Biografía del Inca Garcilaso de la Vega
Además de serlo del esplendor que la Crónica y la historiografía
de Indias experimentan en el siglo XVII (cuando son ya géneros robustos,
estéticamente maduros e intelectualmente elevados a una dignidad erudita
que los lleva a intentar interpretar el sentido histórico de la conquista
y a ofrecer abarcadoras visiones de conjunto de esa empresa, contemplada ya
con la perspectiva de más de un siglo), la obra del Inca Garcilaso de
la Vega es la expresión más explícita e intensa del dilema
cultural y el drama íntimo que constituía entonces ser un mestizo
americano. Nuestro autor, bautizado con los nombres de algunos de sus antepasados
como Gómez Suárez de Figueroa, nació en Cuzco, capital
del Incario, el 12 de abril de 1539, apenas siete años después
de haber sido derrotado Atahualpa y conquistado el imperio inca por Francisco
Pizarro. Su nacimiento, como el de su hermana Isabel un año después,
es una consecuencia del 'encuentro' de dos culturas a partir de
esa derrota, pero además de ese elemento común a toda la conquista
de América, en su caso hay otros excepcionales, pues al origen 'natural'
o 'ilegítimo' del
Inca Garcilaso, que tendrá largas consecuencias en su vida y se reflejará en
su obra, se une el hecho de que las sangres que en él se funden son
nobles por ambas partes: su padre fue el capitán Sebastián Garcilaso
de la Vega y Vargas, un extremeño descendiente de una ilustre familia
de escritores -estaba emparentado con el Marqués de Santillana, con
Garcilaso de la Vega, con Garci Sánchez de Badajoz, con Jorge Manrique-,
y su madre, la Palla («mujer
de sangre real») Isabel Chimpu Ocllo, hija del Infante Huallpa Túpac,
nieta del Inca Túpac Yupanqui, antepenúltimo gobernante de la
dinastía imperial, y sobrina de Huayna Cápac, el último
gran emperador del Incario.
La
infancia y la juventud del futuro historiador transcurren en Cuzco en estrecho
contacto con su madre y sus parientes maternos, tenidos y reputados por Panakas (lo
más selecto de la nobleza incaica), a la vez que en el hogar paterno
conoce a «los señores principales de la ciudad» y a numerosos
invitados españoles que proceden de distintos lugares de América
o relatan sus experiencias de conquista en el recién nacido Perú,
estremecido entonces por las cruentas guerras civiles entre los conquistadores,
pizarristas y almagristas. El capitán Sebastián Garcilaso se
ganaría en ellas un sobrenombre cruel pero preciso, «El leal de
las tres horas», por sus astutas fidelidades sucesivas a líderes
amigos convertidos en adversarios y viceversa, lo que le valdría ejemplares
castigos impuestos por traición que habría de sufrir con él
su familia 'natural' cuzqueña, aunque también ser
nombrado Corregidor y Justicia Mayor de Cuzco. Ya desde entonces, y aunque
en 1550 se viera obligado a tomar una esposa española y a sacar de su
vida y su casa a Chimpu Ocllo y su hija, reteniendo con él a su hijo
varón, los dos universos del mestizaje habían confluido en la
formación bilingüe y bicultural de aquel joven Gómez Suárez
de Figueroa: al aprendizaje del quechua como lengua materna y vehículo
para el acopio de la tradición viva entre los parientes de esa rama
se sumarían los estudios en el Colegio de Indios Nobles de Cuzco, su
adiestramiento por los Quipucamayos locales
en la lectura de quipus,
la instrucción de los Amautas versados
en la mitología y la cultura incas, y, paralelamente, de la mano de
preceptores como Juan de Alcobaza o Juan de Cuéllar, recibiría
la educación formal de un hijo de español, con gramática,
latín, retórica, doctrina cristiana, buenas costumbres y juegos
ecuestres.
Toda
esa rica y doble índole es parte de su formación como hombre
pero también como escritor, porque Garcilaso estaría toda su
vida tironeado por lealtades opuestas y contradictorias, y porque esos 'recuerdos
mestizos' cobrarían
vida mucho después en una obra que, precisamente por ser tardía
(comienza tímida y discretamente cuando el autor ya tenía 51
años), tiene un marcado carácter retrospectivo y conservador,
afanado en salvar del olvido lo perdido en el tiempo o distante en el espacio,
y empeñado en mostrar a los incas ante los españoles a la luz
de una buena doctrina y mejor filosofía.
Esa etapa cuzqueña, decisiva porque configura el mundo
esencial del Inca Garcilaso, se cierra en 1560: el año anterior el padre
había
muerto y había legado a su hijo 4000 pesos de oro para que fuera a estudiar
a España. Garcilaso, con poco más de veinte años entonces,
decide realizar ese largo viaje. Parte de Cuzco el 20 de enero de 1560, pasa
por Anta, Apurímac, Pachacámac, Lima, Cartagena, Panamá,
las Azores, Lisboa, Sevilla, Badajoz y finalmente se instala en Montilla (Córdoba),
bajo la protección de sus tíos Alonso de Vargas y Luisa Ponce
de León. Viaja frecuentemente a Madrid para obtener de la Corte una
pensión en razón de los méritos de su padre, pero los
trámites son inútiles, el Consejo de Indias rechaza su demanda
(los cronistas habían denunciado la connivencia del capitán Garcilaso
con los enemigos del régimen durante las guerras civiles) y no puede
conseguir renta alguna. Irritado ante ese fracaso, solicita y obtiene el permiso
para regresar a Perú, pero pospone el viaje una y otra vez, e indefinidamente
tras el nacimiento de su único hijo conocido, llamado Diego de Vargas,
fruto de su relación con Beatriz de Vega. Entre 1568 y 1570 participa
en los combates contra el levantamiento de los moriscos en Las Alpujarras de
Granada, primero en el ejército regular al mando de Juan de Austria
y luego en la mesnada señorial del Marqués de Priego, y llega
a obtener el grado de Capitán de su Majestad. Pero pronto abandonará las
armas para refugiarse de nuevo en Montilla y sustituirlas por las letras: su
tío ha muerto, ha dejado varios privilegios y una situación económica
desahogada que, junto a la venta de sus últimas posesiones peruanas
(en 1571 muere su madre en Cuzco), le permiten disfrutar de su retiro y de
una vida en la que va a prevalecer desde entonces su condición de estudioso
y su vocación de escritor que culminará al fin el proyecto cronístico
acariciado largamente, quizá impulsado por la conciencia de que nunca
regresará a su tierra natal, por el recuerdo nostálgico de esa
realidad que ve desvanecerse y por la necesidad de preservar de la extinción
y el olvido un mundo del que se siente parte.
La lentitud de ese proceso que lleva a la escritura, lleno de demoras y vacilaciones, ha sido explicado no sólo como una prueba del rigor y paciente cuidado con que el Inca encaraba su tarea de historiador, sino como el reflejo de una personalidad tímida e insegura en un medio ajeno y por completo distinto del Cuzco natal, causa a su vez del velo de nostalgia y melancolía que algunos estudiosos identifican como rasgos propios de su visión histórica. También resulta significativo al respecto que el hijo del capitán Garcilaso de la Vega luchara primero por ganar el derecho a usar ese nombre ilustre y luego, como escritor, le añadiera el apelativo Inca (desde 1563 firmará como Inca Garcilaso de la Vega) que, además de fundir en su nombre de autor las 'dos mitades' que lo constituyen sin renegar de ninguna de sus almas, es indicio también de la inquietud que lo atormentó en España por su nacimiento ultramarino y su condición de mestizo, pues subrayando inconfundiblemente su calidad personal hereditaria de noble autóctono, legítimo descendiente del antiguo Tahuantinsuyu, ese apodo constituía una plataforma de prestigio individual y social a la que Garcilaso no podía renunciar como carta de presentación en el mundo de la cultura peninsular.
Así llegará a ser, finalmente, él mismo: una afirmación
voluntariosa del hecho de ser un mestizo (proclama serlo «a boca llena» y
asegura honrarse con esa denominación, «aunque en Indias si a
uno le dicen que es un mestizo lo toman por menosprecio»), rasgo que
hay que considerar como fundamento de su obra y de sus aspectos más
originales, porque el Inca Garcilaso es el sutil narrador del proceso de su
propia historia dentro de la Historia, como fenómenos íntimamente
relacionados.
Ese Garcilaso comienza su obra como traductor e
intérprete.
En 1590, aparece en Madrid su versión -la traduzión del Indio,
hecha de Italiano en Español por Garcilaso Inca de la Vega, natural
de la gran ciudad del Cuzco, cabeza de los Reinos y Provincias del Perú-
de los Dialoghi d'Amore del humanista
sefardí León Hebreo (Yehudah Abarbanel), prototipo de tema y
fondo del Humanismo de la época, que desde su publicación en
1535 gozaron de gran popularidad en la Europa del siglo XVI y
tuvieron enorme resonancia en géneros tan dispares como la lírica,
la novela pastoril, el teatro y el diálogo por sus delicados razonamientos
neoplatónicos. Sin duda fue esa «dulcísima filosofía» de
los Diálogos de Amor lo que sedujo a Garcilaso: en la Dedicatoria
al Rey de su traducción dice que toma de la excelencia de quien los
compuso «su discreción, ingenio y sabiduría», y con
ello la armonía, el orden, las simetrías y las poéticas
analogías filosóficas de su tejido intelectual, que luego adoptará para
estructurar su obra de historiador. El trabajo sirve, sobre todo -tanto a Garcilaso
como a sus exégetas-, para probar la elegancia de su prosa, su honda
inmersión en la cultura humanística y la profunda asimilación
de sus valores filosóficos, pues la obra de León Hebreo constituía
una especie de gran enciclopedia que recogía lo mejor del neoplatonismo
renacentista («espléndido alcázar de la Filografía» la
llamó Menéndez Pelayo), lo renovaba armonizándolo con
otros saberes y tradiciones (aristotelismo, mística árabe, mitología,
astrología, cábala, teología y mística judaicas),
y lo dotaba de una trascendencia ontológica y un interés alegórico
considerables a través de la elaboración de una visión
del mundo presidida por «los efectos universales del Amor» por
la que se establece que ésa es la «fuerza unificadora» que
moviliza y mantiene unido al Todo, poniendo justicia y armonía, y enlazando
en orden todas las cosas, corpóreas o incorpóreas, del universo.
Quizá es esa idea central lo que motiva íntimamente
a Garcilaso para llevar a cabo su propia traducción, cuando ya existían
otras varias y pese a que la obra había sido incluida en el Index de
libros prohibidos por la Inquisición por sus rasgos de cabalismo, panenteísmo
y teosofía: recordemos que el ejemplo de León Hebreo es el de
un hombre y un texto entre dos mundos (un judío español expulso
en la Italia renacentista que se dirige al mundo humanista cristiano, pero
como representante de la tradición sefardí y de la fe judía
presentadas de manera inteligible a los lectores del siglo XVI,
respaldándose en una cultura humanística y bíblica sincrética,
común a todos los artífices del ideario del Renacimiento), y
que precisamente en una conciliación similar de elementos dispares,
de esas dos mitades en conflicto que lo constituyen como individuo,
radica el proyecto obsesivo del Inca Garcilaso, cuyo trasfondo era, ante todo,
un acto de afirmación personal y un arduo intento intelectual por dotar
a su vida de solvencia histórica y legitimidad cultural. En el neoplatonismo
de León Hebreo, en su armonioso despliegue metafísico y en esa
fusión por amor de las dos partes separadas del ser, que tiene
su expresión mejor en el Diálogo Tercero, pudo encontrar Garcilaso
la estructura intelectual básica de su obra, además de una respuesta
para su problemática personal: es la tensión interna que provoca
su condición de mestizo frente a la conquista lo que probablemente los Diálogos
de Amor le ayudan a resolver con el equilibrio neoplatónico, modelo
perfecto para sus intentos por explicar (y equilibrar) un proceso histórico
altamente problemático que sintió como parte integrante de su
identidad. Con
esa traducción, Garcilaso estaba reconstruyendo un sentido
intelectual para la Historia y para su propia historia por el que la teoría
del amor como fuerza cósmica unitiva permite configurar una reinterpretación
neoplatónica de la conquista del Perú en términos que
rebasan ampliamente lo histórico y se acercan a lo mítico: el
descubrimiento y la conquista de América son para él la realización,
en el amplio panorama de la Historia, de una unión amorosa entre el
Nuevo y el Viejo Mundo; una muestra más del poder reconciliador del
amor como fuerza universal, del que el mestizaje resultante (él mismo,
por tanto) sería producto natural y muestra evidente. Nada impedía
al Inca reconocer que la conquista fue en realidad una tragedia, y así lo
declaró al final de su obra, pero quizá por ser parte directamente
implicada prefirió quedarse con una visión idealizada de la historia,
en la que la nota predominante es la unión de dos culturas diversas
por un lazo de amor: algo así como un mestizaje universal previsto desde
siempre. Por otra parte, desde el espíritu humanista que ha cristalizando
en su formación intelectual, el Inca imagina que la revalorización
de la cultura incaica podría ser semejante, en sus manos, a la revalorización
que el humanismo renacentista estaba llevando a cabo del mundo antiguo griego,
tal como evidencian los Dialoghi,
pues no hay duda tampoco de que otro de sus atractivos a ojos de Garcilaso
consiste en la integración filosófica y la fusión de ámbitos
culturales (cristianismo, judaísmo, paganismo) que León Hebreo
llevaba a cabo sin los prejuicios de otros momentos de la historia cultural;
una integración susceptible de ser aplicada a un rescate de la cultura
incaica que permitiera integrarla con plena soberanía y originalidad
en la cultura cristiana que los españoles llevaron a América.
En todo caso, la filografía de los Diálogos de Amor, que
propone el amor como pedagogía del bien, de la belleza, de la verdad
y, consiguientemente, de la civilización, configura los modelos garcilasianos
de comprensión mítica de la realidad y la historia incaicas y
americanas, y será inspiradora fundamental de su proyecto historiográfico,
que sigue madurando durante esos años montillanos.
En 1591, tras la muerte de su tía Luisa Ponce de León, Garcilaso
se traslada a vivir a Córdoba, entra con órdenes menores al servicio
de la Iglesia y toma contacto con los círculos del humanismo cordobés. Completa entonces una ya bien nutrida biblioteca personal que, aunque con la
cultura europea y la española como referentes, revela también
a un curioso indagador en la historia de América en general y del Perú en
particular que, por ejemplo, anota la Historia General de las
Indias de Francisco López de Gómara, discutiendo el rigor
del cronista español, y que acomete con la misma determinación
la escritura de la que será su primera obra como cronista.
Aún sin relación directa con su circunstancia
autobiográfica
y, al parecer, siendo para él sólo una preparación o acercamiento
a su verdadero objetivo como autor, escribir sobre el Perú, La Florida del
Inca (1605) -crónica de la aventura del Adelantado Hernando de
Soto y sus hombres a la conquista de esa península, en busca de la fortuna
que otros ya habían encontrado y también en busca de la mítica
fuente de la eterna juventud- fue el ingreso de Garcilaso en la historiografía,
en el controvertido tema de la conquista de América y en la conciencia
de escritor. Dividida en seis libros, en consonancia con los seis años
que duró la expedición relatada, La Floridaes una típica
crónica 'de oídas' (sus informantes son Gonzalo Silvestre,
Juan Coles y Alonso de Carmona, participantes en la expedición) que
permitió al Inca probar sus dotes como cronista sin comprometerse como
testigo directo, y es también un tapiz donde se entrecruzan todas las
hibrideces genológicas características del discurso cronístico,
además de todas las paradojas y contradicciones de la conquista, épicas,
religiosas, éticas, utópicas, políticas y personales,
de indígenas y de españoles. A
propósito de La Florida se
ha subrayado también el estilo peculiar del Inca Garcilaso, que distingue
las suyas de las restantes crónicas de la época y las convierte
en textos artísticos minuciosamente elaborados y obligados tanto a manejar
la fundamentación providencialista de la historiografía medieval,
aún vigente, como a activar el ideal artístico que postulaba
la historiografía renacentista. Ello trasluce una más de las
'dualidades' del
autor, un hombre de transición entre épocas y formas culturales
(Garcilaso está considerado un renacentista tardío en el período
historiográfico que conocemos como Barroco), y de escritor a horcajadas
entre dos géneros (literatura e historiografía). Parece que la
duplicidad no antitética sino armónica fue su destino, y la seducción
que La Florida ejerce en sus lectores y críticos hasta hoy
se debe en buena parte a esa armonización de componentes ideológicos
y discursivos, aunque también son decisivos la 'filosofía
de la conquista' que revelan sus páginas en un intento de equilibrar
la visión de conquistadores y conquistados, y el estilo evocativo y
depurado con el que su narrador reinventa la historia; una belleza del texto
(de delicadas texturas y amplio registro de resonancias y alusiones) que llegó a
verse como una suerte de estigma desde las perspectivas historiográficas
positivistas, particularmente inoperantes sobre la historiografía americana,
donde coexisten con sorprendente libertad la pureza descriptiva y la interpretación
imaginativa de los hechos que habían glorificado sucesivamente la historiografía
clásica, la imaginación medieval y el humanismo renacentista,
cuya retórica exigía del discurso de la Historia las mismas cualidades
que ostentaba la prosa de ficción. Como consecuencia de todo ello, La
Florida del Inca no sólo es la más completa y cuidada
relación de aquella expedición (Garcilaso integró en su
narración casi todo lo que hasta entonces se sabía sobre ella),
sino además la que mejor adapta su disposición formal a los hechos
que relata. Cabe suponer que así debió reconocerlo el autor,
pero lo que él no sospechaba entonces es que con los años su
libro se distinguiría como una de las narraciones más hermosas
que nos ha legado la historiografía de Indias.
La intención que tuvo el Inca al preparar los Comentarios reales (1609)
-un proyecto que ya anunciaba desde 1586- fue seguramente muy distinta: quería
escribir la historia del Incario hasta la llegada de los españoles articulando
en esa historia una reivindicación del pasado de su pueblo, construida
desde la idea neoplatónica de fusión con el pueblo conquistador.
Y tenía que hacerlo trabajando con recuerdos personales, algunos dolorosos,
guardados largo tiempo en la memoria y complementados con gran acopio de fuentes
escritas y orales sobre su tierra natal. Si ser mestizo de india y español
significaba plantearse la cuestión de ser a la vez dos cosas opuestas
y en conflicto e intentar resolver esa ambivalencia en una visión integradora
y equilibrada, los Comentarios reales son una buena puesta en práctica
de ello. Quizá por eso el plan de la obra la concebía en dos
partes: la primera, esos Comentarios reales que tratan del origen
de los Incas, reyes que fueron del Perú, de su idolatría, leyes
y gobierno, en paz y en guerra; de sus vidas y conquistas y de todo lo que
fue aquel Imperio y su República, antes que los españoles pasaran
a él, con que Garcilaso cumplía «la obligación
que a la patria y a los parientes maternos se les debía»; y la
segunda parte, titulada Historia General del Perú, en que hace «larga
relación de las hazañas y valentías que los bravos y valerosos
españoles hizieron en ganar aquel riquíssimo Imperio, con que
assimismo he cumplido (aunque no por entero) con la obligación paterna,
que a mi padre y a sus ilustres y generosos compañeros devo»,
todo ello volcado en los moldes de un discurso que el propio Garcilaso calificó como «tragedia» y
que lo es no sólo por la esencia trágica de la materia (en el
repertorio de los posibles argumentos de las tragedias ya Aristóteles
prefiere el paso de la prosperidad a la adversidad; en este caso la destrucción
del imperio incaico), sino también por la perspectiva que adopta el
cronista y que consigue transmitir una vivencia trágica general que
unifica y da sentido a los hechos narrados desde la primera parte, pues la
desaparición física y el consecuente destierro de su linaje significan
para Garcilaso el final de una dinastía, de un imperio y de toda una
civilización. Aunque la carga emocional que determina estructuras y
perspectivas como ésas permita afirmar que la obra inaugura el motivo
del desgarramiento cultural que ha inquietado a tantos escritores hispanoamericanos
desde entonces, el Inca escribía con ánimo apacible y equilibrado,
aunque reivindicativo y esperanzado en una restauración de la verdad
y la justicia, como si la herida hubiese cicatrizado ya, de donde se deriva
otro rasgo característico de esa escritura: el esfuerzo por someter
al filtro de la reflexión serena -que reafirmó y refinó con
sus lecturas de filósofos e historiadores clásicos y humanistas-
las pasiones desatadas por el trauma de la conquista. Por otra parte, el título
mismo de Comentarios reales es también revelador del cuidado
y el rigor con que el Inca encaraba su tarea de historiador, porque si «comentarios» remite
a una de las formas o subgéneros de la historiografía que supone
la glosa de una obra anterior con el propósito de rectificarla o ampliarla,
también el adjetivo «reales» admite interpretaciones significativas:
son comentarios reales en el sentido de «verdaderos» y por lo tanto
fieles a los hechos de que se trata; y también son reales en el sentido
de propios de la
realeza incaica, de la que Garcilaso se presenta como heredero
directo y como narrador privilegiado. En el famoso «Proemio al lector» el
autor deja bien claros sus capacidades y sus propósitos: aunque no es
el primer cronista que escribe sobre las cosas del Perú, es el primero
que intenta dar «la relación entera dellas», porque algunos
las escribieron «tan cortamente» que las entendieron y dieron a
entender mal. Con el ánimo de corregir esos defectos, confusiones y
falsedades, y «forzado del amor natural a la patria», promete escribir «clara
y distintamente» no sólo sobre «lo que en mis niñeces
oí muchas veces a mi madre y a sus hermanos y tíos y a otros
sus mayores», sino además sobre lo que él sabe mejor que
otros, entre otras razones porque el quechua fue su lengua materna y puede
señalar cuándo los cronistas la «interpretaron fuera de
la propiedad della» para esclarecer, corregir y restaurar lo que esos
cronistas confundieron o dejaron sin decir.
La idea clave parece la de ser (de nuevo) un intérprete, y serlo en varios niveles: lingüístico, intelectual, cultural, espiritual e histórico, pues no cabe duda de que el Inca tuvo un conocimiento profundo y extenso del pasado incaico, según el estado de la historiografía en su época, y de que como historiador fue todo lo riguroso y metódico que podía ser -leía atentamente sus fuentes, las anotaba, las cotejaba con otras, las citaba continuamente (en especial la Historia de los Incas del jesuita Blas Valera, cuya aparición en los Comentarios reales es todo lo que queda de una obra perdida), solicitaba testimonios orales o escritos siempre que le era posible-, aunque finalmente volcaba todo eso en el caudal autobiográfico de lo aprendido, guardado en el recuerdo y elaborado por la imaginación de escritor, en un proceso que le permite dirigir sus enfoques tanto al dato y el detalle como a la visión de conjunto. Él mismo dirá que «conservar algo en el corazón es frase de indios por decir en la memoria», tal vez para explicar esa selección emocional aunque no del todo inconsciente de lo recordable por la que, como se ha dicho, el Inca escribió como escribió Homero, desde donde nacen las mitologías y se asienta la historia de los hombres que llamamos Cultura. Así, aunque no es exacto concluir que peca contra la verdad de los hechos para servir a su causa, sí es cierto que a menudo los depura, idealiza o embellece evocándolos entre los vuelos poéticos de una prosa afanada en ofrecer una imagen del Incario como el mejor estado de civilización imaginable para una cultura pagana, en coherencia con la visión histórica providencialista a la que es fiel su proyecto y probablemente como consecuencia de sus lecturas de interpretaciones utópicas sobre el proceso histórico, lo que supo conjugar armoniosamente con el riguroso esquema que la Historia (programática, ética y ejemplar) tenía en la cultura europea de su tiempo, con las órbitas y categorías de la filografía neoplatónica, y hasta con su propio proyecto de legitimación personal. Porque el Inca se incorpora a sí mismo en el cauce de la Historia y hace constantes acotaciones autobiográficas que revelan los hondos motivos personales que subyacen a su empresa historiográfica. Quizá por eso nos parece hoy un historiador más cercano a nuestra sensibilidad que muchos de sus contemporáneos, y más atractivo también, por la calidad literaria de su prosa y por la relación que evidencian sus páginas con ese motivo omnicultural y recurrente que pudiéramos llamar la nostalgia de algo idealizado, perdido y recuperado por la imaginación y la escritura.
Aquella Historia
General del Perú o segunda parte de los Comentarios
reales, con que Garcilaso concluye su recorrido por el Incario con la
ejecución pública del último inca, Túpac Amaru,
aunque terminada hacia 1612, sólo se publicaría ya póstumamente
en 1617: un año antes, probablemente el 23 de abril, el autor había
muerto en Córdoba tras una larga enfermedad que dejó inacabado
su proyecto de «volver a su sentido espiritual» las polémicas
(y prohibidas por la Inquisición) Liçiones de Job apropiadas
a las pasiones de amor, de su antepasado Garci Sánchez de Badajoz.
Sobre su tumba, que quiso instalar en la Capilla de las Ánimas de
la catedral cordobesa, fue inscrito el epitafio que él
mismo redactara recordando una vez más las múltiples dualidades
con que el destino quiso adornarle y que quizá sólo por la
escritura consiguió armonizar:
«El Inca Garcilaso de la Vega, varón insigne, digno de perpetua memoria, ilustre de sangre, perito en letras, valiente en armas, hijo de Garcilaso de la Vega de las casas ducales de Feria e Infantado, y de Isabel Palla, sobrina de Huayna Cápac, último Emperador de Indias. Comentó La Florida, tradujo a León Hebreo y compuso los Comentarios Reales. Vivió en Córdoba con mucha religión, murió ejemplar; dotó esta capilla, enterróse en ella; vinculó sus bienes al sufragio de las ánimas del Purgatorio».
Remedios Mataix
(Universidad de Alicante)