Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El cuento-novela de «Fortunatus» (at 566): de la «Gesta Romanorum» al «Apólogo de la ventura en la desdicha» (1679) de Ana Francisca Abarca de Bolea

Cristina Castillo Martínez1

José Manuel Pedrosa (coaut.)2



A la memoria de Julio Camarena Laucirica3





En 1679 se publicó en Zaragoza -tiempo después de que fuese escrito, como sugiere la misma autora en las páginas iniciales- un libro de Ana Francisca Abarca de Bolea que llevaba el titulo de Vigilia y octavario de San Juan Baptista4, y que puede definirse como una especie de «libro de pastores espiritual» -del tipo de la Clara Diana a lo divino de Bartolomé Ponce (1599), Los pastores de Belén de Lope (1612) o Los sirgueros de la Virgen de Francisco Bramón (1620)-. He aquí una sintética descripción del marco narrativo del libro que ha realizado Cristina Castillo en un estudio anterior:

En pocas palabras, la Vigilia y octavario cuenta cómo un grupo de pastores se reúne en una ermita erigida en lo alto del Moncayo para celebrar las vísperas de la festividad de San Juan Bautista (desde el 15 al 24 de julio). Para ello, cada uno de los días, adornan el santuario, celebran misa, se entretienen con juegos, cantos, bailes, fiestas de toros e incluso dedican parte de su tiempo a relatar historias que, en apariencia, no siempre tienen que ver con el propósito que los tiene allí congregados5.



Este tipo de estructura narrativa, basada en un marco argumental principal y abierto al desarrollo de escenas y de episodios secundarios, no es inhabitual dentro del género pastoril ni, en general, de la prosa de los siglos XVI y XVII6, ya que conocemos otros libros de pastores -y otros tipos de prosas- que integran también relatos intercalados, desde Los siete libros de la Diana, o la Diana de Alonso Pérez hasta El premio de la constancia y pastores de Sierra Bermeja, de Jacinto de Espinel Adorno. En la Vigilia y octavario de San Juan Baptista son dos las narraciones amplias de este tipo, al comienzo (cap. III) y al final de la obra (cap. XII), y las dos van precedidas de los títulos que les puso la propia Ana Francisca Abarca de Bolea: el Apólogo de La ventura en la desdicha y la Novela del fin bueno en mal principio. Hay, además, otros nueve «cuentecillos ridículos y verdaderos», mucho más breves y de estilo cómico, pero indudablemente muy interesantes, que exigirán consideración en algún otro estudio.

Al Apólogo de La ventura en la desdicha es al que vamos a dedicar esta vez nuestra atención, ya que, como iremos descubriendo, se trata de un texto excepcional, por su argumento y por su poética, dentro del panorama de la literatura de nuestros Siglos de Oro.

Su relativa extensión aconseja que comencemos haciendo un sintético resumen: el relato comienza con la agonía de un anciano mercader viudo (cuyo nombre no se menciona) que rememora ante sus hijos sus correrías de juventud. En especial, el episodio de un naufragio en una tierra remota en la que encuentra a una mujer, también aislada y perdida, que resulta ser una princesa de Catay que hubo de escapar de su reino para no ser casada contra su voluntad. Cuando ambos son rescatados y devueltos a la civilización, contraen matrimonio y se convierten en ricos y poderosos gracias a tres dones que atesoraba la enigmática princesa: «la sortija tenía propiedad de enriquecer una casa de lencería y sedas; la bujetilla7, de telas ricas y preciosas joyas, y el bolsillo, de dar el dinero que quisieren, en diferentes metales». Los tres objetos maravillosos serán finalmente repartidos como herencia a los hijos, con una única condición impuesta por el padre: la discreción. Es decir, los hijos podrán pedir cuantas riquezas deseen a los objetos mágicos, pero sin revelar a nadie la existencia ni las propiedades de éstos.

Lisardo, el hermano menor, decide viajar por el mundo, y se enamora de la astuta dama Florisbella, a la que confiesa, desobedeciendo la norma de discreción exigida por su padre, el secreto de su fortuna. Ella se las arregla para, con muy malas artes, arrebatarle no uno, sino los tres objetos mágicos, y para humillar, injuriar, herir y perseguir al ingenuo amante.

Despojado de todo y sumido en la desesperación, Lisardo se retira a escenarios deshabitados y agrestes. Un día come el fruto de un manzano que encuentra en su camino, y descubre con horror que le salen cuernos y orejas espantosas. Pero, poco después, toma un higo de una higuera, y observa que, al comerlo, las vergonzosas protuberancias desaparecen. Trama, entonces, utilizar aquellos frutos prodigiosos para vengarse de Florisbella. Primero se hace pasar por vendedor de manzanas que llaman la atención y comen la hipócrita dama y su criada, Casandra. Horrorizadas al descubrir los cuernos que les han salido, se ponen en manos de un supuesto médico -Lisardo, una vez más disfrazado- que, a cambio de liberarlas de los cuernos, gracias a los higos, recupera sus tres objetos mágicos y sus riquezas, y propina, de paso, sendas soberanas palizas primero a la infeliz criada -que acaba convirtiéndose en su aliada-, y después a la taimada ladrona. Al final, Lisardo se casa con Casandra, Florisbella entra en religión y, con una parte de las riquezas recuperadas, se construye un templo dedicado a San Juan. Colofón éste que sirve para enlazar con el marco en el que se relata el cuento, la vigilia de los pastores previa a la fiesta del santo.

Baste decir ahora, antes de presentar el relato de Ana Francisca Abarca de Bolea, que está escrito con finura y con cuidado, aunque también con cierta ampulosidad, y que la combinación de episodios de contenido maravilloso con descripciones y actualizaciones geográficas y temporales de corte realista, la pretensión de hacer compatibles la fábula increíble con la verosimilitud aparente -objetivo esencial de casi toda la narrativa de ficción de los siglos XVI y XVII8-, alcanzan en sus páginas niveles ciertamente interesantes.

He aquí el Apólogo de la ventura en la desdicha, de Ana Francisca Abarca de Bolea, puesto en boca de Mileno, locuaz mayoral que hace con él las delicias de su auditorio de pastores en plena víspera de San Juan sobre el Moncayo:

En la ciudad de Tebas, valerosa por sus ciudadanos, por sus nombradas puertas, grandiosos muros, deleitosos montes y por el insigne Anfión y sus hijas, tan celebradas, hubo un mercader a quien los bienes de fortuna hicieron estimado. Éste tuvo por consorte a una señora tan ilustre y calificada, que pudo su nobleza adquirir altos renombres a su casa; mas, como los humanos bienes jamás tienen verdadero cumplimiento, quitó la muerte gran parte de este lustre, dejando viudo al referido y fingido mercader, aunque, para su consuelo, le quedaron tres hijos varones en quien poder descansar y pasar con menos pena su soledad y viudez, encaminándolos su cuidadosa advertencia por el camino más recto, así en la virtud como en las ciencias, saliendo tan aventajados en ellas que pudieran pasar plazas de maestros. Pero en quien puso su mayor cuidado fue en el hijo de menor edad, así por ser copia de su difunta madre, como por verle de más adelantado discurso que sus hermanos.

Pasaba el padre con tristeza su marchita, si antes florida, edad, pero con la mayor opulencia que se veía en príncipe alguno, sin saberle juros, rentas ni sitios. Admiración causaba a todos esta maravilla, pero los que más la ponderaban eran sus hijos, como quienes tan de cerca veían lo que pasaba dentro de su casa. Y, como todos los vivientes heredamos la curiosidad a nuestra madre Eva, en una de las muchas ocasiones que se hallaron juntos los tres hermanos y faltos de las humanas conversaciones que a los hombres mozos llevan arrastrados, trataron del incógnito tesoro de su padre, juzgando algunas ocultas Indias en su casa.

Dijéronle a Lisardo, el menor de todos, que con el seguro del cariño que su padre le mostraba fuese a preguntarle el origen de aquella providencia. No rehusó el mancebo la legacía, antes bien, animado de su mismo deseo, fue en busca de su amado padre y, haciéndole la referida pregunta, cumplió consigo y con sus hermanos; mas no le hizo mucho gusto a su padre la curiosidad del hijo y, dejándole con una ambigua respuesta, se fue de su presencia, y Lisardo a dar razón a sus hermanos del suceso, procurando en adelante estar advertido de que del superior y el amigo no se ha de investigar más de lo que quieren franquear.

Dejaron los tres hermanos toda vana curiosidad y, entretenidos en sus más plausibles ejercicios, quisieron gozar de la compañía de su padre y cuidar de su regalo y casa, sin averiguar lo cierto de sus grandezas.

Llególe al anciano padre la muerte y, como el principal anhelo de los padres es renacer en sus descendientes, después de haber cumplido con las leyes de católico, con demostraciones de tal, llamó a las tres mitades de su alma y por remate de un largo razonamiento les dijo:

«Creeré, hijos míos, que, de consejo de todos, llegó un día mi querido Lisardo a preguntarme qué origen tenían las riquezas con que nos lucimos en mi casa y, como la seguridad humana es tan débil, rehusé decillo, temeroso de que la codicia os hiciera desatentos, que el interés ni del más propio ni de la mayor obligación puede fiarse; mas ya que a gran priesa está dando fuertes aldabadas la insaciable Parca a las puertas de mi ancianidad, os quiero dejar menos desconsolados y más bien puestos de lo quedárais si no os descubriera este secreto.

Yo, hijos amados, soy de tan noble prosapia como fui de rico patrimonio, que heredé de mis difuntos padres. Anduve divertido en mis juveniles años, tanto que, cual hijo pródigo, no sólo gasté la legítima de mis ascendientes sino gran parte de la salud, siendo fuerza ausentarme de mi patria y, con nombre supuesto, me puse a servir a un caballero del hábito de San Juan. Contentóse mi dueño de mi cuidado y, embarcándose para aquella noble isla de los Valerosos Cruzados, terror de las Otomanas Lunas, fié al mar todas mis fortunas, arrepentido de mi descuidada vida. Corrimos algo de tormenta en aquel indomable monstruo y, amainando algo su fuerza, procuramos el descanso, saltando a tierra junto a la isla de Patmos. Dimos carena y hicimos agua y, como el cansancio es tan ejecutor de nuestra naturaleza, tendíme en la seca arena, con que se concilio el sueño con tan grande letargo que, sin dispertarme las voces de la embarcación ni el tiro de leva ni acordarse de mí mis camaradas, quedé solitario habitador de aquel páramo.

No hay palabras, hijos míos, para ponderar el desconsuelo con que me hallé cuando disperté y me vi en aquella despoblada isla, tan lleno de congojas cuanto falto de remedios. Quince días pasé sin otro sustento que las verdes hojas de los silvestres árboles y las secas raíces de las humildes plantas, recogiéndome a un pequeño nicho o estrecha covachuela, para librarme de las inclemencias del cielo. Mas, como Dios ha criado este nuestro cuerpo tan sujeto a variedad de fortunas, tal vez con las más adversas se contenta; y así, luego estuve bien hallado en aquella solitaria vida, reconociendo ser mis antiguas culpas las que ocasionaban aquellos trabajos, suavizando con esta consideración el golpe de ellos.

Pasaba sin otros cuidados, sólo puesta la mira en el Criador, agradeciendo las grandes misericordias que usaba con quien jamás supo servirle. Y una tarde que, cuando el sol llega a su ocaso, contemplaba las divinas grandezas, oí unas lamentables voces que salían de un vecino collado y, sin poder distinguir si la voz era humana o silbos de alguna espantosa fiera, armado con la señal del católico, arrimado a un ñudoso y familiar bastón y ayudado del valeroso ánimo, subí el repecho y, escudriñando cuevas y requiriendo peñas, di con la causa de mi admiración. Entre las quiebras de dos peñas fuertes formó la naturaleza un valle tan profundo que sólo pudiera la temeridad emprender a sondalle. En este, pues, sepulcro de vivientes se oían triste lamentos; apliqué el oído por si podía entender algo y, aunque conocí ser persona humana, no pude entender lo que articulaba su voz, ya por distinta de mi nativa lengua, ya porque las congojas de quien hablaba no dieron lugar a declararse.

Quitóme el temor el verla sin compañía en sus desdichas y, deseoso de socorrerla, busqué trazas cómo dar paso franco a la inhabitable profundidad. Pulí un pedernal, ayudado de la espada que siempre ceñí; con ambas cosas fui aliñando unos agudos palos, cuyas puntas clavé en las peñas, que, aunque con poca seguridad, pude llegar hasta el fin de mi deseo. Hallé tendida en la tierra a una mujer de tan hermoso rostro que pude juzgar ilusión lo que veía prodigio. Traía prendido el cabello con ricos lazos de perlas y piedras de inestimable valor; el traje, tan incógnito a mis ojos como la lengua a mis oídos; toda ella era un perfecto dechado de la Madre del Amor, en la hermosura, y un retrato de Diana en los instrumentos bélicos de que iba pertrechada, milagro de la divina providencia no haberla muerto las mismas flechas que llevaba para su defensa.

Dila a entender, con cortesana demostración, que era hombre y no fiera, que, según mi erizado pelo y rotos vestidos, pudo imaginallo. Hícele señas de subirla al monte; admitido con apariencias agradecidas. Fuimos subiendo por la portátil escala, quitando, cuidadoso, los palos para que no hubiera indicios de la fuga. Ayudados de la divina diestra, llegamos a la eminencia del profundo sitio y, descansando un poco en el remate y mirando el peligro que dejábamos, la llevé a mi antiguo albergue, donde la regalé con mis silvestres manjares y caricias corteses, con la decencia que mis escarmientos me solicitaron.

Un año estuvimos en aquel desierto haciendo deflexibles ramos, lazos a las incautas avecillas, tirando tal vez con honda al tímido conejuelo y a la trepadora cabritilla, con que pasábamos menos tristes de lo que pedía nuestra soledad. En este tiempo la enseñé mi nativa lengua y supe ser princesa del Catay y pretendida de muchos señores de aquella provincia, que la quería entregar su padre, si no a un fiero monstruo, al más poderoso de cuantos la pretendían, al más grosero y descortés de cuantos la miraban, habiendo concebido en su corazón tanto aborrecimiento que, viendo se llegaba el plazo de su cautiverio, fingió una caza y, cargada de arcos, flechas, y con regio valor, se fió a la fortuna, alejándose y caminando sola a trechos, hasta que dio en seguir una corcilla, que, temerosa de su muerte, dio por aquel profundo calabozo, y tras ella, la desconsolada princesa, faltando a la acostumbrada lealtad un caballo en que iba que, visto el peligro, salvó su vida, sin atender a su dueño, acción muy de bruto desamparar en el mayor riesgo.

Desconfiados quedaron los cortesanos cazadores del Catay de hallar con vida a su amada señora, a la cual parece que las rústicas malezas, compasivas de su desdicha, la sirvieron de blando lecho más que de escabroso peligro, con que sólo fue susto, y no daño, el que la ocasionó los referidos suspiros.

Gran conciliador de voluntades es el trato; aun en animalejos domésticos vemos cada día que, con la continua vecindad, se hacen amigos los que fueron enemigos capitales. Así, la princesa, obligada de mis servicios y asistida de mi cuidado, los admitía gustosa, con cuya ocasión la persuadí que recibiera la ley evangélica y dejase los errores de la gentilidad. Díjela lo que entendí de la verdadera religión y lo mucho que debemos a nuestro gran Dios y Señor en la creación y reparación; díjela así mismo lo que por nosotros obró el Divino Verbo, la grandeza de la militante Iglesia, la seguridad de la triunfante Jerusalén y, finalmente, los daños que acarrea el dejar de amar y servir a Dios. Gozosa se mostró la noble señora y, admirada de oír cosas tan nuevas, ofreció recibir con mucho gozo la ley de gracia, y yo recibí su hermosa mano para jurar en ella el vasallaje que desde aquella hora la ofrecí, juntamente con guardar su decoro hasta que, fuera de aquel puesto, nos uniera la Santa Madre Iglesia.

Procuré asigurarla luego para la bienaventuranza y, en un cristalino arroyo que me servía de espejo a la vista y copa al gusto, la dije las misteriosas palabras con que se imprime en el alma el espiritual carácter del santo bautismo y, gozosa de verse amparada del divino estandarte de la soberana cruz, me daba repetidas gracias de tantos beneficios. Pasamos dos meses, después de todo lo referido, tan olvidados del mundo como si la naturaleza no nos hubiera criado para ella. Salimos a contemplar los astros a tiempo que nos convidaban las plantas a mirar su hermosura, dando gracias al Criador de que, aun en lo muy débil, es tan admirable.

Llegamos un día a la vista del mar por la parte que desembarcamos cuando me quedé dormido y, hablando de las grandes riquezas que su profundo seno encierra, me contó que traía consigo un gran tesoro de que su padre hacía muy grande estimación, que, juzgando le había menester en su fuga, disimuladamente le tomó de entre sus joyas, sin otras que trajo en su adorno. Sacó del pecho la princesa una cajuela de plomo y, dentro de ella, una sortija de oro sin piedras, a modo de cintillo; y así mismo, un bolsillo cuadrado y una bujetilla guarnecida de diamantes. Díjome que la sortija tenía propiedad de enriquecer una casa de lencería y sedas; la bujetilla, de telas ricas y preciosas joyas, y el bolsillo, de dar el dinero que quisieren, en diferentes metales.

Y, para que me desengañase, hizo luego la experiencia, a tiempo que se descubrieron las ilustres galeras de Malta, que, despejando los mares de corsarios y recorriendo las islas, no por codicia del ajeno tesoro, sí por libertar a muchos que padecían, faltándoles su valeroso esfuerzo. Saltaron en tierra los que iban en el primer vaso para hacer agua y, viendo plantadas en la isla muchas cruces, admiraron que en tal puesto se hallara tan divina señal. Salimos a la vista y, aunque muchos de los que allí venían se hallaron cuando me quedé en aquella soledad, me desconocieron, así por juzgarme difunto como por verme tan transformado, que a mí mismo me hacía novedad.

Fingí ser mercader y aguardar tan oportuna ocasión para volver a mi patria. Hicimos un gran regalo al general de aquellas galeras, del incógnito tesoro, con que nos embarcamos todos dando repetidas gracias a nuestro Dios y Señor y, en llegando a siguro puerto, me desposé con la princesa Libia, vuestra madre.

Venímonos a esta ciudad, donde supimos que, del sentimiento del despeño de su hija, murió el rey del Catay, vuestro abuelo, y que, por el gobierno, estaba la provincia dividida en bandos. No quiso volver a ella mi amada esposa, así por quitarse de disgustos humanos como por el peligroso riesgo de su salvación, que es lo más obligatorio a que todos debemos atender.

Con las tres prendas que trajo vuestra madre habemos vivido ricos y estimados y, así, amados hijos míos, haced aprecio de vuestras personas y procurad vivir con sanas conciencias, pues tendréis bastantemente lo que habréis menester: a Fileno, mi mayorazgo, dejo la sortija; a Poliarco, el segundo, dejo la bujetilla y, a ti, Lisardo, doy el bolsillo, por si quisieres ser eclesiástico, para que puedas hacer obras pías; y a todos tres os pido (pues tendréis con qué) hagáis una casa o hospital con título del señor san Juan Baptista, a quien debo todo mi ser; y recibid mi bendición, y os mando no descubráis a ninguno este secreto, que, a más de ser lo que más os importa, os costará grandes pesadumbres si lo decís. Yo he sabido callar y me ha aprovechado, pero en este trance he querido referiros esta historia como cosa tan prodigiosa».

Concluyó el viejo caballero su relación y, viendo sus hijos se le acababa la vida, dieron sus ojos muestras de grande sentimiento, aunque les duró poco, porque mozos bizarros, ricos y nuevamente heredados fácilmente se consuelan de la muerte de sus padres.

Quedáronse los dos hermanos mayores en la misma ciudad, mas Lisardo, después de haber cumplido lo ordenado por su padre, quiso ir a dar una vuelta por el mundo. Anduvo diferentes reinos y, llegando al ducado y ciudad de Florencia, ayudado de su bolsillo, puso casa muy acomodada de criados, coches y caballos, con todos los adherentes necesarios. Y, habiéndose informado de vecinos, supo a dónde acudía la juventud de la ciudad, que era a una iglesia principal de ella. Plantóse en la lonja con sus domésticos y, como los de la ciudad le vieron con tanto lucimiento, causóles cuidado la novedad, pero jamás pudieron averiguar la verdad de tanta duda. Cordura grande no franquear el pecho, porque las más veces sirve para mayores daños.

A la fama de un gran sermón que se publicó en aquella iglesia, donde se había de tratar del soberano misterio de la inmaculada concepción de María, Señora Nuestra y dignísima Madre de Dios, acudieron caballeros y damas y, entre algunas que pudieran competir consigo mismas, vio Lisardo una tan de su agrado que se tuviera por dichoso si supiera le había de admitir no sólo por esposo suyo sino por criado de su casa. Mal advertido anduvo este caballero con el informe, pues sólo se contentó con saber era su nombre Florisbella, sin hacer reparo en el moderado acompañamiento, pues sólo se reducía a un viejo gentilhombre y a una deuda suya con título de criada.

Entraron los dos en la iglesia, siguiéndolas Lisardo, aunque no quiso hacer demostraciones, respetando lo sagrado del puesto (advertencia cuerda, pues no ha de profanar los templos la liviandad de los que los frecuentan). Acabada la panegírica oración con relevantes discursos y el divino sacrificio, con acorde música, salieron del templo Florisbella y Casandra (que así se llamaba la parienta) y, adelantándose Lisardo a dallas agua bendita, tuvo ocasión de ostentar su buena disposición y muchas galas, que miraron y admiraron harto por la novedad del sujeto. Pidió licencia el caballero para verlas en su casa, y Florisbella, más cortés que escrupulosa, concertó visita para aquella tarde, con que se despidió Lisardo tan lleno de alegría, que llevaba escrito en su semblante el gozo desta futura dicha (que hay hombres que no les cabe en el pecho un favor, por mínimo que sea, y antes de lograrlo lo sabe el amigo y el vecino).

Prolijas le parecieron al forastero las horas para cumplir el mandato de las damas; pero, al fin, llegó la deseada y prevenida Florisbella con grande copia de gracias; llevaba la mira más al interés que al cariño (que el amor humano es mercader interesado).

Diferente intento llevaba Lisardo; amaba de veras y con sana intención y, así, dio fácilmente crédito a las fingidas razones de la dama, la cual, conociendo la fineza del caballero, procuró entretenerlo con afables palabras y, preguntándole de su patria y deudos, le dio el sencillo mozo razón de toda la historia de su padre y, sin muchas vueltas del tormento, le dio noticia del tesoro que consigo llevaba. Hizo (como verdadero amante) patente el erario de su riqueza, suplicando (el inadvertido Lisardo) a Florisbella hiciera muchas experiencias con el bolsillo para alfileres a Casandra. Pegajosa liga es la del interés, con dificultad la quita de las manos el que la maneja, connaturalízase fácilmente en el corazón del codicioso. Y, así, Florisbella, bien hallada con la experiencia del bolsillo, para divertir a su dueño, hizo que Casandra trujera unos bizcochos con sorbetas y chocolate para irle cebando más la voluntad.

Fue tanto el embeleso del mozo que, llegando ya a cerrar la noche, se fue a su posada, sin acordarse del bolsillo, hasta que, desnudándose, le halló menos. No le asustó la memoria de su pérdida, antes fiando más de la galantería de su dama aguardó hasta la tarde del siguiente día, que volvió a reiterar la visita, con cuya ocasión le suplicó la diera su tesoro. A poco que tardara el caballero, no hallara en casa a su dama, que, de industria, habría prevenido a unas amigas, para que en su compañía fueran a estrenar una rica y flamante carroza que había comprado aquella mañana (a costa del trabajo del atormentado bolsillo), con el tiro de cuatro remendadas pías y dicha (a su parecer) de tenella el estribo, la suplicó le diera el bolsillo, ofreciéndola devolvérsele en todas las ocasiones que fuera servida.

No hubo bien hablado estas palabras cuando, con la furia de un embravecido toro y desatado león que busca sus hurtados cachorrillos, embistió a irá pobre caballero, tratándolo de embustero y estafador y jurándole de hacelle moler a palos, dando grandes quejas de su poca cortesía. Y volviéndose a sus amigas, las dijo: «¿Qué pensáis, señoras, que es esto? Sabed que este hombre que veis es un hechicero y ayer tarde, por pasar un rato, le trajeron mis criados a mi casa, donde hizo no sé qué tropelías que hoy me las vende por finezas y obligación. Yo pienso dar querella delante de los jueces y que mis criados le paguen el porte del entretenimiento y regalo que me vende».

Con esto, hizo andar el coche y, visto el malintento de la mujer, y que si lo llevaba a voces era emprender un imposible y llegar a parar en un calabozo, tuvo por bien el callar y, dejando pasar la copia de criados que llevaba la señora, entró en su casa y habló con Casandra para ver si le descubriría algo de su perdido tesoro. Lastimada le oyó la prudente doncella, a quien tenía harto desabrida la mala correspondencia y escasez de su parienta (a quien no debía un maravedí), que, como miserable, todo lo quería para sí. No osó Casandra descubrir el secreto al afligido caballero, temiendo lo rígido de la condición de Florisbella, con que se despidió, diciendo no saber cosa alguna de lo que le preguntaba.

Fuese Lisardo con el desconsuelo y pena que imaginar se puede, sin hacienda, lejos de su patria desfavorecido de quien tanto amaba. Todo era suspensiones, todo desconsuelos, todo lamentos y todo confusiones, viniendo a parar el pobre mozo en una grave enfermedad, en que gastó las alhajas de su casa y fue forzoso despedir todos los criados, quedando con sólo un pobre vestidillo de uno de ellos, el más confidente, a quien le pidió como de limosna. Con este poco abrigo y arrimado a un báculo, tomó el camino de su tierra y casa, a donde llegó con el cansancio y aflicción que se puede imaginar.

Admirados quedaron sus hermanos de ver tan gran novedad y, procurando reparalle con regalos, no quiso admitirlos el afligido joven. Contóle a su mayor hermano la causa de su desdicha y la poca o ninguna esperanza que tenía de cobrar su bolsillo, si él no le ayudaba prestándole la sortija, que sirviera de anzuelo para sacar el bolsillo. Ofrecióle volvella dentro de un año, aunque le costara la vida.

El hermano, como era de sangre tan generosa y amaba mucho a Lisardo, mostróse bizarro y liberal dejándole el anillo, con que volvió Lisardo con mucha brevedad a Florencia con tan diferente semblante del pasado que ninguno le conocía y, buscando otra posada y extraordinario traje, se puso en la misma calle de Florisbella, hecho mercader. A la fama de las muchas riquezas que tenía (que con distinto nombre se hizo conocer), iban todas las damas a su tienda.

No faltó a la curiosidad Florisbella acompañada de Casandra y, habiendo comprado muchas cosas, pidió al mercader una extraordinaria tela; ofreció hacella traer y, acudiendo la dama, deseosa de que otra no se antepusiera a sacalla, fue una mañana de rebozo con su parienta.

Entraron en lo interior de la tienda, donde el nuevo mercader las agasajó y significó estar pagado de sus muchas prendas; y, pidiéndola perdón de no habella servido con la tela prometida, la dijo que, si siempre estaba deseosa de tenella, sería fácil que, en virtud de una sortija que allí tenía, la serviría puntual.

Hizo el mal advertido mozo la prueba en su presencia y ella, con grandes instancias, le pidió le dejara ver la hechura del anillo. Parecióle al caballero sería cebo para cobrar el bolsillo, pues teniéndola dentro de las puertas de su casa juzgó muy seguro el lance, porque el caso de las tres joyas no se lo contó Lisardo aunque le dio noticia de sus padres y hermanos y, así, no pudo juzgar la burladora ser un mismo sujeto Lisardo y el mercader. A los desdichados todo se les vuelve azares; salióle mal la cuenta al pobre caballero pues, a tiempo que hizo entrega de su caudal a aquella arpía entraron unos caballeros en la tienda, que hablándoles Florisbella en secreto, les dijo que aquel le quería comprar, habiéndoselos adelantado en confianza, que les suplicaba, como a caballeros, volviesen por ella, pues por no ponerse con hombres de baja esfera, dejaba el duelo en sus manos. Como era mujer tan conocida y estimada de todos, pudo su autoridad mover los corazones de aquellos caballeros, que, después de muchas palabras que tuvieron con el mercader, fue fuerza poner mano la justicia y, al pobre Lisardo, en la cárcel, donde consumió todo el caudal, hasta que le libraron a instancia de algunos bien intencionados (que nunca faltan en las grandes repúblicas, para que todo no lo venza la malicia).

Y, viéndose el pobre caballero tan mal parado, determinó volver a su patria con intento de pedir la bujetilla a su segundo hermano; pero quiso su buena suerte que en una hostería, en el camino, se encontraron ambos y, sin contarle Lisardo la desgracia, le suplicó con cariñosas razones le prestara, por tiempo señalado, el vasillo o bujeta, que era su inseparable compañía. Y, como estos caballeros se amaban tiernamente y eran de ánimos tan generosos a fuerza de su heredada sangre, no conocían la mendiguez y, así, con mucho gusto, le prestó lo que pedía.

Despidiéronse los hermanos con grandes muestras de amor y se volvió Lisardo a la ciudad y, quitándose la cabellera, salió con una caja al hombro, fingiendo ser lapidario. Divulgóse luego entre caballeros y damas, con que despidió muy en breve gran copia de piedras y joyas. No fue de las últimas que lucieron empleo Florisbella, antes procuró llamarle muchas veces a su casa y, en una ocasión que le vio muy cuidadoso de la bujetilla, su provisora, la puso la dama en venta, agradada de los ricos diamantes que la guarnecían. Respondió el lapidario que no la daría por todo el tesoro de la ciudad. Diole a Florisbella en el corazón si tendría las propiedades de las otras joyas y, en duda, propuso hacella noche; y, así, concertando un día con algunas amigas el ir a ver al lapidario, atendió a dónde ponía la bujilla y con notable destreza la traspuso desde el tablero a la manga, dando la vuelta a su casa con las otras damas, sin advertir Lisardo el traspaso; y al recoger sus joyas, halló menos la de mayor estimación, con que acabó de rematar el sufrimiento, haciendo extremos de furioso.

En pocos días dio fin a todo su caudal y, viéndose desnudo, sin remedio humano y solo en manos de la miseria, falto de todo consuelo, se salió desesperado de la ciudad, creyendo siempre ser la autora del hurto la que lo fue de su ruina.

Fuese por unos solitarios montes con solos unos pedazos de pan, encomendándose al precursor divino, de quien eran muy devotos sus padres y hermanos, y, emboscado en una espesura de árboles, a los cuales parecía tenía olvidados la luz del sol, se entretuvo muchos días, comiendo silvestres yerbas que le tributan los amenos prados. Pero ya agostados del ardor del tiempo, no sabía a dónde mendigar el socorro para su cotidiano sustento y, pareciéndole faltaba al valor que se debía a sí mismo dejándose morir a manos de enemigo tan civil, determinó contarle a la selva una a una sus cuevas para ver si hallaría puerta abierta al remedio de su hambre.

Y, andando con esta imaginación por el selvático sitio, vio que en una eminencia del reverberaba en lo dilatado de un frondoso árbol el más hermoso carmín que sus ojos vieron; juzgólo antojo de su deseo y, llegándose allá tan lleno de contento como necesitado de alivio, vio unas manzanas tan vistosas, que con facilidad obligara a codiciallas aun a quien menos necesitado se viera. No hizo reparo este mozo en el daño general que otras manzanas causaron al género humano y, así, echó el resto de su cuidado por llegar a lograr tanta dicha. Subió al árbol y cogió de su fruto tanto que casi lo dejara sin él, a no tenelle tan copioso. Comió con buen aliento el hambriento mozo sin esperar otra mesa que los mismos brazos del poblado tronco y, queriendo bajar de él, se halló tan enredado en aquel intrincado laberinto que de ninguna suerte podía salir del. Comenzó a desmontar hojas y dividir ramas, a tiempo que se halló equivocada la acción, porque creyendo coger del árbol tiraba de su cabeza, en donde, al comer las silvestres manzanas, le habían salido gran copia de puntas, al modo de las de los ciervos, que no sabía cómo volver a poner pie en tierra; pero las mismas puntas sirvieron de montantes, que mediando en tanto estorbo dividieron las más deflexibles ramas, con que el afligidísimo mozo llegó a descansar en el regazo de la abundante Telus, madre común de todos los mortales, que viéndose con aquellas puntas y unas grandes y levantadas orejas hacía la figura más horrible que puede imaginarse de un fiero monstruo.

Quiso hacer patentes a los ojos de sus desgracias y, así, como ciervo herido, fue a buscar el agua de un arroyo, que sirviéndole sus cristales de acerado espejo se hubiera arrojado en él, a no detenello la católica religión que profesaba y el deseo de no ofender con su horrenda figura la pureza de las aguas, tan acostumbradas a la belleza de Narciso.

No sólo luchaba el pobre mozo con estos pensamientos, que el hambre le tenía casi en los últimos tercios de la vida, y, como no escarmienta en peligros el que está necesitado, no escarmentó Lisardo, antes bien, fiando siempre en la fortuna y en el patrocinio del divino Juan, juzgó tendrían fin sus adversidades, con que volvió a requerir malezas y entre las pomposas hojas de una higuera halló higos de hermosa apariencia. Comió de ellos con tan buena gana que quedó bastantemente satisfecho y, más cuando advirtió que el capital estorbo se le iba quitando a toda priesa, sin que del le quedara rastro alguno. Aquí fueron las alegrías de Lisardo; aquí el levantar las manos y ojos al cielo, dándole repetidas gracias; besaba la tierra; daba saltos de contento y, finalmente, puso en aquella fruta la confianza y buen logro de sus perdidas joyas.

Con mimbres y juncos hizo dos cestos y, llenando el uno de manzanas y el otro de higos, volvió muy contento a la ciudad, erizado el pelo, muy crecida la barba y tan otro del que antes le vieron que no hubo quien le conociera. Comenzó por la calle de su dama a pregonar las manzanas y luego salieron las criadas a los dorados balcones de su casa. Llamaron al fingido aldeano; subió a la primera sala temiendo de toros engaños como los pasados y, saliendo a ver la fruta Florisbella y Casandra, concertaron en ducientos reales las manzanas, que, por extraordinarias, dieron mucho interés, como les costaba poco. Recibió Lisardo el que concertó y luego se fue a buscar un vestidillo de bayeta, anteojos y guantes y, alquilando una muía con gualdrapa y quitándose parte de la barba y pelo y con un mozo de a pie y unas recetas en la pretina, se plantó de médico en la calle de Florisbella, a tiempo que estaba llena de coches, y de voces y llantos su casa, ocasionados del desastrado suceso de la dama, a quien un diestro carpintero aserraba los cuernos y las orejas que, por comer las manzanas, le habían salido. Pero al paso que los cortaban, salían duplicados y tan grandes que no cabían en mucho espacio.

Con ocasión de las voces, llegó el aparente médico a la puerta de la casa y, sabido el caso, dijo que era excusada la diligencia de aserrar aquellas puntas, que él se ofrecía a darla curada con grande brevedad, como se le satisficiese bien su trabajo. Voló la nueva y, aunque buena, llegó apriesa a la cuadra donde se representaba la lastimosa tragedia y, sabido ser cierto que lo ofrecía el nuevo médico, le llamaron, y él, con aforismos aún más incógnitos que los que usan los que aquella Facultad, procuró ostentar su extraordinaria ciencia. Trataron de los intereses, dando principio a la cura en la forma siguiente: que Casandra fuera la primera en quien se luciera la experiencia, porque sólo tenía un cuernecillo pequeño en la parte superior de la frente y sola media oreja de asno, que en aquella ocasión le fue provechosa la miseria de su parienta, pues sólo le dio media manzana. De esta cura le ofrecieron mil ducados, un caballo y una joya de diamantes, y que, si abreviaba el tiempo, le darían, de aguinaldo, una bandilla de oro con piedras y perlas; y, curada Casandra, había de entrar la cura de Florisbella, la cual concertaron en tres mil ducados, dos caballos con ricos jaeces y dos joyas de diamantes y esmeraldas, que Lisardo quiso le amargara la cura, aun antes de probarla, y sacarla algo de lo mucho que a su costa tenía mal adquirido y, como sobraba el dinero y la curación era tan importante, no se reparó en el gasto.

Señalóse la siguiente mañana para la primera cura. Dejaron reposar aquella tarde a las agravadas damas y, al amanecer, se llenó la casa de señoras, viniendo el médico acompañado de la gente ilustre de la ciudad, que siempre el poderoso tiene mucho séquito. Saludó a las enfermas el Galeno de poquito y pidió, juntamente, un obscuro y retirado retrete para la nueva operación, una portátil escala, sogas nuevas, clavos y garabatos de hierro, con muchas varas de cordel. Trájosele todo puntual, por ganar el gusto a los interesados. Confesóse Casandra y, despidiéndose con abrazos de su parienta, se entró al puesto de la curación. Cerró con la llave Lisardo todas las puertas, fijó en la pared los clavos y garabatos, asiguró en ellos la escala y dijo a Casandra que se desnudara. Resistióse la honesta doncella a esta petición, sobre la cual hubo grandes controversias entre los dos, hasta que, muy colérico, Lisardo dijo se saldría sin hacella ningún remedio; y, viéndole con tanta resolución, la afligida señora se desnudó, hasta quedar en cuerpo de camisa y unas enaguas, con lo cual se contentó Lisardo y, atando a Casandra fuertemente en la escalera con los cordeles comenzó a dalla cruelísimos azotes con unas correas muy anchas.

Díjola: «Señora mía, yo soy Lisardo, el que os prestó el bolsillo y la sortija y a quien vuestra parienta quitó la bujetilla con que habéis adquirido tanta hacienda y crédito, y también soy el que os vendió las manzanas de que os han nacido tantas ramas. Decidme dónde están mis joyas o, si no, moriréis en la demanda, que es muy necio el que fía de la fortuna sin temer las vueltas de su rueda y ser lastimado en ella».

Negó la pobre Casandra cuanto se le presentaba y, menudeando azotes Lisardo, levantaba ella el grito, que lo ponía en el cielo y penetraba todas las cuadras hasta llegar a los oídos de los que aguardaban el suceso, que, afligidos y cuidadosos, todo era hacer oración por la paciente. Ella, que vio el juego mal parado y que su prima era la misma ingratitud casi por vengarse de su miseria y más por librarse de aquel tormento, le confesó a Lisardo que todo su tesoro tenía su parienta en un rico camarín retirado más adentro de aquella pieza y que era de tan miserable condición que de las manzanas le dio sólo media y, eso, a fuerza de ruegos suyos.

Consoló Lisardo a Casandra y, agradado de su cara y apacible trato y sabida su buena sangre y pobreza, le contó su calidad y la dijo que si quería ayudarle a cobrar sus joyas se casaría con ella, llevándola a su patria. Alegróse mucho la doncella (que no hay mujer que le pese de ser querida) y, dándose palabras para de futuro, le dio un higo y, habiéndolo comido, quedó libre de aquella fealdad. Salieron los dos, mano a mano, a donde estaba la nobleza de la ciudad y, viendo la maravillosa cura, todo era abrazar al nuevo médico, todo cargarle de aguinaldos (porque es muy liberal la lisonja) y todo fue preguntar cómo se ejecutó la curación, a que ambos respondieron con ambigüedad.

Pagáronle a Lisardo de contado lo ofrecido, sin que Florisbella usara de ninguna liberalidad, tal era la sed de su codicia.

Fuese Lisardo a buscar aquel criado suyo antiguo, el que le dio el vestidillo en el principio de sus trabajos, y, junto con eso, acomodó en letras el dinero que había recibido y el que le habían de dar y, prevenido el criado de lo necesario para un largo viaje, a la primera luz se plantó a las puertas de Florisbella, trayéndole su criado un grande costal con paja y andrajos de mucho bulto y poco peso, muy atado con sogas, dando a entender que eran instrumentos para la cura, por estar tan arraigado el mal. Fácilmente creyeron cuanto se les decía (que el que desea un bien, a todo da oído). A la fama de la prodigiosa cura, no quedó persona en la ciudad que no poblara la calle y casa de Florisbella, unos por curiosidad y otros por lisonja, siendo lo uno y otro grandes conducidores del séquito.

Dijo el médico era preciso obrar aquello en otro retrete más retirado, y la paciente, muy contenta, dijo que en un camarín de algo mayor abrigo y más espacioso estarían con mucha comodidad. Prevínole Casandra que junto a ese camarín hallaría una puertecita que pasaba a un caracolillo, donde ella esperaría el suceso. Cargó Lisardo, por más disimular, con el costal y, entrando con aquella arpía, fue cerrando las puertas, dejando las llaves en ellas.

Hizo con Florisbella las mismas diligencias que con Casandra, obligándola a desnudarse, atándola a la escala de pies y manos; y, quitándose del rostro un parche que de industria llevaba y todas las apariencias de médico, la preguntó si lo conocía y, junto con esto, pidió sus tres inestimables joyas y la dijo cómo él era el autor de su desdicha, afeando su grande ingratitud, sabiendo que él la quería para hacella su esposa.

No hay palabras que puedan significar la turbación de aquella mujer y la congoja con que estuvo, viéndose en poder de un hombre tan ofendido, sujeta a su ira, a vista de quedar sin aquel tesoro (pérdida que siente el avariento casi al igual de la vida). No supo ni pudo responder palabra, hasta que interpuso el azote su autoridad, haciéndola volver del desmayo en que la tenían tantas confusiones. Confesó, a pesar de su deseo, ser aquel camarín el erario de su riqueza, la cual sacó el mismo Lisardo de un curioso escaparate de porcelana, y, juntamente, mucho oro, adrezos de diamantes, perlas, esmeraldas y otras piedras preciosas, de que llenando el pecho y bolsillos casi le impidieran el poder andar, si Casandra, desde el caracolillo, no le exonerara de aquel peso.

Acomodó en el costal muchas láminas guarnecidas de oro y ricas piedras y otras joyas de grande precio y admirable primor, y, dejando desierto el camarín, puso, sobre un bufete de hermoso jaspe, escrita toda esta historia para escarmiento general de mujeres que, con sus estafas, disminuyen las haciendas ajenas. Puso sobre el mismo bufete los higos bastantes para su remedio de aquella fealdad, con que cumplió con el crédito que tenía con el pueblo.

A todo esto, estaba Florisbella tendida en el suelo tan desmayada de los azotes cuanto del susto y, volviéndose a salir Lisardo, dejando cerradas y sin llaves las puertas, halló que en todas las salas se hacían diversas oraciones con una confusión grande, aunque devota. Cesó todo el cuidado en viendo al prodigioso médico, el cual dijo la dejasen reposar por espacio de tres o cuatro horas y, despidiéndose de los deudos y amigas de Florisbella, les dijo quería ir él a descansar también hasta la tarde, que volvería a ver aquella dama.

Diéronle el dinero, caballos y jaeces que le habían ofrecido y, a más de eso, una joya que valía otro tanto, con que se fue a casa del arzobispo con su criado, llevando a Casandra vestida de hombre, porque no fuera conocida, y hubieron bien menester los caballos para llevar tanto peso.

Habló Lisardo con el arzobispo, haciéndole dueño de todas las joyas que había sacado de las de Florisbella y treinta mil ducados de su bolsillo, para que, en el bosque donde halló su ruina y remedio, se luciera un rico templo y convento de la religión de san Juan, con un hospital a donde se albergasen otros que padecieran necesidades y desdichas como la suya, porque (como queda dicho) se había encomendado muy de veras en sus aflicciones al solitario y penitente Niño.

Quedando todo bien dispuesto y el arzobispo agradecido a tan cristiana resolución, hizo que a Casandra la adornara luego con un par de joyas de las más ricas, por saber son el alma del gusto de las mujeres.

Despidiéronse del arzobispo con grande cariño y cumplimientos y, sin querer valerse del bolsillo para el camino, gastó liberalmente del dinero que había tomado en cédulas. Montaron todos en los briosos caballos con tan buena dicha que se le olvidó a Lisardo la mala fortuna del tiempo que le tuvo oprimido debajo de su rueda, cuya voltaria condición jamás se conserva en un estado.

A largas jornadas y sin peligros llegaron a su patria, alegrándose sumamente sus hermanos de verle y de volver a gozar su media vida en las perdidas joyas; y, contándoles todos sus sucesos, alabaron la industria de la fingida medicina y la acertada elección que había hecho de su hermosa consorte. Premiaron la lealtad de su criado Fabio, a quien los tres hermanos dieron hacienda bastante para vivir acomodado y con crédito.

Trató Lisardo de celebrar su boda el siguiente día pero los dos hermanos le pidieron la dilatara, porque estaban ambos casi capitulados con dos hermanas, hijas de un gran señor, cuyo concierto no quisieron concluir aquellos caballeros hasta ver recuperadas sus inestimables prendas. Pero, viéndolas en su poder, prosiguieron el tratado con grande alegría de toda la ciudad, porque el viejo padre de los tres hermanos dejó escrita la historia de la princesa Libia, su mujer, en manos de su confesor, para que se supiera la nobleza de sus hijos y que les pertenecía el reino de Catay, con que fue muy estimada la unión con aquellos caballeros, aunque en lo tocante a su hacienda sólo Casandra supo el secreto, que, aunque mujer, lo supo guardar por su propio interés.

Descansaron los caminantes aquella noche hasta que el luminar mayor bañó con sus luces las piezas del palacio de aquellos príncipes. Dejaron los lechos los hermanos y fueron a concluir sus bodas, para cuyo efecto convocaron lo más noble de la ciudad, sin despreciar lo mediano, que acudieron todos, aficionados a la apacible bondad de aquellos caballeros, que, con sus largas limosnas, tenían aun a la plebe muy a su voluntad. Al tercer día del arribo de Lisardo, se celebraron las tres bodas con la mayor grandeza (así en galas como en banquetes) que se había visto jamás. Y para mayor celebridad, fue el desposorio en un templo de María, Soberana Emperatriz de los Cielos, dignísima Madre de nuestro Dios y Señor, con grande música, y entre otras cosas cantaron un romance que había compuesto Silvia, la dama del hermano mayor, al haberle presentado una señora religiosa, amiga suya, una laminita de la Reina de los Cielos. Era Silvia muy favorecida de las musas. Solemnizáronse las bodas con muchos versos suyos y en el templo acompañó a la música el siguiente romance;




Romance a la Virgen Santísima


He recibido el presente
de la que es llena de gracia,
con que mi espíritu vive,
y otro valor le acompaña.
Otro norte nuevo sigue,
otra dicha le señala,
y otro corazón gobierna
sentidos de cuerpo y alma.
Me enviáis la Abigail
que, con divinas palabras,
aplaca de Dios las iras
que nuestras culpas le causan.
La que sólo para Dios
sola ha sido reservada,
sin que en su concepción pura
hubiera asomo de mancha.
La palma encumbrada y bella,
de cuy a eminencia sacra
de David se ve la torre,
del impíreo, las estancias.
La casta y fuerte Judit,
el Vellocino, la Zarza,
la hermosísima Raquel,
de Arón floreciente Vara,
la que a los pobres socorre,
la que a los justos ampara
y al pecador favorece
en necesidades tantas.
Al fin, me envías, Señora,
en una pequeña estampa
un cielo, una Luna, un Sol
y un erario de las gracias.

Las fiestas que se hicieron en las tres bodas no es posible referillas en esta ocasión, dejándolo a más dilatadas relaciones. Sólo digo que vivieron estos caballeros muchos años con sucesión dichosa y Lisardo, muy gozoso, por haber tenido nueva de que se fundaron el convento y hospital y que, para ello, habían enviado los ilustres señores obispo de Malta y gran maestre personas de mucha suposición y virtud (que para plantas primitivas se ha de mirar con cuidado quien zanje la monástica disciplina y no quien la destruya).

Supo Lisardo que Florisbella, ya con perfecta salud y corrida y arrepentida de su mala correspondencia, quiso imitar a Lisardo, fundando a su ejemplo en el mismo bosque un convento de religiosas, donde tomó el hábito y acabó con gran fama de virtud. Fundó así mesmo dos colegios: uno de niñas, para que se criasen sin rastro de liviandades ejercitándose en actos virtuosos, y otro, muy útil, para niños, que, ocupados en los estudios de diferentes ciencias, dejaran la vana curiosidad. Todos los cuatro santuarios se fundaron debajo de la protección del Sagrado Precursor. Hízose tan habitable el bosque, que ya parecía ciudad nueva lo que antes era páramo. Pero conservóse la fruta, principio y fin de tantos sucesos.

Con las referidas nuevas, tuvo Lisardo grande consuelo, procurando en adelante vivir muy atento a las obligaciones de su estado, dando gracias a la Majestad eterna de que, en medio de tantas desdichas, le concedió tan cumplidas felicidades; y viviendo atento sólo a la educación de sus hijos, quietad de su casa y a enriquecer templos y hospitales con el tesoro de su provisor bolsillo9.



Cuando el ceremonioso narrador Mileno termina su extenso relato,



con grandes aplausos celebraron los pastores y serranas el bien referido apólogo, dando gracias a Mileno por el gran día que les había dado. Pidió perdón el mayoral de haberse dilatado más de lo que él quisiera y requería el tiempo. Y, quedando aplazados para el siguiente día, se encaminaron a sus chozas, pidiéndole a Marica les alegrara con su buena voz, cantándoles algún romance.



Se cierra con este artificio -final de relato, final de jornada y retirada al aposento para esperar al día siguiente- una narración que queda engarzada dentro de su marco narrativo principal de acuerdo con las convenciones que articulaban, por ejemplo, el despliegue de los cuentos de El Decamerón de Boccaccio, de los Cuentos de Canterbury de Chaucer o del Heptamerón de Margarita de Navarra, pero también de determinadas narraciones de La Galatea, el Quijote o el Persiles cervantinos, y de muchas más obras que vieron la luz en nuestros Siglos de Oro, tal y como atestiguan los siguientes párrafos:

El modelo del Decamerón y de la quinta campestre que sirvió de marco a sus relatos y narradores influyó también en la literatura española, donde huertas, jardines y cigarrales prestaron ocasionalmente el fondo a este tipo de escenas. En el acto V de El Crotalón, que se atribuye a veces a Villalón, se muestra un bucólico escenario en que «no se entiende aquí otra cosa sino juegos, plazeres, comeres, dançar, bailar y motexar»; las personas que se hallan en él «solamente se ocupan en invenciones de traxes, justas, danças y bailes; y otras a la sombra de muy apazibles árboles, novelan, motejan, ríen con gran solaz: cual demanda cuestiones y preguntas de amores, hazer sonetos, coplas, villancicos, y otras agudecas en que a la contina reciben plazer» (pp. 169-170). En El Scholástico, en cuyo capítulo 11:1 «el auctor descriue el lugar del jardín donde venida la mañana del dia siguiente se juntaron todos aquellos señores a proseguir su sabia y elegante conuersaçion», se nos dice que «el dia de oy es entre los hombres vn vso tan comun entre quales quiera condiciones de varones en pasatiempos de combites o çenas no pasan su tiempo en mas para su conuersaçion y plazer. Preçianse todos de se motejar entre si: y entre su hablar vienen a dezir motes y graçias sabrosas y apazibles y a dezir cuentos, fábulas y façeçias con las quales se quieren recrear, y prinçipalmente quando el combite se ha celebrado en vn deleytoso huerto o jardin: el qual es lugar mas aparejado para este genero de recreaçion como nos es agora a nos otros este» (p. 219).

En los Cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina, un grupo de damas y de caballeros se refugia del calor toledano en unas quintas campestres donde entretienen sus ocios sorteando turnos para proponer diversiones, entre ellas la de contar cuentos, «por el orden que salieren, a entretenernos el día que le cupiere como más gustare». En las Auroras de Diana de Pedro de Castro y Añaya, una joven convaleciente en una casa de campo debe ser entretenida con historias amenas. El Pusilipo. Ratos de conversación en lo que dura el paseo de Suárez de Figueroa, la Casa del placer honesto de Salas Barbadillo, los Días del Jardín de Alonso Cano y Urreta, y muchas obras más, acogieron escenas de ese tipo, que muestran cómo la pasión burguesa y cortesana por «contar» logró expandirse más allá de los escenarios urbanos y colonizar los ambientes campestres que habían sido, hasta entonces, refugios tópicos del cada vez más marginado cuento rústico10.



Más adelante comentaremos algo más por extenso ciertos detalles de los recursos y de las técnicas narrativas que empleó Ana Francisca Abarca de Bolea en la organización retórica y en el desarrollo argumenta! de su Apólogo. Antes de ello es preciso señalar que este relato es, en realidad, una muy interesante, y muy rara -única, que nosotros sepamos, en los siglos XVI y XVII- adaptación española del cuento conocido como Fortunatus (nombre que en muchas versiones europeas derivadas de un impreso alemán de comienzos del XVI se atribuía al padre que repartía su herencia entre sus hijos), o bien como Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas (nombre que se prefiere para designar sus versiones más típicamente orales y tradicionales). En cualquier caso, este tipo cuentístico tiene el número 566 en el catálogo universal de cuentos que elaboraron Antti Aarne y Stith Thompson11, quienes lo resumieron así:

Los tres objetos mágicos y las frutas marasnllosas (Fortunatus).

Causa la devolución de los objetos con una manzana; hace crecer los cuernos por comerla.

  1. Los objetos mágicos, (a) Cada uno de tres hombres recibe de un maniquí o de una princesa encantada un objeto mágico: (b) una bolsa (manto) que se llena por sí sola, (c) una gorra de viaje, (d) y un cuerno (silbato) que proporciona soldados.
  2. La pérdida de los objetos (a). Uno por uno los objetos son robados por una princesa con quien el héroe juega naipes. (b) Por medio de la gorra de viaje transportan a la princesa a un lugar lejano, pero se escapa.
  3. La manzana mágica. El héroe come una manzana que le hace brotar cuernos en la cabeza; luego encuentra una fruta que los quita.
  4. La recuperación de los objetos (a) El héroe regresa a la corte y logra obligar a la princesa a comer una manzana; le salen cuernos de la cabeza, (b) En recompensa por haberla curado, le devuelve los objetos mágicos12.


He aquí el detalle de los motivos constitutivos13 de este tipo cuentístico, según aparecen desglosados en el mismo catalogo de Aarne-Thompson:

  1. D812. Objeto mágico recibido del ser sobrenatural. N821. Ayuda de un pequeño hombre. D5. Persona encantada. D1470.1. Objeto mágico de deseos. Objeto ocasiona la realización de los deseos. D1451. Bolsa inagotable proporciona dinero. D1455.1. Manta mágica proporciona tesoro. D1520. Objetos mágicos proporcionan transporte milagroso. D1520.11. Transporte mágico por gorra (sombrero). D1475.1. Cuerno mágico produce soldados.
  2. K2213. Esposa alevosa. D861.6. Objeto mágico robado en el juego de naipes. R210. Se escapa.
  3. D992.1. Cuernos mágicos (crecen en la frente de la persona). D1375.1. Objeto mágico hace crecer cuernos en una persona. D1376.1. Objeto mágico hace larga la nariz de una persona (la restauran). D1375.2. Objeto mágico le quita los cuernos a una persona. D881.1. Recuperación del objeto mágico por usar manzanas mágicas. D895. Objeto mágico devuelto como pago por haber quitado los cuernos mágicos.


Antes de extendernos en más consideraciones, vamos a conocer una versión oral y moderna de este cuento, recogida en Extremadura por el maestro de escuela y gran folclorista Marciano Curiel Merchán en las primeras décadas del siglo XX. Ello nos permitirá reconocer una estructura argumental muy similar, aunque dentro de un estilo oral muy alejado del sofisticado lenguaje del Apólogo de Abarca de Bolea:

Esto eran dos hermanos huérfanos, llamados Perico y Juan, que vivían a su antojo, haciendo todo cuanto querían. El Perico era rematado de malo, y su mayor placer era matar todas las gallinas que veía. Su hermano Juan le dijo:

-Tenemos que separamos, pues yo no tengo ganas de que me echen la culpa de que mato las gallinas, siendo tú el que las matas. Algún día vas a tener con esto un disgusto gordo.

Obedeció Perico lo dicho por su hermano, y juntos salieron del pueblo, para tirar luego cada uno por camino distinto. Llegaron a un punto en que el camino se dividía en dos, y dijo Juan: -Tú vas a tirar por un camino y yo por el otro.

Así lo hicieron, y Perico, cuando iba a trasponer el cerro, llamó a su hermano, diciéndole:

-Dime, hermano, dónde vas a parar, por si alguna vez me da gana de ir a verte.

-A Roma -le contestó Juan.

Y andar, andar, se jalló Juan con tres hombres que andaban riñendo por una bolsa, que se decía «bolsa, componte» y se llenaba de dinero; por un pito, que se le tocaba y se oía todo lo que tocaban en too el mundo; y por una manta, que se decía «manta, en lo que fuera» y se encajaba donde se quisiera. Y les dijo Juan:

-Hombres, por esto no riñáis; os tenéis que ir uno a aquel cerro, el otro a ese otro y el otro a aquel otro, y luego el primero que vuelva se lleva la bolsa, el segundo el pito y el tercero la manta.

Los tres hombres obedecieron a Juan, deseando tener cada uno una cosa de aquéllas, y se fueron cada uno para su cerro. Cuando ya iban llegando, echó Juan el pito y la bolsa en la manta, se subió él encima y dijo:

-Manta, a Roma -en aquel mismo instante se encontró en Roma.

Cuando los tres hombres le vieron que se marchaba con la bolsa, el pito y la manta, le dijeron:

-Que lleves buen viaje, amigo -y se quedaron tan tranquilos.

Juan, que era listo y sabía aprovecharse del mundo, se hizo rico y poderoso, y subió tanto que llegó a ser Padre Santo.

Perico, en cambio, anduvo por el mundo de acá para allá, sin llegar a tener ni un pobre oficio y andaba pidiendo limosna. Un día se acordó de su hermano, quiso verle y, recordando que le había dicho al separarse que fuera a Roma, a Roma marchó. Preguntó allí por su hermano Juan, y nadie le daba razón de él. Ya se iba a marchar, disgustado por no haberle podido encontrar, cuando un pobre, amigo suyo, le dijo:

-Espérate, que mañana van a dar limosna a todos los pobres en el palacio del Papa; después que nos hayan dado la limosna, nos vamos juntos.

Esperó Perico hasta el día siguiente, y fue al siguiente día por la limosna del Padre Santo. Cuando éste repartía él mismo las limosnas, conoció a su hermano, a quien mandó detener y que le entrasen en un cuarto hasta que él dispusiera lo que había de hacerse. Al verse Perico encerrado, se decía para él:

-Y este hombre, ¿por qué me habrá encerrado en este cuarto, si yo no he cometido ningún delito?

Pensando en esto, llegó el Padre Santo, y le preguntó:

-Bueno, y tú, ¿de dónde eres y a quién buscas?

-Yo soy español, y busco a mi hermano Juan, que cuando nos separamos me dijo que cuando quisiera verle viniera a Roma; he preguntado por él y naide me da noticias suyas.

-¿Y tú conoces bien a tu hermano? -le preguntó el Padre Santo.

-Anda, que si le conozco; pero mucho -contesto Perico.

-No vayas a equivocarte -le dijo el Papa-: tu hermano soy yo.

-¿Pero cómo puede ser que tú seas Padre Santo y yo tenga que pedir limosna para poder comer?

-Pues sí, soy tu hermano; fíjate bien y me reconocerás -dijo el Papa.

-Anda, pues si es verdad; tú eres mi hermano.

Se quedó Perico en palacio, y su hermano le mandó bañar y remudar, y le dijo:

-Voy a escribir una carta al rey para ver si te casas con su hija y tu llegas a ser rey, ya que yo he llegado a Padre Santo de Roma.

Así lo hizo el Papa, y el rey le contestó que sí. Entonces el Papa dijo a su hermano:

-Vas a llevarle al rey una bolsa, pero ten cuidado con ella y no te la dejes quitar.

Llegó Perico con su bolsa al palacio del rey; estuvo comiendo en compañía de la princesa, su novia, y al salir de paseo con ésta, le dijo:

-Tengo una bolsa, que me ha dado mi hermano; mírala.

La princesa, al ver una bolsa tan fea y vieja, le dijo, haciendo muecas de asco:

-¡Uf, qué asco, qué cosa tan fea! ¿Por qué tendrás eso en el bolsillo?

Pero Perico le dijo:

-Aunque parece tan fea, vale mucho más de lo que tú crees. Verás cómo, si yo quiero, se llena de monedas de oro. -Y diciendo entonces- Bolsa, componte -la bolsa se llenó de oro.

Al verlo, la princesa, llena de codicia, le dijo:

-Dame la bolsa, que yo la vea.

Y, en cuanto la tuvo en su poder, se la guardó. La pidió Perico una y mil veces, y la princesa se la negó, diciendo que ella no había visto tal bolsa, y mandó que apalearan y echaran de palacio a Perico.

Llegó éste al palacio de su hermano, quien, al verle tan pensativo y triste, le preguntó por la bolsa, contestando Perico que se la había quitado la princesa.

-¿Por qué te la has dejado quitar? -dijo su hermano-. Ahora voy a volver a escribir al rey otra carta, que tú vas a llevarle. Además te daré este pito; ten mucho cuidado, no te lo dejes quitar como la bolsa.

Pero le pasó como con ésta, pues la princesa le quitó el pito, negando haberle visto ni saber nada de él. Cuando el Papa supo esto, volvió a escribir otra carta al rey, y dio la manta a su hermano, diciéndole:

-La manta no te la puedes quedar atrás, porque si te la quedas es nuestra perdición.

Tan inocente fue Perico que también se dejó quitar la manta.

Avergonzado por esto, no quiso volver a ver a su hermano, y se fue por esos mundos de Dios. Andar, andar, llegó a un palacio ruinoso, habitado sólo por una buena viejecita, quien al verle llorar le preguntó cuál era la causa de su llanto.

-Lloro -contestó Perico- porque mi hermano, que es el Padre Santo de Roma, me iba a casar con la hija del rey, pero ésta es tan mala que me ha quitado una bolsa, un pito y una manta que mi hermano me dio diciendo que no me lo dejase quitar de nadie.

-Por eso no te apures -dijo la vieja-; ahora te daré yo tres brevas, y por menos de mil reales no vendas cada una.

Se marchó Perico, contento, con las brevas de tanto precio; llegó junto al palacio del rey y empezó a pregonar en el mes de enero:

-A las buenas brevas.

Extrañado el rey al oír vender brevas en ese tiempo, llamó a la criada y la dijo:

-Asómate y pregúntale que a cómo las vende.

Entró la criada diciendo que sólo traía tres muy hermosas y que pedía por cada una mil reales. Se las compró el rey, creyendo que al ser tan caras sólo él era digno de comerlas, y se comió una él, otra la reina y otra la princesa. No habían hecho más que terminar de comerlas cuando les salieron unos cuernos muy grandes, para los cuales no les sirvieron ni los mejores médicos ni medicinas, por lo que estaban desesperados.

Perico, en cuanto vendió las brevas, se fue a ver de nuevo a la viejecita, quien le dijo:

-Ahora vas tú a palacio, te vistes de médico y te paseas por la puerta del palacio real.

Al saber el rey que un médico se paseaba por su puerta, mandó llamarle inmediatamente. Entró Perico, y el rey le preguntó:

-¿Sabes tú con qué remedio se quita esta horrorosa cornamenta?

-Sí -le dijo Perico-, en seguida se la quito; entre conmigo en esta habitación, y dentro de unos minutos estará curado.

Entraron en la habitación, dio al rey una tremenda paliza y luego le dio a comer un higo. En cuanto se comió el higo se cayeron los cuernos.

Dijo el rey que tenía que curar también a la reina y la princesa. Perico hizo igual con la reina: la dio una formidable paliza, la dio a comer un higo y los cuernos se cayeron. Quedaba sólo la princesa. Cuando ésta entró en la habitación, la dijo Perico:

-Yo soy Perico, así es que dame mi bolsa, mi pito y mi manta y, si no, ni te quito los cuernos y te doy una soberana paliza. Tú verás.

Le entregó las tres cosas, se subieron encima de la manta, Perico la dio el higo para que se la cayeran los cuernos y dijo:

-Manta, a Roma.

E inmediatamente se encontraron en Roma. El rey y la reina, al ver que la princesa no salía, rompieron la puerta y se encontraron que en la habitación no había nadie.

Llegó Perico al palacio del Papa con la princesa, y en seguida se casó.

Fue luego a ver al rey y a la reina, acompañado por su esposa y, al ver lo listo que había sido, le perdonaron gustosos y le nombraron heredero de la corona.

Hizo un rey excelente, porque fue amigo de los pobres y de la justicia y todos sus súbditos le quisieron. Vivió feliz muchos años al lado de su hermano, el Padre Santo de Roma.

Y... colorín, colorao14.



Podremos comprender algunas de las diferencias mas notables entre el texto barroco de Abarca de Bolea y la versión moderna recogida en Extremadura por Curiel Merchán a partir del análisis diacrónico que aún nos queda por hacer. De ese modo podremos aclarar, por ejemplo, que el reparto del testamento paterno que abre la versión antigua y el encuentro con los tres donantes prodigiosos que principia la versión extremeña moderna se corresponden con dos de las ramas esenciales de la tradición europea del cuento: relacionada la primera más con los textos escritos (los de la Gesta Romanorum o el Fortunatus alemán de 1509 y su descendencia), y la segunda más con las versiones de carácter oral (incluidas las de los pliegos de cordel callejeros destinados al canto público, como después veremos). Baste por el momento añadir que, en la tradición oral moderna de España (tanto en lengua castellana como catalana y vasca), de Portugal y Cabo Verde, de Hispanoamérica y de las comunidades sefardíes de Oriente, ha podido ser recogida una colección bastante amplia y representativa de variantes orales de este cuento, que ha sido documentado, además, en muchas otras tradiciones orales de todo el mundo, desde las de Finlandia o Estonia hasta las de Mongolia, la India, China o Indonesia.

Aunque no hay que descartar que lo conociese, erraríamos seguramente si pensásemos que Ana Francisca Abarca de Bolea escuchó, se inspiró o se basó de forma directa, o cuando menos de forma principal, en el cuento de tradición oral que debió circular en la España de su época. Lo más probable es que su fuente más directa e importante fuese una especie de cuento extenso o de novela breve que, desde la alta Edad Media por lo menos, venía circulando por escrito por toda Europa, aunque su prehistoria oral viniese seguramente de más antiguo.

El relato número 120 de la Gesta Romanorum, la gran colección de narraciones y de cuentos en latín que clérigos y predicadores difundieron y llevaron de un lado para otro durante la Edad Media europea, y cuya primera fuente manuscrita ha sido fechada en 1342, es el primer antecedente claro y evidente del cuento. Una pequeña síntesis del texto latino basta para apreciarlo: el sabio Darío lega a sus tres hijos, en el lecho de muerte, su patrimonio (al primero), las riquezas ganadas en la vida (al segundo) y un anillo, un collar y un paño prodigiosos (al tercero). El anillo tiene el poder de que quien lo use puede conseguir de los demás todo lo que pida; el collar permite alcanzar todo lo que el corazón de su usuario ansíe; el paño es capaz de trasladar a su dueño adonde quiera. El joven decide recorrer el mundo, pero su prudente madre le entrega sólo el anillo mágico, y le advierte mucho contra los engaños de las mujeres. Jónatan (que ése es su nombre), se enamora de una taimada concubina que un día le hace confesar el secreto del anillo y aprovecha para robárselo. Desolado, el joven regresa al hogar de su madre, pide que le entregue el collar, y vuelve a perderlo de la misma manera. Otro tanto sucederá después con el paño. Desesperado y perdido, Jónatan atraviesa un río de agua tan amarga y caliente que le separa la carne de los pies, y come de un fruto que le hace contraer la lepra. Pero al atravesar otro río recupera la carne de sus pies, y al comer otro fruto, queda limpio de lepra. Jónatan guarda agua de los dos ríos y frutos de las dos clases, y llega a un reino donde logra curar a un rey leproso. A continuación, se dirige al lugar donde vive su antigua amante, que se encuentra enferma de muerte. Con la promesa de facilitar su curación, Jónatan recupera los tres objetos mágicos, y hace que la mujer coma el fruto que causa la lepra y beba del agua que separa la carne de los huesos, lo que provoca en la joven una inmediata consunción. Al final, el joven regresa felizmente a su tierra15.

Aunque las coincidencias entre el texto de la Gesta Romanorum y el de Abarca de Bolea son más que evidentes, no cabe duda de que el primero resulta mucho más grave -como correspondía a un relato adaptado para el uso en la predicación-, contiene una enseñanza moral más explícita y está desprovisto de los matices más cómicos y hasta eróticos (el desnudamiento obligado y los golpes vengativos contra las mujeres ladronas, sobre todo), que se hallan presentes en el texto español. También es diferente la onomástica: los únicos personajes citados por su nombre en la versión latina son el anciano Daño y el joven Jónatan, mientras que Abarca de Bolea menciona los nombres de la princesa Libia (madre del joven protagonista), del incauto Lisardo, de la tramposa Florisbella, de la criada Casandra. El rey leproso al que cura Jónatan antes de tratar a la amante traidora parece desempeñar un papel parecido al que cumple la criada Casandra, curada también por Lisandro antes de que se ocupe de su ama. Difieren igualmente la toponimia, totalmente indeterminada en la versión de la Gesta Romanorum, y bien definida, aunque un poco extravagante, en la española: la ciudad de Tebas, el reino de Catay, la isla de Patmos, Florencia... Son distintas las enfermedades que provocan y curan los frutos mágicos: la lepra, de connotaciones ejemplarizantes, del texto alemán, frente a los cuernos y las orejas os burro, de connotaciones risibles, del Apólogo español. Y diferentes también los desenlaces, que en el primer caso condena a muerte a la mujer traidora y en el segundo permite su arrepentimiento y redención. Puede concluirse, por tanto, que la versión latina medieval y la barroca española explotan la misma materia tradicional, de raíz indudablemente oral, con fines divergentes: el de poner énfasis sobre sus valores ejemplarizantes, moralizadores, por un lado; y el de acentuar sus aspectos cómicos, risibles, abiertamente carnavalescos -dado que los juegos de golpes se han asociado siempre a la esencial del carnaval16- y hasta veladamente eróticos, por el otro.

El texto latino medieval de la Gesta Romanorum le quedaba muy lejos, en cualquier caso, a Ana Francisca Abarca de Bolea. Otras versiones del cuento AT 566 se hallaban más cerca de ella en lo temporal, en lo geográfico, en lo literario, en lo cultural, aunque sea difícil -o más bien imposible, como después veremos, al menos con los datos que tenemos- decantarse por una rama o por un intermediario concreto a la hora de fijar su modelo. La versión escrita más influyente que se haya acuñado nunca del cuento tradicional de Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas es, sin duda, la que vio la luz en Augsburgo, en 1509, al cuidado del editor Johann Heybler. Ésa es la versión que llama por primera vez Fortunatus al padre del protagonista, la que aplica por primera vez a su hijo el sorprendente nombre de Andolosia -con sus imprecisas y pintorescas resonancias hispánicas-, mientras que su hermano mayor recibe el de Ampedo, y la dama astuta y tramposa el de Agripina. Todos estos detalles onomásticos resultarán claves en la evolución y en el seguimiento posterior del cuento, pues, como veremos, la rama francesa (adaptada del alemán) y la rama italiana (adaptada del francés), mantendrán esencialmente estos nombres, mientras que la española no lo hará.

La versión alemana de Heybler es una refundición del cuento tradicional de Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas más extensa y novelesca que la de la Gesta Romanorum (¿su nexo de unión podrían ser quizá las versiones en alemán de la Gesta, que proliferaron en el siglo XV?). Fue impresa en alemán en una especie de folleto o Volksbuch en cuarto que alcanzó un éxito editorial rutilante. En 1551 fue publicada en Frankfurt una nueva versión, similar en contenido literario (aunque con algunos pasajes simplificados o reducidos) pero diferente en el editorial (formato en cuarto, grabados diferentes, etc.), más barata y que acabó superando a la de Augsburgo en difusión comercial. Por la misma época, y luego en siglos posteriores, vieron la luz diversas obras literarias en alemán que adaptaban, desarrollaban, parafraseaban o se inspiraban, de forma más o menos libre, en el cuento de Fortunatus. Hans-Jörg Uther cita entre ellas piezas renacentistas y barrocas de Hans Sachs, Thomas Dekker y Bernard Fonteyn, y otras de los románticos Ludwig Tieck, Ludwig Uhland, Gustav Schwab, Adelbert von Chamisso y A. W. Schlegel17. Las dos ramas impresas del Fortunatus alemán no sólo fueron muchas veces reeditadas en aquel país, sino que también fueron traducidas o adaptadas a otras lenguas, desde el siglo XVI en adelante: al polaco hacia 1570, al danés hacia 1575, al húngaro hacia 1577-1583, al francés en 1615, al inglés y al sueco en 1640, al italiano en 1676... Además, se conocen impresiones y reimpresiones en alemán, en francés, en italiano, en holandés, hasta bien entrado el siglo XIX18, lo que permite considerar el Fortunatus como uno de los best-sellers más importantes y representativos de los que circularon en forma de libritos populares, de folletos y de pliegos de cordel en la Europa de los siglos XVI al XIX. En paralelo, por supuesto, a una tradición oral que nunca debió decaer.

Las versiones del Fortunatus impresas en el XVII plantean una cuestión tan enigmática como apasionante, vistas al menos desde la perspectiva española. La traducción francesa que realizó y publicó Charles Vion d'Alibray en 1615, con el título de L'Histoire comique ou les aventures de Fortunatus, traduct. nouvelle, declara ser traducción ¡del español!, dato que ha sido asumido como cierto y repetido una y otra vez hasta casi hoy19, si bien algunos críticos se han atrevido últimamente a ponerlo en duda20, puesto que no se conoce ninguna versión española anterior a aquella época (aunque se sabe que Alibray tradujo al francés otras obras españolas e italianas), y dado que la versión francesa sigue de forma muy fiel el modelo alemán. En cualquier caso, la versión francesa de Alibray alcanzo un éxito enorme, llegó a ser acogida en la difundidísima Bibliotheque bleue que tanto favor popular tuvo a partir de la segunda mitad del XVII21, y conoció una docena de ediciones nuevas durante el siglo XVín, aunque en 1769 vio la luz en París una versión muy modificada, escrita en estilo autobiográfico, realizada por Charles Lacombe, que en buena medida sustituyó a la versión de 1615. Todavía en el XIX sufrirían las versiones francesas alguna modificación más, aunque menos sustancial.

El panorama italiano resulta igualmente intrigante. En 1676 fue impresa en Napóles la primera adaptación a aquella lengua, bajo el título de Avvenimenti di Fortunato, e de' suoi Figli, adaptada por el abad Pompeo Sarnelli e impresa por el tipógrafo francés (establecido en Napóles) Antonio Bulifon22. Aunque también las versiones italianas reclamaban haber sido traducidas del español -atribución que fue asumida incluso por Benedetto Croce-, la mayoría de los críticos actuales creen que deriva del francés (en concreto de la edición de Rouen de 1670), y alguno ha aventurado que fue el impresor francés quien propuso al abad italiano su traducción. En cualquier caso, la adaptación de Sarnelli duplica en extensión el modelo francés, incorpora pasajes nuevos, sobre todo de cariz moralizante, y elimina otros (en particular los menos decorosos y edificantes), divide en dos partes la trama, e incorpora otras modificaciones muy sustanciales que singularizan bastante las versiones italianas en relación con las francesas (que se hallaban muy apegadas al modelo alemán). Sarnelli introduce extensas digresiones morales sobre todo en la escena en que el agonizante Fortunatus se despide y aconseja a sus hijos. Y después, cuando el más viajero de ellos, que se sigue llamando Andolosia -como en el Fortunatus alemán-, parte de viaje, le lleva desde la isla de Candía hasta Sicilia y luego a Napóles. Muchas páginas son dedicadas a esta ciudad y a sus alrededores, y también a sus habitantes (entre los que se cuentan, muy poco disimulados, los propios Sarnelli y Bulifon), antes de que la historia nos lleve hacia otros escenarios: Roma, Lombardía y Francia.

El panorama de la tradición italiana se complica por el hecho de que hubo también una rama de versiones impresa en verso (en ottava rima) que desde mucho antes de que viese la luz la refundición de Sarnelli venía siendo difundida en calles y plazas por cantores ambulantes. Se trata de una rama tipológica mucho más breve y simple, al parecer más próxima a las versiones tradicionales del cuento, protagonizada por tres jóvenes que reciben de tres hadas los objetos mágicos (véase la analogía con los tres donantes prodigiosos de la versión folclórica extremeña que hemos reproducido anteriormente). Uno de ellos, Biagio, marcha a España, donde se encuentra con una astuta ¡reina de España! que intenta engañarle y que es al final burlada. Lo más interesante es que esta rama de versiones parece proceder de una tradición de cantàri juglarescos que debe remontar por lo menos al siglo XV, y cuyas versiones impresas están ya documentadas, en Italia, a comienzos del XVI, aunque sus orígenes deben de ser, casi sin lugar a dudas, medievales. Nada menos que dieciocho ediciones de esta rama en verso del cuento de Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas -sería impropio llamarle Fortunatas- italiano han quedado documentadas en el siglo XVI. Hernando Colón compró en Roma en diciembre de 1515, y conservó en su célebre biblioteca, una titulada Historia di tre Giouani: e di tre Fate, que debió ser impresa no mucho después de 1500. La tradición editorial de esa rama llegó hasta los inicios del XIX, puesto que se documentaron impresiones en 1803 y en 1823, todas ellas bastante parecidas, pues las 114 octavas de los primeros textos que conocemos sólo sufrieron la poco sustancial modificación de su redución a 111 a partir del siglo XVII. Se sabe que el escritor y erudito alemán Paul Heyse adquirió un ejemplar en Roma en 1852, y que Philipp Joseph Rehfues escuchó de boca de un ciego ambulante, en la Roma de 1805, una versión que le impresionó tanto que compró un ejemplar del folleto a un joven que lo vendía mientras el ciego cantaba, y luego tradujo al alemán una versión que inspiraría un célebre cuento de Wilhelm Hauff, Die Geschichte von dem kleinen Muck (1825)23.

Visto lo cambiante y complejo de este panorama en que se inmiscuyen lo oral y lo escrito, las traducciones fieles y las adaptaciones libres, los traductores y los impresores, las lenguas, las tradiciones, los formatos más dispares, las ramas paralelas, las cruzadas y las superpuestas, cabe que nos preguntemos si sería posible situar la versión española de Ana Francisca Abarca de Bolea, editada en el seno de un libro de pastores de 1679, en el lugar que le corresponde dentro de este complicado rompecabezas. Es evidente que su versión viene a llenar una laguna muy importante e incluso añorada en el intrincado panorama de versiones europeas, algunas de las cuales -las francesas y las italianas- habían reclamado para sí la condición de traducciones de un original español que hasta hoy no había sido localizado, ni siquiera a partir de noticias indirectas. Lo sorprendente es que la fecha de publicación (1679) del Apólogo de La ventura en la desdicha de Abarca de Bolea no es anterior, sino posterior, átales versiones francesas (1615) e italianas (1676), lo que abre diversas posibilidades de interpretación:

1ª: que el modelo español de las versiones francesas e italianas fuera, en realidad, inexistente, y que éstas deriven, directa (en el caso francés) o indirectamente (en el italiano, a través del francés) del Fortunatus alemán.

2º: que la versión de Abarca de Bolea sea un derivado, una adaptación, una copia, de alguna protoversión española anterior y acaso perdida, o al menos desconocida para nosotros, que habría inspirado también a franceses e italianos, en paralelo al Fortunatus alemán.

3ª: que sea la versión publicada en 1679 por Abarca de Bolea la que se inspire en algún modelo europeo, quizás en las ramas francesa o italiana, puesto que es bien sabido que las versiones francesas, especialmente una muy exitosa de Rouen (1670) alcanzaron gran circulación en el siglo XVII, lo que también sucedió con la versión italiana de Napóles de 1676.

No sabemos con cuanta antelación a 1769 pudo la monja española tener preparado su libro de pastores, ni si esa versión preliminar incluiría el Apólogo de La ventura en la desdicha, o bien si éste fue incluido poco antes de la publicación del libro. En cualquier caso, y como la única fecha cierta e incuestionable que tenemos es la de 1769, hemos de pensar que el escaso lapso temporal que media entre esas difundidas versiones francesa e italiana y la española parece apoyar esta última opción. ¿Por qué no habría de adaptar Ana Francisca Abarca de Bolea un tipo de relato que estaba tan rabiosamente de moda en la Europa de su tiempo, especialmente en aquella Europa -Francia y aún más Italia- con la que España tenía tan estrechas relaciones culturales, comerciales, políticas? ¿No pudieron llegar a sus manos y despertar su afán adaptador algunos de los folletos que difundían el Fortunatus más allá de los Pirineos y de las orillas del Mediterráneo? ¿O no podía haber sucedido eso mismo con algún otro adaptador español al que hubiese copiado o seguido Abarca de Bolea?

La estructura, el argumento, la onomástica y la toponimia detectables en la versión española no facilitan esa filiación. El emblemático nombre de Fortunatus, común a las versiones alemanas, a sus epígonos franceses, y a los desarrollos italianos de la rama francesa, no se menciona por ninguna parte en la versión española. Los nombres del heroico Andolosia y de la tramposa Agripina, generales también en las versiones europeas, no tienen tampoco nada que ver con los del Lisardo y la Florisbella españoles, igual que sucede con los nombres de los personajes más secundarios. Los escenarios sobre los que se sitúa cada rama de textos tampoco contribuyen a aclarar demasiado la cuestión. Las geografías del Fortunatus alemán, francés e italiano, que fluctúan entre Londres, Napóles, Roma, Lombardía o Francia, no coinciden con las ciudades de Tebas y de Florencia en que se desarrolla la versión española. La ambientación en cualquier caso italiana (en concreto florentina) del Apólogo de Abarca de Bolea parece que apuntaría más hacia algún modelo italiano, aunque, de ser ello cierto, habría que asumir que la onomástica, la toponimia y también buena parte del argumento de la versión italiana principal, tal como fue refundida y publicada por Sarnelli -tan sobrado de disquisiciones morales y de excursos novelescos- habrían sido profundísimamente modificados al ser adaptados al español.

No podemos saber, en definitiva, al menos con los datos con los que por el momento contamos, cuál fue el modelo inspirador concreto del Apólogo de Abarca de Bolea, ni podemos tampoco resolver el enigma, a la luz de esta versión, del supuesto modelo español que reclamaban insistentemente las ramas francesa e italiana del siglo XVII. La tardía fecha de 1679 en que vio la luz la única versión española atestiguada en los Siglos de Oro excluye o al menos debilita la posibilidad de que fuese modelo de las versiones anteriores -que más bien se organizaban en torno al impreso alemán de 1509-, y sus discrepancias onomásticas, toponímicas, arguméntales, lejos de iluminar, como hubiera sido previsible, el orden, el grado y el sentido de las influencias entre ramas y subramas, viene a complicarlo todavía más.

Casi lo único que podemos dar por absolutamente seguro es que el texto del Apólogo de La ventura en la desdicha deriva por vía muy estrecha y directa del cuento-tipo 566, matriz también del resto de las ramas y versiones a las que nos hemos referido. Puede ser por ello muy interesante que contrastemos sus diversos episodios o secciones con otros cuentos -con los que el tipo 566 se relaciona también muy estrechamente- del repertorio oral moderno que han podido ser documentados a lo ancho de la tradición panhispánica y universal, aunque sólo sea para que podamos aprovechar una oportunidad excelente de apreciar la proteica capacidad de los cuentos para mezclar, fundir, distanciar o separar sus ramas y para alcanzar, en cada una de sus realizaciones, frutos en sí mismos acabados, suficientes, plena e inteligiblemente literarios en el fondo y en la forma.

Si analizamos sección a sección el Apólogo de Abarca de Bolea, lo primero que encontraremos es el motivo del testamento del padre agonizante y de sus hijos, que suele aparecer como introducción de numerosas fábulas, apólogos y cuentos que resultan bien conocidos. Recuérdense, por ejemplo, los cuentos, prácticamente universales, de El consejo del padre: donde se encuentra el tesoro (núm. 910E del catálogo de Aarne-Thompson), sobre un padre que en el lecho de muerte asegura a sus hijos que en su campo hay un tesoro, lo que hace que los hijos excaven y aren el campo, y lo vuelvan así fecundo. O el cuento de El supuesto cofre de oro induce a los hijos a cuidar al anciano padre, que tiene el número 982 en el catálogo de Aame y Thompson y que está protagonizado por un padre anciano que finge que legará a sus hijos un tesoro con el fin de que le cuiden mientras permanezca con vida24. O la Historia de Chawdar, hijo del mercader Umar, y de sus dos hermanos, que ocupa las noches 606-624 de Las mil y una noches y que está protagonizada por los tres hijos del mercader egipcio Umar, quien, conocedor de la envidia que los hermanos mayores profesaban al menor, repartió su herencia en vida, lo cual no impidió que estallasen las terribles disputas que informan todo el relato25. O el cuento de El capitán cautivo del Quijote 1:39-41, cuya escena inicial muestra al padre repartiendo su herencia entre sus tres hijos. O el cuento en dialecto rifeño marroquí que comienza: «Érase una vez un campesino que tenía tres hijos a los que puso el mismo nombre: Mhammed. Todo les fue bien, pues resultaron ser unos niños muy inteligentes, hasta que un día el hombre, ya anciano, murió, no sin antes haber hecho testamento, pues poseía algunas tierras y varias casas que habrían de repartirse entre sus hijos...»26. Etcétera, etcétera, etcétera.

El siguiente episodio del Apólogo de Abarca de Bolea que vamos a analizar es el que se refiere al naufragio de Lisardo en una tierra agreste y desconocida, a su adentramiento en un paraje oscuro e inquietante, en una especie de «valle profundo» que se asemeja a una cueva, al que tiene que acceder «aliñando unos agudos palos, cuyas puntas clavé en las peñas, que, aunque con poca seguridad, pude llegar hasta el fin...», y a su encuentro con un ser que en principio teme que sea una fiera amenazante, que después resulta ser una mujer que le ofrece un regalo prodigiosamente fecundo, y que más adelante se convertirá en su esposa. Este esquema argumental no se ajusta a ninguno de los tipos concretos catalogados por Aarne y Thompson, pero tampoco es desconocido en la cuentística universal, como podremos apreciar a la luz del siguiente cuento documentado en la tradición escocesa en lengua gaélica en el siglo XIX:

Ésta era una mujer de Baile Thangusdail, que salió a buscar un par de terneros. La sorprendió la noche, y hubo lluvia y tempestad, así que buscó cobijo. Fue hasta un cerro con los dos terneros y comenzó a clavar en el cerro una estaquilla. El cerro se abrió. La mujer oyó un estruendo, como un entrechocar de cacharros. Se extrañó mucho y dejó de clavar la estaquilla. Una mujer sacó medio cuerpo por la abertura del cerro y dijo: -¿Quién te manda perturbar el montículo en el que vivo? -Estoy al cuidado de este par de terneros, y muy fuerte no soy. ¿Adonde voy a ir con ellos?

-Ve con ellos a ese abrigo de ahí. Verás un poco de hierba. Si tus dos terneros se comen la hierba, por haber seguido mi consejo, mientras vivas no habrá día en que te falte una vaca lechera. Como la mujer había dicho, a partir de entonces jamás le faltó una vaca lechera, y después de aquella noche vivió noventa y cinco años27.



Conoceremos a continuación otro de los tipos cuentísticos con los que está estrechamente emparentado el relato de Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas (AT 566) que estamos analizando: el conocido como La mesa, el burro y el palo, que tiene el núm. 563 en el catálogo de Aarne y Thompson, y cuya difusión es verdaderamente extraordinaria, puesto que ha quedado documentado en tradiciones que van desde Escandinavia. Los Balcanes o Turquía hasta la India, Chile o la tradición de los indios de Norteamérica. Conviene decir que muchas de sus versiones comienzan justamente con una escena -muy parecida a la que abre el Apólogo de Abarca de Bolea- en que un padre agonizante lega los tres objetos prodigiosos a sus hijos. Para dar una idea de su difusión, baste decir que en tres exóticas colecciones de cuentes que han sido traducidas recientemente al español -de los fang de Guinea Ecuatorial28, de Albania29 y de Palestina30- pueden leerse interesantísimas versiones del relato, que fue resumido de este modo en el catálogo de Aarne y Thompson:

La mesa, el asno y el palo.

El palo le obliga al fondista alevoso a devolver la mesa y el asno.

  1. Los objetos mágicos, (a) Un pobre recibe tres objetos mágicos: (b) una mesa o un costal que se llena de comida, (c) un asno que deja caer oro, (d), y un garrote, o (e) un costal que contiene un muñeco que golpea al enemigo hasta que su dueño lo pare.
  2. Los objetos robados y recuperados, (a) Los primeros dos objetos son robados por el fondista, (b) por los hermanos del héroe (c) o por un vecino, (d) Por medio del garrote o del costal los otros objetos son recuperados.


La versión que vamos ahora a conocer no es representativa de la tradición hispánica, sino de una muy alejada de la nuestra, la del pueblo hutu de Ruanda. Pese a ello, refleja coincidencias verdaderamente asombrosas, dignas de análisis y de reflexión, con el Apólogo de Abarca de Bolea y con el resto de los cuentos que estamos analizando. Especial atención merece el énfasis -común a prácticamente todas las versiones de este tipo cuentístico- que pone el desenlace de este cuento en los golpes que reciben como castigo los tramposos engañadores, en plena coincidencia con lo que nos mostraban las versiones del cuento de Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas que estamos analizando:

En otro tiempo vivía un leñador muy pobre que tenía tres hijas. Un día, fue al bosque a trabajar como de costumbre, y llevó como toda comida algunas habas en su bolsillo. A la hora de la comida, se sentó sobre el brocal de un pozo para comer. Fue entonces cuando una de las habas se cayó al pozo.

-¡Oh! ¡Pozo, devuélveme el haba! -gritó con fuerza.

Instantes después, surgió del pozo un gigante con narices inmensas y labios gruesos.

-¿Dejarás de gritar así? ¡Vas a despertar a mi maestro! Toma, coge esta escudilla. Cuando tengas hambre, no tendrás más que decir: "¡Llénate de judías y de pasta!".

Muy contento, el labrador volvió inmediatamente a su casa. Encontró a su mujer y a sus hijas lamentándose, porque tenían hambre.

-¿Queréis pasta y judías? -preguntó él. -¡Oh, sí! -dijeron ellas a coro.

Entonces, se encerró en la cabaña durante un instante y salió con la escudilla llena de pasta y judías. Su mujer y sus hijas estaban maravilladas. Comieron y aplacaron su hambre. Durante aquel día, pudieron comer cuanto desearon. Pero su felicidad no fue muy larga. Ni la mujer ni las hijas del leñador supieron guardar el secreto. En efecto, una vecina enterada de las habladurías de una de ellas, logró arrebatarles la escudilla mágica y reemplazarla por otra. El leñador se dio cuenta de ello, porque su escudilla no obedecía sus órdenes. Volvió al pozo y gritó: -¡Oh! ¡Pozo, devuélveme mi haba! Y el gigante salió y dijo:

-¿Dejarás de gritar así? Toma, coge este molinillo. Cuando quieras trigo o sorgo molido, no tendrás más que girar el molinillo. Muy contento, el leñador volvió a su casa. Hubo harina y pasta. Todos comieron y aliviaron su hambre.

Pero, siempre chismosas, las mujeres hablaron a su vecina, que también, esta vez, logró hurtar el molinillo mágico, y sustituirlo por otro. El leñador volvió al pozo y gritó: -¡Oh, pozo! ¡Devuélveme mi haba! El gigante salió y dijo:

-¿No acabarás nunca? Toma, coge este bastón y, cuando entres en tu casa, pídele que te devuelva tu escudilla y tu molinillo. El leñador hizo como el gigante le había ordenado. Y, delante de su mujer y sus hijas, dijo:

-¡A trabajar, bastón mío! ¡Tráeme mi escudilla y mi molinillo! Y, al momento, el bastón saltó primero sobre la mujer y las hijas y les pegó fuertemente. Después, el bastón atravesó la pared y llegó hasta la casa de la vecina ladrona, a la que pegó tan violentamente que tuvo que devolver la escudilla y el molinillo a su propietario31.



Otro cuento oral moderno que vamos a conocer, porque presenta coincidencias más que llamativas con otro episodio del Apólogo de Abarca de Bolea, es el que tiene el numero 153S en el catálogo de Aarne y Thompson, en el que suele recibir el mulo convencional de El joven engañado cuando vende bueyes. He aquí el resumen que aparece en tal catálogo:

El joven engañado cuando vende bueyes.

Se venga. De carpintero y de doctor en la casa del comprador, lo castiga. Logra que el molinero se ahorque en su lugar.



No resulta nada aventurado afirmar que el cuento AT 1538, que suele estar protagonizado por un joven ingenuo al que se le quita con malas artes un objeto precioso para él, que luego se disfraza (muchas veces de médico) para entrar en la casa donde viven los que le han engañado, y que acaba repartiendo palos y golpes hasta que logra la restitución del hurto, tiene una relación muy estrecha con el cuento de Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas (AT 566) que estamos analizando. La versión que conoceremos fue recogida en el pueblo de Tordómar (Burgos) en el año 2002. y se halla contaminada por el cuento-tipo 1551 (La apuesta de que las ovejas son cerdos). Describe el engaño de otro ingenuo joven, a cargo, en esta ocasión, de unos astutos frailes, en lugar de la taimada mujer que protagonizaba el relato de La ventura en la desdicha:

Un chico que se fue a la guerra de Cuba y tardó cinco años en venir. Y, cuando vino, tenía su madre un cochino para matarle, porque había hecho propuesta de que hasta que no vendría el hijo de la mili, no le mataban. Entonces acordaron, en vez de matarle, llevarle a vender, para comprar unas mulas o unos borricos para ir a arar.

Le llevaban a Lerma, pero, en el valle, ahí al llegar a un valle que había un pueblo hundido, Añueque, se llamaba... Y el convento estaba más arriba. Y ahí en eso, salieron dos frailes que venían de paseo, y dijeron:

-¿Dónde van estos señores con este pollino?

Y ellos dijeron:

-¡Que no es pollino, que esto es un cochino!

-¿Cómo que un cochino?

Dice:

-¡Que sí!

Que sí, que no, que no, que sí... tuvieron su discusiones. Y acordaron preguntar a los dos primeros que encontrasen en el camino si era pollino o era cochino. Y, como los frailes sabían que bajaban frailes de paseo, pues tiraron en vez de pa Lerma tiraron pal valle arriba, pa encontrar los frailes. Encontraron a los frailes y les preguntaron qué era aquello. Y claro, dijeron que un pollino. Entonces ellos se quedaron sin el cochino, se le llevaron los frailes. ¡Vaya matanza que hicieron!

Todos alegres...

Bueno, pues que, de aquello, uno de ellos se puso enfermo. Sería el prior, porque comería las mejores chuletas. Se puso enfermo, y que [a] qué medico iba, que cómo le buscaban, cómo le llevaban.... Como estaba tan escondido [el convento]... Bueno, bueno, bueno ¡a buscar un médico!

¡Coño! Ellos [los desposeídos del cerdo], que lo saben que están buscando al médico, se ponen [se disfrazan] como de médicos, con sombrero, abrigo y todo, y van para allá, para el convento, y dicen:

-Hemos oído que está el prior malo.

Dice:

-Sí, sí, cierto que está muy malito y tal.

-¿Y le podríamos visitar? Somos médico el uno.

Dice:

-Sí, sí, sí, suban a ver.

-¡Uuuy! ¡Si está muy mal! -dijo el médico- ¡Uuuuy, qué mal está! -Dice- venga, tú vete a por malvaloca, tú a por hojas de malvavisco, tú a por corteza de encina, tú a por no sé qué.

A todos los frailes les mandó afuera del convento. Y, cuando estaba solo, dice:

-¿Usted no se acuerda de si el cochino era pollino o era cochino?

Saca una verga que llevaba así escondida, pa sacudirle bien. Empieza a vergazos con él, y dice:

-¿Era pollino o era cochino? O me paga el cochino, o ahora mismo le doy...

Empezó a vergazos con él y dice:

-¡Pare, pare usted! ¡Ya le pagaré el cochino, ya le pagaré el cochino bien pagao ¿Cuánto quiere usted que le pague por el cochino?

-Pues mire usted. Me va a pagar dos carros de trigo. Manda usted a los frailes con dos carros de trigo a casa. Y, si no, ya me encargaré de usted. Hoy le dejo, pero ya le buscaré yo otro día de otra manera.

-¡No, no, no, ya le mando los dos carros de trigo con los frailes!

Al bajar, había un hábito de un fraile, y se le cogieron y se le trajeron para casa. Y, el día que quedaron, vinieron los frailes con el grano. Y les dijo el prior:

-Con buen cuidao ¿eh? Y no os metáis con él para nada, anda, llevar los carros de trigo para allá. Pero cuidao con él, que me ha pasao esto.

Pero claro, como todos los frailes habían comido el cochino, pues todos la tenían que pagar.

Pero llovía, y se hizo de noche, y dijeron ellos [los dueños del cochino] a los dos frailes que traían los dos carros:

-¿Cómo os vais a marchar, hombre? ¿Cómo os vais a marchar? ¡Quedaros aquí!

Pero, como tanto llovía, no podían marchar. Y dijeron los del cochino:

-Ahí tenéis cama, quedaros en la cama. Pero cuidao, no os meéis en ella ni os caguéis ¿eh? Porque como hagáis una cosa de ésas, ya me encargo yo de vosotros.

Y como el prior les había contao lo de la paliza, el médico había quitao un hábito y le tenía colgao en la chimenea, [los frailes] miraban pa'arriba y creían que era un fraile. Y dice:

-¿Qué miráis? -Dice- ése es un fraile que vino aquí como vosotros, pero se cagó en la cama y allí está colgao. Así que vosotros veréis, como os pase una cosa de ésas...

Coño, ya ellos cogieron un poco [de] miedo. Pero se fueron a la cama.

Y éstos, los del cochino, eran listos. Cuando se fueron a la cama y ya se quedaban bien dormiditos, les metieron unas malvas bien cocidas entre el culo, a uno y a otro, y despierta el uno y dice:

-Oye, ¿te has cagao?

Dice el otro:

-Que no.

-Que sí, que te has cagao, echa la mano, verás.

Echa la mano, y todo lleno. Y él [el falso médico] estaba con la verga detrás de la puerta. Y, cuando estaban con el...

-¡Ah, cojones, con que sos habéis cagao, ¿eh?

¡Me caguen diez! Entra con la verga... arrean ellos, se brincan por la ventana, y al convento marcharon. Y allí se quedaron los carros, el trigo y las muías y todo. Y así se cobraron el cochino32.



Si dispusiésemos de mayor espacio, podríamos seguir analizando otros tipos cuentísticos que muestran relaciones evidentes con el complejo de relatos que nos ocupa. Por ejemplo, el conocido como El corazón mágico del pájaro, que tiene el número 567 en el catálogo de Aarne y Thompson y que presenta coincidencias sumamente estrechas con el número AT 566 (Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas). Bástenos, ahora, con apreciar sus coincidencias a partir de su resumen:

El corazón mágico del pájaro.

  1. El corazón del pájaro. El héroe come el corazón del pájaro mágico y así recibe el poder (a) de escupir oro o (b) de encontrar una moneda debajo de su almohada todos los días; o (c) llegará a ser rey.
  2. La esposa alevosa. Una mujer (o su propia esposa) le hace vomitar el corazón del pájaro y lo echa.
  3. La transformación de la esposa. Encuentra una yerba mágica que transforma a las personas en asno. Con ésta logra cambiar a la esposa en asno y se venga.


También el cuento-tipo 569 presenta coincidencias muy llamativas con respecto al 566 que está centrando nuestra atención:

La mochila, el sombrero y el cuerno.

El menor de tres hermanos encuentra un objeto mágico, lo cambia por otro, y por medio del segundo, consigue el otro de nuevo. Los objetos producen comida, soldados, etc. Hace la guerra contra el rey.



Otro tanto puede decirse del cuento-tipo 560:

El anillo mágico: los animales agradecidos, el gato y el perro, se lo recuperan.

  1. El objeto mágico recibido. El héroe recibe un anillo (piedra) mágico que desempeñará todos los deseos del amo, de (a) un hombre cuyo hijo, el héroe, ha salvado de la muerte o (b) un gato y un perro a quienes ha salvado o rescatado; o (c) lo encuentran.
  2. El castillo mágico. Por medio de su añilo de deseos construye un castillo mágico, y se casa con la hija del rey.
  3. El robo del objeto mágico. El anillo de los deseos es robado (a) por la esposa o (b) por una tercera persona que quiere poseer a la esposa, (c) El castillo y la esposa son transportados a una isla lejana.
  4. La recuperación del objeto, (a) El héroe recupera el objeto robado con la ayuda del perro y del gato agradecidos que nadan a la isla y obligan a un ratón a robar el anillo de la boca del ladrón, o (b) con la ayuda de un segundo objeto mágico que transporta al héroe a la isla, (c) El castillo y la princesa son restauradas.


Si tuviéramos espacio y ocasión de descender al nivel de los motivos folclóricos, el Apólogo de Ana Francisca Abarca de Bolea se nos revelaría también como depósito fecundísimo de menciones, de alusiones, de cruces, de interferencias. El tópico de los tres hermanos, de los cuales el menor se convierte en el héroe viajero; el del viaje marítimo, la tempestad y el naufragio; el de la especie de «valle profundo», es decir, de cueva, por el que se aventura el héroe; el de la «corcilla» que enseña el camino de huida a la princesa de Catay, y tantos otros que aparecen diseminados por todas partes en el texto, exigirían cada uno atención pormenorizada y nos conduciría hasta un ovillo complejísimo y casi irresoluble de relaciones y de paralelos con otros cuentos. Apreciaríamos entonces cómo muchos de estos motivos, originalmente adscritos a la órbita del cuento oral, impregnaron también muchas grandes obras de la elitista literatura escrita. Recuérdese, por ejemplo, que el tópico de los tres hermanos hijos de un padre anciano informa El rey Lear de Shakespeare, el Cuento de una barrica de Swift o Los hermanos Karamazov de Dostoievski; que los naufragios en medio de la tempestad están presentes desde La Odisea homérica hasta Robinson Crusoe y muchas más obras de la gran literatura escrita -de hecho, los consejos de Fortunatus a su hijo acerca de los peligros del mar que figuran en la versión italiana de Pompeo Sarnelli tienen un enorme parecido con los que el padre de Robinson daría a su hijo en la novela inglesa-, y que las cuevas y los animales guías están a la orden del día en las narraciones de aventuras de todo tiempo y lugar, desde el Poema de Gilgamesh o La Eneida hasta El señor de los anillos.

Otros motivos son, en cambio, más sofisticados, propios sobre todo de la órbita de la literatura escrita. El del encuentro amoroso en la misa se repite innumerables veces en Boccaccio, en Cenantes, en Lope, en La Regenta, aunque también en romances tradicionales como el de La bella en misa...

El episodio crucial en que Lisardo incumple su obligación de guardar el secreto del origen de sus riquezas tiene la virtud de mostramos con qué sutileza se han deslizado en el texto alusiones a tópicos característicos de la literatura cortesana:

Hizo (como verdadero amante) patente el erario de su riqueza. suplicando (el inadvertido Lisardo) a Florisbella hiciera muchas experiencias con el bolsillo para alfileres a Casandra. Pegajosa liga es la del interés, con dificultad la quita de las manos el que la maneja connaturalízase fácilmente en el corazón del codicioso.



Si leemos con atención, la contraposición entre el amor ingenuo de Lisardo y el interés devorador de Florisbella remite sutilmente a un tópico literario -el de la pugna del Amor y el Interés, con mayúsculas- que infonnó páginas de gran complejidad alegórica del Quijote 11:20 o del Persiles 11:11, y que asoma una y otra vez en El truhanesco, en los Conceptos espirituales de Alonso de Ledesma, en La niña del Padre Rojas de Lope de Vega, en el entremés El mundo al revés de Quiñones de Benavente, en el Siglo de Oro en las selvas de Erífile de Bernardo de Balbuena, en la Cozquilla del gusto de Jacinto Alonso Maluenda, en El vergonzoso en palacio de Tirso de Molina, en un burlesco Baile del amor y del interés, o en sendos romances atribuidos a Góngora33.

¿Qué parte tuvo Ana Francisca Abarca de Bolea en la mezcla de todos estos ingredientes -que aquí hemos analizado de forma muy selectiva y general-, en la convocatoria de tantos motivos culturales y de tantas fuentes literarias, en la inmersión de su complejo relato dentro del gigantesco hipertexto de tipos, de ramas, de motivos, de versiones, de reescrituras, en el que parece estar inscrito?

No mucha, sin duda, porque es prácticamente seguro que lo único que hizo ella fue traducir o como mucho adaptar una fuente literaria heredada, que partía de una viejísima y muy consolidada tradición anterior. Como no hemos logrado determinar su modelo concreto, una valoración muy general nos impulsa a decir que la escritora española supo adaptar en estilo detallista y elegante el complejo relato que debió tomar como fuente. Y como tampoco sabemos a ciencia cierta si fue ella quien lo adaptó directamente de fuentes foráneas -¿italianas quizá? -, o si utilizó, adaptó o incluso copió traducciones anteriores -desconocidas para nosotros- hechas por algún otro traductor al español, no podemos pronunciarnos de forma concluyente sobre las galas de su estilo ni sobre sus estrategias compositivas.

Sí podemos afirmar, en cualquier caso, que La ventura en la desdicha constituye un ejemplo muy interesante de adaptación de un cuento maravilloso de remoto origen tradicional y difusión libresca subsidiaria a la órbita de la muy sofisticada y convencional narrativa cortesana de la España barroca, comparable quizás -y eso es lo mejor que se puede decir al respecto- con los relatos que refundió Juan de Timoneda en su Patrañuelo o con los desarrollos del cuento de La hija del diablo (números 313 A y 313C del catálogo de Aarne y Thompson) que encontraron reflejo en la Novela del capitán cautivo del Quijote 1:39-41, en los también cervantinos Los baños de Argel III, o en la Novela del Gran Soldán del Galateo español de Lucas Gracián Dantisco34.

Por último, se puede también concluir, en alabanza de la autora, que el apólogo de La ventura en la desdicha sigue siendo, más de tres siglos después de que apareciese inserto en la Vigilia y octavario de San Juan Baptista, un relato que, aparte de llenar una laguna muy apreciable en el panorama de la literatura española del siglo XVII, en relación al menos con el resto de la tradición europea, sigue atrapando no sólo por el brillo de su desbocada fantasía, sino también por lo delicado de su arte literario.

*  *  *

Resumen: Una de las dos narraciones insertas en la Vigilia y octavario de San Juan Bautista de la monja cisterciense Ana Francisca Abarca de Bolea, bajo el título de «Apólogo de la ventura en la desdicha», presenta un particular interés por tratarse de una adaptación española única del cuento conocido como Fortunatus o Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas. Se trata del tipo cuentístico recogido en el catálogo universal elaborado por Antti Aarne y Stith Thompson con el número 566. En el presente artículo se estudia la narración de la monja cisterciense en relación con otras manifestaciones de este cuento, procedentes tanto de su rama escrita (que arraiga en la Gesta romanorum), como de su rama oral, de la que se han recogido una amplia muestra de variantes.

Abstract: One of the two stories of Vigilia y octavario de San Juan Bautista, by Ana Francisca Abarca de Bolea, entitled «Apólogo de la ventura en la desdicha», draws particular attention because it is a rare Spanish adaptation of the well-known story called Fortunatus or Los tres objetos mágicos y las frutas maravillosas. This tale is labelled as number 566, according to universal catalogue, elaborated by Antti Aarne and Stith Thompson. In this article, we shall attempt to study Abarca de Bolea's narration in relation to other similar versions of the tale, steming from both the oral and the written traditions, this last one rooted in the Gesta romanorum.

Palabras clave: cuento, novela, apólogo, objetos mágicos, Fortunatus. Abarca de Bolea, Gesta romanorum.

Keywords: story, romance, apologue, magic objets, Fortunatus, Abarca de Bolea, Gesta romanorum.





 
Indice