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ArribaAbajoEl mandil de cuero

No creáis que esto que voy a referir sucedió en nuestros días ni en nuestras tierras, ni que es invención o ficción. Si encierra alguna moraleja aprovechable, consistirá en que la historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del género humano si la Historia se redujese a la opresión del débil por el fuerte, al triunfo de la violencia!

Érase que se era un rey de Persia, a quien muchos llaman Nemrod, pero que según versiones más fundadas, debió de llamarse Doac, y fue matador y sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago brujo y sabidor; pero en vez de ejercer su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores -fundando ciudades, enseñando y propagando artes e industrias, venciendo en singular batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos insignes-, el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros y venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y ahorcar.

Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana, al disponerse a gozar las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de serpiente: chata, verdosa, horrible.

Al principio no dolían las tales excrecencias; pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que como no quería enseñar a los médicos ni a persona viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse, curarse y vestirse solo, y atender a las úlceras con las plastas y ungüentos que encontraba en su repertorio mágico.

Desesperado ya de tantas recetas que habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros, un día amaneció con la persuasión de que el único remedio eran los sesos de un hombre, aplicados calientes aún a las enconadas heridas.

No vaya nadie a asustarse de la ignorancia que esto acusa en los tiempos de Doac, pues aún en los nuestros hemos podido ver que se receta el redaño del carnero, el pichón abierto en canal y el trozo de carne de buey sobre el lupus. Que la sangrienta medicina sería algo eficaz se demuestra con que poco a poco fueron vaciándose las prisiones del reino de Persia; diariamente ejecutaban a dos presos para sacarles el meollo. Mas no hay en el mundo cosa que no se agote, y también los criminales encerrados; así es que, cuando faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo de dos hombres por día, que cobraban sayones y verdugos enviados aquí y allá a requisar. Solían éstos elegir, entre las familias numerosas, el individuo enfermizo, deforme, imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que, enterándose Doac de esta circunstancia, montó en furiosa cólera, jurando que si seguían dándole el desecho y lo peor de los sesos de sus vasallos, los degollaría a todos. Entonces los verdugos resolvieron sacrificar lo más florido de Yspahan, para dejar al rey satisfecho.

No se determinaron, sin embargo, a buscar víctimas entre la gente poderosa (magnates, empleados de la casa real); pero, en los primeros instantes, acordándose de que un pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos como dos pinos de oro, gallardos en extremo y diestros en todos los ejercicios corporales; y pareciéndoles buena presa, los sorprendieron en la plaza pública, los degollaron, les abrieron el cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral caliente todavía.

Hallábase Cavé trabajando en su forja, cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos, acudieron a darle la fatal nueva. Al pronto pareció como si el mísero padre no se hubiese enterado de la inaudita desventura que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo, escuchó la relación del atroz caso. De súbito, su pena estalló formidable, cual transporte de león que rompe la cadera y arranca de un zarpazo los hierros de la jaula. Lo que hizo salvar a Cavé fue saber que precisamente por ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos, los habían señalado para la cuchilla. «¡No dejarme ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! ¡Juro por la luz eterna del sol que me vengaré!» Y el herrero, gritando así, blandía su enorme martillo y al blandirlo, montañas de carne bronceada, endurecida por el trabajo, se acumulaban en su brazo desnudo y negro de escoria.

Desciñéndose el amplio mandilón de cuero que le protegía, Cavé lo ató a la punta de un palo, y con el mandil por estandarte y el martillo por arma, salió a la plaza profiriendo clamores de maldición contra Doac. A la voz del desesperado padre, sucedió un extraño fenómeno: los habitantes de Yspahan, que yacían aletargados y helados de miedo, recobraron energía, sacudieron la modorra; al ver que existía un hombre que se atrevía a enarbolar un estandarte, corrieron a rodearle locos de entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina, que el tirano sólo tuvo tiempo de huir vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.

Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto a disolver las hordas que un artesano capitaneaba y que tenían por bandera sucio y denegrido mandil de cuero. Pero avínole mal, porque el bordado guión de Doac, de seda y oro, recamado de perlas, ostentando por emblema los siete planetas y la luna, hubo de retroceder ante el pedazo de suela que solo lucía los estigmas del trabajo y las huellas del humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando sangre, lívida, contraída por la mueca de la agonía, quedó hincada en el palo que sostenía el mandil de cuero, mientras las tropas de Cavé, habiendo despojado al tirano de sus vestiduras, se reían a carcajadas de las dos verrugas que en sus hombros figuraban cabezas de serpiente...

Al ser saludado rey por su ejército, el herrero se negó rotundamente a aceptar la corona. Él mismo señaló para reinar al príncipe Feridún, que después fue un gran monarca y un sabio profundo, y enseñó a los persas la astronomía, la medicina y la botánica. La única gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró en su mandil, que Feridún tomó por estandarte regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún, sin falso rubor ni respetos humanos, colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba la santidad del trabajo y la protesta contra la injusticia y el abuso del poder, era como si llevase un talismán: tenía la victoria segura. Cuando se avergonzaba del mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse perdido en las revueltas y vicisitudes de la invasión griega el mandil, símbolo de que no debe el monarca colmar la copa de la iniquidad para que no se desborde la de la ira celeste; por haber desaparecido, digo, el estandarte de Cavé y su tradición de independencia, llegaron los persas, pueblo nobilísimo en su origen y de altas facultades intelectuales, al atraso, al servilismo y a la abyección en que hoy se pudren.




ArribaAbajoLos cabellos

Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la casamata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas hacía que daba vueltas impaciente porque no acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra batalla de Refaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora, en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su ojo derecho, su hijo.

Hay en las situaciones violentas y en las horas de extremada ansiedad un instante en que los nervios se aflojan y el cuerpo se rinde a la necesidad de descanso. La inquietud, la calentura del viejo monarca se aplacaron desde que se dejó caer sobre aquel reborde de piedra en el solitario fortificado recinto. Por las saeteras vio la luz roja del poniente, que abrasaba el campo con reflejos de hoguera enorme. Aquella claridad purpúrea, sangrienta, devoradora, fue lo último que advirtió David antes de cerrar los párpados y reclinar la cabeza en el muro, olvidando lo presente, las angustias de la incertidumbre y los terrores del espíritu...

Y después siguió viendo la misma claridad del ocaso; pero sus tonos se habían dulcificado, fundiéndose en suaves medias tintas naranja, oro y verde. Era el divino atardecer de los países orientales, cien veces más hermoso que la aurora. Irisaciones de perla abrillantaban las imperceptibles nubecillas, desgarradas como jirones del velo de una danzarina filistea; y sobre el arrebolado horizonte, las ramas de los sicomoros y de los cedros formaban un pabellón de misterio y sombra sugestiva. La frescura del aire atenuaba las emanaciones fuertes de las resinas y las gomas; una languidez voluptuosa se apoderaba del corazón. David se levantaba, se apoyaba en el balaustre de jaspe de la terraza, se inclinaba para hundir la mirada en los macizos de verdura, atraído por el rumor delicioso de los chorros de agua que se deshilan en el ancho pilón de mármol, surtiendo por diez bocas de bronce. Y al punto mismo en que el rey se inclina, sobre las gradas que conducen a la pila aparece una viviente estatua, rosada por el reflejo del cielo, vestida únicamente de la negra cabellera caudalosa, que se reparte como los hilos del agua, y ondea y brilla y juega, y se esparce, recién ungida de aceite de nardo que la mujer, alzando los brazos, extiende por los rizos sombríos, enredándolos entre los dedos...

Todo el incendio del firmamento ardió en las venas de David. Él mismo, desde aquella hora, se maravilló dentro de sí, no comprendiendo. Estaba bien seguro de que su fiel copero no le había vertido en el vino zumo de hierbas, en las cuales el conjuro de alguna nigromántica como la de Endor insinúa traidoramente el filtro de la pasión repentina y mortal. Pasados eran para David los días de la juventud, cuando su mano certera clavaba el guijarro afilado en la frente del descomunal gigante. Innumerables mujeres habían impregnado el olfato del rey con el perfume de sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba la imagen, porque es indigno del sabio, del profeta, del caudillo, del legislador, reblandecerse en el harén, ser cautivo de una débil hembra. Y sin embargo, en aquel instante, no cabía duda, era el incendio del cielo el que ardía en las venas de David, y el rey conocía que ni toda el agua de la piscina, ni de los torrentes que bajan impetuosos de Cedar y Hebrón, sería bastante a extinguirlo. Betsabé le había robado el seso, no con el crujir de sus sandalias, porque descalzos tenía los finos pies y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo, sino con el aroma peculiar de sus bucles negros como la tentación.

Rápidamente sobrevenía la noche, y muchas noches más, durante las cuales David se abismaba en su pecado, esperando de un modo confuso la hora del arrepentimiento. Presentía la aparición de la conciencia, el descenso del ángel severo y terrible. Era inútil: su pecado yacía hondo en su corazón, arraigado allí y fijo a manera de saeta en la herida. Ni la ciencia arcana que había de recibir andando el tiempo Suleimán, a quien llamamos Salomón, acertará a explicar las causas de la perseverancia en el amor, fenómeno extraño que induce fatalmente a un ser hacia otro ser. David no podía vivir sin la esposa de Urías el Héteo, el mejor oficial, el valiente compañero de armas. ¡Si aquella mujer hubiese pertenecido a un enemigo! David, estremeciéndose, pensaba en las sugestiones del miedo de la favorita, en las súplicas tiernas e insinuantes como silbo de culebra entre las rosas del valle de Jericó: «No accederé», murmuraba; pero la idea del engaño y el crimen iba ya deslizándose en su alma, impregnándola de veneno. Urías estaba sentenciado... El sentimiento más generoso y bello que crea la vida militar; el leal compañerismo, el cariño de los que a un mismo riesgo se exponen y ganan la misma gloria, le gritaba a David: «Vas a cometer la mayor de las infamias.» Y a sabiendas, David, el de la conciencia despierta, el gran arrepentido, el que sentía incesantemente la tremenda presencia de Eloim-Jehová, por el olor de unos cabellos de mujer, envió al capitán Urías, uno de los treinta gibores o valientes, bajo los muros de Rabat-Amón, con mensaje cerrado para el general Joab; y en cumplimiento de la real orden, Urías fue puesto a la cabeza de un destacamento que a toda costa debía entrar en la ciudad. Y Urías obedeció, gozoso, ansioso de victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de la muralla, bañada en sangre.

En los oídos de David, llenos de la voz acariciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba entonces otra voz terrible, la del vidente Natán, por cuya boca hablaba el Señor. Trémulo en brazos de la favorita, de la que ya era su esposa, se humillaba ante el airado anatema, la maldición fatídica. «Porque hiciste lo malo en mi presencia, no se apartará espada de tu casa, y sobre tu casa levantaré el mal...»

Al evocar las palabras del vidente, David exhalaba un gemido doloroso... y se despertaba, empapadas las sienes en sudor frío. Miraba alrededor con ojos extraviados y atónitos, y reconocía el lugar, aquel doble recinto fortificado de Mahanaim, tétrico y ceñudo, donde sólo resonaban los pasos del centinela y se escuchaba, a trechos, el alerta gutural del vigía. A la roja brasa del poniente había sucedido el azul negruzco de la noche, sobre el cual parpadeaban las estrellas tristemente. ¿Sin noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido allá en la selva de Efraim, donde desde la hora de la mañana luchaban las fuerzas del rebelde Absalón con las de David, mandadas por Joab? ¿Qué estragos hacía la espada aquella, nunca apartada de su casa, según la profecía? De súbito, un clamoreo a distancia, una algazara inmensa. Confundíanse el trotar de los corceles, el choque de las armas, el estrépito de la infantería hiriendo la tierra con el duro calzado militar, y empujando a los cautivos entre alaridos de muerte y gritos de cólera, el mugir de los bueyes que arrastraban las carretas de botín, todo lo que al oído experto del guerrero suena a triunfo. David se incorporó, pálido y espantado: la guarnición de la plaza acudía con teas ardiendo, y el primer mensajero caía a los pies del rey, sin aliento, ahogándose.

-Alabemos al Señor... -tartamudeaba-. Deshecha la rebelión, pasados a cuchillo tus enemigos... ¡Gloria al rey!

Arrojándose sobre el emisario, David exclamó furiosamente:

-¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero, el príncipe real?

No hubo respuesta. Otro emisario llegaba jadeante, loco de júbilo.

-El Señor ha confundido a los que te querían dañar. Veinte mil quedan en el campo de batalla, consumidos por la espada, sirviendo de pasto a los buitres. Y Absalón, suspenso entre el cielo y la tierra, colgado de las ramas de un terebinto, ha recibido en el pecho muchos dardos. Dicha tuya ha sido ¡oh rey! que los hermosos cabellos del príncipe, todos impregnados de esencia, se enredaran en las ramas y le detuviesen en su precipitada fuga. A no ser por los negros bucles, que caían como maduros racimos de vid a lo largo de la espalda... tu enemigo se hubiese salvado; tan ligera iba su mula...

Y el emisario calló, porque el rey acababa de desplomarse en tierra arañándose el rostro, arrancándose el pelo y sollozando: «¡Hijo, hijo mío!»




ArribaAbajoAl buen callar...

No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

-Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma -advertía a su hijo el duque-. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe -solía añadir.

Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:

-Hijo Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás.

Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.

-Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.

-Antes pienso, padre -replicó el precoz don Sancho-, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta o reservada.

Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento:

-No, hijo -exclamó por fin-, no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.

Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.

-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.

Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.

Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías, fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte): «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi puñal te corto y te hecho a los canes.»

Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin otra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho.»




ArribaFausto y Dafrosa

La aguardaba en el embarcadero a boca de noche, y cuando divisó a lo lejos la barca, que avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los remeros, abriendo estela de luz verdosa en el mar fosforecente, al corazón de Fausto se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.

Venía o, mejor dicho, la traían, se la entregaban; en su poder iba a estar aquella por quien tantas veces había pasado la noche en vela, febril, paladeando acíbar, desesperando y mordiéndose los puños de rabia, o esperando insensatamente.

¿Insensatamente? Criminalmente se diría mejor. Por aquella que se reclinaba en la proa, envuelta en blancos velos, en actitud pensativa, Fausto había descendido a la delación y al espionaje como un liberto, echando negra mancha sobre el decoro de su estirpe consular. Por ella había deslizado en los oídos del emperador «apóstata» el consejo fatal al ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a la claridad indecisa de la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje dibujaron ante los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón ilustre marcado en la frente con el hierro que estigmatiza a los facinerosos... Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las sirenas de la felicidad subía como un himno...

Descendió Fausto al muelle con precipitación, y cogiendo de manos de los esclavos el taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, que prontamente, sin hacer hincapié, saltó a las puntiagudas piedras. A la salutación, al «¡Ave!» que en temblorosa voz articuló Fausto, respondió ella con una sonrisa triste. Y echaron a andar hacia la villa, sin que Fausto se atreviese a ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoyase. Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no hubiese sido superfluo el auxilio.

En la terraza de la villa, alumbrada por antorchas fijas en la pared, estaba dispuesto un refresco de bienevenida; leche, frutas, pan en flor, peces cocidos -los sencillos manjares de que gusta una cristiana-. Se lo hizo observar Fausto a Dafrosa, la cual, rompiendo uno de los panes, los llevó a los labios, no sin hacer antes la señal de la cruz. Quedáronse solos Fausto y la tan deseada. Parpadeaban las estrellas en el firmamento turquí, y el aire columpiaba bocanadas de esencia de rosas purpúreas, unas rosas que el mismo emperador Juliano había traído de Alejandría para adornar con festones de ellas el ara de la Afrodita, porque se atribuían a su aroma virtudes como de filtro para enajenar el corazón.

Fue Dafrosa quien rompió el peligroso silencio.

-Fausto -dijo con tranquila melancolía-, ¿quién nos dijera que nos encontraríamos así otra vez? Cuando yo me confesaba llorando de que no podía olvidarte, ¿iba a suponer que el Sacro emperador me desterrase a vivir contigo?

Indeciso Fausto, dudó entre caer a los pies de la matrona y abrazar sus rodillas o contestar algo -no sabía qué-. Entonces Dafrosa echó atrás el velo blanco que envolvía el óvalo de su rostro, y a la luz de las antorchas Fausto pudo ver con asombro una cara consumida por el dolor, unos ojos marchitos, unas mejillas demacradas; el pelo, recogido modestamente con cintas de lana violeta, no era ya aquella rubia vedija, aureola de oro; ¡a Dafrosa se le había vuelto el cabello todo gris, del gris de las nubes, del gris de la ceniza seca y hacinada en el hogar!

-Puedes mirarme impunemente, Fausto -añadió ella-. Soy otra. La Dafrosa que conociste no está ya en el mundo. Después de que me contemples, te volverás a tu palacio de Roma, dejándome sola en esta isla, donde haré penitencia. He sido justamente castigada por haberte querido, cariño involuntario que yo no podía arrancar de mí por más que hacía. Se llevaron a mi marido para matarle poco a poco, y a mí me despreciaron. Lo merecía. Ahora los malvados me entregan a ti, quizá por creer que tú eres un peligro. Para Dafrosa ya no hay peligros. Mírame así; despacio, con atención; examíname. La misericordia divina me ha quitado enteramente mi hermosura.

Inmóvil permanecía Fausto, penetrado de un sentimiento singular, diferente de cuantos hasta entonces habían agitado su alma complicada de romano de la decadencia, de amigo del refinado filósofo, el césar Juliano. No hacía mucho que en el palacio imperial, ante las aras restauradas de la Kaleos helénica, habían celebrado los dos amigos un pacto, especie de misteriosa iniciación de un culto secreto, diverso del vulgar paganismo que se saciaba con los sacrificios de bueyes y terneros, con las ceremonias impuras. Esta otra religión, preferida por Juliano, reemplazaba la teogonía y las supersticiones con la adoración de la belleza suprema de la Forma en su armonía divina, en su euritmia sacrosanta, cuya relación percibe la inteligencia por encima de los sentidos. Una estatua de mujer, perfectísima, de líneas impecables, obra de Fidias, se erguía sobre el ara, en mitad de la capillita o cella donde el emperador cumplía el rito, derramando las claras libaciones, quemando el incienso sabeo en el pebetero de oro de exquisita labor oriental. Y el Apóstata, tomando de la mano a su amigo, le obligaba a postrarse allí, murmurando: «Esta es la Diosa, ésta, y no el triste Galileo, que ha traído la fealdad al mundo.» Y, ahora Fausto, en presencia de Dafrosa, la mujer tan codiciada cuando la poseía Flaviano y ella vivía recluida el pie de sus lares, por no descubrir en los ojos los pensamientos, ahora Fausto advertía en sí mismo un trastorno, una variación incomprensible. Los afanes, los delirios, las ansias de posesión, la fiebre pasional tanto tiempo sufrida, alimentada por la Beldad, que ata las almas y no las suelta hasta el sepulcro, habían desaparecido. La forma adorada no existía, y tampoco lo que se deriva de ella. En el mar tranquilo habían enmudecido las sirenas cantoras; en el cielo turquí las estrellas ya no parpadeaban de amor. Las rosas no desprendían ni un átomo de esencia: el rocío de la noche probablemente congelaba sus cálices, derramando en ellos una serenidad frígida. Las tenaces ligaduras de la carne se rompían en Fausto; su sangre, antes fuego, discurría convertida en luz por las venas. Y acercándose a Dafrosa, le tomó las manos y las llevó a su frente, murmurando en un suspiro:

-Porque has perdido tu hermosura, te quiero más. Te parecerá que es mentira, y a mí ayer me lo parecía también, pero mira que no te engaño.

No retiró las palmas Dafrosa. Este sencillo contacto no infundía tanto horror a los cristianos de aquellos siglos como a los actuales, acaso porque entonces eran más castos en su corazón. Las palmas de Dafrosa halagaron la inclinada cabeza de Fausto, y acercando los labios a su oído, susurró:

-Te creo. Es natural eso que me dices. Tú, Fausto, hermano mío, eres cristiano también.

La crónica refiere que San Fausto sufrió el martirio y que Santa Dafrosa recogió de noche su cuerpo para que no lo devorasen los perros, pagando esta obra de caridad con la vida.