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Los cuentos de Rafaela Contreras (Stella)

Luis Sáinz de Medrano Arce





Stella, como ser humano, se ha ido convirtiendo en un episodio menor de la biografía de Rubén Darío. Como escritora de prosas de delicada factura no es mucho más que una alusión, un dato que muy pocos críticos, incluso en Centroamérica y en su misma patria, Costa Rica, han tratado de revisar con la debida atención. Este último aspecto ha sido denunciado por Pedro Rafael Gutiérrez en un estudio de hace pocos años1 en el que señala la ausencia de referencias a Stella incluso en una obra tan completa, en su momento, como la Historia de la literatura costarricense de Abelardo Bonilla (1.ª ed., 1957; 2.ª ed. hecha en vida del autor, 1967) y en libros dedicados a la aportación a la cultura de la mujer costarricense. Por nuestra parte añadiremos que tampoco aparece en el de Elizabeth Portuguez de Bolaños El cuento en Costa Rica. Estudio, bibliografía y antología (1964), ni está, no ya incluida sino ni siquiera mencionada en la Antología del cuento costarricense (1890-1930) de Álvaro Quesada Soto (1989). La sospecha de que pudiera haber sido considerada escritora salvadoreña, por haber publicado la mayor parte de sus trabajos y vivido largo tiempo en ese país tampoco se confirma, como puede comprobarse por su ausencia en el muy extenso Panorama de la literatura salvadoreña de Luis Gallegos Valdés (1987). La bibliografía que citamos al final de esta comunicación pretende ser una aproximación al estado de la crítica sobre Stella -que puede ampliarse con los nombres ofrecidos por el referido P. R. Gutiérrez2- y la disponibilidad de sus textos en ediciones de conjunto.

Hay que advertir enseguida que en esta breve comunicación no tengo el propósito, por cierto, de reivindicar a esta escritora como una olvidada primera figura de la literatura hispánica, sino como la autora de una obra de segundo orden, realmente incipiente, pero que sin duda, colocándonos en el momento en que aparece, puede calificarse de promisoria, de poseedora de algunos cuya maduración habría dado lugar muy posiblemente a una creación sólida y estimable. Nuestro propósito, de todos modos, no es juzgar lo que pudo haber sido sino lo que fue dicha obra, inicio, entendemos, de una trayectoria malograda por la muerte. También puede tener algún interés situar, aunque sea como un hecho extraliterario, a esta amable imagen que es una presencia fugaz en el entorno de Darío, en cuya obra de creación no deja sin embargo de encontrar un eco no desdeñable.

Darío contó en su «Autobiografía» las circunstancias de su relación con la viuda y las hijas de «un famoso orador de Honduras, Álvaro Contreras» -a quienes ya había tratado en León de Nicaragua en años infantiles- durante su permanencia en la capital de El Salvador como director del periódico La Unión, a su regreso de Chile, y su matrimonio civil con Rafaela el 21 de junio de 1890, coincidente con el levantamiento de Carlos Ezeta, que acabó con el gobierno y la vida del presidente Francisco Menéndez, mecenas del poeta3. Más tarde se refiere a su matrimonio religioso en Guatemala, país al que se había trasladado para distanciarse del dictador salvadoreño4. Habla luego de su desplazamiento con su esposa a Costa Rica, de donde era originaria la madre de Rafaela -sin mencionar, curiosamente, que también ésta lo era-, por motivo que «no puedo rememorar»5, y del nacimiento de su hijo en la capital, San José, amadrinado por la esposa del ministro de España, el marqués de Casa Arellano. El carácter sumarial que Darío da a sus recuerdos le lleva a ofrecer muy pocos datos más sobre esta etapa de su vida de hombre casado: «Después del nacimiento de mi hijo la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica y partí solo, de retorno a Guatemala, para ver si encontraba allí la manera de arreglarme una situación6». Lo que sigue es su inesperado viaje a España en el 92, del que, sin tiempo para más, da cuenta por escrito a su mujer antes de emprenderlo. A su regreso, Darío recuerda la forma inesperada en que conoció en León la noticia de la muerte de su esposa, ocurrida en San Salvador (26-1-93), sin que haya mediado explicación alguna del desplazamiento de la joven Rafaela a ese país. El hijo habido en Costa Rica (Rubén Álvaro, nacido el 13-12-1891) queda, a petición de aquélla, al cuidado de su madre y del matrimonio formado por el próspero banquero Ricardo Trigueros y la hermana de Rafaela para no reaparecer sino momentáneamente ante su padre en los últimos años de la vida de éste en Barcelona (1912) y Guatemala (1915). «Las abrumadoras nepentes de las bebidas alcohólicas» alivian la conmoción del poeta que pronto se verá envuelto en un acontecimiento «novelesco y fatal»7, el nuevo y forzado casamiento con Rosario Murillo.

En cuanto a la propia Stella, son varios los textos de creación que Darío le dedicó, antes y después de su matrimonio. En La Unión, diario dirigido por el propio poeta en El Salvador, en 1890, le ofreció en primer lugar una presentación titulada «Un marco humilde para un lienzo de oro» (10-3-1890)8, acompañando la publicación de «Reverie», donde ya su joven amiga, cuya identidad Darío aún no asociaba con la de la misteriosa colaboradora literaria, firma como Stella. En «Un marco humilde...» aparece transfigurada en «la princesa Stella», en una imaginativa situación desarrollada en París. Más tarde surgieron varios poemas dedicados a cortejar a Stella. Son 1) «Los tres astros» (28-3-1890)9; 2) «Lied» (19-4-1890)10; 3) «Claro de luna» (7-5-1890)11; 4) «Tres pensamientos» (11-5-1890)12, y, 5) «Venus», sin duda el más importante de estos poemas (15-5-1890), que pasará a formar parte de la segunda edición de Azul, ya citada en nota.

Tras la boda civil y la forzada separación subsiguiente, Darío dedica a su esposa Lin poema en prosa titulado «A una estrella»13, y, ya tras el matrimonio religioso, «La canción de la luna de miel», texto de las mismas características que aparecerá en La prensa libre de San José de Costa Rica (20-10-1891)14. Tiempo después Darío le dedicará otros emocionados textos. Nos referimos, contando sólo con los que la mencionan explícitamente, en primer lugar a «El poeta pregunta por Stella», que formará parte de Prosas profanas (1896), y que Ignacio Zuleta considera, probablemente con razón, «el más logrado poema amoroso de la producción de Darío»15. «El poeta rememora a un angélico ser desaparecido, a una hermana de las liliales mujeres de Poe que ha ascendido al cielo cristiano» dice en Historia de mis libros16. El segundo es una parte del capítulo «Edgar Allan Poe» de Los raros (1896), donde la asocia a esas exquisitas mujeres en una enumeración que revela una emoción intensa a la que, como tantas veces en Darío, la literatura sirve de singular apoyo. Por último Stella aparece en un hermoso poema de El canto errante (1907), «Visión» («Dante» en La Nación de Buenos Aires, 1907; «Visión» en Renacimiento de Madrid, 1907, y finalmente, con este mismo título en el referido libro). Esta «Estela» (sic) es definida como «la que suele surgir en mis cantares». Se trata de un ser depurado que responde, al decir de Pedro Salinas, «al recuerdo de su esposa muerta, cruzado en su imaginación con la Stella de Edgar Allan Poe»17.

La vida de Rafaela Contreras Cañas fue un continuo vaivén por el circuito de las pequeñas repúblicas centroamericanas. Nacida el 21 de mayo de 1869 en San José de Costa Rica, hija del notable hombre público hondureño Álvaro Contreras y de doña Manuela Cañas, de ilustre apellido costarricense, se verá bien pronto sometida a los traslados causados por las actividades políticas de su inquieto padre, decidido liberal y unionista, que ya en 1865 había tenido que abandonar, exiliado, su país natal. Por la misma razón la familia tiene que trasladarse en 1872 a El Salvador donde pronto muere la menor de las tres hermanas. Instalados en Honduras, los avatares políticos motivan nuevamente el regreso a El Salvador y posteriormente, en 1876, a Nicaragua, donde, como hemos dicho, conocerá al que llegará a ser su esposo. La política impone un nuevo exilio, esta vez a Panamá, en 1878, de la familia Contreras, desde donde regresa a El Salvador en 1880, país en el que muere dos años más tarde como consecuencia de haber sido torturado por su oposición al presidente Zaldívar. La hermana hace un ventajoso matrimonio y Rafaela escribe poemas y cuentos que permanecen inéditos. Es entonces, en 1889, cuando se produce el segundo encuentro entre Darío y la joven escritora, a quien obsequia con uno de los ejemplares de Azul traídos de Chile, «y la niña devoró, aún más que los versos de este libro -dice Oliver Belmás- la prosa maravillosa de sus cuentos»18. Cabría incluso pensar que Rafaela tomó el apelativo de Stella del personaje Stela (sic) del cuento de Darío «Bouquet», no incluido en este libro pero cuya lectura tal vez le facilitó su autor19.

Reseñamos seguidamente, por orden cronológico, a partir de la información ofrecida por Evelyn Uhrhan de Irving20 y María Teresa Sánchez21 los textos que Stella dio a la imprenta:

  1. «Mira la oriental», La Unión, San Salvador, 10-2-1890.
    El Imparcial, Guatemala 31-7 y 2-8-1890.
  2. «Reverie», La Unión, San Salvador, 10-3-1890.
    El Perú Ilustrado, Lima, 17-5-1890.
    El Imparcial, Guatemala, 24-7-1890.
  3. «La turquesa», La Unión, San Salvador, 22-4-1890.
    El Imparcial, Guatemala, 9 y 10-11-1890.
  4. «Las ondinas», Repertorio Salvadoreño, IV, 4 (abril 1890).
  5. «Humanzor», La Unión, San Salvador, 5-5-1890.
  6. «La canción del invierno», La Unión, San Salvador, 19-5-1890.
  7. «Violetas y palomas», El Imparcial, Guatemala, 22 y 23-7-1890.
    El Perú Ilustrado, Lima, 11 y 18-10-1890.
  8. «Sonata», El Correo de la Tarde, Guatemala, 27-12-1890.
    Con el título de «Delirio», La Revista Nueva, San José de Costa Rica, 1-9-1896.
  9. «El oro y el cobre», El Correo de la Tarde, Guatemala, 8-4-1891.

Se trata, como vemos, de nueve textos publicados en su mayor parte en El Salvador, algunos en Guatemala y, acogidos dos de ellos por el peruano Ricardo Palma, quien apostilló «Violetas y palomas» con un breve y amable comentario, en Lima. Tiene, así pues, mucho de hiperbólica la afirmación hecha en El Imparcial de Guatemala al anticipar la publicación de «Violetas y palomas» y «Reverie» de que los trabajos («artículos» exactamente) de Stella, identificada como «la señora de Rubén Darío, nuestro amigo y compañero en El Imparcial», «han sido reproducidos por los mejores diarios de la América Española»22. Hay que añadir que «La canción del invierno» y «Sonata», fueron atribuidos al propio Rubén Darío por Alberto Ghiraldo y Andrés González Blanco en el tomo XIV de la edición de Obras completas23 del poeta por ellos organizada, de donde pasaron al tomo IV de la ya citada edición de Obras completas preparada por Sanmiguel y Gascó24. Todavía «Sonata» ha sido incluido en la reciente antología de Jesse Fernández El poema en prosa en Hispanoamérica25, como perteneciente a Rubén Darío.

Evelyn Uhrhan de Irving, en su edición de los textos de Stella los divide acertadamente en dos grupos, los «Poemas en prosa» y los «Cuentos narrativos».

Los poemas en prosa son, ateniéndonos al orden cronológico, «Reverie», «La canción del invierno», y «Sonata».

En «Reverie» lo fantástico es especialmente determinante. La narradora, situada en un perfecto locus amoenus, un jardín solitario y cargado de hermosura, experimenta, por la mágica intervención de un ángel (pero no olvidemos que está sentada junto a violetas y adormideras), un proceso de elevación, que la lleva hasta la divinidad. Se trata de una variante del viaje celeste, una especie de Primero sueño con cierto arrebato de sensual misticismo. La privilegiada criatura recibe el don de una estrella sobre su frente, con lo que se convierte en un astro benéfico. Está claro que Stella deseó aquí justificar su apelativo. Deshecho el encantamiento, unas violetas cortadas antes de su iniciación testimoniarán el fin del viaje onírico con la experiencia de la felicidad, el retorno a la realidad. Sin ánimo de comparaciones rigurosas, diremos que no hay, como en Sor Juana, la serena aceptación del orden natural: «Quedando a luz más cierta/ el mundo iluminado y yo despierta». Se da más bien una amarga resignación: «Mi sueño había concluido y me encontraba bajo el peso de la realidad»; mientras el cielo estrellado se le muestra como un «fúnebre» (p. 13) y engañoso recinto. Tal vez cabría pensar en una recreación libre del poema «Stella» de Víctor Hugo («Les Châtiments») -y he aquí otra posible fuente del pseudónimo de Rafaela- traducido hacia 1884 por el salvadoreño Francisco Gavidia, que muy bien pudo haber sido conocido por la precoz muchacha26.

«La canción del invierno» es una disquisición que emana de un yo no determinado acerca de la condición agridulce del invierno cargada de subjetivismo sentimental. Es evidente la literaturización del tema, su inserción en un discurso metafórico. Este invierno, «crudo, con sus nieves -aspecto insistente- y el cierzo que azota» (p. 11), jamás vivido por la joven Rafaela, es un hecho libresco que queda emparentado con probables lecturas francesas de la joven, que pueden fácilmente suponerse dada la difusión de autores galos realizada en El Salvador por el mencionado Gaviria, quien pronto sería testigo de Rafaela y Darío. Pensamos también en el relato fantástico con mucho de poema en prosa del mexicano Gutiérrez Nájera «El viejo invierno» (1882), considerando la similitud de ciertas imágenes y la iteración por dos veces de la apelación al «viejo invierno» en el texto de Stella, sin excluir posibles intertextualidades con otras numerosas prosas de Nájera («Días nublados», «Cuento triste», «Al amor de la lumbre», etc.) donde la estación invernal cobra especial protagonismo. De otro lado están los propios textos de Darío, a quien, como hemos dicho se le atribuyó la autoría de éste. Podríamos remitirnos de un modo general a algunos de los «cuadros» de la época chilena y, de modo muy específico, al poema «Invernal» de Azul..., del que pueden proceder fácilmente los contrastes entre la penuria y la holgada comodidad del suntuoso interior descrito, así como las imágenes de las gentes poderosas que van a la fiesta. Tampoco descartamos como más que una coincidencia la relación de las imágenes del baile en «La canción del invierno» con las que sobre el mismo asunto nos ofrece el poema del «Ismaelillo» de Martí con notorias similitudes en aspectos sémicos: luces, música, risas, vals, ojos, mariposas, dulces palabras27. El texto, decididamente modernista, supera, como en tantos otros casos los condicionamientos teóricos de un frío parnasianismo para cargarse de matices emocionales donde adivinamos sustratos becquerianos. Como recuerda Jesse Fernández, se contraviene, y desde muy pronto, en Hispanoamérica, la radical consigna francesa de «Nada de sollozos humanos en el canto del poeta»28. Los aspectos fantásticos de «La canción del invierno» corren a cargo de las especulaciones sobre el mundo de ultratumba, y del vuelo de las imágenes que describen el mundo interior de los seres humanos que viven espiritualmente en primavera a pesar de las inclemencias de la estación real.

En cuanto a «Sonata», diremos que es un puro deliquio en el que la ausencia de anécdota -apenas la manifestación de una embriaguez venturosa que puede conectarse con la del texto anterior- propicia un lirismo absoluto. Hay aquí una exaltación de la irrealidad, de las imágenes que adormecen el alma «como esos genios de la noche que arrojan a la tierra puñados de adormideras (obsérvese la insistencia, ahora en sentido figurado), para aletargar a la humanidad» (p. 15) que nos hace pensar en cuán próxima se halla la literatura fantástica a las razones que a Erasmo le llevaron a elogiar la locura que hace digerible la vida29, y a Borges a hablar del consuelo de «sentir irrealidad»30.

Por lo que respecta a los cuentos «narrativos», encontramos en «Mira la oriental o la mujer de cristal» un relato fantástico-realista. Hay que anotar en primer lugar el exotismo orientalista, concretamente hindú, que como sabemos había sido cultivado por Bécquer en tres de sus Leyendas: «El caudillo de las manos rojas» (1858), «La creación» (1861) y «Apólogo» (1863). Se trata de la historia de un príncipe que, hastiado de múltiples placeres, se enamora de una bella mujer a quien la diosa Siva ha convertido en cristal por la dureza de su corazón. Conseguido el cese del encantamiento, tras largos esfuerzos, por la eficacia del sentimiento amoroso, la mujer, que resulta ser de noble origen anglo-español, impone sus condiciones, corresponde al amor del príncipe y explica la confusa estratagema que la llevó a convertirse en estatua de cristal. Ambos se instalan por fin en Inglaterra, honrados como príncipes de la India Británica.

El cuento contiene elementos fantásticos tradicionales: transcurre en «el reino lejano» de que habla Propp, aunque identificado con la India, aparece la figura de un mago, y ofrece una variante del tema de la Bella durmiente en féretro de vidrio, que llega a ser resucitada por «el novio puesto a prueba»31. Pero la instalación súbita de la pareja en el mundo occidental, con la conversión al catolicismo del príncipe hindú, su adaptación a Inglaterra, cuanto, en fin, concierne a la segunda parte del relato, rompe notoriamente la magia y la tensión, abandona el «efecto único» que defendía Poe, al desembocar todo en un realismo excesivamente convencional. La propia autora debió de ser consciente de este riesgo y pretendió atenuarlo al sustituir en la edición de Guatemala la mención de «la reina» de Inglaterra, que sugeriría inmediatamente la imagen de Victoria, la emperatriz histórica, por «el rey» (p. 45), más encajable como personaje paradigmático de muchos cuentos. Por la misma razón de huir del exceso de evidencia histórica, suprimió también un inconveniente párrafo que situaba al feliz matrimonio como visitante de la Exposición de París.

En «La turquesa», cuya acción se sitúa en Italia, se da la utilización de una variante del ancestral «objeto mágico», en este caso un anillo de turquesa que forma parte de las prodigiosas baratijas que venden unos gitanos -precursores como tantos otros de los que aparecerán en Cien años de soledad- en Nápoles.

Merced a dicho objeto un joven aristócrata conocerá la veracidad de los pensamientos de quienes le halagan, descubrirá su hipocresía y encontrará un auténtico amor. La puesta a prueba de la mujer seleccionada es asimismo una estrategia acuñada. No deja de haber moraleja: la mujer sólo deberá usar el anillo con el que se la obsequia para conocer bien a su amado; en cuanto al mundo, es mejor ignorar su falsedad.

«Las ondinas» es una historia netamente fantástica perturbada por una prolongación excesiva, e intermitente, del factor «encantamiento». El tema de la ondina, ninfa de los lagos en la mitología nórdica, es uno de los privilegiados en la vieja literatura fantástica. Dos antecedentes que es probable conociera Stella son «La ondina del lago azul» de Gertrudis Gómez de Avellaneda y las dos leyendas de Bécquer que J. Gulsoy considera inspiradas en la de la cubana: «El rayo de luna» y «Los ojos verdes»32. En la obra de la Avellaneda la ondina enamora a un joven poeta al que finalmente parece haber atraído al fondo del lago en que vive. Pero se produce una identificación última de la que resulta ser falsa ondina con una alegre viuda de París. En Bécquer este final realista que desvanece el misterio de lo antes relatado, desaparece para dejarnos ante una situación de puro hechizo en ambas leyendas. Por lo que respecta al cuento de Stella, son tres las criaturas que habitan en el mar y emprenden progresivamente la aventura de conocer el mundo. Cumpliendo el destino de las ondinas, que necesitan ser amadas por un humano, para encontrar una identidad más plena, emprenden sucesivamente la salida de su gruta marina. El encuentro con un varón humaniza a la primera hasta el punto de ser capaz de abandonarlo por otro. La relación con la segunda, transportado el hombre al fondo marino, produce una nueva traición cuando él la deja por una sirena, a la que por cierto también engaña, lo que motiva la expulsión del individuo a la tierra. La primera, cuya infidelidad tuvo también final desdichado, regresa al mar para morir. Será convertida en una perla negra. Todas las verdaderas lágrimas humanas de amor puro obtendrán esta rara condición. La tercera de las ondinas será el hada de estas bellas materias con las que coronará a quienes sucumben a la pasión amorosa.

Lo prolijo de las situaciones, la acumulación de infidelidades, la carencia de una sensación equívoca, desconcertante del misterio para situar la acción en el ámbito convencional de los puros cuentos de hadas donde no hay que gestionar con ninguna estrategia la fe poética, es decir, la aquiescencia del receptor hace que el cuento sea regresivo frente a sus posibles modelos. La opción por una estructura intensamente dialógica y la obligada rapidez del ritmo narrativo limitan mucho las disquisiciones líricas. Frente a la presencia del «objeto mágico» (en este caso, la perla disuelta en agua que permite al hombre integrarse al reino marino), hay un esbozo de «ciudad modernista» en la que se incluyen «deslumbradores trenes» (p. 17) e iluminación de «gas dorado» (p. 20), que representan esa parte de la técnica moderna que los modernistas aceptaron en su condición de elemento estético dentro de su compleja relación de amor / odio con la gran urbe33.

También hay atisbos de la hermosa ciudad, «con sus grandes casas, sus palacios y sus parques» (p. 28), en «Humanzor», pero en este cuento, inacabado, se compaginan sobre todo el espacio de una Arcadia feliz con cierto costumbrismo criollista y, en lo narrativo, la vieja tradición del bandido justiciero y generoso apostillada por algún ligero comentario socializante. El relato, de escasos vuelos, no parece encaminarse hacia un final imaginativo.

Más previsible desde el comienzo es el de «Violetas y palomas», la historia de los enamorados unidos desde la niñez, donde se produce la separación motivada por la marcha del joven en busca de fortuna que a su regreso se encuentra con la amada ya muerta (una variante extremada del tema sería la del Fernández de Sobremesa, perseguidor de Helena de Scilly, a la que sólo puede encontrar en la tumba). Situada en un espacio europeo, a orillas del Danubio, en Austria, incluso con un dato toponímico, Gross-Aspern, pretendidamente realista, además del nombre de la capital del país, apenas hay en él otros semas ambientales que los convencionales de una naturaleza neutra que contrasta con la búsqueda de rasgos de marcada atmósfera germánica que encontramos en «A las orillas del Rhin» de Darío, fechado en 1885 y en «Por el Rhin», de 1897. Es de destacar que en «Violetas y palomas» Stella aparece con este nombre como personaje que en su visita a la región conoce fidedignamente la historia de los enamorados.

Por último «El oro y el cobre» no es sino una historia realista y aleccionadora ocurrida en París. Un matrimonio de nobles verá morir a su hijo a pesar de los costosos remedios aplicados, mientras los humildes porteros tienen el privilegio de que el suyo sane con modestas tisanas. La generosidad de los desdichados poderosos hará que el oro entre en la morada de las monedas de cobre. Convencional el París de «el Bosque» y los Campos Elíseos. Sobreimpostado el lenguaje alusivo al preciosismo y la riqueza.

Tras estas síntesis, diremos para concluir que sin duda Stella estaba mejor dotada para el poema en prosa con monólogo interior, que presupone un narratario inerme, cargado de fe poética, que para los relatos de carácter narrativo con alternancia de discurso referido. El puro deliquio lírico se ajustaba mejor a sus posibilidades expresivas que el cuento propiamente dicho, de ritmo un tanto trabajoso y en los que la seducción de lo fantástico se diluía en innecesarias notas realistas y en la inclinación de la anécdota hacia lo moralizante. Dicho de otro modo, con permiso de Barthes, diremos que en los poemas en prosa Stella sabía mantener una «función cardinal» sostenida; en los segundos administraba mal las «catálisis» o funciones complementarias. La sabia combinación de estos contenidos fantásticos y realistas y estas funciones se llamará mucho tiempo después «realismo mágico», pero no vamos a acogernos, por cierto, a considerar a la joven y malograda Rafaela como una antecesora de esta tendencia. Por otra parte resulta evidente que esta pequeña burguesa que apenas se interesó, literariamente, por su entorno y prácticamente se hizo a un lado de la corriente criollista que dominaría pronto la narrativa costarricense partiendo de un Manuel Arguello Mora (1834-1900) y continuando con figuras como la de Manuel de Jesús Jiménez (1854-1916), Aquileo J. Echeverría (1866-1909), hasta desembocar en el singular Manuel González Zeledón, «Magón» (1864-1936), el pontífice del género, tiene el mérito de haber proyectado su escritura hacia los nuevos horizontes del modernismo. Parece haber intuido alguna de las claves que hicieron moderno al relato modernista. Quizá su mayor gloria es que algunos de sus escritos hayan podido ser atribuidos a Darío, el que la inmortalizó como «la hermana de Ligeia por quien mi canto a veces es tan triste», pero que resultó, de todos modos, un competidor desmesurado.






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NOTA. Es importante añadir que actualmente Ricardo Llopesa, distinguido crítico nicaragüense radicado en España, prepara una edición crítica de los cuentos de Stella.



 
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