Presentación del portal Juan Ramón Jiménez
Por Javier Blasco Pascual (Universidad de Valladolid)
La poesía fue la forma que encontró Juan Ramón para, en el tiempo que le otorgó la vida, construirse como «yo» y actuar en el mundo. Hablar de Juan Ramón Jiménez conduce, inevitablemente, a un discurso en el que la poesía -la historia de sus libros, la reflexión ético-estética que los sustenta, la despierta conciencia hacia las manifestaciones literarias de su tiempo- ocupa el primer plano en todos y en cada uno de los momentos de su existencia. Y tal dedicación a la poesía -fervorosa por principio, obsesiva a veces, apasionada siempre- dibuja las líneas maestras de una biografía, que -sujeto de numerosas polémicas, en vida y en muerte- no ha sido leída con benevolencia en todas las ocasiones.
Es hora, a los cincuenta años de la muerte del poeta, de recuperar al poeta (perdido entre la hojarasca de un discurso perezoso, anclado en la anécdota y en la ignorancia) y de hacer justicia a un hombre que, más allá de las debilidades humanas consustanciales a cualquier vida, se sirvió de las palabras que le legó su época para poner en pie una obra de increíbles dimensiones, de gran altura estética y de firme compromiso moral. Su palabra, que guarda en su seno, además de incalculable valor estético e histórico-literario, un legado que se concreta en «el esmero de la intelijencia, la vida del sentimiento, el valor de la bondad y la realidad de la conciencia», sigue siendo, en estos inicios del siglo XXI, obligado punto de referencia de la modernidad poética en lengua española.
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De mi escritura, los unos dicen que tengo los dones completos de la poesía, los dones que antes dije yo que tengo, otros que no, otros que sí y que no, y otros que qué sé yo. Apolo y las musas, mis buenos amigos, sabrán, puesto que son orijen, quiénes dicen la verdad humana y quiénes la humana mentira, quiénes son los merodeadores reptiles de diversa categoría a quienes dediqué mi caricatura del haz, y quiénes los ánjeles de mi guarda.
Mi peor necesidad es la del aislamiento absoluto de todo lo vivo, para mi trabajo, no para mi creación, que esa no es trabajo para mí (ya dije en un aforismo mío que sólo la creación vence el ruido de la Creación), sino para mi ordenación del caos porque necesito oír el Cosmos, cuyo ruido difuso y completo, como el de la vida, no me molesta. Nada que viva, una persona, un gato, una hormiga puedo tolerarlo mientras ordeno y vijilo mi instinto. Esta absoluta necesidad, sí o no absoluta, es lo que me ha hecho molestar más a mi familia, que siempre la tuve alarmada. Yo siempre he comprendido que los demás tuvieran las mismas necesidades de espacio y tiempo que yo, pero el hecho era inevitable. He mendigado el silencio, lo he impuesto, todo lo he concedido a mi destinada vocación, ya que creo que el mayor crimen del mundo es deformar una vocación.
Yo nunca busco el defecto, lo encuentro en mí, en todos y en todo, pero me gusta el defecto, cuando es falta y no es sobra, no es ripio. Yo siempre veo la parte débil, fea o ridícula en mí y en los otros, como la parte bella. En conjunto me gusta mucho la sociedad de dos, de tres y, sobre todo, de uno. Más, no. Como los hombres son más parecidos a mí, prefiero las mujeres, los niños y todo el resto de la creación. Entre los que me gustan, soy alegre, triste entre los que no me gustan y triste cuando estoy solo. Lo que prefiero en la vida es la simpatía.
Creo que el día de mi muerte habrá mucho descanso. Lo malo será que los que yo querría que descansaran de mí estuvieran ya descansando de mí, de ellos, de todo y o del todo, para siempre.
JRJ (Fragmento de «El andaluz universal. Autorretrato (para uso de reptiles de varia categoría)»
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Mi «apartamiento», mi «soledad sonora», mi «silencio de oro» (que tanto se me han echado en cara, y siempre del revés malévolo, y tanto me han metido conmigo en una supuesta «torre de marfil», que siempre vi en un rincón de mi casa y nunca usé) no los aprendí de ninguna falsa aristocracia, sino de la única aristocracia verdadera y posible. Los aprendí desde niño, en mi Moguer, del hombre del campo, del carpintero... Yo era torrero de marfil, para ciertos algunos, porque no iba a los corros del café, de la revista, del casino, del teatro, de la casa de prostitución. No, no iba. No iba, porque iba al campo y me paraba con el pastor o la lavandera; al taller y hablaba con el impresor, el encuadernador, el grabador, el papelero; al hospital a ver al enfermo y a la enfermera; a la plaza (mis queridas plazas de Moguer, Sevilla, Madrid, de donde fuera), en cuyos bancos conocí a tanta jente mejor, viejos, muchachas, niños, ociosos de tantos trabajos, y con tantas historias y tantos sueños.
JRJ (Fragmento de «Desterrado. Diario poético», en Guerra en España)