No hace mucho tiempo tuve el placer de
leer uno de los más recientes libros poéticos de Hugo
Rodríguez-Alcalá,
Palabras en los días. De aquella
primera lectura conservo una atmósfera gratísima, hecha de
mediodías y parras, de soles e higueras, de patios, evocaciones y
brillos que el tiempo no venció. Ese mundo sensual y como dormido que es
la infancia recordada del poeta -materia de
Palabras... y de otros poemas del autor- me
captó al instante, sumergiéndome en sus estampas de una infancia
que, a fuerza de personal, de ser la infancia del poeta Hugo
Rodríguez-Alcalá, se erigía en imagen de la infancia. Si
me viera obligado a cifrar en pocos ejemplos aquella faceta del libro que
más caló en mi sensibilidad en dicha primera lectura,
citaría los siguientes versos:
La higuera abrillantada, con hormigas
ciegas de sol y hambrientas, por sus ramas.
En la tierra bermeja, reventones,
yacen higos maduros casi negros.
(p. 27)
Una lectura más reciente del
libro de H. Rodríguez Alcalá, me ha permitido apreciar en sus
versos la presencia de un tema nuevo con respecto a la poesía anterior
de este autor; un tema que se repite, además, en su libro último
de inminente publicación,
El Portón invisible. Quizá
convenga, para entendernos desde ahora, llamar a este nuevo tema «el
exilio del tiempo». En esta denominación confluyen los dos
elementos que articula dicho tema: el sentimiento de
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ser un
exiliado de la juventud, y el presentimiento de la propia muerte que ya se otea
en el horizonte y que trae consigo un exilio más inquebrantable que los
que el poeta había atravesado hasta ahora: el exilio de la vida.
En un bello artículo sobre la
poesía de H. Rodríguez Alcalá, Celia Correas de Zapata
insiste en la importancia del tema del exilio en dicha poesía. Augusto
Roa Bastos, novelista y paisano de Rodríguez-Alcalá, ya
había escrito en el «Apunte liminar» que encabeza a
Palabras...: «Con Heriberto
Fernández y Rubén Bareiro Saguier, Hugo
Rodríguez-Alcalá formaría la tríada de los
nostálgicos de la tierra perdida» (p. 12). Ambos autores -Correas
de Zapata y Roa Bastos- se refieren al exilio de la patria que los citados
escritores han sufrido y que ha marcado sus obras. En
Palabras de los días este exilio de la
patria pasa a segundo término, quedando relegado por la presencia de ese
otro exilio del tiempo al que aludí antes. Repárese en la cita
que sirve de epígrafe al libro: «That is no country for old
men...»; «esa no es tierra para viejos», escribe Yeats.
Conviene recordar la posición del poeta irlandés frente al paso
de los años. Luis Cernuda escribió al respecto: «La vejez,
el hecho de envejecer, producía en Yeats un despecho, una rabia que
acaso ningún poeta haya expresado antes que él. No se trata de
lamentos sentimentales del género de «Juventud, divino
tesoro», sino de un furor impotente que en Yeats encontró
expresión acendrada (cosa rara, que pocos hombres, o ninguno, sientan el
ultraje que es la vejez)». Ni Yeats, ni Cernuda, se dejan consolar por
los elogios a la vejez, los
De senectute ciceronianos. Tampoco Hugo
Rodríguez-Alcalá. Sin embargo, a diferencia del poeta
irlandés y del poeta español, H. Rodríguez-Alcalá
no manifiesta en sus versos una rabia feroz contra la vejez. Ante el
espectáculo de su propia entrada en esta ausencia de patria, de tierra,
que es la vejez, el poeta opta por volverse
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con ansiedad sensual y
melancólica hacia el país de la infancia, aferrándose con
todo su sentir, a esos recuerdos de soles y parras, tratando de resucitarlos.
Con éxito, en el maravilloso marco del poema:
Con un rumor de insecto sobre el mármol
fulge el reloj de plata. El mundo es nuevo:
ha renacido mi niñez intacta
en el cristal de la pequeña esfera.
(p. 75)
La infancia. Según Sábato,
un país no es sino el paisaje de la infancia. Exiliado desde 1947 del
Paraguay, su patria, y próximo a un nuevo exilio (la vejez, «There
is no country for old men...»), el poeta pugna por romper el primer
exilio, el de la patria, a través del recuerdo de la infancia (la
verdadera patria, según Sábato). He aquí la confluencia de
los dos exilios que acosan al poeta, y el sentido de
Palabras de los días: libro que clama
contra la vejez a fuerza de rescatar la infancia:
Si pudieras pintar ese retrato
con las palabras justas,
estarías allí, en la vieja casa,
vencedor de tu exilio y, para siempre,
con tu tiempo mejor recuperado.
La muerte. Ese blanco desierto ilimitado
-según el verso de Cernuda- en el que desemboca la vejez, surge
también, inevitablemente, en
Palabras... En el poema titulado «Entre
dos orillas», el poeta se encuentra con su hermano muerto, y escribe:
«Ese semblante se parece al mío» (p. 64). Indirectamente,
con miedo casi a nombrarla, el poeta está aludiendo a su propia muerte.
Valor de eco, o de proyección,
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según querramos
mirarlo, tiene asimismo la serie «Personas y lugares», cada uno de
cuyos poemas alude a la muerte. Pero, ¿qué es la muerte? Cernuda
se decía:
Si morir fuera esto,
un recordar tranquilo de la vida,
un contemplar sereno de las cosas,
cuán dichosa la muerte,
rescatando el pasado,
para soñarlo a solas cuando libre,
para pensarlo tal presente eterno
como si un pensamiento valiese más que el
mundo.
Y Hugo Rodríguez-Alcalá,
en el citado poema «Reloj de plata», tras los versos en que el
recuerdo de la infancia se erige, vencedor del tiempo, se pregunta:
Señor, ¿hay otra vida
para el hombre mortal tras de su muerte
o es la vida vivida la que dura
en trasmundo distante, incorruptible,
y nuestra muerte es el principio de una
recordación eterna de la vida?
(p. 76)
La vejez, la muerte. Exilio de la
juventud, exilio de la vida. Exilio del tiempo. Hugo
Rodríguez-Alcalá, exiliado de su patria, se siente ahora en
Palabras... exiliado del tiempo.
Volverse a la infancia es una
solución, don que el poeta sabe aprovechar e intensificar, como el amor,
mejor quizá que los demás hombres. Y mientras tanto: el poema.
Dije que H. Rodríguez-Alcalá no se desata, como Yeats y
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Cernuda, en improperios contra la vejez. Bueno, a veces sí;
a veces al poeta se le escapa un amargo reproche contra ese enemigo invisible
que le roe. Hay en
Palabras... un poema, un hermoso poema, que
dice así:
(En el patio, en la huerta, en todas partes,
abril, alborotando, retozando,
continúa, el jolgorio).
-¡Abril, cómo hoy me duele
verte tan juvenil cuando envejezco!
(p. 74)
II
Palabras de los días, publicado
en 1972, reúne poemas que van desde 1962 hasta 1970. Los poemas que
componen
El Portón invisible han sido escritos
en su mayor parte entre 1968 y 1977. Ambos libros representan un periodo muy
particular dentro de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Un
periodo dominado por el tema, casi obsesivo, de la infancia. En
Palabras de los días, como ya dije, el
poeta se vuelve hacia la infancia empujado, en cierto modo, por el
espectáculo de la fuga de su propia juventud. Así comienza una
aventura lírica que lleva el sello de la eternidad. Esta vuelta al
origen como reacción contra el paso del tiempo constituye el primer
momento de dicha aventura. Acosado por el fantasma de la vejez, el poeta se
deja arrastrar en una especulación sobre la muerte, sobre una muerte que
poco a poco, ante la sorpresa del propio autor, va adquiriendo los perfiles de
su propia muerte («Ese semblante se parece al mío»). Uno no
puede sustraerse al recuerdo de Edipo y de su obstinada búsqueda del
asesino del rey, de un asesino anónimo que termina por cobrar la figura
del propio Edipo. Dicha especulación marca el segundo momento. El
tercero viene dado por la primera parte de
El Portón invisible. En estos poemas,
tras el anterior
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desvío, el poeta regresa al mundo
mágico, intemporal, de su infancia, para recrearla y recrearse en sus
aguas, en esas aguas que aseguran la eterna juventud. El poeta ya ha visto la
muerte, ya se ha asomado a ese abismo blanco, pura ausencia de instantes. Ya es
un poco como Lázaro. Y como Lázaro, regresa a la vida. ¿A
qué momento de ésta? Viniendo de la Nada, ¿a cuál
otra podría regresar, sino a la infancia, a la primera eternidad?:
... Deja abierto
el antiguo portón ahora invisible.
Yo habré de entrar para quedarme a solas
en el patio, mirando a todos lados,
marchando de puntillas hacía el fondo...
Si en
Palabras... el autor disponía los
elementos y los lugares que habrían de componer el maravilloso retablo
de su infancia provinciana, en
El Portón... se demora en nombrarlos,
y repite una y otra vez esa parra, ese patio, aquella higuera... entregado a su
tarea como un virtuoso artesano que ensaya y ensaya, absorto en su
búsqueda del fragmento ideal:
Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.
Un ejemplo de esta insistencia, de esa
morosidad: la parra, los sucesivos versos en que el autor nombra, canta,
define, a este elemento de su infancia, que llega a adquirir categoría
de símbolo. Vale la pena citarlos, aunque sólo sea por su
belleza:
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La casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos,
sombra con su opulencia de racimos
reventones de miel cada verano
¡frescura de los pámpanos,
racimos de uvas blancas!
Inmenso ser viviente de alma verde,
veo cubrir la parra los dos patios,
que lustra los sarmientos de la parra
y a las uvas convierte en yemas rojas.
En su ubérrima parra los racimos
fueron la miel de todos los veranos, (etc.)
Todas estas variaciones sobre un mismo
tema, metamorfosis inagotable de un recuerdo, consiguen crear en el lector el
efecto prodigioso de ese mundo transvasado en el sentir del poeta. Y es dicho
sentir, hecho arte, el que rescata a la parra de la fuga de las horas:
«Ella, en mis sueños, sigue siendo mía...».
Surge así en
El Portón invisible todo un mundo de
la infancia en un marco rural y provinciano. El lector español piensa en
Azorín, en Machado, en Cernuda, en tantos autores que dieron forma a ese
instante, hechizados por su brillo intemporal. Manuel Mantero, el poeta
sevillano, comentó así estos poemas: «Hay en sus poemas
«Elegía» y «El escenario», algo como un aire de
sueño, como una mitología de la infancia, con sus personajes
-dioses y héroes-; un patriarca anciano, su esposa, las hijas, los
criados... Ese mundo que tan bien describe -con alma- es el que yo viví
también allá en la provincia de Sevilla. El cielo azul, las
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muchachas «misteriosas» (¡ay, entonces!); las
campanas, las palomas, los caballos, los tíos conversando en la esquina
sombreada. Yo me instalo en ese mundo, mío y de todos porque es lo
efímero no pasando del todo».
La vuelta a la infancia suscita,
cómo no, el acento elegíaco. Las citas de autores italianos con
que se inician varios poemas son suficientemente expresivas y sitúan al
lector, de entrada, en la cuerda emocional propia al sentir de dichos poemas:
«Ma quel giorno non torna»:
«Mas aquel día no vuelve», escribe Cesare Pavese. Y
Pasolini: «Ah non e piu per me questa
bellezza». («Ay, ya no es más para mí esta
belleza»). Acento elegíaco que provoca a su vez un deseo ciego de
revivir -no fuese más que por un instante- ese sentirse unido a la
creación entera, esa sensación de eternidad que sólo en la
infancia gozamos:
¡Y vivir otra vez, en un minuto
la plenitud de un día de esos años!
En este mismo sentido deben ser
leídos esos versos en que el poeta proclama la eternidad de su infancia:
eternidad de lo que un día fue:
Por eso en ese patio, eternamente,
estaba, estoy, y habré de estar jugando.
Como escribe el propio autor, el sabor
que dejan estos versos, el sentimiento que suscitan, es quizás eso que
resuena en la palabra «añoranza». Una última nota
sobre estos poemas. Al hablar de
Palabras de los días, subrayé
que es la proximidad de la muerte la que despierta en el poeta los recuerdos de
su infancia. Pues bien, hay en
El Portón invisible un poema
-biografía en verso de un emigrante-, en el que se dice:
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Sólo antes de su muerte, un mediodía,
habló de su niñez, triste y
nostálgico.
(Don Manuel, el Patriarca)
III
En
El Portón... se pueden distinguir,
creo, tres partes bastante distintas entre sí. Una, formada por los
poemas de la infancia, ya comentados. Otra, por aquellos cuyo tema es el canto
a la mujer (en los que se percibe el eco de
Verrà la morte de Pavese), ciertas
visiones que tienen algo del sueño, del pasado y de la muerte, y que
hacen pensar en los pueblos fantasmales de Juan Rulfo («La casa»,
«Nocturno»...).
Hay, no obstante lo dicho en sentido
contrario, un rasgo común que une a las tres partes: la sed de
eternidad. Evidente en los poemas que tienen por motivo el rescate del mundo
mágico de la infancia, impregna asimismo el resto de los poemas.
En la segunda parte -la más
heterogénea-, el canto a la mujer tiende a destacar en ésta lo
que podríamos llamar el lado metafísico de la carne: el acto de
unión con la mujer supone para el poeta la unión, la
reconciliación, con el universo entero. El acto amoroso resulta ser
así la sustitución de la armonía de la infancia; durante
ese instante de la unión de los cuerpos, el poeta y su amada son uno con
el cosmos, y el tiempo se borra diluido en «un viento rojo, un suspirar
de brisa». De aquí el afán de fusión con la mujer
manifestado por el poeta; de fusión y de perpetuación:
Una mujer en llamas, toda llamas;
pero una sola, sí, que queme, incendie,
¡y en este sol de carne hacer mi carne!
—14→
En cuanto a las estampas del presente.
El poeta aspira a eternizar ese instante en el que la realidad le libra su
belleza: «El día urge a la inmortalidad. A veces ocurre que esa
contemplación del presente conduce al poeta a recordar su infancia:
El día se parece
a algunos días mágicos de antaño
tanto más bellos cuanto más lejanos.
Algunos de estos poemas -como
«Vislumbre», «Desayuno en la terraza»- señalan
una influencia de la manera cortada, impresionista, un tanto forzada, de Jorge
Guillén. Son, por cierto, unos poemas extraños -en cuanto a la
dicción del verso- dentro de este periodo de la poesía de H.
Rodríguez-Alcalá. Acostumbrado a la fluidez de su verso, el
lector es
detenido por este cambio un poco brusco en la
tónica del libro. Quizá sea ésta la misión que el
poeta ha querido darles situándolos en la mitad del conjunto: la de
frenar, la de obligarnos a mirar ahora -tras el vuelo melodioso a la infancia-
esa realidad no menos maravillosa que está ahí y ahora, esa
Clara Belleza
sin
caducidad
(Vislumbre)
Universidad de
Almería, Facultad de Humanidades Cañada de San Urbano,
Almería.