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José Antonio Ramos Sucre

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José Antonio Ramos Sucre: historia verdadera de dos ciudades

Por Adolfo Castañón*

- I -

Si España ha sido una nación invertebrada por falta de crítica e ilustración y su historia al empezar el día de una época primitiva se ha visto castigada hasta hace muy poco por las secuelas de una incurable Leyenda Negra, ¿qué decir de la América Española, continente tan ancho como ajeno a sí mismo, marcado por el estigma mestizo del pecado original llamado despotismo y de los capitales denominados encomienda, caudillismo, mayorazgo, cinismo cristiano y cesárea burocracia? Para algunos portavoces -por ejemplo para el Gabriel García Márquez de El General en su laberinto- la independencia misma sólo parecería el síntoma de que la enfermedad de la decadencia se agrava en la resaca de la emancipación. Otra visión -la de Mariano Picón Salas y Octavio Paz- sostiene que los tres siglos que van de la Conquista a la Independencia no son más que un sucedáneo criollo de la Edad Media, el tiempo de las catedrales y misiones americanas, por así decir el lago imperturbable en cuyas aguas prosperaría el Grial del Nuevo Mundo, el espacio primogénito del barroco, el ámbito espontáneo -a medias bricoleur (improvisador) y salvaje y a medias racional y sensato de la expresión americana donde el híbrido se vuelve sensitivo y de los espejos enterrados del mestizaje nacen otras formas de sentir y de pensar. Desde ese horizonte de la Colonia entendida como vivero de formas culturales excéntricas -nuestra decisiva y luminosa Edad Media americana- el ciclo de Independencia, caudillismo y tiranía, héroes, bandidos y dictadores, haciendas, latifundios y mostrencas oligarquías ha de verse por fuerza bajo una luz contrastada y aun equívoca, pues en él parece prolongarse como en un sangriento otoño aquella nuestra Edad Media americana. Y en los tiempos estancados, yertos para la democracia y la crítica se recrean incesantemente los espejismos de un prolongado sueño público, las ficciones de un laberinto cultural a la vez solipsista y comunitario donde las naciones aparecen menos como repúblicas que como imperios en miniatura, cuerpos emancipados todavía poseídos por un mismo espíritu feudal, nostálgicos del concepto de heroísmo.

Así la Edad Media Colonial se prolonga en el Otoño del Patriarca, la noche alucinada de los Austrias todavía impregna el guardarropa del Señor Presidente y del Tirano Banderas. La sobrevivencia a la sombra de las democracias en flor, de las repúblicas latinas y ladinas que prometen progreso material a condición de sacrificar la libertad política, la sobrevivencia en el continente de los muertos vivos y de los vivos que se hacen pasar por muertos, en aquellas repúblicas incipientes donde incluso la picaresca disimula un baile cochino y democrático y la democracia, siempre pendiente, parece un vendedor ambulante, un buhonero sin domicilio fijo, sólo puede ser un oficio de difuntos -para nombrar la novela de Uslar Pietri sobre la dictadura de Gómez. Ese parece ser el oficio equívoco de los pueblos enfermos donde la guerra es plantel de virtudes y gimnasio de caracteres donde la utopía apenas resulta como una utopía arcaica (proto-colonial, indígena, pasatista) o suena de plano a propaganda mercantil, anuncio de un nuevo imperio bajo la máscara igualitaria de la modernidad. Ahí la civilización y sus procesos avanzan en una tortuosa pendiente donde el simulacro y la simulación se elevan a inéditos gradientes; ahí la civilización -como Descartes- avanza enmascarada, progresa como una danza macabra la Ilustración se da como un apellido falaz de la burocracia. La pobreza se transforma en jubiloso espectáculo, la fiesta en obligación y trabajo, y la vida cotidiana indígena y criolla americana en ostensible folklore cuando no en substancia de oscura explotación.

En ese desierto donde el sueño público ejerce el imperio de un baile de máscaras, la vigilia privada -si aspira a persistir- ha de ser cauta y mirar a los ojos de la Medusa patriotera, de la Nacional Gorgona y sus monstruos históricos y políticos, a través de un oscuro espejo. Suspendida como una gota de aceite en el agua, la vigilia privada del artista ha de ser capaz de una obra negra: poderosos cristales opacos que le permitan identificar y transmutar el paisaje fracturado de la historia que lo circunda y, luego, su propio rostro interior, extraviado entre la fisonomía de los lagartos, las fisonomías del zoológico civil: ha de tener el valor de nombrarse a sí mismo a la hora de identificar el gran retrato de familia. Huelga decir que en este juego de adivinanzas vitales sólo acierta el que arriesga, quien opta por vivir en la intemperie de una verdad inmune al cómodo desfile progresista y gregario, invulnerable al hechizo del sueño público -y burocrático- que se presenta como emotiva vida moderna y nacional y que invoca el nombre de cada patria como un sedante lenitivo para ahondar y garantizar el sueño. A las mentiras piadosas de la patria diamantina y del público sueño subsidiado ha de oponer el poeta la verdad insomne de la experiencia interior o la verdad desvelada del sueño-lectura transfigurado. El poeta ha de aguardar que declinen las luces de la ciudad, que se apaguen las pirotecnias de la República Fingida para que se desplieguen en el firmamento las constelaciones indecisas de su vocación. De día da la espalda a la Ciudad y a sus serafines cucuruseros; de noche, va andante como un caballero en pos de la fundación mitológica de alguna ciudad invisible, como un jinete de máscara inmóvil (que) retorna fielmente de un viaje irreal. El poeta y el escritor acechan la melancolía para saludar el sol negro que los llevará a acercarse al cementerio donde, a orillas del mar, danzan los fuegos fatuos de la historia reprimida y olvidada.

Ahí la vigilia privada se yergue como un arma, el insomnio se graba como una estrella en la frente, un fulgurante talismán que permitirá al adepto recibir la insondable lección de la noche y hacer de ella el espacio donde la vigilia y la verdad privadas son capaces de transmutarse y transfigurar la historia y la naturaleza y de transformar la espesa hojarasca de los episodios nacionales en sal fértil para abonar un futuro memorable o al menos la esperanza del eterno retorno, con el fin de salvar su infancia de los ejemplos de la tierra. Son numerosos los riesgos del insomne pero tal vez uno de los más tenaces sea aquella duermevela tramposa donde se superponen los sueños públicos y las vigilias privadas; ahí está cautivo el soñador que sueña que no duerme, el que toma por lucidez personal las máscaras somníferas de la vida municipal y por despertar privado los sueños muertos de los héroes. Ramos Sucre, en su idealización cristiana de los héroes nacionales, no escapa a ese escollo.

Por el contrario, el punto más alto de la vigilia insomne está ahí donde el reloj de la experiencia personal logra acordarse con los calendarios más vastos de la historia de la cultura (y si Ramos Sucre leía los periódicos para tener noticias de la familia, ¿no leería al clásico para convivir con el abuelo?). Esa coincidencia radical y que podríamos llamar apocalíptica en la medida en que revela la transparencia de la tragedia personal y de la historia trágica de la humanidad en víspera de la muerte de la tragedia sitúa a José Antonio Ramos Sucre (¡Cumaná!) bajo el signo del homenaje tácito y, más allá, bajo el simpático ascendiente de una inspiración -de un misterio- de clara índole religiosa. Porque si el poeta participa de un sacerdocio, el de Ramos Sucre sólo es comprensible, bajo el signo de la imitación espiritual, de la magia y del misterio donde el sacerdote es el Dios, el sacerdote de Apolo: Apolo; Fausto el que invoca a Fausto. Al igual que en Europa, en América, los pensadores y poetas ensayan disolver los espejismos de la modernidad infundiéndole una ambigua o legítima polémica vida al clasicismo. Desde Leopoldo Lugones, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso o Alfonso Reyes las humanidades, y el conocimiento de la tradición, se transforma en campo de batalla. El sacerdote -no lo olvidemos- refiere los acontecimientos prehistóricos. Un año menor que el mexicano Alfonso Reyes, comparte con él la afición por el mundo clásico y, hacia Europa y España, ese horizonte cultural que, de Apollinaire a la Generación del 98, practica una convergencia de arqueología y creación, filología y vanguardia. Pero si en Reyes la afición por el mundo clásico derivará en edificante erudición y pedagogía, y la literatura del Siglo de Oro servirá como trampolín para mejor zambullirse y abismarse en el instante vivido, en Ramos Sucre -más próximo a Marcel Schwob y a Walter Pater- resalta la creación de las vidas imaginadas, la reescritura de su estilo de vida donde la erudición -por ejemplo el orden mágico-natural de la Edad Clásica o del orden caballeresco medieval- no sólo es asimilativa y orgánica sino que se da como un instrumento taumatúrgico y jerarquizador, herramienta catártica mediúmnica capaz de transformar el escenario vivido en un teatro de la memoria universal. El insistente yo del autor de Las formas del fuego representa sobre todo un método, es por así decir el ojo de la cerradura que permite al lector vidente/voyeur/visionario espiar los secretos y desnudeces de la materia legendaria revivida. Porque ahí el Yo del poeta es naturalmente el yo del lector y, más allá, el yo ubicuo e inmemorial suspendido como espuma por el mar humano. Decir «yo» es una forma de asumir el impersonal «se», de decir: «Había una vez».

Leer a José Antonio Ramos Sucre no equivale a registrar un recuerdo de Shakespeare, Goethe, Homero, Plutarco, el Cid o Chrétien de Troyes. Tal lectura entraña una servidumbre más excesiva: ser por un instante Lanzarote o un Caballero de la Mesa Redonda; recordar la figura de Helena de Troya o la de Melusina es ya caer cautivo bajo el calor de su aliento enamorándose de ellas; evocar a Homero equivale a releer un Cantar de Gesta habitar dentro del alma antigua de Diómedes o de uno de los Caballeros que acompañaban a Ricardo Corazón de León. No extraña entonces que su admiración por los héroes de la Independencia parezca no la de un igual, sino la del nieto que todavía se asombra por la condición sobrenatural de sus ancestros, que la distancia que lo separa de su tiempo sea la misma que los separa a ellos -los Paladines- de los caudillos manipulados por la Metrópolis o por la burocracia liberal que es, casi intacta, la otra intendencia del aparato colonial.

- II -

La obra de José Antonio Ramos Sucre1 se compone de alrededor de 350 textos que fraguan una suerte del almanaque o de calendario espiritual, aparece como un conjunto de imágenes y emblemas, acuna una serie de iconos y ex votos. Dibujan, en su procesión, un territorio, delimitan, como antorchas en el espacio nocturno, una geometría de luz, constelación capaz de dar forma al ámbito que la rodea y de imponer bruscamente una perspectiva al firmamento literario y poético circundante. No por ello dejará Ramos Sucre de irrumpir tal un manantial legendario pero inaccesible pero no será menos espontáneo el movimiento del lector deseoso de asociarlo y captarlo en una red. Pues Ramos Sucre no sólo está solo, parece inasible por más que sus iconos incandescentes calcinen la piel de la memoria y dejen grabado en el rostro del lector el estupor de la noche del prodigio, la huella imborrable del relámpago. Como una cadena de antorchas en la noche, sus cuadros vivos e impecables más parecen deslindar un santuario, dibujar el perfil de un templo que fatigar la sintaxis de un museo o anudar una corona de narcisistas conmemoraciones. El bosque entero exhala voces compasivas. José Antonio Ramos Sucre, es verdad, inventa una tradición pero ¿será imprescindible inventarle una a él para atraparlo y pagarle con la moneda del cautiverio conceptual su aptitud para cautivarnos? Quizá sí, a condición de desplegar la trama para exaltar su incendiaria tapicería. La primera y la última tentación a vencer será la de reducirlo a la rústica figura de un Robinson Crusoe de la palabra caballeresca, un naufragio de las gestas apenas sobreviviente que, esforzado y tardío, va recordando y reconstruyendo la maquinaria insidiosa de una edad a la par refutada en los hechos y anhelada en la nostalgia. Ahí aparecerá la cifra del modernista retrasado, el trasnochado parnasiano que dibuja sobre antiguas lápidas las gotas, los nombres de su sangre. Esta encantadora novela autodidacta sufre la deficiencia de no tomar en cuenta las evidencias de la historia documentada. José Antonio Ramos Sucre no fue un extraviado inventor municipal de artefactos retóricas, sino un hombre educado en las mejores escuelas de la antigua y moderna sintaxis y asiduo lector de latín, estudiante y doctor benemérito en varias carreras y, más allá de itinerarios escolares, un avezado, deseante políglota capaz de esgrimir y asimilar argumentos en más de diez idiomas, amigo de Shakespeare y de Kipling en su lengua original, lector de Goethe, de Heine y de Uhland a quien tradujo, para no hablar de sus compañías francesas -sin duda Margarita de Valois, Hugo y Humboldt el francófono, tal vez Leconte de Lisle y desde luego Baudelaire- de sus itálicas veneraciones -Dante, Bocaccio, Leopardi, Manzoni-, de sus lecturas danesas -Andersen en la voz original- ni, en fin, de la vigorosa savia helénica, latina y medieval que recorre las arterias de su sintaxis.

Al políglota habrá que sumar el hombre de varias culturas; por supuesto los saberes literarios, las diversas disciplinas de la retórica, pero también la historia -universal y regional-, la medicina, las leyes, la historia natural -esa otra cocina marcial- e incluso las técnicas de la contaduría. Nada de eso sabría explicar al prodigioso ni atenuar la invicta y desdeñosa soberbia que lo lleva a lanzar la mirada más allá del inmediato y ruidoso desfile de las vanguardias, allende la caduca algarabía del tren progresista o de sus refutaciones. Pues el misterio de su vocación magnética no se explica ni por la virtud de su soledad ni por la de su cultura, y su boca se abre, por así decir, al filo de lo humano, y a veces simula un cráter ávido, una fisura que, tarde o temprano, se hubiese abierto en la tierna superficie de la lengua como en Sobre las huellas de Humboldt. Esa fisura es tan absorbente que si no nos limitamos a señalar su condición de cita predestinada de la obra con el idioma, y la miramos cara a cara, poema a poema, parábola a parábola corremos el riesgo de caer petrificados y hacer de nuestra palabra estafa historiográfica, eco, espejo deseante de su presencia soberana. Conviene entonces dar unos pasos atrás antes de cruzar el puente, apartar la mirada como el que para no quedar deslumbrado, estudia el sol en cristales negros. ¿A qué se parece, pues, esta poesía escrita en la América Meridional cuando declinaba el siglo pasado y despuntaba éste que ya lo será muy pronto?

No está aquí por supuesto ni la fanfarria civil ni el tamborileo declamatorio de aquella poesía entre plebeya y parlamentaria aplaudida por cancilleres y presidiarios. Tampoco encontramos el idealismo sentimental tarareado por Don Juan Bimba, ni los extravíos de la poesía patriótica y rebelde. Ni menos aun las misceláneas -rurales o cosmopolitas- de la rima sentimental.

Hay desde luego un aire distante de época, bronces latinos, guardarropas feudales o renacentistas, paisajes bizantinos o bárbaros y trémulos que recordarán la arqueología parnasiana y la fantasía modernista. La diferencia estriba en que no se da en Ramos Sucre apetito ornamental ni cuento pedagógico o museográfico ni museo de cera (como en Leconte de Lisle) ni baile de máscaras (como magníficamente se da en Darío o luego -ya algo marchito- en Guillermo Valencia). Lo que en otros es tienda de disfraces, se da en él como un acuciante apremio interior. No sé si cabría acercar su aventura a la de Borges -como hace Mariano Picón-Salas-; en todo caso puede disertarse sobre ciertos paralelos con otras fuentes comunes -como apuntan Eugenio Montejo y Guillermo Sucre-. Las primeras que vienen a la mente son las de Robert Browning y sus legendarios mask poems, parece haber en él la misma disposición hospitalaria para dar amparo en la letra a esas voces insepultas que nos vienen del pasado. Podría mencionarse a los poetas y pintores Prerafaelitas cuya actitud recipiente y remiscente evoca la idea, puesta en práctica por Ramos Sucre, de la literatura como una invocación, un plano de magia, imitación y taumaturgia por virtud del cual el poeta se equipara a un Fausto que no se limita a resucitar figuras del pasado sino que viaja con ellas a su tiempo y reanima su paisaje circundante. La palabra paisaje no es aquí accidental. Se ha sustentado, no sin acierto, que, si su idioma español se acuña sobre el latín, la imaginación de José Antonio Ramos Sucre se modela sobre la fantasía visual de un Alberto Durero, un Holbein, un Leonardo, un Caravaggio o un Gustave Doré, que sus descripciones copian con la letra las arquitecturas y cuadros de un Edward Burne-Jones y que se reconocen en sus geografías soñadas los volúmenes exactos, las pormenorizadas protuberancias, los traslucidos claroscuros de un Caspar David Friedrich -otro romántico de la aurora y el crepúsculo-. Sean o no corroborables por la anécdota y el documento -y lo son-, estas raíces conjeturadas convergen y, como el arco iris descompuesto por un prisma, remiten a un cristalino oriente, Cristalino y, por así decir, unimismado en un vértice irreductible. Se trata de un ángulo interior y, más que de un ángulo, de una pasión y de una experiencia, la más interior y secreta entre todas o acaso la más pública y expuesta: la mística. No será entonces gratuito que una de las virtudes de esta poesía sea la de invitarnos a compartir la vida secreta del paisaje y a prestar nuestro aliento y fantasía al de sus figuras y perfiles, a reconocer en los aspectos de la naturaleza ahí descrita -aullidos, raíces, relámpagos, auroras- otros tantos signos de un alfabeto hermético, otras tantas figuras y formas del fuego interior que los devora. Pero si cabe reconocer en el paisaje la sintaxis de una fisonomía interior, ¿qué será de ese pueblo singular que habita dentro de sus fronteras, qué de ese linaje de nómadas, aventureros, guerreros, príncipes, proscritos, monjes y sacerdotes o de esa familia de beldades y doncellas invariablemente altivas y castas? No todos podrán ser desde luego potencias del alma, aunque adivinemos en ellas la constante de una Beatriz intangible o de una Melusina inocente y perversa, y en algunos de ellos el emblema feroz del instinto acorazado por la imagen.

Muchas de esas cifras -paisaje o rostro- son huellas de un itinerario de la mente hacia lo sagrado, signos de lo sacro acechado. Ahí encontraremos a Ramos Sucre una descendencia incontestable, por ejemplo, en la segunda edad poética de un Álvaro Mutis en quien parecen reanimarse los ademanes del precursor imprevisto. Pero no es quizá este el rasgo más original del luminoso hijo de Cumaná, con ser sus retablos cauce de uno de los idiomas poéticos más ceñidos y auténticos entre los producidos por la lengua de este siglo a uno u otro lado del Atlántico. Llama la atención en Ramos Sucre la asidua reincidencia del orden épico, la apuesta por el signo histórico como una de las claves para templar y jerarquizar el complejo órgano de la experiencia humana compartida. Y no sólo de la historia como un presagio monumental del camino interior, sino aun de las leyes y de la historia de la cultura y del arte como un talmúdico cofre donde se guardara el hilo de la memoria responsable, la semilla relicario de las actitudes primordiales que fundan o renuevan la fundación de la ciudad. El indócil visionario actualiza a William Shakespeare a través del título de su libro: La torre de Timón. (No se ha estudiado, por cierto, con rigor y método el poderoso ascendiente del poeta inglés sobre el caudal fantástico del poeta y políglota venezolano). La torre se eleva, es verdad, Timón, el de Atenas rebaja y degrada al género humano, según transmiten Aristófanes y Shakespeare; desde la Torre el hijo de las furias aspiraría a elevarse y hacerse así -a pesar de su genio misántropo- el farero, el guía, el responsable de la tripulación a la que habrá de llevar a buen puerto por el dédalo llano de su mar interior. De ahí su temple cívico, su inquietud épica, su paradójica y cristiana admiración por la Historia monumental y fundadora -sus preguntas de antemano respondidas- por los héroes y su tarea, la compasión activa que suscita en él el oficio de las armas y de la justicia. Acaso sea en esa voluntad de comprensión de la ley considerada como un ejercicio estético y trascendental donde brilla la espuela del caballero andante de la ciudad sagrada, el cruzado imprevisto del sentimiento trágico como fundador de toda sociedad, de toda imaginable convivencia pues la Torre será a su vez timón misántropo de la Ciudad, trono de reino y destierro.

- III -

La imagen de un poeta-lector, que teje sus poemas destejiendo antiguos cantares, gestas y materias legendarias ha sido dibujada inmejorablemente por Cristian Álvarez en su Ramos Sucre y la Edad Media2. En su tapicería crítica el discípulo de Guillermo Sucre distingue, brocados, tres personajes centrales: el Caballero, el Monje y el Trovador, a los que responden tres tipos femeninos: el Hada o Melusina, la Virgen-Sofía y la Dama Trovadora, la mujer ideal a cuya voz obedece el poeta-lector. En este Alfabeto de la Muerte y de la Vida Verdadera se funden lo místico y lo diabólico, la obra y la oración, los fantasmas y la fantasía en una infatigable quête, búsqueda espiritual donde el poeta-lector no sólo evoca a los hechiceros Fausto, Klingsor o Merlín sino que aparece como su último discípulo, el juglar en prosa que escribe para salvar las prendas de un pacto y hacer, mediante esa continua re-escritura del Cátaro y del Templario, acto de resipiscencia, arrepentimiento y enmienda de la modernidad y su cultura profana y profanada. Surge de ahí la obra como un Castillo de los Destinos cruzados por una vocación triple y singular (la mística, la guerra y la poesía): ciudad quimérica, castillo de imágenes, bosque de símbolos que configuran un arte de la memoria, o Tarot, juego de cartas votivo y sangriento, que barajaríamos en vano antes de agotar su sentido pues que en su cielo de esmalte sólo sabríamos acotar, cuando más, una retórica de la ensoñación o un almanaque del camino interior; y parecería más interesante el juego, la educación estética que las reglas del juego, o que la agenda iniciática de esta singular paideia. Pero ¿qué pensar de un poeta-lector cuya obra se vierte en una incesante re-escritura y sabe transmutar la erudición en el aire mismo de su vuelo cuando sentencia: la lectura es un acto de servilumo? La idea no es nueva y puede recordarse, por ejemplo, que está contenida en la etimología misma de la palabra educación, pero acusa la obediencia radical del autor a la voz de su inspiración. Ramos Sucre no sólo escribe para ella y hacia ella, sino, a veces, desde ella; no es nueva pero denuncia la servidumbre voluntaria, la disposición radicalmente creativa que exige del lector para entregar las presencias reales de su mensaje, los dones de sus cartas credenciales.

No conozco el significado del juego de los Arcanos; tampoco me atrevería a denunciar aquí el de su obra: el valor de un monumento no se mide por los restos que contiene. La obra de José Antonio Ramos Sucre se manifiesta ante el oído interior que pide Nietzsche como una embajada proveniente de los palacios encantados del idioma y de aquellas ciudades invisibles y legendarias donde la lengua, al desplegar sus bosques y jardines sensitivos, nos recuerda la fidelidad que debemos -poetas y lectores- a esa otra carne soñada que no desciende de Adán.

* Texto extraído de «José Antonio Ramos Sucre: historia verdadera de dos ciudades», Trizas de Papel, Revista del Centro de Actividades Literarias José Antonio Ramos Sucre, Cumaná, año 11, 1998, n.º 11, pp. 6-12. 

1. José Antonio Ramos Sucre, Obra completa, prólogo de José Ramón Medina, Caracas, Biblioteca Ayacucho, n.º 93, 1980, 589 pp.

2. Cristian Álvarez (1990), Ramos Sucre y la Edad Media. El Caballero, el Monje y el Trovador, Caracas, Monte Ávila Editores, 1992 2.ª ed., 209 pp.

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