Biografía de José Mármol
José Pedro Crisólogo Mármol nació el 2 de diciembre de 1817 en Buenos Aires, ciudad donde realizó sus primeros estudios, que parecen haber sido muy irregulares. En 1831 se trasladó con su familia a Montevideo, ciudad natal de su madre, quien habría de fallecer en Río de Janeiro en 1835. Tras esa pérdida, Mármol regresó a Buenos Aires, para ingresar en la Universidad y cursar estudios de Derecho. No tuvo relación con las actividades literarias que en aquellos años se desarrollaban en torno a Esteban Echeverría y que en junio de 1837 se concretaron en el Salón Literario, cuyos miembros pretendían conseguir la emancipación mental que la independencia política aún no había procurado. Tampoco militó en la Joven Generación Argentina o Asociación de Mayo, la organización que desde 1838 dedicó sus esfuerzos a derrocar a Juan Manuel de Rosas, el gobernador de Buenos Aires que para sus enemigos representaba ya el despotismo brutal de una tiranía.
Eso no libró a Mármol de dar en la cárcel del 1 al 7 de abril de 1839, al parecer por recibir y difundir periódicos de Montevideo, ciudad en la que los exiliados argentinos encontraban refugio. El día 2 de ese mes fechó el poema «Lamentos», que parece haber sido la primera manifestación de su poesía política, en la que por entonces no insistió: el amor era su preocupación fundamental, a juzgar por los versos conservados de ese año y del siguiente, en los que también se ocupó de otros afectos y sentimientos, y en los que con frecuencia hizo gala de una exaltada imaginación romántica. El caso es que en noviembre de 1840, aunque contaba con pasaporte para salir del país y antes lo había utilizado sin problemas dignos de memoria, se embarcó secretamente para la República Oriental del Uruguay, al parecer temeroso de la policía de Rosas. Entre Montevideo y Mercedes, donde su padre poseía una pequeña estancia, pasó algunos meses antes de participar en el certamen poético que en Montevideo conmemoró el aniversario de la independencia argentina: aquel día el triunfador fue Juan María Gutiérrez, otro exiliado, pero Mármol recibió una «recomendación» especial por su poema «Al 25 de mayo de 1841», y mereció los comentarios expertos y elogiosos de su compatriota Florencio Varela. Aunque aquellos versos empezaban a convertirlo en el poeta enfrentado a la tiranía, por entonces aún lo dominaban inquietudes literarias bien distintas, como demostraron El poeta y El cruzado, dramas ambos en verso y en cinco actos estrenados el 20 de agosto y el 5 de noviembre de 1842, respectivamente. Los dos ofrecían historias de amor de trágico final, al gusto romántico. El primero, que alcanzó tres representaciones y críticas positivas, discurría en torno a las desventuras de un joven poeta pobre y enamorado, y abundaba en referencias a una sociedad corrompida en tiempos de guerra y de muerte. Dada la juventud de los países hispanoamericanos y su tumultuoso pasado reciente, a veces se consideraba preferible buscar temas alejados en el espacio y el tiempo. Por ello la acción de El cruzado, que no pasó del estreno, se desarrollaba en el contexto de las luchas entre cruzados y musulmanes, muestra de un interés por la época medieval del que Mármol dejó constancia también en algún poema olvidado. Entre los escasos comentarios que esas obras suscitaron, se cuentan los de Juan Bautista Alberdi, otro argentino exiliado que entre elogios no dejó de señalar lo inadecuado de un drama como El cruzado, alejado de la realidad americana en el tiempo y en el espacio, y reclamó la atención del autor para asuntos propios de su ambiente.
Por entonces Mármol se hacía notar en la prensa de Montevideo: además de colaborar con versos y prosas en El Talismán y otros periódicos, sostuvo efímeras iniciativas personales con El Álbum, en 1841, con Paquete de Buenos Aires, en 1842, y con El Guerrillero, en 1843. Cabe resaltar su presencia entre los redactores de ¡Muera Rosas!, del que aparecieron trece números entre el 23 de diciembre de 1841 y el 9 de abril de 1842. En este último año se publicaron en Montevideo Poesías de D. José Mármol y D. Juan Carlos Gómez, con dos poemas que testimoniaban una amistad compartida. Pero el destino literario de Mármol sólo se decidió al conocerse su poema «A Rosas, el 25 de Mayo de 1843», donde desataba todo su furor contra el tirano y predecía la liberación de la patria. Sus artículos, por otra parte, insistían en la necesidad de luchar por los intereses del pueblo y no por los de personas o partidos, superando el odio que había enfrentado a quienes pretendían dar al país una organización unitaria con quienes preferían un sistema federal y en 1829 habían entregado el poder a quien ahora lo detentaba sin límite alguno. Pero Rosas triunfaba en todos los frentes, y su aliado Manuel Oribe ponía sitio a Montevideo cuando Mármol se trasladó en agosto de 1843 a Río de Janeiro, que se convertía también en un refugio para los proscritos argentinos. Contaba allí con la ayuda del general Tomás Guido, representante del gobierno de Buenos Aires en el Brasil. Mármol mantenía con él la relación amistosa que también había estrechado con su hijo, José Tomás Guido, desde que compartieran en Buenos Aires los estudios de Derecho.
Esas relaciones no impidieron que Mármol continuara sus ataques a Rosas, ni que diera a conocer nuevos comentarios sobre la realidad política del momento. Subrayaba ahora el peso negativo de la herencia española, filosofía de la historia argentina que había empezado a desarrollar en Montevideo y que lo llamaba a luchar por la independencia intelectual de América. Esta emancipación exigía la creación de una literatura propia, también para el Brasil, como algún tiempo después habría de plantear en su «Examen crítico de la juventud progresista del Río Janeiro», publicado en portugués en el periódico Ostensor Brasileiro, en marzo de 1846. La pobreza cultural de aquel ambiente fue uno de los factores determinantes para que en 1844 se embarcara con rumbo a Valparaíso, sin éxito: cuando intentaba doblar el cabo de Hornos, la nave Rumena estuvo a punto de naufragar y a mediados de mayo había regresado al punto de partida. El 19 de febrero, apenas dos días después de empezar la travesía, Mármol inició la escritura de un largo poema que habría de titularse Cantos del Peregrino. En el número 1 del periódico Comercio del Plata, el 1 de octubre de 1845, Florencio Varela publicó en Montevideo la primera muestra: «A Buenos Aires bajo su latitud». Al año siguiente ese fragmento y los titulados «Los trópicos» y «Las nubes» fueron incluidos junto a otros dos poemas suyos en América poética, la antología que Juan María Gutiérrez publicó en Valparaíso.
Mármol conocía Childe Harold's Pilgrimage, el poema de Lord Byron, al menos desde que en Río de Janeiro coincidió con Juan Bautista Alberdi durante el mes de enero de 1844. Alberdi, que regresaba de Europa, había aprovechado esa inspiración para escribir a bordo del Edén, durante el viaje de ida realizado unos meses antes, un poema en prosa titulado precisamente El Edén, que Juan María Gutiérrez habría de versificar. Mármol había cimentado su fama en el desempeño de la función cívica de la poesía patriótica y política dominante hasta entonces, pero ahora descubría la posibilidad de dar a sus versos una nueva dimensión lírica. El ambicioso poema que proyectaba debía acentuar esa dimensión en algunos momentos, entre otros de carácter narrativo o reflexivo. Los diez primeros cantos -tal vez el proyecto inicial- parecían destinados a compartir el título El Peregrino en el mar y a relatar el frustrado viaje a Chile: la voz del poeta daba cuenta de ese viaje y a veces cedía la palabra a Carlos, «proscripto y peregrino», de modo que -tal como los fragmentos editados y los manuscritos conservados han permitido concluir- las partes en las que el poeta narraba las travesías, describía con entusiasmo la naturaleza de los trópicos o de la pampa, compartía con el mar sus sentimientos a la luz y a la sombra de las horas del día o reflexionaba sobre la historia de la patria, se conjugaran con otras de carácter más estrictamente lírico y por lo general más breves en las que se escuchaba la voz del Peregrino, quien en los cantos iniciales daba rienda suelta a sus sentimientos amorosos, religiosos o patrióticos, entre los que destacaba su acendrada fe en la grandeza y el futuro de América. Del solemne tono general se apartaba el canto cuarto, por el humor y hasta el sarcasmo con que se comentaba la práctica de la literatura o se buscaba la complicidad con las lectoras, hasta que Carlos retomaba la palabra para extenderse sobre la paz y la soledad de la noche, propicia a la inspiración poética. También en el canto quinto había algún momento para la diversión a costa de la poesía, después de que la grandeza del mar frente a la costa patagónica provocara la exaltación del amor y del sentimiento religioso, el recuerdo de los compañeros de proscripción y las manifestaciones de odio al tirano, y antes de que el crepúsculo añadiera melancolía a las evocaciones del Peregrino. En busca de nuevos matices, el sexto acentuaba el tono lírico al impregnarse de él las descripciones del mar a cargo del poeta y al extremarse el sentimiento cristiano y patriótico de Carlos, que terminaba identificando a la patria con el Edén. Fragmentos rescatados de un manuscrito de 1844 revelan que Mármol escribió parcialmente los cuatro cantos restantes -al décimo podría corresponder el mencionado poema “Las nubes”-, y en ellos quedaron los ecos de la tempestad que le impidió llegar hasta Chile.
Mármol volvió a Montevideo en abril de 1846. El undécimo de los Cantos del Peregrino constituyó su adiós a Río de Janeiro, con la rememoración de los amores vividos allí, elogios a la paz de que disfrutaba el Brasil y referencias exaltadas al paisaje tropical, muestra espléndida de la naturaleza en la que el poeta leía la grandeza divina que inspiraba su propio trabajo y aun su fe en el futuro de América. De inmediato, el duodécimo se ocupó del regreso al Plata a la vez que contrastaba las pasadas glorias de la lucha por la libertad frente a España con la degradación que ahora representaban cuantos en la Argentina y en el Uruguay se hacían cómplices de Rosas, personificación de fuerzas demoníacas que a veces dejaban en entredicho las esperanzas del poeta, aunque su Peregrino mantuviera firme su fe en el futuro. Este canto fue el primero que se publicó completo, pocos meses después de que Mármol regresara al Montevideo sitiado. La elección prueba que la lucha contra Rosas volvía al primer plano y que Mármol quería recuperar y reforzar su imagen de poeta enfrentado a la tiranía, imagen que habría de quedar potenciada en octubre con su folleto El autor de El Peregrino, a los señores redactores de La Gaceta Mercantil de Buenos Aires, donde se burló de quienes habían despreciado su canto duodécimo y volvió a reclamar la unidad de los argentinos contra Rosas, insistiendo en que su generación no era federal ni unitaria y sólo estaba interesada en derribar al tirano y en conseguir la libertad y la regeneración de la patria.
Eso no impidió que Mármol intentara difundir también aquellos primeros cantos en los que dominaba el lirismo romántico: con elogioso prólogo de Gutiérrez, en 1847 se editaron en Montevideo los cuatro primeros Cantos del Peregrino. Pero las circunstancias políticas que rodeaban al gobierno de Buenos Aires reclamaban su atención y lo animaban a nuevas empresas periodísticas. Desde El Conservador comentó la revolución que en Francia, en febrero de 1848, puso fin a la monarquía e instauró la república, con la esperanza de que la nueva política exterior resultara contraria a Rosas: no en vano entonces atribuía al tirano la pretensión de instaurar una monarquía, con su hija Manuela como heredera. El 20 de marzo de ese año Florencio Varela murió apuñalado, motivo para que Mármol escribiera su opúsculo Asesinato del Sr. Dr. D. Florencio Varela, redactor del «Comercio del Plata», en Montevideo, publicado en 1849. A la vez que hacía la semblanza de Varela, de su excepcional prestigio como periodista y político y de la gran relevancia de su labor de oposición a Rosas, analizaba los móviles del crimen -del que acusaba como instigador al expresidente uruguayo Manuel Oribe, quien mantenía el sitio de Montevideo-, reconstruía la secuencia de los hechos ocurridos y se refería a las reacciones que suscitó ese nuevo atentado de la barbarie contra la civilización. Y en 1850 dio a la prensa otro folleto, Manuela Rosas, sobre la hija del dictador: Mármol analizaba su condición de mediadora entre Rosas y el pueblo, para lamentar el egoísmo con que su padre la utilizaba, así como la degradación moral y la frustración que la sumisión a la política del tirano determinaba en su condición de mujer.
La incansable actividad periodística de Mármol durante sus años de exilio aún habría de ofrecer otro capítulo relevante. El 21 de abril de 1851 se inició la publicación de La Semana, periódico político y literario que pretendía luchar por una sociedad civilizada y cristiana. Salió con regularidad hasta el 9 de febrero de 1852, con una interrupción: las autoridades de la sitiada Montevideo lo prohibieron durante dos meses, disgustadas por sus críticas a la actuación de Francia en el conflicto del Río de la Plata. En su sección literaria, que quería ser americana, apareció Armonías, donde Mármol reunió buena parte de los poemas que había escrito, y además los «Pensamientos a Teresa», en prosa. Aunque no incluyó el célebre «Al 25 de mayo de 1841», trataba de subrayar su condición de poeta entregado a la lucha por la libertad de su patria, por lo que prescindió de algunos poemas de inspiración amorosa, filosófica o religiosa -con frecuencia marcados por la angustia ante el paso destructor del tiempo- que podrían restar vigor a esa imagen. En ese suplemento literario aparecieron, también en 1851, Manuela Rosas. Rasgos biográficos y El cruzado, y se inició la publicación de Amalia, la novela que habría de significar la fama de Mármol. Por lo demás, La Semana dedicó sus páginas a comentar la actualidad política, con los inevitables ataques a Rosas. A veces esos escritos alcanzaron condición literaria, como en la serie «El señor Anrumarrieta», bilbaíno experto en política internacional imaginado para exponer con humor las opiniones de su autor sobre los sucesos de los que era testigo. Fue uno de esos artículos lo que motivó la suspensión del semanario por dos meses, por orden gubernativa del 5 de agosto de 1851. La mordacidad de Mármol encontró otras ocasiones para manifestarse, como en «El retrato de Manuela Rosas», a propósito del realizado entonces por el pintor Prilidiano Pueyrredón con el propósito inicial de exhibirlo en el gran baile programado para el 28 de octubre de 1851 en el Coliseo, en honor de la hija del gobernador de Buenos Aires. Por lo demás, en La Semana se registraron el levantamiento de Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, y otros acontecimientos que habrían de terminar con el poder de Rosas. El borrador de una carta a Urquiza revela que Mármol se había dirigido a él a fines de agosto de 1850 animándole a emprender la regeneración argentina, y que por su parte, a principios del año siguiente, Urquiza le había ofrecido residencia en Entre Ríos. En ese clima Mármol escribió el «Canto al Ejército Libertador» publicado en La Semana el 20 de octubre de 1851.
El 3 de febrero de 1852 llegó el fin de la tiranía, cuando en la batalla de Caseros las tropas de Urquiza vencieron a las de Rosas, quien buscó refugio en Inglaterra. Mármol suspendió la publicación de La Semana y la de Amalia para trasladarse de inmediato a Buenos Aires. En abril de ese año el diario El Progreso anticipaba versos del sexto de los Cantos del Peregrino, como si el poeta continuara en plena actividad. Después, el 25 de mayo, en la primera reunión que se realizó en el Club del Progreso, Gutiérrez y Mármol celebraron con versos el fin de la proscripción, pero las nuevas urgencias políticas acapararon pronto toda la atención. La discordia renacía: el acuerdo de San Nicolás, que consagraba el régimen republicano federal, no fue suscrito por Buenos Aires, que tras la revolución del 11 de septiembre quedó al margen de la Confederación Argentina. Las circunstancias aconsejaron a Mármol, que había tomado partido por su ciudad natal, aplazar la publicación de Amalia cuando a finales de octubre emprendía una nueva aventura con El Paraná, periódico con el que chocó con unos al criticar los abusos de poder cometidos por Urquiza tras su victoria, y con otros por sus diferencias con quienes en Buenos Aires le parecían responsables de la desintegración del país.
Su disgusto es perceptible en sus escritos políticos de ese año y de los siguientes, y también en el prólogo que redactó en 1854 para sus Poesías, donde hizo referencia a los tiempos de vulgaridad y desencanto en que los poetas habían recuperado su país pero no habían conseguido encontrar una patria, y menos un motivo de inspiración en aquella libertad incompleta alcanzada tras una victoria también incompleta. Los dos tomos de esas Poesías editadas en Buenos Aires recogían en buena medida las mismas creaciones reunidas antes en Armonías. No incluyó, desde luego, su «Canto al Ejército Libertador» ni su poema «A la victoria de Caseros», frutos de su pasajero entusiasmo por Urquiza. Agregó, sin embargo, su «Brindis» del Club del Progreso, un poema de 1846 titulado «A Bolivia» y «Al 25 de mayo de 1841», los versos con que había iniciado su contribución a la lucha por la libertad. Esa era la faceta de su poesía que había quedado patente en las composiciones que con distintos pretextos, como aniversarios de la independencia y otros acontecimientos de interés público, le habían servido para celebrar el glorioso pasado argentino, para vaticinar un futuro feliz para las tierras de América y sobre todo para denunciar a Rosas y reclamar el castigo de sus crímenes. El desarraigo de la proscripción, el otro de sus grandes temas, estaba presente en los poemas numerosos en los que había dado cuenta del pensativo sentir del desterrado en torno al amor, la patria, Dios, la vida o la muerte. Frente a la musa triunfante que había guiado a los poetas de la independencia, Mármol sentía que la musa de la libertad que lo había inspirado era triste, meditadora, melancólica como la suerte de la patria oprimida por el tirano o afligida en el destierro. Ningún motivo de interés había encontrado en la situación ambigua, anodina y de transición que había seguido a la victoria de Caseros.
Un tercer tomo de esas Poesías, publicado en 1855, incluyó El poeta y El cruzado. También en 1855 apareció ya completa la novela Amalia, donde Mármol había tratado de recrear el terror vivido en Buenos Aires en 1840 -el relato se iniciaba en la noche del 4 de mayo y concluía el 5 de octubre-, cuando el régimen de Rosas se vio amenazado por el ejército libertador dirigido por el general Juan Lavalle, terror que se acentuó tras el fracaso de aquella expedición. La precisión con la que se recordaban esas fechas y otras reforzaba la verosimilitud de un relato que trató de mostrar personajes y costumbres de Buenos Aires, atmósfera en la que se integraban con dificultad los héroes imaginados por el autor, idealizados hasta resultar de algún modo inverosímiles. Ese contraste se ajustaba a los lugares comunes de la narrativa de la época, como las oposiciones maniqueas, los amores apasionados y a la vez inocentes, los finales apocalípticos, los presagios funestos o el destino adverso, que también encontraron en Amalia ocasión para manifestarse. Mármol los adecuó a los planteamientos culturales y políticos con que trataba de dar una formulación verbal a su visión de los problemas del país. Condicionado por los planteamientos que Domingo Faustino Sarmiento había expuesto en su Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, Mármol trataba de analizar la época de Rosas a la luz del proceso seguido en los tiempos recientes, e identificó en las luchas civiles la resistencia que la tradición colonial, oscurantista y monárquica, ofrecía a las innovaciones introducidas en 1810 por la revolución de la independencia. El sistema republicano no era el adecuado para un pueblo que carecía de la educación que lo capacitase para recibir aquella magnífica utopía. También en Amalia se veía al gaucho como un producto natural de la pampa, a mitad de camino entre la sociedad civilizada y la barbarie absoluta de los indígenas, capaz de cuidar de sí mismo, desdeñoso ante el hombre de la ciudad y la acción de la justicia. De esa manera de ser y vivir derivaría la aparición de caudillos como Juan Facundo Quiroga, en la provincia de La Rioja, o como Rosas, el gaucho por excelencia.
Por otra parte, Mármol parecía acercarse a Esteban Echeverría y a otros miembros de la generación del Salón Literario al mostrarse ajeno a las antiguas disputas sobre la organización de la Argentina, lo que explica sus críticas a los unitarios, tanto por la labor de gobierno que habían realizado en el pasado como por su inconsistente actuación desde el exilio en Montevideo, y su consideración con los federales: el personaje más relevante de Amalia, Daniel Bello, era hijo de un honrado federal, y eso no le impedía sobresalir por nacimiento y educación, por su distinción y sus gustos europeos. Como se deduce de las palabras y de la actitud de Bello, sin duda portavoz de las opiniones del novelista, lo importante era superar el individualismo y las rencillas internas de quienes dirigían sus esfuerzos al mismo fin: derrocar a Rosas. Esos planteamientos determinaron, no sin matices, la valoración positiva o negativa de sus personajes, relacionada con su oposición o su cercanía al tirano. Amalia, concreción femenina de la civilización, la demostraba en su belleza pálida y majestuosa, en sus gustos refinados y su manera de amar. El idilio nacido cuando en su quinta de la Calle Larga de Barracas acogió a Eduardo Belgrano -rico y valeroso, de educación perfecta y apariencia física impecable- estaba marcado por un destino trágico que anticipaban presagios funestos y que no conseguían evitar los esfuerzos de Bello, síntesis equilibrada de sentimiento e inteligencia, de realismo y amor al riesgo, siempre al servicio de la lucha contra la tiranía. Bello constituía además un poderoso vínculo con la realidad histórica, pues en su actuación podía reconocerse la de quienes lucharon en Buenos Aires contra la dictadura: sus actividades secretas permitían recuperar el espíritu que animó la Asociación de Mayo y mostrar los riesgos que corrieron sus miembros. En ocasiones también se aproximaba a la realidad al adoptar actitudes propias del fanatismo unitario, similar al de Rosas en el odio a los enemigos y en la voluntad de conquistar el poder a cualquier precio. Por otra parte, nadie en la novela representó mejor que él la aspiración a recuperar la armonía perdida en un mundo degradado, aunque la derrota fatalmente lo llevase a no encajar en parte alguna. Ese destino romántico fue el de la generación argentina de 1837, empeñada en lograr una síntesis armónica del país que las circunstancias hicieron imposible.
Frente a esos personajes positivos se alzaba la barbarie de Rosas, máquina infernal de terror y muerte, símbolo de las fuerzas del mal que pisoteaban la razón, la virtud, la libertad y la justicia. El contraste con sus rivales se percibía también en la vestimenta, en el calzado, en la decoración de las viviendas, en las maneras sociales, en el lenguaje. Su rusticidad hacía que los rosistas resultasen próximos a los gauchos, negros y clases populares en general, sospechosos por su condición étnica y social, sin necesidad de comprobar su adhesión al gobernador de Buenos Aires. El realismo de las descripciones no significaba que esos personajes y los ambientes en que se movían no fueran también literarios, y los más destacados eran perversamente románticos, como Ciriaco Cuitiño, un sanguinario miembro de la policía política, o como María Josefa Ezcurra, cuñada del dictador, personificaciones del odio o de la crueldad. La condición demoníaca de Rosas, capaz de suscitar la fascinación y el horror entre sus mismos partidarios, convertía así el conflicto entre la civilización y la barbarie en un enfrentamiento entre el bien y el mal: era una fuerza diabólica la que movía a los partidarios más acérrimos de esa máquina infernal de terror y de muerte, símbolo de las tinieblas y los poderes irracionales que imponían su dominio a lo largo de la novela y determinaban la atmósfera siniestra de algunos capítulos.
Entre quienes estaban próximos al dictador no faltaron los merecedores de consideraciones especiales: fue, sobre todo, el caso de Manuelita Rosas, a quien Mármol consideró como la primera víctima de su padre, insistiendo esta vez en su condición de mujer soltera y estéril. Pero en torno a los protagonistas de uno y otro signo giró una larga serie de personajes que participaban de sus cualidades en la medida en que se hallaron próximos, por cualquier razón, a aquellos. Sólo algunos se sustrajeron a esa oposición entre el bien y el mal, entre la civilización y la barbarie, y merecen especial atención los casos de doña Marcelina y de don Claudio Rodríguez, que Mármol imaginó como contrapunto jocoso a la trágica historia narrada, útiles para parodiar los valores caducos que la literatura neoclásica y unitaria representaba para él y para los escritores románticos de la generación del 37. Por lo demás, un narrador omnisciente y puntilloso interrumpía a su gusto la acción para exponer la situación histórica o analizar los males de la patria, valoraba la calidad y los hechos de sus personajes y reflexionaba sobre su alcance, incluía documentos que respaldaban la veracidad de lo narrado, hasta hacer de Amalia otro ambicioso estudio sobre la civilización y la barbarie, esos hábitos de la joven República Argentina.
La derrota de Rosas había privado a Mármol de su mejor fuente de inspiración literaria. Las disputas políticas y luego su actividad como senador provincial en la Legislatura y como miembro del Consejo Municipal lo absorbieron a partir de ese momento. Los discursos parlamentarios, los folletos políticos y una nutrida correspondencia acapararon desde entonces el tiempo del escritor, sin que la publicación del undécimo de los Cantos del Peregrino en 1857, en las páginas del periódico La Reforma Pacífica, disimulara la sequía que afectaba al poeta. Después de 1861, cuando la victoria en la batalla de Pavón permitió a Buenos Aires imponer su política al país, Mármol fue diputado al Congreso Nacional y por algún tiempo ministro plenipotenciario en el Brasil. Ya en 1870, en su introducción a las Poesías de su compatriota Estanislao del Campo, pareció justificar de algún modo ese silencio al referirse sin entusiasmo a las épocas normales y descoloridas de los pueblos en las que la poesía sólo podía encontrar sus temas en los sentimientos y en la imaginación de los escritores. Mientras la República Argentina luchó por su independencia y por su libertad, los poetas habían podido acompañar a la patria y encontrar en sus gestas las fuentes de inspiración. Desde la caída de Rosas ninguna idea grande había conmovido a los argentinos, y el silencio resultó la única opción posible para quien sólo parecía servir para celebrar los triunfos o lamentar las derrotas. En silencio se mantuvo hasta su muerte en Buenos Aires, el 9 de agosto de 1871. Aunque también se refirieron a su labor de periodista y parlamentario, quienes hablaron en sus exequias recordaron sobre todo al poeta que se había enfrentado a la tiranía: esa era la imagen de sí mismo que había querido dejar para la posteridad.
Teodosio Fernández
(Universidad Autónoma de Madrid)