Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El «morral literario» de Miguel Delibes: ¿origen de relatos o relato de los orígenes?

Felipe Aparicio Nevado





[...] j'ai peine à ne pas me laisser aller à d'interminables histoires de chasse qui mettraient à l'épreuve la patience de mes invités [...]1.


(Mémoires d'Hadrien, Marguerite Yourcenar)                



También al escribir siempre cobra su pieza
y sereno el espíritu
con la seguridad de quien ajusta
su creación obra bien cumplida2.


(Aire Nuestro, Jorge Guillén)                


Desde el primer texto publicado el 9 de septiembre de 1942 en El Norte de Castilla, la crónica «El deporte de la caza mayor», hasta su última y monumental novela, El hereje, el tema de la caza es de los más constantes y polisémicos en la obra toda de Miguel Delibes. Se perfila, además, como nexo de unión -y uno de los elementos estructurantes más tangibles- entre la escritura autobiográfica (carnés de caza, diarios, libros de viajes), los ensayos cinegéticos y las novelas, cuentos o escritos híbridos, entre los que cabría destacar El camino, Diario de un cazador, Diario de un emigrante, Viejas historias de Castilla la Vieja, La caza de la perdiz roja, «El amor propio de Juanito Osuna», «La perra», «Las visiones», Las ratas, Los santos inocentes, El hereje. Las representaciones y la significación del componente venatorio están en «el meollo del cogollo», como diría Francisco Umbral (20), de la fecunda interrelación entre la fábula y lo biográfico. La materia cinegética constituye, a todas luces, un embrión narrativo y una fuente de inspiración que, en sus múltiples modulaciones e implicaciones, revela, sin duda, mucho más de lo que expresa su letra sobre el escritor de raza, de puro instinto, que ha sido siempre el gran vallisoletano. Nos ayuda, además, a penetrar en su universo y a interpretar su entrelazamiento con otros universos literarios o referenciales. En definitiva, esta temática obsesiva, entroncada en un imaginario cinegético arquetípico cuya resonancia rebasa fronteras y lenguas, adquiere, en un plano puramente literario (y, sin apurarnos, filosófico), unos contornos de una riqueza y profundidad equiparables a las de los otros grandes temas del novelista.

No podemos tomar a la ligera, leer como simples boutades, algunas de las declaraciones de la crítica que el novelista ha hecho suyas y, a veces, intensificado. La más conocida, la de Santiago Rodríguez Santerbás: «Más que un escritor que caza, soy un cazador que escribe» (Mi vida... 201-02). Ni dejar de lado otras que, por su frecuencia y por la importancia de los libros en los que aparecen consignadas, no pueden encerrarse en el marco de la leyenda o de la modestia legendaria del escritor. Baste recordar dos de esas afirmaciones a modo de aforismos que tejen continuamente un lazo entre el acto de escribir y el acto de cazar «Apenas podría cazar si no escribiera, ni podría escribir si no cazara» (O. C., t. II 419), o la que recoge Ramón García en sus conversaciones con el escritor: «soy un cazador que escribe, no un escritor que caza» (Un hombre... 74). Reflejos y síntesis del modus vivendi y del equilibrio de contrastes que Delibes encuentra entre su actividad de novelista y su atracción por la naturaleza, de la que el gen de cazador primitivo y pedestre, inculcado y cultivado desde la infancia, así como las pasiones del «buen salvaje» roussoniano, son la manifestación más arraigada. La caza precede a la literatura, pero ambas vocaciones se transforman en ritos complementarios e indisociables en el existir del escritor. No en vano, en su libro Caza, símbolo y eros, ha apuntado el antropólogo Joseba Zulaika que «escribir y cazar son actividades que procuran la búsqueda y la inventiva» (13) o que «la caza es la cristalización primordial del deseo» (15). El novelista nos lleva por la misma senda cuando matiza que «la caza, tanto como actividad, es imaginación» (El último... 125). Podemos afirmar que tanto el proceso creativo como la arquitectura de la obra cumplida del novelista serían radicalmente distintos sin la interacción que, de manera a veces inconsciente y otras voluntaria, se produce entre ambas pasiones: la caza y su escritura, pero también entre la pasión del homo cinegeticus y la escritura en el sentido más pleno de Literatura. No es exagerado sostener, como lo sugiere Ramón García Domínguez, que el «ojo cinegético» con el que Delibes mira a su alrededor incide en su visión del mundo y, cabe añadir, en su manera de captarlo vigorosamente con palabras que sobrepasan el horizonte de la tribu: «¿La mirada delibeana, la mirada del cazador, del hombre primitivo que se asombra a cada paso y nombra las cosas por primera vez? Algo así. Por eso Delibes es creador de lenguaje» (Urogallo 47). El mismo estudioso y biógrafo, en el prólogo a su antología Miguel Delibes. Un cazador que escribe, señala que el novelista transforma su afición a la caza en «materia y en pulsión literaria» (8). Tampoco conviene olvidar que el propio Delibes, en uno de sus diálogos a cuerpo limpio con los lectores, el Prólogo al tomo II de la Obra completa, insiste en la porosidad genérica a que da pie el tema de la caza y no duda en reunir en un mismo volumen escritos de muy diferente género y tonalidad unificados por las escenas cinegéticas que conlleva la presencia del personaje cazador.

Todo deja pensar que la pasión por la caza ha marcado profunda y definitivamente la obra del escritor. Dicho de otra manera, que buena parte de su literatura habría seguido otros derroteros si no estuviera habitada, atravesada y, a veces, vertebrada por la necesidad perentoria y gozosa en el novelista de fijar con palabras su dilatada experiencia de «hombre alerta» por los campos y laderas de Castilla (pero también de Extremadura, de Chile o de Estados Unidos). Uno de los aspectos más singulares de la atmósfera de sus libros desaparecería si el escritor no hubiera recreado continuamente las plasmaciones de ese mundo preverbal e instintivo tan alejado, en apariencia, de lo literario. Que lo haya hecho en el terreno de la ficción unas veces, dando vida a personajes vivificados por la misma afición a la caza, y concediendo por tanto un gran espacio en sus novelas a la escenas y aventuras cinegéticas, o sin la mediación de personajes en otras ocasiones, evocando su propia experiencia de cazador apasionado e «indomable», sempiterno «hombre-de-campo-con-una-pluma-en-la-mano», o bien dosificando sabiamente invención y experiencia real pasada por el tamiz de lo literario, lo que salta a la vista en cualesquiera de las tres opciones es la noción de placer y de libertad artística, inherente a esta faceta de la producción del autor. Lo trae a las mientes la crítica más autorizada: «Delibes no tiene razón cuando dice que le cuesta escribir. Delibes tiene razón cuando dice que le gusta escribir de caza» (Alvar 49). Lo recuerda el mismo Delibes, con su naturalidad proverbial: «[...] sólo puedo decir que lo pasé muy bien escribiendo esta obra (y todas las de caza), porque, al prescindir de un plan, las horas de libertad que pasé en el campo se reconstruyen de una manera vívida en casa, sin ninguna servidumbre que enerve tan placentera sensación»3.

Otras declaraciones testimonian este hedonismo de la escritura4, este gozo en el que se mezclan la cultura primigenia de lo que Ortega y Gasset considera como el origen de la civilización5 y la cultura del novelista, esa relación fruitiva con la experiencia transformada en relato literario de invención o en obra de diarista no menos pulida por la aspiración a la «literariedad». Por lo demás, la persistencia y la vitalidad del tema, su polimorfismo y su polisemia en el tiempo denotan su lado a la vez obsesivo y catártico en la orientación y en el proceso de creación de la obra delibiana. Es notorio que los textos de connotación cinegética hunden sus raíces en la vasta temática de la naturaleza, en la relación del hombre con el mundo natural. Sin embargo, lejos de constituirse como tema secundario, ese grupo de relatos ligados por la isotopía cinegética participa plenamente en la visión delibiana sobre su territorio referencial y los hombres que lo pueblan. El «ojo cinegético» reviste infinitamente más peso que una simple figura de estilo: se encuentra en el centro de la captación precisa y penetrante, instintiva y primitivista, subjetiva y nostálgica de un mundo que, amenazado en su esencia y en su equilibrio, se apaga. Es el foco del que surgen todas las percepciones y, al mismo tiempo, el ángulo de visión inimitable que reúne el haz de perspectivas de los personajes cazadores.

La forma en que la trayectoria del tema de la caza tensa el arco de la obra acabada incita a plantearse la cuestión de los orígenes del acto de contar desde una perspectiva más amplia que siempre ha interesado al escritor: la antropológica. ¿De dónde surge ese deseo de construir relatos palabra a palabra como otros construyen puentes o catedrales piedra a piedra? Es necesario interesarse por el papel, más que hipotético, que han podido jugar tantos milenios de actividad cinegética en la emergencia de la aspiración a contar historias, una de las fuentes primigenias de las que bebe lo que denominamos hoy Literatura. El historiador italiano Carlo Ginzburg ha explorado y dado consistencia a esta teoría en un ensayo titulado «Huellas». En este estudio ya clásico, el historiador de la cultura humana en el más vasto sentido pone el acento en la suma de observaciones, de aprendizajes, de operaciones mentales, en el patrimonio de conocimientos acumulados por generaciones de cazadores, en resumidas cuentas, de los que no conservamos ningún testimonio verbal, si exceptuamos los ecos, la reminiscencias de fábulas arquetípicas que, al parecer, debieron tomar cuerpo por la voluntad de fijar y transmitir, mucho antes de la invención de cualquier tipo de escritura, todo ese saber engendrado por el ejercicio de la caza. Según Ginzburg, lo que caracteriza ese saber

es la capacidad de remontar, a partir de hechos experimentales aparentemente anodinos, a una realidad compleja que no es directamente verificable. Se puede añadir que esos hechos están siempre dispuestos por el observador de manera que den lugar a una secuencia narrativa, cuya formulación más simple podría ser: «alguien ha pasado por ahí». Tal vez la idea misma de narración nació por primera vez [...] en una sociedad de cazadores, de la experiencia del desciframiento de indicios mínimos. El hecho de que las figuras teóricas sobre las cuales reposa todavía hoy el lenguaje del desciframiento relativo a la caza -la parte por el todo, el efecto por la causa- puedan relacionarse con el eje prosaico de la metonimia, con la exclusión rigurosa de la metáfora, reforzaría esta hipótesis a todas luces indemostrable. El cazador habría sido el primero en «contar una historia» porque era el único capaz de leer, en las huellas mudas (cuando no imperceptibles) dejadas por su presa, una serie coherente de acontecimientos.


(148-49)                


Es evidente que esas reflexiones no pueden aplicarse al pie de la letra al proceso creativo de Miguel Delibes, ni ser consideradas en totalidad como uno de los veneros de su obra. Siglos de cultura, una infinidad de textos superpuestos por sedimentación, una vasta panoplia de referencias y de visiones, se interponen entre el tiempo de los orígenes, entre este sugestivo e improbable nacimiento de la narración, y el tiempo de la escritura del novelista que nos interesa. No obstante, a pesar de un contexto de creación completamente diferente, nos inclinamos a pensar que existen similitudes sorprendentes, así como un conjunto de invariantes en la naturaleza humana por lo que respecta a su capacidad para concebir, inventar, reconstruir mentalmente un mundo paralelo al mundo visible y palpable que nos sirve de referencia. Y es en este paso de lo prediscursivo a lo discursivo, en la verbalización de la experiencia cinegética vivida, experimentada, donde podríamos, tal vez, imaginar un punto de encuentro, o seguir un sendero casi borrado por tantas huellas de tinta, entre el relato de los orígenes y el origen del relato de caza de Miguel Delibes.

El útil conceptual de C. Ginzburg, conocido bajo el nombre de «paradigma cinegético», presenta la ventaja de incorporar la reciprocidad comunicativa -a la que el novelista se ha mostrado siempre tan sensible- entre el emisor del texto y el receptor. Con la superación explícita, por añadidura, de una estética fundada en la simple reproducción, en un reflejo por definición inalcanzable y caótico. Antoine Compagnon, en su faceta de historiador de la teoría literaria, hace suya la formulación de Ginzburg insistiendo en la reproducción paradigmática por parte del lector de los gestos intuitivos del cazador, cuando se entrega a la reconstrucción mental de la historia que le proponen, pero en sentido inverso, es decir yendo de lo verbal a lo que pudo (o no pudo) existir antes del ordenamiento artístico del verbo. Leamos sus palabras al hilo del comentario a una obra de Terence Cave, Recognitions: A Study in Poetics:

La mímesis está pues perfectamente liberada del modelo pictórico, para ser religada esta vez al paradigma cinegético, que Cave toma prestado al historiador Carlo Ginzburg y que hace del lector un detective, un cazador al acecho de indicios que le permitirán dar un sentido a la historia. El signo de reconocimiento en la ficción remite al mismo modo de reconocimiento que la huella, el indicio, los pasos, la firma y todos esos otros signos que permiten identificar a un individuo o reconstruir un acontecimiento.


(154)                


Miguel Delibes ha comparado la creación del personaje a una tarea semejante a la investigación del detective, cuyo objetivo es desenmascarar al hombre, dejarlo al desnudo y ofrecérselo al lector en su secreto y en su unicidad. Huroneando en algunos de los escasos escritos -si bien siempre clarividentes- en los que el autor teoriza sobre su práctica de novelista, es bastante curioso observar de qué manera, en el curso de puntualizaciones capitales, en algunos de los momentos álgidos de su reflexión, Delibes recurre al léxico de la investigación policíaca o al de la cinegética para expresar exactamente su pensamiento. Sucede por ejemplo, en lo concerniente al léxico del «sabueso», cuando el escritor decide hacer más explícito, más preciso, el famoso tríptico que resume su concepción de la novela: «[...] mi concepto de novela puede parecer a estas alturas un poco anacrónico. Para mí, una novela requiere un hombre (un protagonista), un paisaje (un ambiente) y una pasión (un móvil). Estos elementos, engranados en un tiempo nos dan una historia [...]». (España... 166). Los casos son todavía más numerosos por lo que toca al vocabulario de la caza aplicado a la teorización del acto creador, ya sea a través del étimo de la palabra o en su sentido literal actual (tal como ha sido empleado por el propio Delibes en las líneas de justificación sobre la presencia de Viejas historias de Castilla la Vieja en el segundo volumen de su Obra completa6): «Captar la esencia del hombre y apresarla entre las páginas de un libro es la misión del novelista. Una buena novela no es sino eso, y el libro será tanto mejor cuanto más sinceramente se haga» (España... 131). Toda esta serie de coincidencias terminológicas no puede deberse simplemente al azar, y esconde, sin duda, convergencias ante la problemática de la creación literaria mucho más sustanciales de lo que, a primera vista, parece. El paradigma primordial puesto en evidencia por C. Ginzburg, la necesidad sentida en un momento dado por los pueblos cazadores de fijar, aunque sólo fuera oralmente, a falta de útiles más sofisticados como la escritura, variaciones de la peripecia cinegética (a modo de concentrados de la experiencia cazadora vivida por los ancestros, convertidos, con el discurrir del tiempo, en matrices narrativas capaces de dar nacimiento a marcos más elaborados, base de relatos con una estructura más compleja), parece ser portador, desde su periodo germinal, de la doble narratividad, entre lo factual y lo fabulado, característica de los textos de Miguel Delibes cuyo punto focal es la caza. Doble narratividad que comporta, en filigrana, una de las interrogaciones recurrentes y fundamentales de la poética, desde la Antigüedad hasta las escuelas de teoría literaria más recientes: la relación huidiza entre la Literatura y lo que conocemos bajo el nombre de realidad.

La escisión aparente entre lo factual y lo relativo a la ficción se resuelve en Delibes mediante mecanismos de hibridación, correspondencias veladas o literales. Y se refuerza gracias a la indefinición sistemática de fronteras entre los géneros, auspiciada por profundas y tenaces concomitancias lingüísticas o tonales. El elemento determinante, en el fondo, no es la primacía cronológica de una u otra de esas formas literarias en la obra del novelista. El fenómeno más notable reside en el hecho de que utilice, alternativamente, una escritura de fabulación o una escritura fáctica, en correspondencia con la presencia de cazadores reales novelados (Ratero) o totalmente inventados, tendiendo, entre todas las variantes, entre todas las combinaciones experimentadas, pasarelas que afectan a todos los estratos textuales y nos recuerdan el gusto del escritor por la reiteración en el sentido más amplio. Se puede suponer que la postura de los cazadores-contadores-de-historias del Paleolítico no estuvo, en lo esencial, muy alejada de la que adopta Delibes: por una parte, el narrador de historias interesado en dar una pátina de realidad, tratando de ser lo más fiel posible a lo referencial, con el objeto de transmitir una ciencia útil, primaria, de lo cinegético; por otra parte, el narrador «artista», por decirlo de alguna manera, inclinado a la fabulación, dotado para el manejo de las palabras y con el presentimiento o la conciencia de su poder, más propenso a dejar de lado el caos de lo vivido, buscando producir en sus auditores un efecto más allá de lo práctico y lo contingente, por medio de una disposición del relato vuelto sobre sí mismo, con la autonomía y el horizonte de lo imaginario.

No obstante, donde más se distingue la producción delibiana del esquema de este eventual relato originario, tanto como de los de la literatura cinegética tradicional, es en la dimensión metafórica y (o) simbólica, a través de la cual sus historias de caza alcanzan una significación universal, y ello de manera cada vez más pronunciada. Por ejemplo en las escenas de caza que jalonan y articulan las anécdotas de Las ratas, donde la animalidad que se cobija en el hombre sostiene los resortes de la intriga, o en la sucesión de algunas de las peripecias cinegéticas de Viejas historias de Castilla la Vieja y de El hereje, que desembocan en una caza espiritual, en una búsqueda de revelación, acompañada de una caza de amor en el sentido más tradicional o, en el extremo opuesto, en una verdadera cacería humana, avatar de las múltiples manifestaciones de «esa extraña experiencia del hombre a la caza de su semejante»7 que en la Historia han sido. Otro rasgo distintivo nace de la coherencia con la cual la exaltación de las vivencias del cazador, más o menos travestidas por procedimientos artísticos, así como la nostalgia del primitivismo que empapa a muchos de sus personajes, se engarzan con los otros grandes temas de la obra y se insertan en la estructura global de los relatos. Signo paradójico de una suerte de aculturación (y del enriquecimiento consecuente) de la temática. El caso más revelador, si seguimos los pasos de Gonzalo Sobejano, sería el de la problemática de la autenticidad, puesto que, en palabras de este gran conocedor del novelista, la caza se configura como «una actividad desinteresada en la cual el sujeto realiza [...] su voluntad de ser auténtico» (Novela... 118). La originalidad de Miguel Delibes, por lo demás, reside en esta fusión de lo fáctico y de lo metafórico, en su capacidad para universalizar a los personajes cazadores partiendo de su singularidad terruñera, en su habilidad para imbricar los elementos obsesivos de la cinegética en los otros grandes temas, siguiendo un encadenamiento y una relación intertextual que se aproximan a la técnica del mosaico, sin que en ningún momento el lector tenga la impresión de un añadido, de una disonancia, de una parada momentánea de la trama. Más bien todo lo contrario: colocando las escenas de caza -es el caso de Los santos inocentes- en una posición privilegiada, a modo de espina dorsal del relato. Ya que son indudablemente la idiosincrasia de los personajes, así como el mundo rural en el que se «desviven», por decirlo con palabras de otro ilustre Miguel, desde el nacimiento hasta la muerte, o bien -en el caso del cazador de la ciudad provinciana, el protagonista de los tres Diarios- el mundo natural al que les gusta volver para regenerarse con un baño de primitivismo, los que reclaman la presencia del universo cinegético en la historia.

En cualquier caso, parece absolutamente necesario hablar siempre en plural tanto del personaje cazador como del microcosmo que los hilos de su existencia imaginaria tejen en el relato. De la misma manera que el escritor, en sus textos referenciales, llama la atención del lector sobre el hecho de que no hay dos «cazatas» idénticas, a pesar de la repetición del marco espacial y de los protagonistas, observamos constantemente, recorriendo las novelas o las narraciones breves, que cada uno de los protagonistas cuya existencia gravita con más o menos fuerza en tormo a la cinegética engendra un mundo autónomo. Las salidas al campo en plenitud de Lorenzo tienen poco que ver con la caza agónica, de supervivencia, de los rateros. La caza pasional, entresijo de pulsiones y opresiones, de Los santos inocentes está a años luz de las variantes del ejercicio tratadas en El hereje, como si el escritor, aparte de su trasfondo metafórico -caza de amor o caza humana motivada por la intolerancia- quisiera completar el cuadro de modalidades cinegéticas poco o nada tocadas en novelas anteriores: caza con hurones, con reclamo y otras -liebre con cayada - que por haber ocupado ya amplio espacio en libros como Las ratas se reduce a alguna pincelada complementaria, descubriendo nuevas contingencias de tal o cual forma de caza que completan el abanico. Sin embargo, y esta particularidad hace que este conjunto de narraciones sea fascinante desde un punto de vista estrictamente literario, cada relato autónomo remite a la totalidad a través de un juego de espejos que afecta por igual a la relación entre escenas dentro de un mismo texto (cuando comprobamos, por citar un caso emblemático, que los ojeos de Los santos inocentes combinan narración in extenso y presentación sintética de los lances) o entre relatos independientes que se completan armoniosamente a distancia. El novelista ha conseguido conjuntar la unicidad en la reiteración, mediante un proceso de redundancia verdaderamente articulada. Al variar el tono, el punto de vista, la técnica de la narración y la anécdota, la reiteración no se limita a la simple repetición. No se traduce sólo en eco, sino en recreación, en nuevo destello, en extraña familiaridad. La redundancia no es nunca gratuita, sino significativa y, en el interior de un mismo relato, o cabalgando entre los textos, nos recuerda sin cesar que no hay unicidad sin totalidad, ni totalidad sin unicidad. Se puede afirmar que cada relato cinegético, en la obra de Miguel Delibes, compone una pieza del vasto puzzle verbal que seria la concreción visible de la conciencia creadora del novelista: al desear -instintivamente- que todas las piezas del mecanismo encajen, más allá de los límites textuales o genéricos, como partes de un todo.

Se puede deducir igualmente de nuestras observaciones que el relato cinegético permite a Delibes «ficcionalizar» las grandes cuestiones filosóficas o ideológicas por las que se siente atraído, pero no a la manera de pegotes, digresiones o incisos abstractos, sino injertándolas en la médula de la trama y dramatizándolas según sus necesidades: la libertad encarnada por Lorenzo o Nini; la explotación del hombre por el hombre sobre la que se basa la relación entre Paco y el señorito Iván; la problemática de la justicia, el cristianismo de los orígenes, la fraternidad que sirven de fondo a las discusiones en el tollo entre Cipriano Salcedo y Pedro Cazalla; la utopía del retorno a la Naturaleza, el primitivismo y la inocencia como refugios de autenticidad que acompañan la iniciación a la caza de Daniel el Mochuelo; la violencia fratricida, la ruptura del equilibrio entre el hombre y su entorno, la neurosis colectiva de un mundo artificial y deshumanizado, la cosificación o la mecanización de la existencia que son el trasunto de muchas de las novelas o libros de viajes (en Usa y yo algunas formas de caza actuales ilustran esta preocupación) y asimismo la materia reflexiva de la mayoría de los diarios de caza, en los que la caminata cinegética termina convirtiéndose en paseo filosófico, en los que el cazador acaba dando prioridad a las preocupaciones ecológicas que pueden rastrearse ya en algunos en pasajes de Diario de un cazador y nos llevan, en último término, hasta el diálogo humanista que es La Tierra herida. ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos?

El tema de la caza es indiscutiblemente uno de los más antiguos del imaginario humano. Sin embargo, en pocas ocasiones ha sido tratado en literatura por sí mismo. La mayoría de los autores de relatos de ficción, desde Erec y Enide, de Chrétien de Troyes, o la versión Béroul de Tristán e Isolda, lo incluyen, en general, en figuraciones mucho más vastas, como fue el caso en la Antigüedad. De todos modos, la persistencia de motivos que reaparecen periódicamente bajo nuevas formas literarias, en áreas culturales muy diversas, lleva a pensar que la temática que nos ocupa encierra un nudo de imágenes primordiales y arquetípicas, bien enraizadas en la memoria colectiva y transmitidas por la tradición oral o escrita. Y ello a través de canales que van de la poesía más depurada (San Juan de la Cruz) hasta las historias más rabelesianas. La publicación de testimonios autobiográficos en el siglo XVIII, de sucesos novelados durante todo el XIX y el XX, sobre todo en Francia, no remite en puridad a la novela propiamente dicha, aunque puedan verse en esas historias los relatos fundadores de una veta que va a manifestarse a lo largo de los dos últimos siglos, no solamente en Europa, sino a una escala planetaria y bajo la pluma de autores que gozan de gran prestigio: Horacio Quiroga, Camille Lemonnier, Ernest Hemingway, Yasushi Inoue, Jim Harrison, Guillermo Arriaga y algunos otros. Las novelas que toman la caza como eje temático central o exclusivo, a la manera de El mundo de Juan Lobón, del malogrado Luis Berenguer, premio de la crítica en 1968, de novelas con pretensión introspectiva al modo de Le guetteur d'ombre, de Pierre Moinot, o del relato iniciático «La caza al jabalí», de Ernst Jünger, son relativamente escasas y recientes. Más alejado del novelista de Valladolid, un eslabón esencial en esta cadena de narraciones cinegéticas, casi ininterrumpida desde los primeros relatos al calor del fuego, así como el potencial novelesco del tema, deben tal vez buscarse en su presencia, episódica o constante, en la obra de algunos grandes autores adscritos al costumbrismo o al naturalismo hispánicos (Pereda, Pardo Bazán, Clarín) o en escritores franceses del calibre de Maupassant8, Flaubert, Genevoix, Yourcenar (a través de la voz del emperador Adriano, también a caballo entre lo fáctico y lo inventado, desgranando magníficas escenas o meditaciones sobre la pasión por la caza) y muchos otros que sería prolijo citar. Parece, en cualquier caso, bastante azaroso intentar descubrir influencias precisas de otros novelistas en la literatura cinegética de Miguel Delibes. Si los paralelismos y afinidades se revelan oportunos, la identificación de préstamos directos es mucho más problemática, por no decir imposible. Lo que refuerza la tesis9 según la cual el nacimiento del tema apunta fundamentalmente en Delibes a lo biográfico, a la cultura familiar, lato sensu, es decir a su «circunstancia» en el sentido orteguiano de la palabra. Se puede afirmar, desde la perspectiva de la historia literaria, que la gran originalidad de nuestro novelista consiste en haber sacado un nuevo destello a este tema universal partiendo de sus vivencias y de su estética personal. Como siempre en literatura, y aunque parezca una perogrullada recordarlo a estas alturas, el valor reside en una singularidad cuajada de resonancias. Julio Cortázar lo recuerda en sus escritos teóricos sobre el cuento:

[...] Cuando decimos que un tema es significativo [...], esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios [...]; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que [...] lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente [...].


(389)                


Delibes lo expresa con su lucidez habitual: «Cada novelista es un ser que le pone un tamiz a la vida para quedarse con los ingredientes que le conviene y con ellos urdir una trama. Pero la vida se repite y, por ello, antes que la originalidad de un tema, el lector suele buscar en cada novela los nuevos reflejos que aún pueden arrancarse de temas ya usados». (España... 165).

En suma, en la literatura cinegética delibiana, en el imaginario del cazador-escritor de la Vieja Castilla, se funden, por una parte, el conjunto de recursos narrativos decantados durante siglos por varias generaciones de novelistas y, por la otra, el legado de una experiencia inmemorial cristalizada en la existencia de hombre de aire libre a la que siempre ha tendido el autor. Su fuerza y su veracidad nacen, sin duda, de esa imbricación entre lo instintivo y lo verbal, de la captación de un universo que desaparece -lo que Jenofonte denominaba en el siglo IV antes de J. C. la «modesta caza pedestre», con los ambientes que la propician- a través del entramado verbal que va a otorgarle permanencia en el tiempo. Las historias de caza de Miguel Delibes, como todas las que han salido de su pluma, nos atrapan porque están situadas en el territorio y en el tiempo universales de la Literatura.






Bibliografía

  • Alvar, Manuel. El mundo novelesco de Miguel Delibes. Madrid: Gredos, 1987.
  • Compagnon, Antoine. Le démon de la théorie. Littérature et sens commun. Paris: Seuil, 2001.
  • Cortázar, Julio. «Algunos aspectos del cuento». Del cuento y sus alrededores. Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares (Compil.). Caracas: Monte Ávila 1993.
  • Delibes, Miguel. Obra completa, tomo II. Barcelona: Destino, 1966; tomo IV, 1970.
  • ——. Mi vida al aire libre. Barcelona: Destino, 1990.
  • ——. El último coto. Barcelona: Destino, 1992.
  • ——. España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela. Barcelona: Destino, 2004.
  • García Domínguez, Ramón. Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión. Barcelona: Destino, 1985.
  • ——. Miguel Delibes. Un cazador que escribe. Alcalá de Henares: Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares / Fondo de Cultura Económica de España, 1993.
  • Ginzburg, Carlo. Mythes, emblèmes, traces. Morphologie et histoire. Paris: Flammarion, 1989.
  • Leguineche, Manuel. Texto y fotos. «De caza con Delibes». El País semanal (18 de septiembre 1978): 14-9.
  • Sobejano, Gonzalo. Novela española de nuestro tiempo (En busca del pueblo perdido). Madrid: Mare Nostrum, 2005.
  • Umbral, Francisco. Miguel Delibes. Madrid: EPESA, 1970.
  • (El) Urogallo. «Especial Miguel Delibes» (junio 1992).
  • Zulaika, Joseba. Caza, símbolo y eros. Madrid: Nerea, 1992.


Indice