Leandro Fernández de Moratín y José de Lugo en Londres (1792-1793)
Jorge Demerson
Sabido es que José de Lugo hizo dos viajes a América del Norte, el primero antes del nacimiento de los Estados Unidos, en 1777, y el segundo en 1784-1785 (Demerson, 1988a, págs. 13-16).
Antes de realizar estos viajes, había estado en Inglaterra para aprender el inglés y conocer la vida y costumbres de los insulares.
A la vuelta de su segundo viaje a América, tras de permanecer una temporada en su patria chica, Tenerife, Lugo pasó de nuevo a Gran Bretaña en 1788. En ese país, como ya lo había hecho allí y en otras partes, trató de fomentar el comercio de los vinos de su tierra. Pero no se limitó al papel de corredor, activo por cierto, de los viticultores y vinateros de Canarias. Tenía más ambición. Procuró y consiguió que las autoridades inglesas modificasen la legislación aduanera de su país, poco favorable entonces a la importación de este artículo, cuya venta era recurso imprescindible para la economía del archipiélago guanche. Gracias a sus gestiones pacientes y tozudas, obtuvo del gobierno británico un decreto permitiendo que los vinos de Canarias pudiesen ir en derechura desde aquellas islas a la Jamaica y demás establecimientos ingleses de Asia, África y América: ventaja considerable, que favorecía notablemente la agricultura y el comercio canario.
Al defender y dar
a conocer los productos de su tierra natal, Lugo actuaba «por puro efecto de su patriotismo»
, ya
que no cobraba nada. Dijo más tarde que en esas
campañas de promoción, gastó todo su
patrimonio. Pero esa abnegación generosa y desinteresada no
tardó en recibir la recompensa que se merecía. En
efecto, en enero de 1793, sus coterráneos, a través
del Consulado de Canarias, acordaron expresarle oficialmente su
reconocimiento «por los beneficios que su
patriotismo había procurado con el mayor desinterés
al comercio de las islas, autorizándole con poder bastante
para que en nombre de dicho Consulado promoviese y adelantase las
demás pretensiones que tenía pendientes en la Corte
de Londres»
. Acordó asimismo el Consulado «recomendarle a la piedad del Rey y solicitar su
Real aprobación para recompensarle debidamente por los
importantes servicios que había hecho, tanto más
apreciables cuanto que habían sido practicados oficiosamente
por el solo impulso del honor y del amor a la Patria»
(ibid., pág. 17). Prosperó la
sugerencia del Consulado: el Rey nombró al tinerfeño
agente de Canarias cerca de la Corte británica, o «encargado de negocios mercantiles en Gran
Bretaña»
.
Ya era hora de que
las autoridades reconocieran sus méritos y su
desinterés porque a la sazón el hijo de la Orotava,
que tenía 40 años, parecía estar a la cuarta
pregunta. D. Francisco Caballero
Sarmiento, que le trató entonces, habla «de la miseria en que Lugo estaba sumido en
Londres»
y le acusa explícitamente de haber vivido
de gorrón: «cuando su tío
Pepe, escribe a Sebastián de Lugo, sobrino de D.
José, se hallaba en Londres viviendo a expensas de sus
amigos y haciendo de garante principal en el club de los
Jacobinos...»
( Demerson, 1988b; se me antoja que el Club
de los Jacobinos que denuncia Caballero Sarmiento podría ser
el Club Hispanus, del que se
hablará más adelante) arrastraba tras de sí
crecidas deudas.
Fuera de esos
apuros financieros que nos revela la correspondencia del
Sr. Caballero Sarmiento, no
sabemos nada de la vida que hacía el canario en la capital
inglesa durante la Revolución francesa. Afortunadamente,
otro español, madrileño por más señas,
acertó a pasar entonces casi un año entero en esa
Corte, desde el 27 de agosto de 1792 hasta el 9 de agosto de 1793.
Este español, viajero curioso y «escribidor»
impenitente, no era sino
D. Leandro Fernández de Moratín, bien conocido en la
capital de las Españas como poeta, luego comediógrafo
y más tarde como el historiador del teatro
español.
Ahora bien, tenía por costumbre Moratín -cosa poco frecuente entre sus compatriotas en esa época- escribir un diario en que iba consiguiendo lo que le ocurría cada día. Pero ese diario suyo no se parecía al que por los mismos años escribía D. Gaspar Melchor de Jovellanos. El asturiano apuntaba en castellano y en prosa corriente las principales cosas que hacía, las personas con que alternaba, las obras que leía o que se leían en su tertulia de Gijón, los proyectos que se proponía realizar, las noticias importantes que llegaban de la Corte o del país, etc. Algo parecido hacía por supuesto D. Leandro; pero concebía sobre todo ese diario como una especie de recordatorio muy personal, hasta confidencial. Por lo cual procuró conferirle un carácter esotérico, incluso secreto, con el fin de hacerlo incomprensible a los lectores eventuales. Varios contemporáneos suyos, como Cadalso y Meléndez Valdés, al perseguir el mismo fin de ocultar a veces algo que se escribían, usaron de una clave, de un lenguaje en clave (Demerson 1985). Moratín por su parte, adoptó otro método, el que su padre, Nicolás Fernández de Moratín, había usado en su diario. Leandro, pues, al heredar los papeles de su padre se limitó a seguir el ejemplo y el método paternales.
Empleaba palabras procedentes de cinco idiomas: latín, español, francés, inglés e italiano. Pero para dificultar aún más la interpretación de esa jerigonza o mezcolanza europea, abreviaba drásticamente, hasta reducirlas a dos o tres letras, a menudo consonantes, los vocablos de ese extraño cóctel, como se ve en el ejemplo siguiente:
X 9.ch. ti.A. Fnt./ Fnt. Coma .2. Fnt. Me Mal1. |
Con paciencia y perspicacia admirables René y Mireille Andioc consiguieron descifrar ese jeroglífico y hacerlo totalmente inteligible. Y como el Diario de Moratín abarca casi 28 años, desde enero de 1780 hasta marzo de 1808 (con algunas lagunas importantes), el lector comprenderá el interés de ese documento extraordinariamente original que contiene un sinfín de informaciones y juicios sobre personas y acontecimientos de esos casi tres decenios, y en particular sobre el mismo autor que, creyéndose totalmente amparado y protegido por la clave que se había forjado, apunta confidencias y secretos que nunca jamás hubiera revelado voluntariamente.
No hay por cierto,
ningún secreto en el breve apunte que hemos propuesto como
ejemplo. Quiere decir simplemente: «Domingo 9. Chez tía Anita; Fontana. /
Fontana; Comedia 2; Fontana. Madre Mala»
. Esa Fontana, a
la cual acudió tres veces en el mismo día Leandro de
Moratín, era por supuesto el conocido café de La
Fontana de Oro.
Lugo
permaneció mucho más tiempo que Moratín en
Inglaterra. Estaba ya en Londres, donde llevaba cuatro años
cuando, el 27 de agosto de 1792, llegó a esa capital el
futuro comediógrafo, provisto de una pensión que le
había concedido Godoy; y el canario había de
permanecer allí otros tres años -hasta 1796-
después de la partida de D. Leandro, que tuvo lugar el 9 de
agosto de 1793. Durante ese año no cabal que el futuro autor
de El sí de las niñas pasó a orillas
del Támesis, los dos compatriotas se encontraron y trataron
a menudo: a veces sólo durante un almuerzo; a veces durante
una tarde, otras durante un día entero, «hasta las 12 de la noche»
como en una
ocasión queda apuntado en el Diario. Incluso
hicieron juntos y con otros compañeros una excursión
a Southampton que duró 12 días, tiempo suficiente en
verdad para que cada uno hiciese amplia cosecha de recuerdos en los
que estaban mezclados los otros.
Salvo error u omisión, los nombres de los dos hombres, Lugo y Moratín, aparecen juntos en el Diario 46 veces, cifra que por sí sola manifiesta indudable compañerismo y hasta cierta intimidad. Llevaba ya mes y medio Moratín en la capital inglesa cuando se encontró por primera vez con Lugo, el 15 de octubre de 1792. Creo que no se conocían aún. Tomaron café juntos. Dos semanas después, el día 1 de noviembre, almuerzan el uno y el otro en casa del embajador español, invitación que el anfitrión, Marqués del Campo, rumboso, les repetiría en varias ocasiones. El 11 del mismo mes, ambos participan en otro almuerzo, pero esta vez, el que recibe es el Cónsul General de España, D. Manuel de las Heras, quien invitará varias veces más a éstos y otros compatriotas suyos.
Si bien Lugo fue
para Moratín un acompañante frecuente, hubo otro
español que lo fue podríamos decir que constante:
Carlos Gimbernat (1764-1834) que se dio a conocer más tarde
como geólogo, geógrafo, químico, «termalista»
-valga la palabra- y autor
de varios tratados científicos en francés,
español y alemán2.
Pero en 1792, a los 24 años, Gimbernat no pasaba de ser, al
igual que don Leandro, un simple becario del gobierno
español: el año anterior, le habían concedido
una pensión para estudiar en el extranjero, concretamente en
Gran Bretaña.
Entre el 11 de
octubre de 1792, en que sale por primera vez su nombre en el
Diario y el día 9 de junio de 1793 en que
desaparece, es decir en un período de ocho meses, el nombre
de Gimbernat queda apuntado, salvo error, 272 veces en el
cuadernillo del madrileño. Ciertos días, se va
repitiendo hasta tres veces: así, el domingo 11 de noviembre
de 1792: «Chez
Gimbernat, breakfast;
cum Lugo chez cónsul; cum il y Gimbernat in Strand Caféhouse
manger. Calles. Gimbernat
ici»
(P. 90).
Y conste que en el
anterior cálculo, sólo tuve en cuenta los casos en
que aparece en el Diario el apellido de Gimbernat con
todas sus letras; pero si contáramos las veces en que
está representado por «il»
(o sea
«él» en castellano) la cifra sería mucho
más elevada.
El trato del comediógrafo y del geólogo fue tan continuo, tan constante que los dos hombres, que solían salir juntos de noche, al terminarse su trasnocho se quedaban a dormir ambos en aquella casa que les resultaba más cercana: o la de Moratín o la del catalán. Gimbernat y Moratín eran en Londres no digo como mellizos, pero sí como hermanos siameses. Y ese comportamiento se explica sin duda por la identidad de su situación social y económica: la de pensionados del gobierno español. Libres de sus movimientos, podían ocupar su tiempo a su antojo. Y Lugo, que tenía que ganarse la vida, sólo se juntaba con ellos cuando lo podía.
Entonces los tres
hombres solían comer juntos, salir a callejear o a pasearse
por la ciudad: se les veía en el parque Saint-James, en Hyde
Park, en diferentes barrios londinenses. En ocasiones, capitaneados
por Moratín, que era como todos sabemos un entusiasta de las
representaciones teatrales, iban a la Comedia de Hay Market, el
teatro de Covent Garden, el único aceptable en
opinión del madrileño, al Templo de Flora, «risible
spectacle»
, al Royal Circus donde se daba
«¡una pantomima
pestilente!»
. Por fortuna, en Hay Market se representaban
a veces tragedias en que era protagonista la actriz Siddons, por
quien Moratín sentía una profunda admiración:
la juzga «optime»
en uno de sus
papeles. Ocurrió que los tres compadres entrasen en un baile
popular; pero no tardaron en salir...
Por el Diario nos enteramos de los establecimientos adonde iban a almorzar (nunca se habla de cena): la Hostería de la calle Oxford, la Strand Café House, el Café près Saint Martin (sic), el Café de Orange, the Crown and Ancre Tavern, the Oxford Tavern... También comen en el Sabloniére, restaurante francés a cuyo dueño había conocido Moratín en París.
Otros días,
sus salidas tienen un fin que hoy día diríamos
más «cultural»
que
gastronómico; visitan el Museum
Britanicum, o van «a videre
Rinozeros»
(sic). De Westminster hacen una visita
detenida y asimismo de Saint-Paul
Church. Otra vez, van «a
videre linterna mágica»
. Ocurre que las
excursiones sean de mayor envergadura: del 7 al 10 de mayo,
Moratín apunta: «Cum
Lugo, ad mar, in Southampton»
. En el verano
de 1793, se bañan en el Támesis...
Uno de los sitios
en que solían reunirse los españoles residentes en
Londres era el Club Hispanus, especie de peña
nacional, organizado sobre el modelo de los clubs ingleses, en que
los socios se reunían los jueves para comer, beber y sobre
todo discutir y discurrir de todo lo opinable. Encargado
Moratín de componer los estatutos del Club, por haber sido
anteriormente nombrado Secretario de la Comisión
correspondiente (15-XI-1792), el madrileño revela
insospechados dotes de organizador, pues la semana siguiente
presenta el fruto de sus meditaciones: «Cum Lugo, legi
ad Comisión estatutos, placuerunt»
.
Placuerunt, sí, pero no a
todo el mundo, pues el 27-XI nota D. Leandro: «Cum Lugo y Gimbernat Chez Sames: disputas
super estatutos»
. Es que el asunto no
carecía de importancia: los estatutos de la nueva entidad
habían de someterse a la aprobación de las
autoridades británicas. A pesar del satisfecit que en un principio
algunos dieron al secretario, había descontentos: «Gruñimientos de Nava y
Cadalso3
propter lista envoyée ad Ministro»
(14-2-93). En
esas reuniones del Club, se propalaban noticias locales o
generales, y el canario no es el último en traer nuevas:
«Lugo dixit
insurrección ex Marins Turtlintes»
(17-2-93). Otras veces, las discusiones eran filológicas:
«Club Hispanus: disputavi
cum Gimbernat super dialectus catalaunicus»
(es decir, sobre el catalán) (20-12-92).
Así y todo,
la «cuestión palpitante»
del Club Hispanicus no queda zanjada y vuelve a surgir
periódicamente, como hoy día la de la existencia del
monstruo del Loch Ness:
«Nueva lectura y discusión de los
estatutos»
el 6 de diciembre de 1792. El 7 de febrero de
1793, ¡Albricias! se enteran los socios de la «aprobado Regis ad Estatutos ex
Club»
. Pero el 25 de abril, se produce otro
incidente: «Club Hispanus. Cum
Gimbernat. Magna disputatio cum Lugo. Legí actas del 4 y 11,
reformas in hora».
Sin más problemas que la vidriosa puesta a punto de los estatutos del Club, la vida corría agradable para los dos pensionados del gobierno español. Vivían a su aire, ningún interventor venía a fiscalizar el uso que hacían de las cantidades que les abonaba el Erario. Podían emplear su tiempo como Dios, o el Diablo -personalmente, en ocasiones, apostaría por el Diablo- les daba a entender, y nadie les impedía hacer de su capa un sayo, e incluso quitarse el sayo.
En efecto, además de las visitas que llamaríamos hoy en día turísticas a los monumentos de la capital británica, o de las visitas de cortesía -o interesadas- a personalidades o amigos, se ve en el Diario que Moratín y su cómplice llamaban con alguna frecuencia a la puerta de ciertas casas hospitalarias en que moraban unas señoritas acogedoras y moderadamente recatadas con las cuales les gustaba alternar.
Aunque su
biógrafo Silvela dice que D. Leandro era «sobrio en los placeres»
; aunque
Hartzenbuch, al publicar sus Cartas, expurga púdicamente,
tijeras en mano, su correspondencia, sabemos tanto por el
Diario como por el copioso y sabroso epistolario de
Moratín que conserva la Biblioteca Nacional de Madrid y que
Rene Andioc publicó in extenso, que Moratín no vivía
exactamente como un ermitaño. Si bien cobraba las rentas
-modestas- de un beneficio eclesiástico; si, en los
días de precepto iba a misa, hecho que consigna en sus
apuntes, eso no le impide dejarse llevar por la sensualidad, que al
parecer tiene muy viva. «Sus relaciones
en Madrid con “la Mahonesa” -cuyo nombre aparece a
menudo al principio del Diario- no tienen nada de
platónico»
escriben R. y M. Andioc (pág. 19
de su edición)4.
Y cuando viaja, D. Leandro busca y halla sustituías a la
Mahonesa. En los dos meses que pasa en Burdeos (19 de mayo a 19 de
julio de 1792) va dieciséis veces «chez
catins»
, «chez
putas»
, «chez
quaedam meretrix»
;
incluso participa con su amigo Chabaneau en una orgía con
dos mujeres, según confesión propia: «Orgie; illa alteraque
nudae lussimis»
.
Del 25 de julio al
20 de agosto, reside en París; y en la capital francesa,
cuyo populacho se entrega a sus instintos sanguinarios,
Moratín sólo experimenta una emoción, fuerte
por cierto, que arrolla todas las demás y todos los deseos:
el miedo, un miedo pánico: «Ego pavor; ... tetes in
lanzas, pavor»
. Emoción violenta que
perdurará por otros motivos, durante la travesía del
Canal de la Mancha: «Embarquéme
in Paquebot, pavor
terribilis»
(26 de agosto de 1792).
Pero en la paz de
Londres, ciudad civilizada, donde la gente no solía pasear
cabezas cortadas al extremo de unas lanzas, lejos ya de las
salvajadas revolucionarias, recobra la serenidad, y con ella la
cachondez, y reanuda sus visitas a las heteras, visitas que va
apuntando conscienzudamente, como acostumbra. Mas,
-¿será secuela del pánico que le causó
el Terror, o consecuencia del «frigus»
londinense que
varias veces denuncia, o efecto de una baja de vitalidad?- en casi
un año que pasó en Londres, solamente dieciocho veces
alude a esas señoras, cifra muy baja comparada con las
noventa visitas o más que el ritmo de su actividad en
Burdeos parecía pronosticar. Y por si esto fuera poco, el
madrileño se contentaba a veces con hablar con esas
pelanduscas: «putas
loqui»
, sin duda ¡para mejorar su
inglés!
A menudo, en esas
expediciones, le acompañaba Gimbernat, quien conservaba su
libertad de acción: cierto día Moratín se
contenta con beber: «ego vinum»
; pero su
compañero se queda «ad futtutionem»
(sic). Al
parecer, José de Lugo no participaba en esas bacanales.
Sólo en una ocasión el nombre del canario está
asociado al del madrileño y al del catalán. Pero en
realidad se trata de una expedición frustrada, el 23 de
noviembre de 1792: «Chez Gimbernat, cum
il, Lugo, etc. in Sablonière manger; cum ils, in coche,
buscar quaedam meretrix, sed non invenimus; café; cum il in
Queen Street, bayle meretricio, sed horridae»
. No parece
que Lugo acompañara a Moratín en sus múltiples
andanzas mujeriles, ni siquiera en alguna de ellas.
Y tuvo razón. Pues el mismo Diario nos recuerda que el trato de esas amables amazonas entrañaba un peligro cierto. Un tal Locktón -o Loctón- comensal ocasional de los dos españoles, acompañó a Moratín y Gimbernat en una de esas salidas. A las pocas semanas, éstos se enteraron de que su compañero de juerga tenía que guardar casa y cama porque padecía lúe venérea, o sea sífilis. Afortunadamente, los galenos londinenses hubieron de hacerle una cura eficaz, puesto que, al cabo de un par de meses, el enfermo ya estaba en la calle y se reunía con sus amigos.
Así, gracias a los detalles que, pacientemente, fue apuntando Leandro de Moratín en su Diario, no incurriremos en el error de imaginar a José de Lugo viviendo solitario y totalmente aislado en medio de los ingleses en la capital británica. El Diario nos revela que existía en Londres durante la Revolución francesa una colonia española relativamente numerosa, activa, incluso algo bulliciosa, cuyos componentes se ocupaban afanosamente de sus negocios, como lo hacía el propio Lugo. Esos españoles, diplomáticos o comerciantes, pensionados por el gobierno español o estudiantes, intelectuales o artesanos, que debían de hablar inglés más o menos de corrido, participaban en la vida social inglesa, frecuentaban los restaurantes, los cafés, los lugares de reunión, las salas de fiesta, los espectáculos en boga y otros establecimientos públicos. Gente con algunas preocupaciones turísticas antes de la letra, ávidas de visitar monumentos, museos, puertos, de frecuentar bailes, teatros y demás espectáculos como la «linterna mágica», en una palabra gente deseosa de ver y comprender un país que para ellos era «diferente».
Pero esos visitantes de Inglaterra eran españoles y no se podían desprender ni a veinticinco tirones de su españolidad. Formaban un grupo bullicioso que había traído consigo de la terruña el gusto por las tertulias, las discusiones de sobremesa, las «pinas» o las «peñas», que allí, para sacrificar a la moda local, llamaban «Club»; un grupo que no quería fundirse ni confundirse con los nativos, sino que mantenía viva su diferencia nacional, e incluso, hacía alarde de su calidad de celtíberos y de su españolismo. Una sociedad en suma que prefiguraba ya la que formarían un cuarto de siglo más tarde los liberales españoles exiliados, sociedad que describiría con talento en Liberales y Románticos el profesor Vicente Llorens.
- CADALSO, José. 1979. Epistolario, ed. Nigel GLENDINNING, Londres, Tamesis.
- DEMERSON, Jorge. 1985. «Cadalso y el secreto». Coloquio Internacional sobre José Cadalso (Bolonia Oct. 1982), Abano Terme, Pióvan, págs. 79-104.
- ——. 1988a. Un diplomático y hombre de negocios canario, D. José de Lugo-Viña, La Laguna, Instituto Estudios Canarios, págs. 13-16.
- ——. 1988b. «Un diplomático canario pionero de la lexicografía provincial: Sebastián de Lugo-Viña y Massieu», Anales de Literatura Española VI, págs. 181-203.
- FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro. 1967. Diario, ed. Rene & Mireille ANDIOC, Madrid, Castalia.