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Defensa de la nación española contra la «Carta Persiana LXXVIII» de Montesquieu

Notas a la carta persiana que escribió el presidente de Montesquieu en agravio de la religión, valor, ciencia y nobleza de los españoles


José de Cadalso




Noticias preliminares

1

En las cartas escritas con nombre de Cartas Persianas, hay una, núm. 78, en que su autor, el Barón de Secondat, Presidente de Montesquieu, atropella lo ilustre de su sangre, lo grave de su carácter, lo sagrado de la verdad y lo cortés de su nación para infamar la nuestra como se verá de su mismo texto y fiel traducción que sigue.

2

Que un petimetre francés de poca edad, menor juicio y ninguna modestia ultraje al honrado ciudadano, ridiculice al grave senador, agravie al prelado respetable y desprecie al héroe lleno de canas y de heridas, es cosa muy común, y no puede sorprender al que tenga algún conocimiento del mundo. Pero que el Barón de Secondat, Presidente de Montesquieu, docto magistrado, gloria de su nación, honor de la toga francesa y autor del Espíritu de las Leyes, emplee su erudita pluma en ajar con calumnias indecorosas el esplendor de una nación gloriosa, es, a mi ver, un terrible ejemplar de las extravagancias que caben en el corazón humano. La lectura de la citada Carta Persiana escrita por tan grave sujeto me demuestra que no hay error en que no caiga el mayor talento cuando quiere correr con demasiada libertad. Leíla y me pasmé de ver que un hombre tan ilustre como docto padeciese tantas y tan grandes equivocaciones, y, al ver que para infamarnos atropellaba a cada renglón las reglas de la verdad, decoro y juicio, saqué esta consecuencia: Luego el Señor Presidente habló de esta península sin el menor conocimiento de su historia, religión, leyes, costumbres y naturaleza (lo cual parece inexcusable ligereza), o escribió contra lo que le constaba (lo que parece indigno artificio). Esta única consecuencia se puede inferir al oír a este grave togado francés acumular tanta calumnia para aparentar mayor fuerza en su mal fundada sátira.

Los hombres de juicio extranjeros que han leído o viajado con utilidad no harán mucho aprecio de tal carta, la leerán alguna vez por pasatiempo o diversión, en fuerza del atractivo que tiene el estilo satírico. Los españoles de juicio (si acaso se nos concede decir que tenemos algunos) tampoco formaremos mucha queja de este agravio, despreciando una crítica tan infundada como atrevida. Pero los necios, que en todas partes abundan, se dejan alucinar con semejantes obras, y es muy justo no despreciar su concepto, no porque su voto sea respetable, sino porque su número es temible. En mi edad y carrera, parece absurda o a lo menos extraña esta empresa, porque para ella se necesita una completa madurez, profunda ciencia y claro discernimiento en las materias de religión, política, derecho, historia y otras, so pena de defender la patria tan débilmente como nuestro censor la ofende. Pero nadie lo hace, antes veo muchos españoles callar y, así, autorizar la calumnia con un tácito asentimiento. Dicen algunos que no se puede responder a esta sátira, ni otras semejantes, porque nuestra religión y nuestro gobierno nos impiden que produzcamos al público muchas razones que se podrían dar a luz en otros países donde reinase mayor libertad en estos dos ramos; y, creciendo este error, callan y sufren la continua nota, dando motivo a su extensión por toda Europa nuestro vergonzoso silencio. Éste es un nuevo agravio a la nación y a su religión y gobierno. Sin apartarse un punto del respeto debido a los dos, se pueden manejar las armas de la verdad, siempre victoriosas. Yo soy católico y español, pretendo combatir con fuerza las calumnias del Señor de Montesquieu, sin incurrir en la desobediencia de estos dos objetos. Para andar esta carrera hasta su término, tropiezo desde el primer paso, o me detiene un obstáculo, cual es no saber qué estilo es el más apto para esta clase de escritos. No me atrevía a determinarme si el mismo Señor Presidente no me alentara: seguiré su ejemplo, y puesto que él no se detuvo en este escrúpulo, pues empleó ya la sátira, ya la crítica, ya la ironía, ya la mofa, yo también tomaré la misma libertad sin detenerme, contra un hombre solo, en la consideración que él no tuvo para toda una nación. Esto es pelear con armas iguales: vim vi repellere licet. No obstante, protesto con toda verdad que, cualquiera expresión equívoca o arrojada que se me escape, no es mi intento zaherir a la nación francesa. Sé que una nación cualquiera es un cuerpo respetable, cuanto más la francesa, en cuyo trono está sentado un rey primo de mi soberano; sé los respetos que se deben a las que están ligadas con vínculo tan sagrado como la española y la francesa. Sintiera que la mía tuviera em mí un individuo tan poco medido como la francesa le tiene con Monsieur de Montesquieu en ultrajar a su aliada. Añado a este motivo de respeto y moderación otro igualmente poderoso para hablar con compostura de los franceses. Me he criado en su hermoso país, les debo lo poco que sé, y fuera menos ignorante si me hubiese aprovechado más de la instrucción que ofrecen sus escuelas y academias, que de las delicias que presenta a un joven su agradable morada. Estas protestas me parecen indispensables para cumplir con mi genio sincero. Paso a la tercera noticia preliminar, que es una descripción histórica de España que dará sobradas luces al lector para que entre con más conocimiento en la materia.

3

Esta península llamada España es la parte más meridional de Europa. Está dividida de África por un corto, estrecho, y de Francia por unos montes muy altos llamados Pirineos. Todos sus demás lados están bañados por el mar. Esta feliz situación la hace abundante de todo cuanto puede apetecerse, no sólo para el sustento, sino es también para el regalo del hombre y aun para su lujo, pues tiene piedras exquisitas, metales preciosos, a más de los varios géneros de granos, vinos y aceites, sedas, lanas, aguas minerales, frutas de todas especies y ganado de excelentes calidades. Esta abundancia natural la hizo digno objeto del comercio de los fenicios, que encontraron en ella todo el pábulo necesario a su codicia o industria. Los cartaginenses formaron en ella varios establecimientos, o con las armas o con el arte, según convenía más a sus fines. Siguieron los romanos, y contra ellos sufrieron los saguntinos, por no faltar a la alianza que tenían con los cartaginenses, el sitio más horroroso que se lee en las historias del mundo. Esta heroica tenacidad hasta su total destrucción adquirió a los españoles un carácter glorioso en el concepto de los romanos, y éstos formaron el ambicioso proyecto de completar la conquista de una tierra que producía soldados tan valientes y aliados tan leales. Eran tan útiles a Cartago las posesiones que tenía en España que de ellas sacaba sus mejores reclutas para el ejército que aterraba a Roma. Prosiguieron los enemigos de Cartago con poquísimo progreso en la conquista de España, que duró muchos años. Sola la ciudad de Numancia costó más tiempo que todas las Galicias. Arruinó tres ejércitos romanos, desdoró la fama de los mejores generales, y llegó a imprimir tanto terror en Roma, que Lúculo, encargado de completar la toma de Numancia, no encontró reclutas para su ejército. Fue preciso que el grande Scipión se ofreciese como voluntario para animar la joven nobleza. Tal era el valor de los bárbaros españoles, que se empleaban en su conquista como soldados los que para otras victorias habían sido generales tan hábiles como felices. En fin cedió Numancia a su suerte del modo que es tan notorio. Los cántabros tuvieron igual valor y más fortuna, pues hasta el día de hoy es problemático este punto de historia, y a la verdad son fuertes las razones alegados para probar que las águilas romanas jamás penetraron por tan ásperos y tan bien defendidos parajes. El caso que los romanos hicieron de los habitantes de esta península es bien público. Ella dio a Roma con el tiempo inmortales emperadores, sabios filósofos y poetas ingeniosos.

Al cabo de algunas generaciones, siguieron varias irrupciones de naciones septentrionales en España. Pero estas familias perdieron su natural vigor y se afeminaron con la revolución de los siglos en un país tan delicioso y pingüe. De este estado se aprovecharon los africanos, y valiéndose de las inteligencias de algunos magnates ofendidos por el infeliz Don Rodrigo, desembarcaron en la costa de Andalucía y con solo dos batallas destrozaron el lucido y magnífico, pero débil y afeminado ejército de los godos. Uno de aquellos héroes, cuya memoria siempre es sagrada para la posteridad, avergonzado del rápido progreso de los africanos, sacó desde el fondo de las montañas de Asturias un puñado de cristianos esforzados, con los cuales emprendió la reconquista de España. Siguiéronse innumerables batallas durante cerca de ocho siglos entre los cristianos y moros españoles. No hay página en nuestra historia que no esté llena (digámoslo así) de la misma sangre en que se bañó todo el territorio de nuestra tierra. La disparidad entre los moros y los cristianos es que aquéllos tenían inagotables socorros en África, y éstos los podían hallar solamente en su valor, fe y patriotismo. Fueron tantas y tan pasmosas las hazañas de nuestros abuelos en esta conquista, que no se podían esperar de las fuerzas humanas, y así ellos mismos, guiados de su natural piedad, las atribuían al auxilio especial del cielo, y se quitaban con sus propias vencedoras manos los laureles de sus cabezas para ponerlos a los pies de los altares.

Al paso que se iban expeliendo los moros de España, se formaban varios reinos cristianos cuya inmediación mutua, envidia y genio belicoso suscitaba guerras tanto más sangrientas cuanto más vecinas. Sólo había treguas para unirse contra el común enemigo mahometano. Pasáronse algunos tiempos y la corona de Aragón conquistó a Nápoles, con cuyo motivo tuvieron los aragoneses sangrientas guerras con los franceses a quienes echaron de mucha parte de Italia repetidas veces en muchas acciones gloriosísimas para los vencedores. A mi ver, de aquí viene el odio entre españoles y franceses, pues a la incorporación de la corona de Aragón con Castilla se comunicaron los intereses y modos de pensar. Antes de esta época los castellanos no tenían especial enemistad a los franceses, antes algún agradecimiento por uno u otro corto auxilio que les habían dado contra los moros, aunque a la verdad no fueron de mucha consideración. Esto se pretende atestiguar con la forma del flor de lis que tienen las puntas de las cruces de nuestras órdenes militares. Pero se originaría en averiguarlo una disertación tan oscura como ajena de estas pocas hojas.

Aumentose este odio con la venida de la Casa de Austria a ocupar este trono, y se completó con el feliz y glorioso reinado de Carlos Quinto en la serie de los emperadores y en la de los reinos de España. Sus armas siempre victoriosas prendieron al rey de Francia, conquistaron inmensos imperios en América, triunfaron en África y aterraron lo restante del orbe. Su genio dominante, ambicioso y político, ayudado de una política fortuna y sostenido del alto concepto en que le tenían sus vasallos y los demás pueblos de Europa, halló en esta península suficiente cimiento para la gran fábrica de la universal dominación. Y aunque también tuvo algunas dificultades domésticas que arrollar para establecer el despotismo que necesitaba para sus ideas, al cabo de algunos años de su manejo, ya suave, ya duro, según las circunstancias, pero siempre artificioso y político, llegó a poseer la mayor monarquía que se había conocido en el orbe. España era la cabeza de tan gigantoso (sic) cuerpo. Era por sí una posesión muy vasta, y aun sin contar las grandes provincias que le agregó la Casa de Austria y los imperios inmensos que iba conquistando en América en aquella sazón. Los tesoros, victorias y otras ventajas que nacieron de tanta felicidad la hicieron temer y, de allí a poco, aborrecer de toda Europa. Murió Carlos Quinto y dejó esta corona con otras muchas dependientes de ella en el auge más elevado que cabe en la vicisitud de las cosas humanas.

Felipe Segundo, su hijo, heredó la ambición y poder de Carlos, pero no su conducta, y su fortuna. Con tantos tesoros, fuerzas, generales y ministros como le quedaban de aquel glorioso reinado de su padre, halló mucho estímulo su deseo de conquistar y cuando no de aterrar a las demás naciones. Peleó con la mayor parte de ellas; éstas conocieron el peligro y la vergüenza que hallaban en recibir leyes de esta parte de los Pirineos. Desde este rincón de Europa al parecer separado de toda ella por la misma naturaleza, empezó el intrépido Felipe Segundo a experimentar los rigores de la suerte, durísimos a cualquier corazón, pero casi intolerables a un pecho tan ambicioso como el suyo. Grandes armadas, numerosos ejércitos, sumas considerables, con poco o ningún fruto y con mucho menoscabo de la población, agricultura y riquezas de ésta península, la dejaron en breve exhausta de todos aquellos artículos que constituyen la verdadera felicidad de una nación. Todos los españoles eran soldados, y excelentes soldados. Pero un pueblo compuesto de guerreros jamás será feliz, pues le faltan labradores, comerciantes, sabios y otras clases que suavizan al género humano y le hacen hallar su verdadero bien en la sociedad humana y comercio.

Murió este rey perjudicial a su pueblo, y pasó su cetro sucesivamente en las manos de tres descendientes suyos a cuál más inútil. Felipe Tercero jamás pudo salir del laberinto de negocios, tratados, guerras y proyectos que trazó su padre. Felipe Cuarto, adulado por sus ministros, pasó su reinado con damas, poetas, bufones, y murió sin haber hecho cosa digna de un rey de España. Carlos Segundo fue el príncipe más estúpido que jamás se ha conocido: llegaron a volverle fatuo. Le hicieron creer que estaba habitado su cuerpo de muchos espíritus infernales. Le exorcizaron y le hicieron hacer tan extrañas posturas y gestos que, junto con las ceremonias del exorcismo, le acabaron de inutilizar. El gran negocio de la sucesión del trono de España, en la duda del derecho que alegaban las Casas de Borbón y Austria, fue la única cosa en que acertó. Sin duda lo hizo no por talento suyo propio, pues era muy limitado, sino por inmediato influjo del que, siendo Rey de los reyes, dispone de todas las coronas. Algunos años antes, meditaba el gran Luis Catorce de Francia la grande empresa de poner sobre este trono un nieto suyo, fundado en su derecho, fortuna y poder, negocio que manejó con la mayor política y correspondiente acierto, aunque envuelto en un torrente de sangre.

Vino Felipe, Duque de Anjou, a tomar posesión de España, y después de mostrar cuantas calidades constituyen a un padre de familias, héroe y rey, ocupó el trono tan dignamente heredado por derecho como valerosamente ganado por la espada, pero acostumbrado en los tres reinados antecedentes a tantas desgracias que le eclipsaban su esplendor. Estaban tan abatidas estas provincias, que ya eran el objeto del desprecio de las demás naciones y del odio que los extranjeros la profesaron en los tiempos que temieron su poder. La decadencia total de las ciencias, artes, milicia, comercio, agricultura y población la habían aniquilado al mismo tiempo que sobre nuestras ruinas iban edificando sus grandezas las demás naciones europeas, de las cuales unas iban creciendo en esplendor y otras saliendo de una barbarie formal. Todas éstas tenían más noticias de las provincias incultas de América y África que de las de España, porque de ella no tenían más libros que los de los franceses, que escriben de todas materias, ni más ideas que las de los franceses, que viajan por todos los climas. Era nuestra desgracia que los franceses no eran ni podían ser nuestros panegiristas. Todos los de aquella nación que pasaron los Pirineos con Felipe Quinto venían a sus negocios particulares, miraban a los españoles como enemigos ocultos o declarados, no lograban ser admitidos en nuestras casas, sociedades ni trato civil. Con tan mal hospedaje tenían por tiempo de purgatorio todo el que pasaban aquí. Deseaban, como era regular, volver a su patria, la cual, como entonces llegaba a tanto esplendor y perfección, les parecía un cielo respecto de nuestra pobre península, despoblada, ensangrentada e infeliz. ¿Qué noticias podían llevar de España? Muy malas las ofrecía el país. Mucho peores las pintaba el estilo rápido de algunas plumas francesas, agitadas por fantasías ligeras, superficiales y poco imparciales. De aquí nació el bajo concepto en que nos hallamos en todas partes. De aquí viene que aun los autores más graves extranjeros hablen de España con tanta ignorancia de ella. De aquí, en fin, el grave Presidente de Montesquieu tomó sus puntos para formar un libelo tan infamatorio contra España como su Carta Persiana nº 78. Voy a hacer su análisis, procurando responder a todas sus partes.





TRADUCCIÓN DEL TEXTO ESCRITO EN FRANCÉS.

Te remito una cartacopia (sic) que se ha recibido aquí, escrita por un francés que está en España; creo que te gustará su lectura.

NOTA 1.ª

Me parece que el Señor Presidente no ha hecho bien en suponer esta sátira en la pluma de un francés que viaja en España, donde los que concurren no son los más aptos a hacer las observaciones, reflexiones y advertencias que se deben suponer en un censor de todo un reino. Para hacer tan grave papel con algún acierto, se necesitan muchas calidades como conocimiento de las leyes, historias, religión, genio, gobierno, revoluciones, constituciones, clima y producto del país, noticias que no pueden concurrir en los franceses que nos hacen el honor de visitarnos, pues éstos se dividen en las siguientes clases:

Primera: Comerciantes, modistas y otros artesanos. Estos no gastan su tiempo en observaciones, sino en acumular caudales para hacer bancarrota o enriquecerse, y casar su hija con algún Señor pobre en Francia.

Segunda: Caballeros de la industria. Estos no estudian más que el modo de engañar cuatro españoles de buen corazón que, porque son honrados, creen que todos lo son en el mundo.

Tercera: Cocineros, peluqueros, amoladores, capadores, etc. Estos, con mucha industria, juntan algunos pesos duros, que cambian en Bayona con algún judío del barrio del Espíritu Santo, y sólo han visto a España como quien la ve en una estampa.

Cuarta: Vagos. Estos pasan los Pirineos itineris gratia con la misma facilidad y ligereza que los Alpes, que el paso de Calais, que el cabo de Buena Esperanza, que el de Magallanes, etc., sin más motivo que el de su ligereza natural.

No me parecen estas cuatro clases de gentes bastante condecoradas ni iluminadas para que sus relaciones tan vagas como superficiales puedan ser los documentos de una sátira escrita por un hombre tan docto contra una nación tan seria.



TEXTO TRADUCIDO

Seis meses ha que ando por España y Portugal, y estoy viviendo entre unas gentes que, al paso que desprecian a todos los demás, hacen a los franceses solos el honor de aborrecerlos.

NOTA 2.ª

El primer período de este discurso es la primera prueba de la ligereza de nuestro censor. Al cabo de seis meses solos, ya quiere pronunciar ex cathedra sobre estas infelices naciones. Más tiempo se necesita para ver el Escorial. El mismo hecho de confundir castellanos y portugueses da a conocer la superficialidad de nuestro rígido crítico. Los portugueses se han quedado con todas las prendas buenas y malas de nuestro antiguo carácter español, y los castellanos hemos llegado a confundir este fondo en un compuesto de un poco de cada una de las demás naciones que hemos tratado en este siglo. La calumnia que nos hace con decir que despreciamos a todas las demás naciones, distinguiendo a la francesa sólo por aborrecerla, esta calumnia, digo, se contradice con la experiencia. Estimamos sinceramente al singular flamenco y a otras naciones de mérito. Enlazamos nuestras familias con las suyas. Los introducimos en nuestras sociedades, y, aunque debiéramos escarmentar con las repetidas experiencias de tantos aventureros y caballeros de la industria que han abusado de nuestra bondad, no obstante proseguimos en no despreciarlos. Por lo que toca a que sólo a los franceses les hagamos el honor de aborrecerlos, sabrá cualquiera que ha viajado que sucede lo mismo en casi todas las partes del orbe conocido. La razón de este mal concepto siempre me fue oculta hasta que leí un librito intitulado L'inoculation du bon sens. Siento mucho citarlo, pero es forzoso.



TEXTO TRADUCIDO.

La gravedad es el carácter resplandeciente de estas dos naciones.

NOTA 3.ª

Todo es respectivo en este mundo, no hay cosa que sea positivamente tal. La piedra es pesada respecto de la lana y ligera respecto del plomo. No dudo que un hidalgo de la Montaña haciendo una vida retirada, llevando un vestido modesto, tratando solamente con su familia y ostentando una suma frialdad, no dudo, vuelvo a decir, que sea un ente muy grave comparado con un petimetre francés que hace diez cortesías en un ladrillo, silba, canta, declama, baila, ríe, llora, se sienta, se levanta, entra, sale, pregunta, responde, se mira al espejo, inspecciona su figura de pies a cabeza y hace otras mil maniobras en menos tiempo del que he gastado en escribir esta superficialísima frase. Pero el dicho hidalgo será un prodigio de ligereza respecto de un frío holandés que está sentado doce horas seguidas echando humo por la boca sin pestañear, y con el ánimo tan parado como el cuerpo.



TEXTO TRADUCIDO.

Esta gravedad se muestra principalmente de dos modos en los anteojos y en los bigotes.

NOTA 4.ª

Yo pensé que nuestra gravedad española consistía en nuestra formalidad, modestia, piedad y odio a todo lo superfluo. Pero el Señor Presidente de Montesquieu me ha desengañado. Está vinculada en nuestros anteojos y bigotes. Verdad es que si de cuatro hombres infatuados de lo que les parece ciencia y que la ostentan con anteojos se ha de inferir que toda la nación mira a los anteojos como fundamento suficiente de su gravedad, también se podrá inferir con igual raciocinio que la nación francesa funda su bello espíritu en las lorgnettes de sus superficiales sabios. Pero esto agraviaría a los verdaderos doctos de Francia, como Montesquieu agravia a los verdaderos sabios de España.

Por lo que toca a los bigotes, confieso sinceramente que eran muy graves y respetables los del Gran Capitán, Roquerio (sic) de Lauria, duque de Alba, don Álvaro de Bazán, Antonio de Leiva, Marqués de Pescara, don Pedro Navarro y otros que trae la historia y de que pueden atestiguar los mismos franceses. Pero éstos ya no pueden quejarse de nuestros bigotes; nos los hemos cortado por parecernos a ellos.



TEXTO TRADUCIDO.

Los anteojos demuestran claramente que el que los lleva es un sujeto tan consumado en las ciencias y tan metido en las más abstractas lecturas, que su vista ha salido dañada de las resultas, y toda nariz que lleva semejante adorno o peso se tiene desde luego por nariz de sabio.

NOTA 5.ª

Esta es amplificación de la primera parte de la proposición anterior, y lo es igualmente de la segunda el párrafo siguiente.



TEXTO TRADUCIDO.

Por lo que toca al bigote, es por sí mismo respetable, prescindiendo de las consecuencias, y tal vez en los lances puede ser una alhaja de mucha utilidad para el servicio del rey y honor de la patria, como lo demostró un general portugués en la India. Hallándose este general (Juan de Castro) falto de dinero, se cortó uno de sus bigotes y lo envió a los habitantes de Goa, pidiéndoles veinte mil doblones sobre aquella prenda. Estos le enviaron la cantidad inmediatamente y después la desempeñó su dueño como era debido.

NOTA 6.ª

Esto, a mi ver, hace mucho honor al fidalgo portugués y a los habitantes de Goa. A éstos por la veneración que mostraron al general de las armas de su rey, y a Juan de Castro por haber desempeñado una cosa tan trivial con tanta puntualidad. Tal vez no tomaría el mismo partido un general francés que necesitase dinero hacia Pondicheri o Coromandel.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Parece natural que unas naciones graves y flemáticas como éstas puedan ser soberbias: así es.

NOTA 7.ª

Conozco que en nuestro carácter nacional se halla alguna soberbia. Veamos la causa a que Montesquieu la atribuye, y mientras tanto confieso que una puntita de vanidad es muy del caso porque detiene al hombre de hacer muchas cosas bajas, como vender ejércitos, armadas, provincias, plazas, secretos de estado, etc. Si el conde don Julián hubiera tenido un poco de vanidad, no hubiera vendido su patria a los moros por vengar su ofensa particular.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Su vanidad se funda regularmente en dos cosas muy considerables. Los que viven en la península se hinchan sumamente y se llenan de orgullo al oír llamarse cristianos viejos, esto es diferentes de los que descienden de los convertidos al catolicismo en los últimos siglos por la Inquisición. Los que viven en las Indias se tienen por dichosos igualmente cuando contemplan que son lo que llaman hombres blancos.

NOTA 8.ª

Bien pudo considerar el grave presidente que estas dos naciones (que no han tenido la dicha de parecerle respetables ni aun civilizadas) fundan su vanidad en otros; capítulos a la verdad muy serios.

La fidelidad a nuestro soberano, el escrúpulo en punto de honor, la firmeza en la religión de nuestros abuelos, la realidad en nuestras palabras y otras prendas semejantes son características de los habitantes de esta península. A la verdad, aunque algo viciadas con el trato de algunos extranjeros, siempre son de mayor peso en la balanza de los vicios y virtudes, respecto de un poco de desidia y superstición, que son nuestros defectos nacionales. La vanidad de nuestro vulgo sobre lo de hombre blanco y cristiano viejo no es tan vacía de fundamento como la pinta el Señor Presidente de Montesquieu, y lo conociera si concurriesen en su doctísima persona todas las circunstancias que he señalado como necesarias en quien se mete a censor de una nación.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Nunca se ha visto en el serrallo del Gran Turco sultana alguna preciada de su hermosura tanto como el más viejo y feo mastín lo está del color verdiblanco de su tez, cuando se sienta a la puerta de su casa con los brazos cruzados en alguna ciudad del reino de México.

NOTA 9.ª

Ésta es también amplificación de la antecedente sátira. La amplificación es figura muy socorrida para llenar papel cuando el orador está falto de asunto. La expresión del «más feo y más viejo mastín» es tan baja y soez que nadie me hará creer que éste sea de la pluma noble del Presidente de Montesquieu. No es éste el estilo sublime, sólido y majestuoso del Espíritu de las Leyes, no es el conciso y fluido de la Decadencia y grandeza de los Romanos, no es el delicado y primoroso del Ensayo sobre el Gusto, ni el delicioso del Templo de Gnido. Lo paso por yerro de imprenta: a la verdad, un majo del Barquillo no hablaría con más bajo estilo.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Un hombre de tanta importancia, una criatura tan perfecta no trabajaría por todos los tesoros del mundo, y jamás se determinaría a desdorar la dignidad de su tez por una industria vil y mecánica.

NOTA 10.ª

Ídem por ídem. No sabe Montesquieu el trabajo que se necesita para traer algún dinero de Indias. El que trabaja en las minas, el que purifica el metal, el que lo acuña, el que lo comercia, el que lo trae a España, todos trabajan acerbamente.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Porque es preciso saber que cuando un hombre tiene cierto mérito en España, como el de poder añadir a las calidades que llevo dicho la de ser dueño de una espada larga o de haber aprendido de su padre el arte de hacer rabiar una disonante guitarra, ya no trabaja más.

NOTA 11.ª

Este parrafillo viene cruel, pero como su crueldad se dirige a pelear con fantasmas como la furia de don Quijote contra los molinos de viento, se debe despreciar. Apelo a la experiencia: Ni de la nación más desconocida que puede hallarse en los climas más impracticables se puede hablar con tan malas noticias como este grave magistrado habla de una nación solamente dividida de la suya por unos montes accesibles, y cuya íntima alianza ha sido tan solicitada por los franceses. Que el poseer una espada larga y tocar la guitarra se hayan tenido en España por unos méritos tan sublimes que eximan del trabajo a las personas en quienes se hallan me ha cogido tan de nuevo como si oyese que ya se había acabado la petimetrería en París. Que las guitarras suenen bien o mal es accidental; lo que no lo es, sino muy real, es que la guitarra bien punteada, acompañando una buena voz de mujer que cante alguna letra discreta con la excelente música que tenemos hoy, es un rato delicioso para todo oído cuyos órganos no sean tan exóticos como las orejas francesas en punto de armonía.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Su honor toma partido por el descanso de sus miembros. El que gasta diez horas al día sentado en una silla adquiere cabalmente dos veces más consideración que el que no gasta más que cinco, porque la nobleza se adquiere en la silla.

NOTA 12.ª

El Señor Presidente de Montesquieu faltó aquí a todo lo respetable con decir que en España se adquiere la nobleza sentadas las gentes en las sillas con la proporción de más o menos grados de ella, según la mayor o menor duración de la ociosidad. Aquí se ha mostrado o muy ignorante en historia, o muy maligno en ocultar la verdad. No hay en todo el mundo nobles cuyos abuelos hayan fundado sus casas a costa de más sangre y hazañas. Todas las casas de consideración en España se han fundado sobre un terreno ganado con la lanza y la espada. La guerra ha sido la cuna en que se ha criado nuestra nobleza española. El echar tantas veces a los franceses de Italia y batirlos mucho más por mar los vasallos de los reyes de Aragón; el traer un rey de Francia prisionero a Madrid (aunque lo niegan los modernos historiadores franceses, queriendo borrar con su pluma su desdoro que escribieron nuestros abuelos con sus espadas); el conquistar un medio mundo con un puñado de aventureros (hazaña gloriosísima por más que la quieran eclipsar la preocupación, envidia e ignorancia de los extranjeros empeñados en pintarla como una serie de inhumanidades); el alterar a París el ejército de Felipe II; el aniquilar el ejército y nobleza de Francia en la batalla de San Quintín; las victoriosas campañas de mar en tiempo de Bazán, Verdugo, Moncada, Oquendo y Requesens, éstas y otras semejantes que callo por modestia española (pues si por cada rey triunfante que hemos tenido hiciésemos con ceremonias de idolatría una plaza de Victoria como la de París, sería Madrid tan grande como la mitad de España), éstas y otras semejantes, vuelvo a decir, son fuentes de nuestra nobleza. Y si éstos no son títulos suficientes, prodúzcalos mayores otra nación, me contentaré con que sean iguales. Omito siete siglos y medio de guerras continuas con los moros.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Pero aunque estos enemigos invencibles del trabajo ostenten una tranquilidad filosófica, no la poseen en su corazón, porque siempre están enamorados.

NOTA 13.ª

Establézcanse estímulos para las artes y premio para las ciencias, y verán las academias de Francia si somos invencibles enemigos del trabajo. Que siempre estemos enamorados, es buen decir. Si dijera que los españoles somos muy propensos al amor por nuestro clima y por el atractivo de nuestras mujeres, hablaría con juicio. Pero éste (según el autor de L'Inoculation du bon sens) no se halla con mucha abundancia en Francia.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

No hay otros en el mundo para morirse de deliquios bajo el balcón de sus damas, y, todo español que no está ronco no es tenido por galanteador.

NOTA 14.ª

Cuando se enamoraba por rejas, no había tiempo de morirse de deliquios, porque eran muy frecuentes las cuchilladas y trabucazos, y solían morir los cortejantes ventanescos en desafíos que no se acababan au premier sang, sino con la última gota de sangre. Desde que la inobediencia, atrevimiento y temeridad en el trato de los hombres para con las mujeres se ha pasado de Síbaris a España, ya no hay para qué andarse por balcones.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Ellos son celosos, y luego devotos. Tienen buen cuidado de no dejar a sus mujeres expuestas a las empresas de un militar acuchillado o de un magistrado decrépito; pero las encerrarán con un novicio fogoso que baja los ojos, o con un robusto franciscano que los levanta.

NOTA 15.ª

El marido celoso tendrá igual temor de todos los hombres vestidos de cualquier tela, color o hechura. El marido que no lo es mirará con igual indiferencia a todos los concurrentes a su casa. Lo del fraile novicio, soldado o magistrado forma una cláusula simétrica y bonita, pero no sólida ni verdadera. Mucha parte de este estilo clausulado es propio para contar una novela que no tiene más objeto que él de divertir al ocioso, pero no para una cosa tan seria como la crítica de una nación.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Permiten que sus mujeres lleven el pecho descubierto, y ponen todo el cuidado en que no descubran los talones, o las sorprendan por las puntas de los pies.

NOTA 16.ª

Cuando los españoles se vestían a la española, las mujeres se vestían con modestia, y no enseñaban pies ni pechos. Ahora se visten como en París.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Dícese en todas partes que los rigores del amor son crueles, pero lo son mucho más en España. Las mujeres alivian a sus amantes de sus ansias, pero les dan otras, y les queda muchas veces una triste memoria de una pasión acabada.

NOTA 17.ª

El pago que dan las mujeres a los hombres (y entiéndase como se quiera), es poco más o menos el mismo en todas partes.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Gastan ciertas pequeñas cortesías que en Francia parecerían fuera de su lugar.

NOTA 18.ª

¿Conque en un París el más abundante del mundo en exterioridades, cortesías, reverencias, abrazos, besos, apretones de mano, encogiduras de cuerpo, posturas de Arlequín, expresiones lisonjeras, cumplidos extremados, acciones de rendimiento afectadas, gestos estudiados e intolerable adulación en el trato familiar, parecerían mal las cortesías pequeñas que supone el Presidente que se usan en España, aunque fuese verdad la suposición?



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Por ejemplo, un capitán nunca dará un palo a un soldado sin pedirle el permiso para ello, ni la Inquisición condena a un judío sin pedirle perdón.

NOTA 19.ª

Digo que son increíbles los yerros, por lo numeroso y absurdo, cuando faltan las calificaciones necesarias para acertar. En nuestras tropas apenas se da un palo, y nunca por mano de un capitán, sino por la de un cabo de escuadra o sargento, gente por lo regular poco cumplimentera. Lo de la Inquisición está puesto para hacer simetría con lo del capitán.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Los españoles que la Inquisición no quema son tan afectos a ella, que sería chasco el quitársela.

NOTA 20.ª

Si la Inquisición fuera tal cual la pintan los franceses, ¿quién podría no aborrecerla? Según ellos, es un tribunal sangriento; inhumano, avariento, fraudulento, que manda prender, sentenciar y quemar al primero que pasa por la calle sin delito, juicio, ni necesitar más autoridad que la que le da el fanatismo. Según lo que vemos, es un tribunal que vigila sobre que no domine en España más que una fe, y por tanto quita todos los inmensos infortunios que han producido en otras partes la diversidad de religiones, y serían mucho más temibles en España. Está subordinada al monarca, sin cuyo consentimiento no pueden ejecutarse las sentencias capitales, y no permite la lectura de ciertos libros sino a los sujetos de conocida erudición, virtud y juicio. Si esto es malo, será muy bueno y muy verdadero todo cuanto dice el señor barón de Secondat, Presidente de Montesquieu, en su Carta Persiana nº 78, que es la presente.

Pero vea el Señor Presidente mi gana de complacerle. Supongo por un instante que sean verdaderos los excesos que sus paisanos suponen: ¿Acaso las épocas más fanáticas que ellos quieren atribuir a las violencias de este tribunal llegaran jamás a las que se leen en los mismos autores franceses que hablan de los siglos en que el fanatismo armó la mitad de su nación contra la otra mitad? Aunque la Inquisición, desde su establecimiento, haya quemado periódicamente todos los años dos docenas o tres de inocentes, ¿llegara acaso este número al de los degollados en Francia la noche del 23 al 24 de agosto del año de 1572? Aunque la Inquisición haya pretendido abstraerse de la obediencia al soberano, aunque haya fomentado la superstición, ¿ha caído jamás en los delirios de algunos tribunales y doctores eclesiásticos franceses? No era la Inquisición ni los teólogos españoles los de la Sorbona que adhirieron al dictamen del doctor Juan Petit para asesinar al duque de Orleans, ni los treinta y seis doctores de la misma causa que condenaron a la Doncella de Orleans a ser quemada viva por haber sido el ángel tutelar de su patria y de su rey, ni los setenta y un doctores de la misma que declararon a Enrique III indigno de reinar, ni los ciento y ochenta doctores de la propia que excomulgaron a los infelices ciudadanos de París que habían pretendido admitir a Enrique IV en su capital, añadiendo los doctores a esta profanación de las armas de la iglesia el horroroso conjunto de todos los ramos del fanatismo en prohibir que nadie rezase por aquel príncipe, a quien llamaban maldito en su decreto. No era, por cierto, inquisidor ni teólogo español el que mandó colgar por los pies el cadáver del Almirante Coligny en la horca que estaba en Montfaucon, acudiendo el rey Carlos IX con toda su corte a ver tan horroroso espectáculo. No fue el cruel Felipe II ni un estúpido Carlos II de España, sino Carlos IX de Francia, el que dijo que el cadáver de un enemigo siempre huele bien. ¿Qué fanático inquisidor ha andado por las calles de una ciudad incendiada por el fanatismo, gritando: «¡Sangrad! ¡Sangrad! La sangría provechosa es por agosto como por mayo»? No fue sino Gaspard de Tavannes, francés y muy francés, criado a los pies de Francisco I por haber sido paje suyo. El mismo, confesándose y no hablando de los delitos de aquella noche infame, dijo a su confesor maravillado de su silencio: «Lejos de confesarlos por pecados, los miro como obras tan meritorias que me harán perdonar los demás que he cometido». ¿Fue español Carlos IX de Francia, el que dijo a su favorito al salir del Louvre la noche que había de ejecutarse aquella tragedia, venciendo la repugnancia que le ofrecía su corazón sólo con ocurrírsele decir: «Ya veo que Dios quiere que Marsillac perezca»? ¿Eran damas españolas las que salieron a ver el cadáver del valeroso Dupont Quellenec? ¿Pero qué mucho si su rey hizo fuego con sus mismas manos contra sus propios vasallos? ¿Fue la Inquisición de España o la Junta del Colegio de París; la que, en el día 17 de enero de 1589, decretó que los vasallos estaban no sólo libres del juramento de fidelidad, sino en libertad de armarse contra su soberano? ¿Fue español el monstruo Jacobo Clément, que pensó hacer una obra meritoria en el regicidio? ¿Imprimiose y publicose en Madrid o en París una relación de su suplicio llamado martirio, en que se decía expresamente que un ángel se le había aparecido, mostrándole una espada desenvainada y mandando matar al tirano? ¿Fueron acaso españoles los que...? Esos monstruos y sus semejantes no son ni franceses ni españoles, sino una nación de bárbaros llamados fanáticos, y es una calumnia indigna de una noble pluma hacer caer sobre toda una nación los excesos de unos pocos hombres que ha habido en todas partes en unos siglos más que en otros, según ha reinado la ignorancia o la ilustración. No obstante, búsquese en toda nuestra historia cosa que se parezca a esta scena (sic) de horrores que he sacado de la francesa, y nótese que en el mismo siglo en que esto sucedió en Francia, era la edad en que tuvo más despotismo en España el tribunal de la Inquisición.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Yo quisiera solamente que se estableciera otra (Inquisición), no contra los herejes, sino contra los heresiarcas que atribuyen a unas pequeñas prácticas monacales la misma eficacia que a los siete sacramentos, que adoran cuanto veneran, y que, de puro devotos, apenas son cristianos.

NOTA 21.ª

Siempre que la superstición usurpe tanto contra la verdadera religión y que sean reales los abusos que exagera nuestro señor censor, hágase como lo pide. Pero aunque efectivamente nuestro vulgo sea o es supersticioso, no lo es tanto como lo pintan, y ¿qué pueblo no es supersticioso, y no vale más que sea supersticioso que desenfrenado?



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Tal vez se hallará ingenio y juicio en los españoles; pero no se han de buscar en sus libros.

NOTA 22.ª

La primera parte de esta proposición es de un desprecio inaguantable, y la segunda es nacida de una total ignorancia de nuestra literatura. El hombre más sabio que hemos tenido en este siglo, y más en las materias críticas, es, o supongamos que sea, Feijoo. Y si Feijoo se pusiese a hablar de la literatura de los chinos sin saber aquel idioma ni conocer sus autores, ¿qué delirios proferiría?



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Entrese en unas de sus bibliotecas: las novelas por una parte, y las obras escolásticas por otra. Parece que las partes han sido hechas y el todo compuesto por algún secreto enemigo de la razón humana.

NOTA 23.ª

Se conoce que ni el Señor Presidente, ni los que le suministraron estas calumniosas noticias entraron jamás en nuestras bibliotecas. Con la de don Nicolás Antonio bastaba para demostrar que tenemos muchos y muy excelentes libros. Además de las novelas y obras escolásticas, verían que tenemos excelentes historiadores que han escrito sin espíritu de partido ni razón de estado, sino con un espíritu purísimo de verdad, como son Mariana, Ferreras, Herrera, Solís y otros. Verían dulcísimos e ingeniosísimos poetas, como Mena, Boscán, Garcilaso, Ercilla, Lope de Vega y otros que han manejado nuestro hermoso idioma con una gracia inasequible a la lengua francesa, por más que las academias y sabios particulares la pulen y liman cada día, quitando, poniendo y mudando letras. Verían unos juiciosos políticos, como Saavedra y otros, que han tratado la materia con discernimiento y sin maquiavelismo. Verían unos excelentes críticos, como Gracián y Feijoo: éste incomparable por su extensión, magisterio, candor y sabiduría, y aquél inimitable por su rapidez, concisión y laconismo, siendo de notar que la mayor parte de los autores que he nombrado (por ocurrírseme ahora sus nombres sin otros muchos que no tengo presentes) son mucho más antiguos que el reinado de Luis XIV, que fue la época de la literatura francesa; porque los autores franceses anteriores eran sumamente despreciables, según sus paisanos de este siglo, y los creo bajo su palabra y por la historia, pues ésta trae que al nacimiento de aquel gran monarca se llamó a un famoso astrólogo para que tirara o sacara el horóscopo de aquel príncipe. Si sucediera en España, ¿qué burla hubieran hecho de nosotros nuestros vecinos? Confieso que pudiera estar en mucho mayor auge nuestra literatura española en este siglo. Pero no toca a los franceses llamarnos ignorantes, pues ellos van caminando a toda prisa a su antigua ignorancia, según la superficialidad de las obras que hoy publican.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

El único libro bueno que tienen es el que ridiculiza a todos los otros.

NOTA 24.ª

Sin duda habla de la obra de Cervantes contra la andante caballería. Pero aquí también mostró Montesquieu que no era infalible. El D. Quijote no ridiculiza todos nuestros autores, sino los de caballería y algunos poetas. Esta obra tiene mucha aceptación en Francia, no tanto por el verdadero mérito que tiene, sino porque parece chocar contra todas nuestras costumbres. Esta obra nos quitó sin duda la ridícula manía de la caballería andante, y esto verdaderamente es mérito; pero a un mismo tiempo nos entibió mucho en materias de honor, y en este caso bien han perdido las señoras a quienes se trataba con respeto, y de quienes se hablaba con el mayor decoro, porque los oídos de los hidalgos eran muy cosquillosos en estas materias.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Han hecho inmensos descubrimientos en el nuevo mundo, y no conocen su continente.

NOTA 25.ª

Este caballero ha oído hablar de las Batuecas, pero no más que haber oído hablar.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Tienen puentes por descubrir en sus ríos, y gentes por conocer en sus montañas.

NOTA 26.ª

Ídem por ídem.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Ellos dicen que el sol se levanta y pone en su territorio.

NOTA 27.ª

Dicen muy bien.



TRADUCCIÓN

Pero es preciso confesar que, andando su carrera, no encuentra más que campos arruinados y países desiertos.

NOTA 28.ª

Sin negar que tenemos muchas provincias mal pobladas y peor cultivadas (de cuyas desgracias las causas son tan fáciles de conocer como dificultosas de remediar), el sol sin duda será muy ciego si no ve la población y cultura de Cataluña, donde se han plantado viñas en las puntas de los cerros, y suben los hombres atados con cuerdas para trabajar; ni la fertilísima Andalucía, donde desde Bailén hasta el puerto de Santa María (materia de cerca de cincuenta leguas) no se ve más que un puro olivar, sino en la vega de Carmona que llega el trigo más allá de la vista; ni la huerta de Murcia y sus cercanías, donde ha habido ejemplar de recogerse ciento veinticinco fanegas de cosecha por una de sembrado; ni los campos de Castilla la Vieja, que en un año regular pueden abastecer a toda España; ni las riberas del Ebro en Aragón, ni otras partes de esta península. Me parece que hablo con hechos, y el censor sólo se funda en voces recogidas de uno u otro aventurero.



TRADUCCIÓN DEL TEXTO.

Me alegraría, Usbek, de ver una carta escrita por algún español que viajase en Francia a sus paisanos: creo que vengaría bravamente su nación.

NOTA 29.ª

Bien creo que se desquitaría y que hallaría en qué. Pero aseguro que lo haría con más moderación, y, sin emplear frases bajas y vulgares, no diría la mitad de lo que podría sacar de los mismos autores franceses que con tanta gracia como justicia han criticado a su mismo país.



TRADUCCIÓN.

¡Qué campo tan vasto para un hombre flemático y pensativo!

NOTA 30.ª

No sólo vasto, sino inmenso y agradable para un genio que se deleitase en la murmuración, sátira y desenvoltura.



TRADUCCIÓN.

Discurro que empezaría así la descripción de París: «Aquí hay una casa en que se guardan los locos. Parece regular pensar que será la mayor de la ciudad, pues no lo es. El remedio es diminuto en comparación del mal. Los franceses sin duda, que están muy mal opinados entre sus vecinos, encierran algunos locos en esta casa para hacer creer que no lo son los que andan sueltos». Aquí ya dejo a mi español. Adiós, querido Usbek.

NOTA 31.ª

Discurro que no empezaría así la descripción de París, sino de otro modo. No empezaría por esta superficial satirilla, habiendo tantos otros artículos dignos de parar la atención del que entra en París. Examinaría las policías, academias, teatros, edificios públicos, etc. Y luego, cayendo sobre las costumbres, tal vez diría: «Los franceses son amabilísimos compañeros cuando llegan a cierta edad, porque, desechos los torbellinos de su juventud y aprovechándose del mundo, son sabios sin pedantería y cortesanos sin superfluidades. Pero hasta entonces son insufribles. No parecen racionales de puro volátiles, no son compuestos de los cuatro elementos, sino del aire solo. Y para que no me creas preocupado de ellos, te remito algunos libros escritos por ellos mismos reprehendiendo su disipación, lujo, afeminación y superficialidad. Empezaría por la sátira de París, bajo el nombre de Síbaris, hecha por el mismo Presidente de Montesquieu, Le Colporteur, L'Homme aux quarante écus, Les Contes moraux de Marmontel, Les Egarements du coeur et de l'esprit, Les Bagatelles morales, L'Inoculation du bon sens, y otros muchísimos».

Así acabaría el español, conociendo que todas las naciones son cuerpos respetables, aunque tenga uno u otro ridículo flaco, y sabría que el que critica con poco fundamento hace recaer sobre sí mismo toda la mofa que pretendía echar sobre el objeto criticado, y por tanto iría con mucho tiento en soltar proposiciones ligeras que, si al principio alucinan al que las lee, se hacen despreciables al que las especula después de un maduro examen.






ArribaApéndice

Extracto de una nota dirigida a Voltaire por un «ilustrado» acerca de la Lettre Persane LXXVIII


(octubre de 1764)

«Car il faut savoir que lorsqu'un homme a un certain mérite en Espagne, comme par exemple, quand il peut ajouter aux qualités dont je viens de parler celle d'être le propriétaire d'une grande épée, ou d'avoir appris de son père l'art de faire jouer une discordante guitare, il ne travaille plus: son honneur s'intéresse au repos de ses membres».

Montesquieu mancomuna en toda esta carta a los portugueses y españoles, y debiera saber que son naciones bien diferentes en sus costumbres como en todo lo demás. No me toca a mí hablar aquí de la portuguesa, básteme tratar de la mía. En el tiempo que Montesquieu escribía, ya se había olvidado en España el uso de las espadas largas. El poseer una no se miraba como cosa rara, ni impedía a nadie trabajar en su oficio, como pretende este autor, pues cuando se traía de esta especie no había sastre ni zapatero que no la ciñese y esgrimiese con destreza, siendo alhaja precisa a todo hombre de cualquier clase que fuese, sin que la posesión de ella aumentase o disminuyese en ningún español la industria.

También es cosa bien ridícula oír hablar siempre a los franceses de las guitarras de los españoles, como si cada uno anduviese continuamente con una debajo del brazo. En España se tocaba la guitarra como en Francia el violín, cuando lo pedía el caso. Desde que se introdujeron otros instrumentos manejables, se empezó a tocar menos, y siempre ha sido aquél peculiar de los barberos, que cuando están ociosos en sus barberías suelen divertirse con él. A los franceses los moteja en España la gente baja del pueblo aplicándoles como privativo el uso del violín; pero hasta ahora ningún autor serio ni burlesco les ha insultado en sus escritos haciendo esta mofa al total de la nación.

Los franceses desistirán de estas preocupaciones y otras semejantes que tienen acerca de nosotros cuando los ingleses desistan de graduar de francés a todo extranjero de cualquier nación que vean en Londres, y se contengan en saludarle con el renombre de French Dog.

Ils sont premièrement dévots, et secondement jaloux (añade nuestro autor hablando de nosotros). Ils se garderont bien d'exposer leurs femmes aux entreprises d'un soldat criblé de coups ou d'un magistrat décrépit; mais ils les enfermeront avec un novice fervent qui baisse les yeux, ou un robuste Franciscain qui les élève. Hasta aquí Montesquieu, y ahora yo:

Maudite antithèse, combien de mensonges n'as-tu pas fait dire aux écrivains français! Todavía se tienen en Francia ideas muy opuestas a la verdad en cuanto a la confianza que los maridos españoles hacen de sus propias mujeres. No hay ningunas que gocen más libertad que las españolas. En París, no asiste ninguna de forma a los espectáculos y paseos sin llevar otra que la acompañe. En España, al contrario, se presentan en otros parajes acompañadas sólo de cualquier hombre decente, sin dar por ello recelos a sus maridos, ni que decir al público. En muchos libros franceses he leído aquello de que los maridos españoles respetan las sandalias que suponen dejan los frailes a la puerta cuando están de visita con las mujeres de aquéllos. Los que hablan así no hacen distinción entre España y Berbería. Están muy equivocados los franceses que creen que los frailes españoles tienen tan buen partido con los maridos y mujeres españolas. Un cordelier, français vaut bien pour le moins un fraile francisco español, y hasta ahora, con perdón de Montesquieu, no se ha visto novicio que salga de su convento a visitar, no digo mujeres, pero ni siquiera hombres.

Ils ont de petites politesses (prosigue Montesquieu) qui, en France, paraîtraient mal placées: par exemple, un capitaine ne bat jamais son soldat sans lui en demander permission, et l'Inquisition ne fait jamais brûler un Juif sans lui faire ses excuses. &c.

Muy mal conoce Montesquieu la prontitud y cólera española cuando piensa que dan treguas a un capitán español para pedir licencia a sus soldados para darles de palos. Si Montesquieu hubiese dicho que los oficiales españoles no acostumbran dar palos a sus soldados, como sucede entre otras naciones, y que éstos, al paso que son incapaces de sufrirlos, saben sin ellos sujetarse a la más rigurosa disciplina y arrostrar y vencer al enemigo, hubiera dicho una cosa cierta. Pero esto de los palos [es] moneda muy corriente entre los moros, y sería lástima perdiese un autor francés esta coyuntura de achacarnos esta propiedad más de ellos.

No entro en rebatir las muchas y disparatadas opiniones que tienen los franceses sobre la Inquisición, porque sería nunca acabar. Sólo acordaré a los que atribuyen un absoluto poder a aquel tribunal, para convencimiento suyo, que, dos años ha, desterró el Rey al actual Inquisidor General, sólo porque contra su voluntad publicó la prohibición de un libro prohibido en Roma.

Vous pourrez trouver de l'esprit et du bon sens chez les Espagnols (prosigue mi autor), mais n'en cherchez point dans leurs livres. Voyez une de leurs bibliothèques: les romans, d'un côté, et les scolastiques, de l'autre. Vous diriez que les parties en ont été faites, et le tout rassemblé, par quelque ennemi secret de la raison humaine.

¡Qué pocos libros españoles leyó Montesquieu! ¡Qué limitadas noticias tenía de nuestra literatura! Los libros escolásticos sólo se encuentran en las bibliotecas de los conventos, los de las novelas en los gabinetes de las damas, como en Francia en los bufetes de los petimetres, y nunca concurren juntos sino en las bibliotecas públicas, donde los hay de todas clases. ¿Qué destino da Montesquieu a nuestros grandes historiadores, a nuestros excelentes poetas, a tantos célebres escritores que ni compusieron novelas, ni hablaron de puntos escolásticos?

Le seul de leurs livres qui soit bon (continúa nuestro autor) est celui qui a fait voir le ridicule de tous les autres.

Sin duda creyó Montesquieu que en tiempo de Cervantes no había en España más libros que los de caballerías. ¡Esto prueba su conocimiento de la literatura española! Acaso se equivocó al escribir este párrafo, y quiso decir lo siguiente: Le seul de leurs livres que j'ai lu est celui de Dn Quichotte, et cela parce qu'il est traduit en français.

Últimamente acaba Montesquieu mostrándose deseoso de ver una carta escrita por algún español sobre lo que éste piense de las cosas de Francia, y aun finge la introducción de ella. Si fuera del caso, yo la continuaría por dar gusto a Montesquieu ridiculizando no costumbres imaginarias, ni las que tenían los franceses dos o tres siglos atrás, como ellos hacen respecto de nosotros, sino las actuales y verdaderas, y concluiría la carta en esta sustancia: Je ne sais si, lorsqu'il est question de la Chine, les Français parlent juste, mais il est súr qu'ils ignorent tout lorsqu'il s'agit de l'Espagne. J'ai l'honneur d'être...



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