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La antigua sirena

Leyenda

Alejandro Tapia y Rivera




ArribaAbajoUna carta que puede servir de prólogo

Milán... de... de...

Querido Jacobo:

Acabo de llegar de la ciudad de las góndolas a esta bella corona de Lombardía. Heme ya de vuelta y dispuesto a satisfacer tus deseos: te hablaré pues de Venecia, la que tú no has visto y que quieres conocer por mi relato, llevado de la misma ilusión y encanto inexplicable que yo también sentía antes de conocerla. Sucede así. ¡Cuéntase tanto de aquella ciudad tan singular!... Las relaciones poéticas que ha inspirado, su valimiento como república en la edad media, lo tenebroso de su historia y hasta la posición topográfica de que disfruta, son gran parte para que la imaginación de la generalidad, pronta de suyo, a apacentarse en lo novelesco, se pierda en lo infinito de la exageración. De aquí resulta, querido amigo, que tan luego como me vi en la expresada ciudad... pero no anticipemos, y déjame comenzar desde buen punto la relación de mi viaje; necesario prólogo de la historia veneciana que voy a contarte, ya que me encargas que preste dicha forma a la narración de mis impresiones.

Tú, como yo, hijo de los trópicos, sueñas con las maravillas de otros países, como si bajo el punto de vista de lo natural, tuviese nuestra Borinquen algo que envidiar a los más nombrados de otras regiones. Un cielo puro cobijando campos de eternal verdura, corrientes cristalinas, selvas de flores, pintorescas y canoras aves, céfiros   —207→   que susurran en las palmas un sol templado por la sombra de guayabos y mameyes, plátanos indolentes y bulliciosos, mangos y cafetos perfumados, naranjos de poma de oro, y por la noche un cielo transparente que alegra con frecuencia nuestra hermosa luna; ¿para qué más? Y luego la paz de nuestros campos, el grato hogar no turbado por malhechores, la fraternidad de las campesinas gentes, a quienes falta un poco más de la actividad de los vascos y a quienes no haría mal un poco menos de la indolencia de nuestros padres acrecentada por el clima. ¿No inspira, dime, no provoca todo esto a recitar con gozo la Zona Tórrida de Bello, renunciando pava siempre a las ciudades? Pero Venecia me llama, y ya voy caminando hacia ella. Son casi las ocho de la noche. La locomotora me lleva con rapidez. Bérgamo en su pintoresca altura, el poético lago de Garda, la ciudad memorable de Romeo y Julieta, la de Padua célebre por sus tiranos y por los milagros de su santo, todo ha quedado atrás, y sólo me restan algunos minutos para saludar a la ciudad de tus ilusiones. La luna me hace falta: es la luz necesaria para el cuadro de nuestra Venecia; voy a contemplarla, y las tinieblas son enemigas de la Venecia que ha forjado nuestra imaginación. En vano entono sotto voce el himno de los Druidas del grato Bellini. Estoy desesperado. Es próximamente la hora en que el astro de la noche debe aparecer. Las ocho... Sus claros por el oriente y nada más. Nubes oscuras protectoras de su misterio, cubren apiñadas su aparición. ¡Casta diosa!... Te llamaría mujer en mi furor; furor de amante burlado. Heme ya en la calzada monstruo que cual brazo de gigante parece sostener a la ciudad sobre las aguas; empero la luna se deja ver. ¡Oh cuán brillante!


Amante yo burlado,
a vista de mi amada,
olvido mis furores
y adoro su beldad.

Álzase ya: truécanse los nubarrones en conchas nacaradas, y el paisaje recibe esta bendición del cielo en forma   —208→   de peregrina luz. El silbo de la locomotora anuncia la última parada, la voz de los conductores nos dice que llegamos...

Vime pues en la góndola-ómnibus caminando hacia mi albergo. Tú no has estado allí; pero viajaba por ti y por mí, circunstancia para desear que todo me pareciese agradable; anhelando sólo que mi pluma pudiese corresponder luego a la concepción de mis pensamientos.

Después de atravesar varios canales, dejome la góndola junto a la plaza de San Marcos, excelente modelo de plaza, panorama para visto; pero no vayas a imaginar que pienso trazarte en esta carta un plano poético de la ciudad. Ya llegará la página en que esto deba ser aunque imperfectamente, y hasta entonces ten paciencia.

Sorprendiéndome la media noche en el famoso puente de Rialto, viendo pasar de vez en cuando y a la luz de la luna, alguna que otra góndola ligeramente impulsada por sus conductores. El ruido de sus remos al caer en las tranquilas aguas; la voz de «soy primero» emitida en dialecto veneciano por algunos de aquellos al pasar por debajo del puente, con el objeto de evitar el choque con los demás, eran los únicos sones que llegaban a mis oídos. A poco, perdíase en lontananza el farolillo de una góndola, apareciendo algún otro al mismo tiempo.

Preguntábame yo entonces si era un sueño realizado lo que me sucedía: si aquella era la reina del Adriático, tan bulliciosa en otros tiempos y cuya tradición es un álbum de recuerdos inapreciables. Recordaba entonces aquellas famosas regatas nocturnas por la bahía de nuestra ciudad natal, semejante a un aplacible lago y en que al resplandor de la grata luna nos paseábamos en nuestros esquifes, entoldados de verdes y aromáticos arrayanes, al compás de las placenteras danzas de los trópicos, y el eco de aquellos coros en que parecían voces del cielo las de nuestras deliciosas porteñas. ¿Te acuerdas? ¡Qué alegría para nosotros en aquella vida de juventud y de risueños pensamientos! Entonces era cuando impresionados por la tradición romancesca de ciertas ciudades de hermosa localidad, bellas mujeres o rumorosas   —209→   fiestas, dábamos rienda a nuestro numen pronto a soñar con los lugares de la poesía. Granada, Bizancio y sobre todo Venecia, eran nuestras ciudades de Europa, en tanto que Lima y la del Hudson nos sonreían en nuestra América. Era la edad, amigo mío; era la fraternidad que sólo se encuentra en la juventud; era la presencia cordial de nuestros amigos ¡ay! entre los cuales se contaba aquel a quien la muerte arrebató inesperadamente de nuestros brazos; era también el encanto de aquellas porteñas de miradas y acentos y gracias celestiales, -¿para qué nombrarlas? Entre ellas estaba la que era en aquel tiempo la reina de mi amor, como después ha sido el fantasma de mis ilusiones. Sí, amigo mío, era todo ello lo que alteraba nuestras vaporosas cabezas, lo que nos hacía delirar con los viajes y la vida bulliciosa o festiva de otros países. Nuestra aventurera imaginación daba cuerpo entonces a la poética teoría de una reina del Adriático, de la cual, sea dicho de paso, nunca vino a nuestra memoria otra cosa que el ruido tradicional de sus alegres fiestas. Poco pensadores nosotros, no nos deteníamos nunca a mirar aquella ciudad por el lado de las torturas, calabozos y misteriosas intrigas con que una oligarquía ambiciosa manchó muchas de las brillantes páginas que contiene su singular historia.

¡Ay, amigo mío! ¡qué triste es haber visto pasar la imprevisión de los dorados años! En estas y otras reflexiones semejantes se ocupaba mi mente al tender la vista sobre la Cartago de la edad media, y al darla mi saludo de viajero desde el puente de Rialto en las altas horas de la noche de mi llegada. La historia estaba ante mis ojos... pero volvamos al objeto de esta carta, amigo mío. Una novela para Jacobo, me decía. ¿Novela histórica? ¡Están ya tan manoseados sus más interesantes episodios! ¿De costumbres quizás? Singulares fueron las de Venecia; pero este género requiere larga detención y estudio, y sobre todo la pluma de un Goldoni. ¿Qué clase de leyenda podrá entonces satisfacer los deseos de mi amigo? Y sobre todo, ¿la que yo conciba logrará acaso interesarle? Grande apuro por cierto.

  —210→  

Yo que sé poco para enseñar, que conozco la dificultad de divertir, que soy, por otra parte, demasiado orgulloso para tolerar gustosamente que pretensiones exageradas por mi parte autoricen la murmuración de tanto Zoilo, fruta de todas las estaciones y más abundante de lo que se piensa, ¿para quién y por qué escribo? ¿Por qué? Escribo porque deseo satisfacer un poderoso instinto; por el propio recreo. ¿Para quién? Para mis amigos. -La gloria legítima, grande y sólida me parece sumamente difícil de adquirir; la pasajera, la aparente y de pura vanidad, aunque a fuer de hombre no me es indiferente, a fuer de cuerdo no me seduce. Escribo para ti; sobre todo esta leyenda, amigo mío.

¿Por qué la publicaré? Por una razón harto sencilla. Porque anhelo ver si por ventura mía, algún destello, no completamente pálido, de mi alma, único tesoro que creo poseer y del que, con franqueza, no estoy descontento, logra conquistarme algún amigo más, que me rinda en el fondo de su alma aquel tributo de simpatía noble y espontáneo que no me siento con fuerzas para desdeñar.

La idea pues de hallar qué contarte me preocupó al acostarme; y sólo fiado en que al día siguiente podría pronunciar el deseado «Eureka» logré dormirme soñando con mi Venecia, y no sin exclamar: acabo de realizar un ensueño de poeta; estoy... o mejor dicho, Jacobo y yo estamos en Venecia.

Un deseo realizado es un pedazo de la gloria que prometen las creencias religiosas, porque nada hay bueno ni hermoso si no ha sido deseado. El bienaventurado es aquel que sabe saborear hasta la última gota la miel que se encuentra en la realización de una esperanza vivamente concebida y largo tiempo alimentada. ¡Es tan grato sentarse al llegar a la cumbre, y jadeante y sudado aún contemplar ya vencida la altura que se ha subido!...

El sol me despertó; tomé el desayuno y me lancé a la calle. Esperaba a Genaro, joven siciliano, mi compañero de viaje que se había quedado aquí en Milán y que debía llegar aquella noche a Venecia; y, por otra, parte, quería visitarla solo, perderme en la ciudad, sin más   —211→   guía que el lenguaje mudo de sus monumentos y sus costumbres; sin más pensamientos que los que me inspira su historia que la abandona en lucha con la actualidad que la destruye; sin más compañía que mis propias impresiones. ¡Cuántos monólogos recité! Pero no, hablaba contigo, ¡oh Jacobo! y ya tenía interlocutor, y harto interesado por cierto.

Venecia, la metrópoli poderosa que extendía su cetro comercial y su marina hasta las comarcas de Oriente, la república soberbia que exitó la liga de Cambrai, la amazona fuerte que se desposaba con el mar como el único digno de compartir su famoso imperio, tan solo es un cadáver. En vano invoca el pueblo la tutela del patriciado: el patriciado murió por el abuso de su principio, legándole tan solo los hábitos del pupilaje. Llevado el pueblo a vastas empresas, pero sin propia iniciativa, fue en otro tiempo lo que quisieron sus oligarcas; estos no son hoy más que un simple nombre, una memoria, un pergamino rugoso que el tiempo y la desventura, dos polillas que todo lo destruyen, se encargan de roer y aniquilar. Colón y Gama acabaron como es sabido, con su comercio: Ceres y Flora no tuvieron allí templo; los talleres no tributan a Watt sus holocaustos; las terribles galeras se han convertido en góndolas, y para colmo de desdichas, su vecina Trieste la arranca a florones la corona del Adriático. ¿Qué hacer? Allí, donde cada piedra es un monumento, en donde cada paso revela la memoria de un hombre o de un hecho notable; aquel panteón glorioso de la paleta, del cincel y de la escuadra, Jordán de las bellas artes, de que no se puede salir sino como regenerado es tan solo un cadáver. ¿Qué debe hacer la pobre señora, la triste Venecia? Acabar de vender las perlas de sus bodas para pagar su entierro. Y gracias si después, al cabo de algunos siglos el hombre olvidadizo tiene a bien escribir sobre su losa lo que nosotros: «Hermosa muerta, duerme y descansa en paz.» Reflexiones tales sugeríame el paseo que daba por las calles de la ciudad.

El palacio del Dux me pareció el templo de una religión sin altares, y en donde vaga tan solo la sombra   —212→   de aquellos ídolos que ya no pueden intrigar ni ambicionar. El arsenal guardaba silencio. Los nuevos patricios no son padres de Venecia, y por consiguiente no hacen nada por él. Cada pueblo tiene en alguna de sus instituciones la fuente o la fuerza de su vida. Venecia, era su arsenal; toda ella estaba en él, vivía de él, se engrandecía por él. Enmudecido hoy, casi muerto, todo el pueblo participa de su atrofia. Los muelles, toda la ciudad guardaba silencio; la ciudad del jueves santo católico y del domingo protestante. -¡Cuánto extranjero veíase por sus callejuelas silenciosas buscando como yo tal vez alguna impresión, alguna historia que contar a su regreso sobre la hermosa y rara Venecia tan descrita y decantada! Una cosa causábame sorpresa y se me hacía inaceptable, puerilidad ridícula, pero que la cuento porque acaso no será mi caprichosa mente la única por donde semejante puerilidad haya pasado. No podía conformarme con que en la ciudad de las aguas, se pudiese siempre por tierra, ni con que en la patria de lo fantástico y poético se viviese al estilo prosaico del continente. Habíame fingido, como tú lo habrás hecho, para Venecia, una vida extravagante, sin descripción ni paralelo posibles, y completamente extraña a la de las demás ciudades. Todas las venecianas habían de ser hermosas, enamoradas y dadas a las aventuras y galanteos misteriosos. El gondolero era para mí un ser pintoresco y lleno de discreción, testigo de muchas cosas (en eso tal vez no habrá mucho de irrealidad). El canto y la poesía eran inseparables de los canales con todo aquello de trajes vistosos, mascarillas y músicas magníficas.

Buscaba, como te he dicho, algún asunto tradicional como más vulgarizado, y nadie sabía brindarme con alguno que me pareciese a propósito para contener la índole de mis deseos; cuando he aquí que en la víspera de dejar la ciudad para venir a esta, se me presentó la ocasión de llenar mi objeto.

Ya te he dicho que aguardaba a Genaro, mi compañero de viaje. Había llegado oportunamente y acompañádome a visitar las bellezas de la ciudad. Templos, palacios, canales, nada quedó por ver ni por admirar. Poco   —213→   es el tiempo que se necesita para visitarla como poeta o como filósofo; empero cuando el artista o el anticuario abran su cartera a los apuntes y sus ojos a la admiración, los meses enteros serían poco tiempo para saborear los primores de tantos cuadros y estatuas, de tanto trozo de esplendidez y belleza arquitectónicas, de tanta riqueza en pormenores y detalles.

Sin conceder a las bellas artes la influencia civilizadora con que en absoluto pretenden agraciarlas muchas personas por lo demás bastantes ilustradas y razonables, puesto que a la verdad, existe en el extremado descogimiento de aquellas, la música por ejemplo, alguna cosa que sensualiza demasiado a los pueblos, llevándolos al culto idólatra de la imaginación con mengua del entendimiento; influencia a que han puesto diques en algunos países el buen sentido y la cultura de las facultades del criterio, verdadero idealismo social; creo, sin embargo, Jacobo, que las dichas bellas artes, las del diseño especialmente, como una manifestación intelectual de que la humanidad no puede prescindir, al menos en su justo límite, ni han podido borrarse de la historia benéfica de la humanidad, ni dejarse a un lado como inútiles cuando se trata del progreso del hombre, ser complejo y más que otro alguno menesteroso de la armonía en sus facultades. Ahora bien, aunque esta necesaria armonía, que es el bello ideal de la civilización hacia el cual caminamos, no pueda realizarse por la sola influencia de las bellas artes, revelaciones meramente sensibles de la idea, no es menos cierto que aquellas deben concurrir siquiera como auxiliares a la grande obra de hallar y conquistar el punto prometido. Pero el imperio del arte ha terminado, porque el trono no era su lugar; si bien el sentimiento del mismo, que, es el de la belleza, alcanza o recobra su puesto de ciudadano en esa famosa ciuitas de la humanidad que se llama civilización. He aquí por qué el artista hechizado por su arte y que en su fanatismo lo creyó lo único o lo primero, gime; pero he aquí también por qué el hombre pensador, sin ahogar en sí el innato sentimiento artístico, lo subordina al igual de las demás facultades de la inteligencia, mundo en   —214→   que sólo gobierna como centro de relaciones la ley suprema de la lógica.

Hago esta manifestación, amigo mío, para que veas en ella una ratificación de mi juicio ocasionado antes por una vaga creencia, hoy fruto de mis convicciones. Acaso haya cooperado la elección de asuntos, por parte del artista; pero el culto extremado de las bellas artes, el dilettantismo sobre todo, ha contribuido en mi concepto a despertar ese sensualismo que alimenta aun hoy en su postración al pueblo de Italia. No, amigo mío, tú sin presunción de raza, sabes que se ha llamado y preténdese llamar espiritualismo a lo que no ha sido más que una de sus manifestaciones. Por el culto de la forma hase descuidado el de la idea; la fantasía ha medrado a costa del entendimiento; la miel ha sido desdeñada por los apreciadores de la cera que la contenía: en una palabra, ha faltado a los del mediodía la balanza compensadora, ese buen sentido que debe ser apoyo del hombre, de los pueblos y de las razas si no quieren anular su impulso en la palanca que mueve a la humanidad.

Pero torno a mi relación tras estas reflexiones que me ha sugerido mi corta visita a Italia. Como te iba diciendo, en Genaro el siciliano y en mí había la analogía del gusto, el deseo de ver y la mutua complacencia que tanto contribuyen a hacer agradable y recreativo un viaje. Nos hallábamos una noche, la anterior a nuestra partida, en el teatro de la Fenice, elegante morada del placer, en que no sabíamos qué apreciar más, si el gusto en los adornos o lo brillante del espectáculo; espectáculo sibarita, compuesto de una ópera y de un baile fantástico interpolados; mosaico de decoraciones, trajes, sonidos y piruetas. La inteligencia y la verdadera sensibilidad del corazón habían dejado todo su imperio a la susceptibilidad del sistema nervioso, si bien agitábase éste de una manera suave y bastante placentera. Llenaban el teatro extranjeros como Genaro y yo; ociosos ricos, ganosos de matar como inútil el tiempo en que está cerrada la bolsa; coquetas frívolas, anhelosas de ser miradas; galanes (público de anteojos), deseosos de lucir el   —215→   guante y el peinado, o acaso de encontrar con las suyas las miradas (entre bostezos) de alguna dama fastidiada de un espectáculo a que suelo concurrir por lujo, por costumbre o por la moda; sin que pudiesen contarse como minoría importantes algunos artistas verdaderos iniciados en sus respectivos misterios, y un puñado de seres lastimosamente bien organizados, que buscan con empeño y encuentran rara vez en un espectáculo puramente de expresión o de forma, algo que hable verdaderamente a su corazón con aprovechamiento de la inteligencia. Nosotros participábamos un poco de cada una de estas fisiologías, y por consiguiente sin sistema exagerado, sin llamar juicios a nuestras impresiones del momento, aunque abandonados a ellas de buena fe, gozábamos lo bastante del espectáculo sin dejar de observar a los espectadores.

Hallábase en la concurrencia una dama que fijaba mi atención, y que a juzgar por las apariencias lo había comprendido. Era hermosa, y voy en lo posible a describirla.

Facciones bellas y más que regulares, de agradable tez de nube de bonanza, ojos indefinibles, es decir, un tanto azulosos, un tanto parecidos al color que toma el mar en algunos parajes en que la profundidad no es muy notable, pero que tenían una expresión, un no sé qué hermoso y seductor, parecido a la invitación de la dudosa felicidad; una boca correcta y expresiva, en que parecía vagar una palabra voluptuosa; cabellera negra y suavemente brillante: el artista de su tocado sintió sin duda bajo sus dedos, al aderezar sus cabellos aquella noche, la blanda, flexible y resbaladiza finura del terciopelo, y al colocar sobre ellos la trenza perfumada, debió imaginarse que la cabeza de Venus recibía de sus manos la graciosa diadema de la hermosura. Su talle parecía flexible; su vestir era elegante; su mano que dejaba caer fuera del palco sosteniendo los anteojos, tenía cinceladuras deliciosas, que la olorosa, pajiza cabritilla no podía disimular. Lástima era acaso que bajo aquel guante y aquellas venas corriese una sangre demasiado ardiente para ambicionar; demasiado tibia para   —216→   el desinteresado afecto. Toda ella tenía la apariencia de las diosas que ostenta Venecia en la techumbre o cielo-raso de algunos de sus salones, y que parece que el pintor, no atreviéndose a despojarlas de su morada de nubes, las pintó suspendidas en aquellos sitios para que la tierra no las profanase con su contacto. Había, con todo, en aquel semblante cierta mezcla de desdeñoso y apasionado, de yerto en medio de la fiebre, de lacrimoso en el contento, de soberbio en la modestia, de hastío en la indiferencia y en el conjunto, que pudiera decirse que el mundo era para ella una morada de inconformidad y de proscripción. Ángel sin duda hubiérase debido llamarla, si no pareciese haber quemado sus alas en el fuego de un infierno; ángel de la soberbia condenado a vivir lejos de la paz y la dulzura de los cielos; empero como todo ángel, aunque participase de las vanidades de la tierra, debía esparcir en torno suyo cierto encanto, cierto halo de paraíso que deslumbrase como relámpago de ventura a todos los que la rodeaban.

-Creo, amigo mío, me dijo Genaro refiriéndose a ella, que merece vuestra contemplación, pero no vuestro amor.

-Es muy bella, ciertamente, respondile yo; pero la rosa oculta espinas que hacen daño. Tenéis razón, y sólo la veo y admiro como a uno de los muchos cuadros que hemos visto hoy, como a una beldad pintada por Correggio o por Ticiano.

-Sin embargo, replicó Genaro, ella no pensará lo mismo respecto de vos; tenéis el aire y fisonomía de extranjero, es decir, que debéis parecer la cosa curiosa y excéntrica. Está según dicen, por las cosas singulares, porque lo normal la mata; conoce que gustáis de ella, os envolverá en sus miradas y caeréis a sus pies.

-No se gana mi corazón, le contesté, con la belleza física solamente, amigo Genaro; los ojos no son el corazón.

-Pero éste ve por ellos, añadió, y vos dais a vuestros ojos un pasto seductor. No es ella quien nos sigue, supongo yo, y sin embargo, la encontramos en todas partes.

-Acaso vos... le dije sonriendo.

  —217→  

-Vos sois quien fijáis, se apresuró a replicarme, la dirección de nuestros paseos y espectáculos; vos trazáis el plan de cada día; yo, por comodidad o por complacencia, os sigo a donde quiera. A fe que no fui quien os condujo antes de anoche al teatro de Apolo, ni anoche al de Malibran, ni esta noche al de la Fenice, y sin embargo, en todos ellos la hemos visto.

Reíme entonces de buena fe.

-Es pura casualidad, amigo mío, le dije y continué mirando.

-¿La conocéis? me preguntó de repente.

-No, le respondí, jamás la he hablado ni...

-Tiene voz de Sirena; bien está que no la oigáis.

-Ya esperaba yo, exclamé con buen humor, que el Adriático tendría también sus Sirenas. A fe, a fe que son hermosas.

-¿Sabéis cómo se llama? me preguntó.

-¿Cómo? añadí yo en el mismo tono.

-La «Nueva Sirena.»

-¡La Nueva Sirena, amigo mío!

-Justamente, compañero, y canta y arruina y mata.

-¡Cáspita! prorrumpí, ¿y por qué la nueva?

-Porque hay tradición, me respondió mi compañero, de que allá en la antigua Venecia, en tiempos de la república, hubo una Sirena que también cantaba y arruinaba1 y mataba.

-Tradición, amigo mío, exclamé: lleno de gozo; hallé lo que buscaba. No sabéis cuánto hubiera dado por una tradición que como esa parece interesante: contádmela, contádmela.

-Os la contaré, pero el acto va a comenzar. Después, en seguida, os referiré lo que he sabido.

Hubiera prescindido de buena gana de la ópera y los espectadores y el teatro; pero no era justo privar a Genaro de su recreo, ya que tan complaciente era siempre conmigo, habiendo sobrado tiempo para satisfacer mi curiosidad. Hice sucumbir mis impaciencias y esperé.

-Bien, bien, le dijo. Presentadme la antica Sirena y os doy palabra de no volver a mirar la nuova.

  —218→  

Aquí comienza la historia, caro Jacobo. Basta ya de introducción, y adiós; que mi narración te plazca. Corrido está el telón; pronto pasa un acto.






ArribaAbajo- I -

Su poder es su belleza


La Venecia de que voy a hablarte, amigo Jacobo, es la esposa que saborea todavía algunos restos de su luna de miel; es la rival vencedora de Génova, que domina aún en los bordes del Adriático, y cuyas naves llevan su bandera nacional hasta el Oriente. Es la Venecia a quien no puede decirse todavía «Hermosa muerta, duerme y descansa en paz.»

Desde Lucio Paulo Anafesto, fundador del Dogado popular, hasta Pedro Gradenigo, fundador de la oligarquía, y desde este a Ludovico Manin, último sucesor de dichos príncipes, existen dos periodos notables en la historia de aquel pueblo. Elige pues a cualquiera de los Dux que forman la extensa línea del último periodo, y estás situado, poco más o menos, en la precisa época de la narración con que pienso entretenerte.

Si das alguna vez con cualquiera plano topográfico de las islas que en los bordes occidentales del Adriático han formado los limos del Po, del Brenta, y del Adigio, saltará a tu vista en medio de los pantanos y canales que separados de aquel mar por varias barreras de aluvión constituyen la laguna Véneta, la ciudad singular por su posición y por su historia. Asentada sobre varias islas unidas por infinidad de puentecillos, forma tres grupos principales. El más considerable de estos está separado del segundo por el famoso Gran Canal, sobre el cual se eleva el notable puente de Rialto que los abraza a entrambos. Está luego el canal de la Giudecca, que separa el grupo de este nombre de los dos mencionados, y por último la isla de San Jorge la mayor, que permanece sin comunicación junto a la Giudecca.

Comienzo pues:

Paso a Paolo, camaradas paso al gondolero-rey,   —219→   exclamaban en una tarde serena del estío varios gondoleros que cruzaban el «Gran Canal» en diversos giros.

En efecto, aquel lo atravesaba tomando hacia la «Riva degli Schiavoni», de vuelta del puerto del Lido, en donde acostumbraba a pasearse por las tardes siempre que sus tareas lo permitían.

El Lido de Palestrina es una lengua de tierra que cerrando parte de la laguna proporciona a esta el famoso puerto o entrada de su nombre. En el Lido había y aún hay viñedos y huertas y jardinillos; habitándolo pescadores y hortelanos.

Allí junto a aquellas playas, entregaba el mancebo que acabo de mencionar, su esquife a merced de las olas apacibles, y su mente a la dulce vaguedad que tanto place a los seres de natural apasionado. Gustaba Paolo de admirar el franco horizonte de la tarde a puestas del sol, cosa tan admirable y poética sobre todo en los pueblos del mediodía.

Era joven como de diez y nueve años, de regular estatura y robustos miembros, y en su semblante agraciado se mostraban con todo el brillo de la juventud, con toda la fuerza varonil y con toda la dulzura de la bondad de alma, los ojos negros propios de su raza. Era menos rudo en sus traheres que los demás hombres de su clase y aunque ignorante y sin otra educación que la que alcanzaba la generalidad del pueblo en sus tiempos y país, era de ingenio vivo y pensaba y sentía con más discreción y delicadeza de las que podían esperarse de gente de suyo tosca y de poco pulimento; pudiendo decirse con razón, al ver su mirada inteligente, su frente despejada, la gracia de sus facciones atezadas por el sol y sus maneras menos groseras, como he dicho, que lo imaginable entre sus camaradas, que el ejercicio de su alma luchaba con el ejercicio del cuerpo robustecido por la fatiga. Era famoso y querido entre la generalidad de sus compañeros, así por su vigor y agilidad en el remo, como por la natural viveza de su mente y los arrebatos generosos de su corazón. Cantaba con grata voz las barcarolas populares, o a veces, aunque llenas de incorrecciones, si bien no desprovistas de sentimiento, las componía.   —220→   El rumor de las olas en las arenas, suave y armonioso, podía compararse a unas y otras al oírselas cantar. Vivía de su trabajo, y con él sustentaba a su desvalida madre, siendo hasta entonces el amor de esta la única ambición y felicidad del mancebo. Había dormido hasta entonces su alma en tranquila adolescencia; pero estaba dispuesto que aquella tarde había de ser para él una de las épocas decisivas que hacen cambiar de dirección la ruta del porvenir.

Acababa apenas de atracar junto a la Piazzeta, lugar cercano a la plaza y basílica de San Marcos, en donde se alzan el palacio de los Dux y las columnas del León alado de aquel santo y del bienaventurado San Teodoro, patronos de la ciudad, cuando vio venir hacia él una joven harto bella y muy graciosa, que le dijo:

-Gondolero, llevadme al Lido.

No pudo responder Paolo al escuchar aquella voz agradable cuyo timbre había percibido al soñar con los ángeles en su dulce niñez, y cuya semejanza no había oído jamás. Ayudola a entrar en su góndola y se apartó del muelle sin poder darse cuenta de las nuevas y gratas emociones que sentía. Había visto y contemplado muchas mujeres bellas, ora fuesen damas o hijas del pueblo; pero ninguna habíale parecido tan hermosa ni tan llena de gracia y atractivo. A juzgar por lo que sentía en aquel instante, su madre comenzaba a tener rival en su corazón. Desgraciadamente bastaba un momento para que aquel cariño materno tan dulce y desinteresado, tan constante y acreedor al monopolio de la ternura, tuviese un cariño competidor.

El impulso afectuoso y repentino que hemos convenido en llamar «simpatía» ha dado harto lugar a discusiones acerca de su mérito y naturaleza. Júzganlo algunos una función del sentimiento de la belleza que tiene su principio al vislumbrar el reflejo de esta en otro ser; quién dice que nace de caracteres opuestos que se armonizan; quién de la afinidad de mutuos instintos o inclinaciones: yo en un tiempo creía que no era otra cosa que un juicio favorable y a priori fundado en antecedentes desconocidos para nuestra conciencia, pero no para   —221→   nuestro corazón; hoy creo que existen dos clases de simpatía, una fundada en esta última proposición, otra ciega y caprichosa, fundada solamente en la alucinación de los sentidos.

Por lo que hace a la recién venida, fue para el mancebo esto último, es decir, una alucinación de los sentidos, que en ciertas almas toma desde el momento el carácter y colorido de una pasión.

Era aquella una joven del pueblo nacida para seducir con su belleza y para elevarse tal vez a otras regiones distintas de aquella en que la naturaleza, aunque al parecer no muy lógicamente, la había colocado. Asemejábase en extremo a la mujer de que he hablado en el prólogo de esta historia, sobre todo en aquellos ojos de indefinibles tintas y de singular y gratísima expresión.

En efecto, había imperio y dulzura a la vez en aquella mirada, siendo quizás el mayor atractivo de esta, la rápida transición de uno a otro de los extremos en aquel contraste. Su cutis era de nieve, su rostro sonrosado, en una palabra, era tan bella, tan espiritual y voluptuosa a un tiempo, que sus formas podían contemplarse como la más grata concepción del espíritu entregado a los veleidosos giros de lo imaginario. Vestía poco más o menos el traje de las floristas venecianas en aquel tiempo, a saber: corpiño azul que al caer sobre sus caderas en forma de almilla daba airoso nacimiento a unas faldas de vistosos colores realzados por dobles o triples guarniciones no suficientes a encubrir la voluptuosa y mullida pierna, ni aquel pie, no tan pequeño como el de las hijas de los trópicos, pero sí gracioso y ligeramente formado, que procuraba ocultar bajo un leve borceguí, y que al asentarse suavemente blandíase bajo la dulce carga de su dueña como si temiese ser gravoso al pavimento, revelando a la simple vista lo firme y aéreo del pisar, lo esquivo y noble de la marcha. Un cuello de menudos encajes blanco se plegaba sobre una graciosa corbatilla roja con dorados broches, y unos puños también del propio encaje engalanaban aquellas manos que el sol había tostado un poco, pero que estaban prontas, según podía suponerse, a recobrar todo su alabastro.

  —222→  

Caían de sus sienes para ondular graciosamente sobre los hombros los rizos de ébano, en tanto que un gorrillo punzó galoneado de pajiza seda, con vuelo o funda terminando en tapa redonda, dejaba caer sobre su lado izquierdo una juguetona borla de la misma seda. Un canastillo lleno de flores y ramilletes, enganchado en el brazo izquierdo, completaba el atavío de la poética florista veneciana.

Dichoso el mancebo si aquella perspectiva momentánea hubiera sido para él lo que debió ser: un espectáculo indiferente; pero al conducir a la bella recordaba que había visto la luz, y la luz es tan hermosa, que con dificultad puede olvidarse. Antes era el ciego de nacimiento, ahora era el ciego que dejó de ver. Conoció que había espectáculos capaces de hacerle prescindir del de las olas serenas rielando un sol poniente y perdiéndose en las playas.

Pensó que el amor verdadero y espontáneo de un hijo a su madre no excluye el encanto de amar y ser amado por uno de aquellos ángeles, acaso del infierno, pero bellos como Luzbel y tormentosos como la caída de su cielo. Acababa de contraer cierta fiebre del espíritu, encantadora si se quiere, pero que como todas las enfermedades postra y atormenta. Un nuevo mundo de ilusiones y de temores, de sueños y de vigilias, acababa de abrirse para su alma; nueva creación poblada de flores hermosas, con arroyos de deleites, pero no ajena de ponzoñas y amarguras; nueva creación que cual otro Edén tenía también sus árboles vedados, sua anhelos angustiosos y su serpiente instigadora.

No se atrevía Paolo a dirijir la palabra a la joven, que al parecer estaba como absorta en sus pensamientos. Por último y haciendo un esfuerzo:

-Habréis vendido muchas flores, murmuró con sumo trabajo y temblando como la hoja en la rama.

-Sí, muchas, contestó casi con indiferencia la joven.

Cómica era en efecto esta timidez de Paolo ante una hermosa muchacha de su edad, sobre todo cuando estaba poco acostumbrado a mirar con tanta deferencia a una simple florista harta ya de oír bruscos requiebros y quién   —223→   sabe cuántas cosas; pero el amor hace milagros, y quien así lo comprenda no hallará inverosímil que Paolo no supiese qué decir a la hermosa zagaleja que conducía.

-Mucho me gustan las flores, añadió el gondolero, y sobre todo las rosas y los lirios. Mi madre cultiva muchas de ellas en nuestro huertecillo.

-¿Y las vende? interrogó la ramilletera, sin otro interés que el de una simple conversación.

Paolo se animaba.

-Algunas veces, contestó. Si queréis algunas, os llevaré a donde está mi madre.

-Gracias, será en otra ocasión: ¿queréis algunas de las mías? dijo la florista dándole un bonito ramillete.

Paolo no contestó, porque ni sabía qué, ni podía hacerlo. El corazón parecía venírsele a la garganta. Contentose con tomar el ramillete... iba a llevarlo a sus labios, pero la joven le veía; ruborizose como una niña y lo guardó en un bolsillo de su pechera.

A poco la luna, la poética luz de los amantes, era el faro de aquella escena, quedando muy luego como la única compañera de Paolo, cuando la doncella poniendo el pie en la playa del Lido, lo dejaba como el mísero abandonado en la roca de su naufragio.

Una moneda dirigida por la diestra de la joven a las manos de Paolo sorprendió a éste que vaciló al tomarla.

-Hermosa, con dinero... balbuceó. ¡Oh! si esta moneda, dijo con cierto enfático gracejo; si esta moneda fuese la sortija del Doge y vos fueseis la mar; al arrojarla en ella como lo hago, yo sería el Doge y vos mi esposa.

Halagada la bella, sonriole con encanto, y él con repentina osadía y llevando el ramo a los labios, exclamó cubriéndolo de besos:

-Estas son vuestras monedas; hermosa, ya estoy pagado.

Y partiose lentamente volviendo de vez en cuando el rostro hacia el sendero por donde la joven se había alejado.

Punzante dardo en el corazón llevaba el pobre mozo,   —224→   sin embargo de que hasta entonces suavizaba su herida el bálsamo de la esperanza. ¡Oh sensación primera del primer amor! ¿Quién no habrá sido muy feliz al saborearte?

Sin embargo, estaba pensativo, porque su corazón extrañaba la nueva clase de emociones que le agitaban. Era propenso a la melancolía, y buscando la soledad, o mejor dicho un confidente para sus penas, dirigiose a su casa en donde ya su madre le aguardaba. La noche alzábase hermosa y apacible. Al contemplar la luna que dormitaba en su tálamo azulado, sólo tuvo para ella lo que tantas veces ha inspirado este astro a los corazones tristes o apasionados: un suspiro.




ArribaAbajo- II -

Me queda un hijo a quien amo como el árbol a su fruto


Entró el mancebo en su casa, y su madre, joven y agraciada todavía a pesar de algunos padecimientos, salió a recibirle no sin alguna extrañeza a causa de lo inquieto y preocupado que aquel parecía.

Diré dos palabras acerca de Anzola, la madre del gondolero: La flor de la belleza habíala dado al nacer todo su perfume y lozanía. De padres pobres y plebeyos, aunque honrados, la orfandad la llevó a ser desde casi niña, camarera de una dama noble y principal. Amábale esta con notable afecto en justo pago de su virtud y de las atenciones con que aquella se ocupaba en su servicio; pero la señora era viuda, y su primogénito voluntarioso y engreído mancebo, aunque no destituido de nobles prendas, era el foco de sus afecciones. Tenía el noble mozo apostura y gallardía en la persona; su talento oscurecido a veces por la vanidad del nacimiento, brillaba generalmente a pesar de esta circunstancia, y sus pasiones juveniles y ardientes, hijas acaso de su temperamento alentadas por el poder de la cuna y jamás contrariadas por la voluntad paterna, se sublevaban a la menor oposición, bastando esta para que el instinto se   —225→   convirtiese en pasión, y entonces nada podía servir de valla al corcel fogoso una vez embravecido por el ardor de la sangre. Anzola era bella como se ha dicho, y sin embargo de que aquel la había visto crecer a su lado sin que despertase en su ánimo pensamiento amoroso de ninguna especie; un día, fatal por cierto, llegó a advertir como por encanto y de repente la hermosura y gracia de la doncella. Disculpable fue en efecto y ojalá lo hubiera sido siempre como tal día, porque Anzola se hallaba en la edad de primores para la mujer, que se llama quince años; primavera de la vida femenil, en que como sucede a las plantas en aquella estación, se desarrolla espléndidamente en la mujer todo el verdor y el aroma de la existencia; rápida y dulce edad en que la copa de los pensamientos conserva su diáfana limpieza y en que la rosa de la inocencia se abre a los púdicos suspiros del amor y los encantos.

El arrogante mancebo conoció que Anzola era bella, poco después le pareció un portento, y por último sintió hacia ella inclinaciones más decisivas. La inocencia de la joven opuso obstáculos y la sed del vencimiento llegó en el joven hasta el frenesí. Acaso en posiciones iguales sus promesas y juramentos ardorosamente preferidos, no hubieran sido el humo vano que se disipa después de la victoria. La doncella sintió en su corazón el dulce fuego de la correspondencia, pero hay correspondencias que debieran convertirse a buen tiempo en antipáticos odios. No fue así, y aquella planta de amor que crecía con prontitud, dio al cabo el sazonado aunque infelice fruto; harto infeliz, destinado como estaba al abandono de la rama que debiera protegerlo.

La señora comprendió las circunstancias, despidió a la joven que pasó los umbrales de su desdicha llevando en brazos al pobre huérfano y en sus manos un pedazo de pan, último salario, último favor de sus señores.

Las lágrimas de Anzola corriendo por mucho tiempo de sus ojos, el respetable carácter que le dio la maternidad, las caricias prodigadas a aquel pedazo de su corazón y de sus entrañas y las fatigas inherentes a su estado   —226→   miserable, fueron sin duda más que suficiente expiación de una culpa, censurable si se quiere, pero que nada probaba contra la rectitud y natural bondad de su corazón. En cuanto al seductor, la auxilió por algún tiempo con profusión y hasta con delicadeza; recordola, primero con amor y no sin lástima; después vino la indiferencia y luego otras pasiones, acaso no menos censurables, empujaron hacia el olvido la memoria de la primera insensata pasión: tal como el viento arrastra con frecuencia el horizonte las nubes de la borrasca para traer en breve celajes nuevos. Y ¿cómo recordar lo que quizás le mortificaba, cómo recordar una falta cuando no se tienen en los ojos lágrimas de amargura, ni llagas de arrepentimiento en las rodillas? Ni tenía que pedir pan para su hijo, ni nadie leía con desdén en su frente la sentencia de desventura que había arrojado sobre dos seres que allá en los altos círculos del poder y de la grandeza nadie conocía. No sabemos si alguna vez se presentó a su mente en medio de sus placeres y opulencias el fantasma de una madre llorosa y de un hijo quizás hambriento.

Pero vuelvo a mi historia. Anzola participó de la inquietud de su hijo al verlo entrar preocupado, como suelen hacerlo las madres, con extremado interés. La fisonomía de un hijo es para ellas un libro abierto cuyas páginas saben de memoria.

-Paolo, le dijo, aproximando un tosco taburete de madera y cuero; siéntate aquí a mis pies como sueles hacerlo y acostumbrabas cuando niño; reclina en mi regazo tu cabeza y cuéntame lo que te pasa. Sí, hijo mío, siempre eres niño para mí. Yo no podré darte apoyo con mis brazos, porque aunque joven todavía, algunos padecimientos hacen que aquellos se vayan debilitando a medida que los tuyos se van fortaleciendo; pero mi corazón será siempre un apoyo para ti; o si no, dime ¿quién te ayuda con sus consejos y te consuela en tus aflicciones? ¿quién, si no tu madre?

Paolo se sentó a sus pies y reclinó su cabeza en las faldas de Anzola.

-Sí, tú, madre mía, tú sola; respondió conmovido.

  —227→  

-Cuéntame, cuéntame, porque algo te ocupa que debo saber; expresó Anzola.

-Madre, dijo Paolo dándola el ramillete que traía en el bolsillo de su camiseta; tomad esas flores que me han regalado.

-¿Te las han regalado? ¿Y quién? interrogó Anzola.

El mancebo pretendía callar, sin embargo había encontrado tanta dulzura y tanta bondad en su madre, que no pudo ocultar el secreto de su nueva afición.

-Hámela dado una joven a quien llevé en mi góndola. La dije que gustaba de las flores, ella era florista, llevaba algunas en su canastillo y me dio ese ramo que guardé para vos, pues sé que os placen.

-¡Una florista! replicó Anzola: ¿adónde la llevaste?

-Al Lido, respondió Paolo. Una florista que se llama... no me ha dicho su nombre... pero...

Lo adivina mi corazón, iba a decir; pero era demasiado contar.

-Una joven de buena estatura, tornó a decir aquella, esbelta, muy blanca, hermoso cabello negro graciosa, ojos muy hermosos de un color así... que ni son azules ni negros, ni mucho menos pardos...

-Sí, sí, exclamó interrumpiéndola su hijo; unos ojos como no los he visto nunca.

-Entonces, articuló Anzola, será la que llaman «La Flor del Lido.»

-Sí, dijo Paolo, ella debe ser. ¿La conocéis, madre?

-Hela visto varias veces, respondió esta. Pero no me dices nada de tus penas.

-¡La Flor del Lido! murmuró Paolo.

-Cuéntame, prosiguió la madre.

-No me ha sucedido nada que pueda deciros, replicó aquel. Tan solo estaba así, un poco triste o caviloso pero ya pasó el mal humor. Vamos, vamos, madre, me contaréis alguna cosa, alguna de aquellas historias que soléis referirme varias noches; porque vos sabéis que eso me divierte mucho, y a mí me gusta oír para saber. Alguna de las consejas o historias que según me habéis dicho os narraba la señora en cuya casa vivisteis antes   —228→   de yo nacer y en donde pasasteis vuestros primeros años; por cierto que nunca me habéis comunicado el nombre de la señora. Me habéis dicho que ella os amaba mucho, y es natural que me plazca recordarla.

-Qué, podré contarte, Paolo; expresó Anzola queriendo sin duda desviar al mozo del punto interrogado sin satisfacer su pregunta. Ya te he referido cuantas historias sabía.

-Vamos, cualquiera que os venga a la memoria; comenzad, dijo abrazándola: ya os escucho.

-Ya te he contado varias, prosiguió la madre. La traslación del cuerpo de San Marcos a Venecia desde allí, desde una ciudad de los infieles, el robo de los novios venecianos por los piratas Narentinos, el milagro de la Custodia, en la laguna por hundimiento del puente de Rialto durante la procesión de un día de Corpus; pero ¡ah! recuerdo ahora una que no te he contado.

-Bien, comienza; dijo Paolo cerrando los ojos como para entregar mejor su pensamiento no precisamente a la narración, sino a la bella Flor del Lido, cuyo aroma inundaba aún su alma.

-Según me refería mi señora cuando tú estabas aún distante de nacer, comenzó a decir Anzola ensortijando en sus dedos la rizada cabellera de su hijo; había en la república una ley por la cual todo patricio condenado a muerte podía dejar que cualquiera individuo del pueblo se pusiese voluntariamente en su lugar.

-¡Cómo, madre mía! interrumpió Paolo.

-Consistía en proclamar la sentencia del patricio en la plaza, de San Marcos, y después de pregonada era permitido a la familia del noble poner en un saco mil judías blancas y una sola negra, revolviéndolas bien y llamando a todos los que quisiesen concurrir a sortear el puesto del cadalso a que estaba el primero condenado. Acudían los que se hallaban prontos a correr esta suerte, y metían sus manos cuantas veces querían en el saco, sacando uno o muchos de aquellos granos que se mostraban a los concurrentes y espectadores. Por cada blanco que sacaban recibían de la familia del sentenciado mil cequíes, lo que podía servir a algunos afortunados para enriquecerse;   —229→   pero el que sacaba el negro recibía la muerte en lugar de patricio, quien sólo sufría la pena del destierro. La última vez que se practicó esta costumbre había en Venecia un patricio... pero no me escuchas, hijo mío... ¿Tanto sueño tienes?

-¡Ah! dijo Paolo, abriendo los ojos; no, madre, os escuchaba. -Continuad, continuad, estoy despierto; -pero sus ojos desmentían sus palabras-... Decíais...

-Que la última vez que se practicó la dicha costumbre, continuó la narradora, había en Venecia un patricio perteneciente a una de las familias más ilustres; a quien por haberle juzgado como conspirador contra la república, condenaron a sufrir la muerte. La familia del noble era opulentísima, pudiendo decirse que contaba los cequíes de renta por instantes, y estaba como era muy natural tan empeñada en salvarle, que se hallaba dispuesta a hacer todos los esfuerzos y sacrificios posibles. El patricio había tenido cuando joven unos amores secretos con una noble señorita, a quien después había abandonado, no sin que este lance trajese a ambas familias por mucho tiempo rencores y enemistades: la pobre abandonada fue obligada por su familia a entrar en un convento en donde pudiese hacer olvidar o impedir el continuo recuerdo de este suceso. Según se dijo entonces por Venecia, el niño había sido arrebatado a la joven por los parientes de esta y sumido en paradero ignorado. Ya se ve, estos nobles se avergüenzan tanto de sus faltas, que para cubrir su rubor se olvidan de que tienen hijos (y al decir esto Anzola dejó ver en su acento cierta amargura irónica a que dieron más relieve la conmoción de su voz y una lágrima que se secó en sus ojos). Hay quien dice que una delación de la irritada familia de la dama era lo que llevaba al cadalso, más bien que su propio delito, al ya sentenciado patricio; otros dicen que tales voces fueron calumniosas: es lo cierto que aquel estaba condenado y que la familia por salvarlo acudió al recurso del saco de judías. La hora era llegada; la plaza estaba llena de un gentío inmenso; todo el mundo esperaba con ansiedad. De pronto, un mancebo como de diez y ochos a veinte años se presenta,   —230→   se dirige al talego de las judías, saca una... blanca... Un aplauso general saludó su suerte, pero impaciente el joven y como apesadumbrado por aquel éxito, tornó a meter la mano en el talego... segunda, tercera, cuarta, varias veces recibiendo mil aclamaciones por su buena suerte, que por otro lado vio era difícil de obtener en atención a ser una sola judía la que podía condenarle... El mancebo sin embargo tenía pintada en su rostro la ansiedad, la impaciencia, casi la agonía. Cualquiera hubiera sospechado que buscaba la muerte; que era grande su deseo de sustituir al noble sentenciado... Tornó a poner su mano en el talego; mas esta vez sacó varias... entre ellas... la negra...

-¡Ah! dijo Paolo eutreabriendo los ojos dificultosa y momentáneamente, como para corresponder al interés con que su madre refería esta parte del suceso.

-Lleváronle a los jueces... el joven estaba conforme y hasta gozoso en aceptar su suerte; todos los presenciales estaban dominados de la emoción más extraordinaria. ¿Quién podía comprender aquel tedio de la vida en medio de la juventud: aquella persistencia en buscar la mala suerte, y sobre todo la complacencia que parecía acompañarle, cual si hubiese sido un verdadero triunfo merecedor de alegría? En cuanto al tribunal, admitió la sustitución prescripta por la antigua aunque rara práctica (porque no hay práctica que los hombres no adopten por extravagante que sea), y el noble fue condenado sólo al destierro. En cuanto al mancebo... ¡Pero qué, Paolo, exclamó Anzola interrumpiéndose; no me escuchas!

En efecto, este tenía los ojos cerrados y según las apariencias acababa de dormirse.

-Parece que sueña agradablemente, prosiguió diciendo la madre del gondolero. Su rostro lo dice. ¡Oh! conozco tanto su fisonomía, que sería capaz de leer en ella lo que está soñando.

Y la buena madre, temiendo turbarle, callose, contuvo el aliento y hubiera acallado de buena gana hasta las palpitaciones de su corazón para no interrumpir el grato dormir de su hijo.

  —231→  

Como un cuarto de hora duró este silencio, al cabo del cual murmuró Paolo: «La Flor del Lido.»

-Sueña con la muchacha que ha conocido hoy, dijo para sí Anzola: y comprendiendo que su hijo era feliz con la ilusión de aquel momento, hubo de ser tan generosa que no lamentó siquiera la parte de cariño que aquel nuevo conocimiento podía robarle en lo futuro.

-«La Flor del Lido,» tornó a murmurar Paolo, y despertó.

Entonces díjole Anzola:

-Hijo, vete al lecho, porque, según parece, estas cansado, y mañana debes madrugar como todos los días.

-He soñado y he hablado, ¿no es verdad, madre? replicó el joven.

No lo sé; pero es lo cierto que después de demostrar tú tanto empeño porque te refiera historias acabas por dormirte al rumor de mis palabras; antes eras más atento conmigo.

-¡Es que son tan dulces vuestras palabras, madre mía, y por otra parte cayó sobre mis párpados un peso tan agradable, tan irresistible!... pero os he escuchado. Había en la plaza un gran gentío... vamos, proseguid. La historia, parece interesante.

-No, repuso la madre; a dormir y hasta mañana. Otro día terminaré mi cuento.

El niño acababa de hacerse hombre. Las narraciones de la madre, que en otro tiempo le deleitaban, hacíanle ya dormir. El mancebo no soñaba ya con los héroes de tales historias o consejas, soñaba con el amor.

Fuese a su lecho. Invocó entonces el sueño, y muy luego vino a su mente una idea: La flor del Lido ¿amaría a alguno?

No pudo dormir en toda la noche. Los albores del día vinieron a presenciar sus inquietudes; tenía ya un tesoro que amar, que guardar, y los avaros del amor, lo mismo que los del oro, no suelen dormir tranquilamente.



  —232→  

ArribaAbajo- III -

Te vi y he amado, te vi y he amado


Paolo amaba por la primera vez en la vida, cuando el corazón de la mujer no ha ofrecido sino ese lado celestial que suele inspirarnos la exaltación de la idolatría; cuando arrastrados por la estética del corazón, tomamos el azul del cielo y las nubecillas de nácar y la luz de las estrellas por la realidad de un Edén siempre apacible y venturoso, siendo así que el cielo azuloso y las nubes nacaradas y las estrellas brillantes, son ¡ay! tan solo una apariencia que las más leves tempestades desvanecen, al ver unos ojos dulces, una sonrisa cándida, y unas formas perfectas, suponennos en aquel cuerpo un alma dulce, cándida y perfecta: cuando al escuchar la palabra amor creemos en la eternidad de afectos no siempre verdaderos y que por no ser tales, un simple acontecimiento suele disipar; cuando, en una palabra, el ídolo no nos ha parecido aun de barro, y por consiguiente el incienso que tributamos en sus aras es el de la fe.

Levantose pues con el alba, aparejó su góndola y dirigiose al Lido; preguntó allí por la morada de la joven, encaminose a ella y aguardó, esperó... Estas dos palabras dicen más que un volumen, máxime cuando se aguarda y se espera con los ojos y con el alma.

Acababa de recibirse con regocijo en la ciudad la nueva de un gran combate naval contra los enemigos de la república, ganado por la flota que mandaba el almirante Honorino Morosini, la que debía entrar en aquel día con los honores del triunfo. En justa celebración de este acontecimiento y para dar la bienvenida a los laureados combatientes, habíase dispuesto por el Dux para aquella tarde una regata con premios a los gondoleros triunfadores, como solían verificarse desde tiempo inmemorial para celebrar los sucesos de igual naturaleza. Eran tales fiestas y ejercicios una especie de liza en que   —233→   estimuladas la agilidad y destreza marineras, se disponían aquellos hombres, ya entonces los primeros marineros del mundo, a manejar el remo con poder y prontitud. También habría pirámides, columnas gimnásticas y otros juegos en el Gran Canal, en cuyos ejercicios era también nuestro Paolo bastante ducho; pudiendo comprenderse que tanto en la mañana como en todo el día, no se hablase de otra cosa entre los gondoleros y gente de mar. Hallábase ya a la vista la escuadra y todos se disponían a recibirla. Multitud de gente había dejado el lecho desde muy temprano para vagar en corrillos por la Riva y los muelles.

-Paolo olvidaba las luchas de su profesión para pensar en su hermosa incógnita. Esperaba hacía media hora, cuando la graciosa presencia de su amada se ofreció a sus ojos.

-Flor del Lido, hermosa como él, buenos días, la dijo el gondolero saliéndola al encuentro.

-¡Cómo! repuso la doncella; vos tan descuidado cuando vuestros camaradas se aprestan a la regata, ¿acaso no esperáis o no deseáis conseguir el primer premio?

-Pienso alcanzarlo, se apresuró a contestar el gondolero como herido por súbita resolución; pienso alcanzarlo para ofrecéroslo.

-Ganadlo pues, le respondió la doncella.

-Bien, lo intentaré; añadió Paolo acompañando a la florista hacia la playa. En tanto ¿queréis que os lleve mi góndola? he venido a buscaros para conduciros a la ciudad.

-Vamos pues, contestó aquella con afectuosa gracia, y ya que no queréis ser pagado de otro modo, tomad, dijo, y diole otro ramillete como el del día anterior. Supongo que el de ayer...

-Lo regalé a mi madre.

-¿A vuestra madre? interrogó la joven; quisiera conocerla.

-Venid a mi casa y la veréis, exclamó con alegría el mancebo al percibir el afectuoso deseo de la florista, del cual se prometía venturas para su corazón. -Os conoce ya, según me ha dicho.

  —234→  

Embarcáronse, y entonces ella dijo a Paolo:

-Llevadme a vuestra casa.

Y con grandísimo gozo comenzó a remar el mancebo guiándola hacia un arrabal de la ribera opuesta, en donde se hallaba su humilde casa.

Llegado que hubieron, salió a recibirles Anzola con sumo contento por la visita. Hubo mutuos cumplimientos y agasajos, prometiendo la joven al terminarse la corta entrevista, venir a cenar con ellos aquella noche y a cantarles algunas de las gratas barcarolas populares a que sabía dar ella muy deliciosa expresión granjeando tanta fama a su voz y seductor acento.

Paolo partiose también en su compañía, prometiéndola ganar el premio de la regata, y a poco de haberla dejado junto al puente de Rialto, que era el punto que ella había designado aquel día para comenzar la venta de sus flores, marchó a incorporarse al grupo de camaradas de su barrio que discutían acaloradamente en la Riva sobre el hecho del combate y victoria que hacía arder en contento a la metrópoli, lanzando al mismo tiempo sus pronósticos acerca del resultado de la fiesta y regata que se disponían.




ArribaAbajo- IV -

Por ella agito el remo


Reunidos estaban en la plaza de San Marcos, la Riva degli Schiavoni y otros notables puntos de la ciudad, los gondoleros Castellani y los Nicolotti. Servían de calificación estas denominaciones a los dos partidos locales en que desde los tiempos de la fundación de Venecia, se dividían los habitantes de la misma. Habitaban los primeros toda la parte situada hacia la isla de Castello en el oriente de la ciudad, demarcación que se extiende desde el Rialto por San Marcos hasta los arsenales, comprendiendo en su recinto por supuesto el palacio del Dux y los de muchos patricios; al. paso que los Nicolotti ocupaban toda la parte del Rialto hacia la iglesia de San Nicolás (Nicolo), barrios democráticos, no porque   —235→   en ellos dejasen de habitar muchos individuos del libro de oro, sino que se consideraban tales por los contrarios a causa de tener estos en su comarca al príncipe del Estado. A su vez llamaban los Nicolotti a los Castellani aristócratas, indemnizándose en los días de reuniones y fiestas con el diluvio de sátiras y epigramas en que no ha dejado de ser fecundo el pueblo veneciano.

La regata que se disponía y proyectaba tenía algo del in promptu; semejante premura no permitía que los lidiadores se sometiesen a la clase de vida circunspecta con que para estos casos solían prepararse por algunos días con el fin de acrecentar su vigor y agilidad, y esto daba mayor incertidumbre al éxito que anhelaban una y otra parte. Semejantes partidos, que nada tenían de políticos, absorbían todo el calor de aquellas naturalezas ardientes y apasionadas. Los triunfos y las derrotas sucesivas eran como habían sido hasta allí, otros tantos motivos de estímulo; cada partido tenía páginas que continuar o que enmendar, y por consiguiente era de suponerse la agitación que debía reinar en los canales y los barrios. Los patricios tomaban también parte en la lucha moralmente, inclinándose hacia sus respectivos clientes y protegidos. Ellos elegían los lidiadores, regalábanlos y estimulábanlos en los días de preparación para la regata, cuyos premios disputados con indecible ardor por los remeros, eran otros tantos incentivos a su vanidad de patronos.

Paolo era de los Nicolotti. La circunstancia de haberse criado entro los barqueros de la isla de Chioggia, punto a que fue a parar Anzola cuando la lanzaron de la casa del patricio a poco de haber nacido aquel, había influido de una manera notable en que el gondolero alcanzara la gran habilidad en el remo que, apesar de sus pocos años le distinguía entre los más afamados de la laguna. Los de Chioggia sobresalían en este ejercicio.

Envanecíase el partido Nicolotti con los triunfos que había adquirido en otras regatas, preciándose de remover en el horno de sus casas la polenta, especie de torta de maíz, principal alimento del pueblo, con las astas de   —236→   tantas banderas ganadas en las anteriores justas. Llegado Paolo a la Riva, reveló a sus camaradas del tragheto su intención de tomar parte en la regata. Esto causó tal gozo y animación en sus parciales que poco faltó para que su engreimiento del seguro triunfo los llevase a las manos con los no menos orgullosos Castellani. Voces, altereados, invectivas, denuestos y amenazas surgieron de aquella muchedumbre, y fue necesario que el cañón de los fuertes resonase saludando a las galeras que se acercaban al puerto del Lido, para que ante el espectáculo triunfal de la patria, terminasen o se aplazasen las rencillas de los bandos. Todo cedía ante el general contento. Como hasta veinte galeras guarnecidas por hábiles remeros formaban la vanguardia de la flota. Su artillería contestaba briosa al fuego festivo de la metrópoli.

Se asegura que los venecianos fueron los primeros de Europa, que usaron en sus guerras marítimas esta clase de armas.

El pabellón de San Marcos tremolaba en las popas, testigo de los sangrientos esfuerzos de aquellos campeones de la mar.

No muy de lejos era seguida aquella vanguardia por el resto de la armada. La galera capitana alzaba el estandarte Morosini, aunque un poco menos elevado que el nacional, como reclamando también para aquella familia una parte, aunque no la primera, que pertenecía a la república, en la gloria de aquel día.

Las ventanas y balcones de la Riva, de la Giudecca y del «Canale Maggiore» llenos de vistosos damascos y otras telas del Oriente, fruto del comercio y de las victorias, servían de realce a tanto lujoso patricio y a tanta dama hermosa, como presenciaban el espectáculo. Las barquetas y góndolas vagaban en diversas direcciones; los navíos del comercio se ostentaban empavesados con las banderas del universo; los muelles y los puentes se agobiaban con el peso de un inmenso gentío que iba, que venía, que se apretaba y que exclamaba o lloraba de alegría. Salutaciones, vítores, pañuelos agitados, gritos, bravos, palmadas, gozos, detonaciones de artillería, repiques de San Marcos y otros cien campanarios; todo se   —237→   confundía en ruido, en algazara, en tumulto de placer y de entusiasmo, a la brillante luz de un sol ardiente y que parecía tomar parte en el contento de la tierra que con tan hermosa serenidad estaba alumbrando. Parte de la escuadra surgió frente al palacio ducal, al paso que el resto seguía a situarse en el canal de la Giudecca. Al dar fondo no lejos de la piazzetta la galera almirante, la multitud alborozada saludó con estrepitosos bravos a Honorio Morosini, y con mil exclamaciones de bienvenida a los heroicos triunfadores. Honorio entonces saltó en su esquife, y a la voz magnética de «¡Viva San Marcos!» agitó el estandarte del león alado que acababa de tomar con su propia mano de la popa del esquife, saludando en seguida al Dux que presenciaba el espectáculo desde sus balcones, y que al ver que el almirante se dirigía a palacio, se encaminaba a recibirle seguido de su corte, hacia la escalera de los «Gigantes.» Aparentaba Honorcio Morosini frisar con los ocho lustros. Gallarda y apuesta su persona, realzábase esta por su inteligente, varonil y simpática fisonomía. Vestía el traje de almirante de la república, o séase almilla, corbata y brial de brocado, permitiendo percibir los extremos del calzón que, de lo mismo, ajustábase a la rodilla. Partían de esta las calzas de elegante seda, que terminaban en la zapatilla de corte morisco y de negro terciopelo. Lujoso manto que ostentaba en sus forros las divisas de la familia, así como en el exterior los colores favoritos de la misma caía por sus espaldas talarmente, enrollándose parte con garboso donaire en el brazo izquierdo. Lucía en los puños el primoroso vuelo de encajes. La negra melena coronada por un airoso birrete de terciopelo y oro, flotaba rizada sobre sus hombros, así como decoraba su costado izquierdo reposando en vaina de oro y con la preciosa cruz del puño matizada de pedrería, la guerrera espada; bien que todo este arreo se convertía en cota, casco y completa armadura de combate cuando la hora de esta era llegada.

Al verle Paolo concibió la idea de pedirle su patrocinio para la regata de la tarde; pero en la imposibilidad de detenerle hubo de ponerse en espera para   —238→   impetrar en momento oportuno el favor que pretendía.

Saltó aquel en tierra y seguido de un grupo de oficiales de su escuadra y de otros patricios que le habían recibido en el muelle, y que previas las salutaciones oportunas, se agregaban a su comitiva; se dirigió al palacio del Dux por en medio de la muchedumbre que le abría paso y le victoreaba con entusiasmo.

-¡Señor, bien por la república! exclamó Morosini al divisar desde el patio la escalera de los Gigantes, en cuyo alto le esperaba el Dux rodeado de algunos consejeros y varios senadores.

-¡Bien por Morosini y sus valientes compañeros! respondía paternalmente el anciano príncipe, cuyo corazón había participado desde su palacio de todas las emociones de aquella lucha tan interesante a su patria, a su solio y a su nombre.

-Venid, continuó, viendo que Honorio, haciendo el ligero ademán de doblar la rodilla, besaba el extremo de su manto ducal. Venid a la sala del Consejo, que ya espera impaciente la relación de la jornada; y contad, caro almirante, añadió abrazándole, que los nobles consejeros piensan desde luego lo mismo que yo: que si el primer lauro corresponde a las armas de la república, el inmediato pertenece a Morosini.

-Gracias, señor, dijo Honorio regocijado.

-Gracias a Dios y a San Marcos, dijo el Dux.

-¡Viva San Marcos! exclamó la multitud.




ArribaAbajo- V -

Llegué, vi, pero...


También la florista se hallaba en medio del concurso que presenciaba la llegada de las galeras y que recibía con entusiasmo al almirante Honorio. Sentía la mayor emoción al ver al ciudadano que ciñendo la espada del guerrero y la toga del patricio, traía en las sienes coronas para su patria; pero lo que verdaderamente hacía palpitar de envidia su corazón era la sensación del   —239→   aplauso, eran las aclamaciones que sobre él caían a manera de lluvia deliciosa. Tal vez si aquella victoria hubiese pasado sin percibirse y aquellos lauros hubiesen sido celebrados por el pueblo con tibieza, su entusiasmo no hubiera despertado. Era la exterioridad, la vanidad de la gloria lo que tenía mérito a sus ojos; ninguno el bien ni la grandeza moral que aquellos aplausos y laureles pudiesen representar. Quería conocer al hombre que así sabía hacer resonar su nombre y a quien un pueblo entero salía al encuentro proclamándolo con la frente descubierta y el júbilo y pasmo en los semblantes, su bravo defensor. Viole, en efecto, y la sed de la ambición tomó en ella todo su diabólico carácter. Ser la esposa de aquel hombre, ser amada, acatada, por él; pero ella era una simple hija del pueblo, pobre y desvalida, y cuya hermosura sólo podía servir un instante de agradable pasatiempo a todo el que, como Honorio, era noble, rico, considerado por los demás hombres, y amado, adorado tal vez por las mujeres. Maldijo entonces en un momento de desesperado frenesí, su cuna, su pobreza y hasta aquella hermosura, que era impotente para satisfacer su vanidad y sus pasiones. Lágrimas de dolor y de ira contra sí misma y contra el sino funesto de su pobreza asomaron a sus ojos; lágrimas de misericordia que purgaban un tanto de lava ardiente aquel Vesubio due se inflamaba en su corazón. Ella pudo decir entonces en el fondo de su alma, aunque con distintas palabras y por distintos motivos respecto de Honorio Morosini, lo que Camila respecto de Roma y de su hermano Horacio.

«Venise que je hais parce qu'elle t'honore.»

En medio de estas oleadas de ira que alteraban la paz de su mente, tropezaron sus ojos con los de un patricio de rostro atezado y no exento de belleza, aunque su palidez tiraba a lo cárdeno, y de complexión débil y al parecer enfermiza, quien la contemplaba con interés y admiración.

Ya por ahogar de una vez su malestar formando de repente una resolución de olvido, ya porque llevase secretos fines muy de acuerdo con el carácter que acababa   —240→   de revelarse en ella, la joven se fue hacia el patricio y ofreciole el más bonito de los ramos que llevaba en su canastillo. Quedose aquel mirándola como hechizado. Esta estupefacción hizo que atendiendo más al rostro y figura de la joven que a la mano que le daba el ramillete, lo dejase caer; y bajándose entonces aquella a recogerlo dio lugar al admirado patricio para salir de su embeleso cobrando de una vez su aspecto de libertino y emprendedor. Brillaron sus labios con una sonrisa de agasajo, y en una de sus manos una pieza de oro, al paso que con la otra y al tomar la flor, tomaba, apretaba y acariciaba la diestra, de la joven que sonrosada y bella como nunca, y no desdeñando al parecer aquel modo de expresarse, hizo fulgurar en los ojos de su admirador la llama del triunfo y de la esperanza.

-Hermosa, la dijo en el gracioso dialecto veneciano, ¿cuál de estas flores pudiera ser tan bella como tú?

-¿Cuál? La de mi corazón, respondió la joven con suma gracia.

(Ya se ha dicho que la muchacha era naturalmente discreta).

-Donosa manera de contestar, exclamó el patricio; pero tu corazón como flor tan bella, habrá sido sin duda codiciada por más de un jardinero.

-Es una pobrecilla flor, replicó ella, que sólo tiene aroma para mí que soy su única poseedora.

-Y si por acaso hubiese quien deseara... yo por ejemplo, dijo, el emprendedor, que su aroma llegase a su alma; tú entonces, graciosa muchacha, añadió bajando la voz y acariciando la mano de la joven y el ramillete a un mismo tiempo: tú entonces no te negarías a una complacencia tan dulce para mí; ¿no es verdad?

Ella callaba haciéndose la ruborizada, y, fingida o verdadera aquella candidez, la grana del pudor se derramaba en sus mejillas.

-¿Tu nombre? continuó el patricio.

-Sirena, respondió la doncella con una voz que hacía recordar la prodigiosa que atribuyó a estos imaginarios seres la fantasía de los poetas.

-¡Sirena! exclamó el interpelante con admiración;   —241→   nombre singular en mujer, y significativo sobre todo en ti, porque pareces la más seductora de todas las sirenas. Pero vamos, dijo cambiando de tono, el día está hermoso; vaga un aura de felicidad que convida a gozarla. Quiero otras flores como estas, ¿en dónde las cultivas? Vamos a tu casa. ¿Eres sola? ¿tienes padres? Vamos, guíame, que nada prefiero a prolongar los momentos que pueda pasar en tu compañía.

-Apenas me conocéis, dijo Sirena bajando la vista con cierta coquetería en tanto que jugueteaba con los ramilletes del canastillo que colgaba de su siniestro brazo: ¿apenas me conocéis y ya os placen tanto mi trato y mi conversación?

Ignorarse podría si tan turbada candidez era o no puro fingimiento; pero los sucesos posteriores probarán sin duda que la doncella discurría en aquel momento con más serenidad de la que mostraba.

-¿Qué importa? añadió: guíame, guíame.

-¿Al Lido? expresó la joven con sorpresa.

-Sí, al Lido; presto, una góndola.

-Señor, a vuestras órdenes, dijo un gondolero presentando la suya.

El patricio aceptó la oferta, hizo entrar a la joven bajo el felze, y sentose a su lado. El remo del gondolero apoyado en la fórcola impulsó la embarcación que se alejó de los muelles.

Cosme Grandenigo era un opulento patricio conocido por su afición a los placeres. Sus negros y lánguidos ojos se animaban de vez en cuando por una chispa de sensualidad, dando cierta vida a sus facciones que, aunque atezadas eran regulares y hasta hermosas. La huella de los placeres y los vicios, arado estéril que deja indelebles surcos, se veía en su rostro y en su complexión ya extenuada y sólo sostenida por la fiebre del temperamento nervioso locamente desquiciado en él. El insomnio lo había dejado su marchitez y sus arrugas; Baco, la reacción de sus excitaciones; Venus, su languidez y trémulos traheres. Su rostro en que no brillaba el sol de la vida ya, ni tampoco aparecía del todo la noche del sepulcro, como si fuese el crepúsculo de una tarde sombría y   —242→   triste, tenía por única luz dos ojos, verdaderas luces de orgía que alumbraban sólo despojos del placer. Tal era el hombre que acompañaba a la florista.




ArribaAbajo- VI -

Con ella el mar no temo, pues reina sobre mí


Como las cuatro de la tarde serían cuando se disponía a comenzar la regata de una manera espléndida. El sol se dirigía hacia el occidente saludado por la algazara de un pueblo siempre entusiasta y dispuesto a la alegría. La brisa del mar templaba los rayos moribundos de aquel astro, y al agitar sus alas, llevaba a gran distancia los murmullos del placer. Debía verificarse la mencionada regata, como era de uso, en el Gran Canal, tomando los lidiadores por punto de partida la «piazzeta,» siguiendo todo lo largo hasta el Canareggio, y allí girando al rededor de un gran poste situado ad hoc volver por el mismo Canale Maggiore hasta el palacio Fóscari, en donde se distribuían los premios. Ya se ha dicho que Paolo estaba dispuesto a tomar parte en la fiesta. Llegada la hora ataviose con su mejor bombacho aceituní, con sus calzas y camisa blancas ceñida esta a la cintura por una elegante faja azul (divisa Nicolotti), cuyas graciosas caídas sobre su cadera y muslo izquierdo, aumentaban la sencilla elegancia del traje. Quedaba este redondeado, si así puede decirse, con una corbata de grandes lazos del mismo color azul, y con el gorro veneciano, es decir, casi griego, de color rojo, a que prestaba realce el borlón también azul que caía sobre la izquierda. El color rojo de la corbata, faja y borla, eran los distintivos del opuesto bando Castellani.

Recibió Paolo los abrazos y bendiciones de Anzola, y saltando en su ligera góndola y empuñando el poderoso remo hendió las aguas en dirección al palacio Morosini, en donde el almirante Honorio que había consentido desde por la mañana en ser su patrono durante aquella justa, saliendo a recibirle a la escalinata   —243→   en compañía de sus amigos y familiares, le colgó al cuello las más primorosas reliquias de San Nicolás y de San Marcos. Después torné a atravesar el gondolero por en medio de todas aquellas embarcaciones y fuese a tomar su puesto junto a la cuerda que retenía, hasta la señal de partida, a los demás remeros lidiadores.

Hermoso y brillante era el aspecto que presentaba el Canal Maggiore en aquella tarde. Lo benigno de hora y la mayor frescura del ambiente contribuían a que pudiera disfrutarse más agradablemente del espectáculo que se preparaba. Prometía este ser más vistoso y variado que el que había tenido lugar por la mañana cuando la entrada de las galeras. No era sólo el regocijo patrio lo que reinaba en los semblantes, pintábase en ellos también el amor de la fiesta. Toda la ciudad iba a verse allí reunida; damas y galanes, patricios y pueblo, ricos y pobres, viejos y niños. Era toda Venecia que se mostraba: aquello iba a ser la ciudad enloquecida, olvidando en un día de triunfo y de fiesta lo grave y silencioso de los días ordinarios; era el bullicioso carácter de las razas del mediodía, entregado a sus propios instintos e inclinaciones; era, en una palabra, el olvido de la recelosa política de sus gobernantes, que no dejaría por cierto de encontrarse allí tomando parte en las expansiones populares, fingiendo haberse convertido (para los incautos) en deidad casquivana y juguetona.

Las damasquinas colgaduras de la mañana continuaban adornando los balcones; pero podía decirse que lucían más sus vivos y variados colores a causa de la hora: las bellas sonreían a los galanes que pasaban bajo sus balcones en sus elegantes, vistosas y descubiertas góndolas adornadas con primor y suma riqueza, o en sus más caprichosas todavía, saludándolas y festejándolas. Lloraban de gozo los ancianos, ora por ser una victoria de su querida patria lo que se celebraba aquel día, ora porque la fiesta, hija de la tradición remota, les recordaba su pasada juventud; los niños gritaban de contento. Los marineros subidos en los mástiles y antenas de los buques allí surtos, se confundían con   —244→   las mil banderolas de todos los países con que aquellos estaban empavesados.

Creo que el lector no habrá pasado por su vista novela, relación de viaje, cuento ni romance sobre Venecia en que no haya tenido que habérselas con la plaza de San Marcos, lugar famoso, imprescindible en toda narración de aquella ciudad, apegado a ella como la rama al tronco, como la cabeza al cuerpo. Hablar de Venecia sin nombrar aquel hermoso cuadrilongo, bello por los edificios que lo forman, notable por su concurrencia de gentes, importante por su posición céntrica oficial, y que no lo es menos por lo que ha figurado en la historia de dicho pueblo; sería no hablar del rostro al intentar describir el corazón de una persona, sería no hablar de los ojos al pintar la belleza de una mujer. En efecto; ¿qué acontecimiento habrá ocurrido durante la vida de la república de que no haya sido testigo aquella plaza que hoy, salvo excepciones, parece haber trocado,

«Voces alegres en silencio mudo?»

Álzanse en ella aun hoy a guisa de elevados mástiles sobre curiosos basamentos de bronce los tres pilares o columnas de conquista, cuyos topes tremolaban antes los días festivos los estandartes de la república, aludiendo a su poder en Chipre, en Candía y en la Morea. -Decórala igualmente con sus primores, presídela solemne la hermosa basílica de su santo no menos famoso, desde lo alto del antiguo campanario, torreón aislado, percíbense las lagunas con los grandes grupos de edificios que constituyen la ciudad, flotante al parecer sobre los pantanos y cuyas torres erguidas y elegantes cúpulas son el más arrogante monumento que pudo levantar a la industria humana un puñado de pescadores y fugitivos. Desde lo alto de este campanario divísanse los Alpes, cuyas cimas gigantescas son burla a la distancia y pueden percibirse también los cinco puertos de la laguna, las pintorescas islas o terruños que los forman y tras ellos el Adriático.

Pero aún existe en la metrópoli véneta otro lugar   —245→   más hermoso, más decorado si cabo, más característico: la Piazzetta.

Ligada esta a la gran plaza de San Marcos, parece cuasi una continuación de la misma, participa de su animado movimiento, y en ciertos días y en ciertas fiestas usurpa a aquella su bullicio y su concurso.

En efecto, la Piazzetta es a mi ver el más elocuente paraje de la metrópoli; plaza y muelle a un tiempo, fórmanla: el Canale Maggiore, que es la gran arteria acuática, el bulevar, el broadway de esta ciudad de las aguas; el palacio del Dux con su mixta arquitectura cuasi árabe que la flanquea por la derecha, contemplada dicha Piazzetta desde el citado Canal, y el hermoso edificio antes biblioteca de la república, en nuestros tiempos palacio real, que la flanquea por la izquierda. Lo pasado cara a cara con lo presente; el dogado antiguo frente a la monarquía moderna; el panteón de una soberanía en espectro, frente al alcázar de una soberanía imperante; el cadáver del león frente al águila negra que lo espía, que vela su sueño de tumba, y que con la garra dispuesta observa cuidadosa aquel letargo, pronta a cebarse en el primer movimiento, en el primer soplo que anunciase una resurrección.

La Piazzetta es pues la síntesis municipal, artística y política de Venecia; todo su pasado, todo su presente se muestran allí con lujo de arte y grandeza de recuerdos, escritos, esculpidos, petrificados en aquellos edificios, en aquel paraje. Conságranla además, la columna de San Teodoro, patrono originario de las antiguas tribus pescadoras, y la del león alado que les dio después la historia; ambos son como a manera de guardianes de aquel pueblo, el uno representante de la ciudad municipal, el otro de la ciudad conquistadora. Toda la vida de la antigua Venecia pasaba en aquel lugar, teatro, escena de invariable unidad en que la risa de Talía dejaba el puesto al puñal y coturno de Melpómene y viceversa.

En aquel sitio la fiesta sucedía al verdugo y el verdugo a la fiesta. Ora ocultaba la mascarilla el amartelado rostro de dos amantes; ora el de dos misteriosos consejeros   —246→   que mentían o que tramaban; a la intriga de amor seguía la intriga de odio o quizás, nada uniforme en la acción aquel misterioso y continuo drama, distraía la atención de los espectadores con la representación simultánea de variados y sueltos episodios, ¡ah! pero el único espectador posible en este drama de los corazones y rostros encubiertos, era el que todo lo ve y todo debe juzgarlo: el cielo.

En la basílica estaba el cuerpo de San Marcos, arca santa de aquel Israel; más acá el palacio, es decir el Dux, los Diez, los Tres, el Senado, el gran consejo; allá los procuradores de San Marcos en vecino edificio; es decir, junto al patrono; legisladores, jueces, gobierno. En aquel palacio se hacían las leyes y se aplicaban. Entre las dos columnas rojas de sus arcadas exteriores hacíanse los pregones, leíanse las sentencias, que los Tres, los Diez, o el Senado no intentaban ejecutar de oculto; y luego en la misma piazzetta, entre las columnas de los dos patronos, ponía en juego el verdugo sus sangriento oficio. Por último, para que todo estuviese pronto en los negocios del estado, un poco más allá, a espaldas del palacio, hallábanse las prisiones de la república encadenadas a la mansión del Dux y salas judiciales por un puente secreto y misterioso que el vulgo llamó después y todo el mundo conoce hoy con el triste nombre de los suspiros. El juez uncido al reo; el verdugo a la víctima.

Supóngase también cuál sería el movimiento y concurso de estos parajes, en los días de recepción de embajadores, de consejo, de audiencia, de acción de gracias; supóngase cuál lo sería aquella tarde en que el Gran Canal, su vecino inmediato, hacía un papel tan importante. Realzadas estaban por consiguiente con preciosas colgaduras y adornos las elegantes ojivas, y suntuosos capiteles de la mansión del Dux, recordando en su breve módulo, en sus moriscos arquitrabes y en el colorido de sus jaspeados, la Alhambra granadina; así como también realzaban aquellos adornos las bellas proporciones del edificio Biblioteca, cuyos estantes como tal, se enriquecieron con las donaciones de Petrarca, y   —247→   que por su hermoso exterior hizo decir a Pedro Aretino:

«qu'il était au dessus de l'envie.»

Seguía desde la Biblioteca dando vista a los canales con su fachada mixta de rústico, dórico y jónico, la magnífica casa de moneda, cuya antigüedad fijan en la época de Juan Dándolo (1284) los primeros ducados de oro o cequíes venecianos que se conocen.

En los muelles, el embarque y desembarque, el tropel vistoso y variado de los curiosos prometían nuevo realce al espectáculo. Al ver la multitud de embarcaciones que se cruzaban y había en el tragheto, hubiera podido decirse con el insigne lírico: «Debajo de las velas desparece la mar»; pero al ver en la piazzeta, la riva y los muelles el gentío inmenso, el hormigueo humano, aquel enjambre apretado y tumultuoso, aquel sembrado de cabezas en que había muchos que permanecían suspensos y en actitud de volar, o suspirando por hallar la tierra con las puntas de los pies, temerosos de convertirse en otros tantos Quevedos suspendidos; podría decirse perifraseando el dicho del poeta: «Debajo de las testas desparece la tierra.» Y ¡qué testas y qué semblantes! En uno se pintaba la ansiedad de ver, en otro se mostraban los síntomas del asfixiado. Y ¡qué actitudes! Este regañaba, aquel juraba. El uno se dejaba empinar, el otro se dejaba impulsar. Allí una pobre mujer con rostro avinagrado daba de manotadas y arañazos a un majadero que la había atropellado o que la había hecho blanco de algún requiebro demasiado expresivo: aquí se tornaba, otro amenazante contra el que acababa de mostrarle las estrellas con un formidable pisotón, más acá un forzudo tunante se complacía en mecerse para ver ondular aquel océano de la multitud; más allá otro de la misma calaña, al percibir no lejos de sí a alguna mozuela de buen aspecto, metía los codos haciendo esquina contra el pecho de los prójimos o contra alguna gordota y elástica panza que se le oponía, para acercarse a aquella y poder realizar entonces los dulces empellones por activa y por pasiva de que habla el chistoso Bretón.

  —248→  

Acullá una vieja rabiaba y apostrofaba a la multitud masculina, del día, que era menos considerada que la de su tiempo, sin duda porque entonces nadie (si era ella de buen palmito) hubiese pensado en empujarla tan bruscamente. En fin, todos se ahogaban, sudaban como en julio, y sin embargo ninguno, ni aun la vieja maldiciente, abandonaba el campo.

La curiosidad triunfa siempre de los apretones. Era cosa magnífica por cierto estar allí prensado, pisado, estrujado, semiahogado; y sin embargo todos creían estarse divirtiendo aunque maldijesen y aunque rabiasen. ¡Si siquiera hubiera uno podido disponer de algún balcón en donde ver con alguna comodidad y desahogo! pero esto era para los patricios; el pópolo como en todas partes, si quería ver u oír era menester que se dejase estrujar como la uva, o entrase en prensa como un periódico. Añádase por vía de amenidad a estas escenas las voces de apuesta de los Nicolotti y de los Castellani; los dichos y baladronadas de los grupos, las exclamaciones de la multitud, las voces dadas por los barqueros para evitar los choques de tantas embarcaciones que, ora más lentas, ora más ligeras, se deslizaban por todas partes. Contendientes y espectadores vagaban, aguardaban, clamoreaban. Susurros de fiestas más armoniosos que el de los vientos en la enramada, de las selvas; gratos para aquella multitud de extranjeros de Oriente y Occidente, que con trajes del patrio uso y distinguidos entre las turbas, admiraban con semblante de gozo y extrañeza tanta brillantez, animación y alegría. Presentábanse a la vista, ya una góndola de todo lujo conduciendo ricos hombres vestidos de seda y de brocados, ya otra, portadora de curiosos de todo linaje, ora un ballotine impulsado por sus cuatro remos; hora los malgherottes ufanos con sus seis y ocho remeros, cuyo grandor no excluía la ligereza: aquellos últimos, largos, agudos y más ágiles que una serpiente que se escapa sobre las yerbas. Veíanse también kaikes turcos con gentes ataviadas a esta usanza; aunque esta era más bien una mascarada para remedar por mofa a los enemigos de la república y de la fe cristiana; figuraban asimismo algunas   —249→   navecillas griegas, y por donde quiera mostrábanse los bissones, desde cuyas proras algunos elegantes mancebos del patriciado, ordenaban las filas náuticas, lanzando a los que las alteraban doradas flechas. Máscaras, tropel, murmullos; todo venía a formar un conjunto coronado por la armonía, puesto que todos estaban acordes en un fin, el de la fiesta.

Entre las damas que presenciaban el espectáculo había una que por la parte que va a tomar en esta historia merece la atención. Amigo Jacobo, un poquillo de paciencia: sé que siempre has amado a las bellas. Estaba la que acabo de citar, en el palacio Fóscari, propiedad de su familia, lugar destinado para término de la lucha y situación del jurado competente; preferencia que se había dado a aquel palacio en tal ocasión, no tanto por ser un buen punto para el objeto, cuanto porque llamado el almirante Honorio a la designación, eligió este lugar impulsado por las personales simpatías que más tarde se darán a conocer en estas páginas. Tenía la dama quince años de edad. Sus ojos azules parecían dos auroras; la nariz era en ella una perfección. Su color era blanco como el de la seda levantina; sus dientes eran otras tantas gracias para aquella sonrisa que en lo puro y delicioso parecía cosa del cielo. Su busto y su talle correspondían a su belleza, pudiendo decirse que eran como los de Sirena la florista, y tal es su mayor elogio: sus manos provocaban al agasajo pudoroso. Su traje, seda y oro y elegancia, no había menester aquestas galas para hermosear un cuerpo ya de suyo hermoso y casto como la estatua de Diana. Al ver aquel tipo do ojos azules y cabellos blondos, rara belleza en el mediodía de Europa, podría decirse ¡oh Jacobo! lo que recordarás que en otro tiempo escribía yo respecto de cierta dama:


«Del cielo cual pedazos
tus ojos azulados y serenos
de amores son regazos,
pues de amor y de halagos están llenos.
Blanca es tu tez como vellón nevado
del algodón preciado;
—250→
y en las rubias madejas tu cabello
presta encanto la tu espalda y a tu cuello:
risueña toca de oro
de tu gracia y beldad rico tesoro.
Porque eres, oh mi hermosa,
estrella peregrina
de las regiones en que habita el hielo,
que huyendo de la pálida neblina,
has venido al azul tórrido cielo.»

Llamábase Perla la joven veneciana de que venía tratando; y era en efecto la perla más preciosa de las que visten concha en las entrañas de los mares. Sus ojos se llenaron de alegría sonriendo a un caballero, que dejando su barqueta primorosa, acercábase a ella en los balcones del palacio Fóscari.

-Adiós, Honorio, murmuró con gozo mal disimulado.

-Perla de las perlas, exclamó este besando con galantería la mano de la joven.

Los concurrentes, entre ellos el abuelo de Perla, anciano respetable, y que le servía de padre, cruzaron parabienes con Honorio, en cuyo semblante se mostraba aquel regocijo puro de la gloria satisfecha que dando luces de grato prisma a las pupilas, hace que todo sea hermoso en torno de un corazón que abunda en el contento y que idolatra la risueña vida.

Cuán feliz era entonces Honorio. Amado y aclamado por miles de corazones, teniendo a la envidia, sofocada al pie, a lo menos en aquel día de ambiente puro, de aclamaciones y de gloria; en aquel día en que para colmo de venturas veíase amado con el primero, delicado y purísimo amor de una hermosa, como Perla. La tierra se confundiría algunas veces con el cielo si esa palpitación, si esos destellos de bienandanza celestial que bajan al corazón del hombre para convertir su sangre en ríos de ventura, fuesen ¡ay! un poco más duraderos.

Honorio, a pesar de algunas faltas, originadas más por su educación que por el fondo de su carácter, tenía mucho de noble y generoso y era merecedor de aquella felicidad.   —251→   Bien la mostraban sus ojos, su semblante y sus palabras. Reflejo precioso de aquella dicha era el rostro de Perla, cuyo seno palpitaba con aquella ventura, con aquella gloria y con aquel amor. Amor primero de la vida, maravilla desconocida, primera flor de una planta lozana y juvenil.

-Estáis más hermosa que la fiesta, amada mía, y estas horas tan felices para mí, este día en que calla la tristeza y reina el gozo se parecen en su diáfano ambiente, en su sol suave y en algo que embriaga y deleita el corazón, a aquel otro día en que me jurasteis amor eterno.

-Único día a que puede compararse, exclamó con rubor y convicción la doncella.

-Profanación sería la duda, repitió Honorio, acerca de nuestro mutuo afecto y correspondencia, y por mi parte juro que si muchas veces en la vida he pronunciado la palabra «te amo,» jamás la he dicho con tanta sinceridad, ni con tanto merecimiento de la persona amada: pero he menester oír continuamente lo que causa mi mayor delicia. ¿Me amas, Perla? ¿Me amarás siempre?

Iba a responder la joven con la palabra lo que ya anticipaba su semblante; el labio iba a moverse, cuando el estampido de una pieza de artillería dio la señal de comienzo a la regata, y rota la cuerda que servía de valla a los gondoleros, aquellas navecillas rivales de los peces se deslizaron sobre las aguas.

-¡Bravi Castellani! ¡Bravi Nicolotti! gritaban los espectadores a medida que cada remero de uno de ambos partidos se adelantaba respectivamente a sus contrarios.

Muy pronto la línea recta convirtiose en ángulos que fueron haciéndose inmediatamente más agudos hasta formar la completa dispersión de los grupos y los puntos; ni más ni menos que una bandada de palomas que puso en fuga el tiro del cazador.

-¡Bravo, Tomasso! gritaban los Castellani al pasar este robusto y ágil remador por junto a ellos; era el más famoso campeón de su partido.

-¡Bravo Paolo! respondieron a su vez los Nicolotti al ver que este con dos golpes de remo había dejado atrás a sus contrarios.

  —252→  

Eran estas embarcaciones tan sumamente delgadas y ligeras que el pie del gondolero, puesto fuera del sitio oportuno era bastante a defondarlas. Paolo no llevaba a la retrata su góndola de diario; esta permanecía amarrada a su poste correspondiente. La que usaba aquella tarde era de lo más ligero y elegante, como regalo expreso de su patrono el almirante Honorio. Al concederle este por la mañana la merced de adoptarlo por cliente, habíale hecho aquella donación que de seguro contribuiría a darle alguna ventaja.

Algunas de las góndolas lidiadoras quedaban ya rezagadas; otras sin embargo corrían, volaban.

Paolo pensaba en Sirena, a quien en vano había buscado por todas partes. Esto contribuía a que perdiese de vez en cuando un espacio que después podía recobrar de sus duchos adversarios, gracias a su agilidad y conocida maña. Pasó y repasó el poste de término. Los aplausos y músicas ensordecían.

La victoria estaba harto indecisa aún. Iba poco a poco aumentándose el número de los rezagados. Los más diestros o potentes continuaban sin dar en lo general muestras de querer ceder el campo.

Tomasso tornaba a Paolo un palmo de delantera; esto era ya bastante y Paolo, aunque con sumo trabajo, le igualaba y aun tornaba a aventajarle.

Nueva porción de contendientes perdía la esperanza abandonando la liza.

Entraron de nuevo Paolo y Tomasso casi en la misma línea por el Gran Canal. La multitud suspensa guardó silencio, silencio espontáneo que cesó al punto a causa de haber vuelto los espectadores a azuzar a los gondoleros respectivos que parecían una jauría de vigorosos y ágiles lebreles. Con todo, la lucha había sido demasiado tenaz para que no desmayase el mayor número: así es que sólo persistían una media docena de esquifes de que llevaban la delantera Paolo y Tomasso bogando casi a la par.

Al divisarse ya del palacio Fóscari, Honorio exclamó agitando su lujoso capacete:

-¡Bien por mi chiozotte!

  —253→  

-Bravo, bravo, repitieron los concurrentes.

Tomasso invocaba al diablo y a la Madona y a San Marcos a un mismo tiempo, rabioso de ver que todas aquellas aclamaciones estaban justificadas por Paolo, que había logrado ganarle una buena delantera. Era lucha del amor propio, no se diga nada si rabiaría el bueno de Tomasso.

Pero no rabiaba menos su contrario Paolo, aunque por distinta causa.

-No la veo, exclamaba casi con angustia.

Hubiera sido para él la gloria, el paraíso, el ver a Sirena presenciando su probable triunfo.

Ya están cerca, las banderas roja, azul y amarilla aguardan junto al palacio Fóscari, como premios de la jornada, el asalto de los competidores. Sólo algún acontecimiento inesperado podrá usurpar al gondolero Nicolotti la victoria que tiene casi ganada.

Reina el cansancio. En Paolo hay más que cansancio, hay angustia; siente helarse el sudor que corre por su frente; jadea de fatiga causada más que por el esfuerzo por la agonía desesperante que oprime su corazón. Tomasso está también fatigoso, sólo el pundonor le obliga a hacer esfuerzos convulsivos que a veces producen efecto.

La tirada ha sido larga aun para ellos dos, que son al parecer los mejores remeros: casi todos los contendientes han quedado rezagados a respetable distancia; sólo algunos pocos como muestras de las diferentes capacidades se hallan cerca de los dos primeros, pero postergados y con el desaliento de los vencidos. ¡Qué ovación de triunfo para el Nicolotti que aun a pesar de su fatiga podría sacar nuevos recursos, nuevas fuerzas de ese estímulo poderoso que se llama amor y que parece ser la base de su existencia.

Boga con bríos pero maquinalmente: su pensamiento está en otra parte: los murmullos de aprobación lejos de estimularle, le aturden... La casualidad lleva rápidamente sus ojos a una góndola de espectadores que yace a su izquierda... descubre a Sirena. Los ojos de esta debían naturalmente seguirle en su carrera y animarle   —254→   al triunfo: ¡vana ilusión! no le miraban, están fijos en otra parte. Miraban a Honorio Morosini con un anhelo tal que el gondolero rugió de amargura, y levantándose de pronto para ver mejor quedó momentáneamente detenido en sus impulsos; la sangre afluye hirviendo al corazón del mancebo. Tomasso que había ya aflojado en sus esfuerzos, como quien comienza a desesperar, trata de recobrar su entusiasmo y la ventaja que es consiguiente.

Por desgracia de Paolo, la misma llama que debiera alentarle, contribuye a abatir sus ya casi postradas fuerzas; está celoso, angustiado y la que arde en su seno le desanime, le rinde.

Gracias a un esfuerzo heroico del Castellani, Tomasso, quien a veces siéntese desfallecer, se restablece la igualdad.

Ambos bogan a la par, sólo sombras a sus ojos son los espectadores y los edificios...

Paolo va a quedarse atrás, se desalienta, está casi perdido.

-¡Nicolotte! gritó Honorio con voz de trueno, Sirena, que le vio entonces casi perdido en la lucha, recordó (acaso por vanidad) que aquel era su apasionado, y exclamó:

-¡Paolo!

Su voz quería decir sorpresa, pesar, animación.

El gondolero a pesar de su aturdimiento la oyó, pues el silencio era entonces solemne; comprendió perfectamente su sentido; siente renacer en su corazón la esperanza, una de esas fugitivas impresiones incalificables pero elocuentes para el alma. Aquella exclamación de mujer amada lleva el efecto de un galvanismo inexplicable. Siente el mancebo que el vigor de la voluntad repone el ánimo en mi corazón y la energía en su cerebro, siente que sus nervios de acción comunican a sus músculos inaudita fuerza, el reino torna a ser en sus manos lo que había sido siempre, una leve astilla como peso, un apoyo, una potencia irresistible como palanca; dejábase el agua hendir como vencida, abriendo paso a la barquilla, arrollándose ante aquel empuje, murmurante y espumosa.

  —255→  

Tomasso que no duerme, lucha con vigor extraordinario, digno de su buena fama; quema sus últimos cartuchos.

Paolo, ya alentado, reconoce que es necesario un esfuerzo, una ventaja cualquiera; esta ventaja que de seguro hará desmayar al contrario, sostenida con menos necesidad de impulso, podrá decidir la victoria...

El Castellani sin duda reconoce lo propio, van a una; pero Paolo lleva el hálito inspirador de una Sirena en su corazón, su canto ha resonado en sus oídos, debe dejarse arrastrar, debe lanzarse en pos del escollo aunque en él se estrene... Un repentino y furibundo empuje lleva su góndola hasta el pie de las banderas, toma rápido y poderoso impulso en el remo que apoya en la barquilla y dando un salto en que va el resto de sus fuerzas, con la destreza gimnástica que le es peculiar y conocida, cae junto al estandarte rojo, primer premio de la jornada. Tomasso llegó casi al mismo tiempo; pero era tarde.

Los mencionados jueces, después de una ligera discusión motivada por la originalidad del caso, declararon que Paolo había ganado. Proclamose esta decisión, y las de los Nicolotti sofocaron en los aires las quejas y murmullos de los Castellani. Paolo estaba ya en la gradería del palacio Fóscari recibiendo el primer premio: el segundo fue para Tomasso, quien lo aceptó con pena y un tanto mohíno y amostazado.




ArribaAbajo- VII -

¿Cómo he de ser feliz si tengo celos?


Va se ha dicho que el hijo de Anzola recibía el primer premio de la regata en presencia de Honorio, Perla y la florista. Reducíase aquel a cierta suma de dinero suficiente a remediar por algún tiempo su pobreza, máxime cuando a ella se añadían los regalos que la familia Morosini le había hecho a fuer de su patrona en aquel día. Había pues recibido dinero y plácemes; es decir, todo lo que podía esperar como envidiable en el trascurso de su vida un pobre gondolero. Juzgábase sin embargo infeliz;   —256→   pudiendo asegurarse que sus penas no emanaban de una imaginación descontentadiza antes bien había motivos para que aquella copa en que todos veían la transparencia y grato color de un néctar delicioso, tuviese en su fondo algunas gotas de hiel que el infeliz mozo saboreaba al llevar a sus labios. La mirada tenaz, misteriosa, con que la florista se había fijado en Morosini aquella tarde, era un dardo de fuego que no podía arrancar de su corazón; aquella mirada dispensada de una manera singular a un hombre superior a él en ese orbe de apariencias que se llama sociedad, y que le revelaba para el porvenir una lucha en que de seguro le tocaría la menos lisonjera parte, aparecía a sus ojos como una visión horrible, como un panorama de espanto y de muerte. Comenzaba a sentir lo que acaso no podía comprender: que la mujer es el más hermoso de los diamantes; pero que aquella que más brilla no suele ser la más preciosa.

Acogió pues el mancebo las felicitaciones que se le dirigían, con una tibieza que ninguna de ellas podía desvanecer, contestó los abrazos, dio las gracias por los vivas que se le prodigaban, y después de gran trabajo para desprenderse de sus acalorados camaradas, entregó la bandera de premio a uno de los gondoleros Nicolotti más entusiasta, para que entretuviese con aquella reliquia de triunfo a la multitud, y él con presteza y a merced de las sombras que ya comenzaban a cubrir con su manto aquel teatro de lucha y de placer, fuese con cautela hacia la florista, que le buscaba también y le salía al encuentro, dirigiéndose ambos a la morada de Anzola como habían pactado.

Iba el gondolero triste y silencioso. Sirena no le iba en zaga; empero a poco, vuelta esta última de su distracción y alcanzando la causa de la tristeza del mancebo.

-Buen Paolo, comenzó a decirle, desagradecido sois con la fortuna. Ella os sonríe, y vos la rechazáis con duro ceño.

-¡La fortuna! ¡la fortuna! respondió el mozo con tristeza, ¿en qué consiste? En una bandera y algún dinero; pero ni aquella es bastante a enjugar las lágrimas que   —257→   se lloren, ni este, añadió sacudiendo con desdén una preñada bolsa, puede comprar una paz que huye del corazón. ¿Fortuna la llamáis? Es bien estéril; dijo y contuvo con dificultad una lágrima amarguísima que acudía a sus ojos.

-Pobrecillo, exclamó la ramilletera. Vamos, sois muy niño; serenad vuestro semblante para que vuestra madre no tenga inquietud al veros, y decidme la causa de esas penas tan incomprensibles en estos momentos.

-Vos, más que nadie, sabréis si lo son, Sirena; vos no sentís nada en vuestro pecho respecto de mí, y yo siento en el mío un mundo entero de amargura; vos sois de hielo, y yo me abraso como si estuviese en la cima del monte de fuego que llaman Etna. Mira, tú eres muy hermosa, y yo te amo más que si fueses mi hermana; te amo... sí... más que a mi vida. Yo antes no sentía estas cosas; yo sentía sólo afectos como el que tengo a mis camaradas, como el que tenía en mi niñez a los demás chicos cuando contentos y alegres retozábamos en las orillas del traghetto; hoy no es de la misma manera, y conozco que el mundo se ha engrandecido a mis ojos, y quiero tantas cosas... tantos imposibles... pero imposibles que me parecen realizables cuando te veo. ¡Ah! mis labios han olvidado la risa, porque te amo y te quiero mucho, Sirena; sí, te adoro como a la Madona que no es más bella que tú; pero que tampoco me hace suspirar como tú. Oye, Sirena, dime, ¿me amas mucho, así como yo a ti?

-Paolo, contestó ella con un reposo que contrastaba con el calor del gondolero; si mi cariño disipa los pesares de Paolo, ¿quién ha dicho que Sirena no quiere disiparlos?

Regocijábase esta ante la idea de inspirar una pasión; idea siempre halagüeña para una mujer, y mucho más para ella toda vanidad e instintos imperiosos.

-Me ama, expresó el mancebo, y sin embargo mira a otro hombre con unos ojos... ¡Ah! ¡si supieras todo lo que sentí esta tarde al ver que mirabas con tanta fijeza, con tanto interés al almirante!

-Vuestros ojos os engañaron, amigo mío; respondió la joven con dulzura. ¿Qué pudiera haber de común entre   —258→   un señor de alto linaje y una humilde doncella como yo? Mis miradas eran puramente casuales, o más bien, quería saber qué marca imprimía en su rostro vuestra lucha; quería saber por su semblante si su corazón palpitaba tanto como el mío con el deseo de vuestro triunfo.

-¡Oh! ¿de veras? gritó Paolo fuera de sí: tal era su gozo. Evaporábase su pena como una gota de agua en presencia del sol. La doncella, como Neptuno, tenía el don de promover y aplacar en él las tempestades. -¿Me amas mucho, Sirena? continuó aquel, mucho, ¿no es verdad?

Y entonces, queriendo la joven eludir sin duda la respuesta, exclamó de pronto y dando nuevo giro a aquella plática.

-También me llamaba la atención la dama que estaba junto al patricio Honorio.

-Sí, dijo Paolo, obedeciendo a la intención de su interlocutora, es su prometida.

-Su prometida... es harto bella por cierto; dijo Sirena con una expresión cuya singularidad no comprendió el amartelado gondolero, quien replicó con amoroso entusiasmo:

-Muy hermosa... no tanto como Sirena.

-Pero el almirante la amará... entrañablemente, añadió la florista con cierta especie de ira y aun de pena; con una expresión parecida a su precedente observación. -La amará... entrañablemente, repitió.

-Lo ignoro, se aprestó a decir el gondolero; pero dejémosles amarse todo lo posible, y no tengamos por nuestra parte envidia de su cariño. Ya estamos a la puerta de casa: es menester comenzar a alegrarse. Tengo grande anhelo de oírte cantar, Sirena; hame dicho mi madre que tienes mucha fama de cantora, que lo haces como un ruiseñor. Vamos, señora mía, entrad; dentro de poco vendré a haceros compañía. Mi madre dispondrá la cena, y en tanto la daréis conversación. Vaya, hasta después, hasta muy presto.

-No tardéis, pronunció la metálica voz de la joven al llamar a la puerta de Anzola.

  —259→  

El enamorado mancebo caminaba en alas del contento y la esperanza. De Sirena no podría decirse tal vez tanto. Abriéronle y entrose en casa del gondolero, en donde la madre de este que la aguardaba, la recibió gozosa.




ArribaAbajo- VIII -

-Buenas noches, señora Anzola, expresó la ramilletera del Lido tendiendo sus manos a la madre de Paolo, quien la besó en la frente con ternura.

-Buenas noches, amable Sirena, contestó la primera. Paolo... añadió como interrogando.

-Triunfante en la regata, objetó la doncella; acaba de acompañarme hasta esos umbrales, prometiendo volver muy pronto.

-Sentaos, amiguita mía, dijo Anzola indicándola un taburete que junto a una mesa de tosca madera se encontraba; sentaos allí y aguardad a que termine de disponer la cena.

-¿Queréis mi ayuda? preguntó la doncella preparándose para tomar parte en la doméstica faena.

-Acepto, si tal os place, respondió Anzola, con la promesa de que no me riñáis luego por haberos dado tarea estando de visita en mi casa; aunque haréis bien en mirarla como vuestra.

-Manos a la obra, dijo la florista, y contad con que estoy en mi casa si se trata de ayudaros. ¿Sabíais, continuó, que vuestro hijo había ganado el primer premio? ¿Por qué no asististeis a la regata? dijo, y comenzó a aplicar sus graciosas manos a la tarea, abismando aquellos dedos blancos a pesar del sol y destinados según parecía, por la naturaleza, a servir de puesto a los diamantes, en la enorme masa de maíz que blanda y dorada convidaba ya al labio con la sabrosa polenta.

-Sí, respondió Anzola, sabía que mi hijo había ganado el primer premio, porque no faltaron labios generosos que viniesen a traer la gozosa madre los murmullos de grata aprobación. No quise asistir a la regata, porque además de que no acostumbro salir de casa sino   —260→   los domingos muy de mañana, para oír misa en la vecina iglesia, consideré que nunca es apacible para el corazón la lucha en que un hijo expone inciertamente su amor propio o su fortuna. Tenía por otra parte que disponer la casa y la mesa para recibiros así como a los amigos de mi hijo quienes me anunciaron que en caso de que este ganase, vendrían a cenar con él.

-Cuán contenta debéis estar, replicó Sirena, de ver a Paolo rico y celebrado, porque me han dicho que son cuantiosos los regalos que le han hecho los Morosini, principalmente el almirante.

-¿De veras que el almirante ha sido bizarro con él? preguntó Anzola, con voz conmovida. ¡Dios mío! ¡Dios mío! murmuró con un acento que cierta extraña emoción logró hacer ininteligible. Sirena, cuánto os quiere mi buen Paolo, añadió procurando vencer su emoción: os ama como si os hubiese conocido desde hace mucho tiempo; yo por mi parte os trato ya con la confianza y el afecto de una madre. Decidme, ¿el almirante le trató con cordialidad?

-Mucho, respondió la interrogada; y en sus facciones se expresaba el gozo que sentía porque su protegido había alcanzado el primer premio.

-¿Es cierto? interrumpió la afectuosa madre. Vanidad del protector.

-Bravo, dicen que exclamó apretándole las manos, como si ellas no fuesen las encallecidas de un hijo del pueblo. -Bravo: contigo y alganos otros como tú, el remo veneciano no sufriría la rivalidad. Mancebo, si algún día te gustan más los altos mares que las lagunas en donde naciste, acuérdate de que hay un almirante que ama a los bravos marineros. Existe alguna cosa en este mozo, dijo volviéndose hacia los que le escuchaban, que despierta la simpatía. Mirad, añadió dirigiéndose a la dama que estaba a su lado, (y aquí tembló un poco la voz de Sirena), mirad, ¡oh! Perla, su triunfo ha aguado mis ojos; acaso como soy tan feliz en este instante, veo con gozo la felicidad de los demás.

-¡Ah! balbuceó Anzola dejando caer los menesteres   —261→   que tenía en las manos, y apoyádose en un taburete para no caer ella también.

-Cómo, señora, exclamó Sirena acudiendo a sostenerla, ¿qué tenéis?

-Nada, nada, respondió la madre del mancebo: es una simple sofocación; la proximidad del fuego... la emoción tan propia al saber que mi hijo es atendido y festejado... qué se yo...

-Tomad, tomad, dijo la joven, llevándole un vaso de agua: esto os calmará. En fin, animaos, añadió al oír golpes en la puerta; aquí está vuestro hijo, no le alarméis.

-Abrid, madre, exclamó este desde fuera.

-Abrid, signora Anzola, dijo una voz.

-Aquí estamos todos, añadieron varias.

Fue a abrirles Sirena, en tanto que la madre de Paolo reanimando intencionalmente su semblante abrazó a este, saludó a los demás gondoleros que entraban dándola parabienes por el triunfo de su hijo, y fuese a disponer la mesa, en la cual se vieron presto el risoto humeante y de olor apetitoso, varios peces frescos de la laguna que aún chisporroteaban en las sartenes, la torta polenta que había pasado a la lumbre de las preciosas manos de Sirena, y otros manjares de no menos agradable vista y cuyo especioso condimento derramaba en la estancia un gastronómico perfume capaz de curar a un enfermo, o para expresarse con la hipérbole de alguno de los comensales, capaz de resucitar a un muerto.

Sentáronse todos, y Paolo, no sin poner antes en la mesa algunas botellas de rico vino de Creta y de Chipre, sentose también frente a su madre y junto a la ramilletera.

Comenzose en seguida la cena en que debía reinar la alegría, porque es indudable que para la generalidad de los seres, el paladar y el estómago son dos instrumentos de felicidad; sobre todo cuando en las copas bulle un licor que deleita la vista y provoca al labio a derramar en las venas el grato calor que anima el curso de la sangre y agita suavemente, cuando no hay exceso, el cerebro y la imaginación. Y para no parecer materializados,   —262→   diremos que no entraba por poco en la cordialidad que comenzó a sentirse desde los primeros bocados, por parte de los gondoleros la amistad que profesaban a Paolo, por parte de este el placer de hallarse junto a la mujer que adoraba; por parte de la madre el de ver contento a su hijo, su único bien sobre la tierra; y por parte de Sirena... pero esta era la que menos caso hacía de los manjares, soliendo distraerse de vez en cuando. Está visto: la cordial ventura no se ha hecho para ciertas personas.

Dejémosles entregados a una conversación risueña y bulliciosa por parte de aquellos alegres mozos, salgamos un momento de la casa para saber lo que acontece en las inmediaciones.




ArribaAbajo- IX -


En tanto que en el hogar
reina animado el contento,
tórnase el cielo a nublar
y ruge en la selva el viento.

Desde el instante en que Paolo y Sirena, a merced de las crecientes tinieblas de la noche habían salido de la multitud después de la regata para dirigirse a la morada del primero, un hombre embozado seguido de cuatro más de apariencia menos lujosa y distinguida, después de pronunciar en voz baja y en mutua interlocución, como a manera de seña convenida, el nombre de los dos jóvenes, fuéronse tras ellos por puentes y canales. Al llegar a la puerta de Anzola, presenciaron allí la despedida del gondolero y la entrada de Sirena en la casa; apostáronse los cuatro como sombras de no feliz augurio, adelantándose el quinto o sea el primero, ya que su porte y las revelaciones de su lujoso traje nos obligan a calificarle de tal, a ver y oír por la cerradura de la puerta lo que dentro ocurría. A poco, la vuelta de Paolo con sus camaradas los obligó a esquivarse, no sin volver a su puesto de observación tan luego como la puerta dio paso a los gondoleros recién llegados.

  —263→  

-La polenta ha sido amasada por Sirena, dijo Anzola.

-Sabrosa está, exclamó uno de los huéspedes.

-Un trago por ella, añadió uno de los gondoleros llamado Fontano, que con la punta de su nariz amoratada, sus ojos vivos (aunque no revelasen socrática inteligencia), y con otros signos peculiares en su rostro y sus traheres, ofrecía para el ojo práctico, cierto aspecto de frágil incurrente en el pecado de Noé. -Un trago por ella, repitió, y acudiendo a la preñada bota, diola alivio con el vaso que regaló a su estómago el vaporoso líquido.

-El vino gana con el trasiego, dicen los vinateros, añadió.

-Por eso lo trasiegas a tu estómago, gondolero-cuba, expresó otro de los comensales, que aunque de carácter franco y jovial parecía gozar allí de mejor concepto en punto a lo sobrio.

Por lo que hace a Paolo, puedo asegurar, aun sopena de frívolo, que desde aquel momento le pareció la polenta, aunque no se atrevió a manifestarlo, la mejor, la más sabrosa de que había gustado en su vida. El corazón humano, sobre todo cuando el amor lo asedia, está lleno de cosas y simplezas de este linaje.

Dame Chipre, camarada, profirió uno tendiendo el vaso.

-Rico está, dijo otro; bien vale las galeras que nos ha costado.

-Buena tierra debe ser la tal Chipre, dijo Fontano, engullendo un trozo que le obligó a terminar con esta exclamación su discurso; y entonces, como para franquear el paso a la tajada, diole, como suele decirse, con el jarro; continuando en el menudeo en tanto que los demás o engullían o platicaban.

-Sin duda que con dos sorbos de este vino antes de la regata, añadió un gondolero llamado Bepo, y que tenía la apariencia de ser uno do los Nicolotti más despabilados, me hubiera llevado todo el tragheto de una remada. No hay mejor fórcola que esta, añadió mostrando el vaso lleno de vino, para apoyar el remo. ¿No es verdad, Paolo? dijo terminando esta peroración con la aplicación a la boca del nutrido vaso.

  —264→  

-Bien, bien, dijeron todos; Giuseppe, un brindis y que cante la Flor del Lido.

-El brindis, prorrumpió uno con la voz y el semblante animados por el rey de los espíritus.

-El brindis y la canción, dijo Paolo.

-Vaya primero el brindis, exclamó Sirena.

-El brindis, el brindis, repitieron todos; el brindis de Giuseppe.

-¿Por quién queréis que bebamos? preguntó este.

-Por Paolo, dijo Sirena.

-Por Sirena, dijo Paolo.

-Por los dos, objetó un gondolero.

-Por todos, expresó Anzola.

-Y por el vino, añadió con voz temblorosa y con ojos enrojecidos y vacilantes el gondolero Fontano.

Este Fontano había ganado en la jornada de aquella tarde el último lote, es decir, la bandera amarilla en que estaba pintado un cerdo, satírica burla para el remador que llegaba en cuarto lugar al sitio de los premios; pero era por otra parte mozo alegre y bonachón que rema sin envidia, y que se daba por satisfecho, ya que no fuese el más aventajado, con que el triunfo de cualquiera compañero le proporcionase ocasión de yantar alegremente alguna cosa y de engullir algún traguillo. Y bien que no fuese lo que se llama un artista copérnico de profesión, sentía por el arte de empinar el codo todos los fervorcillos del distinguido aficionado; siendo muy capaz, así manso y modesto como aparecía, de haber lucubrado la propiedad fermentiva de la uva, si al comenzar su carrera de hombre, hubiese encontrado desprovisto el mundo de este ya generalizado descubrimiento. En lo demás era amigo sincero y hasta entusiasta de Paolo, y lo que podía llamarse un buen camarada del tragheto.

-Sí, por el vino, expresó el gondolero sobrio aludiendo a la indicación de Fontano, y por el lechón, añadió refiriéndose también irónicamente al premio de aquel en la regata.

-Por el lechón, sí, por el lechón de Fontino, gritaron los gondoleros a una voz.

  —265→  

-Jum, jum, dijo remedando a aquel animal uno de ellos que tenía ya en la cabeza nubes de un vino a que no estaba acostumbrado.

-¡Bravo, por el lechón de Fontano! exclamó Giuseppe.

-¡Vaya pues, por el cerdo! dijo el aludido queriendo darla de hombre corriente, aunque a la verdad no dejaban de producir eco en su amor propio tales indirectas. ¡Vivan los cochinos! añadió con un semblante y maneras en que parecía empezaba a ejercer sus narcóticos influjos el vinillo. ¡Vivan los cochinos!

-¡Viva Fontano! exclamó el sobrio con un coro estrepitoso de carcajadas.

-Calla, borrico, respondió Fontano con aire amostazado. ¿Quién más cerdo que tú?

-El vino, el vino, camaradas, replicó el sobrio, el vino le hace gruñir más fuerte que de costumbre. Jum, jum, jum, expresó haciéndole muecas y como toreándole.

-Si vuelves, gritó o balbuceó Fontano enarbolando un cuchillo de los que en la mesa estaban. Si vuelves... a burlarte...

-¡Ah! gritó Anzola.

-¡Cómo! exclamaron los demás interponiéndose.

-¿Qué es eso? gritó Paolo. Entre amigos y... vaya, vaya... basta de tontunas, amigo Fontano.

-Ja, ja, ja, dijo de pronto este, cambiando de rojo a pálido y viceversa, y dejando caer el cuchillo sobre la mesa. Iba a degollarle; pero se me olvidaba que él y no yo es el verdadero cerdo... y que los cerdos deben morir mazzolattos.

-El brindis, el brindis, exclamaron todos después de haber celebrado ruidosamente la baladronada del gondolero.

-Vaya pues, atención, dijo uno de los concurrentes viendo a Giuseppe de pie, tazón en mano, fruncido el ceño, en actitud de discurrir o improvisar.

-Vino y silencio, dijeron todos llenando sus vasos.

Giuseppe prorrumpió del modo siguiente:

  —266→  
    -Grato vino que te cuelas
dejando en el labio gozo,
tú vuelves al viejo, mozo,
y mozas a las abuelas.
    Tienes un agri-sabroso
muy más grato que el panal:
nada puede ser igual
a tu aliento generoso.
    Recibe mi gratitud,
digna bebida de un papa;
bebamos pues, que se escapa...
¡señores a la salud!
    Mas ¿donde estoy vive Dios?
¿No es esa la flor del Lido?
¿Señores, dónde he ido?
¿Son sus ojos cuatro o dos?
    Buen Paolo, ¿qué es de ti?
¿Tú con dos gorros? ¡Visiones!
También miro dos lechones;
Fontano, ¿aún estás aquí?

Grande fue la algazara que siguió al brindis y epigrama de Giuseppe; lo que no pudo percibir bien el aludido Fontano porque dormitaba cabeza en mano y codo en mesa; y gracias si al oírse nombrar abrió los ojos para volver a cerrarlos murmurando palabras ininteligibles.

-La canción de Rosetina, la canción de Rosetina, dijo Anzola fijándose en Sirena, la que al punto, con complacencia y atención de los concurrentes, comenzó a templar una vihuela o mandolino que por allí había, preparado quizá al efecto, y a cantar de esta manera:


Doncellitas mis hermanas,
no os rindáis a la pasión,
que estas madres son tiranas
y persiguen sin razón:
¡Ah! mi madre quiere darme
por marido un servidor:
a él no puedo yo entregarme,
yo soy del primer amor.
—267→
Me levanto de mañana,
antes del sol apuntar,
y me asomo a la ventana
por ver a mi amor pasar.
¡Infelice! el otro día
morir de duelo pensé,
pues mi madre lo impedía
y yo verle no logré.
Siempre mi madre inhumana
me llama diciendo así:
Quítate de la ventana
cuando pase por ahí.
¡Oh! mamá, ¿cómo no amarle?
es él mi primer amor;
¡antes que logre olvidarle
sucumbiré de dolor!
Cerrad, oh madre, la puerta,
que no venga nadie acá,
fingiré que me hallo muerta
y alguno me llorará.
De mil damasquinas rosas
una coronita haré
y en mis sienes ardorosas
al morir me la pondré.
Mandaré abrir una fosa
en que quepamos los tres,
mi padre, mi madre, yo...
y aquí entre mis brazos él.
Junto a ella sembraremos
el capullo de una flor;
de noche la plantaremos
y abrirá al primer albor.
Y dirá si el que camina
dice: ¿cuya es esta flor?
Es la flor de «Rosetina.»
¡La triste! murió de amor.2

  —268→  

Grata era la sensación que experimentaban los concurrentes a la cena del premiado gondolero al percibir aquella voz y acento que herían dulcemente sus nervios y penetraban en su alma, con toda la poesía del sonido.   —269→   Seducían, encantaban y rendían los sentidos, encadenando la mente que, a la presión de tan dulces lazos, caía esclavizada en un éxtasis deleitable, embriagador. Ya se ha indicado antes que era por demás encantadora la voz de Sirena. Acaso al escucharla durante su infancia diéronla sus padres aquel nombre que tan bien expresaba el poder mágico con que la naturaleza había dotado su garganta. Imaginaos el salterio, la lira más melodiosa, la voz de las calandrias y los ruiseñores en las serenas albas de los trópicos, cuando la brisa fresca de la mañana mece los tallos haciendo que de las hojas se desprendan las cristalinas gotas del rocío. Figuraos la voz de aquellas vírgenes de Sion de que nos hablan las bíblicas tradiciones; el rumor de Helicona, la voz de aquellas ninfas del Pindo y de las riberas del Ladón; recordad el canto que hayáis escuchado con más placer en vuestra juventud, en vuestra vida, al compás de una de aquellas dichas que formen hoy el tesoro de vuestras carísimas memorias; recordad el rumor, la diafanidad de vuestros más hermosos y serenos días; si amasteis alguna vez, recordad la voz de vuestra primera esperanza, aquella voz que fue para vuestra alma el fiat lux de la felicidad. ¡Ah! y si alguna vez habéis tornado a la patria después de larga ausencia, pensad ahora en el primer acento, en la primera palabra del ser que os salió al encuentro para abriros la puerta de vuestra infancia y de las primeras ilusiones. Entonces podréis tener una idea de la voz y expresión con que Sirena solía cantar.

No sé por qué la naturaleza habrá prodigado sus tesoros físicos caprichosamente, cuando estos tesoros están llamados a ejercer tanto imperio en los sentidos; no sé por qué inconsecuencia misteriosa habrá dado algunas notas del Paraíso a seres todo vanidad y miseria terrenal. ¡Oh! ¡naturaleza! no existe en las mitologías la diosa de los caprichos; de haberla querido alzar altares ninguna más digna que tú de pretenderlos.

Vivo aplausos sucedieron al éxtasis cuando aquella Sirena, digna de su nombre, acabó de cantar. Por lo que hace al embozado que espiaba en las afueras de la casa, hubiera de buena gana echado por tierra la puerta que   —270→   le separaba de la cantora, para caer a sus pies y expresarle su entusiasmo o arrebatarla a hierro y sangre del seno de los que la acompañaban; pero contúvose, tal vez por no atropellar planes de ulterior realidad; y esperó con temor, con deseo y con impaciencia. Por lo que atañe al enamorado Paolo había percibido y sentido, al escucharla, lo indefinible, y pendiente del rostro y de los labios de la bella, a pesar del fuego que le abrasaba, se había sentido «tutto tremar d'un amoroso gelo.»

La puerta abriéndose daba paso a Sirena, que después de despedirse gozosamente de Anzola, y ebria con su triunfo, salía acompañada de Paolo y sus camaradas, quienes iban llenos de entusiasmo.

Llegaron a uno de los canales; allí Paolo y alguno de sus compañeros se embarcaron con ella en una góndola seguida de otras varias en dirección al Lido, pudiendo verse a cierta distancia el farolillo de una embarcación que con cautela y habiendo partido casi del mismo punto, seguíalos desde lejos; bien que ellos, entregado, a su alegre charla, apenas se curaban de esta especie de espionaje.




ArribaAbajo- X -

Adio, vissere mie, felice note


Oscura estaba la noche a pesar de lucir en los espacios el archipiélago de diamante; había en semejante oscuridad un no sé qué de lúgubre y siniestro. -El viento trans-alpino derramaba cierta frialdad desagradable, y de vez en cuando algunas nubes pardas y ligeras recorrían la bóveda celeste dejando su lugar a otras del mismo cariz.

Diosa de los misterios era verdaderamente aquella noche, en cuyos altares hubieran podido quemar su incienso los fraudulentos amores y los encapotados crímenes; protectora de la cautela, podría decirse que las sombras de las pasiones vagaban por las calles y parajes solitarios de Venecia, dejando un tanto encubrir bajo su siniestro rebozo de tinieblas, los semblantes pálidos,   —271→   3 las manos temblorosas y lo jadeante del temor y del deseo.

Apenas llegaban al Lido, que despedíanse todos los concurrentes a la cena de Anzola. Quedábase Paolo para decir a la ramilletera su última palabra de amor, en aquella orilla, teatro de sus primeras emociones; y alejábanse ya las góndolas de sus camaradas, oyéndose de vez en cuando la voz de Giuseppe que cantaba.



Me vogio maridar-no se co chi
a quel che passa ghe daró'l bon di
E ghe daró'l bon di, la bona note;
Adio, vissere mie, felice note.-

Me vogio maridar, e no só quando;
spéto l'amante mio che vegna grando:
ch'el vegna grando che l'e picenino;
ch'el vegna rico, che l'é povarino.

o de alguno otro gondolero que desde su barquilla le contestaba;



Anema mia, se sola te trovase
ti pol considerar quel che faría.
No creder, bela, che morte te dasse:
solo un baso d'amor mi te daria.

Sospiri miei dolenti quanti siete,
partitevi da me, mutate loco:
in brazzo del mio ben ve n'anderete
da parte mia a reverirlo un poco.

y otras cantinelas de este linaje entre las cuales podía escucharse la voz trémula y cuasi enronquecida de Fontano, que era el más rezagado y que cantaba:


Bepo, te vogio ben: Bepo te amo;
Bepo, te tégno scrito in mezo l'cuore.
Co'x la note m'insonio e te chiamo.
Bepo, te vogio ben; Bepo te amo.

  —272→  

Perdiéndose luego poco a poco en la distancia, cada vez creciente, el canto alternativo y la voz de estos trovadores. Los cantos dejaron de oírse totalmente y el silencio comenzó de nuevo a reinar en el contorno.

En tanto la barca de los encubiertos que había seguido la comitiva de la ramilletera a algunas brazas de distancia como en cautelosa observación, apostábase misteriosa en el paraje que hubo de parecer conveniente a sus tripulantes. -A pesar de la oscuridad, habían estos sin duda advertido que quedaba en la playa del Lido alguna de las góndolas y no era por consiguiente acertado acercarse sin prevenciones, aproximáronse pues con el paso del tigre que se dispone a dar el salto...

-¡Buenas noches! decía a la graciosa ramilletera el hijo de Anzola con aquel acento que quiere expresar: Piensa en mí, adiós, adiós, besos, sueños y amor.

Con el almíbar de esta despedida en los labios y con bálsamo de júbilo en el corazón, retirábase el mancebo en su góndola con monótona lentitud; cuando, no sin extrañeza, vio acercarse con rapidez al punto de la playa que acababa de dejar, el bulto de una embarcación y a poco percibió varias sombras como de personas que saltaban en tierra. La voz de una mujer, o mejor dicho, un grito de espanto siguió a lo que había visto.

¿Cómo pintar la terrible sorpresa del mancebo? -Sintió latir con violencia el corazón, convirtiose en hielo su lengua y absorto en doloroso pasmo, preludio, presentimiento de algunos males, permaneció por algunos minutos sin saber qué hacer, ni aun que pensar.

Durante estos cortos instantes la embarcación que tanto mal parecía presagiarle se apartó rápidamente de la playa y tomó dirección pasando a corta distancia de la suya, con una violencia o velocidad inesperada.

No cabía duda en su mente, revelábale su instinto la terrible certeza. -La góndola le había espiado y aprovechando su separación de la funesta playa, habíase dirigido a ella para hacer mal a su adorada, quien habría quedado en la orilla viéndole, partir o encaminándose lenta y tranquilamente hacia su vecina casa. -¡Matarla! ¿pero quién pudo armar su brazo contra la pobre doncella inofensiva?   —273→   Otro pensamiento vino a angustiar más aun su ánimo; ¡oh! prefería imaginarse lo primero.

Decidiose, torno hacia la playa con la viveza de la resolución... Llamó, registró... Silencio y nada... ¡ah! dijo dándose una palmada en la frente que bañaba helado y copioso sudor. ¡Robada, robada! y entonces desesperado, con aquella agilidad que le era propia, que tan bien podía en tal ocasión servirle, saltó en su góndola, persiguió aunque ya sin esperanza a la barca robadora de su tesoro. Imposible, imposible alcanzarla. El mismo Satanás la daba impulso, ya estaba cuasi en la ciudad, ya desaparecía en aquel laberinto de canales. Paolo, perdida la esperanza, abandonose a la más penosa de las amarguras. Sentía agolparse a sus ojos las ardientes lágrimas, ¡ah! pero no brotando de ellos irritaban más y más su confuso y atormentado cerebro. Sus sienes latían con violencia. Retorcíase las manos, golpeábase la frente, mesábase con mano convulsa el cabello, parecía hallarse en las puertas de la locura. Puso mano al remo con delirio, con frenesí, impulsó su barquilla sin destino, sin intento fijo; aquella obedecía con una rapidez desusada, parecía tener un alma, una voluntad obediente; semejaba la hoja arrebatada por el vendaval, la vida arrebatada por el destino.

En tanto cúbrese el cielo de negras nubes, arrecia el viento, muéstranse los indicios de la próxima borrasca.

El gondolero seguía sin dirección, sin conciencia de su camino ni de su cansancio. En las intermitencias de las ráfagas oíase el sordo ruido del remo, ora al oprimir rozando la fórcola, ora al caer su paleta entre las aguas. De vez en cuando mezclábase a esto alguna imprecación del desdichado mancebo o el rumor de su respiración harto fuerte y dolorosa. Un trueno sordo resonó a lo lejos, otro más cercano respondió cual eco; la lluvia comenzó a caer yerta y ruidosa. -Un repentino y deslumbrador relámpago alumbró la comarca en que se hallaba el gondolero; estaba cuasi en el puerto de San Nicolás. Las olas del Adriático comenzaban a dejar sentir sus encrespadas lomas; rielaban en ella siniestramente los relámpagos, con frecuencia se sucedían; la débil góndola comenzaba   —274→   a balancearse, a bambolear. Hallábase ya en el mar; las olas alzábanse en brazos del furioso viento, arreciaba este más y más.

Cual tímida gacela perdida en el desierto trémula y acosada por las voraces fieras, así la frágil navecilla estremecíase al son del rugiente vendaval y de los mares procelosos. -Hecha solo para deslizarse tranquilamente sobre las apacibles linfas de la laguna, débil ante aquellas violentas sacudidas, comenzaba a anegarse; un golpe de mar púsola a punto de zozobrar. El sin ventura joven desafiaba a la muerte próxima, amenazante. Sentía cierta especie de goce ante aquellos relámpagos imagen de su dicha, en el mar embravecido como su suerte, en aquel cielo tempestuoso como su ira, terrible como su dolor. La confusión de su espíritu, que parecía buscar la materna fuente de lo infinito, hallaba una vaga esperanza de paz y de olvido en aquel mar que le abría sus brazos para acogerlo como una madre, cual bienhechora tumba. Allá pues, vamos pues, decía su alma, y al verle a la luz de los relámpagos levantarse con su frágil leño sobre aquellas cumbres de agua, con los ojos ávidos del peligro, agitada por el viento la melena y con su sonrisa de amargura y terrible provocación contra el destino, hubiérase dicho que era el ser que ha penetrado el divino secreto, que pasea su mirada sobre los elementos embravecidos y que dice a la naturaleza: tu muerte es la vida, no puedes aniquilarme porque soy tú misma; existes porque existo; eres mi emanación y mi reflejo. ¡Olas enfurecidas, vientos desenfrenados, nubes tenebrosas, relámpagos de luz, truenos y rayos, en nada os temo, me place contemplaros; tornad a vuestra paz! -Cielos, tierra, escuchad: soy... el espíritu.

Pero en tanto el espíritu estaba encarnado en un débil hombre, y la naturaleza, ya que se doblegase ante aquel, era omnímoda contra este. Una ola altiva como una montaña se alzó sobre las otras; la pobre góndola suspendida de súbito, acabó de perder el trabajoso equilibrio y sucumbió. A poco apareció el remero cabalgando sobre los tristes despojos de su barca. Agitado al choque de encontradas olas que ora le abismaban, ora le   —275→   llevaban a la altura, parecíase al mastín a quien el toro encumbra o revuelca por la arena, pero que ni aun así suelta la presa. Habíase hecho pedazos la barquilla a tan furibundos choques, y el infeliz náufrago cansado de su cuerpo y de su alma se entregaba a la muerte placentero. ¿Para qué amar la vida? Esta era el vacío de sus afecciones; el corazón tiene también su horror al vacío. ¡Ah! pero no; el egoísmo no triunfó de aquel corazón en tan supremo instante. ¡Feliz la mente que recuerda! La imagen de Anzola vino a reflejarse en aquella mente; sonreíale con amor materno, con amor que llenaba un tanto el vacío momentáneo de su desolado corazón. La voz del deber resonó como un poderoso eco en aquella conciencia desfallecida; madre, amor, deber: tres palabras de salvación que vinieron a resonar en su alma como tres ayes de queja, de reconvención. Era pues necesario, era pues un deber el vivir, o a lo menos luchar con aquella muerte tan risueña a los ojos del cansado espíritu. ¡Vivir, vivir, es necesario! exclamó; ¡ah! pero era quizás demasiado tarde. -Buscó la playa... ¡En mal hora te alejas ansiada salvación! -¿Cómo encontrarla en medio de las tinieblas? -Entonces, pensó en conservarse asido a los restos de su góndola y esperar allí flotante aunque luchando, la calma o la venida del día.

Imposible. -El mar le arrebata a pedazos sus amados restos. -Abandonó cansado el último fragmento, era preciso luchar de otro modo; lanzose a nado ¡ah! ¿pero hacia donde? -Un relámpago iluminó una playa, estaba próxima, al menos lo parecía; nadaba desesperado, agonizante; las fatigas y emociones de aquel día le habían postrado; las olas, en vez de ayudarle, le arrebataban harto lejos del lugar por qué anhelaba; sentíase desfallecer. -¡Ánimo! se decía, mi madre espera! -Ánimo... ¡ah! madona... ¡madre mía!... ¡Ya no era bracear, era desesperarse, volverse loco!... De pronto arremolinado por una ola que le hizo sumergirse y tragar buena porción de agua salada, tocó su planta el fondo suspirado... aquella era la ola de salvación... pero de repente otra le arrebató, era quizá la del destino, la de la muerte. -Zumbábale el oído con infernal rumor: todo el océano parecía desbordarse   —276→   en su cerebro; apagábanse sus ojos, sus brazos eran plomo, sus piernas parecían arrastrarle hacia el abismo... tocó tierra otra vez... Santa madona, exclamó casi sin sentido, con voz que apenas movió el labio, que casi murió en él... Un trueno lejano respondió a esta invocación... eco terrífico; ¿era acaso una voz del Cielo? ¿Condenaba o absolvía?... ¡Sintiose desfallecer!... perdió casi del todo el uso del sentimiento... ¡se entregó sin voluntad a su destino!...




ArribaAbajo- XI -

El filtro de la simpatía


Un mes fecundo en acontecimientos había transcurrido desde la noche tan rica en emociones y penas para el hijo de Anzola. Aquellas horas de placer que precedieron al rapto de la florista, porque tal había sido el hecho, aquellas horas dulces y agradables como un éxtasis, fueron sin duda el adiós que daba al pobre mancebo la felicidad. Sabido es que esta se despide siempre con su mayor encanto, pudiendo decirse que nunca se halla más propenso a nublarse el cielo de la fortuna que cuando está más apacible. Pero dejemos al mísero joven envuelto en el olvido, verdadero sudario de la tumba; ya que ignoramos cual habrá sido su suerte en el doloroso lance que se ha narrado.

Una quinta situada en tierra firme y no lejos de las lagunas, fortificada a guisa de castillo feudal, pero no ajena a los encantos de la campiña fértil que la rodeaba, servía de mansión a la hermosa ramilletera, robada en la noche referida por su tenaz apasionado Cosme Gradenigo. Lisonjeose este al principio con que el encierro y las amenazas podrían llevarlo al logro de sus intentos; perdida esta esperanza, las complacencias, los cuidados exquisitos reemplazaron los primitivos medios; pero a la par sin fruto. La joven, cada vez más seductora, manteníase inalterable en su firmeza.

Acaba de amanecer y el sol comienza a esparcir la brillante claridad de un día sereno. La escena pasa en   —277→   una especie de laboratorio de alquimista, a que ha señalado local en la propia quinta el dueño y morador de esta Cosme Gradenigo. Ya conoce sin duda el lector lo que era un laboratorio en la Edad Media, mansión que el diablo solía frecuentar con sus honrosas visitas, ora a fuer de respetable docto, ora haciendo cabriolas y diabluras que terminaban por hacer rabiar al mágico, quien para su castigo o para recabar de su cornuda excelencia alguno de sus maléficos favores, daba con él, mediante alguno de aquellos misteriosos conjuros o exorcismos de la ciencia, en alguna alcuza o redoma, en donde el infeliz espíritu quedaba recluso o cogido en sus propios lazos hasta conceder el servicio que se le pedía.

Supóngase el lector el indispensable hornillo, los sopletes, retortas, crisoles, tubos y matraces que son consiguientes, así como algunas substancias, bien despojo de animales y de plantas, bien metálicas o minerales, todo en desorden con mezcla de libros o diplomas que dejan ver sus caracteres ya orientales, ya simbólicos o cabalísticos. En un sillón de tosca vaqueta y junto a una mesa está un anciano ocupado en hacer la autopsia y disección de un animal ya cuasi informe gracias a sus pinzas y escalpelo, pero que acaba de morir según parece, puesto que aún se ven por donde quiera rastros de su sangre, parte de la cual yace roja todavía en un pequeño matraz que hay en la mesa. Grave es el rostro del anatómico y en su fisonomía muéstrase la inteligencia. Su frente rugosa y despejada revela el ejercicio intelectual al paso que sus ojos vivos y sagaces dan cierta expresión de juventud a su rostro que en vano quiere ataviarse con la blanca barba y cana cabellera que son la corona y mejor ornamento de la edad provecta. La vigilia esle sin duda familiar, y la aurora parece haberle sorprendido en una velada que atestiguan las bugías que, absorto él en su trabajo, no ha pensado en apagar. Los pergaminos y volúmenes abiertos aún prueban asimismo en su desorden haber sido objeto de la tarea nocturna.

Era el anciano al parecer extranjero. Vestía el traje talar de los pueblos Semíticos, ceñido a la cintura   —278→   dejando apenas ver el pantuflo oriental. Caracterizaba la totalidad del vestido el prolongado birrete en forma de cono truncado que usan los persas. Era el traje de un khan de aquella región, no siendo otra cosa el anciano.

¿Sería este alguno de los muchos sabios que vagando de academia en academia colegiábanse en el estudio de secretos de universales investigaciones de boga en aquellos días, beneficiando en su pro, de paso, la ignorancia y supersticiones del vulgo y potentados de Europa en la Edad Media? Ya lo sabremos.

Curioso era el monólogo con que acompañaba su operación.

-La vida, decía, la vida es una luz que se escapa sin dejar en la pavesa un punto ígneo que pueda servirme. Maldita muerte, veloz como el viento; cuán presto cubres de tinieblas tus despojos. ¡Enghreo4 me ampare, ya que el nada para mi benéfico Ehoro me abandona! He aquí un cerebro que aún conserva, el calor del instinto, cuyo calor es mudo, mudo para mí, que tanto anhelo su palabra. Nada, muerte y siempre la muerte. He aquí unos músculos que eran fuerza y movimiento; completos, cabales, ni un solo átomo falta a su substancia, sus resortes han sido hasta hace un momento tan hábiles como los que mueven en la actualidad esta mi máquina; y sin embargo, la fuerza impulsora ha huido de las fibras de este animal junto con la vida. ¡Ah! ¿quién pudiera sorprenderla en el instante de abandonar el cuerpo? Dijo y desalentado y pensativo dejó caer su frente calva sobre el lado posterior de su antebrazo que reclinó a su vez sobre la mesa.

En esto abriose la puerta del laboratorio para dar paso a un personaje que ya conocemos: era Cosme Gradenigo.

-La ciencia sea con vos y sea en mi ayuda, buen Hafiz, dijo Cosme tomando asiento en un vecino sitial legítimo compañero del que ocupaba el persa.

-Bien venido como siempre, respondió este.

  —279→  

-Mal cuidáis de vos mismo si así persistís en que el día os sorprenda a menudo en vuestras lucubraciones.

-Y trabajar... en vano. Hame engañado ese maldito hebreo, y una vez más he pronunciado en vano la sublime fórmula. ¡Oh! lo que es en esta ocasión miente la ciencia, o miente el sabio mejor dicho, porque la cábala ha sido descifrada por mí: el sentido que he dado al símbolo es evidente: he sorprendido el corazón de la víctima en su último latido, en su postrer movimiento; bajo la pulsación de mis dedos he sentido la breve aunque gradual extinción de ese maldito fluido vital que se escapa a mi tacto como se escapa un espíritu al abrirse la redoma que le aprisionase; en seguida he leído en aquel corazón, he buscado la cifra misteriosa, la clave fecunda en resultados para mis intentos... el sabio egipcio, el sacerdote hebreo que parecían de acuerdo han mentido o se han engañado involuntariamente, la cosa continúa como siempre, inexplicable.

-Pero vos no desistiréis, repuso Cosme, os conozco bien y sé que sois perseverante. Además, antes que exasperaros, recordad aquel proverbio de vuestro país que soléis repetirme para calmarme.

«La paciencia es una planta de raíz amarga pero de fruto muy dulce.»

Hafiz movió la cabeza como dudando de poder realizar la segunda parte del proverbio con el hallazgo de aquel fruto dulce que prometía por premio a la paciencia.

-Por lo que hace a mí, continuó Cosme, me encuentro hoy pronto a perder la tal paciencia, y si tu sabiduría no me socorre, buen amigo, me parece que doy al traste con todos tus libros y experimentos. -¡Ah! sabio Hafiz, tu has prolongado mi vida con tu ciencia haciendo para conmigo las veces del Criador, por lo que te vivo reconocido. Sin ti, mi ser gastado por algunos excesos hubiera terminado; tu sabiduría en la que me inclino a creer por experiencia propia, ha dado poder a los resortes de esta trabajada máquina conservándola para el bienestar, que es la segunda vida; te estoy agradecido   —280→   como he dicho mil veces, y en verdad que no sé como pagarte.

-He dicho, respondió el persa sintiendo renacer su esperanza, ante aquel triunfo de su ciencia confesado, evidente y que le recordaba su fe perseverante cuasi siempre, débil sólo por momentos; he hecho cuánto he podido en tu servicio y jamás los astros, ni las plantas, ni los elementos mostraron alguna luz a mi inteligencia sin que yo tratase de emplear tan ricos dones en tu bien y pro. Dime, pues, qué has menester o qué quieres de nuevo, y veamos hasta donde mis fuerzas alcanzan a complacerte.

-Sabes, expresó Cosme, que tengo en mi poder una hermosa joven a quien amo; quiero que ella me ame también, que sea mía; sus repulsas, su firme obstinación, incomprensible en una doncella de su clase, acrecienta mi pasión hasta el delirio, haciendo que contemple como una extrema bienandanza la consecución de un bien que nunca hubiera creído llegase a encarecérseme tanto. Jamás fui tan constante en prometer, ni tan firme en deseos de cumplir; dádivas amenazas, todo ha sido infructuoso. -Esa muchacha ha llegado a ocupar mi corazón, no, no os sonriáis con desdén: creo que hasta la amo sinceramente, como nunca lo he sentido ni lo hubiera imaginado. -Puedo deciros que pienso en ella con demasía; ella turba mi sueño, me exaspera, hasta me ofende; sin que sea bastante el halago de otros placeres a deponer de mi pensamiento a esa tiranuela de mis sentidos y acaso de mi corazón. -Amigo mío, creedme, si ella no me ama, no sé qué va a ser de mí.

-Y qué... replicó Hafiz.

-Quisiera, repuso el patricio, que tu sabiduría me proporcionase el logro de mis esperanzas; me has hablado de un filtro cuyo secreto conoces, que facilitaste más de una vez al monarca de tu país, y que fue el mismo que, según me has explicado, sirvió a Francesco de Carrara, para hacerse amar de su esposa: el filtro simpático, como tú lo llamas.

-Bien te comprendo, respondió el persa; un filtro que desarrolla la mutua simpatía, pero que fue tan ricamente   —281→   administrado a la esposa de Carrara que concluyó por hacerla demasiado simpatizadora, hasta el punto de que el bueno de su esposo, tuvo que preservarse de sus fraudes durante sus ausencias por medio de obstáculos materiales que el decoro no permite mencionar. Sin embargo, sabes que suelo prevenirme para todas las ocasiones y así vislumbrando desde hace días el objeto de tu venida por ciertos indicios que no te ha sido dado ocultarme, tengo aquí cuanto necesitas.

Dijo y dirigiéndose a un pequeño armatoste lleno de potes, redomas y algunos enseres de alquimia, tomó un frasquillo que contenía un líquido espeso y de un verde dorado a juzgar por alguna gota que dejó caer sobre un fragmento vegetal que al instante tomó sus tornasoles.

-Toma, continuó entregando a Cosme, que le miraba con sumo interés, el frasquillo. -Una corta porción de este líquido, mezclada con mayor cantidad de agua o de vino puede convenir a tus intenciones. Este es el famoso filtro simpático cuya receta pocos, muy pocos, poseen hoy. Si pasado un día y duplicada la dosis nada consigues, es harto difícil que logres despertar la simpatía que buscas y que pudiera ser sorda a tu voz. Soy más sincero que otros sabios; el licor es eficaz, muy eficaz, pero no es infalible.

-¿Y en este caso... preguntó Cosme, no habría otro medio?

-Muchos hay, respondió el sabio con convicción. -La ciencia es como esa luz que todo lo ilumina, es como ese fuego verdadera imagen de Zerwan (Dios) que crea y transforma; pero esos dos seres que algunos llaman simplemente agentes y que son una misma cosa, un solo centro en esa inmensidad de circunferencias que ocupan el gran todo, el gran conjunto que se llama creación, encierran en sí el secreto de un autor misterioso inconmensurable cuyas obras son una verdad visible y un enigma a la vez. -La ciencia se encierra pues en este sencillo aforismo: luz y calor. La ciencia es pues todo, inmutable, eterna, infalible; pero el hombre se deslumbra ante la mucha luz, se abrasa en el mucho calor: día vendrá sin duda en que su pupila resista y descifre ese   —282→   grandioso problema que se llama sol, y que a su tacto sea el fuego lo que el agua o el aire: un fluido palpable e inofensivo.

-Bien está, repuso el patricio, pero imagino que no me es hoy necesario que el sabor y potencia humana vayan tan allá.

-Cierto es; repuso Hafiz sintiéndose con pesar detenido en el vuelo fantástico de su imaginación. Pobre gusano es el hombre, gusano racional o quizás loco a cuya mente prestó alas la naturaleza para que sintiese la necesidad de volar, pero a quien su condición de vil insecto arrastra de continuo hacia el lodo de la tierra. Es verdad, pobre hombre; me olvidaba de que todo tu sueño se cifra en la posesión de una mujer. Ese filtro te dará su amor, lo espero; pero de no ser así, no dudes de la ciencia, cree en el que estudia sus secretos, aunque sólo como yo, sea también un pobre ser, y humíllate ante la sabiduría de los Zoroastros. Ellos dicen que la ciencia hizo el mundo, añadió Hafiz mostrándole un volumen escrito en la lengua muerta Zend y que era sin duda el Zend-Avesta, korán o evangelio del magismo. La infinita sabiduría de Zerwan (criador) hizo el mundo y ella lo destruirá cuando sea necesario para formar con sus ruinas otros nuevos; ella dispone a su antojo de la materia y del movimiento; todo lo anima hasta cuando parece inanimar; por él, al soplo de su aliento mágico, a su palabra mística y sagrada, pero inaudible como la idea, como una imagen, como un eco en la región del pensamiento; de un átomo brota un mundo; de una piedra sale un árbol, de una planta sale un hombre. La molécula más insignificante de un veneno puede a su voluntad morir como veneno y animarse como antídoto. La piel de un leproso puede convertirse en la tez de una joven tan bella como la que adoras. Confía pues en el saber, y humíllate ante los doctos del Oriente.

-Pruebas de mi confianza en tu sabiduría, repuso Cosme, son la acogida que te he dado en mi casa y la frecuencia con que acudo a ti en mis dudas y aspiraciones.

-Sabes parte de mi historia, tornó a decir el persa; debo a tu casa la hospitalidad y a ti los más afectuosos   —283→   cuidados; razones son estas para que me intereses cordialmente en tu bienestar. Quiero por tanto hacerte algunas preguntas. Ella, la joven, ¿ama a algún otro?

-Creo que sí, respondió Gradenigo.

-Entonces, replicó Hafiz, es difícil que por el momento acceda a tus pretensiones; con todo, es más conveniente que ame a alguno.

-¿Por qué? preguntó con interés el primero.

-Porque si ella no sintiese amor a nadie, respondió el sabio, y te rechazase sin embargo, sería prueba de que experimentaba por ti una antipatía que es siempre difícil de disipar en una mujer; pero ama, según me dices y eso ya es otra cosa. Es difícil si no imposible hacer que tenga fe el corazón que no está organizado para un sentimiento cualquiera, pero cuando este existe, lo demás es cosa del tiempo; el objeto es secundario, basta con que se sienta la necesidad de amar. Sin germen no hay planta. De un hebreo puede obtenerse un mahometano o un cristiano, pero difícilmente podría obtenerse una cosa u otra del que no ha sido nada. Lo primero es refundir; lo segundo, crear: la creación es más difícil, es un atributo negado al hombre todavía.

Bien está, dijo Cosme; haremos la prueba; y después de algunos momentos de reflexión y de una cordial despedida llena de deseos y de esperanzas, dirigiose a otra habitación de la quinta en donde en medio de mil atractivos del lujo y de la molicie, yacía la joven, risueña al parecer, en su tenaz encierro.




ArribaAbajo- XII -

La rapaza pone una pica en Flandes


-Gracias mil debes darme, Sirena hermosa, la dijo Cosme al entrar, por haberte sacado del calabozo en que yacías.

-Y quién os ha dicho, respondió ella con una calma singular, ¿quién os ha dicho que este no sea también un calabozo?

Gradenigo sin contestar a la alusión de la doncella   —284→   sentose a sus pies sobre un cojín puesto allí para el caso, favor que solía ella dispensarle como por pura bondad y en ciertos momentos de condescendencia, acaso sistemática; y después de algunas quejas de amante sobre el triste y desdeñoso pago que daba a sus amores siempre tiernos y ardientes; después de lanzar contra el desvalido gondolero algún desdeñoso epigrama, haciendo paralelos entre la mezquindad que prometía el amor de un pobre muchacho y la afición de un noble y espléndido patricio como él; entre la miserable perspectiva de un matrimonio con un simple gondolero y la que podía ofrecerle en punto a esplendores la honrosa preferencia y el galanteo de un Cosme Gradenigo; comenzó a verificarse una escena semejante a la de Catalina Howard, cuando Etelwood sentado a sus pies, y con el fin de darla el narcótico que ha de librarla de la maligna rivalidad de Enrique VIII, la pide de beber invitándola a hacerlo previamente; escena y resorte que, sea dicho de paso, no son otra cosa que una magnífica piedra de la gran cantera de Shakespeare, aunque a la verdad ricamente labrada por el poeta francés.

-Hermosa, exclamó de pronto Granedigo haciéndose el fatigado, tengo sed.

-Tomad, respondió la joven levantándose para alcanzar de un elegante aparador un ánfora llena de exquisito vino, en tanto que Cosme con prontitud y con cautela, aprovechó aquel instante para deponer una parte del filtro de Hafiz en una copa de oro que en la mesa estaba.

Llegose a él la doncella que al parecer no había advertido la acción de su enamorado, y vertiendo algunos dedos del líquido del ánfora en la copa que Gradenigo la presentaba, colocó ambas cosas en la mesa, y tornándose a sentar junto a este mueble, dejó que el patricio lo hiciese en el cojín a sus pies, recobrando así entrambos la actitud primera.

-Tomad, dijo la florista a Gradenigo dándole la copa. Bebed, ¿qué aguardáis?

-Busco en vano, respondiola este, en los bordes de la copa, la huella de tus labios.

  —285→  

-En vano queréis hallarla, señor, exclamó la joven; no tengo sed.

-Sin embargo, repitió el patricio; tú que te precias de ser la bondad misma, debieras complacerme en semejantes pequeñeces.

-¿A qué ese empeño no acostumbrado? prorrumpió la doncella con cierta expresión de disgusto y de impaciencia que no pudo disimular.

-Porque hoy más que nunca te amo, hermosa mía; expresó Gradenigo.

-Pues bien, sed complaciente a vuestra vez, repuso la primera. Mostradme lo que habéis guardado en vuestra almilla en tanto que yo me apartaba de vos para ir en busca de esa ánfora.

-Yo, murmuró cuasi turbado el patricio con esta nueva contrariedad y sobre todo al temer que su secreto hubiese sido descubierto. Nada he guardado, Sirena, dijo pretendiendo disimular su temor y su impaciencia.

-¿Nada? preguntó la joven aparentando credulidad. Entonces tenéis razón, voy a complaceros; y esto diciendo, llevó al labio la copa, con los ojos fijos en los de Cosme en los cuales advertíase mal su grado la ansiedad de una terrible esperanza. Tocó aquella el líquido con sus labios y volviéndole la copa; ahora quiero que bebáis vos, le dijo.

-No, apenas has bebido, Sirena, y eso es engañarme.

-¿Engañaros? repuso esta, y tomando otra copa de la mesa y abalanzándose al aparador derramó en aquella una buena porción de otro vino.

-El licor que contiene esa copa no sabe bien, tomad este, dijo, y veréis cuán rico es. No vacilo, añadió después de beber un poco, no vacilo en mostraros en esta copa la huella de mis labios. Esta invitación iba hecha por parte de la joven con una sonrisa pródiga de perlas y de rosas.

-Mirábala Gradenigo con extrañeza parecida al estupor, y aprovechando ella este momento, arrebatole de las manos la copa que contenía el filtro y la arrojó de sí una buena pieza. La astucia de la joven lo había adivinado todo.

  —286→  

-Basta de engaños ya, dijo amostazado el patricio. Aún me restan medios para conseguir mi triunfo.

-Vuestro triunfo, exclamó la doncella con una dulzura que sólo ella poseía; el triunfo de vuestra injusticia... Tenéis medios para encerrarme de nuevo, para encadenarme, para maltratarme en fin; pero ¿queréis que os lo diga? Yo no amo al gondolero... No os diré, continuó bajando la vista en ademán de ruborosa, si os amo o no... Vuestras obras no son para que me incline a confesároslo; pero de todos modos, sólo del que se llame mi esposo podré yo ser.

-¿Sí? pues bien, exclamó Cosme Gradenigo después de un momento de vacilación; adiós vanidad, adiós, orgullo, adiós diferencia de patricio y de plebeya; yo te amo y quiero que seas mía, aunque para ello tenga que dar en cara a todo el patriciado, al mismo Dux...

Un rayo de victoria brilló en los ojos de la doncella que fue interpretado por Gradenigo como rayo de amor.

-Sí, dijo asiéndola de las manos que oprimió con efusión; serás mía. Y en alborozo tal, quiso abrazarla, empero ella con dulzura que promete y esquivez que aparta an poco, le dijo conteniéndole: cuando sea vuestra esposa... Y saliendo Cosme de la estancia con alma gozosa y ademán resuelto, terminose la escena.




ArribaAbajo- XIII -


Ella ve que el matrimonio
para chica de donaire,
hágalo dios o el demonio,
no es alcázar en el aire.

El rumor de las bodas del patricio Cosme Gradenigo cundió por todos los círculos de la opulenta oligarquía.

-Con una mozuela del pueblo; acaso con alguna de esas jóvenes perdidas que sin familia y sin hogar, son la degradación de un sexo creado para el pudor; decían aquellas damas que suelen darla de austeras creyendo que sólo son tolerables ciertos pecadillos en quien puede abrillantarlos con el oropel del nacimiento y la fortuna.

-Una rapaza sin un cequí, añadían los codiciosos.

  —287→  

-Con una florista, ¡bah! exclamaban los hombres de mundo, queriendo significar con esta interjección lo poco seguro de la clase.

-En eso paran los libertinos, discurría algún grave senador.

Verificose la boda con precipitación inusitada, sin estrépito ni pompa, con la sola presencia de algunos amigos o poco escrupulosos o bastante aficionados a Gradenigo, para no vacilar en sacrificar la preocupación en aras de la amistad.

Sirena hubiera gustado mejor del majestuoso aparato al tratarse de celebrar su ingreso en el mundo de la opulencia que era la aspiración de su vida, cuyo mundo no era del todo nuevo a su imaginación. Ella que se había oído celebrar como hermosa desde la niñez, que había sentido correr por sus venas el diabólico fuego de la vanidad y la soberbia. ¡Qué triunfo de la suerte! ¡qué giró en la ruta de su existencia! Con todo, comprendió que debía ser modesta o a lo menos aparentarlo, y opinó de conformidad con su novio en punto a verificar su enlace, sin aparato y con sencillez de galas.

Era una noche serena y despejada en que el cielo aparecía cual techumbre de zafiro con toques de nácar y chispas de oro. Alzábase la luna, brillante medalla del criador, presente dado a ciertas noches en premio de su belleza. El ambiente estaba suave, embalsamado, como el de las horas felices en que tal vez hemos escuchado juramentos que no siempre se cumplen, pero que jamás se olvidan.

La ex-florista estaba hermosa como aquella noche. El traje de la dama había sucedido al de la humilde doncella, y aunque de todas maneras era hermosa; estaba sin embargo el cuadro de sus atractivos como más realzado por el marco precioso que lo circuía. Sencilla en aquel atavío para el cual parecía nacida, los que la vieron entonces, atesoraron en sus almas la morbidez delicada de aquel alabastrino cuello, el brillo singular de sus ojos y su fisonomía llena de expresión seductora. Estaba radiante como aquella luna, hermosa como aquel cielo, vaporosa como aquel ambiente, empero en su espíritu   —288→   no tenía espacio ni cabida la serenidad de la noche tan bella con que acaba de compararse; porque a pesar de su victoria, sentía en su corazón alguna punzante espina que turbaba su alborozo.

Está probado: el contento convulsivo no es siempre la felicidad. Esta no existe sino para ciertas almas que la buscan en los goces puros que no consisten nunca en el triunfo de las malas pasiones. No es dado a todos los ojos perderse en el puro azul de los cielos vislumbrando a su través, los blandos éxtasis de lo infinito. La boda de la joven suponía el olvido de un pobre ser que la adoraba y a cuya afección y desgracias había dado pábulo; en este enlace militaba por parte de ella la aspiración a la esfera de las vanidades.

La cándida tea del amor desinteresado, no iluminaba sino débilmente aquel altar de himeneo, semejante dicha tea a la fosfórica luz, bella pero fatua.

En un salón de la quinta de Gradenigo, adornado con los primores del gusto y de la opulencia, una falange poco numerosa de caballeros aguardaba a los novios, quienes entregados todavía a sus mutuos tocadores, no tardarían en presentarse.

Advertíase entre los concurrentes, a un mancebo de agradable presencia y en cuya fisonomía podían leerse los síntomas del talento. Llamábase Ruggiero y era un pintor que en los albores de su vida prometía ya a la república una nueva gloria. Protegido por Cosme que le servía de espléndido Mecenas, profesaba a este a fuer de agradecido, toda la estimación de que es capaz un corazón sensible y bueno. Hasta entonces toda la viveza de su imaginación, todo el ardor de su temperamento que otros jóvenes de su edad y profesión dedicaban a las diversiones y placeres con menoscabo de su arte, habíanse consagrado en él a dar vigor a su ingenio y a ilustrarlo en su carrera. Todo él era amor de gloria; pudiendo decirse que las aficiones de la juventud no habían despertado en su alma o que el ideal del amor identificado en su corazón con el del arte, había hecho para él de este solo, el emblema de todos sus amores.

También estaba entre los concurrentes el famoso Hafiz   —289→   ya mencionado. Aunque con disimulo por su parte, nada escapaba a su observación inquisidora y minuciosa. Era campo de estudio lo que se ofrecía a sus ávidos ojos, puesto que para ciertos espíritus es la observación no sólo instinto sino avara facultad que necesita su continuo pasto. Estaba en los pormenores de aquellos sucesos, había visto venir desde gran distancia la tal boda, a pesar de conocer el carácter de Cosme, libertino y poco afecto a enlaces coartadores de libertad; más no conocía a la joven sin embargo de que gracias a las confidencias entusiastas del patricio, había formado respecto de su hermosura una idea sumamente ventajosa. Comprendía también que no era el empeño de Cosme nacido sólo de la virtud de la doncella, sino que debía influir notoriamente en él, atendida su índole, la belleza no común de la misma.

Platicaban los concurrentes respecto de las riquezas de Gradenigo, de sus placeres, de su fausto y sobre todo de su enlace, que a decir verdad, no dejaban de celebrar sinceramente, porque, no conociendo la índole de la futura y juzgando su noble conducta nacida de virtud más bien que de cálculo, aseguraban que este capricho de Cosme con todas las trazas de pasión sincera y digna del ara, le curaría de su propensión a los desordenes y de sus malos hábitos, poniendo en buena higiene su salud y su moral y apartándole, de todo punto, de la senda nociva que había seguido desde su adolescencia.

-Preciosa flor que fija para siempre a tan inquieta mariposa, decía un mancebo con cierta ironía que, por lo pronto, no encontraba eco en la reunión.

-¡Ángel salvador! exclamaba el sacerdote destinado a celebrar aquel consorcio.

Y el sabio Hafiz, consultado por todos acerca de aquel accidente singular, salía de su silencio exclamando: esta será la última locura del mancebo. -Respuesta que todos interpretaban como queriendo decir: se ha enamorado con locura, pero esta locura por sus benéficos resultados, le impedirá cometer otras. Es lo cierto que todos se entregaban de buena fe a la esperanza y que sólo algún extraviado incorregible, condenaba la tontería, tal era su   —290→   expresión, de casarse joven y encadenarse por toda la vida el que nació para gozar libremente de esta primavera de la existencia, tan corta; contestando tan solo como para capitular en cierto modo con los que censuraban su modo de pensar: hace bien Cosme, realiza un placer, un capricho y basta, pero por mi parte, no apruebo su enlace. Además, ¿quién me vuelve a mi amigo, a mi compañero de correrías y juventud? ¡Creed en los hombres! ¡Cuántas veces, cuando yo me quejaba de nuestra vida turbulenta y sin verdaderas aficiones, me decía Cosme: amigo mío, juremos no casarnos nunca! -¿Te lamentas porque sientes un momento de hastío? ¿En qué vida no los hay? Sólo que en la que llevamos puede ese fiero enemigo desaparecer de un solo golpe. -Los verdes años se agostan pronto y deben pasarse en el olvido del agosto destructor; en último resultado nunca nos faltará una muerte tan dulce como la de aquel sabio que dicen se hizo abrir las venas en un baño delicioso. -Nada, lo dicho; añadió de repente el amigo de Cosme; en adelante me lanzaré solo por esos mundos sin creer en las palabras ni protestas de los hombres.

Al terminarse este discurso, anunciaron a los novios, y como ninguno de los convidados conociese a la bella, fijáronse con avidez todas las miradas en la puerta que había de darles paso.

Presentáronse por fin, con encanto de los concurrentes. Gradenigo estaba gozoso; ella radiante.

Verificose a poco la ceremonia pronunciando aquel que los ligaba y que a pesar de las protestas de ventura, que parecía prometer, era verosímil que sirviese de puerta a la desdicha. Fue puesto en manos de los contrayentes el anillo nupcial y pasaron luego aquellos, en compañía de los demás señores, a un salón elegante y espacioso en donde la magnificencia de aquel Lúculo habíales preparado un suntuoso banquete. Ambos esposos bebieron en la misma copa prometiéndose de nuevo la mutua felicidad, y por lo que atañe a los de la reunión, hubieron de celebrar cordial y alegremente la hermosa perspectiva doméstica que semejante unión desarrollaba.

Terminose a su tiempo, tan animado y exquisito banquete,   —291→   y luego que despejaron el salón los convidados, acercose el patricio a Hafiz que yacía pensativo y observador según costumbre, diciéndole: sabio mío, tu filtro cambió de destino; lo he bebido en ese amoroso de Sirena, y quedo emponzoñado para siempre.

-Ya he dicho, repuso el persa, que esta sería tu última locura.

-Podéis jurarlo, añadió Gradenigo, apretándole las manos en señal de despedida.



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