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Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español


Francisco Martínez Marina


[Nota preliminar: edición digital basada en la de José Antonio Maravall, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pp. 79-169.]



1. Si los hombres tuvieran seguridad de que los Reyes y Príncipes de la tierra habían de cumplir fielmente los sagrados deberes de tan sublime dignidad y oficio, cuyo fin jamás pudo ser otro que hacer a sus súbditos felices y bienaventurados, y regir con dulzura, mansedumbre y justicia los pueblos encomendados a su vigilancia, sacrificando sus intereses y pasiones al bien público e imitando el estilo, la sabiduría y la bondad con que el gran Dios y padre de los hombres gobierna todo el universo; la monarquía absoluta o el gobierno de uno en quien estuviese depositada la plenitud de la soberanía íntegramente sin limitación ni restricción alguna, sería el mejor de todos los gobiernos y el más digno de ser abrazado por todas las sociedades y naciones.

2. Un centro único de poder soberano es el medio mas oportuno y eficaz para mantener la unión de los ciudadanos, para comunicar a todos los resortes de la máquina política aquel movimiento activo, regular y uniforme, que es la vida del cuerpo social, y a las leyes el carácter de fuerza y de majestad que necesitan para ser respetadas. El monarca como soberano, como legislador y como ejecutor de las leyes, armado con ellas y con la fuerza militar evitará fácilmente las injusticias, los desórdenes, las violencias, las insurrecciones y tumultos populares y cuanto sea capaz de turbar el orden público y la amable tranquilidad. El secreto en las deliberaciones, el sigilo en los consejos, la uniformidad en los principios, la combinación en los planes, la actividad en las medidas, la celeridad en la ejecución, son calidades características y tan peculiares del gobierno absoluto que difícilmente se podrían hallar en las formas mixtas y menos en las aristocráticas o populares.

3. ¿Pues en qué consiste que los hombres de todos países, de todas las edades y de todos los siglos, bien lejos de dejarse halagar de tan hermosa y brillante teoría odiaron eternamente ese linaje de gobierno; y las sociedades políticas, los pueblos y naciones, aunque tan diferentes en lenguas, caracteres, condiciones, usos y costumbres se convinieron en proscribirle para siempre? ¿Cómo es que los sabios y pedagogos del espíritu humano que echaron los cimientos de la moral pública y privada, crearon en cierta manera el nobilísimo arte de regir convenientemente a los hombres, después de haber examinado a las luces de la razón y de la experiencia todas las formas de gobierno posibles, y pesado en justa balanza sus ventajas, inconvenientes y resultados reprobaron de común acuerdo el gobierno absoluto, y ni aun le dieron lugar entre las formas legítimas, antes le calificaron de monstruoso, violento y tiránico?

4. Conocían muy bien estos claros varones y estaban íntimamente convencidos, que el dificilísimo arte de gobernar una gran nación exige tantas prendas y bellas calidades en el Príncipe, tantos talentos, luces y conocimientos, tantas virtudes, moderación, prudencia, fortaleza, constancia, amor a la justicia, a la humanidad y a la patria, que sería imposible hallarlas reunidas y hermanadas en un individuo, y que sólo un ángel enviado por Dios pudiera poseerlas. Sabían que la autoridad soberana depositada en una sola persona sujeta a todas las flaquezas humanas, a todas las sorpresas de la amistad, de la intriga y de la adulación, a todos los delirios del orgullo, a todos los furores de la ambición, pasiones indomables y que no reconocen moderación ni límites, especialmente cuando se hallan en la cumbre de la dominación y del mando, por necesidad se había de convertir en ruina y destrucción del género humano.

5. A todos los Príncipes que aspiraron al gobierno absoluto o que lograron por medios artificiosos y violentos reasumir el supremo imperio, se puede justamente aplicar lo que de nuestros Reyes decía en el siglo XVI un escritor español, varón docto, grave y piadoso: Estos que agora nos mandan reinan para sí, y por la misma causa no se disponen ellos para nuestro provecho, si no que buscan su descanso en nuestro daño. El hombre de bien, que purgado el ánimo de temor y esperanza y colocado sobre la alta cima de la imparcialidad, registra los anales del mundo y examina las vicisitudes de los siglos y las revoluciones de los antiguos y modernos imperios, halla en todas partes ejemplos y pruebas convincentes de tan amarga y desconsolante verdad. La historia no ofrece a su consideración y a su vista mas que escenas trágicas, horrorosos cuadros de los males y desastres causados por el orgullo, por la ambición y ferocidad de los Príncipes soberanos: ciudades asoladas, provincias destruidas, reinos devastados: todos los derechos, todos los principios de sociabilidad y las más sacrosantas leyes holladas: aquí crueles conspiraciones, allí tumultos populares y en todas partes guerras sangrientas sin número, y los hombres inocentes y pacíficos víctimas de la tiranía. Un corazón sensible, que aprecia como es justo la dignidad del hombre, se arredra y desfallece con este espectáculo, derrama lágrimas sobre la virtud desgraciada, sobre el talento perseguido y sobre el ingenio menospreciado, y exclama: ¿de dónde han venido los tiranos? ¿Cómo se multiplicaron los violentos opresores de la humanidad? ¿Quién les ha dado la existencia y el poderío para atormentar a los mortales? Dios, o el libre consentimiento de los hombres, de donde se derivan todos los derechos del reino y del imperio.

6. De Dios nació la verdad, el orden, la justicia y la libertad: la libertad, madre de virtudes, estímulo de industria y de aplicación, fuente de riquezas, germen de luces y sabiduría, plantel de grandes hombres, principio de la gloria, prosperidad y eterna duración de los imperios. La autoridad política justa y templada, sin la cual no puede haber sociedad ni existir ninguna nación ni estado, es efecto de pactos y convenciones humanas: los hombres la crearon. Pero el despotismo y la tiranía o el gobierno absoluto que todo es uno, no ha tenido origen natural, es un monstruoso resultado del abuso del justo poder y de la legítima autoridad, parto revesado de la injusticia, de la violencia, de la fuerza armada, del engaño, de la seducción, de la perfidia, de la ambición de los que mandan y de la ignorancia y estupidez y abatimiento y superstición de los que obedecen.

7. El Criador y padre benéfico de los hombres los dotó de razón, inteligencia y libertad. El hombre independiente, libre e inmortal debe respetar en sí mismo y en sus semejantes la imagen de la Divinidad: nadie tuvo jamás ni pudo tener derecho para degradar la dignidad humana. Dios quiso también ser legislador de los hombres, no para oprimirlos sino para asegurar su vida, sus derechos, sus preeminencias y su libertad. La ley divina, la ley natural, llamada así porque se encamina a proteger y conservar las prerrogativas naturales del hombre, y porque precede a todas las convenciones y al establecimiento de las sociedades y de las leyes positivas e instituciones políticas, no empece a la libertad e independencia de las criaturas racionales, antes por el contrario la guarece y la defiende. Ley eterna, inmutable, fuente de toda justicia, modelo de todas las leyes, base sobre que estriban los derechos del hombre, y sin la cual sería imposible que hubiese enlace, orden ni concierto entre los seres inteligentes.

8. Delante de esta ley, así como en el acatamiento de su divino autor, todos los hombres son iguales, todos hermanos y miembros de la gran familia de que Dios es el común padre. Ninguno está autorizado para romper los lazos de esta fraternidad ni para obrar contra los intereses y derechos de sus miembros. Ninguno puede alegar justo título para dar leyes ni para dominar a sus hermanos. Ni Dios ni la naturaleza confiaron este poderío sino a los padres respecto de aquellos a quienes dieron el ser y la existencia. Esta es la más antigua y más sagrada autoridad que se halla entre los hombres, así como la obediencia de los hijos a sus padres es el primer ejemplo de subordinación y dependencia.

9. Porque el estado primitivo de los hombres no fue un estado de libertinaje o de licencia: ni se puede decir que hayan sido absolutamente libres e independientes sino con relación a los establecimientos políticos y a los diferentes géneros de gobiernos introducidos posteriormente en la sociedad. Y yo ignoro el motivo que han tenido algunos escritores para fatigarse en probar difusamente una verdad que ni los filósofos ni los jurisconsultos han negado hasta ahora. Todos confiesan que los hombres debieron reconocer siempre un legislador supremo y una ley de naturaleza. Y si bien al principio del mundo y por espacio de muchos siglos no hubo naciones ni grandes sociedades, ni Reyes ni Príncipes, ni tiranos, prueba que estos establecimientos fueron obra de los hombres; mas todavía siempre hubo aun desde el principio algún linaje de sociedad: sociedad conyugal, sociedad doméstica, jefes o cabezas de familia, ministros de Dios, intérpretes y ejecutores de su ley, para regir y gobernar convenientemente la pequeña grey encomendada a su cuidado. De consiguiente es necesario reconocer derechos, obligaciones y mutuas dependencias entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre amos y criados, virtudes sociales, cierto género de subordinación y un gobierno doméstico.

10. Si los hombres, fieles a los deberes que les impone la ley natural, hubieran vivido siempre juntos como hermanos y procurado ejercitarse en las virtudes pacíficas y hacer por amistad lo que al presente sólo se hace por temor o por interés, no tendrían necesidad de otra forma de gobierno ni de recurrir a las leyes positivas para interpretar y esclarecer la sabia ley de naturaleza y para obligar a su observancia, ni de constituir la autoridad pública y las grandes sociedades políticas. Empero después de la dispersión del género humano, habiéndose extrañado mutuamente los hombres, no tardaron mucho en mirarse como enemigos. Olvidados de la ley y corrompidos por las pasiones se entregaron a los vicios: las guerras, las violencias, robos y latrocinios comenzaron a reinar: muchos hombres aguerridos con el ejercicio de perseguir los animales salvajes hicieron uso de este arte dañino para destruir a sus semejantes; y el bárbaro derecho del más fuerte prevaleció y fue sustituido al de naturaleza.

11. Así que la necesidad de defenderse de las bestias feroces, y de hombres más feroces que las mismas bestias, obligó a muchas familias a reunirse en sociedad para socorrerse mutuamente y asegurar su vida, personas y bienes bajo la protección de las leyes y de la autoridad pública. Porque, como dice un filósofo, la multiplicación de los hombres y la comodidad de la vida más depende de vivir en sociedad que de la naturaleza; y si es tan excesivo su número, comparado con el de los animales silvestres, consiste en que los hombres se han reunido en sociedad, ayudado y defendido recíprocamente. Mas esta reunión no se pudo ejecutar sin introducir una desigualdad real entre los miembros de la asociación y sin que precediesen deliberaciones hechas de común acuerdo bajo ciertos pactos y condiciones tácitas o expresas, que fueron como las primeras leyes fundamentales de los gobiernos, y el origen de todos los reglamentos políticos que sucesivamente se fueron estableciendo, de donde también nacieron las diferentes formas de gobierno adoptadas libremente por las naciones.

12. Digo libremente, porque ni Dios ni la naturaleza obligan a los hombres a seguir precisamente este o el otro sistema de gobierno, a ninguno reprueban, a ninguno dan la preferencia, cualquiera de ellos, siendo acomodado al clima, al genio y al carácter de los pueblos, y a las circunstancias y extensión del imperio, puede procurar el bien general, el interés común y la salud pública, ley suprema de todos los estados, y cimiento firmísimo de los derechos de la sociedad, y la regla que fija evidentemente la extensión y objeto de la autoridad pública, y los deberes de los miembros del cuerpo social. La ley de naturaleza, que es la voluntad misma del Criador, reprueba el despotismo igualmente que la anarquía, y los excesos de la libertad así como los abusos del poder. Dicta imperiosamente la subordinación y la obediencia a las leyes y a los magistrados; porque no es dable que pueda subsistir ninguna nación sin leyes, ni éstas ser provechosas y saludables, sino hay en la república personas suficientemente autorizadas para hacerlas observar. Su autoridad debe ser sagrada e inviolable, de otra suerte no tendría imperio sobre los pueblos, ni estos motivo sólido para respetarla. El orden social emana esencialmente de la naturaleza; pero su forma es variable de muchas maneras, y pende de pactos y convenciones arbitrarias.

13. La historia de las naciones y de los gobiernos nos ofrece una serie jamás interrumpida de pruebas demostrativas de esta verdad. ¡Qué diferencias! ¡qué variedades tan notables entre las formas de gobierno, instituidas así por los reinos y grandes imperios, como por las pequeñas sociedades y estados de corta extensión! ¡qué revoluciones políticas! ¡qué mudanzas en la constitución de un mismo estado, de un mismo imperio! Sólo el pueblo hebreo, este pueblo, esta sociedad creada por el mismo Dios, ¿cuántas alternativas no ha experimentado en su sistema de gobierno ya republicano, ya mixto, ya monárquico, ya aristocrático? ¿Pues qué diremos de los gobiernos de los estados de Grecia y de los Esparta, Atenas y Roma?

14. ¿Y quién osaría reprobar alguna de estas formas legítimas de gobierno o acusar a las naciones que las han admitido, de crimen contra la ley divina o de atentado contra la naturaleza? ¿Por ventura está ya decidido cual de aquellas constituciones es la mejor y más conforme al fin y blanco de la sociedad política? Los sabios de todos los tiempos, después de haberlas discutido y examinado prolijamente sus bellezas y fealdades, sus virtudes y vicios, todavía no han probado de un modo convincente cual de ellas es la mejor; aún no se ha decidido ni acaso se podrá decidir jamás, la importante cuestión de la preponderancia. Solamente se han convenido en un punto, que es condenar el gobierno absoluto y despótico. La sociedad política es un establecimiento de beneficencia, un preservativo contra el contagio de la corrupción general de la especie humana, un puerto en que los hombres pacíficos creyeron poder asegurar sus riquezas, derechos y libertades. Todos los sistemas de gobierno que se encaminan a este fin son buenos y loables, y sólo es digno de la pública execración el que se dirige al abatimiento y ruina de los ciudadanos. Tal fue la opinión de todos los filósofos, de todos los sabios de Grecia y Roma, varones insignes que en virtud del mas profundo conocimiento del corazón humano y de la naturaleza de la sociedad política y de prolijas investigaciones sobre el origen, progresos y decadencia de los imperios apoyadas en la experiencia y en la historia general de las naciones, elevaron la razón humana al más alto grado de perfección posible, crearon la ciencia del gobierno, y merecieron los gloriosos dictados de maestros de la sabiduría política, de conservadores de los hombres y vengadores de los derechos de la especie humana.

15. Sin embargo, en estos últimos siglos y señaladamente en los tiempos de convulsiones políticas y en circunstancias de una guerra declarada entre el despotismo y la libertad, tuvo el gobierno monárquico absoluto sus defensores y apologistas; y no han faltado hombres ilustrados que prostituyendo su honor, reputación y fama, y abusando de su literatura y talentos, los sacrificaron a la falsedad y al error, y postrados ante el ídolo de la tiranía hicieron los mayores esfuerzos para erigirla en divinidad, y por medio de paralogismos, de preocupaciones absurdas y de imposturas groseras, fascinar a los mortales, desnaturalizar la razón humana, sofocar los sentimientos generosos, y apagar el instinto que aun a los animales inspira la naturaleza de oponerse a sus opresores. Tal fue entre otros el caballero Roberto Filmer, el cual en los momentos de fermentación que precedieron a la célebre revolución inglesa, siguiendo algunas de las máximas de su paisano Tomas Hobbes, se propuso demostrar en su obra titulada Patriarca, que en la sociedad humana no hay ni puede haber sino un sistema de gobierno justo y equitativo, a saber, el gobierno monárquico absoluto: que es de institución divina: que todos los hombres están obligados a someterse a él en virtud de la inmutable ley del Criador: que a nadie es permitido substraerse de esta soberana autoridad, ni pensar en ponerle límites, y que sería un extravío el más criminal apartarnos de las sendas que Dios y la naturaleza nos han dejado trazadas.

16. Esta paradoja política, este sistema tan absurdo, y tanto mas inconcebible, cuanto ya antes de su nacimiento el célebre Hooker había demostrado la falsedad de sus principios, aunque sabiamente impugnado por dos insignes filósofos de la misma nación, se ha reproducido en nuestros días con adiciones y modificaciones, sin otro objeto que el de sostener el vacilante gobierno tiránico, disfrazar su odiosidad, obscurecer los derechos y prerrogativas naturales del hombre, esparcir una densa nube, que interceptando las comunicaciones de la luz no nos deje ver lo que cumple a nuestro provecho, entorpecer los movimientos, retardar el bien, adormecernos en los errores y preocupaciones de nuestra mala educación y que ha fortificado la superstición, arrancar de nuestras manos el precioso don de la libertad que apenas empezamos a asir, y envolvernos en todos los males del moribundo despotismo.

17. No es esta ocasión oportuna para refutar seriamente tan desvariado sistema. Los sabios y personas ilustradas no necesitan de nuestras reflexiones para despreciarle; y los ignorantes no se hallan todavía en estado de comprehenderlas. Sin embargo para precaver los funestos resultados de aquella doctrina, y los males que propagada por agentes interesados puede producir en los hombres sencillos e incautos, haré una breve disgresión ciñéndome precisamente a mostrar la flaqueza y debilidad del cimiento sobre que se ha levantado y estriba aquel ruinoso edificio.

18. Las sociedades políticas, dicen, los reinos y los imperios son obra de la naturaleza y no del ciego acaso ni de la libre elección o invención de los hombres. Las más populosas naciones casi nada en su origen, así como los grandes ríos, se han derivado de un corto número de individuos de una sola familia, crecieron sucesivamente por la reunión de muchos pueblos y ciudades, las cuales debieron su origen al conjunto de varias familias, así como éstas al padre común del género humano. Dios le dotó de inteligencia, y le confirió un poderío real, absoluto e ilimitado sobre su posteridad: todos su descendientes quedaron obligados a reconocer y respetar la soberana autoridad paternal derivada de la misma naturaleza y confirmada por la ley inviolable del Criador. La primera familia que hubo en el mundo fue el primer pueblo, y el primer padre el primer soberano. Multiplicadas las familias se multiplicaron las sociedades y los estados, siempre bajo el gobierno del jefe subalterno o del padre que les dio el ser, cuya autoridad comunicada por la generación era la misma y del mismo linaje que la del autor o padre universal de la sociedad. Estos jefes o cabezas de familia fueron los primeros Reyes, soberanos absolutos y legisladores de sus pequeños estados, y gozaron de todos los derechos, de todos los atributos de la soberanía sin dependencia de pactos y convenciones humanas: gobierno que fue y debe ser según las intenciones del Criador el fundamento, el modelo y la norma de todos los gobiernos. La autoridad política no es más que un desarrollo de aquella autoridad primitiva y original: a ninguno es permitido introducir otras formas ni variar el plan trazado por el supremo Legislador de los hombres.

19. Este sueño, o mas bien delirio político, se desvanece con las reflexiones siguientes. La autoridad paterna y el gobierno patriarcal, el primero sin duda y único que por espacio de muchos siglos existió entre los hombres, no tiene semejanza ni conexión esencial con la autoridad política, ni con la monarquía absoluta, ni con algunas de las formas legítimas de gobierno adoptadas por las naciones en diferentes edades y tiempos. La autoridad paterna se puede y debe considerar bajo dos aspectos, o como calidad inherente al padre como padre, derivada de la misma paternidad, y según la relación que dice a sus hijos menores, que no habiendo todavía llegado a la edad de discreción, son incapaces de regirse a sí mismos, o como atributo o derecho de cabeza de familia: y con respecto a los diferentes miembros de ella, hijos emancipados, mujeres de estos, nietos, parientes, criados, domésticos y familiares.

20. La autoridad paterna bajo la primera consideración proviene de la naturaleza, precede a toda convención, es independiente de todo pacto, invariable, incomunicable, imprescriptible: circunstancias que de ninguna manera convienen ni son aplicables a la autoridad política, y menos a la monarquía absoluta. Este género de gobierno le introdujo el tiempo, la necesidad y el libre consentimiento de los hombres: es variable en sus formas y sujeto a mil vicisitudes. La autoridad suprema de cualquier estado o nación es única dentro del mismo estado, excluye toda autoridad pública, y no es compatible con otro supremo poderío. Al contrario la autoridad paterna es la misma hoy que en tiempo de Adán y de los patriarcas: ha existido y existirá siempre idéntica e invariable en todos los países del mundo, en todos los estados y sociedades, y se acomoda con todos los gobiernos.

21. Es propiedad esencial de la monarquía que su supremo poderío esté depositado en una sola persona; pero la autoridad paterna reside en dos, porque no es peculiar del padre, ni le corresponde exclusivamente: la madre ejerce la misma superioridad e imperio sobre sus hijos, y éstos deben así al uno como al otro igual respeto, sumisión y obediencia; porque el poder y la autoridad de los padres proviene de la obligación que tienen de proveer a la conservación y perfección del fruto de la sociedad conyugal: y no puede haber duda en que es un deber de ambos a dos cuidar de la seguridad de la vida de los hijos, criarlos, alimentarlos, cultivar su espíritu, y proveer a sus necesidades durante la imperfección de su infancia y minoridad, y hasta que recobren el uso de la razón, y con ella la libertad natural. La subordinación y obediencia de los hijos a aquellos de quienes recibieron la existencia se funda en la generación, a la cual concurre y contribuye la madre por lo menos tanto como el padre. De aquí es que las leyes positivas de Dios mandan a los hijos honrar y obedecer así a la madre como al padre: Honra á tu padre y á tu madre. Hijos, obedeced á vuestros padres y á vuestras madres.

22. El soberano, el depositario de la autoridad política bajo cualquier forma de gobierno es legislador, tiene sobre sus súbditos derecho de vida y muerte, y puede castigar con el último suplicio a los delincuentes. Pero los padres no ejercen este imperio sobre sus hijos, los cuales faltos de razón y de libertad propiamente no están sujetos a ley: ni pueden disponer de su vida, porque son unos meros ejecutores de la ley de naturaleza, que les obliga bajo la más estrecha responsabilidad, a procurar por todos los medios posibles la conservación de la obra del Criador. El niño recién nacido, dice un sabio naturalista, incapaz todavía de usar de sus facultades, de sus órganos y de servirse de sus sentidos, necesita de todo género de socorros: es una viva imagen de la miseria y del dolor, y más débil en aquellos primeros tiempos que ninguno de los animales: su vida incierta y vacilante parece que debe acabar por momentos; y sólo muestra la fuerza y actividad necesaria para explicar con llantos y gemidos sus necesidades y provocar de este modo la conmiseración y los desvelos de sus semejantes. Perecieran irremediablemente si la benéfica Providencia no hubiese constituido a los padres guardadores y gobernadores de sus hijos, y confiándoles la disciplina de su educación y perfección en el orden físico y moral para que algún día puedan ser útiles a sí mismos y a sus semejantes.

23. Son pues los padres en los designios de la Providencia otros tantos instrumentos para la ejecución del gran plan de la propagación y multiplicación de la especie humana. El poderío de los padres más es un privilegio de los hijos que una prerrogativa de la paternidad, y no es tanto una dignidad como una carga y un yugo sumamente pesado. Por eso grabó el Criador en su corazón un amor tierno y generoso capaz de contener y templar los excesos y abusos del poder, y de esforzarlos para sufrir las incomodidades, tolerar los trabajos y vencer las dificultades inseparables del oficio de padre. Este afectuosísimo amor que la naturaleza les ha inspirado prueba evidentemente que su fin y blanco no fue darles un poder entero ni autorizarlos para gobernar arbitrariamente y sin límites, sino que este poder y gobierno fuese subordinado al bien y provecho de los hijos, y a la salud y conservación de estos preciosos gérmenes de la repoblación del género humano.

24. La autoridad política es permanente y perpetua así como la sociedad; pero la de los padres tiene sus límites, es temporal y se halla ceñida por la naturaleza a un corto período. Se funda en el derecho de tutela, la cual fenece con la minoridad. Los hijos no están ligados a los padres ni sujetos a sus órdenes ni pendientes de su voluntad sino por el tiempo que necesitan de ellos para su crianza, educación y perfección: estos lazos son semejantes a las fajas y mantillas de que necesita la flaqueza de la niñez: la edad robusta liberta a los niños de todos esos embarazos y opresiones. Por el mismo estilo luego que la disciplina de la educación cesa, y los hijos llegan a sazón de razonar y de proveer a su conservación y subsistencia y de poderse gobernar a sí mismos, aquel lazo natural se disuelve. Exentos los hijos y libres del imperio y jurisdicción de sus padres y éstos de los cuidados que debían a sus hijos, recuperan su independencia y el estado de libertad natural.

25. Entonces el hijo puede dejar la casa paterna, aspirar a ser padre, y usando del lenguaje de nuestros escritores, a formar un nuevo estado y constituirse legislador. Rey y Soberano de esta pequeña sociedad: tal es el derecho que la naturaleza otorgó a los hijos, y que el divino autor de ella expresó al principio del mundo cuando dijo: el varón dejará á su padre y á su madre, y se allegará ó juntará á su muger. Bien es verdad que la ley natural jamás dispensó a los hijos de la obligación de honrar a sus padres, y que éstos en virtud de la misma ley conservan siempre el derecho de exigir de ellos los afectos de amor y gratitud. Este sagrado derecho es perpetuo e irrevocable, y aquella obligación subsiste en todo tiempo, en todo lugar, en todas las circunstancias y condiciones de la vida. Nunca puede haber causa ni motivo justo para que los hijos olviden los beneficios recibidos, o para dejar de corresponder a aquellos de quienes recibieron la vida, la crianza y la educación con los auxilios, consuelos y con todos los oficios que dicta la piedad y el reconocimiento.

26. Pero esta obligación no se opone a la independencia y libertad de los hijos, porque no es un deber de justicia rigurosa, sino uno de aquellos oficios que los jurisconsultos y moralistas llaman imperfectos. Este deber filial no pone el cetro en manos del padre, ni le comunica el poder soberano de mandar, ni obliga al hijo a obedecer. La gratitud no induce sujeción legal y rigurosa: ni el beneficio es suficiente ni legítimo título para la dominación, ni autoriza al autor para dar leyes a los que le han recibido, ni para exigir de ellos la obediencia y sumisión. Un monarca, el más grande monarca, está obligado así como cualquier otro hombre del pueblo, a honrar y respetar a sus padres; mas este deber no le estrecha a someterse al gobierno de ellos, ni deprime ni disminuye en manera alguna su real autoridad.

27. Aunque la de los padres como padres fenece con la minoridad de los hijos, y éstos recobran con el uso de la razón su libertad e independencia y pueden separarse de la casa y familia paterna y constituir un nuevo estado o incorporarse en otra sociedad, sin embargo es verosímil que muchos de ellos habrán preferido en aquellos calamitosos tiempos continuar en la misma familia y someterse voluntariamente y por razones de conveniencia propia al gobierno doméstico. El deseo de conservarse, el primero y el más necesario y vehemente de todos los que naturaleza inspiró a los hombres; la ansiedad de proveer a las necesidades que comienzan después de las de la infancia; el temor de los peligros y riesgos de la expatriación; la incertidumbre del éxito de un nuevo establecimiento: el amor a la propiedad, y sobre todo la fuerza de la costumbre; la familiaridad y continuado trato con hermanos y parientes; los sagrados lazos de la amistad y de la sangre; las dulzuras y atractivos de la sociedad doméstica; y la confianza en el amor paterno, determinarían a los hijos a continuar en ella y a elegir este medio como el más seguro para ser felices y conservar el don precioso de la libertad.

28. Por las mismas razones de interés y de conveniencia muchos hombres libres se sometieron al gobierno patriarcal y se incorporaron en estas grandes familias, esperando encontrar en ellas medios de subsistencia, protección y seguridad. Una asociación formada voluntariamente no pugna con los derechos naturales del hombre, antes por el contrario los protege y asegura. Bien puede un hombre libre sin menoscabo de su libertad contraer ciertas obligaciones, y ceder parte de su derecho por las ventajas que de esto le pueden sobrevenir. Un hombre libre se constituye criado de otro vendiéndole temporalmente sus servicios por cierto sueldo o salario en que se han convenido. En virtud de este contrato se contraen muchas obligaciones entre ambos; el uno de obedecer y observar la disciplina doméstica; el otro de mandar bajo las condiciones pactadas. El padre o cabeza de familia no adquiere dominio sobre el criado, debe tratarle con dulzura, y no exigir de él sino lo estipulado en el tratado.

29. Así se formaron las grandes familias, así adquirieron vigor, fuerza y extensión. Estos son los fundamentos del gobierno patriarcal, y las razones en que estriba la autoridad de los padres como jefes o cabezas de familia. Su poderío bajo de esta consideración no proviene inmediatamente de la naturaleza ni de una ley expresa del Criador, sino de pactos y convenciones, del consentimiento tácito o expreso de los hijos, criados, domésticos y de todos los miembros de esta sociedad. Otorgaron al padre como más anciano, más prudente y experimentado el derecho de mandar y de componer las mutuas diferencias por principios de equidad y buena razón, único intérprete de la justicia y de la ley natural. Su gobierno más era una protección y salvaguardia que un freno o rigurosa sujeción. La fuerza coactiva estaba reducida a la persuasión y a dar consejos y buenos ejemplos. No gozaba de poder legislativo, ni podía hacer leyes obligatorias y perpetuas, ni fulminar pena de muerte contra ninguno, ni disponer de las personas ni de sus propiedades. No ejercía poder absoluto sobre toda la familia, porque no le tenía sobre ninguno de sus miembros. Es pues evidente que la autoridad paterna de cualquier manera que se considere no tiene relación ni semejanza con la monarquía absoluta: difiere esencialmente de ella en su constitución, en sus principios, medios y fines: sólo se puede decir con algún fundamento que el gobierno patriarcal y la economía de la sociedad doméstica influyó ocasionalmente en el establecimiento de la autoridad política, y fue un imperfecto modelo, y como el primer ensayo de los gobiernos populares y señaladamente de la monarquía moderada, con quien tiene en algunas cosas mucha semejanza e íntimas relaciones.

30. Consiste esta semejanza: primero, en que así como muchas personas libres reconocieron un jefe de familia y se sometieron voluntariamente y por razones de interés y de conveniencia a la autoridad paterna, del mismo modo un gran número de familias conociendo la imperfección y debilidad de este género de gobierno, y atraídos de las ventajas de una asociación más numerosa resolvieron confederarse mutuamente, multiplicar la fuerza, fundar pueblos y ciudades, establecer un centro de poder y una autoridad pública y depositarla en algunas personas señaladas o en una sola a quien hubiese hecho recomendable el talento, la virtud y el mérito. Los gobiernos políticos de cualquier naturaleza o forma que haya sido su constitución original, no se pueden haber establecido sino por consentimiento común, por deliberación, por acuerdo, por consejo de todos: ni es comprensible el principio de la existencia de los supremos magistrados de las sociedades nacientes no acudiendo a la elección y voluntad del pueblo, fuente de todo poder político: las familias que trataron de formar un cuerpo de comunidad antes de la reunión eran en cierta manera soberanas e independientes las unas de las otras y compuestas de personas libres: ninguna de ellas ni sus jefes tenían derecho al imperio ni al mando: entre todos los hombres no hay uno siquiera autorizado por ley divina o natural, ni que pueda alegar justo título para ejercer sobre otros hombres libres autoridad legítima, justa y razonable, sino en virtud de pactos expresos o tácitos de un consentimiento espontáneo y voluntario.

31. Segundo: conviene la sociedad política con la natural y doméstica en que así como la autoridad de los padres se encamina a la conservación de los hijos, por el mismo estilo la de los Reyes o magistrados supremos de cualquier nación es un oficio penoso, difícil, complicado, cuyo fin y blanco no puede ser otro que el bien y la prosperidad de los miembros de todo el cuerpo social. Las gentes juiciosas y que no han llegado a perder el sentido común deben confesar que todo poder humano, que los gobiernos y autoridades públicas no fueron establecidas para comodidad, descanso, placer y gloria de los que gobiernan, sino para salud y felicidad de los gobernados. En todas las controversias relativas a la extensión del poder de los príncipes es necesario examinar y discutir no lo que les es ventajoso y glorioso como se ha hecho hasta ahora en vilipendio de la dignidad humana, mas solamente lo que es útil al público y lo que cumple a la sociedad. Bien considerada la grandeza de un Príncipe, de un monarca y su alta dignidad, no es más que una honrosa servidumbre. Dígase cuanto se quiera en loor y ensalzamiento de sus personas y oficio: dénseles los magníficos y pomposos títulos de Reyes, Emperadores y Soberanos: prodíguenseles los dictados de altezas y majestades: anúnciese por todas partes que sus personas son inviolables, augustas y sagradas: háblese de ellos como de hombres divinos, bajados del cielo y no reconocientes superior en la tierra: en medio de tan brillante aparato en que tuvo gran parte la adulación y la vanidad, el Rey o magistrado supremo debe sacrificarse por el bien de su pueblo como el padre y la madre por la conservación de la vida de sus hijos; y así como los padres son responsables a Dios de su negligencia o del abuso de su poder, los Reyes son responsables de su descuido no solamente a Dios, sino también a la sociedad de quien recibieron el poderío y el imperio.

32. Tercero: en la sociedad natural o doméstica, los hombres libres que se sometieron a este género de gobierno tienen derecho a la conservación de su libertad y a exigir del Príncipe de la familia el cumplimiento del pacto y condiciones que intervinieron en el acto de la asociación; y en el caso de no cumplírselas, rotos por el mismo hecho los lazos que estrechaban los miembros de la comunidad con su cabeza, pueden separarse de él y negarle la obediencia, y recobrar su libertad. Del mismo modo cuando un monarca o el magistrado supremo de la sociedad civil no desempeña las sagradas obligaciones de tan augusto ministerio, ni cumple las condiciones del pacto que fueron como las leyes fundamentales de la constitución del estado, antes abusando del poder y de la autoridad que se le había confiado para beneficio común y remedio de los males de la sociedad, la convirtieron en opresión de los ciudadanos, en multiplicar sus desgracias y en destrucción del estado; puede éste tomar medidas de precaución, proveer a su seguridad, separarse de su jefe, obligarle a abdicar la corona, y aun si pareciese conveniente construir diferente forma de gobierno.

33. Bien conozco que muchos Españoles privados de las luces de la conveniente educación que todo gobierno justo debe proporcionar a los que nacen y se crían para ser útiles ciudadanos, sumidos en la mas profunda ignorancia de los principios de sociabilidad y de los derechos del hombre, imbuidos desde la niñez en máximas destructoras que así se encaminan a abolir las primeras ideas de libertad como a fortificar la opinión de la soberana y absoluta autoridad de los Reyes, y a difundir el dogma de una ciega y pasiva obediencia, y la indispensable necesidad de sufrir en silencio el yugo de la tiranía: habituados a estos objetos, ideas y máximas consagradas por el uso de toda la vida, y a no oír sino los ecos de la más vil y supersticiosa adulación, se escandalizan sólo con el nombre de pactos, convenios, tratados, derechos del pueblo, libertad, leyes fundamentales, obligaciones y responsabilidad de los monarcas. Los agentes del despotismo hicieron los mayores esfuerzos para desacreditar esa doctrina y que recayese sobre ella toda la odiosidad de su ponzoñoso origen, el cual según dicen no pudo ser otro que la razón desvariada y la moderna e irreligiosa filosofía.

34. Empero así en esto como en otras muchas cosas se engañan y engañan a los demás: el pacto social no es obra de la filosofía ni invención del ingenio humano, es tan antiguo como el mundo. La sociedad civil es efecto de un convenio, estriba en un contrato del mismo modo que la sociedad conyugal y la sociedad doméstica. No me permite la naturaleza de este escrito recoger las pruebas y documentos que demuestran la verdad de este axioma político; mas todavía no omitiré el testimonio de un grande hombre y cuya autoridad a nadie puede ser sospechosa, la del príncipe de los teólogos escolásticos, santo Tomás de Aquino, el cual en la edad media, época muy remota de la del nacimiento de la nueva filosofía y como quinientos años antes que el ciudadano de Ginebra publicase su célebre obra, establece el contrato social como el fundamento de la sociedad política, le da tanta fuerza que no duda asegurar que si el Príncipe abusase tiránicamente de la potestad regia y quebrantase el pacto, pudiera el pueblo aun cuando se le hubiese antes sometido perpetuamente, refrenar y aun destruir su autoridad, disolver el gobierno y crear otro nuevo por la manera que lo hicieron los romanos cuando arrojando a Tarquino del trono proscribieron la monarquía y crearon el gobierno consular o la república.

35. ¿Qué mas diremos? sino que el mismo Dios y criador de los hombres habiendo determinado formar un pueblo, un gobierno político y una república la primera que hubo en el mundo y por ventura el modelo de todas las demás, puso por cimiento y base de su constitución el contrato social. San Pablo dice que habiendo Moisés hecho leer en presencia de todo el pueblo el libro comprehensivo de las condiciones de la alianza, cogió una porción de sangre de becerro y de cabrito mezclada con agua, en la que mojó un hisopo, y rociando con él al volumen y al pueblo dijo: éste es el signo de la alianza que habéis hecho con Dios. El solemne pacto hecho con el Desierto entre el supremo y soberano Ser y los israelitas muestra el aprecio que la misma Divinidad hacía del hombre y de su libertad.

36. Últimamente la unidad de poder, circunstancia peculiar del gobierno patriarcal y de la sociedad doméstica, sirvió de ejemplar para el establecimiento de la monarquía: dio la idea y fue como el modelo de esta sencilla forma de gobierno: los escasos monumentos históricos que se conservan en las primitivas sociedades convencen que es la primera y más antigua, y la razón y la filosofía persuaden que no pudo suceder de otra manera; porque los hombres no acostumbran hacer sino lo que han visto hacer a otros: obran casi siempre por imitación, y rara vez a consecuencia de serias meditaciones y profundos razonamientos. Sus ideas son análogas a los principios de la educación y a las de sus maestros, y regularmente piensan como aquellos con quienes se han criado o tratado familiarmente, y son muy pocos los que llegan a elevarse sobre el imperio de las preocupaciones y de los usos y costumbres a que están avezados.

37. Así que cuando muchas familias se convinieron en formar sociedades, es cosa natural que depositasen la autoridad pública y el supremo poderío en una sola persona y no en muchas. A los pueblos no les podía ocurrir todavía el sublime pensamiento de gobernarse por sí mismos, porque carecían de las luces necesarias para organizar una república, ni aún tenían idea de este linaje de gobierno, del cual acaso estaría privado el género humano si los abusos del poder monárquico y los inevitables males de la monarquía no hubieran causado más adelante aquella revolución. Siendo pues la autoridad paterna una imagen de la monarquía, fue ésta adoptada generalmente, la consagró el uso, y los hombres se connaturalizaron con ella sin preveer su inconvenientes, ni imaginar que pudiese haber otro mejor gobierno.

38. La historia de las primeras edades confirma la verdad de estos pensamientos. Los escritores de la antigüedad sólo hablan de Reyes para expresar los depositarios de la autoridad pública: babilonios, asirios, egipcios, elamitas y las diferentes sociedades que se establecieron en la Palestina y en las márgenes del Jordán se gobernaron por Reyes. Lo mismo se puede asegurar de los chinos y de todos los pueblos de oriente, así como de otras muchas asociaciones que se formaron en Grecia. Homero habla de sus Reyes, y pondera las prerrogativas y ventajas de la monarquía sin dar muestras de tener conocimiento de otro género de gobierno. Aún las famosas repúblicas de Esparta, Tebas, Corinto, Atenas, Roma y Cartago con otras muchas, fueron en su origen reinos más o menos extendidos y florecientes gobernados por sus respectivos monarcas, los cuales se sucedieron uno a otros sin interrupción por espacio de varios siglos.

39. Empero conviene mucho advertir que el nombre Rey, Monarca, Emperador y otros semejantes, inventados para designar los supremos magistrados de las monarquías y de los imperios, son nombres de oficio, y su natural significación, fuerza y energía es regir y gobernar: mas no envuelven una idea de poder fija, uniforme y constante. El objeto representado por aquellos pueblos ¿cuán diferente es en Inglaterra y Suecia del que expresan en Marruecos, Turquía y Francia? El significado de Rey de España en el siglo XVIII, ¿en qué se parece al que tenía en la edad media? Los que para exaltar la autoridad regia se han fundado en la fuerza de esta nomenclatura incurrieron en grandes absurdos. ¿Qué mayor despropósito que lo que sobre esta razón dice ahora en nuestros días y en el país de la libertad un español? «Rey y Soberano son dos palabras sinónimas en el diccionario de todos los pueblos de Europa, y ejecutar y servir son tan semejantes en el entender de todos los hombres, que para hallar diferencia entre las dos cosas se necesita un tratado filológico moral y político. Y como lo que no se entiende se sostiene mal en materias prácticas, ni ha habido ni habrá Reyes que sean meros ejecutores.»

40. Las acaloradas controversias e importantes discusiones sobre la soberanía, sobre el poder legislativo y sobre la extensión de la autoridad de los Reyes se terminarían muy en breve si no abusásemos de los nombres, y si con este abuso no confundiésemos las ideas y con ellas todos los derechos, y si el hilo de los discursos, como dicta el arte de razonar, se tomase de la misma fuente de donde naturalmente se deriva aquella autoridad. La asociación civil es efecto de un convenio, la regalía un oficio instituido en beneficio público, los Reyes hechura de los pueblos, cuya voluntad les dio el ser, y cuyos dones y trabajos los mantienen. La extensión de la autoridad regia, sus modificaciones y restricciones penden de aquel convenio, de la constitución del estado y de la voluntad del pueblo, en quien reside originalmente toda la autoridad pública: digo que el pueblo es el manantial de toda autoridad, porque de otra manera ni podría crear los Reyes ni darles la investidura del supremo poderío: siendo un axioma que nadie puede dar lo que no tiene, ¿cuál fue pues la autoridad que los antiguos otorgaron a sus Reyes?

41. Si subimos hasta el nacimiento de las monarquías y consultamos las primitivas constituciones de los estados monárquicos, hallaremos que la autoridad regia estuvo muy limitada, fue lo que debió ser, y en nada es comparable con la que ahora, según el diccionario de la adulación, corresponde a los Reyes por derecho. Los antiguos monarcas no fueron legisladores de los pueblos, y su poderío no tanto se extendía a hacer leyes cuanto a proponerlas y ejecutarlas. El poder de hacer leyes y de proponerlas imperiosamente a los miembros de una sociedad política corresponde tan perfecta y privativamente a la misma sociedad, que si un Príncipe o potentado, sea el que se quiera sobre la tierra, ejerce este poder por su arbitrio y sin una comisión expresa recibida inmediata y personalmente de Dios, o por lo menos derivada del consentimiento de aquellos a quienes impone las leyes, es violento usurpador de los derechos del hombre y su conducta una mera tiranía. El valor de las leyes de cualquier naturaleza que sean pende del consentimiento de la sociedad: la aprobación pública es la que las hace legítimas. El Soberano legislador de la sociedad humana, el más digno de ser acatado y obedecido, dejó a los Reyes y Príncipes de la tierra un admirable ejemplo de moderación y de respeto a la libertad del hombre, cuando después de haber propuesto a la nación judaica la divina ley y la constitución de la república, haciendo que se leyese el volumen comprehensivo de ella ante la muchedumbre, esperó la aprobación y consentimiento de todo el pueblo.

42. Los antiguos Reyes nunca fueron considerados como Soberanos que dominan a sus súbditos, sino como ciudadanos empleados en dirigir a sus iguales: porque al formarse las sociedades y aun después de constituidas fue necesario que los Príncipes reconociesen en las familias otros tantos depósitos de autoridad de que los padres y cabezas de familia no debieron ni pudieron privarse absolutamente, ni los Reyes exigir de ellos que renunciasen el derecho que compete naturalmente a todo hombre libre de entender en la conservación de la vida, de la propiedad y de la libertad. Así la autoridad de los Príncipes no pudo ser absoluta y despótica sino ceñida por los usos y costumbres y templada por la de los jefes o cabezas de familia, sin cuyo acuerdo nada se acostumbró practicar en los antiguos gobiernos. En todos ellos el pueblo congregado y reunido deliberó y tuvo grande influencia en los negocios y asuntos de utilidad pública.

43. Consta de la sagrada Escritura que Homar, Rey de Sichen, deseando ratificar un tratado de confederación que le habían propuesto los hijos de Jacob, y cuyas condiciones le eran muy satisfactorias, no consintió en las proposiciones hasta haberlas manifestado al pueblo y obtenido su consentimiento. Achis, Rey de los filisteos e íntimo amigo de David, trataba de que le acompañase y prestase auxilio en una expedición militar. Los principales del pueblo no aprobaron la solicitud del monarca ni consintieron que aquel extranjero viniese a tener parte en el combate. La sumisión que el Rey manifestó en esta coyuntura, conformándose con la voluntad del pueblo, muestra claramente que su autoridad era mas semejante a la de los Reyes de Lacedemonia que a la de un monarca absoluto y despótico.

44. El antiquísimo ejemplar que nos conservó Herodoto de Deyocés, a quien los medos eligieron por su Rey después de haber sacudido el yugo de los asirios con otros semejantes de la historia, ofrecen bastantes luces para conocer el origen de los monarcas, sus principales oficios y la extensión de su autoridad, reducida a administrar justicia a los pueblos y defenderlos de las violencias de sus enemigos. Los Reyes propiamente no eran más que ejecutores de las leyes y defensores de los patria, jueces del pueblo y generales de los ejércitos. Tal era la autoridad Real entre todas las naciones cuando los israelitas pidieron a Dios un Rey, según parece de las razones que alegaron para esta novedad política: et erimus nos quoque sicut omnes gentes: et judicabit nos rex noster, et egredietur ante nos, et pugnabit bella nostra pro nobis.

45. En el antiguo reino e imperio de Egipto cuyo gobierno fue verdaderamente monárquico, el poder de los Reyes estuvo muy ceñido por la constitución y leyes fundamentales: éstas además de reglar el orden de suceder en el trono, confiaban la administración de justicia a un cuerpo de ciudadanos cuya autoridad podía contrabalancear la de los Faraones. Los jueces en el día de su instalación hacían juramento de no obedecer al Rey caso que les mandase dar alguna sentencia injusta. El colegio de los treinta que residía en Tebas tenía grande influencia en el gobierno. Las provincias enviaban a la corte de tiempo en tiempo diputados para examinar y discutir los negocios del estado, señaladamente los que decían relación al tesoro nacional. Los Reyes no podían exigir arbitrariamente de sus súbditos ningún género de contribución. La clase sacerdotal velaba de oficio sobre la inversión de los caudales públicos, y las monarquías tenían derecho de prestar o negar su consentimiento para los nuevos impuestos.

46. Aun en el Asia, cuna del despotismo, el gobierno no era arbitrario. Tenían los babilonios y asirios tres consejos creados por el cuerpo de la nación para regir el reino juntamente con los monarcas. Y es bien sabido por lo que refiere el profeta Daniel que los Reyes de Persia y de Media aunque gozaban de la prerrogativa de sancionar las leyes propuestas por la nación, una vez sancionadas no podían dejar de llevarlas a efecto y de ponerlas en ejecución. Todos los presidentes del reyno, dice Daniel, magistrados, gobernadores, potentados y capitanes han acordado de común deliberación promulgar un edicto Real y confirmarlo... Ahora, ó Rey, confirma el edicto y firma la escritura para que no se pueda mudar conforme á la ley de Media y de Persia. Por esta razón el Rey Darío firmó la escritura y el edicto.Y como Daniel hubiese procedido contra el tenor de esta ley, y acusado ante el monarca de su transgresión tratase este de salvarle, le dijeron aquellos varones: sepas, ó Rey, que es ley de Media y de Persia que ningún decreto u ordenanza que el Rey confirmara pueda ser mudada.

47. Si de las vastas regiones de África y de Asia, cuya historia política envuelta en mil fábulas y desfigurada por la credulidad es tan poco conocida, nos trasladamos a Europa, hallaremos que la monarquía templada y moderada era la forma de gobierno generalmente recibida en sus diferentes estados. Lo que dice Homero acerca de la constitución del reino de Itaca, de el de los feacios y algunos otros ofrece bastantes luces para formar idea del gobierno de los estados políticos de su tiempo. El de los griegos hablando con propiedad era mixto de monarquía, oligarquía y democracia. Los Reyes deben considerarse como jefes de una especie de república en donde los negocios se deciden a pluralidad de votos: porque había juntas públicas en que el pueblo congregado desplegaba su autoridad y deliberaba sobre los asuntos del estado. Nada podían decidir los Reyes por sí solos, sino que estaban obligados a proponer los negocios al consejo o senado compuesto de los principales del pueblo, y después de concluidos dar parte a la asamblea antes de la ejecución. Así que la preeminencia y condecoración de un Rey de Grecia estaba casi reducida a ser el presidente y como el principal miembro del cuerpo político: gozaba del derecho de juntar el pueblo, y era el primero que daba su dictamen. Pero el más peculiar oficio de los Reyes y en que consistía esencialmente la prerrogativa de su dignidad era el mando de las tropas en tiempo de guerra y la superintendencia de la religión.

48. Cuan popular haya sido el gobierno monárquico de los griegos se demuestra por el célebre establecimiento del consejo de los amphicciones de que tanto se ha escrito y hablado por historiadores, humanistas y filósofos. Amphiccion, Príncipe sabio y amante de su patria, considerando la situación y circunstancias políticas de la Grecia y que dividida en muchas soberanías independientes no sólo estaba sujeta a guerras intestinas y turbaciones interiores, sino también a ser oprimida por los pueblos bárbaros que la rodeaban; para precaver tan inminentes riesgos puso todo su conato en unir y enlazar los diferentes estados de la Grecia por medio de una junta o asociación común, a fin de que unidos con los estrechos vínculos de la amistad procurasen promover el interés general, oponer la fuerza a los enemigos de la patria y hacerse respetar de las naciones circunvecinas.

49. Los antiguos consideraron el consejo de los amphicciones como si dijéramos las cortes o estados generales de la Grecia y de las doce ciudades que habían entrado en esta confederación. Cada una enviaba a las grandes juntas dos diputados, y las más poderosas no gozaban de preeminencia sobre las demás. Se congregaban en Termopiles dos veces al año en primavera y en otoño. Los diputados que componían tan augusta asamblea representaban el cuerpo de la nación y tenían poder absoluto para concertar y resolver todo cuanto les pareciese ventajoso a la causa común. El prudente monarca tuvo la satisfacción de ver que los efectos de este establecimiento correspondieron a sus intenciones y esperanzas; que los pueblos se multiplicaban y crecían en gloria y prosperidad, y que el estado se había hecho formidable a los bárbaros.

50. En París, donde tan pronto se adoptan las verdades y sanas doctrinas como los más groseros errores, se publicaron en el año de 1804 las investigaciones de un escritor francés que intentó demostrar que el objeto del consejo de los amphicciones era puramente religioso, y que sus acuerdos y determinaciones no tuvieron conexión con el estado político de la Grecia sino con el culto sagrado y ceremonial del templo de Delfos. Este pensamiento no es nuevo, porque hace bastantes años que Condillac no creyó deberse mirar aquel consejo como una asamblea política donde los griegos tratasen de los negocios del estado y de los medios de hacerse formidables a los bárbaros, lo cual sería suponer en los griegos demasiada previsión, y es difícil de comprehender que tuviesen ya miras tan extendidas. Sin embargo, en cosas de hecho tiene para mí mucha más fuerza la autoridad de los antiguos que la de Condillac, a quien respetaré siempre. Demóstenes y Estrabón nos conservaron algunos decretos de aquella gran junta. Dionisio Halicarnaseo habla de ella como de los estados generales de la Grecia. Demóstenes asegura que en uno de aquellos decretos el consejo de los amphicciones se llama sinedrio o consejo común de los griegos, y Cicerón le nombra commune Goecioe concilium.

51. Los atenienses, así como los romanos, adoptaron desde el principio el gobierno monárquico; y la historia de estas dos naciones las más insignes del universo, nos ofrece una serie de Reyes continuada hasta el establecimiento de sus respectivas repúblicas, y cuya sucesión llegó en Atenas hasta Codro, y en Roma hasta Tarquino el soberbio, espacio como de trescientos años. Su autoridad no tuvo mayor extensión que la de los monarcas griegos. Rómulo después de haber echado los cimientos de la ciudad que algún día había de ser la capital del mundo, estableció de acuerdo con los principales del pueblo su forma de gobierno. Según descripción que de él hicieron los antiguos historiadores tenía mucho más de republicano que de monárquico. La corona era electiva y el pueblo el que elegía los Reyes. La soberanía propiamente residía en los comicios o congresos generales de la nación, en los cuales se confirmaban o desechaban las leyes, y se decidían los asuntos de guerra y paz; y el pueblo creaba los magistrados y confería todos los empleos públicos. Ninguna autoridad, ningún poder se consideraba legítimo, sino cuando emanaba de la voluntad del pueblo. El senado creado por aquel Príncipe gozaba de gran consideración y poderoso influjo en todos los negocios del estado. Las prerrogativas de la dignidad Real estaban muy limitadas. El Rey era el jefe de la religión, magistrado supremo de la ciudad, general nato del ejército y presidente del senado donde no tenía más que un voto como los otros senadores.

52. Este género de gobierno celebrado por los primeros poetas, historiadores y filósofos como el mas análogo a la naturaleza del hombre social y a la dignidad de los seres inteligentes y libres, no solamente se hizo general en el mundo antiguo, sino que verosímilmente se hubiera perpetuado sin alteración en todos los estados y naciones, como se verificó en las del Norte de Europa, si los Príncipes elevados al solio por la opinión y fama de sus talentos y virtudes, fieles a las sagradas obligaciones de tan alto oficio, conservaran la reputación que tan justamente adquirieron en los tiempos heroicos y la santidad que les ha dado la historia o la fábula. Época feliz en que todavía no se conocían en las cortes y palacios de los Reyes el orgullo, la ambición, ni la codicia, crueles tiranos de la sociedad humana, ni aún había nacido el injusto espíritu de dominación, espíritu que corrompe las costumbres, propaga la inmoralidad, abate las almas y prepara la ruina de las naciones: ni se pensara en condecorar a ninguno monarca con el exorbitante dictado de señor natural de los hombres.

53. Nunca fue ni puede ser sólido ni durable el respeto que se funda en títulos ficticios y vanos, y menos el que es una consecuencia de la ilusión causada por exteriores condecoraciones y fastuosos aparatos, sino el que nace del amor de los pueblos y del reconocimiento de la virtud y del mérito. Mientras los Reyes no se apartaron de las sendas que la ley y voluntad común les habían trazado, en tanto que respondieron a la confianza de los ciudadanos, fueron cordialmente acatados, merecieron la pública veneración y los gloriosos títulos de pastores de los hombres, defensores de los derechos de la sociedad y padres de la patria.

54. Como quiera duró poco tiempo la moderación de los Príncipes, y se puede asegurar con harto fundamento que en todas las sociedades políticas se ha verificado lo que en la república de los hebreos, cuyos Reyes tan imprudentemente deseados por el pueblo al cabo le dieron el justo castigo de su inconsiderada precipitación y motivos de arrepentimiento, tan justo como vano y tardío. Porque desde el momento mismo de su creación atentaron contra las leyes mas sagradas, ofendieron la Divinidad, expusieron la vida y libertad de los ciudadanos, y su perversa conducta aceleró la ruina de la nación y la pérdida de su existencia política. Es cosa natural que haya sucedido esto mismo en todas las monarquías; porque acostumbrados los Príncipes a mandar y los súbditos a obedecer, nacieron poco a poco los abusos de la autoridad, y con la servil condescendencia de unos y con la torpe desidia de otros y con la criminal pereza e indolencia de todos se multiplicaron los desórdenes del supremo magistrado, creció su altanería y ambición, se introdujo insensiblemente lo que se llamó dominio, y se fue afirmando progresivamente el poder absoluto y con él la opresión y la tiranía.

55. Los pueblos imbéciles y estúpidos que no tuvieron la suficiente energía para conservar su dignidad y defender sus prerrogativas ni para tomar medidas de precaución contra las demasías de los Reyes, ni para oponerse en tiempo oportuno a sus empresas tiránicas, perdieron la libertad civil y política, se familiarizaron con la opresión hasta amar sus cadenas, dejaron de ser naciones. Otras más generosas y amantes de su independencia, y que por dicha todavía conservaban el uso de razonar, y no habían llegado a perder el carácter de firmeza, ni los sentimientos de honor, ni las virtudes públicas que solamente nacen, medran y florecen en el suelo y clima de la libertad, bien lejos de echar en olvido los derechos y prerrogativas de la dignidad humana o de dejarse oprimir de los tiranos, hicieron esfuerzos heroicos para contener su desenfrenada conducta, y se vio desde luego encendida una gloriosa lucha entre el despotismo y la libertad: lucha en que vencidos los Reyes fueron arrojados del trono por incorregibles, y hasta sus nombres odiados y aborrecidos. Rey y tirano eran palabras sinónimas entre los ciudadanos de Roma y Grecia, y entre todos los sabios.

56. El descrédito de la monarquía y la odiosidad de los monarcas cundió por toda la haz de la tierra, y a consecuencia de esta revolución política hemos visto nacer los gobiernos aristocráticos y democráticos, y propagarse entre todas las naciones cultas y sabias, tanto que hubo tiempo en que era necesario viajar hasta Persia para encontrar alguna monarquía. Uno de los objetos más interesantes que ofrece a nuestra consideración la historia política de la sociedad humana en las cuatro o cinco centurias que precedieron la era vulgar es el encendido amor que en esta época, época de los progresos de la razón, de las luces y de la sabiduría, tuvieron los hombres a la libertad, y cuanto supieron apreciar este dulce y precioso don del Criador y los prodigiosos esfuerzos que hicieron por conservarle. Combatían con la espada en la mano hasta exponer gustosamente su vida por destruir los tiranos y por vengar los derechos naturales del hombre.

57. España fue uno de los países donde así como en nativo suelo se han conservado y florecido más bien que en otro alguno estas virtudes heroicas. Por lo menos es cierto que los españoles no cedieron a ninguna nación del universo en amor por la libertad, y acaso sobrepujaron a todas en fortaleza y constancia para defenderla. Derramados por los diferentes valles y distritos que en la península forman los ríos y cordilleras, y cuyos linderos y mojones parecen hallarse designados por la misma naturaleza, no constituían como ahora una sola nación sino que otros tantos pequeños estados cuantos eran aquellos distritos habitados. Algunas sociedades estaban reducidas a un solo pueblo como Cádiz, Sagunto y Numancia. Otras ocupaban países mas extendidos como la Celtiberia, Bética y Lusitania. Los habitantes de estas regiones tenían sus leyes propias, usos y costumbres ya comunes, ya variadas y diferentes. Mas todos convenían en ser independientes, en gozar de libertad y en vivir en la dichosa ignorancia de la opresión y de la tiranía; porque jamás habían conocido Reyes ni Señores, Príncipes ni tiranos. Se gobernaban popularmente siguiendo las costumbres del país y la práctica de sus mayores: confiaban la composición de sus litigios y diferencias a la prudencia de los ancianos, y la defensa del territorio a algún cacique o varón acreditado por su intrepidez, valor y esfuerzo.

58. Así que cuanto nos han dicho los antiguos y modernos historiadores acerca de la existencia, sucesión y catálogo de los Reyes de España en esta época es un sueño poético y tan fabuloso como la descripción del reinado de Argantonio, sus trescientos años de vida y ochenta del más prudente y afortunado gobierno. ¿Como es creíble que si hubieran existido Reyes en España, las potencias soberanas que trataron de invadirla, o por lo menos sus comandantes y generales dejasen de entablar negociaciones con ellos? ¿o qué los historiadores no nos hubiesen conservado la memoria de estas conferencias, negociaciones, convenios y tratados? Se sabe por el contrario que los pueblos eran los únicos soberanos a quienes las potencias beligerantes dirigían su voz y sus proclamas: los pueblos los que deliberan en común sobre todos los negocios políticos y militares; los pueblos los que ratificaban los tratados, admitían las proposiciones o las desechaban.

59. Cuando los españoles gozaban tranquilamente de tan feliz situación y de las riquezas de este bien aventurado país y de los copiosos frutos que casi naturalmente les ofrecía uno de los mejores climas del mundo, dos naciones, las más célebres en los fastos de la historia por su sabiduría, por su poder y por sus grandes virtudes y vicios vinieron a turbar su reposo. La fama de aquellas riquezas que había volado hasta las extremidades de la tierra encendió primero la codicia de Cartago, potencia marítima cuya prosperidad y existencia política pendía de especulaciones mercantiles y de la extensión de su comercio, y después la ambición de Roma que aspiraba a dominar en todo el universo. Ambas a dos pusieron sus miradas interesadas sobre la conquista de esta región y se dirigieron a ella con sus ejércitos para asegurar la presa que ansiaban con vehemencia. España se convirtió desde luego en teatro de envidia y emulación, de furor y de celos entre Roma y Cartago, y las dos repúblicas combatieron con el mayor encarnizamiento sobre el derecho de propiedad de esta bella porción de la Europa y aun disputaron en ella el imperio del universo.

60. Si en tan crítica situación contentos los españoles con ser tranquilos espectadores de los acontecimientos que ofrecía tan grande escena dejaran consumirse a las dos naciones rivales, y reunidas sus fuerzas hubieran cargado después sobre las tristes reliquias de los ejércitos extranjeros, sin duda lograrían arrojarlos del suelo patrio y frustrar sus intentos. Pero esta prudente inacción no se acomodaba con su belicoso carácter ni con sus preocupaciones e ideas. Confiados en la generosidad de los romanos, que miraban como fieles aliados, y persuadidos que con el auxilio de ellos conseguirían su independencia, quisieron ser actores en aquellas sangrientas escenas e instrumentos activos en todas las empresas y tener la gloria de contribuir a la ruina de los cartagineses, cuyas arterias, violencias y procedimientos tiránicos les conciliarán el público aborrecimiento.

61. Mas luego que llegaron a barruntar el insidioso y falaz carácter de los romanos y a descubrir el misterio de su inicua política, y que el blanco principal de sus designios era enseñorearse de todo el país y reducir sus habitantes a la más vergonzosa servidumbre, escandecidos de tan gran perfidia, inquietos por el peligro de perder su independencia, poniendo ante sus ojos todos los horrores de la tiranía y la gloria y opimos frutos de una santa insurrección, sus almas generosas resuelven resistir a los vencedores del mundo, prefiriendo la muerte a la pérdida de su amada libertad. Desde este momento la historia de España ofrece una serie continuada de sucesos prodigiosos, revoluciones extraordinarias y acciones memorables, cuya alternativa tuvo en expectación a todas las naciones del universo. Ninguna defendió con tan obstinada resistencia ni con tan esforzado ardimiento sus hogares, prerrogativas y derechos.

62. Los romanos emplean en tan ardua empresa la seducción, el engaño, la perfidia, las caricias, las promesas, las amenazas; todos los recursos de la política, la sabiduría y la ciencia militar, los ejércitos vencedores del mundo y los más insignes capitanes del orbe, los Escipiones, Pompeyo el grande, Julio César y Augusto. Sin embargo los españoles sostuvieron la guerra casi por espacio de doscientos años: resistencia tanto más prodigiosa cuanto no fue de toda la nación reunida, en cuyo caso hubiera sido imposible que los enemigos realizasen sus intentos. La división entre pueblos y distritos fomentada oportunamente por la política romana fue la que abrió la puerta y facilitó sus conquistas. Los españoles, dice Estrabón, para resistir a sus enemigos no formaron un plan bien combinado de campaña, nunca reunieron sus fuerzas ni juntaron numerosos ejércitos. Mas con todo eso, aunque separados y divididos, prolongaron la guerra disputando el terreno palmo a palmo mas por la dureza y constancia que por el número de combatientes.

63. En los dos siglos que duró esta guerra, dice Paterculo, corrieron torrentes de sangre romana con afrenta y peligro de sus ejércitos. Las armas españolas elevaron a Sertorio a tan alto grado de poder que por espacio de cinco años fue un problema imposible de decidir quienes eran más poderosos en las armas, los españoles o los romanos, o cuál de los dos pueblos en fin se había de rendir y obedecer al otro. Muchas veces un solo distrito, una ciudad sola puso en consternación todo el poder romano y fue un escollo en que peligró la reputación del imperio. En pocos años había conquistado el África, la Grecia, el Egipto, el Asia, el Ponto, la Macedonia, la Armenia y las Galias; pero España atacada antes que todas no pudo ser rendida, dice Justino, hasta que Augusto, dueño del orbe, trajo sus armas y ejércitos victoriosos contra esta nación belicosa e invencible, y entonces, no sin afrenta de las águilas romanas, los cántabros y asturianos fueron rémora de sus vuelos, tanto que el Emperador más poderoso que mandaba en persona el ejército casi llegó a desesperar de la rendición de estas dos pequeñas provincias, de cuya sujeción pendía la paz del universo. Mas al cabo Augusto tuvo la gloria y la fortuna de triunfar de los últimos alientos de la libertad española, con lo cual toda España sujetó el cuello al yugo del vencedor, se hizo provincia del imperio, y adoptó su idioma, ritos, usos, costumbres y leyes.

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