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De profeta a poeta de oficio: desventuras de José Zorrilla en su ejercicio como lector público

Marta Palenque



La larga estancia en México de José Zorrilla divide en dos su carrera literaria. El dramaturgo emprendió su periplo mexicano en 1854, cuando era un autor muy popular y reconocido tras los éxitos de la primera y segunda partes de El Zapatero y el Rey (1840 y 1841), Don Juan Tenorio (1844) y Traidor, inconfeso y mártir (1849). También había sido muy aplaudido por las colecciones poéticas Cantos del trovador (1840) y Granada (1852). Su estancia en la capital de México le llevó hasta el puesto de poeta áulico y director del Teatro Nacional en la corte de Maximiliano de Austria y, por necesidades económicas, a su regreso a España se convirtió en un poeta que vendía su verso declamando en los teatros a lo largo de todo el país. Zorrilla, siempre contrario a aceptar prebendas o puestos burocráticos, reclamó pensiones oficiales y ayudas de mecenas particulares e hizo de la lectura pública un trabajo esforzado por el que nunca cobró lo suficiente, según sus propias declaraciones.

El poeta dejó testimonios escritos de su andadura como lector público que permiten reconstruir sus negocios y desventuras. En primera persona, a lo largo sus memorias, los Recuerdos del tiempo viejo, así como en su epistolario, prólogos, notas y añadidos a sus libros, fue desgranando peripecias y anotando títulos, lugares y cantidades. Narciso Alonso Cortés, los comentarios de sus contemporáneos y la prensa periódica ayudan a recomponer algunas lagunas, aunque quedan zonas oscuras en sus numerosos desplazamientos por todo el país.






Mi madre fue una alondra, / mi padre un ruiseñor...


Desde la tumba de Larra al tiempo mexicano

En el artículo «José Zorrilla, lector ante la tumba de Larra (sobre el arte de la lectura)» (Palenque: 2011) he valorado el origen y las cualidades del ejercicio lector zorrillesco, fruto de la reflexión y el estudio y no de la improvisación. Zorrilla transformó su poesía en espectáculo utilizando aquellos géneros, metros y ritmos que acariciaban mejor el oído del público. Además construyó una melodía singular que era percibida como suya, acercó lo lírico a lo dramático, reiterando una mixtura que tan buenos resultados le había dado en el teatro, y se ofreció a sus seguidores como un nuevo juglar. Tenía plena conciencia de las posibilidades de su registro vocal y, para realzar sus cualidades, eligió con cuidado su repertorio.

La lectura de la elegía que comienza «Ese vago clamor que rasga el viento», recitada el 15 de febrero de 1837 ante la tumba de Mariano José de Larra, marcó un hito en su creciente renombre en el Madrid de la época. No me extiendo ahora en el periodo comprendido entre este año hasta 1854, en el que me detuve en el artículo citado de 2011, y continúo con sus experiencias relativas a la lectura pública a partir de su marcha a América.

En el viaje y la estancia en tierras mexicanas hubo numerosas anécdotas del continuo lucimiento de sus habilidades vocales y actorales. La fama de sus versos y de sus extraordinarias aptitudes como nuevo rapsoda le habían precedido, de tal manera que con frecuencia se le solicitaba para que recitase. A su paso por la isla de Santo Tomás, en diciembre de 1854, ante la insistencia del general Buenaventura Báez se vio obligado a declamar a los postres de una comida el poema «A S. M. I. Eugenia, emperatriz de los franceses. Serenata morisca» (Zorrilla: 1943: 1, 1446-1458)1. En una de las veladas organizadas en el barco que le llevaba de Cuba al puerto de Veracruz entonó «El Pirata» de Espronceda, que «salmodia»2 para deleite de sus compañeros de viaje (Zorrilla: 1998: 220). Ya en la ciudad de México participó en diversas ceremonias y funciones de beneficencia, aunque -declarando un uso muy racional y crematístico de su oficio- se reservaba sus mejores cualidades como lector para lances más lucrativos: «jamás había hecho como tal más que lo estrictamente necesario para quedar bien, reservándome las excéntricas fioriture de mis salmodias para la ocasión en que pudiera usar y abusar de ellas en mi provecho...» (ídem: 259). Al homenaje que sus admiradores convocaron a su llegada correspondió con un emocionado discurso y la lectura de «dos o tres de sus bellísimas serenatas», muy alabadas en la prensa:

Todas ellas arrancaron aplausos que interrumpían al lector; pero la que más agradó sin duda es la dedicada a la condesa de Teba, hoy emperatriz de los franceses. Belleza de imágenes, profundidad de sentimientos, admirable eufonía en la versificación, tales son las principales dotes de la serenata dada por Zorrilla [...]. Mucho habíamos oído alabar el modo de leer de este célebre poeta; no nos figurábamos, sin embargo, el rato delicioso que nos hizo pasar anteanoche. La brisa, las aguas, los pájaros, el corazón humano, todo en una palabra, hallaba un intérprete fiel en el lector, y a la melodía imitativa de los versos, se añadía la que les prestaban las modulaciones de aquella voz hermosa y varonil. ¿Qué hará mejor el «poeta árabe», escribir o leer?


(El Universal, 18-1-1855, en Alonso Cortés: 1943: 1082).                


Para un nuevo agasajo (21 enero) prefirió «una de sus serenatas y su conocida plegaria a la Virgen», que fueron bendecidas con «un trueno de aplausos» (ídem: 1090). Fue luego invitado a una ceremonia en la Universidad de México (7 febrero), en la que leyó el poema que comienza Dios que me dio un corazón franco y sincero (entretejió también versos de Cuentos de un loco) y, dos días después, al beneficio de la actriz Fortunata Salazar.

El poeta no parece haberse prodigado mucho en los años siguientes. Después del malentendido en torno a unas quintillas difamatorias a los mexicanos que le fueron atribuidas fue más adecuado mantenerse apagado. Sí se lució en las fiestas celebradas en el Casino español con motivo de la onomástica de la reina Isabel, en 1864 y 1865, en las que se congregaron todos los españoles residentes. Dedicó a la soberana «Confidencias y Serenata. A S. M. C. Doña Isabel II. 1864» y «Confidencias y cantilena. A S. M. C. Doña Isabel II. 1865» (Zorrilla: 1943: I, 1967-1972 y 1981-1985)3. También recitó en el Casino español «Historia de una Rosa. Lectura del Cuento de las flores» (ídem: I, 619-622)4.

Su posición en México ganó brillo durante el llamado Segundo Imperio con el gobierno de Maximiliano de Habsburgo y su mujer, Carlota, quienes arribaron al puerto de Veracruz el 29 de mayo de 1864. Tras su instalación en la ciudad de México, en junio, comenzaron a advertirse numerosos cambios en la vida social mexicana. Zorrilla había anunciado que dejaba el país y, de hecho, se le dio con tal motivo un homenaje este año en el que obsequió a su público con una «lectura decorada y puesta en acción» del largo poema Tras la primavera se van las flores (en cuya ejecución colaboraron varios actores) e «Historia de una rosa» (Mora: 1998: 28). Pero la llegada de los emperadores le hizo cambiar de planes. El 18 de noviembre seguía allí y acudió a la distribución de premios de final de curso en el Colegio de Minería. El acto, presidido por los emperadores, era muy solemne y el poeta quiso dejar clara su valía: planeó empezar con un poema dedicado a Maximiliano (Sucesor imperial de Carlos V) y continuar con algunas octavas de Cuentos de un loco. Su dominio y práctica como lector público habitual le permitieron valorar rápidamente lo inadecuado del espacio y reaccionar con prontitud. (En su biblioteca guardaba El libro de los oradores y actores, de L. A. Segond, en el que hay consejos sobre higiene y cuidado de las cuerdas vocales, prestando especial atención a las condiciones óptimas para realizar la actuación; más datos en Palenque: 2011.) Tras el mexicano José Joaquín Pesado, llegó su turno:

... me condujeron a la tribuna, que estaba malísimamente colocada, enfrente de la puerta, cerrada sólo con un tapiz, y en el centro de la pared lateral de un salón que por ser tan largo parecía estrecho, y que tenía a la cabecera una ventanilla abierta sobre el estrado en que estaban el arzobispo, los obispos y los doctores, a los pies una larga celosía, tras de la cual se veían apiñadas las cabezas de las señoras a aquel acto admitidas. El lugar no podía ser peor, ni la posición más desfavorable para el orador y el lector; pero como en los que en la tribuna me habían precedido había yo estudiado la desigual sonoridad y los ecos del salón, y en la práctica y el estudio de estos casos fío yo mis ventajas como lector, empecé y concluí mi lectura limpia, clara y serena, dándole un marcadísimo claro oscuro con la armonía de las onomatopeyas y el vigor de los períodos de que la había rellenado a propósito. A los cuatro endecasílabos me había captado la atención, al final de la primera estancia había yo dominado la asamblea, y desde la mitad de mi composición la arrastré tras mi palabra como se me antojó, sin haber hecho uso más que del registro medio de mi órgano vocal. El éxito fue legítimo y el aplauso universal [...].


(Zorrilla: 1998: 236)                


Zorrilla demostraba así su dominio absoluto en el arte de la lectura en voz alta.

Los emperadores proyectaron conformar una corte en la que el ceremonial tenía gran importancia como sustento de una nueva política; bailes, comidas y festejos formaban parte de una maquinaria de estado cuyo objetivo fue ganarse al conjunto de la sociedad mexicana. La incorporación de los escritores y artistas nacionales al ceremonial cortesano era esencial para «mexicanizar» el nuevo sistema político. Maximiliano y Carlota hablaban solo en español y, al mismo tiempo que mostraban públicamente su admiración por los autores de la liberación de México de España, subrayaron su descendencia de Carlos V (Pañi: 1995). En este modelo de estado, José Zorrilla sería una pieza clave del engranaje en su múltiple personalidad de poeta español, defensor de los valores del antiguo imperio y autor muy popular entre casi todas las clases sociales mexicanas. Maximiliano le nombró, además de director del futuro Teatro Nacional de México y del particular de su palacio, lector imperial. En ese cargo -verdadero cénit de su faceta de poeta oficial, ahora áulico- dirigió un espectáculo lírico-alegórico con motivo de la inauguración del Teatro de Palacio el 4 de noviembre de 1864 que presenciaron más de doscientos invitados. Como preludio recitó una composición en honor del emperador (Augusto Emperador: por donde quiera), luego se representó el Don Juan y, al final, volvió al estrado para entonar, junto a un grupo de actores, «La Corona de pensamientos, galantería poética a Su Majestad la Emperatriz Carlota»5. La forma dramática que adquirió esta ceremonia es connatural a las lecturas públicas. La disposición y movimiento de los actores quedaron acotados en relación con la figura del recitador: «rodeado de todos los actores; cada uno de los cuales tendrá en la mano un ramo de pensamientos, para que a su tiempo, cerrando y abriendo el círculo sobre el poeta, se figure que se teje instantáneamente la corona que debe ser presentada por él a S. M. la Emperatriz».

En Álbum de un loco (Madrid, 1867) aparecen varios poemas de la etapa americana, algunos leídos en público: a los dedicados a Isabel II y del Colegio de Minería, se suman «La noche de la celebración de los Juegos Florales en La Habana», «Los pobres» (en una función en beneficio de los más necesitados, en el Teatro Nacional de México, el 18 de julio de 1860) y «En la distribución de premios del Colegio Nacional de San Juan de Letrán». Es probable que estuviesen destinados a integrar el folleto Lecturas públicas de don José Zorrilla en América, que no se publicó.




El regreso

A su vuelta a España, en 1866, comenzó la época de apogeo de José Zorrilla en su oficio lector. Fue también un periodo crítico de su existencia a causa de problemas pecuniarios y de salud. El derrocamiento y la muerte de Maximiliano terminó con su principal fuente de financiación6 ; además, fallecida su primera esposa, volvió a casarse por segunda vez en 1869 y parece que el gobierno de su casa estaba regido por el derroche. Inició así una serie de lecturas públicas buscando un camino para conseguir beneficios económicos. Según propio testimonio, siendo entonces una práctica desusada, su gesto fue visto por algunos como una degradación del verso, aunque luego se pusieron de moda. Zorrilla regresaba a la patria con miedo y pensando que, tras los muchos años transcurridos y con el nuevo sentido de la poesía española (que tenía «más meollo y menos hojarasca que con la que yo había formado afiligranado mis huecos versos», Zorrilla: 1998: 349; Palenque 1989), se le había olvidado. Pero la acogida de que fue objeto en todas las ciudades que visitó le convencieron de su error.

Su secretario se le adelantó y fue disponiendo las lecturas; la primera de ellas en el Teatro Calderón, en Valladolid. Alonso Cortés narra la enorme expectación y el aprecio con que fue recibido; se le arrojaron ramilletes y poemas encomiásticos, y poetas locales leyeron versos en su honor. Zorrilla cerró la gala con la lectura de Álbum de una rosa y, al final, fue coronado en medio de una gran ovación. Hubo otra segunda noche similar. Para su reaparición en el madrileño Teatro del Príncipe, el 25 de octubre de 1866, construyó una fábula dramática en la que intervenían los actores Julián Romea y Carmen Berrovianco, quienes fingían un diálogo en el que se felicitaban por su vuelta a España acompañados de varios actores que encarnaban a las flores (la rosa, el clavel, el jazmín...). Un criado anunciaba a continuación a «Don José Zorrilla» y el poeta hacía su entrada. El público aplaudió y vitoreó «frenético, enloquecido», escribe Luis Montoto, que asistió a la velada (1929: 98). Los actores le interrogaban acerca de las obras escritas durante su ausencia y Zorrilla contestaba para iniciar la recitación de El cuento de las flores. «El público -escribe Montoto- volvió a abrasarse en el fuego del entusiasmo» (ídem: 99) y le solicitó un bis. Todos los periódicos madrileños se hicieron eco de este triunfo y alabaron sus cualidades vocales y el poder de sus versos. Se repitieron las lecturas entre el 26 y el 30 del mismo mes. A la función del 29 acudieron los Reyes y la Infanta Isabel.

Pero no solo escuchó ovaciones y elogios, también soportó censuras. Haciendo ciertos en parte sus temores, un sector de la prensa opinó que su poesía había envejecido y hubo burlas acerca del lucrativo negocio en que la había convertido: el antes profeta había pasado a hacer de su virtud trabajo asalariado y esto disgustó a sus admiradores antiguos, que vieron en este cambio solo una necesaria adaptación al medio socio-literario. El 28 de octubre de 1866 Manuel del Palacio insertó en Gil Blas una parodia de El cuento de las flores, que tituló El cuento de las yerbas.

 

Decoración de patio con vista al pozo. A un lado un enorme almirez. A otro, una manga de riego. El boticario sentado sobre sus laureles.

 
BOTICARIO
De las yerbas que al nacer
heredé de mis abuelos,
un jarabe voy a hacer
que el aroma de los cielos
de seguro va a tener.
Será turbio cual los celos,
sabroso como el querer,
puro como el rosicler,
dulce como los buñuelos.
Y con él he de volver
a los que le beban lelos,
porque admiren el poder
con que descorro los velos
de la ciencia y el saber
PEREJIL
A tus plantas nos hallamos.
HIERBABUENA
Siempre tus juguetes fuimos.
PEREJIL
Tú sabes dónde nacimos.
HIERBABUENA
Tú la vida que llevamos.
BOTICARIO
Sí, mas la suerte fatal,
mi cariño os arrebata;
la vejez, conmigo ingrata,
me hace a vosotras igual.
Yerbas fuisteis que en el prado
dabais aroma y frescura,
consuelo en más de una cura,
sustancia en más de un guisado.
Hoy vuestro seco ramaje
sólo compasión inspira,
y hasta la doncella os tira
porque la ensuciáis el traje.
Quien comió ayer capones
come hoy conservas;
se van las ilusiones,
se van las yerbas
[...].

Transformado el Boticario en el poeta, canta en el cuadro segundo: «Jarabes os traigo añejos / con aroma de experiencia, / y saborcillo a consejos, / resto de la antigua ciencia / que otorgó Dios a los viejos»7. La intención del parodiador era clara: Zorrilla era el viejo cantor que teñía su verso de una didaxis pedestre.

En la misma revista, Federico Balart calificaba El cuento de las flores de «fantasía sin importancia, mero pretexto empleado para motivar la presentación de un gran poeta en la escena de sus antiguos triunfos, donde sale a regalar con la magia de su voz el oído de la multitud fascinada». Mientras creía banal el marco dramático, consideraba con benevolencia la actuación del escritor: «formula sobre sí mismo un juicio tan sincero como exacto, pintando, en imágenes dignas del asunto, lo vago, lo errabundo, lo irregular, lo extravagante... lo sublime de su genio, rebelde a toda regla y empujado siempre por el hálito irresistible de la inspiración». Pero ¿qué pensamiento o idea nueva se oculta entre tanta hojarasca?, se preguntaba Balart resumiendo lo que decía haber oído en los pasillos del teatro8. El público le admiraba sin reservas, pero para muchos literatos era una reliquia del pasado. En El Museo Universal Ventura Ruiz Aguilera le defendía: «Toda la prensa ha sancionado con su competencia el legítimo triunfo del poeta popular, que tuvo encantado durante la lectura al público que ocupaba todas las localidades, y que si interrumpía frecuentemente los aplausos y los bravos era para no perder ni una sílaba de aquellas peregrinas creaciones» («Revista de la semana», 4-XI-1866).

Otros escritores hablaron en tales términos de la vuelta a España del gran poeta que pareciera el regreso de un fantasma:

Durante este tiempo han muerto muchos hombres ilustres, maestros o camaradas del poeta ausente; han aparecido otros genios, justamente reputados en el mundo de las letras; han pasado y han surgido escuelas literarias; se han operado cambios radicales en la sociedad española; la crítica ha mudado una y otra vez sus dogmas y sus sacerdotes; ha variado esencialmente el gusto del público.

Zorrilla ha alcanzado, vivo, y joven todavía, la solemne y desapasionada veneración que solo se tributa a los que traspasaron los umbrales de la muerte, y hoy se nos presenta como si fuera monumento viviente de su propia gloria, al cual podemos rendir, con eficaces agasajos, que hermoseen y halaguen el último tercio de la existencia mortal del hombre, aquel tributo de gratitud nacional o patriótica ufanía que ordinariamente es, por lo tardío, una estéril e irrisoria justicia, ya que no una penitencia de la posteridad avergonzada.


(Alarcón: 1883: 302-303)9                


El viejo rapsoda siguió con sus afanes: arregló la publicación de algunas obras y trató de aclarar cuentas con sus acreedores. No poseía los derechos de sus obras anteriores a 1848 (es decir, de su Don Juan, entre otros títulos), que había vendido a los editores, e intentaba remediar su triste pasar con nuevos libros. En 1867 salió Álbum de un loco, en el que recogió poemas de sus lecturas en México, y editó El drama del alma. En el 68 inició el encargo de Ecos de las montañas, en Barcelona fue objeto de diversos homenajes y colaboró en los juegos florales (Alonso Cortés: 1943: 723). Emprendió luego una gira triunfal por Reus, Tarragona, Palma de Mallorca (en 1869)... La necesidad de dinero mantenía su casa siempre en vilo, por lo que acudió a políticos amigos buscando auxilio y consiguió, en 1871, que le concediesen una pensión asociada a su marcha a Italia para estudiar varios archivos y bibliotecas: «con encargo de determinar las propiedades y derechos de España en las diferentes fundaciones de aquel país y consignarlo en una memoria» (Alonso Cortés: 1943: 743-744). El matrimonio Zorrilla vivió poco tiempo en Roma y se trasladó, en 1874, a Francia, hasta donde le llegaba puntualmente el sueldo, aunque reducido a causa de la falta de resultados de su misión y con la amenaza de acabar. En 1876 se vio obligado a retornar a España intentando que esto no ocurriese y logró una prórroga. Estos tristes momentos fueron el arranque de sus Recuerdos del tiempo viejo y de su epistolario con el también poeta José Velarde (Palenque: 2008). De nuevo la penuria le lanzó a los negocios: lecturas, acuerdos de edición y alguna tentativa dramática, como la del drama Pilatos, que no tuvo buenas críticas. El Ateneo y los salones de la aristocracia (esta vez en una faceta privada de su oficio) le abrieron sus puertas.

En 1877, el empresario Alberto Bernis comprendió el filón y le invitó al teatro madrileño que regentaba, el Jovellanos, en el que recitó varias noches junto a una arpista. José Fernández Bremón comentó estas veladas en la «Crónica semanal» de La Ilustración Española y Americana (8-VI): «Pocos poetas tienen el privilegio de leer como Zorrilla: perfecta vocalización, variedad de tonos y cierta música agradable que se adapta muy bien a la estructura musical de sus estrofas».

Este creciente éxito le llevó a afirmarse como lector público y a defender el derecho de los poetas a recibir los mismos aplausos y beneficios que otros artistas. Resumió sus conclusiones en el preliminar a Lecturas públicas hechas en el Ateneo científico y literario de Madrid y en el teatro de Jovellanos en 1877:

  1. Que el público de España no es menos ilustrado que los de Alemania, Inglaterra y Francia, donde los autores dan lecturas públicas ante numerosa concurrencia, que paga su entrada para oírles.
  2. Que es más deshonroso vivir a costa ajena, por vivir sin trabajar, que utilizar el arte de leer para procurarse una recompensa pecuniaria: porque no hay razón para pagar al maestro compositor, al instrumentista y al cantante, que atraen al público para oírles, y no al poeta o a los poetas que se reúnen para darle una velada de poesía.
  3. Que los poetas deben reunirse y propagar estas reuniones en un salón de lecturas, para adelantar ellos mismos en el arte de leer, algo descuidado por los poetas de toda Europa, y para acostumbrar al público a asistir a estos certámenes poéticos; en los cuales oiría celebrar las glorias de la patria por boca de sus poetas, a quienes conocería así personalmente.

(Zorrilla: 1943: II, 9)                


Componen el folleto anterior poemas recitados en distintas veladas: «El canto del Fénix» (leído en el Ateneo por el autor la noche de su recepción, el 19 de enero de 1877), «Alborada monorrítmica», «La verbena de Sevilla, en 1420», «A Rosa. Serenata morisca», «A Luisa», «Cabalgata mexicana», «Jarabe mexicano», «A la muy noble y muy más leal ciudad de Burgos», «Fragmentos de El Cid», «Fe y Poesía», «El reló» y «La siesta». Destaca Navas Ruiz (1995: 157-158) este último título por la fama que tuvo en la época y, ciertamente, se trata de una composición muy memorizada y declamada. Antonio Fernández Grilo contribuyó a su popularidad recitándola en los ambientes aristocráticos a los que era asiduo, por lo que el vallisoletano le dedicó en alguna ocasión el poema indicando que el público ya no sabía a cuál de los dos pertenecía10.

Manuel de la Revilla reseñó estas lecturas y se felicitó por la vuelta de Zorrilla al parnaso español ( Revista Contemporánea, 30-1-1877). Con él regresaban -escribía- la leyenda y la emoción del romanticismo. Con respecto a la moda de las lecturas, subrayaba su personalidad de pionero diez años atrás, a su vuelta de América, cuando le fueron muy criticadas. El enorme éxito posterior llevó a otros poetas a aprovechar su ejemplo. Al respecto de una lectura en el Ateneo, describía su actuación en términos similares a Alarcón: Zorrilla emergía como un fantasma de tiempos pasados. Hay un juicio ideológico que pesaba, además, en el juicio de Revilla, quien reivindicaba sus versos como posible raíz germinadora de una poesía nueva, ajena al realismo imperante entonces, que condenaba por su aridez:

Cuando, hace pocos días, le veíamos aparecer en la cátedra del Ateneo y leer con vigoroso y sentido acento sus inimitables cantos, experimentábamos una emoción semejante a la que sentiríamos si, en medio de esta sociedad descreída, surgiera de repente la figura de uno de los primeros apóstoles cristianos. Era aquello una verdadera aparición del otro mundo, era un ideal hecho hombre; surgiendo del polvo de la historia, como por arte mágica, un fantasma de otros días hablando en arcaico lenguaje ante una generación confusa y absorta.


(ídem: 277)                


Alonso Cortés (1943: 861) documenta otras dos lecturas semi-privadas: la primera, el 18 de febrero de 1877, en el Ateneo de Madrid (versos dedicados a su protectora, la duquesa de Medinaceli) y, la segunda, el 27 de mayo, en el Liceo de Valladolid («Algo de abanicos», una composición a la hija de Grilo «y algunas otras»). El poeta había cumplido en febrero sesenta años. En 1878 estuvo en Valencia; en 1880, en Barcelona, adonde acudió como director de su Don Juan en el Teatro Principal de la capital y, con posterioridad, realizó varias lecturas en este mismo teatro y en el Ateneo (Alonso Cortés: 1943: 794 y 795). Zorrilla sitúa estas empresas en un periodo impreciso (a su vuelta de México), pero escribe que tenía sesenta y cuatro años, con lo que nos situamos en 1881. Tanto Alonso Cortés como el autor cuentan una anécdota relativa a la salud del poeta, que enfermó por falta de reposo, pues se le exigía más de lo que sus años aconsejaban dar:

[En Barcelona y Valencia], a manera de muchachas locas enamoradas de un viejo, han pedido a gritos mi presentación en los teatros: he alegado los sesenta y cuatro años que me apocan y enronquecen, y Barcelona me ha dicho: «Que no; que yo no tengo edad y que canto como un ruiseñor». He tenido que acudir al doctor Osío para que me azoara la glotis, y Barcelona ha escuchado como sonora y argentinamente timbrada mi voz perdida, y ha aplaudido frenética, como si nunca los hubieran oído mis versos, tan viejos como yo.


(Zorrilla: 1998: 150)                


El largo poema circunstancial que compuso por este motivo, «Barcelona y Valencia. Lectura hecha por el autor en Barcelona», figura en Recuerdos con la siguiente nota: «Carece completamente de mérito literario [...]: es solo un ejemplo de lectura, en la cual, colocados los alientos y dilatados sus períodos para ser leída por mí, tal vez sólo mi arte de alentar la hace escuchar sin fatiga, y tal vez solo en mi boca tiene armonía su dislocada metrificación» (ídem: 783)11 En 1881 pasó también por Gerona, donde leyó con el catalán Manuel Mata y Maneja, que sería luego uno de los albaceas de su testamento. En definitiva, su vida se había convertido en un trasiego que le cansaba y aburría: «me encerraba en un coupé de un tren especial, y comenzaba conmigo una semana de bailes, lecturas, festines y serenatas» (ídem: 355). Algunas invitaciones no le convenían y pretextó achaques para no acudir a Vilanova y la Geltrú: «lo que de Villanueva y Geltrú ofrecen por ir allá a dar una velada literaria son tres mil rs. Y no vale la pena, porque mil se van en el viaje de ida y vuelta y lo menos treinta duros en propinas, inscripciones benéficas, etc., y pierdo un mes, por lo que tales bromas me destroncan» (carta a Manuel Madrid de 1882, en Grossi: 1968: 90). Las condiciones debieron mejorar, porque recitó en esta ciudad el 2 de enero (Veinticuatro diarios: 1975: 529).

El 6 de octubre de 1879 había comenzado su colaboración con Los Lunes de El Imparcial y, mientras el municipio vallisoletano se decidía a darle el estipendio correspondiente como cronista de la ciudad (le exigieron, primero, que viviera en ella), comenzó a fraguarse la idea de conseguir para el poeta una pensión oficial, lo que, a pesar del esfuerzo de muchos amigos y admiradores, no ocurriría hasta 1888. No entro en los extremos de este penoso proceso que amargó aún más a Zorrilla. Sus faenas de pane lucrando tampoco llegaban a buen puerto (por ejemplo, los planes para editar sus obras completas con la Sociedad de Crédito Intelectual en 1884 fueron un fiasco). Siguió cobrando la pensión de los Lugares Píos en Italia, pero mermada, y acudió de forma asidua a salones y reuniones. Su vida social era abrumadora. Intentó sacar partido de composiciones viejas o en esbozo para ampliar su repertorio; por ejemplo «Fragmento de una lectura inédita, escrita en 1871 y refundida en 1879» (Zorrilla: 1943: II, 637-640) o la fantasía titulada «La mandrágora», que pergeñó a la vista de los jardines de la hacienda de San Ángel, en México, donde se hospedó (cuando los encontró muchos años después, pensó que con ellos podía hacer una lectura estupenda; Zorrilla: 1943: II, 419-427 y 1998: 320-321). Los temas y ritmos se repetían. Emprendió una nueva gira y recorrió numerosas ciudades. Confesaba en una epístola a José Velarde que se sentía cansado y humillado, «como un saltimbanqui o un sacamuelas, exhibiéndome por los teatros por un puñado de pesetas» (fechada en Zaragoza, 26-V-1883, en Palenque: 2008). Algunos de sus amigos protestaron en la prensa, denunciaron la miseria en la que vivía el viejo poeta y reclamaron ayudas oficiales para socorrerle.

En su correspondencia van apareciendo detalles íntimos de la relación con los gerentes de los distintos teatros: cada actuación pública, anotaba Zorrilla, le dejaba un beneficio muy recortado, pues, además de repartir con el empresario, debía pagar el jornal de los músicos, si los había; se queja de que él soportaba el cansancio del viaje y el desgaste que suponía la lectura misma por tan poco dinero que apenas le compensaba e intentaba ajustar los precios. Incluso sus excursiones de placer se transformaban en trabajo. En 1882 aceptó la invitación de Manuel Madrid y estuvo durante tres meses hospedado en su casa, en el pueblo asturiano de Vidiago. El traslado le venía en buen momento, pues estaba harto del barullo en torno a su pensión y, además, falto de fondos. En Vidiago aspiraba a estar cómodo, tranquilo, y a mesa y mantel. Aprovechó para escribir El cantar del romero. Pero protestaba porque los montañeses le pidieron lecturas:

De estas lecturas de los teatros saco yo siempre disgustos y ruido en la cabeza y poco dinero; porque los teatros tienen muchas gabelas y los empresarios, aunque quieran, no pueden hacer muchas generosidades.


(noviembre 1882, en Menéndez: 1923: 126)                


Reconocía a su amigo Magín la repugnancia y el hastío a que había llegado con tanta recitación, y le anunciaba que cuando entrase en la Academia y tuviese su pensión abandonaría estos ejercicios. Pero, a la altura de 1882, requería el dinero, y le pedía que le consiguiese algunas actuaciones bien pagadas en Santander para finales del año: «Así que si les sacas dos mil reales por lectura o cosa así, no habrá más remedio, porque la necesidad tiene cara de hereje» (ibídem). El acuerdo fue arduo, porque los contratantes solo daban mil: «Mil reales no son nada y dos lecturas son mucho tiempo y trabajo, y tal vez no cuaje la segunda» (ídem: 127). Las cuentas no le salían. Finalmente leyó en el Teatro Principal de Santander durante uno de los descansos de la ópera Marina (recitó una «introducción dedicada a la Montaña», «Salmodia», «A una valenciana», «La siesta», «La Capucha», romance de la leyenda del Cid, y «La pálida», Alonso Cortés: 1943: 809). Otro día intervino en el entreacto de Jugar con fuego. También concurrió al Casino Montañés y, ya privadamente, a la casa del novelista José María de Pereda. En La Voz Montañesa se le alabó sin reservas: «¡Cómo lee el Sr. Zorrilla sus armoniosos versos! ¡Qué inflexiones de voz! ¡Qué variedad de tono y de detalles! ¡Qué naturalidad y qué elegancia!» (diciembre 1882, en Menéndez: 1923: 129). Antes de llegar a Santander, pasó por Torrelavega (28 al 30 de noviembre 1882), actuando, esta vez, en la intimidad de la casa de un amigo.

Estaba de vuelta en Madrid a mediados de diciembre de 1882. El asunto de la pensión seguía igual y la economía familiar era desastrosa. Comenzaron a aparecer las entregas de La leyenda del Cid y se embarcó en otra aventura: esta vez le contrataron para hacer una excursión por provincias con un sexteto de cuerda entre mayo y julio de 1883. Pese a estar convaleciente de una enfermedad inició la gira («sujeto a los cálculos de una empresa explotadora», apunta Rodríguez Marín: 1934: 22) por Valladolid, Bilbao, Pamplona, Zaragoza, Barcelona, Burgos, Palencia, León, Vitoria, Oviedo, Gijón, Avilés, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Orense, Vigo y Madrid. Seleccionó esta vez La leyenda del Cid y poemas breves: «Un ramillete», «A una valenciana» y «A una jorobada» (Alonso Cortés: 1943: 819). Como siempre, le llovieron no solo los elogios, sino también los regalos, banquetes y coronas. El pobre Zorrilla estaría exhausto. En La Coruña conoció a Emilia Pardo Bazán, quien luego relató el encuentro recordando la penosa impresión que le causó hablar con el delicado anciano, quejoso por sentirse un contratado más que un poeta. Invitado por la familia Pardo a leer en su casa, tuvo que declinar la invitación por tener que respetar las condiciones de un contrato gracias al que era «como el oso que enseña el húngaro» (La Lectura: 1, 1909: 142)12. Enterado del caso, y evitando el desaire, el representante de Felipe Ducazcal (que le había encargado esta tournéè) ofreció los servicios del poeta a la escritora.

En cualquier caso, las lecturas le reportaron pingües beneficios según su propia declaración: 50.000 rs.; solo las realizadas en Madrid, Burgos, Valladolid y Barcelona, unos 36.000 rs (Zorrilla: 1998: 359, y Figueroa: 7-1-1942).

Después de tan largo periplo, su garganta volvió a resentirse, al mismo tiempo que le aquejaban el reuma y sus molestos lobanillos. Los médicos querían cortarle la campanilla y extraerle las amígdalas, estaba ronco, se ahogaba; una suma de calamidades. Sus dolencias continuaban en 1884:

Diez días de una tos perruna con anginas, que anteayer a las dos de la noche me iban a ahogar si no me ayuda Dios, porque la ciencia no sabía más que dejarme ahogar; a lo que yo me rebelé con los más inauditos esfuerzos [...]. Me está prohibido hablar [...].


(carta a Felipe Cibrián, Barcelona, 24 marzo, en Alonso Cortés: 1943: 1161)                


Toses, escalofríos, temblores... Los médicos insistían en la operación de garganta, no podía hablar alto, tenía ataques epilépticos, seguía ahogándose tendido, su mujer también estaba enferma... Necesitaba, como siempre, fondos, e intentaba apresurar su curación «para volver a salir al mundo».

Tras pasar una temporada en Cataluña, viajó a Valladolid, en octubre de 1884, para hacerse cargo de su nombramiento como cronista. Allí leyó en el Teatro Calderón y, a continuación, en la brillante ceremonia inaugural del teatro que llevaba su nombre, el 31 de octubre. También ocuparon el escenario los vallisoletanos Núñez de Arce, Emilio Ferrari y Leopoldo Cano13.

El año 1885 no fue, como esperaba, el de la aprobación de su pensión en las Cortes, pero sí el de su entrada en la Real Academia de la Lengua. Incluso para su discurso de recepción, en mayo de 1885, prefirió el verso. El caso apenas si tenía precedentes (solo Fray Juan de la Concepción había pronunciado un discurso en verso en el siglo XVIII); Zorrilla lo leyó como desafío: quería dejar claro que él era un trovador, no un sabio14. La ceremonia causó gran expectación y tuvo un brillo excepcional, con asistencia de la familia real (Alfonso XII, la reina M.ª Cristina, doña Isabel, la infanta Eulalia), militares y aristócratas; se solicitaron tantas entradas que se trasladó al Paraninfo de la Universidad Central. Al poeta, siempre consciente de las posibilidades de su voz, este espacio le fastidió: «es el peor sitio para hablar que hay en Madrid» (23-V-1885, en Menéndez: 1923: 131). No atravesaba un buen momento y en sus estancias madrileñas vivía en casa de la condesa de Guaqui, sin un céntimo y desilusionado. Supo salir bien del lance: «Su voz clara, potente y armoniosa llenó el recinto, los endecasílabos parecía que salían esculpidos de sus labios, y un vigor poderoso, el vigor de la inspiración, animaba el cuerpo de aquel anciano...» (El Imparcial, l-VI-1885, en Alonso Cortés: 1943: 843). A Zorrilla le enfadó la investidura a tenor de lo que afirmaba en sus cartas y no daba valor alguno a esta supuesta gloria: «Y esta es la popularidad y la gloria; la luz de una candileja que puede apagar cualquier tonto», escribía a Manuel Madrid (Valladolid, 9-VII-1885, en Menéndez: 1923: 133). Contestó a su discurso el marqués de Valmar, quien aludió a la liberalidad de la institución al haber llamado dos veces al poeta para que se integrase entre sus miembros a sabiendas de que «jamás le ha[bía] sido la docta corporación simpática»; además alabó su independencia absoluta en época de prebendas, pues -dijo- gozando de la protección de los poderosos, había rehusado ser político o diplomático. «¡Dichosos los que no son nada y llenan el mundo con su gloria!», concluía (V., La Ilustración Católica:. 5-VI-l885: 189).

Los periódicos aireaban la lucha relativa a su pensión y adelantaban los buenos resultados, que tanto tardaron en ser reales. En consecuencia, las lecturas, privadas y públicas, persistieron.

No parecía haber hartazgo de escuchar su voz. En 1886 la excursión a Murcia fue un desastre a causa de la lluvia y un fuerte constipado. Estuvo a punto de suspender alguna lectura, aunque, al final, se sintió en la responsabilidad de cumplir por no desairar al público: «No puedo decirte más -escribía a Esteban López Escobar-, son las seis de la tarde y me voy a acostar: la tos me rompe la laringe y voy a ver si a fuerza de inhalaciones y de abrigo logro ponerme en estado de hacerme oír» (3-1, en Pardo Canalis: 1976: 103). Finalmente no pudo llegar hasta Orihuela, Muía y Cartagena15. Recogió las composiciones escritas para este periplo en De Murcia al cielo (1888). En 1887 decía a José Velarde: «...yo tengo que hacer un trabajo oral, casi deshonroso y brutal para mi edad, con el objeto de obtener una cantidad no pequeña para dar a fin [de] año otra dirección a mi casa y pagar mis deudas [...]» (Zarauz, 17-X-1887, en Palenque: 2008).




La coronación en Granada o la apoteosis

El Liceo de Granada había comenzado a fraguar la idea de coronar a Zorrilla como poeta nacional en 1883, pero fue en 1889 cuando el proyecto se llevó a cabo. El presidente del Liceo, el Conde de las Infantas, comunicó a Zorrilla el plan. El poeta contestó expresando su agradecimiento, asombro y pudor ante tamaño ofrecimiento, que aceptaba obligado por las circunstancias, pues creía que esta apoteosis llegaba en un momento inadecuado, cuando ya estaba retirado y vivía de los restos de su gloria pasada: «no pudiendo aceptarla como merecida, me creo obligado a someterme, como impuesta, a tan inusitada y excelsa ceremonia» (Zorrilla: 1889: 17). En la correspondencia con Luis Seco de Lucena (vicepresidente del Liceo, director de El Defensor de Granada y verdadero motor del evento), declaraba sentirse agobiado por la desorbitada ceremonia prevista. Se anunciaron hasta dieciséis días de fiesta: «Vdes. como toda España se empeñan en no tener presente que con setenta y dos años a cuestas es imposible que yo pase 16 días subiendo y bajando repechos y escaleras, en giras, paseos y comilonas [...]» (Seco de Lucena: 1974: 13). El Liceo sin embargo comenzó con rapidez los preparativos, eligió los alcázares de la Alhambra como espacio para el festejo y convocó a políticos, militares, literatos y al pueblo de a pie. En realidad, el Liceo buscaba revitalizarse cara a la sociedad granadina y española con este evento y, más aún, le habría utilizado para hacer propaganda de la ciudad. Así lo sostiene Almagro San Martín (2001: 133-173), quien narra los detalles expresando su pena por los muchos esfuerzos que debió realizar el poeta para plegarse al protocolo.

En las cartas que mediaron entre Zorrilla y los responsables del Liceo de Granada previas a la coronación, tuvo buen cuidado en advertir acerca de las condiciones del viaje y del número y extensión de las lecturas atendiendo a su avanzada edad:

... los días de las noches en que tengo que hablar en público necesito pasar el día en silencio y prepararme con inhalaciones, por haber padecido un escorbuto que me dejó reblandecidas las encías, enjutas las glándulas salivares y obstruidos los vasos linfáticos, con lo cual mis lecturas son unos «tours de force» que me cuestan más de lo que valen y que ya son apenas dignas de benévola audición por estar ya casi extinguidas mis facultades orales.


(Seco de Lucena: 1974: 13)                


Protestaba también de las visitas previstas a Universidades y otros centros de enseñanza, para lo que se creía incompetente; se negaba a escuchar o contestar discursos o a improvisar versos. Al final solo se comprometió a dar dos veladas: «una en el Liceo y otra donde se quiera, en las cuales leería yo versos míos» (Alonso Cortés: 1943: 883). Tuvo además problemas con el contenido de las lecturas: «habiéndome suprimido Valladolid los 15.000 reales que recibía de su Municipio, he tenido que vender mi pluma por un año a mi editor para subvenir a los gastos que mi coronación me acarrea, y las llevaré impresas en un libro decorosamente encuadernado. No puedo ya deshacer el contrato» (ídem: 884).

Pese a las advertencias, la coronación fue un acontecimiento desmesurado y agotador para el poeta, quien la terminaría calificando como un despropósito absoluto, su «muerte civil», por las muchas envidias y malentendidos que causó. No me extiendo en describir el viaje en tren especial, ni la detención de la comitiva en distintas estaciones para saludar a las multitudes que esperaban, ni la delirante llegada a Granada; tampoco los saludos, vítores, colgaduras y poemas arrojados desde las ventanas y balcones que le acompañaron hasta el Carmen de los Mártires, donde estaba dispuesto su alojamiento (remito a La Ilustración Española y Americana, XXIV, 30-VI-1889: 379 y 385; Sancho y Rodríguez: 1889; Alonso Cortés: 1943: 888-916). La coronación estaba prevista para el día 17 de junio, pero los acontecimientos políticos obligaron a aplazarla hasta el 22: tras un periodo de cese, las Cortes se reabrieron el día 15, por lo que la Reina Regente comunicó al Liceo la imposibilidad de acudir a Granada y anunció que, en su representación, enviaba a Enrique Pérez de Saavedra, Duque de Rivas (hijo del autor de Don Álvaro). La lluvia incesante también causó el retraso. El homenaje nacional, ceremonia independiente de la anterior y que se proyectaba realizar después de la coronación, se adelantó y se efectuó al fin el día 21 de junio en el céntrico paseo llamado el Salón. Miles de personas, llegadas de todo el país y del extranjero, rindieron pleitesía al viejo poeta. El día 22, en el palacio de Carlos V, Zorrilla recibió la corona, que apenas rozó su cabeza, pues se apresuró a apartarla, y al cesar las ovaciones leyó «Recuerdo del tiempo viejo». En realidad, el texto preparado inicialmente para este acto era «A Granada», pero al retrasarse, y habiéndolo dado ya para insertar en El Liberal (apareció el 17 de junio de 1889), tuvo que arreglar «Recuerdo...», composición en la que evocaba el «tiempo viejo» (el de la tradición pero, al mismo tiempo, el de su juventud) también en función de sus cualidades vocales:


Mi voz era entonces armónica y suave:
tenía los tonos del canto del ave,
del río y las auras el son musical [...].
Había algo en ella de todos los ecos
que nutren del aire los cóncavos huecos,
y nacen y expiran en él sin cesar [...].


Tantas entradas y salidas enfermaron a Zorrilla, quien se vio obligado a guardar cama, permaneciendo en el Campo de los Mártires más tiempo del calculado, motivando, al parecer, molestias a sus anfitriones, ya cansados de una larga y costosa estancia. Parece que casi le expulsaron de Granada y del Carmen de los Mártires.

Los poemas elegidos para estas galas -estupendos ejemplos de su peculiar ejercicio lector, su predilección por las combinaciones métricas, la polimetría y las cadenas fónicas- fueron publicados en el bonito volumen conmemorativo Coronación de Don José Zorrilla (1889), con ilustraciones de J. Riudavets. Copio los títulos: «Recuerdo del tiempo viejo», «Est Deus in nobis», «La siesta», «Recuerdos de Granada. 1. Desde la montaña», «II. La carrera», «III. Introducción de El libro de las perlas», «IV. Granada», «A Granada en la ceremonia de la coronación. Ille ego qui quondam...» (también incluidos en Zorrilla: 1943: II, 654-660).




Los últimos años

Los problemas económicos no cesaron para Zorrilla: empezó a cobrar la anhelada pensión en 1888, pero entonces el Ayuntamiento de Valladolid le anuló el salario como cronista; sus iniciativas editoriales parecían gafadas. Las indisposiciones y el cansancio le hacían declarar a cada paso, en versos y correspondencia, su acabamiento; abominaba de una falsa gloria que no le sirvió para vivir con acomodo y acentuaba su crítica al respecto de la decadencia cultural y educativa que veía en su derredor. Como cediendo a la veta circunstancial de sus muchos viajes, reunió en Últimos versos (1908) algunos textos leídos en los teatros y dedicados a distintas ciudades. Su firma seguía en periódicos y revistas, no dejaba de trabajar.

En sus memorias y epistolario son continuas las paradojas vitales de Zorrilla; su vida y actos, y lo que cuenta acerca de ellos, están siempre en franca contradicción. El autor ha perdido su identidad, no parece saber quién es: ¿el poeta dramático de fama, creador del celebradísimo Don Juan? ¿El poeta popular o nacional al que todos admiran? ¿El pobre viejo cansado? Parece siempre hastiado, pero derrocha actividad, lo organiza todo... A la postre se muestra como un anciano enfermo y desilusionado.

Zorrilla murió el 22 de febrero de 1893. El 9 de enero había rellenado, a petición de Alfonso Pérez Nieva, unas «Declaraciones íntimas» para Blanco y Negro (4-II-1893) y, en lo referente a su «Sueño dorado», escribió: «Borrar mi nombre, mi historia y las nueve décimas partes de mis escritos». En su testamento constaba una indicación expresa acerca de la humildad de su caja mortuoria, despreciando el uso de terciopelos, sedas u oros, de los que tan fatigado quedó en vida. Sin embargo, su entierro fue multitudinario, aparatoso, y acudieron miles de personas.








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Apéndice

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Coronación del poeta en Granada, Palacio de Carlos V. fragmento. Dibujo del natural, por Comba (La Ilustración Española y Americana, 30/1/1893)

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Muerte de Zorrilla. La capilla ardiente en el salón de actos de la RAE, fragmento. Dibujo del natural, por Comba (La lustración Española y Americana, 30/1/1893)

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Muerte de Zorrilla. Paso fúnebre de la comitiva por la calle de la Montera, fragmento. Dibujo del natural, por Comba (La lustración Española y Americana, 30/1/1893)



 
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