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Miguel Veyrat

Los ojos de la esfinge

Quien haya tratado al autor de este libro y leído sus escritos, habrá visto en él, acaso en primer término, al hombre de insaciable sed intelectual y conmovedora cercanía afectiva a los otros hombres. Por su curiosidad intelectual, cabría aplicársele la máxima terenciana de que, en cuanto hombre, nada humano le resulta ajeno; pero, por su compasión ―en sentido etimológicamente puro―, le vendría aún mejor la corrección que de la misma hizo Unamuno, quien desconfiaba de la abstracción de lo «humano» y se aferraba cordialmente al hombre concreto, de hueso y carne: razón por la cual rehízo la máxima hasta convertirla en «soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño»: al cabo, todos próximos o prójimos.

Un paso más allá, en el mito personal del autor alienta una idea de la cultura no como excrecencia ornamental de la vida, como podría serlo la erudición; sino como la linfa de esa vida. Esa linfa recorre el ser propio y lo conecta con el cuerpo colectivo de la humanidad orgánicamente una, aunque actúe y se exprese en varias lenguas, bajo diversos yugos, tras diferentes escudos ideológicos, en el contexto de circunstancias históricas alejadas entre sí. De modo que la cultura, según la entiende Miguel Veyrat, no aparece como un tejido abigarrado de citas o una capa hecha de mil retazos, sino como el conjunto de manifestaciones en que se registra un sentimiento o tema determinado en épocas, lenguas y lugares distintos.

Lo anterior alcanza sazón cuando el autor da cuenta de su aventura espiritual, con los utensilios que ha puesto la vida a su disposición según las circunstancias y los momentos. Durante mucho tiempo, la poesía estuvo como ausente en él, embozada bajo otras ocupaciones perentorias. Por entonces, Veyrat era un lector devoto de poesía y de otros géneros, pero su trayecto intelectual y su postura moral se desplegaban principalmente en sus tareas como analista geopolítico, corresponsal de prensa y televisión en tales o cuales países, inspirador o director de proyectos culturales o periodísticos. Un primer libro de poemas, muy lejano en el tiempo (1959), había quedado como testimonio de una prehistoria creativa donde las emulsiones de la intimidad tendían a revestirse con ecos de lecturas aún no desleídas del todo en la masa de la sangre. Fueron transcurriendo los trabajos y los días, y entre tantos afanes el poeta quedó como en estado de latencia, enmudecido para la poesía. Y así fue durante años hasta que, inesperadamente, aquel poeta en barbecho al que habían zarandeado los vientos de la historia ―antes de que esta se erigiera canónicamente en Historia, ahora con mayúscula― volvió a la escritura poética para hacer de ella el centro cada vez más absorbente de su actividad. En consecuencia, no creo mentir, y ni siquiera exagerar, si digo que la vida de Miguel Veyrat, al momento presente, solo puede leerse a la luz de los versos propios y de aquellos que, compuestos por otros, ha ido haciendo suyos. Y no es que le hayan abandonado sus restantes preocupaciones, sino que todas ellas aparecen sub specie poesis.

Haré aquí una apostilla que resulta pertinente. Acabo de referirme a los versos suyos y ajenos, a sabiendas de que estas categorías en él no tienen el significado más habitual. Veyrat es un lector familiarizado con numerosos poetas y tradiciones de escritura, así como un reputado traductor, labor alentada por el mismo espíritu de su escritura creativa. No sería inexacto considerar propios ―suyos― los versos que ha vertido de otros autores, no en el sentido de autoría o posesión, sino en el de concordancia íntima con ellos o participación espiritual en ellos: propios sí, aunque no de su propiedad. Y al contrario, si nos referimos a los versos enteramente suyos, habrá pocos que no estén estremecidos por las palpitaciones de otros versos de autores con los que con-siente o a los que contesta. Como su numen tutelar Rimbaud, él es un otro (que está, sin embargo, en él), y los otros son irisaciones en las que parpadea su yo más íntimo. Esta circulación de una identidad que, sin dejar de serlo, desborda las cuatro paredes del yo claustral hace de Miguel Veyrat, principal y estoy por decir esencialmente, un poeta. Su mirada es la de un poeta, como su propuesta de conocimiento y la textura de su emoción. La espiración de lo subjetivo permeando las cosas del mundo hace que todo en él ―más, más todavía: todo él― pase por el tamiz de la lírica.

Su inmersión poética ha seguido un curso de decantación constante, en el que le han guiado las voces de otros autores tal como se escuchan en la caja de resonancia de su sensibilidad. Respecto a la progresión estética, el modo de resolver la tensión entre fidelidad a los orígenes y crecimiento evolutivo es peculiar en Miguel Veyrat; en realidad, es distinto en cada autor, aunque hay ciertas tendencias generales más o menos reconocibles. Algunos poetas crecen como tales en la medida en que se alejan de su foco primero de irradiación; avanzan al ir borrando las señales de sus inicios. El resultado es un trayecto desde cuyo término apenas puede verse ya el lugar de arranque. En otros, la fidelidad a sus raíces refrena su evolución, como si esta implicara una desconexión de lo más personal de su estilo y de su universo temático: la congruencia interior de su escritura lo es en detrimento de su variedad y desarrollo. En un tercer tipo de poetas, existe un avance diríase que en espiral, cuya referencia inesquivable es un núcleo al que remite todo el movimiento, ya sea abriéndose hacia territorios cada vez más amplios, ya cerrándose paulatinamente hacia un centro que está siempre más al centro. Miguel Veyrat corresponde, si no me equivoco, a este tercer grupo; y dentro de él, a los que van de fuera adentro, y no al revés. Hay en su poesía una evolución evidente, pero mantiene en su devenir unos universales poéticos de los que no se desprende nunca. Lo cual hace que los libros de Veyrat sean siempre, y lo parezcan, manifestaciones de una misma voz que escudriña en su interior y se va depurando, paso a paso, hasta quedar recogida en su expresión justa. Los poetas que en su día le sirvieron para diseñar su mundo permanecen en el sustrato de toda su creación, solo que cada vez más indistintos en el cuerpo de su voz personal, en la que terminan disolviéndose.

Si se deja a un lado aquella entrega juvenil de 1959, su asentamiento creativo se inicia en 1975 con Antítesis primaria, desde donde va avanzando hasta Edipo en Chelsea (1989), hito señalado de su maduración. En El corazón del glaciar (1990) y los libros que le siguen en los años noventa, la voz del autor aparece ya cuajada. En la primera década del siglo xxi, Veyrat ha publicado los cuatro libros de los que se han espigado los poemas de esta selección: La voz de los poetas (2002), Babel bajo la luna (2005), Instrucciones para amanecer (2007) y Razón del mirlo (2009). En buena medida, en ellos están todos los ingredientes culturales que figuraban en sus anteriores publicaciones, aunque ahora no como un abrigo que enriquece, pero también oculta, su forma personal de decir, sino como un constituyente entre otros de su estilo más logrado, más definitivamente suyo: allí donde parece que ha depuesto sus armas, exhausta, la retórica. Sería irrelevante, aunque posible, rebuscar los ecos de otros poetas en el último libro representado en esta antología, Razón del mirlo, dado que en él la antigua taracea de las influencias, que el autor reconoce siempre tan humilde como orgullosamente ―si vale la paradoja―, ha dado paso a un texto unitario donde han desaparecido las suturas del primitivo collage, pespunteado en unos signos gráciles pero terminantes, definitivos.

En Miguel Veyrat, en fin, se escucha la voz de los poetas ―un sintagma que da título al primer libro de esta tetralogía―, que, en sus cruces y combinaciones, delimita «un canon agónico interminable de sentido» en cuya secuencia busca denodadamente hacerse un lugar. Los múltiples asedios a los autores admirados conforman un arquetipo plural, a través de una corriente que unifica sus diversas presentaciones y en la que se ahílan desordenadamente «los versos del autor de Gilgamesh, Mallarmé, Guillaume d’Aquitaine, Guillaume de Machaut, Guillermo Carnero, Heráclito de Éfeso, Dante Alighieri, Góngora, Lucien Blaga, Horacio, Eliot, Jaccottet, Juan Ruiz, Hopkins, Aleixandre, Edmond Jabés, Melville, Fernando de Rojas, Machado, Celan, Jacques Darras, Luis Cernuda, el filósofo Cioran o entre otros nuestro casi olvidado e imprescindible ―¡en tiempos de penuria!― León Felipe con cuyos versos y los de César Vallejo entrevero yo los míos», según declara el autor, muestra de explícito reconocimiento, en una nota de Babel bajo la luna.

Es probable que quien así escribe desee mostrar la saga simpática de su santoral poético más que una relación pragmática de influjos literarios. Habría que ser un empinado para creer que uno influye sobre sus influjos, escogiéndolos sin mediatizaciones, siendo así que están en gran medida determinados por el azar ―que es el que dispone las lecturas a que tenemos acceso― o por el prestigio creado por levas sucesivas de lectores que nos han precedido. Un autor llega a nosotros porque la ocasión lo quiso, en tanto que otro, que hubiera sido o menos o más importante que el anterior, nunca llamó a nuestra puerta. Y de nada vale empecinarse en probarlo todo, en leerlo todo (un camino seguro, eso sí, para estragarse el paladar y acabar sin poder discernir nada). Aun así, el cartograma artístico de Veyrat señala los ingredientes que conforman no tanto una palabra conseguida como un espíritu anterior a cualquier adscripción estética. De otro modo: por caminos sinuosos, fragosos o interrumpidos, llevado a ciegas por el seguro azar de que hablaba Pedro Salinas, el poeta accede a la historia literaria y toma de su botica esas marcas que convienen a su patria emocional. De esta manera la literatura delimita un territorio que ya estaba allí, como si aquello que escoge el autor artísticamente apuntalara lo que corresponde a la naturaleza de las cosas, y en cuanto tal le vino dado.

Si tuviera que concretar en pocas palabras, las que tienen cabida en un prólogo como este, el núcleo creativo de Miguel Veyrat, habría de recurrir a lo que tantas veces, en prosa y en verso, ha dicho y escrito: la tradición en que se inserta y de la que se erige continuador es la emanación de un espíritu primordial que antecede a la codificación organizada por la razón y por sus dioses. En él se reflejan el estupor y el misterio, la fraternidad humana, el espanto y el éxtasis, que sobrevuelan por sobre la superficie de lo explicable a la luz pobre de la lógica discursiva. Ese es el soplo, animus, que da vida a las obras de arte (poemas y melodías, estatuas y ritmos, cuadros y megalitos) con las que el hombre ha querido meter el dedo en los ojos de la Esfinge, atreviéndose a saber, retornando a la fuente de los orígenes; allí donde las palabras bailan, balbucean, tropiezan y terminan cayendo, pávidas, al suelo del texto. En suma, es esta una poesía que pretende captar ―capturar― lo huidizo, acotar el hueco donde los significados deben ser adivinados en el magma de los sentidos anfibológicos aplicables, en primer término, a la máxima que encabeza el libro ―«Cum solo sale et sole sile»― y, por irradiación, a todo él. Pues el reformador del palacete en que se ubica la puerta mágica cuya inscripción preside esta antología, Colin-Gondrand Veytrius ―un ancestro y precursor de nuestro poeta―, gustaba de torcer el cuello a las palabras latinas grabadas en el dintel para habilitar lecciones irreductibles a lógica. Su laconismo lapidario hace de ese aforismo no una caja fuerte que contiene unos sentidos dados, contantes (y constantes) y sonantes, sino un sistema que los produce. La apertura semántica de un sentido que explota, como una granada, en direcciones múltiples, alumbra el territorio de la polisemia en el que la poesía va dejando rastros de claridad que se entrelazan y complementan en bucles simultáneos de significación.

Estamos ante una escritura que rehúye la figuración realista, la estabilidad representativa y los ritmos prefijados según un determinado compás. La lectura de uno de estos poemas no se deja mecer por las cláusulas métricas que se establecerían al comienzo de la composición y llevarían de su mano, sin apreciable esfuerzo, a quien se engolfara en él. Y eso que no considero que tal facilidad, aquí inexistente, sea intrínsecamente mala, como sostienen algunos partidarios de las dificultades porque sí, pues al retirarse los obstáculos y propiciarse el balanceo musical en la cuna del metro se favorece una más fluida destilación de la ideas. Sin embargo, Miguel Veyrat ha renunciado a estas pautas metronómicas y musicales, lo que deja los versos en los puros huesos, sin otra cobertura que la que les presta un ritmo poco marcado que se va rehaciendo de continuo, y la precariedad de las palabras. Una precariedad, por otro lado, que corresponde al desamparo último de quien habita a la intemperie: «Tengo miedo tengo frío/ bajo la capa dorada/ de este preludio de fuego/ que será asolado otoño/ de luz crepuscular». Frente a los poemas en los que el lector encuentra aquello que había supuesto, o, cuando no, es asaltado por estímulos que encajan armónicamente en su receptividad, los de Veyrat deben ser asumidos mediante un ejercicio de la voluntad, pues requieren la determinación de bogar hacia ellos, ya que ni atienden al razonamiento encadenado ni utilizan como excipiente los dulzores de la forma. Al contrario, estos versos prescinden de los referentes argumentales, desandan el camino del discurso logocéntrico y parecen mirar hacia atrás, como a un estadio previo a la sistematización social de los relatos que organizan la vida colectiva. Es ese un lugar inestable en el que se desvanecen algunos ecos de un mundo antecedente, colonizado por mitos transculturales; un mundo no sometido ni a la cruz ni a la espada, ni a las palabras del poder. El lenguaje con que se vertebra este espacio arrastra las señas de la devastación babélica, antes de que se convirtiera en un instrumento de mercaderes, del do ut des, del sentido pactado y la confirmación de lo que nos ha sido impuesto por el comercio comunicativo.

Para poder realizar su tarea, este Miguel Veyrat en quien desembocan y por quien respiran sucesivas generaciones cuyo apellido ha ido modulándose, cambiando de piel según lo requería el trasvase de lenguas y el transcurrir del tiempo, ha debido despojarse de lo estatuido por los sistemas de dominación, por las obviedades que asoman al escaparate de los sentidos. Sabedor, como sus ancestros los alquimistas, de que el corazón de la luz es negro, su búsqueda sigue parecidos derroteros a los de la mística de todas las latitudes, tras una plenitud a la que se llega no por acumulación, sino, todo lo contrario, por purgación de lo adventicio, soltando el lastre que impide la contemplación pasiva y entregada del mundo: «Penétrame tú/ que habitas una luz/ inaccesible,/ inunda mi sangre/ del incesante flujo/ de tus testigos». Pero la purgación no surte automáticamente efectos taumatúrgicos, como si el poema que transcribe experiencias de despojamiento estuviese vinculado todavía un tiempo a aquello de lo que se desprende. Solo en la costumbre sostenida del vacío, el cuerpo desvestido se revela, un día inopinado, como un cuerpo desnudo. Ese es el signo del progreso, en realidad una inmersión, al que apuntaba atrás.

Recientemente ha escrito Miguel Veyrat que, si se acepta una cierta actividad mística, lo sería «desde un vuelo ignorante de toda promesa de felicidad que no tenga lugar sobre los altares de la tierra y del mar, en sus acantilados, sus volcanes, sus cielos, ríos y glaciares»; y concluye, poco después: «Mística de la incertidumbre, condenada a no hallar alivio al filo de llama alguna». Así que no conviene engañarse en este punto. En ese proceso no hay esperanza de eudemonismo o de salvación trascendente. Llegados aquí, la Esfinge ha resuelto conceder su nada. El hombre que habita en el poeta ha succionado los jugos de la vida y celebrado eucarísticamente la comunión con el Otro, en el que se funden cuantos seres conforman el género humano. En el espacio blanco al que propende toda existencia, se concitan las personas amadas y la vida del sujeto, resueltas en el no ser al que se abalanzó el poeta a partir de la confesión de Cesare Pavese («Verrà la morte e avrà i tuoi occhi») que, en su traducción castellana, sirve de arranque a uno de sus poemas más intensos: «[...] Cuando la niebla disuelva/ mi memoria, miraré/ hacia dentro buscando su sentido/ a las fronteras, a las llamas/ y a las rosas. Yo mismo seré/ tu última mirada. Con tus propios/ ojos miraré mi muerte». Poesía, en fin: desvelamiento.

Ángel L. Prieto de Paula

Introducción a Miguel Veyrat, La puerta mágica. Antología 2001-1011, Madrid, Libros del Aire (Jardín Cerrado), 2011, pp. 9-20.

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