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ArribaAbajoXV.- Su excelencia el Consejero de Estado (1809-1813)

Composición y funcionamiento del Consejo de Estado.- La Comisión del Código Civil.- La Comisión de Instrucción Pública.- La Comisión de Finanzas


¿Cuáles eran, la composición, función y atribuciones de este Consejo de Estado, al que Meléndez, junto con don Marcelino Pereyra y don Benito de la Mata Linares, se incorporó por decreto del 2 de noviembre de 1809?

Este Consejo existía ya bajo el antiguo régimen830. Pero después de la marcha de Fernando VII no se había convocado: se restableció oficialmente por un decreto real algo posterior al que creaba las «Juntas de Negocios contenciosos».

«Entretanto que las circunstancias nos permitan realizar sucesivamente las varias instituciones señaladas por la constitución, deseando rodearnos de las luces y auxilios más capaces de acelerar la época deseada en que empiecen simultáneamente la tranquilidad pública y el régimen de aquella constitución...», el rey decreta que el Consejo de Estado estará formado, hasta la reunión del Senado, por los miembros del antiguo Consejo de Estado, designados por un decreto especial. Estos magistrados «continuarán gozando de las prerrogativas y emolumentos que hasta aquí han disfrutado» (24 de febrero de 1809)831.

Los nombramientos anunciados fueron objeto de un segundo decreto con fecha de 8 de marzo de 1809832.

Este organismo, que debía constar de más de treinta miembros y menos de sesenta, y se reunía bajo la presidencia del rey, fue objeto -como muchas otras instituciones nacidas en el reinado del rey José- de las burlas críticas de los «copleros»:


Habrá un consejo de personas
de probidad «à ma fagon»,
que no podrá ni bostezar
sino según constitución.
Serán, pues, todos presididos,
cuando se forme gran sesión,
por el Rey Pepe, y obrar deben
siempre según constitución.
Luego que Pepe diga: «Quiero»,
nadie podrá decir: «Sir non!»,
a fin de que todo se despache
siempre según constitución833 .



A este panorama, un poco simple, opondremos el juicio de un consejero de Estado, que compara, con conocimiento de causa, el cuerpo al que pertenece con el que existía en tiempo de los Borbones:

Vemos aparecer un Consejo de Estado tan diferente del antiguo como lo es la nulidad absoluta de la utilidad positiva (sic), y como lo es la ociosidad del trabajo; pues en el sistema antiguo era un castigo el ser miembro del Consejo de Estado, y ahora es un premio, porque trabaja incesantemente y ocupa el distinguido lugar de las Cortes en las intermisiones que hay de unas a otras.



Así se expresa, como partidario convencido de la nueva constitución, el consejero de Estado, encargado del Ministerio de Policía en los cuatro reinos de Andalucía, Francisco Amorós.

El sueldo de los consejeros de Estado se había fijado en 100000 reales desde el 25 de julio de 1808834. Efectivamente, no podía el nuevo soberano correr el riesgo de enemistarse con personajes tan influyentes; pero el 13 de mayo de 1809 otro decreto estipulaba que este sueldo había de excluir en adelante cualquier otra remuneración. Incluso en estas condiciones el ascenso al Consejo de Estado representaba para Meléndez una sensible mejora económica: de 55000 reales al año pasaba de golpe a 100000. Es cierto que el nuevo régimen iba a enfrentarse rápidamente con graves dificultades financieras, que harían completamente ilusorias estas ventajas, aparentemente muy apreciables.

El rey seguirá manifestando una especial solicitud hacia este Consejo. En mayo de 1810 un decreto real precisa que los honores, títulos y uniforme de los consejeros de Estado son los mismos que los que gozaban los miembros del antiguo Consejo de Estado»835. Pero, sobre todo, les facilita auxiliares, llamados «asistentes» y encargados de hacer más fácil y rápida la marcha de sus trabajos836. Así, bien informados, eficazmente secundados por estos agentes de enlace, los ministros del Consejo podían efectuar un trabajo considerable sin perder tiempo pidiendo aclaraciones en los Ministerios. Podemos, por lo tanto, suscribir la opinión de Amorós: «El Consejo de Estado trabaja incesantemente...»

Naturalmente, las reuniones generales presididas por el rey eran preparadas por la labor oscura de las comisiones o «secciones» ya mencionadas.

En principio había una «sección» por Ministerio; por ejemplo, la «sección de lo Interior», presidida por el marqués de Caballero; la de Hacienda, por el conde de San Anastasio; la de Justicia y Negocios Eclesiásticos, por don Manuel María Cambronero. Más aún que con el ministro correspondiente, estas comisiones estaban en relación con los «directores generales» y jefes de servicios de los distintos Ministerios, de los que algunos son bien conocidos: en Finanzas, don Juan Antonio Melón; en Negocios Eclesiásticos, Ceán Bermúdez; en Interior (entre otros), José Marchena y José Antonio Conde; en Policía, don José Gómez Hermosilla, etc. Las relaciones personales que existían entre algunos consejeros de Estado y estos jefes de servicio de los Ministerios debían facilitar más aún la buena marcha del trabajo común.

Y, sin embargo, si damos crédito al embajador La Forest, durante cerca de un año, José I no supo exactamente qué hacer con este respetable organismo837. Pero las incertidumbres debían de haber cesado cuando se llamó a Meléndez a formar parte de él, ya que, según veremos, no se tardará en confiar al nuevo consejero una misión precisa y que, según nuestra opinión, explicaría su nombramiento.

La Forest da como única causa de este ascenso la buena fama del magistrado. «Ayer fueron nombrados tres nuevos consejeros de Estado, medida encaminada al parecer a acallar los murmullos que suscitó el nombramiento del Sr. Sotelo, pues estas elecciones están calcadas sobre la opinión pública. Uno de los nuevos consejeros es D. Juan Moléndez (sic) Valdés, hombre tan conocido en la literatura como en los negocios públicos»838.

Aunque los términos «de opinión pública» no deben entenderse en un sentido tan amplio como hoy en día, el testimonio de La Forest prueba que Meléndez -así como Pereira y Mata Linares, ascendidos al mismo tiempo que él- gozaba de la estima y simpatía de ciertos medios influyentes de la capital.



Meléndez en la Comisión del Código Civil

Lo que refuerza notablemente nuestra hipótesis, según la cual Meléndez debió su nombramiento para el Consejo de Estado al dictamen fiscal que elaboró en el asunto González-Luquede, es que, al mismo tiempo que los decretos que enuncian la supresión de la jurisdicción eclesiástica en materia temporal, y que ordenan a los obispos que concedan las dispensas como comisarios reales, aparece otra decisión, en la que figura expresamente el nombre del antiguo fiscal.

«Por fin otro decreto [16 de diciembre] encargó a una comisión del Consejo de Estado preparar las disposiciones legislativas que se juzguen necesarias para hacer que el Código Napoleón resulte aplicable a España. Integran esta comisión los señores Cambronero, Joven de Salas, Marqués de Caballero, Meléndez Valdés, Pereyra y Arnau. Había hecho ya éste una traducción del Código Napoleón con unas notas. Si la comisión tiene presentes las instrucciones que el Rey desarrolló en el transcurso de la discusión, se deshará de todas las preocupaciones del orgullo nacional y observará que con pocas excepciones tales como el divorcio y la tolerancia religiosa no tiene nada el Código Napoleón que no convenga inmediatamente a España. Todos los comisionados poseen sólidos conocimientos y rectas intenciones. De momento quedan amortiguadas las malas influencias pero para hablar me temo algún error de vanidad. No se publicará el decreto por consideración hacia la opinión pública siempre recelosa de las importaciones francesas»839.



Nos parece perfectamente posible que José I, o el ministro de Justicia, quisieran dar a un partidario tan decidido de la reforma proyectada como era el fiscal la ocasión de exponer libremente sus ideas sobre la reorganización de las instituciones jurídicas españolas. Es más, parece probable que Meléndez hubiera meditado largamente durante su exilio sobre este problema. En octubre de 1803, el librero Alegría840, de Salamanca, especializado en la venta de obras francesas, le escribía para proponerle en dos ocasiones el Proyect de Code Civil (sic); Meléndez conocía, por lo tanto, la existencia de esta obra, que no encargó, sin duda, porque ya la tenía en sus manos. Y desde la puesta a la venta de la obra definitiva en 1804 debió de sumergirse en el estudio profundo del Code Civil des Français.

No contento con haber instituido una comisión nacional para aplicar en España el Código Napoleón, el rey José decidió, para aclarar los debates, añadir a los seis españoles dos juristas franceses con lo que quizás cedía a una sugerencia del embajador La Forest:

«Por mi parte, Excelencia, escribía éste a su ministro, consideraría muy útil que un jurisconsulto francés, experimentado, perfectamente instruido del espíritu de cada artículo del Código, estuviese a disposición de la Comisión para ayudarle a hacer de él una aplicación acertada...»841



Así fue cómo entraron dos franceses en el Consejo de Estado:

«Fui llamado a continuación al Consejo de Estado, escribe Miot de Mélito, y también lo fue M. Ferri Pisani nombrado como yo Consejero de Estado a pesar de ser francés. El rey quería aprovechar nuestra experiencia en la administración para defender los proyectos que le interesaban y que, fundados sobre principios adoptados en Francia, requerían ser puestos en marcha de una forma que se suponía que, nosotros mejor que nadie, estábamos en situación de darles»842.



¿Justificó la comisión por su celo, por los resultados que obtuvo, las precauciones y atenciones del soberano? No hemos encontrado ningún documento o testimonio que permitan aclarar la marcha de estos trabajos y la parte que en ella tuvo el poeta-consejero de Estado. Pero la influencia de la organización napoleónica aparece claramente en otro dominio, en el que Meléndez fue llamado a ejercer su actividad: el de la educación y la enseñanza.



Meléndez en la Comisión de Instrucción Pública843

Cada vez que se encuentra el nombre de Meléndez en las nóminas de refugiados españoles en Francia va acompañado de las siguientes aclaraciones: «Consejero de Estado, Presidente de la Comisión de Instrucción pública». Esto indica la importancia que el exiliado atribuía a dicho cargo, que marcaba, en su opinión, la cima de su carrera. Nos esforzaremos, pues, con especial cuidado, por aclarar la actividad de nuestro magistrado al frente de este organismo.

Repetidas veces se ha señalado el paralelismo que existía entre las preocupaciones de los afrancesados de Madrid y las de los constituyentes de Cádiz. Creemos que en ningún campo este paralelismo llegó tan lejos como en lo que se refiere al problema de la enseñanza pública. La preocupación por extender la enseñanza se proclama en el preámbulo de la Constitución de 1812844: «Tanto como de soldados que le defiendan necesita el Estado ciudadanos que ilustren a la nación y contribuyan a su felicidad por toda clase de luces y conocimientos, de modo que uno de los primeros que ha de imponerse a la atención de un pueblo grande y generoso es la educación pública. Esta debe ser general y uniforme, puesto que la religión y las leyes de la Monarquía española son asimismo generales y uniformes...» Y el artículo 36 de esta misma Constitución afirmaba: «A partir del año 1830 deberán saber leer y escribir los que ingresen en el ejercicio de sus derechos de ciudadanía...» Generoso deseo que, como sabemos, no fue realizado.

Mucho antes de 1812, el gobierno de José había tomado medidas relativas a esta rama importante de la vida nacional. Desde el 6 de febrero de 1809, el «Real Decreto de Atribuciones» precisa que corresponde al Ministerio del Interior «todo lo perteneciente a los establecimientos de instrucción pública, de artes y oficios»845.

Sin embargo, hasta el otoño del mismo año no vemos aparecer las primeras medidas de reforma, tal como el decreto sobre el «Reglamento de enseñanza pública que antes estaba a cargo de los ex regulares de las Escuelas Pías» (Madrid, 6 de septiembre de 1809). El gobierno afirma, en primer lugar, su voluntad de dar «nuevo brillo» a esta enseñanza; seguidamente establece en cada una de las antiguas escuelas «un colegio de internos y una escuela gratuita de enseñanza pública»846. Después, él 26 de octubre, se publica otro decreto mucho más importante, ya que se refiere a la organización de conjunto de la enseñanza primaria y secundaria: «Decreto que manda se ponga en ejecución la parte del plan general de instrucción pública concerniente a los establecimientos de primera educación o liceos». El texto, muy detallado, prevé en siete capítulos todo lo referente al establecimiento de estos liceos: su presupuesto y su administración; el sistema de enseñanza adoptado; la dirección, disciplina y «policía» interna; la admisión de los alumnos; los premios y recompensas atribuidos, contrariamente a la costumbre actual, no a los alumnos, sino a los directores, censores y profesores de los liceos que han obtenido mejores resultados; finalmente, diversas disposiciones generales: exámenes públicos de fin de curso, distribución de premios, continuación de estudios superiores para los alumnos mejor dotados, puesta al día anual de un cuadro general con todos los jóvenes del reino que permiten esperar que serán útiles a la patria, cuyos progresos favorecerá el Estado, que los llamará para los cargos públicos847.

Este decreto, inspirado en la organización escolar napoleónica, es asombroso, tanto por el sentido psicológico y pedagógico que revela como por la organización de moderna concepción que prevé.

Meléndez, fiscal aún de las Juntas, no puede tomar parte en la elaboración de este texto del 26 de octubre de 1809; la primera mención encontrada de su nombre, así como de una Junta de Educación Pública, es un año posterior. Sin embargo, ciertos términos, como «la puesta en marcha de un plan general de Instrucción», harían suponer, más o menos confusamente, que dicha comisión funcionaba con anterioridad al otoño de 1810.

Hasta enero de 1811 no podemos apoyarnos, para afirmar la existencia de la Junta de Instrucción Pública, sobre ningún texto legislativo, y los pocos documentos que hemos podido leer parecen bastante discordantes848.

En el estado actual de nuestros conocimientos creemos que hubo al menos dos, si no varias, comisiones que llevaron el nombre de «Junta de Instrucción Pública»; quizás se trate de dos formas distintas del mismo organismo, modificado a lo largo de su funcionamiento.

¿Cuándo se estableció lo que llamaremos primera Junta de Instrucción Pública? El Prontuario no dice ni una palabra, al igual que los manuscritos consultados. En todo caso, su existencia no se halla atestiguada más que a partir del segundo semestre de 1810 (fecha que nos parece bastante tardía)849. Quizás se deba relacionar su creación con el «Decreto en el que se establecen las reglas que se han de observar interinamente en la educación pública hasta que se ponga en ejecución el plan general, Sevilla, 2 de mayo de 1810».

El mes de mayo de 1810, que corresponde a la vuelta a Madrid, tras el viaje a Andalucía, parece que marca, en efecto, un retorno a la actividad en el campo de la enseñanza850: se inicia la búsqueda de los proyectos de reforma establecidos por el gobierno anterior.

Hacia el año 1807, el antiguo Consejo de Castilla había nombrado una comisión encargada de elaborar un plan general de enseñanza primaria. Una vez redactado, se sometió este plan al rey para consulta y volvió enriquecido con nuevas adiciones y notas. Como resulta indispensable conocerlas para dar forma a las mejoras que el rey desea establecer en la enseñanza pública, se investiga entre los antiguos escribanos de los Consejos, con el fin de encontrar este documento (27 de mayo de 1810)851. Pero en el transcurso de esta investigación no se alude ni a Meléndez ni a ninguna comisión de Instrucción Pública.

La primera alusión a ésta no aparece hasta el 6 de septiembre de 1810: aquel día la Real Academia Española celebra una sesión, a la que asiste Meléndez (miembro honorario de la Academia desde 1798), y el acta le cita como «Consejero de Estado y Presidente de la Junta de Instrucción Pública».

Si es que se trata del mismo organismo, las otras alusiones a esta, comisión se encuentran todas en un registro de los archivos generales del Palacio Real852. Los documentos son del 28 de septiembre, 2 de octubre, 12 de octubre (dos documentos), 20 de octubre (tres), 25 de octubre, 10 de noviembre. Se trata de nombramientos de comisiones de examen, anuncios de organización de oposiciones, peticiones de autorización de ejercicio (apertura de curso o de academias), resultados de exámenes. Todas estas cuestiones son aproximadamente las que incumben a los actuales inspectores de academia; júzguese, si no, por este ejemplo: «12 de octubre de 1810. La Junta de Instrucción Pública propone que se forme una comisión para examinar a las Maestras que quieren abrir escuela de niñas». Y, al margen, la decisión de la autoridad: «Como propone la junta», fórmula que siempre se repite.

¿Cómo es posible que Meléndez se enorgulleciera tanto de presidir una comisión cuyas atribuciones se limitaban a «proponer que se abra concurso para la provisión de la plaza de Maestro de primeras letras vacante en el Colegio del Avapiés?». Más aún: ¿cómo se explica que en el tomo III del Prontuario se encuentre un decreto promulgado en Madrid el 28 de enero de 1811853, «por el cual se nombra una Junta encargada de trabajar en los planes de Instrucción Pública?»

«Artículo 1.º: Habrá una junta Consultiva de instrucción pública encargada de trabajar baxo las órdenes inmediatas de nuestro Ministro de lo Interior:

  1. en la formación de un plan general de educación e instrucción pública.
  2. en la formación de los planes particulares para la organización de las Escuelas, Colegios y demás establecimientos de esta clase.
  3. en la indagación de los medios de realizar los mismos planes».


El Prontuario no aporta ningún detalle complementario. Pero la Gaceta de Madrid es más explícita854. A continuación del mencionado texto, cita la composición de la comisión, que comprende diez miembros:

  • Don Juan Meléndez Valdés.
  • Don Juan Peñalver.
  • Don Josef Vargas Ponce.
  • Don Pedro Estala.
  • Don Juan Andújar.
  • Don Francisco Marina.
  • Don Manuel Narganes y Posada.
  • Don Martín Fernández Navarrete.
  • Don Josef Antonio Conde.
  • Don Josef Marchena.

Así, pues, debió de existir en un principio una Junta de Instrucción Pública, de la que Meléndez fue presidente, al menos a partir de septiembre de 1810, y después, desde enero de 1811, una Junta Consultiva, cuyas atribuciones parecen mucho más importantes, y que sustituyó o prolongó -pero con carácter oficial- la primera Junta de Instrucción Pública.

Que la comisión se puso a trabajar seriamente desde 1810 se deduce de un «Informe a la Junta de Instrucción Pública», que hemos encontrado entre los papeles de Vargas Ponce, en la Academia de la Historia. Es un cuaderno in-folio de 24 pliegos sin numerar, autógrafo y firmado por «Joseph Vargas Ponce, Madrid, octubre 12 de 1810». Únicamente el título se debe a otra mano855. El interés de este documento consiste en que nos permite entrever las principales disposiciones del plan general.

La introducción precisa que el Ministerio «vuelve a nuevo examen y discusión unos proyectos de escuelas que ya había subido al trono» y que constituyen un loable esfuerzo para ir «acercándolo más y más a la suspirada perfección». Sin pretender «recapitular aquí lo muchísimo que en ellos merecerá aplauso», el autor se felicita particularmente por «la creación de una enseñanza nacional que alcance en las escuelas de los niños a todas las clases del Estado y que en los liceos prepare los jóvenes a las carreras científicas». Aprueba el establecimiento de los Ateneos: «donde la muchedumbre cuya carrera no puede ser la de las letras, no quede de todo punto ignorante»; cosa excelente, así como la inspección escolar; finalmente, la «creación de una escuela normal donde se forjen los maestros y se metodicen las enseñanzas para que, reducidas a la necesaria unidad en este centro del Gobierno, corran después hasta los últimos confines de la Península», le parece ser también «otro pensamiento gigante que sólo anunciarlo capta una agradecida aprobación».

El orden que sigue Vargas Ponce es el siguiente: examina los proyectos de las escuelas normales, después el de las escuelas primarias y, finalmente, los Ateneos. Al terminar formula las críticas generales contra el uniforme, contra la admisión de los hijos de los grandes como becarios del Estado, etc.856

En este informe se observarán dos lagunas: no se habla ni de los Liceos -cuya organización se había establecido por decreto del 16 de octubre de 1809- ni de la enseñanza superior. Aparentemente, las universidades quedaron, al menos de momento, al margen de las preocupaciones de la comisión. El plan general no alcanzaba más que a la enseñanza primaria y media.

¿Cuáles son las conclusiones a que llegó la comisión de Instrucción Pública? La ausencia de documentos nos impide cualquier afirmación categórica. Pero las dificultades que conoció el régimen en 1811, los primeros reveses de 1812, todo hace pensar que la comisión no pudo terminar sus trabajos; y, de todos modos, el plan que redactó, de una manera más o menos completa, no se aplicó nunca. Esta Junta, que Meléndez se sentía tan orgulloso de haber presidido, no tuvo influencia alguna en la vida del país. Su proyecto, muerto antes de nacer, no se llevó a efecto durante el reinado de José I. Pero no es imposible que algunas ideas emitidas por la Junta madrileña se aprovechasen por el organismo correspondiente, establecido en Cádiz por la Regencia: Joseph Vargas Ponce, que más tarde se pasó a la «resistencia», pudo servir de enlace entre las dos comisiones, preocupadas tanto la una como la otra por combatir el analfabetismo y la ignorancia en la Península857.



Meléndez en la Comisión de Finanzas

Al manejar los expedientes del Consejo de Estado hemos comprobado que un mismo consejero podía formar parte simultáneamente de dos o tres comisiones diferentes: este fue el caso de nuestro poeta, ocupado ya en la reforma de la legislación española, pero que fue designado, durante el viaje del rey a Andalucía, miembro de una Comisión de Finanzas, cuyo cometido no aparece claramente definido. Tenía como colegas al conde de San Anastasio, presidente, y a los consejeros de Estado, Lugo, Pereira y Romero Valdés858.

¿Era función de estos magistrados establecer un plan general de organización financiera, aún más urgente que la reforma escolar? O bien, ¿tenían que trabajar en relación con sus colegas de la Comisión de lo Interior, designados al mismo tiempo que ellos? La tarea confiada a estos últimos era bien definida: proponer, en el más breve plazo posible, el nombre de las ciudades en las que se establecerían las prefecturas y subprefecturas de los reinos de Andalucía, empezando por el de Granada; determinar la autoridad conferida a los prefectos y subprefectos en la administración de los municipios; prever la organización de éstos y de los consejos de administración; todo esto conforme a la Constitución859. Si bien el trabajo confiado a la Comisión de lo Interior se llevó a buen término y con rapidez, ya que el 9 de mayo de 1810 se dictaba un decreto relativo a las «Subprefecturas establecidas en las nuevas aglomeraciones de Sierra Morena y de Andalucía» (que fijaba principalmente sus límites geográficos)860, no parece que las cuestiones financieras encontrasen una solución tan rápida y satisfactoria. Las alusiones a las dificultades del erario son constantes durante el verano de 1810. La contribución aportada por las provincias es siempre inferior a la suma reclamada; para hacer frente a las necesidades se recurre al procedimiento habitual: se decide poner en venta una nueva parte de 100 millones de reales de los bienes nacionales. Pero ¿introducirá esta venta un poco de dinero fresco en las cajas del Estado? ¿Se admitirán para el pago, y en qué proporción, los vales y otros papeles moneda devaluados? ¿Se admitirá, y en qué medida, para adquirir estos bienes nacionales los atrasos que se deben a los servidores del Estado? Preguntas irritantes, ya que se saben irresolubles, largo tiempo debatidas en una interminable sesión del Consejo de Estado, el 28 de julio de 1810. El rey se muestra inquieto, desilusionado. «Se ha extendido en reflexiones melancólicas sobre la imposibilidad en que se veía de remediar un mal que le afectaba profundamente...

En ese estado de cosas -añadió- quien quiera que se hallase en el trono de España, un Carlos IV, un Príncipe de Paz, haría lo mismo que él, que tenía el pesar de ver día tras día cómo menguaba su autoridad... Reinó un hondo silencio. Se despidieron con tristeza, sintiendo la inquietud del porvenir861...»

*  *  *

Meses más tarde se confiaba a Meléndez otra tarea, igualmente de carácter financiero, que debía llevar a buen fin junto con su colega Romero Valdés. Se trataba de investigar sobre el sistema de las aduanas de Madrid y de vigilar su funcionamiento862. Los dos homónimos no pusieron gran celo en el cumplimiento de su misión, ya que, pasados diez meses, el ministro de Hacienda se quejaba ante sus colegas, reunidos en consejo, de que aún no se había hecho nada. Subrayaba el gran perjuicio que este retraso ocasionaba al Estado y proponía que se llamase al orden a los comisarios, reclamándoles el informe que debían redactar o tomando para ello las medidas más pertinentes. Finalmente, se decidió que el presidente del Consejo pediría sus conclusiones al presidente de la comisión863.

Meléndez, sumamente confuso, se vio obligado a presentar disculpas y justificaciones; pero el acta de la sesión del Consejo de Ministros, celebrada el 9 de julio de 1811, no refleja ni la naturaleza ni los términos de estas excusas: «[se] presentó un oficio del Consejero de Estado D. Juan Meléndez Valdés... en que da disculpas del atraso que ha padecido la visita que le está cometida en unión de D. Andrés Romero Valdés, de la Aduana de esta Corte, ofreciendo que procurará finalizarla a la mayor brevedad posible»864.

Lamentamos no haber encontrado el informe de los dos comisarios, que hubiera sido interesante como documento de la vida material, el abastecimiento y la actividad comercial de la capital española durante este año de 1811. Seguramente el poeta debió de sentirse muy afligido por esta llamada al orden, ya que se preciaba de ser extremadamente concienzudo en su trabajo. Además, esta reprimenda constaba en el registro de las sesiones del Consejo de Ministros, y el rey, al volver de su viaje a París, al mandar que se le pusiese al corriente de la marcha de los asuntos pendientes, no dejaría de constatar la negligencia de sus dos consejeros. ¿Es para neutralizar el mal efecto de esta revelación por lo que Meléndez empuña la lira:


De su dueño tal vez olvidada,
Silenciosa y cubierta de polvo865...,



desde que el magistrado había vuelto a sus funciones?

La forma, un tanto inacabada de la oda: «España a Su Rey en su feliz vuelta de Francia», que estudiaremos más adelante, nos invita a pensar que se trata de una composición apresurada, que merece en este caso el calificativo de «obra de circunstancias» por partida doble. Forma parte de las diversas actividades literarias o artísticas a las que se entregó el magistrado español durante esos años, a pesar de sus tareas profesionales.




ArribaAbajoXVI.- Meléndez y las letras desde 1808 hasta 1813

Meléndez en la Comisión de Teatros.- El cantor de José I.- La oda «Al Rey Nuestro Señor» (1810).- La segunda oda a José (1811).- Su crítica anónima


A decir verdad, durante todo este período, el magistrado ofusca al poeta en la persona de Meléndez; parece que el consejero de Estado, demasiado absorbido por sus múltiples cargos, descuida las musas. Pero estas mismas funciones oficiales, que lo alejan en general de las letras, paradójicamente lo devuelven a ellas algunas veces. Así es cómo el autor desafortunado de las Bodas de Camacho el Rico se encuentra con que el soberano le designa para formar parte de una nueva comisión de carácter netamente literario: la Comisión de Teatros.



Meléndez, en la Comisión de Teatros

Es sabido que el rey José se preciaba de literato: el general Hugo, que lo recibe en Guadalajara el 27 de septiembre de 1810, señala que, después de haberse interesado por las necesidades locales y por los «intereses nacionales de España que el rey conocía muy bien y que ponía toda su voluntad en proteger con eficacia, nuestra conversación recayó sobre la literatura de los españoles, que S. M. parecía haber estudiado con detalle... Incluso en su juventud había compuesto una pequeña novela, titulada Moïna, en la que se encuentran una fábula interesante, algunos caracteres auténticos y un estilo agradable»866.

Cambronero, que se funda, en parte, en Cotarelo, destaca el interés que José sentía por la escena; evoca las subvenciones que daba a la compañía del Príncipe, los 5000 reales de gratificación que ofreció a Maiquez, el decreto del 29 de mayo de 1810, ordenando la colocación de los bustos de Lope y Calderón en el salón del teatro del Príncipe y los de Guillén de Castro y Moreto en el de la Cruz867. Pero estas muestras de interés no podían remediar el marasmo del teatro español contemporáneo. El rey adoptó una medida más general, destinada a favorecer el desarrollo y la calidad de la producción dramática. Actualizando una idea que, desde el tiempo de Cervantes, resurgía de vez en cuando y que incluso cobró vigencia en ocasiones868, el soberano promulgó un decreto instituyendo «una comisión encargada de examinar todas las obras dramáticas originales o traducidas de que haya de componerse el repertorio o caudal de los teatros de Madrid, de contribuir a su mejora y de trabajar en los adelantamientos del arte...». Y, por un segundo decreto, designaba como miembros de esta comisión a:

  • D. Leandro Fernández de Moratín.
  • D. Juan Meléndez Valdés.
  • D. Vicente González Arnao.
  • D. Pedro Estala.
  • D. José Antonio Conde.
  • D. Tomás García Suelto.
  • D. Ramón Moreno.

Madrid, 31 de diciembre de 1810869.



Moratín, apoyado por dos de sus amigos íntimos: Estala y José Antonio Conde, regentaba, según parece, esta comisión. Tal es la opinión y el pesar de Cambronero quien estima que el «nombramiento de Moratín, alma e inspirador de esta Junta, fue un deplorable error, porque el autor de El Sí de las Niñas había tomado manía, injustamente, a la literatura del siglo XVII y rechazaba con el mismo desprecio las sublimes concepciones de Lope, de Tirso y otros...»870

Hemos buscado en vano los expedientes de esta comisión, cuyo juicio sobre las obras «originales o traducidas que compusieran el repertorio» hubiera tenido gran interés para nosotros: no hemos encontrado la menor alusión a su actividad, ni en el Archivo Histórico Nacional ni en los municipales de Madrid, ni en la Biblioteca de Palacio, ni entre los papeles de Barbieri, en la Biblioteca Nacional.

En compensación, estamos mejor informados sobre cierta clase de actividad literaria, semi-oficial, de Meléndez: la composición de poemas en alabanza de José I, que le valieron el calificativo atribuido por Fr. Manuel Martínez, de «Coplador del Rey Pepe».



Meléndez, cantor de José I

Es éste un punto muy importante, la auténtica piedra de toque del afrancesamiento del poeta.

¿Dio Meléndez su completa adhesión al nuevo régimen y a su soberano, o bien se limitó a aceptar, contra su voluntad y por necesidad, ciertos empleos y comisiones que le encargó el gobierno intruso, indisponiéndose con la corte, absteniéndose de figurar en las ceremonias públicas y rehusando ostentar la cruz de la orden real, al igual que hizo Goya?

Quintana deja entender que su maestro no se adhirió nunca más que de labios afuera: «Él aceptó (esas ventajas) y así se comprometió en una opinión y en una causa que jamás fueron las de su corazón y de sus principios»871. A lo que Colford, muy justamente, redarguye, señalando que esta afirmación puede ser puesta en duda cuando se examina «el hermoso poema en loor de José I.º publicado por Lista en la Gaceta de Sevilla»872.

Nos detendremos a estudiar un poco el significado de este poema, sobre el que se han formulado opiniones siempre malévolas y, sin embargo, contradictorias: creemos útil reproducir esta oda, que no publicó -se comprende fácilmente por qué- Quintana, y cuyo texto es de difícil acceso fuera de la Hemeroteca madrileña o de las grandes bibliotecas. Añadamos que aportaremos también un segundo documento, mucho más largo, si no más probatorio, que, como el otro, hace inaceptable el aserto de Quintana: Meléndez, efectivamente, compuso otra oda a José I, que se publicó en su época, pero cuya existencia ignoran aparentemente todos los biógrafos y críticos del poeta, aunque figura, con una signatura errónea, es cierto, en la Biblioteca Nacional de Madrid873.

Estos dos poemas están relacionados con los viajes que efectuó el rey José: el primero, su paseo militar por Andalucía, en 1810; el segundo, su viaje a Francia, con ocasión del bautizo del rey de Roma, en 1811.

*  *  *

La primera oda a José

En Las Memorias de Miot de Mélito y en la Gaceta de Madrid se encontrarán los detalles de las etapas y de los incidentes de esta «expedición a Andalucía». Limitémonos a destacar los rasgos más importantes.

El rey sale el 8 de enero de 1810 de Madrid y llega a Sevilla el 1.º de febrero. Del 12 de este mes al 14 de abril hace un periplo por Jerez, Puerto de Santa María, Ronda, Málaga, Granada, Jaén, Andújar y vuelve a Sevilla, donde permanece hasta el 2 de mayo, fecha de su partida para Madrid.

Durante esta segunda estancia en Sevilla se sitúa la composición de la oda «Al Rey Nuestro Señor». José, aplicando al pie de la letra el artículo primero de la constitución de Bayona: «La religión católica, apostólica y romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra», participa oficialmente, con los cuerpos constituidos, en las ceremonias solemnes de la Semana Santa. Se convoca especialmente a los consejeros de Estado para acompañarlo 874. He aquí cómo informa la Gaceta de Madrid sobre el episodio que dio lugar a este poema875:

Sevilla, 20 de abril:

Ayer, por la mañana, pasó el rei N.º Sr., con su real comitiva vestida toda de gala, a la catedral donde asistió a los oficios divinos. Por la tarde anduvo S. M. las estaciones por siete iglesias situadas a distancias considerables con el mismo acompañamiento que por la mañana. El inmenso concurso del pueblo, -que ocupaba las calles e iglesias, ha quedado edificado de la piedad del soberano y al mismo tiempo muy prendado de la ilimitada confianza que S. M. tiene en el amor y lealtad de esos habitantes, pues no se tendió la tropa ni cuerpo alguno de ellas le seguía ni ocupaba las iglesias.

El fácil acceso que S. M. permite a todo género de personas proporcionó en la carrera a su corazón generoso una escena mui tierna. Un niño de edad al parecer de ocho a nueve años, aseado y de gracioso aspecto, se acerca al Monarca, y le suplica le proporcione una carrera, pues sabía leer y escribir, y no quería ser mendigo. Este niño era hijo de un corregidor que fue de Talavera de la Reina, y que ha sido una de las infinitas víctimas de la tiranía insurreccional. Calumniado de traidor, que era la acusación de todo hombre de bien y amante del buen orden, fue conducido preso a esta ciudad con su esposa y dos hijos, de los cuales era éste el mayor. Como en aquellos tribunales sanguinarios, la menor sospecha era un delito capital, fue el padre condenado a muerte, la cual no se executó por la feliz entrada de las tropas francesas; pero el infeliz no pudo resistir a tantas angustias y vexaciones, y murió; su esposa no pudo sobrevivir a esta desgracia y dexaron a estos infelices huérfanos en el más triste abandono. El mayor, no teniendo otro recurso, se empleaba en mendigar para mantener a su hermanito. Informado S. M. de estas circunstancias, mandó que se diese a éste niño una plaza en un colegio de esta ciudad. «Pero, Señor, ¿quién mantendrá a mi pobre hermanito?» -S. M. vivamente enternecido ha dado orden para que se provea a la manutención y educación decente de estos dos huerfanitos876...

El consejero de Estado D. Juan Meléndez Valdés, bien conocido por sus obras, que componía parte de la comitiva de S. M., ha hecho a este asunto los siguientes versos:




Oda «Al Rei Nuestro Señor»


661198


No en el cansado anhelo
del mandar imperioso
ni en vil oro, ni en laurel glorioso
la dicha se halla en el amargo suelo;

sólo es pura, inefable,
superior a la suerte,
a vil envidia y ominosa muerte
la dicha de aliviar al miserable877

sus lágrimas limpiando
con mano cariñosa,
con ojos de bondad, con voz piadosa
la esperanza en su seno reanimando,

que una sola mirada,
una palabra amiga
la vida vuelve y el dolor mitiga
a un alma en crudas penas abismada.

Vos gozáis de esta dicha,
Vos, Señor, quando humano
tendéis al triste la oficiosa mano
padre común en la común desdicha;

clama a Vos condolido
el huérfano indigente,
y Rei y padre con bondad clemente
le escucháis, le acogéis enternecido.

En el fuego divino
que sólo arde en el seno
de piedad blanda, de indulgencia lleno,
arder os vi; y os emulé el destino.

Mis ojos se arrasaron
en agua deliciosa;
latiome el pecho en inquietud sabrosa,
y mi amor y mi fe más se inflamaron.

Más os amé y más juro
amaros cada día,
que en ternura común el alma mía
se estrecha a vos con el amor más puro.

Seguid, o bien querido
del cielo, a manos llenas
sembrando bienes y aliviando penas;
y nunca un día, o Tito, habréis perdido.





Los comentarios tendenciosos de que rodea a este poema Gómez Imaz son inadmisibles. Al partidismo añade la inexactitud de los hechos: «Era el 20 de abril de 1810, por la fiesta del Jueves Santo»; ya se ha visto que era el 19. «El Rey, deseoso de ganarse la voluntad del pueblo sevillano, aparentando tina piedad que no, sentía..., visitó siete iglesias de las pocas abiertas al culto». Después se adelanta el niño y dice «con desparpajo ensayado, etc. Le contestó José en voz alta, para que llegara a oídos de los transeúntes su magnificencia»: el empleo de transeúntes es muy hábil, ya que sitúa a José rodeado por el vacío, al sugerir algunos paseantes indiferentes, cuya atención hay que atraer a cualquier precio, pero concuerda mal con «el inmenso concurso del pueblo», un poco adulador, quizás, de la Gaceta. ¡Comedia!, clama, finalmente, Gómez Imaz, al denunciar este incidente como teatral y preparado.

Ahora bien, es absolutamente falso que Andalucía se mostrase hostil con José. Todos los testigos presenciales subrayan el entusiasmo popular y los historiadores posteriores, incluso los españoles, tienen que reconocer los hechos. El general Jomini habla de «jira triunfal por Andalucía»878. Toreno admite, un poco a despecho, que «acogieron los andaluces a José mejor que los moradores de las demás partes del reino y festejáronle bastantemente...», afirmación que queda, al parecer, muy por debajo de la realidad. Júzguese. Miot de Mélito, muy reservado en general e incluso pesimista, describe así la llegada a Málaga: «El recibimiento que le hicieron sobrepasó todo lo que podría esperarse del afecto del pueblo más sumiso y más adicto. Las calles estaban alfombradas de flores y colgadas de tapices y las ventanas ornadas con damas ciudadosamente ataviadas que agitaban sus pañuelos en el aire; los gritos de «Viva el Rey» resonaban por todas partes en aclamaciones prolongadas..., en fin, que no se descuidó nada de lo que el afecto, o a falta de éste, la adulación, pueden inventar para complacer»879. El general Bigarré es, sin duda, quien esboza el cuadro más expresivo y más completo de esta entusiasta acogida. Al hablar de las diputaciones enviadas para saludar al rey, subraya el cordial entendimiento entre José y el clero andaluz: «Los sacerdotes acudían a besarle las manos desde por la mañana hasta por la noche; le decían que era el enviado de Dios para liberar a España de los sufrimientos que le había infligido la dinastía de los Borbones y que, bajo el reinado de un príncipe como él, la monarquía española no podría por menos de volver a ser grande y majestuosa»880. La nobleza no se queda atrás: «Los nobles andaluces, por su lado, no sabían que inventar para manifestar al nuevo rey de España su amor y su sumisión. Unos le enviaron como obsequio una docena de magníficos toros, otros caballos andaluces perfectamente enjaezados y varios pusieron a disposición de Su Majestad a sus mujeres, a sus hijas y sus casas»881. Por lo que se refiere al pueblo, no se contiene: «En medio de este entusiasmo verdaderamente incomparable, el pueblo, tan expansivo como el clero y los grandes señores, no disimulaba la satisfacción que le causaba contemplar a su rey a cualquier hora del día y se revolcaba delante de él tan pronto como le apercibía o a caballo o en uno de los balcones del Alcázar»882.

Pero este delirio no se da sólo en la capital del «reino». En todas las ciudades, «la nobleza formada como guardia de honor acudió de más de una legua a felicitarle por su feliz llegada y jurarle una sumisión sin límites. Se trataba de ver quien le besaba los pies, las rodillas, las botas, la ropa. El pueblo, imitando este ejemplo, le besaba el caballo y se revolcaba por el suelo gritando: «¡Viva el Rey José!» Yo he visto mujeres de esa clase echarse boca abajo delante del caballo de S. M. y pedirle que les pasase por encima»883; y el general, temiendo de que se le tache de exagerado, hace protestas de su buena fe: «Hay que haber sido testigo de tan extraordinario entusiasmo para poder relatarlo fielmente»884.

Se concibe fácilmente que nuestro poeta, tan emotivo, tan sensible a las muestras de afecto, a todas las expansiones cordiales, se dejase ganar por el entusiasmo reinante. Y, además, ¿no estaba esta vez la razón de acuerdo con el corazón? España entera parecía aceptar al rey. No quedaba más que un puñado de intransigentes encerrados en Cádiz; pero se pensaba que se arrepentirían pronto. «Si alguna vez José Napoleón llegó a creerse que era realmente soberano de España, fue entonces»885. Y no sólo él lo creía. «Llegó un momento en que sus esperanzas llegaron así a verse colmadas, y en que los españoles mismos consideraban que el poder del nuevo rey se había consolidado definitivamente en Andalucía»886.

Pero más que estas manifestaciones populares, lo que había comprendido el corazón de nuestro poeta, cantor de la beneficencia y huérfano también él, detalle psicológico muy importante, era la bondad, la sencilla generosidad del nuevo rey. Su Majestad «daba a los Alcaldes conocidos como buenos administradores pruebas especiales de su estima887; y a los sacerdotes que tenían fama de caritativos y generosos les enviaba socorros para sus pobres y a menudo relojes para ellos; cuántas veces he visto yo a este príncipe filósofo y generoso despojarse de lo que llevaba puesto para dárselo a un desgraciado anciano o a una madre de familia: acostumbrado a vivir entre los hombres, sabía compartir sus necesidades, pero no le gustaba hacer ostentación cuando ayudaba a sus semejantes»888. Así, pues, el incidente de la calle de Génova se sitúa en un conjunto del que resulta artificioso aislarlo; no es, bajo ningún concepto, teatral ni preparado, como insinúa Gómez Imaz. Y precisamente la espontaneidad y la bondad que revela889 hace que broten las lágrimas de los ojos del poeta.

Si no se debe aislar el incidente que originó este poema, menos aún hay que desgajar del contexto la penúltima estrofa, como hace Menéndez y Pelayo:


Más os amé y más juro
amaros cada día...



para darle un significado político que no tiene. Ya hemos escrito que este poema sólo tiene un sentido «humanitario y apolítico»890. Si estos versos nos mostrasen únicamente el asentimiento intelectual o ideológico del magistrado al nuevo régimen, motivado por el deseo de ser útil al país (quizá con algo de ambición o de interés personal), su originalidad no tendría valor alguno a nuestros ojos. Lo que hace de esta oda un documento curioso es que nos revela móviles mucho más puros, sinceros y desinteresados y más espontáneos también. Meléndez expresa en ella su adhesión -sentimental y no lógica- no a un régimen, a una constitución, a un ideal de vida, sino a la persona misma del rey. Desde el plano de la abstracción pasamos a un plano humano: de la sumisión al amor. Una vez más, en Meléndez, la afectividad supera al intelecto y colorea su afrancesamiento con un tono particular y personal.

Y no creamos que se trata de una corazonada sin consecuencias. Meléndez, que tuvo aquel día la revelación de las cualidades humanas del rey con extraordinaria intensidad, le entrega un afecto cordial que no le retirará nunca. Nos lo prueba una anécdota facilitada por La Forest (observemos que las reacciones del poeta, aquí como en Sevilla, son de orden emotivo y no lógico): «El 29 de julio de 1810 se consagra una larga sesión del Consejo de Estado al estudio de la Tesorería del Reino. El Ministro comprueba la 'escasez de sus recursos', la necesidad de recurrir a la venta de los bienes nacionales, al papel moneda». Su Majestad mostró un gran deseo de aliviar a los servidores del Estado; el cuadro doloroso de los atrasos de su tesoro con los servidores del Estado y de los obstáculos que se oponían a su deseo de hacerles justicia hizo que su actitud cambiara. Se extendió en reflexiones melancólicas sobre la imposibilidad en que se encontraba de remediar un mal que sentía profundamente... Añadió, finalmente, que muy pronto se vería obligado a buscar los medios económicos que no podía encontrar en la capital de su reino y dejó escapar la palabra Andalucía. La emoción del rey invadió a todo el Consejo al insinuar esto último. Se hizo un lúgubre silencio. Únicamente un Consejero de Estado, M. Meléndez Valdés, se levantó para decir que seguiría a Su Majestad a todas partes891. Tal compromiso, conmovedor y valiente a la vez por lo espontáneo, nos parece completamente revelador de lo que era el afrancesamiento de Meléndez: un como vasallaje caballeresco en un feudalismo del corazón.

*  *  *

Segunda oda a José I

La segunda «oda a José I» es bastante diferente por su forma y su espíritu, así como por las circunstancias que motivaron su composición.

Se recordará que, poniendo como pretexto el bautizo del rey de Roma -del que era padrino-, José decide exponer a su hermano las dificultades en que se debate sin esperanza desde la anexión a Francia de las provincias comprendidas entre el Ebro y los Pirineos por orden de Napoleón. Sale el 23 de abril de 1811, pasa por Valladolid, Burgos e Irún y llega a París el 16 de mayo; sale de allí el 16 de junio y hace su entrada en Madrid el 15 de julio892. Una delegación «irá a recibir al Rey hasta donde se adelante la tropa», el Ayuntamiento acogerá al soberano bajo un arco de triunfo; las calles serán empavesadas, habrá orquestas distribuidas por el recorrido que seguirá el rey; habrá iluminaciones y fuegos artificiales, etc.; éstas son las medidas previstas por el programa oficial. Meléndez, por su parte, contribuyó a celebrar la vuelta del monarca componiendo una oda: «España a su Rey, Don Josef Napoleón I.º, en su feliz vuelta de Francia»893. Se trata de un poema de 286 versos, publicado en folleto por la Imprenta Real en 1811, que creemos oportuno reproducir a causa de su extrema rareza894, del total olvido en que había caído y, finalmente, de su estrecha relación con el tema de nuestro estudio.




Oda a José I


España / a su Rey / Don José

Napoleón I.º / en su feliz vuelta de Francia895

por el consejero de Estado

Don Juan Meléndez Valdés.


Hic dies vere mihi festus atras

Eximet curas.


(Hor. lib. 3, od. 14.)                



    La excelsa umbrosa cumbre de Pirene896
Doblaba ya con planta presurosa
El buen Rey que del lado
Del grande hermano, cuya gloria tiene897
Atónita la Europa y respetuosa,
Vuelve a su pueblo amado
De mil guerreros fuertes rodeado.
En vivas repetidos
Un pueblo, inmenso sin cesar le aclama,
Que en su amparo le llama,
Y hoy de su amor los votos ve cumplidos.
    Él, con su rostro de bondad, que afable
Feliz contento y confianza inspira,
Grato los aceptaba:
Cual tierno padre, que a sus hijos mira,
Su amor les muestra en su sonrisa amable;
Y el placer que gozaba
Al verse amado el júbilo doblaba.
Sublima aplauso tanto
Voluble el eco al estrellado asiento,
De la Patria contento,
Del pérfido Bretón miedo y espanto,
    Cuando, improviso, en forma sobrehumana,
Regio boato y majestad sublime,
Si aspecto dolorido,
Se ofreció ante sus ojos soberana
Matrona augusta que su acción reprime,
Lacerado el tendido
Manto de mil castillos guarnecido,
Apagados898 del lloro
Sus ojos y anublada la alta frente,
Ajando un león rugiente
Sus ricas fimbrias recamadas de oro.
    Alza la diestra en ademán grandioso,
Y un cetro de oro y perlas firme extiende.
Con aire de señora:
«Tente, le dice, O Rey; no presuroso
Me huelles, y mi voz plácido atiende,
Tu España soy, que hasta ahora899
En suerte incierta sus destinos llora.
Ya dilato el fiel seno
A la dulce esperanza: mi ventura
Disfrutaré segura,
Y un grato porvenir de gloria lleno.
    ¡Ay cuánto, cuánto, de zozobra y susto!
¡Cuánto cuidado punzador sufriera
Hasta este claro día!
    ¡Cuánto he temblado que el Hermano Augusto
Y su brillante900 Corte entretuviera
Tu vuelta y mi alegría!
Fausto, el cielo ha escuchado la voz mía.
Llega, estrecha, hijo amado,
Entre mis brazos nuestro eterno nudo.
Sé a mi flaqueza escudo
Y conhorte a este suelo mal hadado.
    Dominé un tiempo, y con excelso vuelo
Crucé desde la aurora hasta el ocaso.
Mis ínclitos pendones
Llevé y mi nombre al contrapuesto suelo,
De un nuevo mundo a Europa abriendo el paso.
Respeta mis leones:
Fueron y901 miedo a indómitas naciones;
Y con saber profundo
Mis hijos a los cielos se encumbraron,
O Leyes me dictaron
Que Temis celebró902, y admiró el mundo.
No fui por tanto más feliz: llevarme903
De estéril gloria a peregrinas gentes
Me dejé, do sin fruto
Vi la espada y la muerte devorarme904.
El error con mil formas diferentes
Cubrió de905 negro luto
La luz de mi saber: un vil tributo
A cien fantasmas vanos
Ofrecí ilusa, que aun mirar no osaba;
Y de señora esclava906
Labré mis grillos con mis propias manos.
    Hoy atizando el fanatismo impío
Su antorcha funeral, mi seno enciende.
Mis hijos fascinados
Corren a hundirse en el sepulcro umbrío;
De su madre el gemir ninguno atiende.
Mis campos asolados
En sangre ajena y propia veo inundados:
La pestilente llama
Crece y la rabia que a morir condena:
Guerra, el Leopardo suena,
Guerra, y los pueblos su bramido inflama.
    Ven, hijo, amparo y esperanza mía;
Corre a salvar907 los lacerados restos
De mi antigua grandeza.
Ven, que a ti solo el cielo los confía;
Y en ti como en un Dios, los ojos puestos
Ya calmo en mi tristeza
De mis inmensos males la aspereza.
Tú, con potente mano,
Próvido apoya mi vejez ruinosa;
Mi juventud hermosa
Por ti me torne y mi verdor lozano.
    ¡Ay cuánto por lidiar! ¡Cuánta fatiga!
    ¡Qué de cuidados y de amargas velas!
    ¡Cuánto escollo ominoso
Vas a afrontar y con nefaria liga
El bien contrastarán que heroico anhelas!
El combate glorioso
Con esfuerzo acomete generoso:
Que en ti los ojos tiene
Fijos la Europa, y silenciosa espera
Que fausto en la carrera
El premio alcances que a tu sien previene.
    ¿Y cómo no?; cuando el Excelso Hermano,
Que a par rige la espada y caduceo,
Es tu escudo potente,
Y el remedio a tu esfuerzo soberano
Libró del mal en que acabar me veo?
Ya brilla en tu alta frente
De mi bien y mi gloria el ansia ardiente.
Tiende la vista afable,
Tiéndela en torno, y a mis pueblos mira
En su ominosa ira908
Y en su delirio indómito, incansable909 .
    Ellos son hoy lo que por siempre han sido,
Del áspero trabajo llevadores,
Arrostrando la muerte
Sin una queja, un mísero gemido:
De inviolable lealtad con sus señores:
De pecho osado y fuerte
Jamás domable en ominosa suerte:
Por llano, fiel y honrado,
Claro siempre del mundo en la memoria.
¡Ay, cuánto tanta gloria,
Virtud tanta, su brillo han mancillado!
    Que arda viva en los pechos españoles
Por ti otra vez, pues a regirlos vienes
Con cetro justo y pío.
Al hondo abismo, do los ves, lanzoles
Un ciego pundonor: de alzarlos tienes
Tú el dulce poderío;
Ve en cada alucinado un hijo mío.
Alágalos humano:
Rasga al error su tenebroso velo
Y en obsequioso anhelo
Rendidos, fieles besarán tu mano.
    Bien lo vieras, o rey, cuando la orilla
Del ancho Betis, del Genil famoso
Victorioso pisaste.
¿Qué cultos no te dio mi gran Sevilla
Con pura fe, con celo generoso?
¿Qué pecho no encantaste
Cuando a la rica Málaga llegaste?
¿Qué mi real Granada
No te ostentó de amor? ¿Qué aclamaciones,
Qué ardientes bendiciones
Doquier no oíste en tu feliz pasada?
    Tú has disfrutado del placer más puro,
De la gloria mayor que humano seno
Llenó, la verdadera
De conquistar sin lágrimas; seguro
Sigue esta senda y de esperanzas lleno:
La misma soy do quiera;
Mi paciente Castilla fiel te espera.
Ya su bondad conoces:
Ya aquí suenan sus júbilos festivos;
Y entre himnos mil votivos
De la Gran Corte las alegres voces.
    Gózate afable en el común contento:
Mas tiende a par la vista observadora
Y caerá tu alegría.
¡Cuál con mis ansias congojarte siento!
De mis campos la rabia asoladora
Robó la lozanía.
La reja se forjó en espada impía.
Mis letras ve apagadas,
Quemados mis talleres y desiertos;
Y en mis seguros puertos
Mis fuertes naves del Bretón robadas.
    A ti próvido el cielo tanto
Concede el ocurrir con afanosa
Constancia y alta mente.
Ven, llega, enjuga mi apenado llanto:
Rompe, arranca la flecha ponzoñosa
Que tan profundamente
Lleva enclavada el corazón doliente.
Mi paz en tu desvelo,
De910 tus sudores mi abundancia fío:
Mi gloria y poderío
Obra serán de tu sublime celo.
    Tú poblarás mis campos asolados
Que rompa el buey con la luciente reja
Labrando mi sustento;
Triscando en tanto en los herbosos prados
La suelta cabra con la mansa oveja,
Al colono avariento
Reirá abundancia en plácido contento.
Y el genio nueva vida
Dará a la industria el vuelo desplegando,
Al trabajo alentando
La edad caduca a la niñez florida,
    Mientras las ciencias con afán glorioso
Sublimes corran por la inmensa esfera,
Las distancias midiendo
Del helado Saturno al Can fogoso
Y del flamante sol la eterna hoguera,
O en fausta paz rigiendo
Mis hijos van, al suelo descendiendo.
Mis hijos que rendidos
Adorarán la diestra bienhechora
Que bien tanto atesora,
En gratitud y en júbilo perdidos.
    Mas hoy te piden con ardiente ruego911
Al hijo que la guerra ha devorado
La madre dolorida,
La niñez guarda, la vejez sosiego,
La bella virgen a su amor912 robado,
El huérfano la vida,
La religión el ara destruida.
Por doquiera triunfante
Se alza el Genio del mal, si tú no corres
Y a todos socorres:
En tanta tempestad, Iris radiante.
    Helos, helos, si no, los ojos fijos913
Y alzados hasta ti, las manos yertas
Extenderte llorando,
Desfalleciendo en males tan prolijos,
Dudar, temer, ansiar, siempre en inciertas
Borrascas zozobrando,
De ti sólo su término, esperando;
Cual un Dios implorarte:
Buscar su vida en tu benigna frente
Y en su esperanza ardiente
Rey, Padre, Amigo, Salvador llamarte.
    ¡Qué perspectiva tan grandiosa y bella
De una gloria inmortal! Las santas leyes,
Letras, instituciones,
Creador te imploran: tu sublime huella
Sea por doquier modelo a grandes Reyes,
Y envidia a las naciones.
Con el Águila unidos los Leones
En eterna lazada,
En blanda paz se adormirá la tierra,
Bramando la impía guerra
Entre hórridas cadenas aherrojada.
    Así será, hijo amado; y yo lo veo
En un remoto porvenir: tú tiende
Por el inmenso Océano
La vista en tanto a más sublime empleo;
Y a todo, en tu hondo seno igual atiende.
El indio más lejano
Es de mis hijos venturoso hermano:
Como padre le llama;
Sol benéfico ahuyenta sus errores;
Y verasle de flores
Ornar la madre a quien respeta y ama.

    Mas ¡ay! no emules la funesta gloria
Del indómito Marte: ni así al templo
De la Fama camina.
Lleve unida a sus pasos la victoria
El Grande Hermano, de héroes claro ejemplo.
Tú en paz feliz domina;
Y justo914 al cielo, en mi ventura inclina.
Que él tu seno indulgente,
Sencillo, humano, y bondadoso hiciera,
Porque, a los siglos fuera
Dechado, ilustre tu mandar clemente.
    ¡Florezca años sin fin el suelo mío915
Bajo tal mando, y de tu estirpe clara
Mil reyes tras ti vea!
Mi ruego el cielo, favorezca pío916;
Y deme luego a la princesa cara
Que un Iris nuevo sea917
Pues su virtud al mundo918 orna y recrea;
Démela, y las hermosas
Prendas de un mutuo amor: llegue este día919 ,
Y goce el ansia mía920
Joyas, pues ya son nuestras, tan preciosas.
    Y tú ven, llega, corre». Así clamaba921
La Madre España; y a los pies lanzarse
Tentó en su angustia dura922
De Josef, que en sus brazos la elevaba923
Y en su seno otra vez tornó a estrecharse,
Y suyo ser le jura924
Y para ella vivir. Tanta ventura
En júbilo su duelo
Convierte y pasa el Rey; su fausto mando
Un lucero aprobando
Que brilla hermoso súbito en el cielo.

Madrid, 14 de julio de 1811.



En su forma impresa, la oda no nos revela ningún secreto, si no es que, al ser editada por la Imprenta Real, se debió de componer a petición o al menos con el beneplácito del Consejo de Ministros, según atestigua el imprimatur expedido por el marqués de Almenara.

Felizmente, el manuscrito original y autógrafo de este poema, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid925, nos autoriza a hacer algunas observaciones reveladoras. Se trata de una copia en limpio, hecha por el poeta, con mucho cuidado, pero recargada por numerosas correcciones (unas treinta) de desigual importancia, de las que algunas conciernen a seis versos e incluso a una estrofa completa. La mayor parte de las correcciones de detalle están hechas sin apresuramiento: la palabra adoptada en último lugar está caligrafiada en un minúsculo rectángulo de papel pegado sobre el término desechado. Pero otras rectificaciones, entre líneas, toda la estrofa 20 añadida al margen y la total ausencia de la estrofa 21 en el manuscrito, que debió adjuntarse en el momento de imprimirla, así como la mención Imprímase, firmada por Almenara y fechada el 14 de julio de 1811 (es decir, la víspera de la llegada del rey), todo nos induce a pensar que el poeta tuvo que darse prisa para terminar el poema a su debido tiempo. ¿Estaba dispuesta la tirada al día siguiente para presentársela al rey? De todos modos tuvieron que apresurarse. Este poema de circunstancias es más frío, más ampuloso, más oratorio que la oda de Sevilla, dedicada también a José I. No tiene el impulso sentimental, el ardor que daba a ésta movimiento y sinceridad. La personificación de España es un artificio empleado constantemente en la época926. La prosopopeya es otro procedimiento retórico, también muy banal927. Finalmente, encontramos en su vocabulario el arsenal completo y tradicional de las composiciones de este tipo: y las «hórridas cadenas» o la «ira asoladora» se habían hecho demasiado familiares para los lectores para que pudieran hacerles sentir el más mínimo estremecimiento.

El caso es que esta oda mereció, sin embargo, que los críticos contemporáneos se fijasen en ella. Un «Juicio crítico», anónimo, de este poema se conserva manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid928.

Este estudio, muy trabajado y cuidado, fue escrito por un afrancesado, pues no pone en duda la legitimidad política del poema. Es estrictamente literario y revela criterios netamente neoclásicos. El autor (¿Moratín, Tineo o, mejor aún, Hermosilla?, en todo caso, un miembro del grupo de Moratín), examina con espíritu purista y un poco cáustico la «falta de invención», la «escasez de imaginación» y el «lenguaje», y, por último, concluye: «Esta composición parece más bien la de un joven, que ha aprovechado en sus estudios, que la del cantor de A la Caída de Luzbel y de la Gloria de las Artes».

Hay un punto que no aborda este Zoilo anónimo: la versificación. Siendo las estrofas de contextura bastante complicada, la combinación de siete endecasílabos con cuatro heptasílabos, según el esquema:

A B c A B c C d E e D

da como resultado una estrofa de canción majestuosa y noble, que se adapta muy bien a la persona y al acontecimiento que quiere celebrar el poeta.

Fueran cuales fuesen las faltas de «invención», de imaginación e incluso de lenguaje que se puedan encontrar, este poema no carece de cierta elegancia, de auténtica grandeza y de una dignidad de forma indiscutible: hablando literariamente, Meléndez merecía mejor título que el de «Coplador del Rey Copas», que burlonamente le atribuye Fr. Manuel Martínez.




ArribaXVII.- La próspera fortuna. De don Juan Meléndez Valdés

Meléndez, caballero de la Orden Real de España.- Las recepciones oficiales.- El «Instituto Nacional».- La Academia de San Fernando.- Discurso de recepción en la Academia Española.- Batilo, académico.- Situación económica de Meléndez durante la ocupación.- El «Philosophe bienfaisant».- Meléndez, socio de la Económica Matritense.- Meléndez y la masonería


La actividad de Meléndez en el seno de los grandes cuerpos legislativos del Estado, su presencia en varias comisiones que se proponían difundir la instrucción por el país o implantar en él reformas útiles, la experiencia indiscutible que se le reconocía en las cuestiones culturales y jurídicas: educación pública, teatro, reforma de la legislación, etc., todo demuestra que el Batilo salmantino se había convertido entonces en un personaje importante del régimen. Encontramos la prueba material de ello: recompensas de todo orden, cívicas o literarias, vienen a sancionar la doble y brillante actividad del poeta-magistrado. Fue condecorado y nombrado caballero de la Orden Real de España, incluido entre los miembros del Instituto Nacional que soñó con fundar José y se sentó, finalmente, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, lo que no era una novedad, y también, y sobre todo, en la Real Academia Española.

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Estamos bastante bien informados sobre la Orden Real de España (apodada por la oposición que la apodó la Berengena), no sólo gracias a un artículo de Pérez de Guzmán en La Ilustración española y americana, sino también porque las mismas fuentes de las que este historiador ha sacado su documentaciones son fácilmente asequibles: el Prontuario de leves del Rey Nuestro Señor y los Archivos del Palacio Real, sin nombrar la Gaceta de Madrid, que no consultó sistemáticamente Pérez de Guzmán. Finalmente, la mayoría de los escritores españoles o franceses que intervienen en los acontecimientos de la época, todos, con criterios evidentemente muy distintos, la han mencionado más o menos circunstanciadamente y aportan otros detalles sobre esta «Legión de Honor» española.

La orden fue instituida en Vitoria, durante el repliegue sobre el Ebro que siguió a la batalla de Bailén, el 20 de octubre de 1808. Se trataba entonces de una recompensa de guerra, «que se intitulará, precisa el decreto, la Orden militar de España». Apenas transcurrido un año, el 18 de septiembre de 1809, esta institución ya no es sólo patrimonio exclusivo del ejército: «Se denominará en adelante Orden Real de España y se conferirá indistintamente a las clases civiles y los militares».

Pérez de Guzmán, en el artículo antes mencionado, cita treinta y dos listas de nombramientos de caballeros de la Orden Real durante todo el reinado de José, en lo que se equivoca seguramente, ya que no cita más que una para el año 1809, la del 6 de enero. Ahora bien, sin pretender aquí colmar totalmente esta laguna, podemos citar seis promociones de caballeros durante el último trimestre de 1809929.

«Los primeros olvidos -escribe La Forest- se van reparando poco a poco; pero aún quedan algunos bastante notables»930. Entre estos «olvidos», La Forest pensaba quizá en Meléndez. En efecto, el nuevo miembro del Consejo de Estado no fue incluido entre los caballeros hasta el decreto del 22 de diciembre de 1809, publicado el 29. Meléndez aparece en sexto lugar, en una lista de ocho nombres sin importancia, de los cuales el único que es bastante conocido es el de Joaquín María Sotelo, consejero de Estado. Entre los restantes figuran el decano de los concejales de Madrid, un médico del rey, un pagador de la corona, un comandante y un «escudero». No podemos por menos de pensar en estas promociones de «desquite» a las que aludía el embajador. De hecho, el nuevo consejero de Estado no esperó a leer la Gaceta del 29 para enterarse de la distinción de que era objeto. Desde el 23 de diciembre había recibido y firmado la fórmula tradicional:

«Gran Cancillería de la Orden Real de España. Juro ser fiel al honor y al Rey. Madrid, a 23 de diciembre de 1809. Juan Meléndez Valdés»931.


Este nombramiento no debió de dejarle indiferente, pues en lugar de limitarse, como la mayor parte de los beneficiarios, a enviar la fórmula de juramento debidamente rellena, Meléndez añade a ella espontáneamente una carta de agradecimiento, cuyos términos dejan entrever algo más que una simple cortesía obligada; hela aquí:

Excmo. Señor,

Recibo con el más alto aprecio el oficio de V. E. de fecha del día de ayer, en que me avisa haberse servido S. M. nombrarme caballero de la Orden Real de España, con los demás papeles que le acompañan. Incluyo a V.E. el del Juramento de la Orden firmado por mí, y le ruego ardientemente se sirva elevar a S. M. los sentimientos de mi gratitud, fidelidad y sincero amor a su Augusta Real persona.

Dios guarde a V. M. muchos años, Madrid, 23 de diciembre de 1809.

Juan Meléndez Valdés.

Excmo. Señor de Campo Alanje, Gran Canciller de la Orden Real de España932.


Meléndez debía recibir los 1000 reales que constituían la modesta pensión anual atribuida a cada caballero. Aunque no es seguro que cobrase esta suma, pues a partir de 1810 comenzaron las dificultades financieras que, agravándose sin cesar, serían bien pronto una de las causas determinantes de la caída del régimen. Lo que aparece en este mismo volumen de los archivos reservados de Fernando VII, en los que se conservan numerosas peticiones, es que Meléndez jamás solicitó ser elevado al rango de comendador: nunca, por cierto, hubiera cobrado los 30000 reales anuales adjudicados a cada una de las doscientas encomiendas; siguió siendo, pues, como Goya, Moratín, Marchena, Maella y muchos otros hombres de letras, artistas o magistrados, uno de aquellos modestos caballeros cuyo número estaba limitado a 2000. Y en las recepciones oficiales, en que debía lucir su uniforme de gala, en lugar de ostentar pendiente de un collar la famosa medalla, se limitó a colgar del ojal de su casaca la estrella de oro de cinco puntas rematada por una corona: «Sobre una faz de una estrella rubí, suspendida por una cinta de color carmesí, que se colgará al botón de la casaca, estará representado el león de España, con la siguiente inscripción: «Virtute et fide», y sobre la otra faz estará representado el Castillo de Castilla, con la inscripción: «Ioseph Napoleo, Hispaniarum et Indiarum rex instituit»933 .

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No faltaron ocasiones a nuestro poeta para llevar dicha insignia. Sabemos pertinentemente que fue invitado a recepciones oficiales tanto en Palacio como en el Ayuntamiento y que tomó parte en ceremonias políticas, en que la etiqueta exigía el traje de gala. Una lista, que extraemos de un expediente relativo a las Juntas de asuntos contenciosos, contiene las fechas de veintinueve recepciones a las que fueron invitados los miembros de este tribunal durante los años 1809 a 1812, ambos inclusive934. Y aun esta lista está incompleta, ya que falta por lo menos la fiesta del 15 de agosto de 1811, atestiguada por otros documentos.

Los motivos de estas recepciones son de diversa índole:

  • Fiestas legales: 1.º de enero.
  • Fiestas religiosas: Navidad, Pascua, Corpus Christi, San Isidro.
  • Fiestas imperiales o reales: 19 de marzo, San José, el santo del rey; 23 de mayo, aniversario de la reina; 15 de agosto, el santo de Napoleón, etc.

A veces se trata de acontecimientos políticos extraordinarios: 18 de febrero de 1810, éxito de la expedición a Andalucía; 31 de marzo de 1811, nacimiento del rey de Roma.

Además, existe una jerarquía: el 1.º de enero sólo es una fiesta de «media gala», mientras que Pascua y el 15 de agosto exigen que los cortesanos exhiban sus mejores atavíos: gala «con uniforme». Lo mismo ocurre con las fiestas que celebran el nacimiento del rey de Roma y, en esta ocasión, las «iluminaciones y el traje de gala durarán tres días».

Desde su nombramiento como fiscal de las Juntas Contenciosas, Meléndez, así como todos los jueces de los tribunales superiores, los consejeros de Estado, los grandes de España, los obispos y arzobispos, etc., tuvo el derecho de acceso al salón del trono, la cuarta de las siete salas de recepción del Palacio. Debemos a un testigo ocular una «instantánea», en la que están representados al natural, el 1.º de enero de 1812, tres hombres de letras -Meléndez entre ellos- a su entrada en el salón de recepción: «Me propuso Aristizábal que nos colocásemos cerca de la puerta, y desde allí me nombraba a los que entraban. Uno de los primeros, hombre bastante alto, de cara austera, cuyos ojos cansados estaban velados por unas lentes verdes, era un sabio eclesiástico, el Sr. Llorente, antiguo secretario de la Inquisición y entonces consejero de Estado de José. También vi pasar a dos poetas españoles, personalidades destacadas ambos: Meléndez Valdés, que sonreía graciosamente a todos, con su uniforme de consejero de Estado, y Marchena, que tenía aire muy hosco y ostentaba la cruz franco-española de José en su pecho. Creo que acababa de hacer representar, por aquella época, en el teatro del Príncipe, una traducción de Tartuffe»935. Otras fiestas tenían lugar en el Ayuntamiento, como el baile del 23 de mayo de 1810; encontramos de nuevo el nombre de Meléndez al lado del de Llorente en la lista de invitaciones que precisa: «Las esposas de todos estos señores han sido igualmente invitadas». No es imposible, e incluso es probable, que el poeta fuera invitado algunas veces al Gran Círculo, como lo fueron sus antiguos colegas de la Junta de asuntos contenciosos. No sabemos con seguridad si José distinguió particularmente al célebre poeta; el general Hugo escribe: «Durante su reinado en España, José concedió una protección constante a los sabios y literatos de prestigio. Les dio cargos importantes y siempre les manifestó una especial estima»936. Pero ¿fue nuestro poeta admitido -en el círculo inmediato al rey, en estos Comités de Familia de los que habla el general Bigarré y en los cuales el propio rey declamaba: «Versos de Corneille, de Racine y de Voltaire, con todo el gusto de que estaba lleno»937. La estima personal que Meléndez debía de testimoniar al rey no nos permite afirmar que fuese así.

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Sin embargo, tenemos muchas pruebas indiscutibles de la consideración oficial de que gozaba el poeta. La primera de todas, y la menos conocida también, es su inscripción en las listas del Instituto Nacional. Todos los historiadores han hecho notar que José I intentó transplantar y aclimatar en España las más de las instituciones francesas o reorganizar las que ya existían en la península para refundirlas según el modelo francés correspondiente. La promulgación de la Constitución, la supresión de la Inquisición y de las órdenes religiosas, el impulso dado a la enseñanza primaria, la tentativa de adaptar a España el Código Napoleón, etc., son otras tantas manifestaciones de esta actitud; sin embargo, algunas instituciones previstas al comienzo del reinado no pudieron funcionar jamás: tal ocurrió con el Senado, creado en principio por la Constitución de Bayona, pero que no se reunió; así también con el Instituto Nacional o la Gran Academia, al parecer creada sobre el modelo del Instituto de Francia.

En una obra titulada El poder civil en España938, Danvila publica939 el proyecto de creación de este eminente colegio, o más bien la lista de los miembros que debían integrarle. Meléndez aparece al lado de Moratín en la sección de Poesía. Pero en la sección jurídica se encontraban nombres conocidos, los de los colegas del poeta en el Consejo de Estado, Cambronero, Arnao y Sotelo. Sería inútil deplorar que este instituto no se haya reunido nunca. Sin embargo, es ésta una de las innovaciones del régimen josefino que encontró disculpa a los ojos de un juez generalmente bastante severo: «De todos modos, escribe Menéndez Pelayo, la lista fue formada con mucha inteligencia, como lo prueban las calificaciones que acompañan a cada hombre»940. Ignoramos en qué fecha se proyectó la creación de este cuerpo y si la elaboración de la lista publicada por Danvila tiene alguna relación con la Junta de Instrucción Pública, encargada de la reforma cultural del país.

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Si no pudo, y con motivo, tomar parte en los trabajos del Instituto Nacional, Meléndez, en cambio, durante los años de 1808 a 1813, participó algo en la vida, por otra parte bastante lánguida, de dos grandes sociedades de las cuales era miembro: la Academia de Bellas Artes y la Real Academia de la Lengua.

Para la primera hemos sacado nuestra documentación del Libro de Juntas (1813-1818)941. Resulta, según éste, que Meléndez no volvió a establecer contacto con la Academia de Bellas Artes hasta finales de 1811. No nos extrañaremos de su ausencia durante el período de 1798-1808: el destierro le retiene en Medina del Campo, Zamora y Salamanca hasta abril-mayo de 1808. Tampoco aparece en lo que queda de año: el asunto de Oviedo le aleja de la capital hasta agosto de 1808, y lo inseguro de los tiempos, la invasión del país, las dudas sobre el partido que tomaría alejan al poeta de las preocupaciones estéticas. Hasta 1812 la Academia de Bellas Artes está dormida casi por completo: cinco sesiones en tres años revelan apenas algún resto de vida en este organismo soñoliento942.

En la última de estas juntas, la «ordinaria» del 29 de diciembre de 1811, hallamos de nuevo -tras una ausencia de trece años y medio- «al Excmo. Señor Don Juan Meléndez Valdés»; la víspera había participado en una «Junta particular», en compañía de Bernardo Iriarte, Manuel Pérez del Camino, Mariano Maella y Silvestre Pérez, que hace de secretario; desde enero hasta abril de 1812 asistirá aún a cuatro sesiones943. Así, pues, Meléndez sólo frecuentó la Academia durante cuatro meses, a lo largo de los cuales tomó parte en seis reuniones: tres «restringidas» y tres «ordinarias», y esto es todo. El registro no menciona su nombre después del 12 de abril de 1812. El 17 de mayo, el académico prepara su misión en Segovia; en agosto y septiembre está en Valencia; a partir de entonces, los acontecimientos se precipitan, los trabajos se suspenden y no se reanudarán hasta el 20 de junio de 1813, la víspera de la batalla de Vitoria, en un Madrid liberado de la ocupación francesa.

Por entonces las juntas no reunían apenas una docena de miembros; hemos anotado en el registro los nombres de Bernardo Iriarte, Manuel Pérez del Camino, Maella, Fernández Navarrete, Juan de Peñalver, Carmona, Sepúlveda y algunos personajes menos conocidos, como Silvestre Pérez, «vicesecretario»; Juan Adán, Juan Antonio Cuerbo, Esteban de Agueda, P. Hermoso.

Bien es cierto que los temas abordados no eran propicios para despertar el entusiasmo: sólo se trataba de asuntos internos, sustituciones de académicos fallecidos o «ausentes», exención del servicio de la guardia cívica para los empleados subalternos de la Academia944, sustitución de dos arquitectos nombrados por José I que han presentado su dimisión945, examen de las cuentas de 1808, 1809 y 1810; lectura de las memorias de los empleados que piden fondos; así el archivero Juan Pascal Colomer, «que se encuentra en la más extrema indigencia, porque hace ya más de dos años que no percibe sus emolumentos en la Imprenta Real» (12 de abril de 1811). Los académicos intentan volver a dar a esta institución alguna apariencia de vida, reanudando las clases nocturnas de dibujo, de matemáticas, etc. Pero se necesita leña para calentar las aulas, velas para trabajar; hay que encontrar un modelo para los desnudos... y las arcas están vacías. La única buena noticia se da en el transcurso de la sesión ordinaria del 12 de abril de 1812, a la que asiste el autor de la oda a las Bellas Artes; la municipalidad de Madrid, asociándose a los esfuerzos de «estos señores», «ofrece 12 premios de 300 reales para los alumnos de la Academia».

Así, pues, las cuestiones tratadas, puramente administrativas -finanzas y personal- no tienen ninguna significación artística; ni discursos, ni recitales poéticos, ni discusiones estéticas, como en los buenos tiempos en que Jovellanos presenta ante la ilustre asamblea al joven Batilo; únicamente insolubles y mezquinos temas de dinero. Se comprende que el cantor de la Gloria de las Artes se abstuviese de asistir frecuentemente a las sesiones, cuyas actas reflejan bastante bien la atmósfera aburrida y producen al lector la misma impresión que -el informe de un síndico de quiebras.

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Tampoco debió de ser mayor la asiduidad de Meléndez a las sesiones de la Academia de la Lengua946, pues sólo la frecuentó durante cuatro semanas (en septiembre y octubre de 1810). Aunque también es cierto que durante este corto período tomó parte activa en los trabajos de la sociedad. Sabemos que Batilo fue nombrado miembro honorario el jueves 24 de julio de 1798. Mas la pena de destierro que le alcanzó poco tiempo después le impidió, como es lógico, participar en las sesiones entre 1798 y 1808; el desterrado partió rápidamente, antes incluso de ser recibido por sus colegas. La guerra interrumpió las sesiones de la Academia a partir del 20 de noviembre de 1808 hasta el 6 de septiembre de 1810. A esta reanudación de los trabajos asiste nuestro poeta magistrado, «consejero de Estado y presidente de la Comisión de Instrucción Pública», según precisa el acta. La semana siguiente, el 11 de septiembre de 1810, Meléndez toma posesión de su plaza y con este motivo pronuncia un discurso que ha sido publicado hace más de ochenta años947. Este discurso, muy breve -sólo ocupa cuatro páginas en la citada edición-, no carece de interés para nosotros, porque el autor aborda en él el problema del galicismo948. Según Navarrete, el recipiendario completó su intervención leyendo un poema: «Tomó posesión el 11 de septiembre de 1810, leyendo además el poemita de la Creación, que agradó mucho»949.

El primer biógrafo de Batilo, aunque restablece la fecha exacta de la ceremonia, nos induce a un doble error a propósito del poema: no puede tratarse de los veintiún versos de la oda a la Creación, publicada por A. Rodríguez Moñino950, simple borrador, esbozo muy imperfecto, inacabado y poco digno de ser leído tras un discurso de recepción. Además, el libro de sesiones de la Academia no menciona ninguna lectura de poemas el 11 de septiembre, pero sí nos informa de que, la semana siguiente, el nuevo académico leyó una obra titulada «La Creación o la Obra de los seis días» (18 de septiembre de 1810). Se trata, pues, del largo poema bíblico que el autor, según Quintana, tuvo ocasión de pulir, al mismo tiempo que su traducción de la Eneida, durante su exilio en Zamora y Salamanca, y que, a partir de 1820, figurará entre sus «Odas filosóficas y sagradas». La lectura del «poemita» debió de ocupar una buena parte de la sesión, ya que esta oda, una de las composiciones más extensas del autor, consta de 530 versos951.

Así, pues, la participación del consejero de Estado en los trabajos de la docta asamblea aparece como mucho más directa, mucho más activa, que aquella cuya huella ha conservado, aunque bien es cierto que muy lacónicamente, el registro de sesiones de la de San Fernando.

¿Atrajo de nuevo esta actividad la atención sobre el poeta tras los doce años de exilio y olvido a los cuales hace alusión con amargura en su discurso? Es posible. La Academia de la Lengua, al igual que la de San Fernando, debía proceder también a llenar los vacíos causados por las «ausencias» o los fallecimientos. Lo cierto es que, poco tiempo después de las sesiones que acabamos de evocar, el 2 de octubre de 1810, Meléndez fue nombrado académico «supernumerario», y menos de dos años más tarde, el 16 de junio de 1812, elegido académico de número «Individuo de Número». Esta sesión es, sin duda, la última a la que pudo asistir; inmediatamente después tuvo que marchar a Segovia, adonde le llamaban sus funciones de presidente de la Junta de Prefectura.

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Si es cierto que Meléndez era ambicioso952 -en todo caso su mujer tenía ambición de sobra por los dos-, debió de encontrarse colmado en este mes de junio de 1812. Fiscal de las Juntas Contenciosas, más tarde consejero de Estado, designado miembro del Instituto Nacional, académico de honor de San Fernando, miembro de la Academia de la Lengua, caballero de la Orden Real de España, presidente de la Junta de Instrucción Pública y presidente de la Junta de Prefectura de Segovia, recibido en Palacio, Meléndez debía de sentirse satisfecho cuando, al recibir una carta de su familia de Extremadura, abarcaba con el pensamiento el camino que había recorrido el pequeño pueblerino de Ribera del Fresno953. La misma satisfacción podía experimentar cuando consideraba su situación financiera.



Situación económica de Meléndez bajo José I

Si existe un argumento que los leales súbditos de Fernando VII han esgrimido con complacencia contra sus compatriotas adictos a José I, es, sin duda, el de haberse aprovechado de las circunstancias para enriquecerse sin vergüenza.

No hablé ni de cédulas hipotecarias de los señores ministros y consejeros, ni de aquellos donativos y gracias pepinales a pretexto de indemnizaciones, ni de tantas fraudulentas compras, ni de tantas nuevas fortunas que sobre las ruinas y escombros de la patria vi levantar rápidamente desde el polvo de la nada954...


Es cierto que Meléndez no había salido del «polvo de la nada»: a la muerte de su suegro, el poeta -o su mujer- había heredado numerosas tierras cerca de Salamanca; sus rentas, unidas al sueldo de fiscal, que el poeta había vuelto a percibir íntegro desde 1802, permitían al matrimonio vivir con gran desahogo e incluso adquirir otras propiedades que los entendidos juzgaban excelentes955.

Es verdad, sin embargo, que Meléndez «aprovechó» las ventajas que le ofrecía el nuevo régimen: en primer lugar por sus promociones. En 1798 percibía, como procurador en el tribunal madrileño, 36000 reales anuales. Cuando fue designado fiscal de las Juntas Contenciosas vio su sueldo acrecentado en 20000 reales956. Finalmente, a partir de noviembre de 1809, percibió 100000 reales al año957, al menos en tanto el tesoro del rey José estuvo en condiciones de hacer frente a sus obligaciones; más tarde, una parte del sueldo se pagó en bonos o «vales», garantizados por la venta de bienes nacionales. Así, pues, en menos de un año Meléndez vio su sueldo de 1808 casi triplicado.

Pero el poeta no se contentó con estas ventajas. Fue, en efecto, comprador de bienes nacionales, y por lo tanto no escapa completamente a las acerbas críticas del padre Martínez. Ya hemos tenido ocasión de señalar ciertas compras de tierras que efectuó durante este período958. Sólo las mencionaremos para recordarlas; pero hemos encontrado otros documentos que lanzan una curiosa luz sobre algunas de las transacciones de este cantor de la mediocritas horaciana.

En enero de 1810 se proponía comprar una casa en Madrid.

Yo tenía en aquella época sumisionada una casa en esta corte, para cuyo pago de la octava parte contaba entre el demás metálico, el referido libramiento según lo prescribían los reales decretos sobre enajenación de fincas nacionales; pero no habiendo llegado a realizarse la expresada sumisión, aunque sin culpa mía, me quedé con el libramiento para hacer uso de él en otra compra en el caso de que el tesoro público no pudiese satisfacérmele, como satisfizo los de mis compañeros, correspondientes a los mismos meses»959.


Los términos de esta carta no dejan de ser reveladores y hacen perder alguna fuerza a las críticas de fray Manuel Martínez; parece, en efecto, que los afrancesados, conscientes de la inevitable devaluación del papel-moneda, de los bonos, vales y otras letras de cambio, procuraron realizarlos lo más pronto posible, invirtiéndolos en la medida en que estaban oficialmente admitidos por decreto, en una compra de bienes nacionales. La precipitación con que los poseedores de vales o de órdenes de pago procuraban hacer efectivos sus títulos nos es forzosamente una prueba de codicia: las dificultades de la tesorería real hacían urgente tal conversión. Bajo esta perspectiva Meléndez no aparece como un hábil especulador: incluso se muestra más bien torpe, ya que dieciocho meses después de recibir su orden de pago, y cuando ya todos sus colegas han percibido el importe de la suya, no sabe cómo deshacerse de su inútil trozo de papel. Lo que es seguro es que no se encuentra su nombre en una lista de compradores de bienes nacionales, correspondiente al año 1810, y al parecer de Madrid y sus alrededores inmediatos, mientras que encontramos allí los del conde de Mélito, de Bernardo Iriarte, de García de la Prada, de Juan Antonio Melón, de Llorente; este último, particularmente bien situado como administrador de bienes nacionales, compra, entre el 6 y el 8 de enero de 1810, dos casas, por 96000 y 72000 reales, respectivamente. Por su parte, Urquijo compra tierras e inmuebles por valor de 1800000 reales960.

¿Fue para deshacerse de su famosa orden de pago de 11000 reales por lo que se propuso comprar la finca de Cojos, en la provincia de Salamanca? Lo cierto es que el 15 de septiembre de 1810 cedió sus derechos a un desconocido; pero el 13 y 20 de septiembre del mismo año adquiere la Torre de Martín Pascual y la tierra llamada «El Pedroso», ambas situadas en la provincia de Salamanca y pertenecientes en otro tiempo a la Orden de los dominicos de esta ciudad961.

Pero aún hay más: Meléndez recibió hacia esta época una fuerte indemnización. ¿En qué fecha y por qué motivo? ¿Se trata de los daños causados por las tropas en su casa de Salamanca, con el saqueo de su rica biblioteca? Sólo hay un hecho cierto: que entre 1809 y 1811, Meléndez debió de recibir, a título de «indemnización», 500000 reales962.

En ningún momento de su carrera se había encontrado Meléndez en posesión de una fortuna tan grande, al menos sobre el papel. El poeta, que creía llegado el reinado de las luces y que, hasta en 1811, podía pensar que José I sería finalmente aceptado por España, no tenía por qué quejarse personalmente del nuevo régimen. No creemos que Meléndez fuera «afrancesado» por interés, pero está claro que su interés personal no podía por menos de reforzar sus convicciones.

Diversos hechos demuestran que este acrecentamiento de su fortuna no endureció su corazón. Además de los servicios que prestó a sus allegados y familiares963, usó frecuentemente de su influencia, cuando no de su dinero, para aliviar a los infortunados. La frecuencia con que recurrían a él prueba que tanto su bondad como su crédito eran reales.

Martín Fernández Navarrete, en su biografía inédita, cuenta algunas anécdotas que no han sido recogidas por Quintana:

«Quien conociese el carácter de Meléndez, tierno, compasivo y extremadamente dócil [no] extrañará... los empeños que tomó para libertar la vida a varios desgraciados patriotas y al cabildo y ciudad de Zamora de una contribución de dos millones de reales que le habían impuesto los franceses». Podemos añadir algunos rasgos significativos que hemos sacado de diferentes documentos de los archivos.

En abril de 1810 ó 1811, el director del hospicio de Madrid se dirige a su buen corazón por intermedio de Mariano Lucas Garrido... «Procure su amistad de Vd. hacer que [el amigo Valdés] hable al Sr. Almenara sobre los asuntos de este establecimiento que hace 20 meses que no se le da un cuarto, y que le ha faltado toda su cuantiosa dotación que tenía de dos millones y medio de reales; y a pesar de esto, mantengo 800 personas con el mayor aseo y limpieza, y con una comida santísima y un pan de lo mejor que se vende en la plaza... Pero como todo depende de lo que hablamos aquí, su amigo Meléndez y yo, que antes deveríamos saber si el Sr. Almenara gustaba de que se formase un superintendente Gral. de todos los Hospicios del Reino... estoy pendiente de sus avisos y así, Amigo mío, haga Vd. que le hable»964.


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En diciembre de 1810 y noviembre de 1811, dos cartas de una viuda sevillana hacen alusión a una intervención del poeta: doña Sebastiana de Aguilar y Cueto -que había ofrecido hospitalidad al poeta con ocasión del viaje real a Andalucía- había obtenido, el 25 de abril de 1810, 200000 reales de indemnización, en cédulas pagaderas por el Ministerio de Hacienda. Pero el 8 de diciembre pide a Meléndez que intervenga en su favor. No le ha sido pagada su pensión de viudez. Tiene que mantener a seis hijos, y su hermano, que ha recogido a la desgraciada familia, ha agotado todos sus recursos. Pide una reconversión de estos valores, «que deví a la bondad de V. E... V. E. fue el móvil eficaz y poderoso de la liberalidad de S. M. y con su buen corazón esta piadosa obra la ha de completar; por tanto, le suplico encarecidamente (sic) no se desagrade y si le parece dable de conseguir lo insinuado mediando su influjo y grande protección se sirva contestarme y si he de remitir memorial o representación a S. M. y por el ministerio que deva ser, o por la mano de V. E. para inmediatamente executarlo y tener este consuelo...

»Ruego a Dios nuestro Señor guarde su importante salud. Sebastiana Aguilar y Cueto de Portillo»965.

La intervención de Meléndez no fue totalmente inútil. «Mi gratitud a la bondad de V. E. no pudo menos que hacer salir mis lágrimas y las de toda mi familia...», escribe doña Sebastiana en una segunda carta.

Pero la bondad del poeta se manifiesta, sobre todo, por el tacto con que hace el bien: sabe la importancia de las formas, de la manera de dar; para cada uno tiene una atención. En efecto, añade la viuda: «... Lisonjeándonos el afecto grande que le merecemos y que vierte cada expresión de su apreciabilísima carta que hemos leído una y muchas veces con placer y ternura»; sus hijos «serán sus servidores reconocidos a las bondades que les dispensa». En cuanto al hermano de la corresponsal, le expresa «su más sincero cariño, agradeciéndole la memoria de haberle remitido el ejemplar de su obrita con el motivo del regreso del rey, cuyo mérito es igual a tantas producciones con que ha enriquecido la sociedad literaria, y dice la conservará como un documento que testifica el aprecio que le merece»966.

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Seis meses antes de esta última carta, la muerte de un colega del poeta, don Luis Marcelino Pereira, brinda a Meléndez la ocasión de otra intervención. Pereira, oidor en Valladolid al mismo tiempo que Batilo, antiguo miembro de las Juntas Contenciosas, había sido promovido a consejero de Estado por el mismo decreto que Meléndez Valdés, el 2 de noviembre de 1809967. Falleció el 30 de abril de 1811968. Meléndez con este motivo escribe a Mariano Luis de Urquijo, que en compañía del rey va de camino para Francia, la siguiente carta969, que reproducimos íntegramente, ya que es inédita y permite precisar las relaciones de Meléndez con Urquijo:

Madrid, a 2 de mayo 1811.

Mi querido Mariano, aunque no tuve el gusto de darte un abrazo antes de partir, mi fino cariño te acompaña en todo el viaje, deseándote cual siempre salud y felicidad: supe tu avería en la primera jornada, y tu caída antes de llegar a La Granja, celebrando mucho no fuese nada; cuídate sin embargo mucho, y procura volver presto y tan bueno como yo te deseo. Por la carta que te escribe la Pereyra verás la muerte de nuestro común amigo, que me tiene consternado y lleno de dolor; él te amaba mucho y pronunciaba tu nombre con respeto y cariño; otro tanto le sucede a la pobre viuda, a quien he oído, con mucho gusto mío, que todo lo esperaba de ti, así para sí misma como para su hijo Luis de quien habla en su representación a S. M. ¿Necesitaré yo, mi amado Mariano, rogarte, ni decirte nada en su favor? Tu corazón y tu bondad, y la amistad que tuviste al difunto, y los ruegos de la viuda ¿no te hablan en favor de los dos con más energía que mi pobre y desaliñada pluma? Una palabra tuya a S. M. al darle cuenta de la muerte, puede hacer la felicidad de madre y hijo, y enjugar las lágrimas de los desconsolados. Hazlo así, mi amado Mariano, y añadiré yo, y todos añadirán esta nueva prueba de tu bondad y tu fineza a tantas como nos tienes dadas, y todos conocemos. Así te lo ruega encarecidamente mi cariño, y así lo espera confiada mi tierna amistad. Otra y otra vez, mi amado Mariano, cuídate mucho y vuelve tan feliz como desea tu invariable

Juan Meléndez Valdés.

Excmo. Sr. Dn. Mariano Luis de Urquijo.


Al margen, con otra tinta, pero también autógrafa:

El hijo de nuestro difunto amigo se llama Luis, y tiene toda la instrucción y disposiciones para oficial de una secretaría. ¡Ojalá que tuviese esto mi amado Mariano!


Es sorprendente comprobar que estas diferentes cartas son contemporáneas de los «Desastres de la Guerra» de Goya. Las atrocidades de los combates y emboscadas no habían agotado esa gran corriente de sensibilidad y lágrimas que inundó el final del siglo XVIII y que continuó manando a principios del XIX. Se llora en Madrid y se llora en Sevilla; se llora de tristeza, de alegría o de agradecimiento; se llora sin freno delante de los amigos o de los extraños; se tiene el rostro «bañado de lágrimas» o los ojos «arrasados en agua deliciosa». Existe una voluptuosidad de las lágrimas, de las lágrimas derramadas sin falso pudor, «que no son flaqueza las lágrimas y el llanto». Se llora a menudo por bondad de alma, por simpatía, por ternura; se asegura que «los ojos secos son señal de un corazón seco». La humanidad, la beneficencia, la caridad, el amor al prójimo nacen, como Eloa, de una lágrima pura. Bajo este ángulo y dentro de este conjunto hay que considerar, si queremos comprenderla, la primera oda de Meléndez al rey José.

Ya hemos dicho que existían en Meléndez entusiasmos espontáneos, que sólo pueden explicarse por una especie de quijotismo de corazón: el caballero de la Triste Figura, vencido por las armas y decepcionado en su generosa empresa de defensa de los oprimidos, quería convertirse en el pastor Quijotiz. En Meléndez encontramos las mismas aspiraciones, los mismos ideales, pero la evolución es inversa: el Zagal del Tormes, dolido por la maldad de los hombres que le obligan a un retiro injusto, se hace, en su madurez, el protector de la viuda y del huérfano.



Meléndez, socio de la Económica Matritense

Ese mismo deseo de ser útil a sus conciudadanos, esa preocupación constante por todo lo que se relacionaba con la beneficencia, las desgracias, en fin, que la guerra acumulaba sobre el pueblo español, habían de llevar al cantor de la Beneficencia a reanudar las actividades ilustradas y benéficas que había iniciado, años antes, en la Sociedad Económica Aragonesa970. Es en el quinquenio 1808-1813 cuando Batilo se hace socio de la Matritense y toma parte activa, si no preponderante, en sus tareas.

Una «lista de los señores individuos de la Real Sociedad Económica» de diciembre de 1809 nos llevó a creer que el poeta era ya entonces miembro de la referida entidad, como los otros 184 nombres que recoge. Pero la lista, retocada, no es fidedigna. En realidad, ni en 1809 ni en 1810 Meléndez asistió a las juntas de la Matritense porque no era socio de la misma. La solicitud en que expresa su deseo de «tener la honra de pertenecer a la Real Sociedad para ocuparse en el desempeño de sus benéficos designios en favor de la Patria» está fechada en 9 de enero de 1811. Casi al mismo tiempo que él otras 26 personas obtuvieron el título de Socio, entre ellas Marchena, José Antonio Conde y González Arnao. Dos ministros entonces en ejercicio ocupaban cargos relevantes entre los «oficiales» de la Sociedad: el Marqués de Almenara, Ministro del Interior, era Director, y don José Mazarredo, Ministro de Marina, Vicedirector.

Hubo 47 juntas en 1811 y 35 en 1812. El promedio de presentes varía de 12 a 10. Meléndez concurre a 21 de ellas el primer año y a 13 el segundo; pero, además, tomó parte en 1812 en un acto oficial y extraordinario, que le condujo a Palacio. Al iniciarse el mes de junio de 1812 desaparece definitivamente el nombre del poeta de la lista, cada vez más breve, de los concurrentes. Durante el año de 1813 tampoco asiste. En total, pues, Meléndez concurrió, en un período de 17 meses, a 35 juntas o actos de la Económica Matritense. Pero aunque irregular, su participación distó mucho de ser meramente pasiva.

En efecto, desempeñó varios encargos o comisiones que le confió la Sociedad; y lo hizo a satisfacción de ésta, pues varias veces le propusieron para «oficial»: para tesorero, luego para segundo director en 1812 y hasta para director en enero de 1813. También fue censor interino y secretario accidental, y en siete ocasiones distintas se vio comisionado por la Sociedad para evacuar encargos o redactar informes. Pero los tres asuntos más significativos en que intervino son: la resolución de los graves problemas económicos del colegio de Sordomudos, la recuperación de los fondos incautados por el Real Erario y la novelesca fuga del socio Pérez Villamil.

Cuando en 1795 se fundó el primer colegio de Sordomudos de España, se pensó, naturalmente, en confiar a la Matritense, tutora ya de varias escuelas patrióticas, el patrocinio y administración del nuevo establecimiento, cuyos gastos eran cubiertos con unas asignaciones sobre las mitras de Cádiz y Sigüenza. Pero con las dificultades económicas que acarreó la guerra de la Independencia se volvió muy precaria la situación de los desventurados niños. A pesar de la enorme correspondencia que sobre el particular mantuvo la Matritense con el Gobierno, no consiguió ninguna mejora concreta. Los informes denuncian «los indecibles apuros» de los niños y de la Sociedad. Por ejemplo, en julio de 1811, las deudas del colegio pasan de 31000 reales y los ingresos no alcanzan 2000 reales: un donativo de 1330 reales del Ministerio y 500 reales «que ha entregado el Sr. Meléndez y ha, logrado del Excelentísimo Sr. Director». En vista «del estado deplorable a que se hallan reducidos los infelices sordomudos», la Sociedad solicita que se pongan enteramente a cargo de la municipalidad.

También es la falta de recursos la que motivó la segunda comisión de Meléndez. En junio de 1809, el entonces secretario don León de Galarza y doña María del Rosario Zepeda, que lo era de la Junta de Damas, se vieron en la precisión de entregar al Ministerio de Policía los 130000 reales pertenecientes al Montepío de Hilazas, patrocinado por la Matritense. Meléndez, con el socio Garriga, quedó encargado de preparar una representación (mayo de 1811). Su texto fue aprobado, pero no surtió fruto alguno. La Sociedad repitió la gestión, rogando esta vez se le atribuyera «una casa de bienes nacionales», donde podría instalar sus oficinas, archivo y máquinas. También fue encargado Meléndez de esta segunda gestión, con tan poca fortuna al parecer como la primera vez.

El tercer asunto en que intervino el poeta es más bien político. El erudito jurisconsulto don Juan Pérez Villamil, individuo de las Reales Academias de la Lengua y de la Historia y de la Matritense, había empezado a preparar, a insinuación de la Junta, una traducción y una edición monumental de Columela. Pero Villamil, comprometido en la sublevación del Dos de Mayo -al parecer redactó el famoso bando en que el Alcalde de Móstoles declaró la guerra a Napoleón-, es enviado a Francia y confinado en Orthez. La Sociedad escribe una elocuente representación en su favor (febrero 1811), insistiendo en que con el destierro de Villamil la traducción y edición de Columela quedan paradas. Tres meses más tarde se anuncia que «el Emperador había concedido la libertad al Sr. Villamil por quien se había interesado la Sociedad». Pero aprovechando el pasaporte que se le había dado, Villamil, tomando las de Villadiego, se fuga con tres compañeros y se pasa al partido de la resistencia.

La Sociedad nombra unos comisionados, entre ellos a Meléndez, para estudiar «los medios de impedir que la conducta de Villamil perjudique a los beneméritos españoles detenidos en Francia». La comisión decide preparar una representación que escribe Meléndez. No hemos encontrado el texto de la misma, a la cual había dado la Junta su total conformidad.

En 1812, Meléndez sigue frecuentando la Económica, cuyo director es entonces su amigo, don Manuel María Cambronero. Entre otras comisiones, «el Excmo. Sr. D. Juan Meléndez Valdés fue encargado de la formación del Elogio fúnebre de nuestro difunto socio el Excmo. Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos, y de dar cuenta a la Sociedad luego que lo tenga concluido para que acuerde la lectura y publicación cuando este cuerpo patriótico lo tenga por conveniente». Al parecer, Meléndez, que desempeñó entonces varios cargos oficiales, no tuvo tiempo de componer este discurso, que no hemos podido encontrar en el archivo de la Matritense.

Sin embargo, hemos hallado una prueba de la actividad literaria de Meléndez en la Sociedad Madrileña. En abril de 1812 acuerda la Sociedad cumplimentar al Soberano, con motivo del aniversario de su exaltación al trono. Meléndez forma parte de la comisión preparatoria. Se acuerda que se ofrecerán al rey los cinco tomos impresos de Memorias, un sexto formado con las copias de las Memorias todavía sin publicar, y que se le haría una «exposición», es decir, «relación de las tareas de este Cuerpo» acometidas y realizadas por la Sociedad durante su reinado. Redacta la relación el secretario de la Corporación, señor Siles; pero antes de pasarla a limpio, por orden de la Junta, se entrega la copia a Meléndez para que haga las correcciones que le parezcan. Y, en efecto, con su letra menuda e inconfundible, el poeta consejero hace unas ciento cinco adiciones o correcciones, por lo general muy breves, pero en dos o tres lugares, de una o dos frases. El 22 de mayo de 1812, una diputación, bastante numerosa, de la Sociedad, fue a presentar al Soberano las Memorias y la relación de sus tareas. Meléndez era uno de los diputados.

*  *  *

Desde luego, esta actuación de Batilo como individuo de la Matritense no nos revela ningún aspecto desconocido de su personalidad, de su carácter o de su talento. Por desgracia, no hemos podido encontrar los escritos que redactó, sobre todo la representación relativa al asunto Pérez Villamil y el Elogio -que tal vez no llegó a componer- de Jovellanos. No hizo nada muy relevante nuestro poeta; pero lo propio se puede decir en aquel período de la misma Matritense. Los tiempos no eran para grandes empresas ilustradas, como tres lustros antes, cuando se escribía la Ley Agraria. Pero esos hombres consagraron desinteresadamente su tiempo y su actividad a auxiliar a otros hombres más desgraciados que ellos mismos. Eso basta, sin duda, para que merezcan nuestra simpatía.



Meléndez Valdés y la masonería

Nos hemos visto obligados, en cierto modo, por los textos y los hechos, a preguntarnos si este panfilismo generoso, este sentido de ayuda mutua, este culto de la beneficencia, esta constante llamada a la caridad, estas largas tiradas sobre la fraternidad humana, esta continua preocupación por el pobre trabajador manual, así como el afán de rehabilitación de los grandes hombres que fueron en el pasado víctimas de los prejuicios de sus contemporáneos, no tiene alguna relación con el ideal y las preocupaciones masónicas. La probada pertenencia a la masonería de varios de los amigos del poeta: Tavira, Urquíjo, Marchena, Llorente y Cambronero, entre otros971, hace aún más probable la filiación de Meléndez a alguna logia.

Como es sabido, Menéndez y Pelayo, mediante un detenido análisis de una oda de Lista, ha podido demostrar de manera convincente la admisión de su autor entre los Hermanos: las cartas exhumadas o publicadas por Hans Juretschke, en su reciente obra sobre el canónigo sevillano, han confirmado plenamente la magistral demostración del eminente polígrafo972.

Intentando aplicar el mismo método a la obra de Meléndez, no hemos logrado descubrir en ella ninguna alusión tan claramente transparente como en el caso de Lista. Sin embargo, mil detalles evocan, por así decir automáticamente, los temas y cuestiones tratadas en las logias, e incluso el vocabulario empleado por los masones.

Evidentemente, hemos orientado nuestra búsqueda hacia las epístolas y los discursos, así como a las odas filosóficas y sagradas: no hemos encontrado en ellas el término consagrado de «Arquitecto del Universo»; en cambio, abundan las expresiones sinónimas «el Hacedor (glorioso, omnipotente, inmenso, etc. )973; el Autor Infinito, Eterno, etc.974; El Gran Ser o el Ser Grande975, El Ordenador976, El Conservador Supremo977, etc»; mas ¿son realmente significativas? Todas ellas se encuentran por doquier en los escritos del siglo de las luces. No hemos observado en estos poemas ninguna huella de ese vocabulario técnico que evoca directamente la jerarquía o el arsenal masónico: aprendiz, compañero, maestro, o bien compás, escuadra, oriente, etc., y que puso en la pista de su descubrimiento al autor de los Heterodoxos. Al evitar estas expresiones consagradas, ¿se ha limitado Meléndez a sacrificar a las reglas de la oda, que proscribe, como la tragedia francesa clásica, los términos demasiado precisos? ¿Quiso evitar una asimilación comprometedora, o bien simplemente era extraño a la sociedad secreta que nos ocupa? Sin embargo, dejando aparte el calendon golfo y el lumbroso oriente (término que en Lista tiene claramente el sentido de oriente masónico), todas las palabras que Menéndez Pelayo denuncia como sospechosas en las obras del canónigo sevillano se encuentran con notable frecuencia en la pluma del profesor-poeta. Tolerancia, paz, amistad, fraternidad, beneficencia, fanatismo, etc., aparecen incluso en los títulos de las poesías filosóficas. Coincidencia que no parece fortuita, ya que a veces Lista se inspira en Meléndez: el «Tronó sereno el cielo» de El triunfo de la tolerancia978, ¿no es un eco del «Tronó indignado el cielo» de la oda sobre el Fanatismo? Pero en estas coincidencias, cuyos ejemplos se podrían multiplicar, el poeta laico parece a menudo más ortodoxo que el canónigo: al pasaje que Menéndez Pelayo denuncia como francamente masónico


Hombres, hermanos sois, ¡vivid, hermanos!
[...]
El tártaro inhumano
Y el isleño del último océano979...


corresponden en Meléndez, en La presencia de Dios, algunos versos muy parecidos, pero de una concepción mucho más cristiana:


Todos tus hijos somos;
El tártaro, el lapón, el indio rudo
[...]
Es un hombre, es tu imagen y es mi hermano980.


Así, el magistrado-poeta mezcla estos términos y temas, frecuentes en todos los filósofos, porque son, en esta época, de dominio público, con nociones y palabras pertenecientes tradicionalmente al vocabulario cristiano: Dios, Señor, Padre, Poderoso, Excelso, etc.981 Por esta vía indirecta, Meléndez subraya -hábil o ingenuamente- que se ajusta a la doctrina de la Iglesia católica; y las cohortes celestiales de Serafines, Arcángeles y Querubines, que, en medio de una gloria radiante, cruzan por sus poemas, parecen al lector, así como el mismo Luzbel, garantía indiscutible de la perfecta ortodoxia del autor.

*  *  *

Para tranquilidad de conciencia, hemos buscado los documentos de la logia Santa Julia, conservados parcialmente en los archivos del Palacio Real, y que, por otra parte, constituyen un fondo muy pobre982. Entre los Hermanos mencionados en estos documentos, no encontramos ninguno de los afrancesados conocidos (salvo Matía y Satini), ni Meléndez, ni Marchena, ni Moratín, así como tampoco Conde, Melón o Estala. Solamente hemos encontrado, además del de Juan Matía y Satini, ya citado, los nombres de Zabala, Ferreira, Pallanti, Antonio Marbáez, Juan Josef Pérez Asenjo y Emberta. Al lado de un discurso impreso del V.: Ferreira, el único documento que nos pareció interesante, es una oda titulada La gratitud983, en la cual encontramos un elogio de la sensibilidad y de las lágrimas, que hace pensar en algunos poemas de Meléndez, como: «Que no son flaqueza la ternura y el llanto», publicado en 1820, pero escrito, sin duda, antes de 1809. El poema comienza así:


Torna a mi dura mano,
¡oh! ¡Santa Gratitud!, la bronca avena
que yo pulsaba cuando Dios quería (sic)...


El elogio de las lágrimas comienza en la estrofa segunda:


¡Lágrimas bienhechoras!
de gozo a un tiempo y de pesar vertidas,
lágrimas de virtud y de ternura,
lágrimas precursoras
del sentimiento de que sois nacidas,
siempre de mi ternura
bendecidas seréis, y donde quiera
conmigo iréis, mientras que yo no muera...


No creemos ciertamente que hayan de atribuir al gentil Batilo estas pobres lucubraciones, ricas únicamente en ripios groseros. Solamente queremos subrayar un curioso parentesco de vocablos y de estilo entre algunos de estos versos y algún que otro pasaje de Meléndez, que podría haberlos inspirado:


A mí corristeis desde el hondo seno
de la amistad más fina,
de mí lanzasteis el mortal veneno
y en dulce calma mi pena tornasteis.


(estrofa 4)                


O también (estrofa 5):


Sin vosotras cubriera
eterno luto mi mansión dichosa
y mi familia cara
en triste llanto y horfandad viviera.


Y (estrofa 6):


A mi lecho corristeis
y mil consuelos me llevasteis, etc.


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También hemos examinado un legajo de los archivos del Alto Garona relativo a las logias masónicas establecidas en Tolosa en 1814. En él sólo se encuentran franceses pertenecientes al artesanado o al grande y pequeño comercio: ningún nombre de español figura entre ellos984.

Nada tampoco en Nimes ni en Montpellier; pero en Alés, poco tiempo antes de la estancia del poeta, los oficiales españoles, prisioneros o refugiados en esta base, piden autorización para fundar una logia:

«No teniendo ninguna diversión pública para ocupar una vida tan ociosa, han acordado formar entre ellos una sociedad, la cual no se opone en absoluto al Gobierno ni a las autoridades ni tampoco a ninguna religión, cualquiera que sea. La referida sociedad se llama de masones»985.


El prefecto los envía a la autoridad militar; ignoramos si la logia llegó a constituirse y si los civiles fueron admitidos más adelante.

En suma, ninguna prueba que nos permita zanjar la cuestión; el análisis de las obras de Meléndez no proporciona indicación decisiva y la coincidencia de los temas desarrollados o de los términos empleados puede explicarse sencillamente por la corriente de las grandes ideas filosóficas que estaban en auge en aquella época, o por el carácter, la idiosincrasia y, sobre todo, la sensibilidad personal del poeta.