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La gran comedia de «La hija del aire»

Rinaldo Froldi





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I

La hija del aire, en sus dos partes, fue representada en noviembre de 1653 en el Coliseo de Madrid por la Compañía de Adriano López ante la presencia de los soberanos, Felipe IV y Mariana de Austria, y de un amplio número de cortesanos. Según las investigaciones de Shergold y Varey, hubo una segunda representación en 1683 dirigida por Francisco Bezón, y otra en 1684 puesta en escena por la Compañía de Manuel Mosquera1. Mucha fortuna tuvo después, en el siglo XVIII, como han documentado Mireille Coulon y René Andioc, autores de una cuidada y valiosa Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (1996)2. Entre 1709 y 1800, ambos investigadores ofrecen un elenco de una cuarentena de representaciones montadas por diversas compañías, como las de Juan Bautista Cavaría, José Prado, Manuel de San Miguel, Antonio de Inestrosa, Joseph de Parra, Águeda de la Calle, María Ladvenant, Manuel Martínez, Luis Navarro, Francisco Ramos, alternándose los espectáculos en los teatros de La Cruz y del Príncipe. Lo que se destaca es que estas puestas en escena comprendían las dos partes del drama: de hecho, cada espectáculo tenía lugar en dos jornadas, tal y como había ocurrido en la primera representación ante los soberanos.

Por el contrario, completamente distinto fue el panorama de los espectáculos en el siglo XIX, tiempo del que no existen sino parciales Carteleras. He consultado el trabajo de Shields para el periodo 1820-18333, los repertorios del Consejo admitidos por Simón Díaz y editados por Herrera Salgado (los de 1830-1839 y 1840-1849)4, pero no he encontrado noticia alguna de representaciones de La hija del aire. No se trata de una indagación que comprenda todo el siglo, mas la ausencia de representaciones de 1820 a 1849, es decir, por un espacio de una treintena de años en la primera mitad del siglo, me parece significativa.

No muy diferente es la situación de las ediciones del texto calderoniano. Recordaré sólo la edición de Hartzenbusch a mediados de siglo, en el tomo III de las Comedias de Pedro Calderón de la Barca de la B.A.E. (vol. 12).

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La ausencia de representaciones y las escasas ediciones de la obra se explican, realmente, por el difundido desinterés hacia Calderón en la España de la época donde, por el contrario, se tributó un verdadero culto a Lope de Vega, considerado el más poderoso representante del alma del pueblo español. Y esto acontecía en contraste con cuanto sucedía en el romanticismo alemán, que obró más bien la mitificación de Calderón.

Otro ejemplo de ese descuido que en el siglo XIX hubo en España hacia la realidad histórica y poética de Calderón es el hecho de que, en 1896, se puso en escena en Madrid la reelaboración de la segunda parte de La hija del aire, al cuidado de José Echegaray5. Una refundición en la que son demasiadas las inserciones de licencias y los motivos temáticos gratuitos en buena medida, alejados del espíritu de la barroca creación calderoniana, y el esfuerzo continuo de buscar efectos sensacionalistas para impresionar al público burgués de entonces.

La extrema consecuencia de la poca consideración de Calderón en la España de finales del siglo XIX se demuestra en la crítica feroz de La hija del aire llevada a cabo en la sede académica por Marcelino Menéndez Pelayo, quien la juzgó «fuera de algunos detalles felices, una aberración, un verdadero monstruo dramático» siendo «el singular carácter de la heroína apretado, pero no desarrollado»6. Desde entonces siguió un largo silencio no sólo entre la crítica sino también sobre la escena.

Por el contrario, ya he señalado que en el romanticismo alemán decimonónico se tuvo una difundida, a menudo profunda, reconsideración de Calderón y, en particular, de La hija del aire, hasta su exaltación entre la crítica, que se empeñó incluso en llevarla a escena, aunque el proyecto a veces no pudo realizarse.

No me extiendo sobre este aspecto de la recepción y la influencia de Calderón en el mundo alemán, que se halla bien documentado en el ensayo del americano Henry W. Sullivan, traducido en lengua española hace pocos años7. Sullivan subrayó la circunstancia de que, tras la celebración romántica, también hubo en Alemania un debilitamiento de la consideración de Calderón en la segunda mitad del siglo XIX realista, e incluso después, en torno a 1970, en relación con diferentes situaciones ideológicas y sociológicas, si bien nunca ha cesado el interés por Calderón, visto como un autor cercano al alma alemana por el ansia metafísica y religiosa que lo caracteriza8. Por ello hubo una notable búsqueda de adaptación y reescritura de muchas   —147→   de sus obras para el público moderno. Recordaré tan sólo que mientras en España, en las numerosas celebraciones del año 2000 (cuarto centenario del nacimiento de Calderón) no aparecieron estudios sobre La hija del aire y no hubo ningún intento de representarla, en Alemania la montaron varios teatros -el Schauspielhaus Essen, ya en 1992, y el Staatstheater de Maguncia en el 20009- y en Austria el espectáculo dominante de la temporada de 2000 del Burgtheater de Viena fue justamente La hija del aire, aun cuando la dirección de Frank Castorf la sobrepasó libremente y se alejó de Calderón, e incluso por la valiosa traducción y reducción de Hans Magnus Enzensberger.




II

En España, tras el señalado eclipse de Calderón en un periodo en el que triunfaba la idea de Lope de Vega, genio que se pensaba encarnase el espíritu del pueblo español, una reanudación de los estudios calderonianos se dio sólo en coincidencia con la revaloración del Barroco iniciada en 1927 con motivo de las notables celebraciones del tercer aniversario de la muerte de Góngora: la «vuelta a Góngora» fue también una «vuelta a Calderón».

José Bergamín, en 1933, hablaba de La hija del aire como de una «pura creación poética»10, mientras Montero Díaz en 1936 veía en Semíramis el doble de Segismundo, personajes no históricos pero libremente creados o recreados por la fantasía calderoniana, símbolos significativos del problema del destino humano. A diferencia de Segismundo, Semíramis revela la incapacidad de elevarse del estado natural primitivo a la conquista de valores más altos. Ella permanece siempre «salvaje», huye siempre de sí misma, exclusivamente dominada por una irracional e irrefrenable ansia de poder y de dominio: acabará vencida y desaparecerá en el aire, evidente alusión a la inutilidad de su vida. La obra es una construcción dramática harmoniosa, estilísticamente cuidada con una fuerte caracterización culterana11.

El renacimiento calderoniano se desarrolló en los estudios de Valbuena Prat12 y de su hijo, Valbuena Briones13. E importantes para la revalorización de Calderón han sido, sobre todo, las contribuciones de la escuela inglesa que ha desarrollado motivos que, en parte, ya habían sido afrontados por los románticos germánicos, sobre todo los de educación católica.

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Así, Alexander A. Parker y su escuela han incluido La hija del aire en el ámbito de una valoración, a veces entusiasta, del carácter trágico de tanta (tal vez demasiada) parte del teatro de Calderón. Parker llega a considerarla la obra maestra de Calderón14, y su discípulo Gwynne Edwards hizo de la misma el argumento de su tesis de licenciatura (1961) y le dedicó dos importantes ensayos15, para más tarde llegar a la edición crítica en 197016. Óptimo continuador de esta visión crítica ha sido el español Ruiz Ramón17, durante tantos años dedicado a la enseñanza en los Estados Unidos, a quien hay que reconocer, ante todo, el mérito de haber promovido y realizado una representación del drama montada en España por el Teatro Nacional María Guerrero en 1981, año de las celebraciones del tercer centenario de la muerte del gran dramaturgo18. Particular importancia adquirió la representación en el Festival de Almagro, porque estuvo acompañada de un intenso debate crítico que ha quedado documentado19. Francisco Ruiz Ramón, para la adaptación del texto, y Lluís Pasqual, como director del espectáculo, realizaron su idea de fondo, es decir, que el teatro llamado «clásico» debe necesariamente ser adaptado a nuestro tiempo para ser entendido por el público moderno, convencidos de que el teatro es un hecho vivo que nace y muere cuando se representa en escena y que, por tanto, sólo puede ser «contemporáneo». Persuadidos por la esencia trágica de la obra y de que como tal debía ser interpretada modernamente, los editores procedieron con la reducción de las dos partes a una sola, más fácilmente representable, dejando los 6.730 versos originales en menos de la mitad (cerca de 2.800) y suprimiendo la parte mitológica (pero no la mítica, como explica Ruiz Ramón).

La acción se concentra sobre Semíramis y sobre la inexorabilidad de un destino que en ella deriva del origen nefasto de su nacimiento (estupro y muerte de la madre, a su vez homicida del padre) y que crea víctimas alrededor de la misma protagonista (Menón y Nino), sobre el conflicto entre el ansia de libertad de la infeliz heroína contra el vaticinio funesto y, al final, sobre su ilimitada ambición que primero la induce a la conquista y conservación a cualquier precio del propio poder, pero después   —149→   la conduce a una desastrosa caída final. La «tragedia», en la reducción llevada a cabo, se cerraba con la muerte de la protagonista, eliminando la conclusión que al drama le había dado su autor, es decir, el ascenso al trono del hijo de Nino, Ninias, heredero legítimo, resultando así reestablecido el orden en el reino de Nínive. En opinión de los organizadores del espectáculo, tal final calderoniano habría sido sugerido por preocupaciones exteriores y, por tanto, en la adaptación moderna debía ser eliminado: de ese modo la conclusión no sería la escrita por Calderón sino la contenida «implícitamente» en Calderón.

Tal montaje ha sido el único en España: La hija del aire sólo volvió a la escena española nuevamente en Almagro, aunque recitada en italiano, en julio de 1997 en la versión presentada un año antes en el Teatro Biondo de Palermo, en la traducción rítmica parcial, pero sustancialmente fiel al texto de Calderón, de Enrica Cancelliere, bajo la dirección de Roberto Guicciardini, centrada en el tema del poder y de su perversión.

Además del mérito que se le reconoce a Ruiz Ramón por haber promovido tal representación, que permanece única desgraciadamente, se le atribuye también el de haber suscitado con ella una serie de debates críticos en torno a una obra que parecía condenada al olvido tras la repulsa de Menéndez Pelayo. Me refiero a los numerosos ensayos publicados desde 1981 en diversas vertientes críticas, unas sobre el plano filosófico y psicológico, con atención bien al mito y a la simbología calderoniana, bien al plano metodológico, otras con análisis de tipo histórico, estructural o semiológico (aunque, a veces, en mi modesta opinión, con mayor empeño en el uso de las diferentes nuevas metodologías empleadas que no en la atención sobre el texto calderoniano y su representabilidad), en el marco de una consideración de La hija del aire casi exclusiva como tragedia20.

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En cuanto a los esfuerzos por poner en escena La hija del aire fuera de España, sobre todo en Alemania, me parece que ha sido dominante la preocupación por recoger en el texto calderoniano aquello que más cerca del original fuese del gusto y los intereses de un público moderno, además de, por supuesto, la reducción del gran espectáculo calderoniano de dos partes a una, dimensión más razonable para un espectáculo adaptado al gusto contemporáneo.

Por ello, creo que ha permanecido al margen la pesquisa sobre la teatralidad del texto de Calderón relacionado con su historicidad, así como la búsqueda de las ideas básicas de la obra, su realización sobre la escena escogida por él, la recepción del público que llenaba el teatro de Corte en 1653, es decir, con otras palabras, el estudio del texto dramático con relación a su ineludible contexto y a la recepción de sus contemporáneos.




III

La leyenda histórica de Semíramis, la fabulosa reina de Asiria, se difundió en la edad clásica, en la Edad Media y en el Renacimiento, enriqueciéndose con muchas peculiaridades, algunas de las cuales eran opuestas entre ellas. De tal modo fue como se describió de cuando en cuando como reina hábil, valiente guerrera, promotora de grandes obras civiles, mujer de elevadas capacidades pero también fémina sensual, pérfida y cruel, que hacía matar a sus amantes tras haber gozado con ellos ampliamente, capaz incluso de desear sexualmente a su hijo Ninias, quien horrorizado, la matará al final. Otras fuentes hablan de Semíramis transformada en paloma y después venerada como diosa.

Calderón debió de conocerla por estas fuentes legendarias encontradas directamente en textos clásicos, medievales y renacentistas, o a través de la lectura de la tragedia La gran Semíramis, escrita por Cristóbal de Virués en sus años de juventud (en torno a 1580), aunque no publicada hasta 160921, obra llevada a cabo con los modos de un manierismo característico de la edad que muchos identifican como el momento de la crisis del Renacimiento, en el clima de la Contrarreforma y bajo el evidente influjo italiano de Giraldi Cinzio y de Sperone Speroni, seguidores del gusto senequiano, obra de una tensa dramaticidad, utilizando los temas de la violencia y del horror. En la tragedia de Virués, Semíramis, al principio valiente, cuando sugiere la estrategia para la conquista de la ciudad de Bactra, se va corrompiendo sucesivamente. Aprovechándose de su belleza, en primer lugar se sirve de Menón, general   —151→   del rey Nino, para introducirse en la Corte, después lo abandona y es causa de su desesperado suicidio; en segundo lugar, por ambición, acepta el apasionado galanteo del rey Nino, a quien después matará y le arrebatará el trono. Mas gobierna con crueldad, sin respeto por la justicia. Junto a la ambición sin límites se desencadena una lujuria desenfrenada: se entrega a quien la desea, pero después ordena eliminar a sus ocasionales amantes. Toda la acción se desarrolla en una Corte moralmente degradada, dominada por las pasiones de los cortesanos aduladores, ávidos y vilmente serviles. El clímax viene alcanzado por Semíramis cuando ella se encapricha incluso del hijo, que se rebela contra el incesto y la mata. Éste, a su vez, engaña al pueblo declarando que la madre ha subido al cielo bajo la forma de una paloma. Restablece así en el reino el orden violado. Amarga y trágica visión del mundo y, en particular, del poder identificado con la tiranía, la cual para el moralista Virués señala el mal para sugerir al espectador, como él dice, el contraste con la «virtud divina».

Entre paréntesis añadiré que esta tragedia es contemporánea a la Semiramis del italiano Mutio Manfredi publicada en Bergamo en 1593, si bien sabemos que estaba ya terminada en 1583, compuesta por lo tanto unos diez años antes. Se trata de una tragedia de gusto senequiano que contiene motivos de una violencia atroz que busca suscitar conmociones y horror. Es casi seguro que Calderón no conoció esta tragedia italiana, como también considero que Manfredi difícilmente pudo conocer la obra de Virués, aunque es casi probable que Calderón conociese la Semíramis de Lope de Vega (el título figura en la lista de El Peregrino, 1604 de las obras compuestas por él), pero desgraciadamente la comedia se ha perdido y no estamos por tanto en condiciones de establecer una comparación con la obra de Calderón.

Es probable que Calderón tuviese conocimiento de la comedia de Vélez de Guevara La corte del demonio en la cual aparecen los personajes de Nino, de Semíramis (que no es aquí mujer de Nino sino su hermana), de la corrupta Corte de Nínive, pero con una trama de comedia nueva. El verdadero protagonista es el profeta Jonás, que consigue evitar la destrucción de Nínive amenazada desde el Cielo por sus horrores, alejando a Nino y a Semíramis del proyecto de un matrimonio incestuoso. En realidad, de esta comedia Calderón no tomó ningún motivo.

Pero volvamos a La hija del aire. Calderón conserva algunos elementos de la leyenda tradicional y rechaza decididamente otros: por ejemplo, todos aquellos que tienen que ver con el frenesí erótico de la protagonista y su concupiscencia del hijo. Los motivos de la tradición conservados son, sobre todo, el antecedente de su nacimiento por un estupro; su salvación a través de los pájaros; sus comportamientos sin escrúpulos con las trágicas consecuencias, primero de Menón, y después de Nino; el episodio de Semíramis como reina guerrera que interrumpe su acicalamiento en el tocador para incorporarse a la batalla y, una vez victoriosa, regresa al cuidado de su belleza; la sustitución del hijo Ninias, heredero legítimo del trono, aprovechándose de la extraordinaria semejanza entre madre e hijo; y el desvanecimiento en el aire tras la muerte.

Pero sobre estos elementos tradicionales, Calderón -ejerciendo una reescritura consciente- introduce en la trama motivos propios como, por ejemplo, el aislamiento de Semíramis en una gruta inaccesible para preservarla de un destino nefasto ya   —152→   anunciado en su nacimiento, el salvamento del rey Nino arrebatado por un caballo desbocado, las intrigas amorosas de personajes de la Corte, los distintos comportamientos de los generales Friso y Licas, la pareja de graciosos Chato y Serene, el importante personaje del hijo del Rey de Lidia, que se presenta en la Corte primero como Arsida y luego como Lidoro, y que tendrá el coraje de enfrentarse a Semíramis, echándole en cara sus culpas y, al final, con el hijo Irán, la vencerá en batalla, más una serie de personajes menores. Tantos y tan diversos elementos compositivos aparecen fundidos con extraordinaria habilidad teatral y estilística, e incluso diría con lúcido conocimiento de las expectativas de su público.

Al pastor de la leyenda que cría a Semíramis en su infancia Calderón lo sustituye por el sacerdote Tiresia, tutor y al mismo tiempo rígido custodio de la mujer, aislada en un lugar secreto (evidente analogía con el Clotaldo que custodia a Segismundo en La vida es sueño). Semíramis quiere oponerse a un destino maléfico ligado a su infeliz nacimiento y consciente, por medio de Tiresia,


Que había de ser horror
del mundo, y que por mí habría,
en cuanto ilumina el Sol,
tragedias, muertes, insultos,
ira, llanto y confusión.22



Calderón atribuye a la protagonista un ansia de libertad irrefrenable que quiere oponer al cruel destino bajo el cual ha nacido. No creo que Calderón aceptara la idea de un Hado pagano aquí configurado en la lucha entre dos diosas rivales: Venus, que protege a Semíramis, y Diana, que la hostiga (pero las diosas no aparecen nunca directamente en escena: su contraste sólo se manifiesta simbólicamente mediante alusivas oposiciones sonoras; en efecto, la música ocupa, por su capacidad de sugestión, un importante espacio en el drama). En mi opinión, Calderón se sirve del mito como de un motivo culto de partida sobre el cual construye su evocación del personaje de Semíramis: el mito, por lo tanto, tan sólo como recurso teatral de fuerte sugestión entre reminiscencias cultas y efectismo escénico.

¿Cómo se concilia el ansia de libertad de Semíramis al principio del drama («[...] voy a ser racional / Ya que hasta aquí bruto he sido») con su sucesivo abandono de la voluntad de afirmarse en la libertad? La lucha de las divinidades paganas que condicionan su existencia parece configurarse como un rígido determinismo: la vida de Semíramis aparece delineada en el mismo momento de su nacimiento. ¿Puede servir la explicación teológica sostenida por algunos (y plenamente justificada en otros dramas de Calderón) de la presciencia de Dios? A mí no me lo parece, incluso diré que aquí, a diferencia de cuanto sucede en otros dramas calderonianos, no se afronta el problema Hado/Providencia. Semíramis aparece como víctima total de una voluntad superior a la cual no se puede oponer, tal como ella misma parece reconocer   —153→   cuando protegida y aislada en la casa de campo de Menón reflexiona sobre su renovada condición de prisionera y atribuye solamente a la suerte, a la «fortuna», su aventura:


[...] mi fortuna
que sólo me saca de una
para darme otra prisión.23



Justo esta aceptada condición de víctima de una adversa «fortuna» puede explicar por qué el ansia racional de libertad se transforma en una búsqueda irracional de afirmación, en el anhelo de poder: de este modo se entiende el abandono de Menón, la calculada aceptación del amor de Nino, el ascenso delictivo al trono. Se ha dicho que existe en ella un verdadero amor fati. Me parece que ella, más que abandonarse al Destino, lo padece inexorablemente. Quizá Calderón asume el mito antiguo como un instrumento para colorear su representación de un personaje extraordinario que le ha fascinado por sus contradicciones y que debe fascinar al público.

Dinámica en sus acciones y al mismo tiempo constructiva y destructiva, pero en realidad incapaz de vencerse a sí misma, al contrario de cuanto ocurre a otros personajes calderonianos. El dramaturgo no se detiene en el análisis de los comportamientos de Semíramis: a través de una serie de episodios, se pone de relieve la vanidad de su existencia (lo que encierra una condena moral implícita), evidenciada en el escenario por intensas sugerencias efectistas, en una continua tensión dramática capaz de suscitar fuertes emociones en los espectadores que pasan de una escena a otra atraídos por una variedad deslumbrante que sugiere múltiples sensaciones y motivos para la reflexión.

A veces, Calderón representa a Semíramis casi con simpatía: de ella propone positivamente la inteligencia, el coraje, la astucia. Incluso hace aflorar en ella una posibilidad de sentimiento cuando, por ejemplo, la muestra celosa de Licas, que ha preferido a Libia y no a ella, o cuando señala un sentimiento naciente de amor por Friso, aunque después este sentimiento viene sofocado por la predominante y obsesiva pasión por el poder. Pero es un nuevo motivo de contraste que obedece al gusto de las oposiciones típico de la estética barroca.

El espectador asiste a una sucesión de escenas que se proponen como tantos pequeños dramas dentro del drama que los resume, llevados a cabo con movilidad circular. Observaremos todavía que, en la compleja trama, se introducen motivos políticos que son por lo demás coherentes con la preocupación que Calderón tuvo acerca de su papel social como poeta y dramaturgo y con su voluntad ética y política, precisamente y en especial en la última parte de su vida, de cumplir con la función de consejero del soberano: no hay duda de que en La hija del aire se entrevé, contenida y correctamente, una advertencia dirigida a los soberanos presentes en el teatro que suena como condena decidida a cualquier pasión violenta y, antes que ninguna otra, a la desmedida ambición que puede llevar a formas de injusta tiranía. Lógicamente,   —154→   en las escenas finales, sucesivas a la muerte de Semíramis, Calderón reafirma el restablecimiento del justo poder dinástico, garantía del orden social según el sistema de valores vigente en la sociedad de su tiempo (que en el drama Semíramis había alterado) con la entrega del trono al heredero legítimo, Ninias (aunque, en todo el drama, Calderón lo hubiese presentado débil y cobarde).

La antigua fábula propuesta a un público culto ofrecía, sin duda, motivos para una serie de reflexiones que, en realidad, ocupó a los espectadores como sucesivamente debía ocupar también a los lectores, no atraídos por el contenido de la leyenda mitológica (en las divinidades y los mitos paganos ya nadie tenía fe, empezando por el mismo Calderón) sino a menudo por los valores simbólicos presentes en la obra y capaces de estimular a través de la realización teatral (palabra y verso, montaje escénico, efectos musicales y sugestiones en parte provenientes del recuerdo culto de antiguos mitos) una atención particular.

Calderón supo unificar los diversos componentes con una maestría singular: fusionó motivos trágicos con motivos cómicos: no renuncia a poner en escena las figuras de los tradicionales graciosos protagonistas de disputas verbales grotescas típicamente entremesiles, pero que sirven como contrapunto e inteligente comentario a los acontecimientos que viven los personajes mayores: citaré tan sólo tres chistes de Chato que dibujan jocosa pero apropiadamente a la protagonista:


¡Ay tontilla, que no en vano
hija del aire te llamas!24



Más tarde, cuando Semíramis llega a ser reina:


[...] esta loca queda
hecha reina [...]25



Y, finalmente:


esta altiva, esta arrogante
hija de su vanidad.26



Calderón tampoco renuncia a crear episodios cómicos para aligerar la acción dramática según la tradición de la comedia nueva, como las intrigas amorosas de carácter palaciego de la segunda parte, y todo bien urdido, correspondiendo así a la idea de drama imaginativo y estilísticamente elaborado propio del gusto barroco.

En cuanto a la muerte de Semíramis, Ruiz Ramón hizo bien en la representación de 1981-que como ya hemos mencionado, es el único montaje español de la obra-, al formularla coherentemente como conclusión final de la que consideró una tragedia en su adaptación moderna. No obstante, no creo que como tal la hubiera concebido   —155→   Calderón, que en el curso de la obra parece atenuar más que exaltar los motivos trágicos.

Esto se manifiesta, por ejemplo, en el personaje de Menón, configurado por Calderón como fiel «valido» del rey Nino y fiel enamorado de Semíramis, a quien él libera de la prisión y después promete matrimonio: hay algo heroico en la fidelidad de Menón para con su rey, hacia quien siente la fuerza de desobedecer cuando le exige que le entregue a Semíramis, porque su conciencia moral obedece sobre todo a la justicia. Pagará con la atroz ceguera esta coherencia moral; pero él es incluso fiel a Semíramis, que lo ha desilusionado, y ni siquiera por ello él deja de amarla. Vive su propia tragedia hasta el fondo, interiormente, como se refleja en el íntimo monólogo del soneto del acto tercero de la primera parte, que se inicia así:


¿Vivo o muerto? Cierto es que si viviera
este dolor sin duda me matara.27



Pero cuando asiste a la coronación de Semíramis y llega, en su atormentada pasión, a aplaudir generosamente (y es motivo que debería acrecentar la tonalidad trágica), Calderón, de repente, recurre al elemento fantástico: una fuerza misteriosa, en la conmoción de los elementos naturales, le hace pronunciar una terrible predicción de desastres y muertes, dirigida a Nino y a Semíramis. Sólo más tarde sabremos, mediante una breve anotación, que Menón se ha suicidado.


[...] desesperado
o con rabia o con despecho
al Éufrates le pidió
su rápido monumento.28



Incluso el personaje del rey Nino, inicialmente fuerte y justo pero después arrebatado por una pasión que no puede controlar, tenía la posibilidad de un desarrollo trágico, pero no hay proceso dramático en este sentido. Él desaparece de la escena, y sólo sabremos más tarde, en la segunda parte, que ha muerto envenenado, pero lo sabremos indirectamente y de pasada.

En la escena de la muerte de Semíramis, Calderón hace que la protagonista pronuncie palabras que revelan la falta de interiorización: no hay señal de una trágica crisis de conciencia. En su egocentrismo, ella rechaza haber sido culpable de las muertes de Menón y Nino, haber substraído ilegalmente el trono a Ninias, haber fallado, sustancialmente, en su papel de reina en la sociedad. La exclamación final («vengados estáis porque muero»29) no es señal de reflexión interior y arrepentimiento frente a una vida equivocada, sino de una manifestación ulterior de orgullo, de irreductible presunción, de absoluta inconsciencia. El rechazo a reconocer sus culpas suena como el grito de quien se había creído un ser superior, una divinidad.   —156→   Apartada de la realidad, no está turbada por la duda, por una crítica redentora. No considero tampoco que se pueda pensar en la grandeza moral del personaje, en un desafío heroico superior. Semíramis es, cuanto más, sólo víctima de una voluntad que la condena. Sus iniciales esfuerzos en la búsqueda de la libertad fallan porque ella no sabe reconocer el verdadero valor de la libertad: reconoce que Diana venció sobre Venus pero delira soñando una imposible venganza:


que a costa de muchas muertes
morir bien vengada intento.30



Al final, cuando debe ceder a la realidad, la orgullosa imaginación la transforma, de modo que no considera su muerte sino que cree desvanecerse en el aire:


Hija fui del aire, ya
hoy en él me desvanezco.31



Un elemento de la tradición, que Virués había utilizado en su tragedia en boca de Ninias como última mordaz mentira del desorden político y moral, aquí es utilizado como efecto escénico, así como el espectacular reconocimiento de que con las ropas masculinas de Ninias yace muerta Semíramis, justo cuando el pueblo la buscaba para que volviera a reinar.

Tal vez con dicho final Calderón quiso atenuar en su público el grave juicio moral y reconducir el drama a una dimensión más serena, mas se puede incluso pensar que él quiso más bien sellar la irreductible vanidad, la ausencia de verdadera personalidad de Semíramis. Toda la obra se caracteriza por la maravillosa evocación de un antiguo mito poético que Calderón transfigura en un suntuoso espectáculo que debe interesar y divertir, conmover y apasionar, y que sabe equilibrar componentes diversos, afirmándose no sólo por una sabia construcción técnica sino también por episodios de intensa inspiración lírica.

Incluso Benedetto Croce, que partía de una aversión preconcebida contra el gusto barroco, subrayaba la presencia de algunos valores poéticos, aunque aislados, mezclados con otros «que obedecen a otras leyes»32.

La verdad es que Calderón alcanza un feliz equilibrio entre lo dramático y lo lírico, a menudo veteado de atrevidas virutas cultas, por ejemplo:


Esa trompeta que animada suena,
en golfos de aire militar sirena...
Ese clarín que canta lisonjero
en jardines de espuma, ave de acero
[...]33



  —157→  

o en


Babilonia, república eminente,
que al orbe empinas de zafir la frente,
siendo jónica y dórica coluna
del cóncavo palacio de la luna.34



Pero el más significativo ejemplo de virtuosismo lírico me parece el retrato verbal de Semíramis que Menón presenta al rey Nino (estudiado en Italia por Gaetano Chiappini y Enrica Cancelliere35) que constituye indudablemente una de las más tensas, denodadas, agudas manifestaciones de la poesía barroca.

Se ha observado que Calderón tiende a fusionar las diversas artes: la poética, la visual y la musical, casi anticipando el concepto teatral de Wagner que, efectivamente, reconoció en Calderón, de quien fue admirador entusiasta, un precursor de su ideal. De este modo aparece configurada La hija del aire, que Goethe definía «absolutamente teatral» y que ha estimulado a directores modernos a llevar a cabo representaciones espectaculares.

Las dos partes de La hija del aire -como se ha dicho- fueron representadas en el Coliseo en 1653, un año después de la puesta en escena del drama mitológico La fiera, el rayo y la piedra bajo la dirección de Baccio del Bianco, y el mismo año que otro drama mitológico, Fortunas de Andrómeda y Perseo, igualmente dirigido por el mencionado director italiano. No hay noticia de que Baccio del Bianco se encargara también de La hija del aire. Con toda probabilidad las dos partes de la obra habían sido compuestas algunos años antes, pero ni siquiera se puede excluir que Calderón hubiera retocado en parte su composición antes de ponerla en escena.

No creo que La hija del aire se pueda adscribir al grupo de obras del llamado «teatro mitológico», característico de la última actividad teatral de Calderón, pero me parece que por muchos aspectos pueda preludiarla. Están presentes elementos que parecen confirmarlo: no sólo el uso descubierto de un mito antiguo, sino también otros como son los cambios frecuentes de ambientación que ofrecen motivo a complejas escenografías -selva, villa, palacio de Nínive y todavía palacio real de Babilonia, jardín nocturno, campo de batalla, mansión real-, las variaciones de iluminación, los contrastes entre lo claro y lo oscuro, músicas diversas y contrastantes, como las de las trompetas y clarines que sugieren las ideas opuestas de la guerra y del amor, y después la variación del vestuario (hay incluso un cambio en escena cuando Semíramis se quita la ropa femenina para ponerse la masculina de su hijo Ninias), la constante búsqueda de la admiratio.

Sobre el trasfondo del mito antiguo que se enlaza con motivos típicos del pensamiento calderoniano, son múltiples los motivos que señalan la contrariedad de los sucesos humanos y que revelan la constante preocupación del dramaturgo por ciertos   —158→   temas preferidos por él, aunque sin exasperar las tensiones. Se trata de una fábula dramática, entretejida de una serie de metáforas de un gran espectáculo plurisignificante que muestra la grandeza de Calderón como autor dramático y, con toda probabilidad, como escenógrafo y director del espectáculo, pero que conquista el público también por el soplo poético que sostiene todo el drama.




IV

Concluyo aquí mi intento de una lectura histórica del drama calderoniano que, por supuesto, deja libre cualquier tipo diverso de recepción sucesiva, gracias a la posibilidad que tiene cualquier gran drama de encontrar diferentes intérpretes que pueden incluso transformar sobre la escena una obra antigua en una obra moderna.

No creo que Calderón concibiera La hija del aire como una tragedia sino que él, con un rutilante montaje escénico, quiso ofrecer al público cortesano la historia legendaria, excesiva y apabullante de Semíramis. Que esto quisiera el autor parece evidente por las palabras mismas del personaje Ninias, a quien Calderón reservó el ejercicio de la ritual despedida final de los espectadores:


[...] de la hija del aire
la historia acabe con esto36.



Y así yo, despidiéndome de ustedes, que han tenido la paciencia de escucharme, expreso mi deseo personal que es tal vez sólo un sueño: me gustaría ver representada La hija del aire con gran respeto al texto de su autor, con moderadas intervenciones modernizantes del director: desde luego no una reconstrucción pedantescamente arqueológica sino muy fiel a la realidad histórica de la época en que se creó, adquirida a través de un culto ejercicio de aproximación. Un espectáculo montado no por una compañía oficial o del circuito comercial, sino por un teatro experimental o universitario, en sus dos partes, en dos noches seguidas, con suma atención a los pormenores de la dicción, de la escenografía y del contorno musical, que pueda acercarse lo mejor posible, a través de nuestra actual inteligencia y sensibilidad, a la práctica de lo que fue la gran fiesta barroca.






Bibliografía

Calderón de la Barca, Pedro: La hija del aire. Tragedia en dos partes. Editado por Francisco Ruiz Ramón. Madrid: Cátedra 1987 (Letras Hispánicas, 270).

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