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ArribaAbajo- VII -

Servidumbre e inquietud


Pero, aunque en el cine se evidencia, no es la descrita una cualidad exclusivamente cinematográfica, sino, que pertenece a la técnica en el tercer estadio. El mismo sentimiento de asombro y novedad del ser, creo que se experimenta en determinados viajes por avión, en algunos experimentos de física atómica y, parece que en este caso con particular intensidad, en la visión del mundo estelar a través de los telescopios potentes.

El hombre actual socializado, superviviente entre los escombros de las ruinas del humanismo, está abierto a una dimensión de la existencia, por obra de las técnicas que se escapan, próxima en cierto modo a la mágica del hombre primitivo. ¿Adónde lleva esta servidumbre «asombrada», este ser esclavo y al mismo tiempo propenso a la más honda inquietud?



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ArribaAbajo- VIII -

El cine creador de arquetipos


La unidad total de un determinado sistema de cultura, lo que solemos llamar el agente totalizador, se manifiesta en todas las formas de convivencia, pero cristaliza de modo más perfecto, en determinados símbolos que recogen los modos de comportamiento que mejor expresan el sentido total de la cultura que se trate. A estos símbolos en que la totalidad se realiza como arquetipo, los llamamos encarnaduras.

Las encarnaduras o arquetipos definitorios cambian con las épocas. La encarnadura definitoria de la cultura griega en la época clásica podría ser el efebo. Lo mismo que para la cultura medieval se admite normalmente que las encarnaduras son el caballero y el monje, en el siglo XVIII se toma como encarnadura al burgués, al abate, etc. En nuestro tiempo las encarnaduras, quizás aun no perfiladas por la distancia histórica, las expresa con singular fuerza el cine; pero el cinematógrafo no sólo divulga e impone las encarnaduras, sino que en cierto sentido las crea. En un artículo publicado en América se tomaba como encarnadura específica de la cultura de nuestro tiempo, particularmente en Norteamérica, la adolescente. El autor de este artículo utilizaba la palabra cynosura para expresar lo que designamos nosotros con la expresión encarnadura. La adolescente sería una de las encarnaduras divulgadas y en cierto modo creadas por el cine1. La adolescente, con su espontaneidad, gracia, ingenuidad e inocente malicia, se habría convertido en el objeto de la imitación y del deseo. El cine denota con claridad cómo nuestro tiempo está ávido de juventud y adolescencia y cómo esta avidez transforma el aspecto, los modos de comportamiento y el sentido de las relaciones sociales.

No se agotan las encarnaduras en la adolescencia. El cine ha divulgado y en cierto sentido creado, el tipo de escéptico que alimenta detrás de su escepticismo e independencia un manantial inagotable de fidelidad hacia lo que considera su deber. Este arquetipo es sumamente difícil de definir, pero quizás recoja el sentido de «compromiso» o «embarque»   —20→   que en otra dimensión han estudiado y divulgado los filósofos existencialistas.

Candilejas
(1950)

Chaplin. Candilejas (1950).

El cinematógrafo, en cuanto creador de arquetipos, no sólo los impone por sus condiciones de rigor y superioridad, condiciones que provocan de modo necesario una tendencia a la imitación, sino que, además, tales arquetipos ejercen una intensa seducción sobre los espectadores por ser «encarnaduras». La gente los imita o admira de un modo tan profundo que, a veces, existe un auténtico culto al arquetipo o «encarnadura» cinematográfico. Ocurre esto no sólo por que están bien definidos y son en uno y otro sentido superiores, sino principalmente por su valor simbólico que los constituye en la realidad plástica y dinámica desde el cual es posible la visión total de la unidad de una cierta época histórica. En este sentido el cine realiza el agente totalizador en las distintas «encarnaduras». Se comprende, pues, en qué medida puede influir el cinematógrafo en la dirección social y moral de una determinada comunidad humana. Quienes solicitan entre gritos e incluso golpes, el pedazo de un pañuelo de un artista famoso, están en cierto modo buscándose a sí mismos en la perfección de la «encarnadura». No conviene, pues, admitir sin más que los que se identifican, incluso en su atavío y maneras, con un artista cinematográfico, sean gentes que carecen de personalidad, más cierto es lo contrario; que la tienen muy fuerte y la han descubierto realizada y proyectada en el mundo. En este sentido tiene el cine una función superior en cuanto definidor y creador de arquetipos realizados como «encarnaduras» sociales.




ArribaAbajo- IX -

Para una sociología del «cine»


Supuesto lo que hasta ahora hemos dicho del «cine», como base para poder opinar con conocimiento de causa, se presenta la cuestión da teorizar acerca de él desde el punto de vista de la sociología de la cultura. ¿De qué modos, en cuanto fenómeno cultural, está el «cine» inserto y determinado en el correspondiente horizonte cultural y social? Y aun, mejor: ¿de qué modo se codeterminan «cine» y horizonte social?

Por lo pronto tengamos en cuenta que el «cine» es una entidad culturalmente desarraigada. Es producto típico de la técnica científica y ofrece los caracteres de orfandad y desarraigo propios de ésta. La técnica científica se caracteriza ante todo por su absoluta indiferenciación ante los valores determinantes de la cultura. La radio, el «cine», la aviación, permanecen indiferenciados ante una cultura buena o mala, latina o germana, agonal o no agonal. De una manera u otra el «cine» muestra en cuanto instrumento la triste orfandad del puro utensilio. El «cine» resulta, según esto, un signo de civilización en cuanto tal, porque quizás la neutralidad ante una axiología de la cultura defina mejor que nada lo civilizado, que podría determinarse como cultura huérfana u orfandad cultural.

Octubre (1928)

Eisenstein. Octubre (1928).

La neutralidad e indiferencia ante la cultura potencian en el «cine» lo que hay en él de mero «continente» y forma recipendiaria. Se presta y adapta a todos los contenidos. Más que cualquiera otro fenómeno de civilización   —21→   se caracteriza el «cine»por su general neutralidad. La explicación de esta singular circunstancia hay que buscarla en la falta de subsuelo histórico de cinematógrafo. Otros fenómenos que pudieran considerarse de civilización se escapan del área aséptica de lo indiferenciado para matizarse del sentido de la cultura en cuyo seno han nacido y se han desarrollado. Por ejemplo, la imprenta, que pudiera verse como mero continente o técnica, se ha vinculado de tal modo a las culturas nacionales europeas modernas que forma parte de las mismas como uno de sus elementos más valiosos. El ingrediente formal apenas si tiene significado por su servidumbre al contenido. Pero el caso del «cine» es distinto. No hay una tradición cultural francesa o norteamericana que se haya desarrollado paralelamente al «cine», que aparece como una entidad sin compromiso histórico. La comparación con el teatro resultará esta singularísima condición del «cine». El teatro no es signo de civilización sino de cultura, sólo por un esfuerzo de abstracción se le puede considerar como mera forma. Actúa tras de él un mundo de contenidos culturalmente diferenciados; el subsuelo   —22→   histórico del teatro muestra la vigencia y sentido a su actualidad histórica. El espectador teatral se pone en contacto con determinada cultura desde todos los puntos de vista posibles, incluso el estilístico. El espectador cinematográfico tiene, aun en los supuestos más favorables interpuesta entre el espectáculo y él como espectador el sentido formal y la desarraigada neutralidad del «cine».

Ahora bien; ¿significa esto tan sólo que al «cine» le falta perspectiva histórica, o es una condición inherente al «cine» mismo?

Halla respuesta la pregunta poniéndola en relación con la capacidad del «cine» para trasponer la realidad habitual. En cuanto revelador de una realidad subyacente está el «cine» en cierto modo más allá de lo real y lejos de dejarse aprehender por ello, él es quien lo manifiesta y dirige. Por mucho tiempo histórico que al cinematógrafo se agregue, aunque se desarrolle en el seno de culturas típicas, permanecerá en todo caso transpuesto e indeferenciado ante la cultura que quedará subordinada a la primacía existencial que el «cine» pone en sus contenidos.

Precisamente por estar desarraigado y huérfano, y proceder de la técnica en la madurez de su deshumanización, el «cine» es el modo de civilización que mejor se aviene con el momento social de hoy y del futuro. Es el espectáculo adecuado a la universal socialización de nuestro tiempo.

En el fondo, esta afirmación supone otra más generalizada, pues la congruencia de las características del «cine» con las de nuestro tiempo delata, como insinuamos anteriormente, que la cultura se transforma en civilización en sectores amplísimos que tienden cada día a ser mayores.

En esta coyuntura en la que el «cine» muestra una vez más su condición de fenómeno arquetípico, aparece otra vez el tema del «cine» en cuanto espectáculos de masas.

Por lo pronto se caracteriza el cinematógrafo por ser un elemento divulgador. Es un instrumento poderosísimo al servicio de la más extensa socialización del saber que se haya conocido nunca. Partiendo de este hecho indiscutible se pueden ver, retrospectivamente, una serie de momentos divulgadores que contribuirán sin duda a explicar el actual.

El saber comienza por ser secreto y minoritario. Va vinculado en muchos casos a una concepción religiosa del mundo. En otros es un instrumento para sostener el poderío de casta, clase, o grupo político. En otros el saber es la parte axial de un régimen paidético director. Pero en todos los casos enunciados y en los posibles y no formulados, el saber secreto tiende a declararse, pierde la peculiar tensión que le daba el misterio y se transforma en conocimiento divulgado; saber socializado, distenso y enciclopédico. En términos generales ocurre lo anterior cuando el saber ha dejado de actuar en función del misterio social. La supresión de lo misterioso, en uno u otro sentido, del ámbito de la realidad social, contribuye a la socialización de los elementos minoritarios de esa realidad acogidos al misterio. De aquí que la pérdida del misterio, suponga divulgación del saber, en términos de mayor generalidad, socialización.

El movimiento intelectual griego, conocido con el nombre de sofístíca, es, incluyendo a Sócrates, un momento de divulgación del saber que inmediatamente antes, en Parménides mismo, tenía una clara dimensión religiosa y misteriosa. La triste manía de Sócrates de hablar con el vulgo, le denuncia como personaje típico de lo que, no sin motivo, se ha llamado   —23→   ilustración griega. Sólo un hombre del demos indiferenciado, una persona radicalmente popular podía haberse puesto incondicionalmente al servicio de la divulgación del saber. En Platón, sin embargo, es manifiesta la propensión a convertir la sabiduría en instrumento esotérico minoritario. Quizás nada muestre mejor la diferencia entre los dos pensadores y, particularmente, el espíritu tradicional y aristocrático de Platón.

El renacimiento es otro momento inicial de divulgación de la cultura clásica que culmina en el barroco, en cuya época aparecen los primeros diccionarios técnicos y obras generales de consulta.

A todo momento de divulgación sigue en sentido contrario el proceso que le había precedido, un movimiento de esoterismo del saber que se nimba de misterio. Desde el punto de vista del saber científico esto ocurre desde los iniciales éxitos de Galileo hasta la enciclopedia. El ritmo velocísimo del progreso científico agota en el espacio de los siglos el ciclo que costó, desde la Edad Media, cerca de diez. Los enciclopedistas divulgan el saber científico que se hace atributo de la masa. Con mayor precisión que en ninguna otra época surge el divulgador como tipología concreta. A la línea de Sócrates, Cicerón y Alciato, hay que añadir Rousseau, el divulgador máximo personal y socialmente considerado.

Los bárbaros (1953)

László Benedek2. Los bárbaros3 (1953).

Desde la enciclopedia a nosotros, y siguiendo el perfil del desmedido progreso técnico, se ha repetido el cielo y vivimos un momento de intensa divulgación del saber, que lo mismo que en las épocas coincidentes anteriores, cuenta con su peculiar generación de divulgadores. En cierto modo vivimos otro momento enciclopédico, intelectualista, divulgador y propenso al ensayo. El saber misterioso de la segunda mitad del siglo   —24→   pasado, se recoge y expresa en los contenidos sociales de la expresión «sabio». El «sabio» del siglo pasado, con la insuprimible dimensión novelesca que le rodeó, que dedica sus esfuerzos a la investigación de cuasi inasequibles sectores del conocimiento, ha perdido vigencia social, como lo indica el desuso del adjetivo. Únicamente en las clases sociales más humildes subsiste tal modo de calificación para indicar una tipología social. Según el saber se ha divulgado, ha desaparecido la realidad social de aquella persona de que se decía, no sin un fondo de temor, «es un sabio». Durante el primer tercio de este siglo e incluso hoy actúan divulgadores de indiscutible altura intelectual cuyos nombres prefiero omitir, pues por razones vinculados a la tradición inmediata, no falta quien vea en la expresión divulgador elementos peyorativos.

Con referencia a cada momento de divulgación caben calificaciones distintas. Hay divulgaciones, como la de la enciclopedia, por ejemplo, y el amplio movimiento afín que la siguió, de indiscutible eficacia e incluso profundidad. El proceso divulgador de nuestros días es en extremo superficial por la excesiva especialización científica. Pero precisamente la superficialidad extremada le caracteriza más como pura divulgación y acentúa más los efectos que toda divulgación produce. En las épocas divulgadoras, el vulgo haciendo suyo, de un modo u otro, el saber ajeno, pierde respeto y adquiere mayor confianza en sí mismo. Se transforma en sujeto de la cultura, «sabe» y hace suyo, indebida y obstinadamente, el orgullo que el saber proporciona. Es este vulgo sabihondo el que por medio de personas de acción ha dirigido las revoluciones modernas. En puridad el mayor acierto y triunfo de Marx consistió en prever el reinado del vulgo pseudo-ilustrado.

Cada momento de divulgación tiene su instrumento propio característico. El de la divulgación actual es el «cine». El cinematógrafo es el instrumento ideal para llevar a la masa el saber superficializado; no exige leer como el libro, sino simplemente ver. Visión que está referida a un espectáculo potenciador de la realidad que además, en cuanto visión, lleva consigo esa seguridad infusa que se suele poner en la expresión «yo lo he visto».

Resulta, según lo dicho:

1.º Que el «cine» es un fenómeno desarraigado o de civilización.

2.º Que se adecua por ello al momento socializado, técnico y universalista que vivimos.

3.º Que es el instrumento ideal para secundar la actual divulgación del saber.

Si nos preguntamos por la conexión existente entre las dos primeras afirmaciones, y la última, es decir, qué relación hay entre un fenómeno desarraigado y un medio de socialización intensa con la divulgación del saber, se evidencia que en toda divulgación está complícita una socialización y al mismo tiempo la conversión de determinado saber, de saber de cultura, en saber de civilización. En efecto; en tanto que el saber posee la vigencia social del misterio, quien lo posee sabe el saber de modo peculiarmente intenso y documentado, como no sólo el saber sino el subsuelo histórico de ese saber, pero para el hombre de la calle que lo que sabe lo sabe por divulgación, el saber es puro instrumento de acción social, producto civilizado.

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De este modo el «cine», en cuanto espectáculo de masas, en perfecta adecuación con el medio es el instrumento ideal para fomentar un determinado tipo social humano, a saber; el hombre socializado, indiferenciado, inserto en modos de vida universalizados, portador de un saber vulgar, seguro de sí y relativamente sencillo. Ahora bien, todo esto está unido al otro elemento que conjuntamente con los anteriores servirá para evidenciar al hombre actual como esencialmente paradójico; me refiero a aquella situación psicológica colectiva correspondiente a estados de conciencia singulares que denunciamos al principio; el asombro ante la novedad de las cosas. De este modo los occidentales estamos en profundo desequilibrio y perturbación. De una parte fortalecidos por la confianza en lo que pudiéramos llamar «progreso» ensoberbecidos y seguros como consecuencias de la divulgación, y sin embargo asombrados cuando no perplejos por la súbita emergencia del mundo, superficial.

Siguiendo este camino, el recuerdo de las características denunciadas para lo cinematográfico ofrece nuevos motivos para el análisis de la situación social de nuestro tiempo.

Por lo pronto el cinematógrafo es ante todo potenciador de la finitud. El tema de nuestro tiempo es la finitud y lo finito, y el cine, en general la técnica en su tercer estado, potencian la oscura realidad fundamental de las cosas, en cuanto cosas. El cinematógrafo, en cuanto hace al niño más niño, al árbol más árbol, nos pone ante la finitud enigmática, pero al cabo finitud.

Bajo
el cielo de París (1951)

Duvivier. Bajo el cielo de París (1951).

La inmersión en las cosas de que hemos hablado, trascendencia de lo finito, nos enseña a superar la finitud en la finitud misma. De aquí que el «cine» tenga, y hasta ahora había rehuido el empleo del término, un enorme poder existencial que provoca en el espectador una actitud existencialista. Hasta tal punto manifiesta el cine la finitud de lo finito, que me atrevería a decir, con el ruego anticipado de que no me tachen de   —26→   pedante, que el espectador cinematográfico es, en cuanto tal, «nominalista». En el «cine» reina lo concreto. El espectador de este espectáculo aprende a amar o aborrecer las cosas por las cosas. Incluso ha aprendido a amar de un modo nuevo los cuerpos, miembro a miembro, parte a parte.

El cinematógrafo revelando la importancia de las cosas en cuanto cosas, nos ha enseñado a considerarlas de un modo nuevo, como abiertos a algo en su finitud. Merced a él podemos intentar una hasta ahora inédita clasificación de las cosas por su sentido. En el peculiar mundo del «cine» hay, pues, cosas cuyo sentido es la permisión, como una ventana o una caja, cosas prohibición como un muro o una cadena, cosas que se han hecho a sí mismas, como las ruinas, y cosas que se dejan hacer, cosas parejas y únicas, cosas que son unión, como la presencia de un cable telefónico y separación.

Hasta que el «cine» denunció la importancia de su recóndito sentido, las cosas permanecieron silenciosas, pero hoy asistimos a la revelación de las cosas, que no es sino la revelación de la finitud. La técnica en su tercer estadio, concretamente el «cine», han puesto al hombre ante la inquietud de lo finito. Únicamente en nuestro tiempo se ha pretendido construir una metafísica en la finitud y sólo de la finitud.

Y ésta es la gran paradoja del tiempo que vivimos. De una parte la técnica, en cuanto instrumento y forma, ha repetido uno de los momentos de su ciclo y ha contribuido a formar al hombre pseudo seguro y sabihondo que hemos descrito, pero cuanto está en ese tercer estadio de «res facientes secundas res» ha sembrado una oculta inquietud y angustia. De una parte ha ensorbecido al hombre, de otra le ha humillado.

Es ahora la ocasión de replantear el tema que en su momento iniciamos, ¿denuncia el «cine» en cuanto espectáculo una masificación del espectador? En otras palabras: ¿hasta qué punto el hombre asombrado ante la finitud por la superficie puede estar masificado?

La respuesta a esta cuestión exige que distingamos entre masificación y socialización. En el seno de la masa el individuo es lo que el grano de arena en la montaña, puro elemento del todo. Desde el punto de vista humano la persona deja de serlo en cuanto pierde personalidad y aparece el individuo determinado por la individualidad, «signatus cuantitatis». Desde el punto de vista de la socialización las personas tienen reguladas por normas comunes, e incluso determinados por hechos comunes, sus actos, viven igual. En este sentido nada hay más socializado que una comunidad religiosa, sin embargo, ¿se puede afirmar que tal comunidad esté masificada? ¿No ocurrirá exactamente lo contrario, que una mayor socialización permita una menor masificación?

Únicamente la peculiar situación de Occidente entre las dos guerras, 1918-1939, explica que cabezas privilegiadas hayan confundido masificación con socialización. Cada día es más claro a mi juicio que el hombre actual cuanto más socializa y aligera su vida, con mayor profundidad siente las inquietudes insocializables. Para decirlo con la deslumbrante expresión de Duns Scot, más cuenta se da de que en tanto que persona, su personalidad es «última solitudo». Así se puede explicar la angustia como inquietud de nuestro tiempo, y así también el asombro ante lo finito.

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Y ¿qué significado tiene en todo este conjunto de síntomas el «cine»? Es por su parte el síntoma definidor.

Por un lado la máxima socialización posible. Por otro presentando con enorme fuerza el poder de lo finito, aumenta la inquietud personal, expresada con claridad en la vivencia, y analizada de «vergüenza». De una parte significa para nosotros lo que significaban para el pueblo egipcio las muestras ingentes de su civilización superficial, las pirámides, los palacios, los canales; de otra es un instigador de inquietudes y, persiguiendo la comparación, vale para nosotros lo mismo que para los egipcios el culto a los dioses del hogar, la afición por las cosas menudas, por los sentimientos novelescos y, en resumen, el asombro y seducción de la finitud superficial.

Se puede concluir afirmando que nada expresa como el «cine» la constitución paradójica del hombre actual, su situación desequilibrada. De aquí la dificultad de predecir el porvenir del «cine», porque en el fondo intentarlo equivale a preguntarse, ¿cuál será el porvenir de la primacía actual de lo finito? ¿Y no es esto preguntar por el porvenir religioso de Occidente? ¿No está todo ello contenido en la pregunta con la que se puede decir que corona Heidegger su libro acerca de Kant y el problema de la metafísica? ¿Es posible una investigación acerca de la existencia finita sin una presupuesta infinitud? ¿La substancia finita tiene razón de ser la infinita? Tal es la cuestión.

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