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Un jesuita llamado José Francisco de Isla

Javier Burrieza Sánchez





In memoriam Luis Fernández Martín, S. J.

Decían cuando llegó al noviciado de Villagarcía de Campos que aquel jovencito de dieciséis años era pequeño de estatura, poseía ojos vivos y demostraba tener una mente tan despejada como prodigiosa. Cuando al fin, en el otoño de 1755, su hermana María Francisca (en realidad sólo eran hermanos de padre) pudo reencontrarse con él, José Francisco le anticipaba su aspecto físico:

«Tendrás la desmerecida dicha de verme y de conocerme. Pasmada te quedarás al ver qué estatura tan heroica, qué distribución de miembros, qué despejo de persona, qué delicadeza, qué brillantez de colores, qué nariz tan proporcionada, qué vivacidad en los ojos, qué cabellos tan blondos y rubios. Pero debo prevenirte que, como no se ha acabado aquella maldita casta de encantadores, malandrines y follones, que tanto persiguieron al heroico don Quijote de la Mancha y que es cosa averiguada que uno de ellos ha muchos años que también me persigue a mí, temo con gravísimos fundamentos que al ponerme en tu presencia ha de trastornar enteramente mi figura y que siendo ésta ni más ni menos como arriba te pinté, sin perderla pizca, harto será que no me represente como una almondiguilla y que te dé asco de mirarla. Si esto sucediere, esta cierta que es por arte de encantamiento, y representándote allá en la imaginación con la mayor viveza que puedas el retrato mío que arriba te dibujé, no dudes que te parecerá bien, especialmente siempre que cierres los ojos para ayudar más a la consideración»1.



La apariencia externa para un jesuita no pertenecía al terreno de la vanidad. Las «reglas de la modestia», desde el siglo XVI, la definían: el andar, el hablar, el tono de la voz y sus gestos. En todo se pedía moderación: «todos los gestos y movimientos sean tales, que muestren humildad y muevan a devoción a los que miraren en ellos».

José Francisco de Isla había nacido en Vidanes, en la montaña leonesa, en marzo según algunos, en abril según otros, de 1703. Su padre, perteneciente a esa nobleza del Norte, esos hidalgos asturianos que probaban finalmente su condición con el acuerdo de la Real Chancillería de Valladolid, era administrador de los estados del marqués de Astorga y condes de Altamira. Por eso, de muy niño, se trasladó a Valderas. Su madre era recordada por su sensibilidad intelectual, por su conocimiento de algunas disciplinas no habituales en una mujer de su siglo y por su afición a la lectura, según indica Salas en el Compendio histórico que publicó en 1803 de la vida del jesuita.

En Valderas, junto a su padre en el oficio de gobernador, estudió con los carmelitas. Quizás en ellos encontró su primera vocación religiosa. Después José de Isla Pis de la Torre, que así se llamaba su progenitor, fue corregidor de Astorga y alcaide de su fortaleza, juez de los lugares de su jurisdicción, hasta ser enviado a Galicia, donde llegó a ser regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, entre otros oficios.

Pronto José Francisco destacó por su precocidad en el estudio, a través del latín, la filosofía y el derecho. Su madre, Ambrosia Rojo, debió tener su papel en aquellos momentos. Rápidamente encontramos una sucesión de estudios de gramática latina, filosofía, grado de bachiller en Derecho Civil, conocimientos de Derecho Canónico, historia y poesía, que prueban -como escribe el padre Luis Fernández en su estudio introductorio del Fray Gerundio- que no solamente aquel muchacho podía ser muy inteligente, sino que los estudios contaba con una decadencia tan acusada como para conceder todos estos grados con cierta rapidez. Lo que nadie puede negar, porque además no existen grados más capacitados que sus obras, su Fray Gerundio o sus cartas, es que José Francisco contó con una precocidad en el diálogo, prolongado en una ironía inteligente, con la que siempre admiró a cuantos le conocieron.

Constancio Eguía hablaba del primer contacto de Isla con la Compañía a través del internado de Monforte de Lemos, con posible noviazgo incluido. Un encuentro -con los de Monforte- que no fue muy positivo, incluso surgiendo una cierta aversión. A pesar de su regreso a casa, a los dieciséis años (le faltaban tres días para cumplirlos) llegaba al noviciado de Villagarcía. Era abril de 17192. Años después su familia cumplió con la cuota levítica que alcanzaban la mayoría de las descendencias numerosas. Contó con un hermano jesuita que murió a los treinta años, Ramón, mientras que Joaquín José fue benedictino, predicador en el monasterio de San Salvador de Oña, en Burgos.

Aquel periodo de probación era definido como un auténtico «mundo al revés, donde se amaua y buscaua lo que el mundo desecha; y se aborrecía y desechaua la honra y el regalo que él tanto estima y procura, aunque les auisaba que huyessen de caminos singulares; porque el verdadero feruor, no estaua en buscar nueuas inuenciones, sino en andar por los caminos uiejos sin imperfecciones». Era la descripción que el prestigioso «historiador» de la Compañía, Juan Eusebio Nieremberg, realizaba en el siglo XVII de la vida de los novicios y las casas de probación de la Compañía. Años después del ingreso de Isla en la Compañía se publicó en 1760, en la imprenta de este colegio-noviciado, las Prácticas espirituales de los Hermanos Novicios de la Compañía de Jesús del Noviciado de Villagarcía, escritas por su rector y maestro de novicios Francisco Javier Idiáquez.

En este periodo de probación se pretendía abandonar su voluntad, para convertir las disposiciones de sus superiores en una realidad. Al principio, la realidad de expansión de la Compañía había impedido a los futuros jesuitas permanecer aislados durante dos años. Isla sin embargo, a principios de aquel siglo XVIII, sí completó este bienio. La Compañía de Jesús, como todas las religiones, plantearon muy seriamente desde el principio el problema de su continuidad y supervivencia. Pedro de Ribadeneira, en el XVI, había considerado en su Tratado sobre la razón de ser de la Compañía de Jesús, que los ministerios desarrollados por los jesuitas no resultaban fáciles. Llegaban algunos a ser peligrosos. Era menester contar con religiosos lo suficientemente preparados para tal efecto. La necesidad de que el religioso fuese un hombre que controlase sus pasiones y los vicios del mundo prolongaban su proceso de aprendizaje. Y aunque este control era ejercitado a lo largo de toda la vida, el noviciado era una primera escuela. Con todo Francisco de Borja comparaba el noviciado, de forma muy didáctica, con aquella antigua fábula de la hormiga:

«Cuyo officio es proueerse en el uerano del grano para el inuierno, hallarse que ha trabajado y no poco, y quando llegare el inuierno de la tempestad, tribulación y tentaciones, que traen consigo el mundo, demonio y carne, si no se hallare proueído y apercebido con las virtudes de la charidad, obedientia y humildad y paciencia, acompañadas del deseo del menosprecio y de seguir á Cristo crucificado hasta la muerte por la gloria del Señor y saluatión de los próximos»3.



La severidad no significaba inflexión, pues siempre se establecía que el superior estudiase cada uno de los casos, eliminando aquello que pudiese perjudicar al nuevo religioso. Sin embargo los que habían establecido estas medidas no hablaban de memoria, sino con la seguridad que les había aportado la experiencia. Así como hemos dicho, progresivamente fue aumentando el tiempo que transcurrían estos novicios en casas de probación especializadas como era ésta de Villagarcía, después de haber peregrinado el noviciado de Castilla desde Simancas o Medina del Campo hasta encontrarse con las voluntades testamentarias de sus fundadores Luis de Quijada y Magdalena de Ulloa. Eso sí, las Constituciones no exigían nunca que todo este período transcurriese exclusivamente en ellas hasta que pronunciasen sus votos.

¿Colaboraban los estudios a la dimensión espiritual del joven novicio? Francisco de Borja había escrito en el siglo XVI que antes de dar principio a los estudios, el novicio debía estar repleto de simplicidad, recordando aquellas palabras de san Pablo a los Corintios, «la ciencia hincha, solo la charidad edifica» (1.ª Carta a los Corintios: 8, 1). La ocupación en los estudios no debía alejar de los trabajos espirituales, pues de Dios procedía también la ciencia y la inteligencia. Los estudios debían orientarse hacia el servicio y el amor de Dios, pues «el spíritu y los estudios hermanos son [...] y no impide el spíritu á las letras, ni las letras al spíritu». Después Pedro de Ribadeneira advertía que los estudios tenían que alejar de las pasiones y acercar a la oración y a la mortificación y no al revés4.

En Villagarcía José Francisco permaneció hasta 1721. Era el tiempo en que el rector y maestro de novicios era Juan de Villafañe, uno de los escritores más habituales en la Compañía de la provincia de Castilla durante la primera mitad del siglo XVIII, autor de dos importantes obras como eran la biografía de la propia fundadora de Villagarcía, Magdalena de Ulloa bajo el título de La Limosnera de Dios y todo un manual de devoción mariana, donde recorría la historia milagrosa de las imágenes más requeridas de la Virgen.

Fue en aquel tiempo de probación cuando hasta las manos de José Francisco de Isla llegó una novena de San Francisco Javier en una lengua francesa que entonces no conocía. Sin embargo, ya contaba con una notable inteligencia y manejo de los idiomas que le permitió traducirla, sin contar con los conocimientos suficientes de gramática y con las páginas de un diccionario. Desde entonces Villafañe consideró que el novicio leonés podía dedicar muchos de sus esfuerzos a la traducción.

Concluido el noviciado, los superiores le enviaron al Colegio del Espíritu Santo, a Salamanca, en la «Atenas cristiana» como él mismo la denominó y en la casa más importante de la provincia de Castilla, donde estudió Filosofía y Teología, por espacio de seis o siete años. Como jesuita no pudo dejar de rendir pleitesía laudatoria a la que se consideraba fundadora de este importante colegio, la reina Margarita de Austria, esposa que había sido de Felipe III. Y lo hizo a través de una oración fúnebre pronunciada siempre por un estudiante aventajado en el transcurso del funeral, solemne y anual, que se oficiaba por el alma de la que tanto había beneficiado a la Compañía de Jesús. Ignacio de Loyola había dejado perfectamente reglamentado en las Constituciones las obligaciones espirituales y los privilegios que los jesuitas debían cumplir y hacer respetar respecto de las personas que se habían distinguido con su generosidad y apoyo para con los jesuitas. Tellechea indica que por esta tribuna, y esta ocasión igual que Isla, se subieron los padres Larramendi, Rávago, Osorio, Idiáquez, Petisco y Tolrá, contemporáneos ilustres de Isla dentro de la Compañía.

En aquella Salamanca de los años veinte no hay que dejar de recordar el encuentro, muy destacado por los biógrafos de Isla, con el padre Luis de Losada, maestro de Filosofía y de la sátira, al que tanto admiró José Francisco y al que se unió con lazos de amistad. Fue con motivo de la canonización de Luis Gonzaga y Estanislao de Kostka en 1726, cuando ambos escribieron La Juventud Triunfante, en la cual describieron las fiestas que esta ciudad universitaria celebró en honor a estos nuevos santos. Asimismo, ambos jesuitas eran capaces de atacar aquella predicación retórica.

Igualmente cuando pasa, a finales de esta década por el colegio de Medina del Campo, en el camino entre Salamanca y Valladolid, coincide con otro joven jesuita nacido en Torrelobatón, que por entonces iniciaba su intensa trayectoria en la Compañía, el futuro padre Bernardo Francisco de Hoyos: propagador de forma muy temprana de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que tantos apoyos en forma de congregaciones y tantas críticas, desde los ilustrados, generó en favor y en contra de la Compañía. En esta tarea junto a Hoyos se encontraban otros contemporáneos de Isla dentro de la orden, Juan de Loyola, Agustín de Cardaveraz o Pedro de Calatayud.

Era José Francisco un jesuita bien formado en las disciplinas de Filosofía y Teología, mostrándose igualmente inquieto con las ciencias experimentales. Comenzó su peregrinación por los colegios de la Compañía de esta provincia de Castilla, en virtud de la llamada obediencia: el citado de Medina del Campo, Segovia, Santiago de Compostela, Segovia de nuevo, Pamplona (de donde tuvo que salir precipitadamente), San Sebastián, la antigua Casa Profesa de Valladolid o Colegio de San Ignacio, Salamanca y Villagarcía en 1753. No dejamos de lado el asunto de Pamplona, pues Fray Gerundio no será la única obra polémica de Isla. La Diputación navarra no interpretó adecuadamente las páginas escritas por este jesuita y agrupadas bajo el título Día grande de Navarra, pues vieron en ellas una burla a su tierra. El provincial castellano le pidió su salida de allí, para garantizar su seguridad, ofreciéndole la posibilidad de escoger un nuevo domicilio. Fue entonces cuando se iniciaron tres años en el colegio de San Sebastián, donde entró en contacto con obras lingüísticas de gran importancia para el vasco. Pero no corramos tanto y retrocedamos a algunos hitos importantes en su vida dentro de la Compañía.

Isla había completado en Valladolid su formación religiosa con la denominada tercera probación, fuera ya de aquel bienio inicial del noviciado. El 8 de septiembre de 1737 alcanzaba José Francisco de Isla, el ideal de jesuita según Ignacio de Loyola. Realizaba la profesión solemne de cuatro votos que le convertían (y no vamos a entrar en matices) en padre profeso. Decía la segunda parte de las Constituciones que estos profesos, eran «personas escogidas en espíritu y doctrina y muy a la larga ejercitadas y conocidas en varias pruebas de virtud y abnegación de sí mismos». A lo largo de la historia de la primitiva Compañía se intentó establecer casas donde vivir exclusivamente este ideal. Aquellas Casas Profesas, establecidas no solo por San Ignacio sino también por la II Congregación General de 1566 para cada provincia, mantenidas por limosnas y no por rentas, se convirtieron en un auténtico fracaso, pues no se pudieron mantener y se fueron cerrando progresivamente.

El cuarto voto, característico de los profesos, también fue objeto de explicación desde el principio por clásicos de la Compañía como Pedro de Ribadeneira. Así una parte de la Compañía de Jesús se vinculaba directamente al Papa, ofreciendo su plena disponibilidad para ser enviados a aquellas misiones que el Pontífice les solicitase. Es verdad que cualquier miembro de la Compañía estaba obligado como «hijo de la Obediencia» que era, a viajar a aquel lugar dispuesto por sus superiores y por supuesto a obedecer la voluntad del pontífice. Pero este cuarto voto, formulado en un siglo (el XVI) de profunda controversia religiosa, era una vinculación más intensa con el «sucesor de Pedro». De esta forma el profeso era presentado como el estado ideal de la Compañía, meta de máxima perfección, cuyos superiores deseaban convertirlo no solamente en modelo para los otros grados que existían dentro de esta religión, sino para el conjunto de la Iglesia. De los profesos salían los hombres de gobierno de los colegios, de las provincias y de la Compañía universal.

Durante la segunda estancia de José Francisco de Isla en Segovia, y después de algunos de sus viajes a Portugal, reino con el que mantuvo una estrecha vinculación, contactó con destacados escritores de la Corte, eclesiásticos, obispos y políticos, que rondaban a Felipe V e Isabel de Farnesio, en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso. Con muchos de ellos prolongó su amistad a través de las cartas, convertidas hoy en notable fuente para los que historiamos la vida y la Compañía del padre Isla.

Asimismo a las tareas docentes y espirituales (en el confesionario por ejemplo) se unían las propias de un predicador que ganaba prestigio y que consolidará aún más en Villagarcía. Sus profundos conocimientos en humanidades clásicas le permitieron desarrollar sus habilidades en oratoria sagrada. También el que había sido su preceptor de humanidades y retórica, el padre Adrián Antonio Croce, le pudo influir en sus inclinaciones hacia la traducción francesa e italiana, según destaca Luis Fernández Martín5. En su segunda etapa salmantina por ejemplo, entre 1751 y 1753, Isla tradujo del francés los doce tomos del Año Cristiano, vidas de los santos dispuestas por el padre Juan Croisset. Ya el citado Pedro de Ribadeneira, en el siglo XVI, había publicado el Flos sanctorum, siguiendo un procedimiento didáctico usado por Croisset. Tanto en unas páginas como en las otras no existía crítica alguna, pues eran obras eminentemente prácticas. Cada día era acompañado por el martirologio o por los santos del día, de los cuales uno de ellos era elegido para detenerse en su trayectoria vital según las coordenadas contrarreformistas de la hagiografía. Otra cosa eran aquellas obras que intentaron realizar una depuración del santoral. Páginas que también nacieron de la Compañía de Jesús. Era necesario, entonces como ahora, buscar medios para publicar la traducción de tan voluminosa obra. Se valió Isla de la labor de pasillo ejercida anteriormente en La Granja y de las amistades que se granjeó (por entonces la tan importante del marqués de la Ensenada). Por eso el segundo tomo fue dedicado al rey Fernando VI, quien aceptó el trabajo.

A finales de 1753, el padre José Francisco de Isla llegó a Villagarcía de Campos y allí encontró la tranquilidad suficiente cómo para escribir la obra que le ha otorgado fama universal: la Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes. Algunos interpretaron este nuevo destino de Isla como un destierro, como un aislamiento del foco principal de decisión de la Compañía, un relegamiento a un rincón de Tierra de Campos. Así se lo manifestaban algunos de sus amigos y contactos en la Corte madrileña. Sin embargo, el padre Isla los desengañó rápidamente, aunque no sabemos hasta donde llegó su verdad:

«En ninguno de los destinos que he tenido he experimentado el gusto, el consuelo, la paz interior, la quietud externa y el lleno de gozo que experimento en éste. Si ésta es desgracia, me río yo o me compadezco de todas las felicidades del mundo... Aquí quiero vivir y morir sosegadamente, cantando con el mayor consuelo de mi espíritu el Beatus ille qui procul negotiis. Y en testimonio de mi seria resolución, desde luego gasté los pocos cuartos que tenía en poner el nido a mi modo, para que entendiese todo el mundo que sólo pensaba en decir in nidulo meo moriar... Con esta noticia podrá Vm. consolar al señor Taboada [que era un alto funcionario del ministerio de Hacienda] y a los demás amigos, que si verdaderamente lo fueren, no me tendrían lástima, sino mucha envidia»6.



«Para mi gusto -escribía a su hermana María Francisca-, un buen baño de aldea vale más que todos los malos baños del mundo. Por algo estoy tan gustoso donde estoy, burlándome tanto de los que viven en el tumulto, como ellos se compadecen de los que habitamos en el campo, y es que no se hizo la miel para paladares insulsos»7.



Si algunos amigos pretendían conseguir que Isla viviese en la Corte, éste exclamaba con entusiasmo: «¡Viva Villagarcía! y el que deseare otra cosa, a los orates. Yo no trueco ni mi era ni mi trillo por sus jardines y por sus coches»8. Efectivamente, Conrado Pérez Picón insiste en que tras la muerte del confesor de Bárbara de Braganza, el grupo de amigos de Isla que residía en la Corte madrileña, intentaron por todos los medios que este jesuita fuese nombrado el confesor de la reina. Fue entonces cuando el marqués de la Ensenada, que formaba equipo de gobierno junto a José de Carvajal y Francisco de Rávago, confesor jesuita de Fernando VI, pidió al rector del Colegio Imperial de Madrid que preparase un aposento a José Francisco de Isla, solicitando para él plena libertad en sus asuntos. Éste llegó hasta Madrid y al conocer las intenciones del ministro Ensenada, el jesuita buscó disculpas para rechazar tal ofrecimiento. Fue entonces cuando le dijo a don Zenón: «si yo no valgo ni aun para confesor de Vuecencia». La reina Bárbara dejó de considerar esta posibilidad y el padre Isla regresó a Villagarcía. Se vivían los últimos tiempos de Ensenada y Rávago en el poder.

«Sacrificar mi quietud y arriesgar mi salvación por antojos ajenos, no me tiene cuenta para la otra vida, ni aún para ésta. Manden al mundo los que quieren ser esclavos suyos; que yo no me siento con esa vocación»9.



Constantemente recibía ofrecimientos para regresar a la Corte. Incluso sus amigos en 1757 aseguraban que las dificultades que habían surgido con el juez de imprentas para la impresión de su obra más conocida, Fray Gerundio, quedarían solventados si él pasaba por Madrid, después de haber predicado durante la Cuaresma de aquel año en la ciudad de Zaragoza. Él mismo confesaba en estos días que aborrecía, «más que la muerte» permanecer en la Corte madrileña10. Curiosamente el carácter de los oficios ofrecidos a Isla por Ensenada, según Luis Fernández, hubiesen impedido su acariado proyecto de reformar la predicación a través de la sátira, a pesar de haber podido lograr algunas medidas gubernativas.

Muchas fueron las cartas que escribió desde este Noviciado a sus numerosas amistades, desde aquel aposento en el cual no se enteraba de los huracanes que atravesaban por Tierra de Campos hasta que no pasaban («mi cuartico está impenetrable a los hielos y a los temporales»)11. Hasta las enfermedades que presidieron estos años, Isla esgrimía una «lengua ágil y graciosa», como escribía años después su compañero en el destierro Juan José Tolrá. Su conversación era amena, abierta en los temas tratados, plagado de talento, aunque para sus contemporáneos fuese un «jesuita corriente»12.

Cartas abundantes, a muchos destinatarios, algunas veces con un notable cansancio por una labor que se prolongaba demasiado diariamente: «¿Sabes cuántas cartas van escritas con ésta en la semana que corre -pregunta el padre Isla a su hermana- y todas ellas de mi puño? Cincuenta y dos. Ahora voy a consolar a una monja. En cada correo hago más papeles diferentes que en aquella comedia -no me acuerdo cuál es su gracia- donde son treinta y seis las personas que hablan en ella»13. Las cartas eran la pesada cotidianidad en la que se hallaba ocupado. Escribía unas y esperaba otras. A través de ellas contaba la información remitida desde la Corte y gracias a esta misiva superaba el tan celebrado aislamiento de Villagarcía.

En realidad, el padre Isla no era un jesuita dormilón, pues según confesaba le sobraban dos horas de las siete que permanecía en la cama, «y ésas las pasaría yo de mejor gana sufriendo a un necio que a los colchones»14. De hecho, después de aquellos primeros momentos de oración en el día, a las cinco de la mañana, en los que no recordaba la oración de la sábana santa, celebraba la misa y se sentaba al confesionario. Poco le gustaba este ministerio, sacramento que los jesuitas habían sabido conducir como primer paso hacia la dirección espiritual. Él mismo se lo ratificaba a su hermana:

«Ayer me vi obligado a salirme del confesionario por no exponer a los penitentes a la confesión pública, que ya se abolió en la Iglesia, y como este accidente no tuviera otra resulta que excusarme de este trabajo (para miel mayor de todos), ya daría por bien empleado el coscorrón por el bollo. A la verdad, el oído y el olfato son los dos sentidos que hacen menos falta, porque es poco lo bueno que se oye y aun es mucho menos lo que huele bien»15.



Desde el principio la legislación de la Compañía de Jesús (a través de la Fórmula del Instituto o de sus Constituciones) consideraron que la confesión era un ministerio prioritario para ser desarrollado por los jesuitas, pensando que lo que se predicaba debía conducir hacia este sacramento, al igual que lo que se meditaba en los Ejercicios Espirituales, una pieza fundamental en los trabajos de esta religión. Luis de La Puente, director espiritual prestigioso de muchas de las clientelas de la Compañía en Valladolid en el tránsito hacia el siglo XVII, resaltaba la importancia del «acto heroico del confesar». Consideraba La Puente que el sacerdote que lo hacía cumplía con un mandato del propio Jesucristo de perdonar y absolver los pecados cometidos16. Pero también la Compañía lo desarrollaba como un ministerio propio y muy consolidado en su carácter. La predicación aportaba una mejor proyección pública, pero a través de la confesión el religioso aprendía -según continuaba un La Puente que continuaba siendo leído en el siglo XVIII- a vencer sus propias tentaciones17.

El resto de la mañana José Francisco se encontraba dedicado a escribir sobre las páginas del futuro Fray Gerundio. Las tardes estaban más dedicados a la naturaleza, sobre todo camino de los montes Torozos. Era también el tiempo de la caza con la escopeta de su cuñado Nicolás de Ayala, el esposo de su hermana María Francisca. Aunque no la había podido utilizar dentro de las «bardas del Colegio», acudía a la Granja de Santa Eufemia, propiedad del Colegio de Villagarcía: «en las visitas que hago al monte, asusto a unos conejos y mato a otros; siendo el día de hoy éstos los únicos que se mueren por mí18. En su correspondencia exageraba con las liebres que caían tras sus disparos. Pero siempre disfrutaba de sus paseos por la naturaleza, escudo perfecto contra la melancolía que decía invadirle: «no obstante -continúa- esta semana ya hice mis diligencias por desterrarla, yéndome dos días al monte, el de la Purificación y el de San Blas; traje mis trece liebres a casa, que aún estamos comiendo en compañía del Vice-Provincial»19.

Desde 1753 Isla careció de responsabilidades docentes, aunque rápidamente entró en contacto con algunos de los profesores, renovadores de la gramática latina entre los que se encontraba el padre José Petisco (el mismo que redactó su epitafio en Bolonia). Aquel grupo se encontraba dirigido por el que era rector de Villagarcía Francisco Javier Idiáquez. Petisco le invitó a participar en la publicación de textos latinos de autores clásicos para uso escolar y académico. Aceptó el trabajo y en consideración a su edad, anciano entre jóvenes, y a su amistad con el citado jesuita, José Francisco de Isla empezó a preparar dos diálogos de Cicerón que trataban sobre la Vejez (De senectute) y la Amistad (De amicitia). Después en su biblioteca privada contaba con la colección completa de los clásicos griegos y latinos que habían sido impresos en el colegio de Villagarcía:

«En todo -escribía fray Juan de la Transfiguración, presidente del convento de San Buenaventura de franciscanos descalzos de Palencia- y deja bien conocer la mucha inteligencia que tiene el autor de las frases más propias de la latinidad, leyes de la más culta retórica y de todo género lo nuevo y lo antiguo. Digno es que salga a luz este tesoro de claras letras, para que enriquezca a cada uno, según lo necesitare»20.



Desde el siglo XVI y con los jesuitas en la enseñanza de la gramática latina, se hablaba de eficacia y de preparación, frente a unos denostados retratos de los preceptores seglares, convertidos en auténtica caricatura en las páginas del Fray Gerundio: eran los malísimos preceptores frente a los maestros del prestigioso seminario de Villagarcía. Ya en sus nombres, en este caso literarios, no había desperdicio: el cojo de Villaornate, el dómine de Taranilla y el Zancas-Largas. Estos preceptores estaban condenados a sobrevivir en aquellos lugares donde a los jesuitas no les interesaba establecer un colegio de la Compañía. Con todo a los religiosos se les asociaba con la «imagen de la humildad», frente a los preceptores seglares, que eran reflejo más bien de la soberbia. La enseñanza de la Compañía de Jesús, a pesar del rigor que algunos no sabían comprender (entre ellos algunos de los personajes literarios del padre Isla), era sinónimo de la calidad y la eficacia:

«En eso estaba ya Antón Zotes; pero toda la duda era si le había de enviar [a su hijo] a Villagarcía o a cierto lugar no distante de Campazas, donde había un dómine que tenía aturdida toda la tierra, y muchos decían que era mayor latino que el famoso Taranilla. Pero la tía Catanla se puso como una furia, diciendo que primero se había de echar en un pozo que permitir que su hijo fuese a Villagarcía a que le matasen los teatinos [los jesuitas]; porque su marido toadía tenía las señales de una güelta de azotes que le habían dado en junta de generales, solo porque de cuando en cuando bebía dos o tres azumbres de vino más de las que llevaba su estómago, y porque se iba a divertir con las mozas del lugar, que todas eran niñerías y cosas que las hacen los mozos más honrados, sin que pierdan por esto casamiento ni dejen de cumplir honradamente con la perroquia, como cualquier cristiano viejo. Con esto, para contentarlas, se determinó finalmente que el muchacho fuese a estudiar con el dómine».



Este grupo renovador, en la cual va a intervenir Isla, no pretendía romper con la Ratio Studiorum, la carta magna de la enseñanza de la Compañía, aprobada en su edición definitiva de 1599, sino poner en marcha algunos de sus aspectos que habían sido abandonados. La gran diferencia radicaba en que el mayor atractivo de los jesuitas había sido, en el siglo XVI, su eficacia, su racionalidad en aprovechar lo bueno de lo que ya existía y su capacidad de adaptación, coordenadas que no se podían desarrollar en toda su plenitud en el XVIII.

Los sermones, se convertían en todo un espectáculo según nos ha enseñado el profesor Teófanes Egido. Pero los sermones, principal medio de comunicación de aquella sociedad sacralizada, eran objeto de burla del padre Isla en su novela, como lo fueron las novelas de caballería para Don Quijote y Miguel de Cervantes un siglo antes. José Francisco de Isla también fue un predicador. Él mismo se lo relata a su hermana, cuando la anuncia que el 25 de agosto de 1758 predicaba un panegírico de San Luis, Rey de Francia, convertido en funeral celebrado en honor al fundador del colegio de Villagarcía, Luis de Quijada. Sermón y liturgia dedicada a la salvación de los soldados muertos en campo de batalla como lo fue aquel fundador:

«Dentro de una hora voy a predicar a las honras fúnebres de unos soldados que murieron doscientos años ha, y en verdad que si todavía necesitan de estos sufragios, habrán conocido mucha gente honrada en el purgatorio»21.



Sermón de compromiso político fue aquel predicado cuando murió el rey Fernando VI, después de un año entero de demencia de este monarca tras el fallecimiento de Bárbara de Braganza22. La Cuaresma de 1757, en que fue requerido todos los días en el Hospital General de Zaragoza, fue una empresa trabajosa por la frecuencia de estos sermones. Un establecimiento que definía en su correspondencia como una casa de orates o de locos. El provincial le encomió a ir, pero Isla le expuso su mayor indiferencia hacia la empresa. Sin embargo el superior no le eximió de su asistencia, adelantándose a obtener la oportuna licencia del prepósito general, pues Zaragoza no pertenecía a la provincia jesuítica de Castilla sino a la de Aragón. Con el conocimiento del general de Roma, las apetencias de Isla podían desaparecer, pues no había nada que hacer para convertir las disculpas en una realidad.

Según expuso a su cuñado, no sabemos si con la misma ironía con la cual se describía físicamente, fue tanto el eco de sus sermones que tuvo que salir de Zaragoza a escondidas e impedir su presencia pública en aquellos núcleos urbanos de cierta importancia en su camino de regreso a Villagarcía: el caso de Tudela de Navarra, de Calahorra, Logroño, La Calzada y Burgos23. Fue entonces cuando sus amigos de la Corte pretendieron que pasase por Madrid para facilitar la publicación del Fray Gerundio. Él esgrimió que en el caso de que en Madrid se dictasen algunas disposiciones contrarias al reino de Aragón después de haber estado él en Zaragoza, se tomaría su presencia como una labor de información en favor del gobierno: «mi nombre, que hoy se oye con estimación entre los aragoneses, quedaría después odiado entre todos ellos»24.

También los párrocos de los pueblos cercanos a Villagarcía le pedían al padre Isla que acudiese hasta sus púlpitos para predicar en un día tan especial como las de su santo patrono. Tampoco faltaba invitaciones para que sus sermones, convertidos en espectáculo atractivo, no faltasen en las tomas de hábito de religiosas en ciudades de conventos como eran aquéllas. El canónigo de la Catedral de Valladolid, Jerónimo Estrada, llamó a éste su amigo jesuita para que no faltase a predicar en el convento de las Brígidas donde profesaba una sobrina suya. Isla rechazó esta invitación, «porque me habían de sofocar a visitas», pero a la puerta de Villagarcía se presentó una calesa para recoger al jesuita y contar con él, al menos en los momentos previos de la profesión.

Sermón y confesión, pero también Ejercicios Espirituales que la comunidad celebraba para concluirlos el día de la Natividad de la Virgen, el 8 de septiembre, días en los cuales el jesuita interrumpía su comunicación con su familia a través de la correspondencia. Y tras este periodo, el padre Isla salía hecho casi un santo, según ironizaba ante su hermana: «bésame la mano y escoge la reliquia que te pareciere, como no sea la cabeza, que ésa la he menester para ciertos negocios de importancia. Dígolo porque ayer salí de mis ejercicios punto menos que canonizado»25.

Su comunicación, como decíamos, con su hermana y su cuñado Nicolás era constante. Manifestaba Isla su enfado cuando éstos le hacían regalos valiosos cómo un bastón con empuñadura de plata para sus paseos, bastón de capitán general. Con su ironía el padre José Francisco les hacía advertencias sobre la supuesta pobreza que él debía tener como religioso, llamándoles ignorantes de todo lo que significaba su vida: «hiciste bien en casarte -le confirmaba a su cuñado- porque si Satanás te hubiera dado vocación de papa, echarías a perder todas las religiones».

Paseos por la naturaleza, convertidos también en fuentes literarias para recrear en su obra fundamental, Fray Gerundio, cuando hablaba con las gentes del pueblo, para buscar al tío Antón Zotes o a Bastián Borrego, mayordomo de una cofradía. Cosechas y horas del campo siempre presentes en las conversaciones: «está lloviendo a todo llover, con lo que se asegura la sementera, y para el año que viene habremos de convertir en paneras los aposentos, así como este año regamos con vino rico los nabos»26. Amor hacia estas tierras que le condujeron a pedir una mejora en las comunicaciones de Villagarcía con el resto del mundo, con el fin de conseguir la estafeta de Villardefrades hasta este lugar:

«No se dirige las cartas por Ríoseco, sino pura y netamente a Villagarcía de Campos, porque somos más persona de lo que a usted le parece, y este pueblo no es tan desconocido, que no se tenga mucha noticia de él en todas cuatro partes del mundo, especialmente en las antípodas»27.



Allí vivía acompañado de un gato, de una ardilla y de un tordo. El primero, el gato le era de gran utilidad, pues le calentaba los pies en la cama, aunque se enfadaba cuando se metía dentro del lecho antes que él. Le llamaba «el Tonto»28. Junto al gato tenía un tordo real que le prestó el padre Labrador, llevándose estupendamente con el felino. También la convivencia entre el gato y el perro, «el Feo», llegó a ser apacible. El interés por los animales le animó incluso a criar un «lobito» que le trajeron. Al principio se le alimentaba con leche de ovejas para después mamar de la misma, como si fuese un cordero. No obstante, el lobo murió reventado cuando el muchacho encargado de cuidarlo, «el ayo del lobito», lo dejó caer desde un poyo alto. Después de predicar en Zaragoza durante la Cuaresma le regalaron una ardilla, que se metía entre las sábanas para dormir junto al padre Isla. Todo ello constituía lo que Pérez Picón denominó «el arca de Noé»29. Cuando Isla salió de Villagarcía y fue enviado a Galicia recordaba con cariño a su nuevo superior, el rector Julián Fonseca, aquellos tiempos, en que moraba en un noviciado de la Compañía, «siendo Maestro de Novicios de la ardilla, del tonto y de la tordita»30.

José Francisco de Isla no fumaba cigarros pues la Compañía de Jesús así se lo había prohibido a sus miembros. Lo absorbía en forma de rapé y con ello se despejaba la nariz. Advertía al hermano Cristóbal Sáez, su proveedor y secretario del procurador de la provincia de Castilla en Madrid, que no era necesario que el tabaco y el rapé fuesen de la mejor de las calidades: «ni mis narices, ni mi paladar se hicieron para primores; lo más ordinario y más común me sienta mucho mejor»31. Sin embargo los cigarros podían llegar de La Habana. Era amigo de los pequeños placeres como los quesos de Villalón que remitía a su hermana María Francisca o a su cuñado, o bien cuando ésta le mandaba los barriles de cabello de ángel.

Los jesuitas eran también hombres de ministerios itinerantes y de viajes. Fue en la primavera de 1755, cuando en un viaje a Galicia, se reencontró con su hermana María Francisca, después de que veinte años antes hubiese sido el padrino de su bautizo. Fue a finales de abril de 1759 cuando José Francisco de Isla llegó a la ciudad de León, invitado por su obispo y por el intendente, aunque el jesuita confesaba que también lo había hecho para «orearme un poco»32. En la ciudad fue tratado con todo tipo de atenciones, no solamente por todas estas autoridades, sino también por el abad de San Benito y por una gran cantidad de ciudadanos que acudieron a visitarle. Lo que León no favoreció en absoluto fue su salud porque comenzando por un fuerte cólico terminó con unas tercianas doble, que le obligaron a reposar en los mesones y posadas del camino de regreso hacia Villagarcía, en Villamañán y Benavente. Decían hermanos de religión de Isla, como el misionero Pedro de Calatayud, que aquellos alojamientos no eran los adecuados para un jesuita: «en las posadas búsquese todo el retiro que sea posible de las cocinas, zaguanes o sitios donde hay mugeres, arrieros y otra chusma de gente». Desde Benavente escribió a su colegio para que acudiese a buscarle un hermano coadjutor con una calesa, con el fin de llegar más cómoda y rápidamente a Villagarcía. Los caminos no solamente eran peligrosos para lo que ellos consideraban virtud, sino también lo eran para conservar la vida. No eran tierras para seguridades de los hombres y de los medios. Además las formas de transportes no eran adecuadas, fomentando más estas inseguridades.

Lo que verdaderamente temía José Francisco de Isla no eran tanto las enfermedades sino los remedios a las mismas, pues según confesaba en su correspondencia, para intentar su sanación en Benavente se le habían practicado una de las habituales sangrías por un barbero, que eran aquellos «médicos» de primeros auxilios que contaban con depósito de sanguijuelas: «pero más había sido lanzada que sangría; pero lo disimulé, porque ya no tenía remedio, ni yo esperanza de abrir los ojos a mi Longinos». Aquel barbero, asimilado al centurión romano que con su lanza traspasó el costado de Cristo crucificado en el Gólgota, había acudido a atender a su enfermo, en la casa del abad de Benavente, que había hospedado al conocido jesuita. Y tras León, ¡cómo nos íbamos a hablar de los requerimientos que Valladolid hacía a este predicador!

Era sin duda Valladolid la capital jesuítica de aquella provincia de Castilla, no solamente por ser sede de distintas casas de la Compañía sino también por ser la residencia habitual del provincial que salía a viajar a los distintos colegios y realizar las visitas reflejadas en los correspondientes libros. Pero también en Valladolid se convocaba la Congregación Provincial, para la que fue llamado José Francisco de Isla en febrero de 1758. Ironizaba este jesuita sobre su presencia y sobre su competencia dentro de la Congregación:

«Hábleme usted con respeto -según se lo dirigía a un amigo- porque ya tengo voto en Capítulo; pero si me lo quiere comprar por una tajada de vaca, será el voto de usted. El sábado marcho a nuestra Congregación de Valladolid con nuestro Padre Rector, con mis dos conviejos, que agregados a los que vinieron de Galicia, Asturias y León, haremos un grueso destacamento. Para míes pesadísimo chasco, y para todos los que no se apacienten de aire».



Y siguiendo este mismo camino de itinerancia, Isla continuaba participando del ministerio itinerante por antonomasia de la Compañía: las misiones populares. Si este religioso añoraba cada vez que salía de Villagarcía, su «huronera espiritual», los teóricos de las misiones clamaban contra las comodidades que nunca debían demostrar los jesuitas en su vida.

Aquellos misioneros que andaban por los lugares más recónditos de la geografía «nacional» tenían horizontes y objetivos muy diferentes a los que surcaban los mares y pisaban tierras no menos desconocidas. Si en las Indias se trataba de ganar creyentes para una religión desconocida en aquellas latitudes; en las misiones populares se perseguía el cambio y la mudanza de vida y costumbres, de las conductas y de las actitudes de los que ya pertenecían a la Iglesia. No fue un fenómeno exclusivamente español, pero aquí adquirió unos matices propios, más profundos en los contenidos. Era, en definición de Tellechea o Domínguez Ortiz, un «acontecimiento espiritual que no tenía paragón». El fenómeno de las misiones populares, que no gustaban al padre Isla, se materializaban en «unos sermones y unos predicadores que por algunas semanas dominaban la vida, los sentimientos, las conciencias y lograban el entusiasmo de todos los sectores sociales del campo y, en mayor medida, el de las ciudades»33. Se constituyó sin duda en una de las estrategias pastorales que desarrollaron con mayor maestría los jesuitas, en uno de los medios más útiles de aquellas «reanimaciones religiosas», según las denominaban los protestantes34.

Siguiendo lo señalado por las Constituciones, el prepósito general Claudio Aquaviva indicó en una carta que «el espíritu de nuestra vocación exige que los de la Compañía no estén fijos y de asiento en un sitio para vivir establemente en él»35. Pedro de Calatayud tenía la convicción de que la Compañía de Jesús estaba destinada especialmente por Dios para «convertir almas, y hacer frente al Infierno, y á las heregías; entre todas las gerarquías sagradas y religiosas, parece que el Salvador escogió y levantó con especialidad a la Compañía de Jesús». Por eso interpelaba a todos aquéllos que vivían cómodos en tantas parroquias y colegios en sus habituales labores: «Decidme aora, qué escusa tendreis varios Sacerdotes, Religiosos y jesuitas, en querer más vuestro retiro y vida acomodada o quieta, que no el salir o trabajar en bien de las almas»36. No obstante, Isla sentía repugnancia por las misiones populares, acompañando en estos trabajos al padre José Petisco, profesor y renovador del grupo de Villagarcía. Él mismo lo narraba:

«Mañana por la tarde en despachando el correo de Madrid, salgo con el Padre Petisco a Barcial de la Loma, que dista tres leguas de aquí, a hacer una misioncita de doce o catorce días. Me ha sido preciso condescender con el gusto del Padre Rector, que me lo ha pedido, sacrificando en su obsequio mi grande repugnancia a este santo ejercicio, no porque no le tenga amor, sino por conocer que me falta todo lo que es necesario para ejercitarle con fruto. Al Padre Petisco le pegó su espíritu el señor Abad de San Isidro, el Padre Petisco quiere pegármele a mí, sin advertir que todos los espíritus piden ciertas proporciones. Cógeme esto tan desprevenido de materiales como de fuerzas, porque he consumido muchas este verano en mis incesantes tareas. Quizás servirá para repararlas el mismo mudar de trabajo, especialmente teniendo tanto de material y de agitado el que me espera, como de intelectual y sedentario el que suspendo»37.



Una de las grandes pasiones de Isla eran los libros y por supuesto su lectura («paso la mayor parte de las horas en conversación con mis libros», escribía a su hermana)38. Por todo ello formó en Villagarcía una magnífica biblioteca privada compuesta por unos ochocientos volúmenes, pues éstos eran los que tenía cuando salió de Pontevedra hacia el exilio en 176739. Con todo ello no fue extraño las lecturas de historia, de viajes, de medicina (él, que era poco amigo de los médicos), así como de actualidad política y militar. Sobre su mesa tuvo relaciones de países exóticos a través de las cartas edificantes de las Misiones Extranjeras. Conocía bien el traumático terremoto de Lisboa (1755) a través de las Relaciones que recorrían Europa. En todas estas páginas se puede definir la enorme curiosidad que demostraba Isla hacia tantos asuntos, además de sus labores de traducción.

José Francisco de Isla, en los catálogos que se realizaban de cada una de las provincias de la Compañía, en este caso de la de Castilla y que eran remitidos a Roma, era considerado como «Escritor y Predicador» en estos tiempos de su estancia madura en Villagarcía. La labor literaria, más allá de la labor de traducción, estará protagonizada por la más importante de las novelas del siglo XVIII en lengua castellana. El mismo confirmaba y sabía del éxito que estas páginas iban a tener: «eternizará mi nombre, mi paciencia y mi desprecio», según escribía a su cuñado Nicolás.

El jesuita intentó que su novela del famoso predicador fuese publicada en la imprenta del colegio de Villagarcía: la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, con la intención de ceder todas las ganancias que produjese: «en esa oficina a quien tengo especial devoción por obra del Padre Idiáquez». Precisamente en aquellos momentos estaba empezando a andar, pues aunque su producción se extiende entre 1757 y 1767, la primera obra fue publicada en 1756. Los establecimientos religiosos fueron un ámbito adecuado para el nacimiento de las imprentas. Los jesuitas fueron comprobando las utilidades que estas infraestructuras proporcionaban a sus ministerios pastorales, bien para el ejercicio de la docencia, bien para el objeto de obtener textos baratos y destinados a estudiantes con menos recursos. Así, entre 1540 y 1773, dirigieron un total de treinta y seis imprentas, de las cuales dos se establecieron en este ámbito de Valladolid.

Las prensas de Villagarcía se dedicaron en buena parte a publicar ediciones anotadas y didácticas del antes citado proceso de renovación del grupo de Villagarcía, sin encontrarse ausentes de entre los libros que de allí salieron los propiamente devocionales de la Compañía de Jesús. Su impulsor, el rector primero y provincial castellano después, Francisco Javier Idiáquez, perteneciente a una de las familias aristocráticas más destacadas, consiguió en la Corte madrileña los mejores modelos de tipos de letras griega y latina. El primero de los hermanos coadjutores que se encargó de estas labores tipográficas había desarrollado estos trabajos en Salamanca y Madrid, siendo necesaria la formación de otros hermanos para responsabilizarse de la misma.

José Francisco de Isla, para llevar a cabo esta edición, se encontró sobre todo con la barrera de la autoridad eclesiástica y de su obispo, el de Palencia, el dominico Andrés de Bustamante. Entre otras cosas porque en aquellos momentos del siglo XVIII Villagarcía pertenecía a esta diócesis. Y eso que contaba con el privilegio real para la impresión del «frailecito», como lo retrataba Isla. La autoría hubo de ser atribuida al párroco de San Pedro de Villagarcía, Francisco Lobón de Salazar, hermano de un jesuita («el Ilustrísimo no ha podido digerir que Lobón prestase su nombre para el Fray Gerundio»). Según confiesa Isla a su cuñado Nicolás Ayala, el obispo dominico temía que la obra atacase a la orden de predicadores. Sin embargo el jesuita completaba este temor indicando que este mismo sentimiento podía estar presente en la Compañía, pues los ataques podían extenderse a los de su «palo». Pero lo máximo que podía evitar el obispo de Palencia es que la obra no fuese publicada en su diócesis. Nunca que se hiciese en Madrid («es cierto que hará un gran prejuicio a esta imprenta, en cuyo beneficio tenía cedido todo su producto»)40. El resultado final no sorprendió en absoluto al padre Isla: «Mi obispo palentino se ha mantenido como un héroe en su resolución; y yo como un pozo de nieve en mi frescura. No te pase por el pensamiento que este incidente me haya ocasionado ni aun un primer movimiento de enfado; porque le tuve muy prevenido desde el principio»41.

En octubre de 1757 volvía el original a Madrid, donde «se imprimirá mucho mejor» y también se facilitaría su expansión. El padre Idiáquez, rector entonces de Villagarcía, no solamente conocía la obra sino que también la apoyaba. Sin embargo, el provincial castellano consideraba que páginas de esta índole debían ser remitidas a Roma, para ser aprobadas por el prepósito general de la Compañía de Jesús. Censura que Isla no consideró siempre necesaria: era el «fiat romano». La imprenta madrileña, y de nuevo el autor, preveían el éxito seguro, con una primera edición de mil quinientos ejemplares que no llegarían a las provincias de la Compañía, sino que se quedarían en la Corte. El autor había pedido veinticuatro ejemplares de esta primera parte para repartir entre sus compromisos. No obstante, en Madrid no esperaron a la llegada de la licencia del general romano. La librería de Gabriel Ramírez lanzaba el primer volumen de la Historia de Fray Gerundio de Campazas. Esta independencia le acarreó serios disgustos dentro de la orden.

Pero desde el principio Fray Gerundio fue un éxito editorial. Lo cuenta el propio padre Isla cuando hablaba de aquellos trescientos ejemplares encuadernados que se vendieron en menos de una hora desde que salieron de la imprenta. Veinticuatro horas después se habían vendido ochocientos, habiéndose agotado inmediatamente la edición, a pesar de haber trabajado los libreros día y noche, «precisados a hacer prontamente otra para cumplir con los clamores de Madrid y con los alaridos que se esperan de fuera»42. Un libro que fue muy leído por multitud de notables de aquella España, incluidos los propios Fernando VI y Bárbara de Braganza, aunque también fue progresivamente contestado por otros que se sentían aludidos. Tal eco empezó a inquietar al propio Isla, por las consecuencias que podían producirse dentro de la Compañía:

«En este Colegio [el de Villagarcía], adonde enviaron media docena de ejemplares. Todos, sin exceptuar uno solo, están locos con el tal libro: de manera que en muchas noches hasta la una no se ha evacuado mi aposento con harto detrimento de mi salud»43.



Una de aquellas primeras ediciones llegó al Colegio de Ingleses de San Albano, dedicado a la formación de sacerdotes católicos para Inglaterra y dirigido desde su fundación, en 1589, por jesuitas españoles. Muy pocos ejemplares llegaron en aquellos momentos a Valladolid, después de que algunas élites de esta ciudad, como de Salamanca o León reclamasen algunos ejemplares. Estaba a punto de iniciarse la impresión de la segunda parte, cuando tras haber alcanzado las protestas de muchos frailes y aludidos, intervino el Tribunal de la Santa Inquisición. El Consejo de la Suprema mandó suspender la reimpresión del primer tomo y la impresión de la segunda parte. De lo que trataban las denuncias recibidas era de probar que la obra era «sacrílega, herética y blasfema, denigrativa del estado eclesiástico, secular y regular, ofensiva al Tribunal de la Fe y vulnerativa de la potestad real»44. Todo esto le condujo a José Francisco de Isla a decir que él se sentía «más hereje que Lutero y que Calvino y más perjudicial a la Iglesia de Dios que todos los monstruos que hasta ahora ha abortado el infierno contra ella»45.

Según le anunció al jesuita la condesa de Santa Eufemia, aristócrata titular de estos lares de Villagarcía, el nuncio en Madrid había enviado la primera parte al papa Benedicto XIV, el cual se divirtió grandemente con su lectura. Pocos meses después, como confirmaba Isla, al «pobre fraile», a Fray Gerundio, se le morían sus poderosos amigos y protectores. El nuevo rey Carlos III había gustado de su lectura, pero resaltaba su carácter virulento contra los frailes. Mientras, hasta Villagarcía se acercaban muchos, que con actitud curiosa querían contemplar el rostro

«Subió el predicador [un clérigo en el pueblo salmantino de Tejares] al púlpito y habiendo dado un profundo suspiro y una grandísima palmada sobre el borde, agarró el libro con las dos manos, y exclamó a gritos diciendo: «¡Oíd, los de Tejares, oíd! Que acabo de venir de Salamanca y os traigo un tesoro. ¡Este es el libro de los libros; ésta sí que es obra de romanos! Otros libros ayudan cuando más a formar sermones; éste a formar y reformar predicadores»46.



Pero las cosas cada vez se ponen peor, según le confirma el procurador de los jesuitas castellanos en la Corte madrileña al propio Isla. La sentencia se produjo el 10 de mayo de 1760, asumida con toda serenidad por el autor de la obra. El índice Romano la prohibía mediante decreto en septiembre de este mismo año. La segunda parte se imprimió en la clandestinidad en 1768, meses después de producirse la expulsión, prohibiéndose toda ella en España en 1776.

Nuevos proyectos volvió a pensar Isla para esta imprenta. No obstante, estas «aventuras editoriales» del polémico jesuita era conveniente trasladarlas a Madrid y después, desde la Corte, distribuirlos a las provincias. Villagarcía, «por su cortedad» no contribuiría a la adecuada difusión. Ya en Pontevedra el padre Isla propondrá al hermano Juan de Dios Remacha, administrador de la imprenta, publicar en Villagarcía una traducción de la Historia del Paraguay47, algunos tomos del citado Año Cristiano, además de algunas otras obras de las que no ofrece título en la correspondencia, y que debían ser peligrosas para la Compañía en un momento tan temeroso para ella, en los días previos a la expulsión de 176748.

El 3 de septiembre de 1760 José Francisco de Isla fue trasladado al colegio de Santiago de Compostela («a donde me trajeron con indecible violencia mía, los trabajos de mis ancianos padres y numerosa parentela»). Parece ser que tenía razones de carácter familiar. Villagarcía había calado muy hondo en este momento de madurez. En estos años de Galicia continuó contemplando la realidad hostil a la que se estaba enfrentando, no solamente en España, sino previamente en Portugal y Francia, coronas de las cuales ya habían sido expulsados los jesuitas. Temores que no dejarían de estar presentes en aquella vida social, la más íntima desarrollada por Isla en torno a un buen chocolate. Éste no era un manjar que entrase oficialmente en los refectorios, pero como indica Fernández Martín49, los superiores sabían que estaba presente en las alacenas de las celdas. A la primera hora de la mañana se reunían tres o cuatro religiosos para probarlo y disfrutarlo.

Pensaba el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez Campomanes, que en la Compañía de Jesús no existían individualidades sino responsabilidades colectivas y cuerpo orgánico perfectamente jerarquizado. Responsabilidad colectiva por tanto en todo lo que había cosechado el confesor real, oficio que había recaído en los jesuitas desde 1701 hasta 1755. Era aquel todo un ministro de la Monarquía para asuntos eclesiásticos, religiosos y culturales, además de director espiritual del rey. La caída del último de estos confesores jesuitas, el montañés Francisco de Rávago, debe ser encuadrada dentro de un cambio gubernamental que se produjo en el gabinete de Fernando VI en 1755, según ha expuesto el profesor Gómez Urdáñez. Con la caída del padre Rávago terminaba un importante resorte político de la Compañía50, llevando consigo «la de la Orden de los jesuitas en masa», según exponía el embajador inglés en Madrid. El grupo gubernamental, dirigido por Ricardo Wall, que había sucedido al triunvirato formado por Ensenada, Rávago y Carvajal, era plenamente hostil a los jesuitas: «desearía, si pudiere expulsarlos de España», escribía el nuncio pontificio, refiriéndose a las opiniones de Wall. Muchos eran los pretendientes resentidos que no se habían beneficiado de las acciones del confesor en el nombramiento de obispados, cátedras o canonjías. Es verdad que en 1766 el confesionario había sido matizado en sus competencias por el secretario de Gracia y Justicia. Sin embargo, todavía era un bocado apetitoso. Y esto justificaba los supuestos deseos de la Compañía por recuperarlo, viéndose empujada a la sátira y a las inestabilidades en forma de motín, según la teoría de Campomanes.

Todavía desde Valladolid, Isla había recibido informaciones sobre el nombramiento del confesor del príncipe de Asturias, en febrero de 1760. Se trataba de un clérigo del Oratorio de San Felipe Neri. Una buena noticia para el jesuita, porque pensaba con ello, que Carlos III no tenía la posición radical de la monarquía portuguesa51. En 1761 circularon rumores sobre el jesuita Isidro López, cuando abandonó la provincia de Castilla y fue trasladado a la de Toledo, demarcación en la que se encontraba incluido el Colegio Imperial de Madrid, residencia habitual de los anteriores confesores. Pronto tuvieron noticia de la designación de fray Joaquín de Eleta, conocido como el padre Osma, al ser obispo de esta diócesis52.

Todavía en 1762, la dirección de la conciencia de los miembros de la Familia Real, seguía ocupando la atención de las cartas del padre Isla. Escribía que se estaba preparando el fin de la Compañía. Se desterraba de la Corte a aquéllos que anteriormente les habían favorecido, mientras que se requería a los menos afectos; que los Tribunales se mostraban cada vez más negativos hacia los jesuitas, que se divulgaba y publicitaba todo lo que podía desprestigiar a la Compañía, silenciándose además que todavía en aquellos momentos, los jesuitas eran los confesores del príncipe Carlos (futuro Carlos IV), de la reina madre Isabel de Farnesio y maestros y preceptores de la pléyade de infantes, nacidos del matrimonio entre Carlos III y la reina María Amalia de Sajonia53.

La oposición a la Compañía resaltó la contraofensiva a la que se encontraban dedicados los jesuitas a través no solamente del púlpito, sino desde la sátira. El llamado «partido español» pedía el regreso del anterior gobierno, con el marqués de la Ensenada entonces exiliado en Medina del Campo. A este grupo se le puede atribuir la organización perfecta de los llamados motines de Esquilache. Los jesuitas -consciente o inconscientemente-, como dice Teófanes Egido, se vieron incluidos en este partido español. La habilidad de Campomanes en este sentido fue concentrar unas responsabilidades que se encontraban muy dispersas (las del motín) en los jesuitas y desde allí desarrollar la represión que deseaba a favor de sus intereses y propósitos54. A estas motivaciones políticas, a las que se sumaron las sociales, económicas y de rivalidades espirituales (nunca causas religiosas) sirvieron para justificar la trascendental decisión (no exclusivamente española) de expulsar a los jesuitas de la Monarquía de Carlos III, el 2 de abril de 1767.

Las jornadas, traumáticas para los religiosos que salieron de la noche a la mañana, quedaron retratadas por las páginas de José Francisco de Isla en el Memorial que dirigió al rey Carlos, en las que consideraba a los expulsos como víctimas de una persecución que se habían desencadenado contra la Iglesia. Páginas que igualmente reclamaban justicia para con el trato que la Compañía hasta entonces había recibido («yo no he estado ocioso en este país», escribía Isla a su hermana y confidente María Francisca desde Bolonia en 1776). La pluma de este jesuita, como insiste el profesor Giménez López, se convirtió en «espada», gracias a sus traducciones y tres obras originales55. A él mismo le gustaba llamarse controversista y estas obras prueban esta consideración:

«El Señor Isla -escribe de él mismo en los últimos días de su vida- si fue autor de Fray Gerundio, no quiso reprender á los malos predicadores, para lo cual ninguna autoridad tenía; sino corregirlos haciendo burla de ellos, para lo cual tiene autoridad todo fiel cristiano que tenga una onza de caridad, un escrúpulo de celo y un adarme de juicio y de suficiencia».



Un jesuita llamado José Francisco de Isla, un jesuita repleto de singularidad, genialidad y mirada crítica ante la realidad que le invadía. También la suya propia. Un jesuita que había rechazado su enfermedad como disculpa para no salir de España en el momento de la expulsión, cuando detrás de él quedaban sus queridas obras en el Colegio de Pontevedra. Entonces, indica el padre Luis Fernández, José Francisco de Isla demostró ser de la Compañía de Jesús. Él mismo había confirmado a su hermana que le habían bautizado con agua de la laguna Estigia, con el fin de hacerle invulnerable. Hoy, trescientos años después de este bautizo, celebramos esta cualidad.





 
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