sus amigos a lo largo de su vida: los Cabarrús, Meléndez, Moratín y tantos otros. En carta dirigida al primero de ellos, uno de los alegatos patrióticos más alejados del celtiberismo político hispano, escribe: «España no lidia por los Borbones, ni por Fernando; lidia por sus propios derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o dinastía
».
Durante la guerra, formando parte de la Junta Central, Jovellanos se convierte en el símbolo moderador de las tendencias presentes en dicho organismo, capitaneadas unas, las conservadoras, por el viejo Floridablanca y otras, las revolucionarias, entre las que se encontraban su propio sobrino, el latinista Juan de Tineo, el poeta Quintana, el conde de Toreno o el jurisconsulto asturiano Argüelles.
En la organización de las labores propias de un gobierno provisional, brilló de nuevo el gran talento estadista del gijonés, aquella capacidad que no había podido desarrollar en su etapa ministerial, y ello en medio de unas condiciones organizativas y políticas absolutamente precarias (la Junta sobrevivió quince meses, hasta el mes de enero de 1810). Su experiencia quedó recogida en la Memoria en defensa de la Junta Central, que se publica en La Coruña en 1811, contra las acusaciones de muchos provinciales que la hacían responsable de la cruenta guerra y del caos social en que estaba sumido el país.
Los días de Jovellanos están contados. Una vez instaurada la Regencia, en los primeros días de 1810, expresa su deseo de instalarse en Asturias. Embarca en Cádiz, junto a su amigo el marqués Camposagrado, el 26 de febrero y llega al puerto gallego de Muros el 6 de marzo, en medio de una furiosa tempestad. Su estado de ánimo se derrumba cuando se entera de la presencia de las tropas francesas en Asturias, reflejando su profunda tristeza en carta que escribe a Lord Holland el 8 de marzo: «la primera noticia que nos dieron fue la de estar Asturias ocupada por los franceses. Un rayo del cielo no habría herido más fuertemente mi corazón. No ciertamente por el entero naufragio de mi pobre fortuna, sino porque siempre me había consolado en tantas desgracias como llovían sobre mí, la idea de que si España perecía, Asturias sería la última en recibir el yugo. Todo, pues, pereció para mí; ya no tengo ni bienes, ni libros, ni hogar, y ni siquiera tengo patria, que tal nombre no quiero dar a una pequeña porción de país donde ni se defiende con rabia y furor la libertad, ni con justicia y gratitud el honor y el decoro de los que tanto han trabajado por ella»
. Jovellanos tiene que esperar en Galicia a que los franceses sean expulsados de Gijón, meses que aprovecha para dar a luz la citada Memoria. Cuando al fin logra entrar en Asturias, después de diez largos años de ausencia obligada, el recibimiento que se le tributa es memorable, pero la fortuna, siempre adversa en los últimos años de su vida, no le permite reposar en su querido Gijón porque éste es reconquistado por las tropas francesas, lo que le obliga a embarcar otra vez rumbo a Cádiz. Una fuerte tormenta obliga al pasaje a refugiarse en el pequeño y pintoresco abrigo de Puerto Vega y allí, el 28 de noviembre de 1811, enfermo de pulmonía, fallece Jovellanos.
Álvaro Ruiz de la Peña