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Antología del cuento centroamericano [La narrativa centroamericana]

Sergio Ramírez





Las primeras manifestaciones del arte narrativo centroamericano, antes de lo que podría llamarse la época de creación individual y que no se da sino a partir del último tercio del siglo XIX, están constituidas por las crónicas sagradas y tradiciones orales de los pueblos aborígenes; por los textos de los cronistas durante la conquista española; y por las expresiones literarias de una cultura ya mestiza que se manifiesta durante la colonia1.


ArribaAbajoNarrativa indígena

La más deslumbrante de las crónicas indígenas es el Popol Vuh2, o antiguas historias del quiché, compuestas por el pueblo tolteca que entre los siglos X y XI y en el ocaso de su civilización, abandonó la ciudad de Tula en México y en un éxodo al que las crónicas dan acentos bíblicos, llegó a Guatemala3 para fundar Gumarcaaj, dominando a las tribus de la raza maya quiché que ya habitaban la región. A pesar de esta preponderancia ejercida política, económica y culturalmente, los toltecas adoptaron la lengua quiché, y a través de ella el Popol Vuh se transmitió durante siglos, como eje de una tradición oral que no se recogió en forma escrita sino por primera vez en 1544. La primera traducción al castellano data de 1688, y fue realizada por Fray Francisco Ximénez, cura párroco de Chichicastenango.

Estas crónicas religioso-literarias que fueron concebidas en dos partes, una mitológica y otra que narra hechos históricos -aunque tal diferencia casi no prevalece pues todo el texto se envuelve en el aura de la mítica- narran la génesis, éxodo y heroísmos de los toltecas, en cuyas líneas se escuchan los ecos del antiguo testamento, en una cadencia que les fue entretejida, a través de las versiones y deformaciones de la época colonial4.

El Memorial de Sololá o anales de los cachiqueles, narra la historia del pueblo cachiquel, asentado también en las regiones occidentales de Guatemala, desde sus orígenes hasta lo que se da en llamar la edad heroica, o sea aquella de su lucha contra los españoles en el siglo XVI; el Memorial fue creado en su versión definitiva, posiblemente en el siglo XVII5.

Los Títulos de los Señores de Totonicapán, otra serie de crónicas que se conoce a partir del año 1554, y traducida al español en 1884, constituye el tercero de los libros sagrados de Guatemala y habla también del éxodo de los toltecas6.

Estos libros, de carácter eminentemente sagrado, desarrollan una temática narrativa en la que se cuentan sucesos terrenos y fantásticos, y son también poéticos; unidad indisoluble artístico-religiosa que se da en todas las literaturas primitivas, como en las otras manifestaciones del arte, música, pintura, danza7. Los seres anónimos que durante siglos fueron acumulando en estas páginas sus fantasías, sus recuerdos, sus tradiciones, lo hicieron animados más de propósitos mágicos que estéticos, para explicarse en una cosmogonía ritual a sus dioses, que encarnaban también en hombres y tenían parentela humana.

El mismo pueblo tolteca, que dejó Tula por un sino misterioso y terrible, siguió más allá de Guatemala en su éxodo, y difundió su cultura por el istmo centroamericano, propagando la lengua nahualt, una de las más hermosas de la cultura prehispánica; su caminata y asentamiento en distintas regiones duró cinco siglos, en el curso de los cuales se fusionaron con otros grupos étnicos, algunos de los cuáles habían también bajado de México tiempos atrás, mientras otros ascendieron del sur, como los chibchas. Fue en la cuenca de los lagos en el centro del istmo, que esta fusión multiétnica se produjo8, poco tiempo antes de iniciarse la conquista española; toltecas, maribios, chibchas y chorotegas, se encontraron para siempre y dejaron la última de las culturas aborígenes de carácter híbrido, desvastada después por la conquista. Sus legados literarios fueron una narrativa y una poesía ambas de carácter primitivo oral, que no aparecen organizadas en libros sagrados y que por sobre su dispersión inicial sufrieron una lenta decantación a medida que los grupos indígenas iban siendo diezmados y dispersados9.




ArribaAbajoCrónicas y relaciones de la conquista

Durante la conquista española, el único arte narrativo que tuvo vigencia fue el de las relaciones y las cartas de los cronistas, principalmente de aquellos que sin apegarse a intereses meramente históricos, dan una fresca visión de las cosas y muy viva además, como en el caso de Bernal Díaz del Castillo, (1492-1581), que ya en su ancianidad, retirado en Antigua Guatemala, escribió con prodigiosa memoria los sucesos que presenció como soldado, en la conquista de México y pacificación de Centroamérica; hombre sencillo, sin pretensiones de gloria y por lo tanto sin interés de mentir, Bernal narra con sentido profundamente humano, desde las agotadoras marchas en medio de los rigores de los climas tropicales, hasta las fabulosas batallas en que el apóstol Santiago, espada en mano descendía de los cielos para auxiliar a los conquistadores, batiendo indios. La Verdadera Relación de la Conquista10, ofrece así en su encadenamiento de hechos revelados limpiamente por un ojo ¿por qué no inocente?, una muestra de verdadero arte narrativo y donde la verdad de lo que acontece, horror, miseria, crueldad, soledad, ambición, sustituye a lo que pudo haber creado la imaginación11.'

Unas páginas de Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557) como aquellas en que se narra El caso peligroso e experimentador de la grandísima habilidad que tuvo un vecino de la ciudad de Panamá en nadar, que como señala Rodrigo Miró12, reúnen las condiciones de un verdadero cuento, u otras del mismo Oviedo en que se recogen hechos y tradiciones, vistas por él las primeras o tomadas de la boca de los naturales las segundas, bastarían para darnos la prueba de que entre las páginas en que se deja memoria de nombres, lugares y batallas, aflora la fantasía y el encanto de la narración.

Y de la misma manera que para los indígenas esta época de sangre y guerra se registra como heroica, la prosa de Bernal habla con caracteres épicos, y es épica la guerra de conquista, con lo que sus testimonios, cruentos y luminosos son además ejemplos de la mejor literatura.




ArribaAbajoLa colonia

El signo cultural de la época colonial, hasta antes de la independencia de Centroamérica, es el religioso; de una concepción del mundo ligada directamente a criterios rígidos y obscuros, que afirmaba a Aristóteles en pleno siglo XVIII y negaba por lo tanto a las corrientes racionalistas que trataban de liberalizar la cultura, abriéndola a todas las fuentes como proceso necesario de obtención de la verdad, surgió, más que el florecimiento de una literatura rica, todo un proceso de aniquilamiento cuya ejecución fue puesta en manos de instituciones burocráticas, como la Santa Inquisición.

Desde comienzos del siglo XVI, la corona española dispuso prohibir la circulación de libros en el reino de Guatemala, y la persecución se enderezaba precisamente contra los libros de ficción, principalmente las novelas... «libros de romances, de materias profanas a fábulas,... ansí como libros de Amadís y otros de esta calidad de mentirosas historias...»13

Así, entre los libros sobre ideología política liberal, que se contaban entre los más temibles, los santos varones encargados de la hoguera, requisaban ejemplares de las Cartas de Abelardo y Eloísa; de Pablo y Virginia del Abate de Saint Pierre; las Noches Lúgubres de Cadalso; e innumerables tomos de D. Quijote de la Mancha14

Con esta guerra abierta a la imaginación, la literatura narrativa podía desarrollarse bien poco, si enemigos jurados de la fe eran nada menos que los Amadises y los Belianices, en cuyas aventuras y correrías se funda la novela como género, y toma sus elementos de épica y romance, que le fueron tan propios. Teniendo así a la narración como cosa maldita, se prohijaba la poesía religiosa, por su don de comunicación lírica con Dios y no la novela o las historias, en que se refieren cosas terrenas, las más de las veces conteniendo asuntos propios del demonio y no del cielo15.

La oportunidad de crear, dentro de un fenómeno cultural de importancia, una literatura válida, al tiempo que se daban también las primeras junturas del mestizaje, se perdió. La tradición literaria de la colonia consiste únicamente de narraciones orales de clara ascendencia indígena16, cuentos de camino en los que aparecen como personajes los animales, de cuyas vivezas, marrullerías y astucias, surge toda una didáctica popular; las pasiones y debilidades del hombre se recrean bajo la piel de inocentes conejos o de fieros tigres, en un mundo inocente pero infinitamente vivo de huertos y atajos; cuentos de camino, porque el narrador lleva en sus caites el polvo de los senderos eternamente recorridos por la moraleja rural. Este mundo anónimo y antropozoológico, se constituye como espejo de esa sociedad rural de la colonia que desemboca con sus mismas características en el siglo XIX republicano17.

Los cuentos de camino llegan a ser una de las venas más ricas de la narración centroamericana, y sobreviven con su carácter oral incluso durante el siglo XX; de allí han sido tomadas por escritores contemporáneos, que recreándolas han tratado de evitar que sean borradas en el tiempo18.

Los otros géneros literarios que se dan en la colonia, son una poesía callejera, de origen peninsular, principalmente romances, cuyos temas se trasladan íntegros de España a la región, y se asimilan rápidamente; y un teatro popular barroco que toma elementos de ambas culturas y muestra ya los signos del mestizaje.




ArribaAbajoLas primeras creaciones individuales

Puede decirse entonces que entre la excelente tradición literaria de la cultura maya quiché, principalmente referida a sus libros sagrados y las primeras obras narrativas del siglo XIX, se abre un abismo, el de la conquista y dominación española. Sería quizá por eso que una vez desaparecida la inquisición y erigido el régimen republicano, los escritores que hicieron sus primeros tanteos en la novela y en el cuento, traten desesperadamente de cubrir esa laguna, escribiendo obras de ficción histórica sobre la época colonial; es un campo amplio y propicio, tanto por ser inexplorado como porque se aviene a las influencias literarias europeas.

Nuestros primeros escritores se identifican pues, como tales, en el último tercio del siglo XIX, ya dejado atrás ese mundo común y anónimo de la creación popular, que arrastra durante más de tres siglos una cultura dispersa pero de un gran aliento.

El primer novelista centroamericano es Antonio José de Irrisori (1786-1868) que escribió en 1847 El Cristiano Errante, una novela picaresca, autobiográfica y costumbrista. Este libro cumple el mismo papel inaugural de El Periquillo Sarniento, que apareció en México en 1816, escrito por Lizardi y es la primera novela latinoamericana que se conoce; el carácter de El Cristiano Errante, es pues meramente histórico.

Irrisari fue un rico criollo guatemalteco que tuvo la oportunidad de formarse dentro de la tónica enciclopedista; tuvo una vida de aventuras políticas, que lo llevaron a ocupar efímeramente la presidencia de Chile y a ser acusado después por desfalco al estado, cuando cumplía misiones diplomáticas en Londres. Su segunda novela Historia del Perínclito Epaminondas del Cauca, aparecida en 1863, sigue en la misma línea picaresca del primero y va a las fuentes de la novela española del siglo de oro, recreando en sus personajes americanos al Lazarillo de Tormes y a Don Pablos, el Buscón de Quevedo.

Quien realmente inicia el género con mejor propiedad y más enterado del buen uso de los instrumentos de su oficio, es Don José Milla (1822-1882), nacido también en Guatemala19.

Milla representa en Centroamérica lo que la narración fue para el resto del continente en la misma época: una serie de cúmulos y vacíos literarios. Frente al abismo anterior, al abrirse el género ya avanzado del siglo XIX, las influencias europeas se muestran de manera anárquica, o se sobreponen y contraponen, o aparecen en un orden cronológicamente inverso. En Milla, que lleva sus primeros libros al escenario colonial, es posible encontrar desde las influencias de la novela romántica, que desciende hasta su forma más popular, el folletín; a la novela propiamente histórica, para hacer surgir de esas aguas estancadas el realismo, que cobra ya vida independiente.

Esa anarquía de la aparición de las modas europeas, nos dio los legados románticos de Chateubriand (Atala y Rene) Bernardine de Saint Pierre (Pablo y Virginia); Sthendal (Rojo y Negro), que en América dieron María de Jorge Isaac, por ejemplo, con sus estereotipadas parejas de amantes desgraciados y que degeneraron más tarde en el truculento género del folletín por entregas, un ejemplo del cual es Aves sin nido, de la peruana Clorinda Manto de Amarat; junto con las influencias de la novela histórica a lo Sir Walter Scott, Manzoni y Alejandro Dumas, que en Milla resultan en libros de romanticismo aventurero, en los ambientes lúgubres de la colonia.

En sus primeras tres novelas Milla se atiene más al rigor histórico20, para hacer congruentes las situaciones narradas con los hechos reales (La Hija del Adelantado, 1866); (Los Nazarenos, 1867); (El Visitador); pero después deja más campo a la fantasía (Historia de un Pepe, 1882); (Memorias de un abogado, 1876); para llegar por último a la crítica de la sociedad al estilo realista (El Esclavo de don Dinero, 1881) terminando con un libro que sin ser propiamente novela, crea un personaje tipo, el Juan Chapín (Un viaje al otro mundo pasando por otras partes, 1875).

En todos ellos domina el estilo del folletín romántico, y una superficialidad sostenida, que las acerca más a la historieta que a verdaderas obras de profundidad creadora.

Tampoco puede afirmarse que se trate de novelas concebidas como tales; son episodios encadenados que se narran con el propósito de crear un suspense al final de cada entrega; tienen toda la gama de hijos expósitos, amores libertinos, amantes emparedados, asesinos silenciosos, baúles de doble fondo, pistolas que se descargan por medio de mecanismos diabólicos, romances desdichados que terminan en el manicomio o en el convento, personajes cuya identidad no se descubre sino en la última entrega (como en los comics strips contemporáneos, o en las policíacas de Aghata Christie); héroes y villanos perfectamente diferenciados (los héroes de frente despejada y los villanos de capa negra); envenenamientos con láudano y ácido. Todas estas atrocidades románticas llevan también un entrometimiento feroz del autor con la suerte de sus personajes, para compadecerlos, perdonarlos o alentarlos, como todo Dios bueno; y conversaciones con el lector, sobre el próximo paso con respecto a la trama.

El principal mérito del folletín está sin duda en su irrestricto carácter novelesco, sin que la imaginación se sujete a ninguna norma de congruencia; son tramas aventureras, sin propósitos moralizantes. De esta libertad surge su carácter romántico (roman=novela) y lo que con el mismo carácter la épica da a los libros de caballería, aquí la truculencia sentimental lo da a los folletines por entrega.

Las mismas tendencias fuera de orden cronológico siguen mezclándose en la obra de los autores que sucedieron a Milla, siempre en Guatemala; sólo que ahora a estas influencias se suman las de Benito Pérez Galdós, Julio Verne, José M.ª de Pereda.

Fernando Pineda escribe Memorias de un Amigo (1867); José A. Beteta, Edmundo (1890), Felipe de Jesús (1892), María, Historia de una Mártir (1894). Con Francisco Lainfiesta se deja un poco el camino trillado, al concebir con A Vista de Pájaro (1879) un personaje que se convierte en zopilote para avizorar el pasado y el futuro21.

Del folletín histórico-romántico, que es la primera manifestación formal de la narración en Centroamérica (principalmente en la novela, pues el cuento es un género casi inexistente) se comienzan a desmembrar dos tendencias que originadas al concluir el siglo XIX, han logrado supervivencia hasta la fecha: el realismo, que desemboca en los cuadros de costumbre y de allí en el regionalismo; y el naturalismo, que desemboca en los cuadros desgarrados de la miseria y de allí en la narrativa social.

La introducción del elemento realista-naturalista (dos caras de una misma moneda, si se quiere) es lo que da ya un carácter firme a la narrativa centroamericana y crea sus bases; aunque también su legado se manifiesta tardíamente, es sólo a través de ellos que la creación individual adquiere relieves válidos. Ellos dos son los signos más importantes de nuestra literatura narrativa, y coinciden también con su expansión fuera de los límites de Guatemala hacia el resto de la región, pues en ningún otro de los países centroamericanos se escribieron narraciones histórico-románticas; y ambos, después de encontrarse y confundirse, traspasan la leve línea del modernismo en prosa y dominan los primeros cincuenta años de nuestro siglo XX.




ArribaAbajoEl realismo costumbrista

Mejor que a ningún otro país centroamericano, el realismo costumbrista se amoldó al carácter de la sociedad pastoril y agrícola costarricense de fines del siglo XIX, formada por inmigrantes europeos y de escasa tradición cultural; allí se dio un amanerado costumbrismo bucólico, inofensivo si se quiere, que se expresó incluso en versos, con Las Concherías de Aquileo J. Echeverría (1866-1909) aún memorables en el país, y quien como admirador del Darío de Azul, escribió Crónicas y Cuentos Míos.

Esa cultura rural, ascética y victoriana, produjo a un valioso narrador -el primer cuentista en forma que se dio en Centroamérica- y con el cual las líneas de fundación del cuento como género literario pueden comenzar a trazarse -Manuel González Zeledón, Magón (1864-1936). Magón se ejercita en sus primeros trabajos, dentro de la línea claramente definida de los cuadros de costumbre, y es quizá en ellos donde logra su mayor frescura y lenguaje más ágil; su producción es numerosa y va más allá de lo que para el realismo costumbrista fue su época de vigencia, pues lo encontramos retejiendo sus mismos temas aún poco antes de su muerte, en 1936. Como autor culto, Magón lleva en sus aguas esos vicios del paternalismo literario que tanto daño causaron después a nuestra narrativa, de los que se hablará adelante.

Dentro de la línea del realismo están también en Costa Rica Carlos Gagini (1865-1925) que publicó en 1898 Chamarasca y en 1918 Cuentos Grises, ejemplo clásico del escritor de gabinete, pues los campesinos de sus cuentos celebran sus fiestas con el mejor champagne; y Ricardo Fernández Guardia (1867-1950) cuyos relatos están situados entre el modernismo y el realismo (Hojarasca, 1894; Cuentos Ticos, 1901; La Miniatura, 1920). Sus criterios esteticistas y apegados al rigor del idioma, expuestos en una polémica que sobre el apropiado uso del lenguaje no culto (popular) como medio de expresión literaria sostuvo con otros escritores en los diarios josefinos, es decir, purismo contra localismo, se revelan también en su obra, limitada en el vuelo de su imaginación por una camisa de fuerza de palabras escogidas y correctas. En aquella polémica, en la que participaron también el guatemalteco Máximo Soto Hall y el hondureño Juan Ramón Molina, se aspiraba a definir si el lector debía enfrentarse con un campesino de habla propia, o si quedaba a cargo del autor hacerle la gracia de traducir la expresión vernácula22.

En el resto de Centroamérica, hay costumbristas decimonónicos en El Salvador: Salvador J. Carazo (1850-1910); José María Peralta Lagos (1873-1944) autor de Brochazos (1925), y La Muerte de la Tórtola (1932); Francisco Herrera Velado (1876-1960), autor de Agua de Coco (1926); Alberto Rivas Bonilla (1891 . . . ) autor de Me Monto en un Potro (1943), los escritos de todos ellos matizados de humor provinciano, pinturas sencillas de gentes y paisajes.

Por supuesto que la orientación realista de estos cuentistas está determinada en ellos, por la temática elegida con rezago de muchísimos años (y que tampoco correspondía ya a una realidad social) y no por la fecha de la publicación de sus escritos, que es evidentemente tardía.

Apartándose un tanto de este marco y tratando de hacer una literatura más creativa, están Arturo Ambrogi (1875-1936) también de El Salvador, autor de entre otros El Libro del Trópico, Crónicas Marchitas y El Jetón (1936) quien utiliza una prosa magnífica y posee una verdadera capacidad de descripción; Adolfo Calero Orozco (1899) de Nicaragua, autor de Cuentos Nicaragüenses (1957) y Cuentos de aquí no más (1933); y Luis Dobles Segreda (1891-1956), quien escribió Por el amor de Dios (1918), Rosa Mística (1920), y Caña Brava (1926); Ricardo Miró (1883-1940) de Panamá, puede ubicarse también en esta tendencia.




ArribaAbajoEl naturalismo

Paralelo al realismo costumbrista, comenzó a surgir el naturalismo, aunque con menos fuerza y éxito; si el realismo trataba de moralizar a la sociedad burlándose de ella (aunque las más de las veces nuestros costumbristas no escogieran a los ricos y nuevos ricos, sino a los viejos pobres campesinos, tratando de hacerles ver sus imperfecciones idiomáticas y su atraso conforme a la civilización) o simplemente de evocar un estado de cosas con criterios eminentemente estéticos, el naturalismo se lanzó contra los vicios de la sociedad; contra sus egoísmos y sus desigualdades, y fue la literatura que fotografió la miseria, cuadros de gentes hundidas en la pobreza y el abandono, y considerando a la vez que cualquier cosa es estéticamente válida, aunque fuesen llagas y detritus, marca evidente de Emilio Zolá.

Quizá el más importante naturalista centroamericano es el guatemalteco Enrique Martínez Sobral (1875-1950), si no por su calidad, por su dedicación, pues fue capaz de componer una especie de comedia humana local, sólo que con tintes naturalistas: Páginas de la Vida, que forman Los Peralta; Humo; Su Matrimonio; Alcohol; e Inútil Combate; obras con actitud reformadora que muestran la inmoralidad en todos sus aspectos, incesto, alcoholismo, prostitución, adulterio. Otro naturalista guatemalteco es Ramón A. Salazar, autor de Alma Enferma (1896); Stella (1896); y Conflictos (1898)23.

Conservándose dentro del naturalismo, pero acercándose a lo que representa ya una literatura social con valor artístico, está Carmen Lyra (1888-1949), costarricense quien aunque mejor conocida por sus cuentos infantiles, en los que recrea temas vernáculos de animales (Cuentos de Mi Tía Panchita, 1920) logra en Bananos y Hombres (1931) una de las primeras imágenes de la descarnada situación de los peones en las compañías bananeras. Otro costarricense, Joaquín García Monge (1881-1958) aunque fuera de la línea naturalista pura, pone ya un acento social muy válido en La Mala Sombra y otros sucesos, (1917) relatos en que los personajes campesinos aparecen logrados con hondura y con gracia; sus otros libros son La Mala Sombra e Hijas del Campo, ambos publicados en 1900.




ArribaAbajoEl modernismo

El modernismo se inicia en lo que respecta a la prosa, como un movimiento antitético del naturalismo, proclamando que sólo las cosas bellas son adorables; lo demás, no puede ser objeto de arte. Es pues, el efímero reinado del arte por el arte en el campo narrativo, pues si en la poesía el éxito del modernismo fue tan devastador que hoy aún perdura su influencia, las prácticas puristas en el cuento y la novela no llegaron muy lejos, una prosa tomada superficialmente de la literatura francesa a lo Alphonse Daudet, trayendo también un mundo de utilería con princesas encantadas, quioscos de malaquita y mantos de tisú, quizá principalmente porque el modernismo enseñaba un desarraigo ambiental, ya que las historias transcurrían, o en remotos países orientales, o en París, con lo que todo provenía de una mera apropiación libresca, que agotaba pronto al escritor y al lector.

Hay todo un vocabulario estereotipado por los modernistas en prosa, que es posible rastrear no sólo en los que se pusieron con la moda cuando ésta floreció al tiempo que florecía también el art-noveau, sino en escritores que metidos ya en la corriente vernácula, respondían al estímulo de un lenguaje que había sido inventado con mucho boato y podía conservar los restos de su esplendor, muchos años después; palabras como beldad, feérico, lapislázuli, alabastro, abrojos, mórbido, grácil, abismal, nirvana, insomne, pedrería, recamado, chinesco, japonerías, argentado; y nombres propios creados in abstracto como Christian de Merville; Martha Ruisell; Pedro Heruren, para designar a los personajes de modo que reflejaran su mundanería o su cosmopolitismo, aparecen en muchos de los olvidados libros que tan abundantemente dio el modernismo en Centroamérica, cuentos que hoy, tan tempranamente aún, se ven como piezas de un museo de sonrosadas ceras.

Pese a la cauda modernista, su fundador el nicaragüense Rubén Darío (1866-1917) escribió algunos de sus mejores cuentos no dentro de esa luz de juegos artificiales, sino con un corte social y profundamente humano, que va mejor con la prosa naturalista (baste recordar El Fardo) o que encuentran un arraigo no perecedero aún dentro de su cosmopolitismo (Betún y Sangre) para entrar también a veces en el territorio galante y frívolo (La muerte de la emperatriz de la China) o en el meramente simbólico y alegórico (La canción del oro, El Pájaro Azul) todos ellos escritos en un estilo lejanamente evocador y lírico.

La actitud experimental de la prosa dariana que se inicia con Azul y que produce después de siglos de esclerosis en la lengua castellana una revolución verbal sin precedentes, constituye la herencia que de manera general la literatura hispanoamericana recibe de Darío y que hizo posible después a Cortázar, a García Márquez y a Vargas Llosa, como su poesía hizo posible también a Vallejo, Neruda y Octavio Paz.

Los restantes modernistas centroamericanos son Juan Ramón Molina (1875-1908), hondureño, cuyos relatos y poemas fueron reunidos en un solo volumen, Por Tierras, Mares y Cielos (1913); pese a lo escaso de su obra, pues murió a muy temprana edad, Molina logra un mundo de mujeres de barriada, tinterillos y presidiarios, y descripciones de la mejor prosa quevediana como en el cuento Mr. Black.

Otros dos hondureños son Froylán Turcios (1875-1943), el más modernista de los modernistas centroamericanos, con una extensísima bibliografía y Rafael Heliodoro Valle (1891-1959) con otra no menos extensísima bibliografía, autor de Tierras de Pan Llevar (1939), un libro de estampas finamente trabajadas.

En El Salvador, el modernista más notable es Francisco Gavidia (1863-1955); ensaya los relatos de tipo histórico precolombino (pues como romanticismo redivivo, el modernismo se lanza a la búsqueda de culturas y fuentes remotas) y otros de tipo colonial y republicano; recrea leyendas indígenas, como en La Loba. Sus cuentos están reunidos en Cuentos y Narraciones (1931).

En Guatemala aparece Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), más famoso por sus crónicas de viaje y por su papel de acólito de Darío, y notable ejemplo del narrador ajeno a todo arraigo local escribió un conjunto titulado Tres Novelas Inmorales (Del amor, del dolor y del vicio; Bohemia Sentimental; y Maravillas o Pobre Clown) y una última, El Evangelio del amor. En ellas domina el carácter voluptuoso y libertino, con tintes impresionistas, a través de lo que Gómez Carrillo quería mostrar el ambiente libre y concupiscente de París, en el que se sentía tan a gusto24.

Rafael Arévalo Martínez (1884), también de Guatemala y único modernista aún sobreviviente, intentó crear en sus narraciones un mundo fantástico, con personajes irreales y de cuya existencia pudiera desprenderse alguna lección moral, como lo atestiguan El Mundo de los Maharachías (1938) y Viaje a Ipanda (1939) libros con los que se adelanta además a las novelas de ciencia ficción; y con sus cuentos reunidos en El Hombre que parecía un caballo (1914) en los que los personajes son interpretados a través de un lente psicológico muy original, y creando una zoología fantástica.

En Panamá, es Darío Herrera (1870-1914) el que mejor representa la corriente modernista; su obra se refiere a un ambiente americano en general pero se arraiga poco en su propio país; Horas Lejanas (1913) contiene todos sus trabajos.

El modernismo se replegó más tarde como estilo narrativo, para dar paso a la reinstauración de las dos corrientes principales, de que se habló antes: el realismo costumbrista, que se convirtió en el regionalismo; y el naturalismo, que dio paso a la narrativa social. Ambos llegan a dominar el ambiente de la creación literaria en todo el continente, y de su sombra la literatura latinoamericana no está logrando liberarse sino desde hace muy poco.




ArribaAbajoPrimera narrativa latinoamericana

Desde el año 1916 en que aparece Los de Abajo de Mariano Azuela, hasta 1941 en que se publica El Mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, la narrativa latinoamericana vive lo que podría llamarse su edad clásica y América se descubre como un continente de exuberante naturaleza, lleno de prototipos míticos, el gaucho, el payador, el maderero, el plantador, todo bajo el común denominador de un protagonista aún más poderoso: la naturaleza, que tal era el sinónimo del continente salvaje, como superproducción en tecnicolor.

Los creadores de esta época tiran de la cuerda por los dos extremos: desde el hombre civilizado que baja a conquistar lo salvaje, como en Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, que es quizá el punto más alto a que llegó la novela tropical; a la inmisericorde explotación del indio, con buenos y malos de una sola pieza como en las películas del western, tal es Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, o El Mundo es ancho y ajeno, ya mencionado; a la novela del centauro, como Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes; o en las que, para reafirmar el señorío de la naturaleza, la selva se traga al protagonista, como en La Vorágine de José Eustasio Rivera25.

Además de cumplir con un papel de literatura de creación, la narrativa americana que florece entre las dos guerras mundiales, se sintió obligada a llenar una serie de vacíos en cuanto al conocimiento de la realidad del continente, con países aislados unos de otros, sin medios de comunicación, casi sin intercambio; tampoco existía la investigación en las ciencias sociales ni en las ciencias naturales, y así el novelista o el cuentista se ven obligados a dar noticia sobre razas, costumbres, tenencia de la tierra, geografía, folklore, fauna, flora, antropología, lingüística, y además de surtir sus escritos con datos abundantes, intenta interpretaciones sociológicas y políticas.

Aunque ambas tendencias se entrecruzan -como en el caso de La Vorágine, en que la explotación inhumana a los caucheros se reparte por igual con el dominio de la madre naturaleza-, fue la segunda, la sumisión del hombre al reinado de lo telúrico, la que ejerció en Latinoamérica mayor influencia, principalmente el prototipo narrativo de Doña Bárbara.




ArribaAbajoTres tendencias en Centroamérica

El panorama en Centroamérica no deja de ser complejo, si tomamos en cuenta que pueden señalarse tres direcciones:

l) La que determinan Gallegos principalmente y después Rivera y que establece esa relación de dominio naturaleza-hombre;

2) la de carácter social, que viene directamente del naturalismo que dramatiza la explotación del indio y a la que se agrega después un elemento dinámico, cual es la intervención militar, política y económica de los Estados Unidos; la presencia de las compañías bananeras y de las dictaduras militares;

3) y la que crea un arte narrativo puro alrededor del campesino, sin acentos sociales y que puede denominarse regionalismo, heredero directo del realismo criollo del siglo XIX.

Si en estas dos últimas se aprehende el hilo naturalista y regionalista, la primera representa una creación americana, que valedera o no, interpretó en su momento al continente y tipificó literariamente un fenómeno cultural. Esta reafirmación de lo nacional americano, que trasciende en las tres divisiones mencionadas arriba, fue muy justa al momento de aparecer, pues frente a un proceso de desculturización que ya comenzaba a operarse, lo criollo, lo vernáculo, lo que se interpretaba como expresión de la nacionalidad, era antepuesto frente a las costumbres, prácticas e idiomas que traían los que sembraban banano u ocupaban territorios para ser árbitros de guerras intestinas.




ArribaAbajoLa naturaleza bárbara

La narrativa que enfrenta al hombre civilizado con la naturaleza extramuros, tiene en Centroamérica su principal representante en Flario Herrera (1895-1967), nacido en Guatemala y quien escribió tres novelas importantes: El Tigre (1932); La Tempestad (1935); y Caos (1949). En él está presente la teoría gallegiana del hombre culto, pulido en las disciplinas universitarias, que por aventura o necesidad de cuidar sus intereses va a los llanos, a la selva, y en esa antítesis vigorosa en que lo telúrico se representa por medio de lo carnal, la mujer, que trasuda o clorofila o aguas de lluvia estancadas, sucumbe o domina. En Herrera, este mundo se resuelve en un rico lenguaje poético, de metáforas que envuelven en un hálito de sensualidad a las palabras.

El otro guatemalteco de esta línea es Carlos Wyld Ospina (1891-1956) cuyas más importantes novelas son La Gringa (1935) y Los lares apagados (1958).

En Nicaragua, José Román (1906) escribió una novela dentro del estilo, que es también muy prototípica, Cosmapa (1944).




ArribaAbajoMiseria y explotación

La narrativa social encuentra en Centroamérica sus temas en la explotación feudal del indígena, en su aislamiento secular y su subhumanización (como en el caso de Guatemala, en donde se presenta todo un fenómeno de nacionalidades indígenas propias); en la insensibilidad absoluta de las clases dominantes y de sus cómplices, las castas militares y la iglesia. Esta explotación de raíz colonial y esencia medioeval, presenta una dimensión estática (allí nada se mueve, solo el látigo), que adquiere después un signo vertiginoso y más envolvente: las intervenciones de los marines norteamericanos en Nicaragua desde 1912 a 1933 y la consiguiente lucha de liberación del General Augusto César Sandino; el otorgamiento de concesiones bananeras a poderosas compañías norteamericanas en Guatemala, Honduras y Costa Rica, compañías que llegaron incluso a desencadenar guerras entre países por su voracidad de tierras fronterizas; el inicio de movimientos sindicales ligados a la lucha antiimperialista; la formación de partidos socialistas; la lucha contra las dictaduras, con participación de obreros, intelectuales, estudiantes, que en la década de 1940 derrocaron a algunas de ellas; y la consiguiente movilización o desencadenamiento de fuerzas populares; las injusticias sociales y económicas; la migración de campesinos a las ciudades; todo da pie al inicio de una literatura de denuncia a la región, que alcanza validez artística unas veces y otras desafortunadamente no, pero que sobrevive en general como el testimonio de varias generaciones que se dispusieron a enfrentar con la palabra (y tantas veces con retórica) los fenómenos sociales que afectaron -las más de las veces en forma negativa- a Centroamérica y a su historia.

Miguel Ángel Asturias (1899) es el primero que en forma literariamente válida, logra transmitir este mensaje de protesta, articulado como obra de ficción.

El Señor Presidente (1946) es la primera novela centroamericana que se aparta de los cánones del folklore tradicional, indígena o vernáculo, para referirse a uno nuevo: el de las dictaduras; una de las más largas y tenebrosas fue la de Manuel Estrada Cabrera, quien sumió a Guatemala en un ambiente de irrealidad que Asturias describe como tal, en lenguaje surrealista. De este oficio de tinieblas, con sus crímenes, traiciones y torturas, abyecciones y servilismos, resulta el testimonio de una época, vertido en forma más lúcida que como pudiera lograrlo un texto de historia; es el primer enfrentamiento de un escritor con una realidad que todavía no cesa, pues las tiranías son parte de nuestra historia presente.

No puede negarse sin embargo, que El Señor Presidente ha envejecido, y que la armazón de su lenguaje, innovador en la época en que el libro fue concebido, no se sostiene ya enteramente.

Las intenciones de denuncia de Asturias son más evidentes en lo que se ha dado en llamar su trilogía del banano y que forman las novelas Viento Fuerte (1949); El Papa Verde (1950); y Los Ojos de los Enterrados (1960), aunque con menos propiedad artística. La teoría literario-política de Asturias incluye también Week-end en Guatemala (1954) una colección de cuentos.

Su libro capital, me parece ser Hombres de Maíz (1949), pese a la importancia que para la causa nacionalista de Centroamérica tiene su obra de denuncia anteriormente citada, lo cual es definitivamente una calidad extraliteraria. En Hombres de Maíz se recobran las tradiciones míticas de las crónicas aborígenes, y lo mágico y primitivo toman su lugar sin que la fábula se dañe por abiertas intenciones26.

Mario Monteforte Toledo (1911) también guatemalteco, se inicia con una novela en que es evidente la temática hombre-naturaleza: Anaité (1948), aunque en sus dos siguientes: Entre la Piedra y la Cruz (1948); y Donde Acaban los Caminos (1953), lo dominante es ya el indio guatemalteco, como víctima de la explotación; después con Una Manera de Morir (1957) se relatan los conflictos del personaje al abandonar el partido comunista y por fin Y Llegaron del Mar (1965).

En sus dos libros de cuentos, La Cueva sin Quietud (1949) y Cuentos de Derrota y Esperanza (1962) Monteforte se revela como uno de los cuentistas más logrados de Centroamérica, por el dominio de las técnicas de su oficio y por la eficacia de su lenguaje, que no deja de ser poético pero que conserva esencialmente su carácter de narración, en temas que aunque vinculados, a determinadas situaciones políticas de su país, principalmente en el segundo de los libros citados, dan a las situaciones la profundidad suficiente como para que tenga valor universal.

En Costa Rica, el representante más destacado de este tipo de literatura combativa es Carlos Luis Fallas (1909-1965). Su libro más conocido, es Mamita Yunai (1941) que si no cuaja definitivamente como novela, ofrece una serie de narraciones entrelazadas, de pura vivencia y experiencia directa. El tedio, la soledad, la lucha por la vida en las plantaciones bananeras; las fantasías de amor de los peones borrachos; el humor pleno de sus páginas constituyen ellos solos, como elementos de validez artística, por la amargura que destilan y por la frustración permanente de los personajes, una denuncia social que no precisa de tiradas discursivas.

En Gentes y Gentecillas (1947), quizá su novela mejor lograda, ya no es ni la naturaleza ni un sistema de explotación el personaje central; es todo un mundo de gentes el que se desprende de la dura realidad, y el personaje está compuesto, en un sentido de concierto anónimo pero vivo, por gentes humildes, pero de carne y hueso, que elaboran sus propios mundos mágicos desde la mísera semilla de sus pasiones y amores.

Su tercera novela es Marcos Ramírez (1952), relato autobiográfico, en que se reviven elementos de la picaresca, pues el personaje construye alrededor de su infancia un mundo de aventuras.

De entre los pocos cuentos que escribió, Barreteros es una muestra hermosa y apretada de la narración de un suceso brutal -un peón volado por la dinamita- y en cuyo desarrollo interviene antes que nada, la vivencia del autor, él mismo como peón, como barretero, ya que su vida fue parte del barro que trabajó como escritor, y sus testimonios se nos dan sin intermediarios.

Otro costarricense, Fabián Dobles (1918) expone en un lenguaje de gran brillantez, toda la biografía popular de su país, con personajes encarnados en la propia raíz de la tierra; sus novelas, Ese que llaman Pueblo (1942), Aguas Turbias (1943); Una Burbuja en el Limbo (1946); El Sitio de las Abras (1950), pertenecen a una década fructífera de su creación y del trazamiento de sus líneas fundamentales como escritor.

La raíz popular de su narrativa se hace plena en las Historias de Tata Mundo (1955-1957), cuentos en que hay todo un lenguaje clásico y andariego, como en los libros de caballería, florido y barroco, nutrido de gracia y que despierta voces y hechos en los caminos.

En Costa Rica también están Max Jiménez (1909-1947), autor de un libro menor de relatos, de reminiscencia naturalista, El Jaúl (1937) y Joaquín Gutiérrez (1918), autor de dos novelas, Manglar (1947) y Puerto Limón (1950), esta última de las más importantes del país.

En El Salvador, Manuel Aguilar Chávez (1913-1957) pone en sus cuentos (Puros Cuentos, 1959) un arrebatado acento lírico como instrumento de denuncia, de conmiseración hacia los niños pobres de las barriadas, los hombres sin tierra, los campesinos explotados e ignorantes, hacia los viejos que esperan eternamente por un sueño nunca cumplido. Aguilar Chávez representa al típico escritor centroamericano, iluminado por su sensibilidad pero limitado por la pobreza de su medio literario; su afán puro de mostrar un descampado amor por el prójimo, se convierte fácilmente en intromisión discursiva que perjudica la pureza del relato.

Víctor Cáceres Lara (1919) nacido en Honduras; combina en sus cuentos lo social y lo regional -las migraciones de campesinos hacia la costa norte del banano y su desengaño posterior en la tierra de promisión-, e inicia con Humus (1952) la narrativa que tiene por escenario las bananeras hondureñas. Alejandro Castro h. (1914), también hondureño, autor de una colección de cuentos titulada El Ángel de la Balanza (1997), libro con unidad y calidad sostenida, que penetra en una galería de niños, viejas solteronas, hombres fracasados, prostitutas silenciosas, coroneles brutales.

La única literatura existente en Nicaragua, como testimonio de la ocupación de los marines yankis y de la rebelión de Sandino y de toda su lucha de resistencia de siete años, fue escrita por Manolo Cuadra (1908-1997) quien peleó en Las Segovias como soldado de la Guardia Nacional fundada por los Estados Unidos; su libro de cuentos Contra Sandino en la Montaña, (1942) habla de las marchas en plena selva; de las torturas, de los interrogatorios brutales, de los combates, de la soledad; el lenguaje en estos cuentos está nutrido de la metáfora vanguardista, tan en moda por los años en que fueron escritos, y si esa práctica volantinera de las palabras los hace un tanto informales, no les quita esa profunda seriedad que tienen, al enfrentar un drama del cual el autor está consciente.

Fernando Centeno Zapata, también nicaragüense (1922), tiene dos libros de relatos con acento social: La Tierra no Tiene Dueño (1960); y La Cerca (1963); en ellos hay una descarnada visión del peón, del campesino envenenado por los insecticidas; de las familias arrojadas de las casas de vecindad, todo en un tono de patetismo que al final de cuentas se impone irremediablemente. Hernán Robleto (1898-1969), nicaragüense, autor de una novela política, Sangre en el Trópico (1930), de muy escaso valor, y de algunas colecciones de cuentos de ambiente mexicano.

José María Sánchez (1918) de Panamá, se presenta como el escritor de ese país que logra imprimir autenticidad a su temática social y desarrollarla en un territorio definido, Bocas del Toro, asiento de las compañías bananeras; publicó Tres Cuentos (1946); y Shumio Ara (1948). Joaquín Beleño (1921) también de Panamá, autor de las novelas Luna Verde (1951); Gamboa Road Gong (1960). Curundú (1963), y Flor de Banana.




ArribaAbajoEl regionalismo

El género narrativo de más difusión en Centroamérica es el regionalismo. No hay duda que el fundador del cuento regional y el maestro de esta forma de creación es Salvador Salazar Arrué (Salarrué), salvadoreño nacido en 1899. La visión del mundo campesino con su habla, pasiones, mitos, aparece por primera vez revelada en una esencia poética en Cuentos de Barro (1933), libro que funda toda una época.

La brevedad y precisión de Cuentos de Barro, su fulgor y su chispa mágica, todo contado a golpes de pedernal, para resultar en un lenguaje del todo lírico -relámpagos o dentelladas- nos llevan al descubrimiento (o deslumbramiento) de las honduras humanas de hombres desolados, acorralados por el silencio y por el remordimiento como en Semos Malos.

La brevedad pictórica, el cierre maestro tras la proposición visible de un asunto: inocencia, amor, crueldad, conduciendo el relato en la voz de un narrador que es la del propio campesino (magia verbal que limita el cauce de la historia, porque el barroquismo se torna maraña y la metáfora golpea incesante como una gota de agua) que se detiene a contar en cualquier lugar y en cualquier camino, andando o a la luz del fuego en la noche -porque la narración fue en su origen eminentemente oral, no hay que olvidarlo- confieren a estos cuentos una estatura que pese a las sucesivas imitaciones y multiplicaciones, no ha podido ser alcanzada.

En 1927 apareció el primer libro de Salarrué, Cristo Negro, historia de un hombre que ofrece la salvación del alma en la otra cara del espejo, una especie de redentor activo que no derrota al demonio en un simple duelo verbal, sino con la acción, en su carácter de verdugo, como instrumento del bien a través del mal. También en 1927 publicó una novela, El Señor de la Burbuja; en 1929 O’Yarkandal y en 1940, Eso y más, un nuevo libro de cuentos, dentro del mismo estilo de Cuentos de Barro.

Su libro más importante después de Cuentos de Barro es Cuentos de Cipotes (1945), historias en las que se recrea el lenguaje infantil, con caracteres híbridos: el habla de la calle, de la barriada, del campo, con giros que recuerdan la florida picaresca clásica, con modismos entre arcaicos y neologísticos. El lenguaje es aquí instrumento de comunicación directa, mucho más eficaz que en Cuentos de Barro, pues allá existe también el ambiente, que divide con el lenguaje esa responsabilidad de comunicación, y aquí son las expresiones coloquiales o el monólogo riquísimo de acentos y sugerencias, lo que comunica todo. En Trasmallo (1954) se sigue en los cuentos al mismo hilo inicial vernáculo, pero sin agregar ningún aporte, fuera de que el lenguaje es menos barroco y se hace más simple. En 1960, publicó La Espada y Otras Narraciones, que toma un nuevo curso en cuanto a los temas, siendo algunos siempre vernáculos pero otros dentro de una pretensión cosmopolita o a veces esotérica, cuentos que no son de ninguna manera el mejor Salarrué, que permanece diáfano e intocado en Cuentos de Barro y en Cuentos de Cipotes.

Salarrué crea una tradición narrativa y produce como ningún otro, una escuela de cuentistas en Centroamérica, dando límite a un ámbito de búsquedas que no llegaron muy lejos, pues las influencias degeneraron pronto en imitaciones.

Fundamentalmente, da a la cuentística centroamericana una serie de constantes temáticas:

  • -La mujer que se prostituye por miseria.
  • -Los perseguidos por fabricar aguardiente clandestino.
  • -Las sequías y el drama de la tierra sin frutos.
  • -Las plagas de langostas arrasando los sembrados.
  • -Las fiestas religiosas comarcanas; velas de santos, rogativas para la lluvia.
  • -Los partos rudimentarios en la soledad de los campos.
  • -Las curanderías.
  • -Los raptos y los duelos de amor.
  • -Los entierros o botijas.
  • -Los matoneados en los caminos.

En el lenguaje, sus aportes directos son:

  • -El uso constante de la metáfora, como conexión, como adorno, o como cierre del relato.
  • -El uso de términos locales.
  • -Los apóstrofes para evidenciar el habla popular.
  • -El uso de lugarismos como elementos metafóricos.
  • -La apropiación del habla directa del campesino.

En El Salvador, Hugo Lindo (1917) se introduce dentro de esta línea vernácula con Guaro y Champaña (1947), cuentos unos ásperos y otros más desvaídos, como él mismo los llama en el pórtico, el más difundido de los cuales es Risa de Tonto. Es autor también de Aquí se Cuentan Cuentos (1959) en el que a los temas campesinos se agregan algunos marcianos; y de varias novelas, El Anzuelo de Dios (1956); Justicia Señor Gobernador (1966) y Cada Día Tiene su Afán (1965) ésta última laureada en un concurso.

Carlos Samayoa Chichilla, nacido en Guatemala en 1898, da en Madre Milpa (1943) una visión del mundo indígena de su país, profundo y complejo, con elementos que tratan de objetivizarlo y a la vez impregnarlo de una carga poética. Tomando en cuenta que el pueblo indígena guatemalteco presenta características de una nacionalidad independiente y que sus tradiciones permanecen incontaminadas, entre tantos de los elementos de esa nacionalidad que son también particulares (lengua, religión, costumbres, sistemas de producción), Samayoa Chinchilla se acerca a ellos por dos vertientes: la de una evidente investigación antropológica y lingüística -incluso ecológica, si se quiere- conocimientos que aparecen entreverados en los relatos, en los que se admira la erudición y la propiedad científica; y la de una apropiación lírica de los ambientes y los personajes, con profunda conmiseración y tejiendo cuidadosamente para que el dibujo final sea a toda prueba humano27.

Esta visión se repite en Estampas de la Costa Grande (1957) sólo que a pinceladas más breves.

Alfredo Basells Rivera (1904-1940) nacido también en Guatemala, con un único libro, El Venadeado y Otros Cuentos (1948), ofrece una obra narrativa breve, pero notable. Usando un ritmo sostenido, un hermoso lenguaje bien resuelto, de una imagen orgánica de la cual están ausentes todos los vicios de la narrativa vernácula y ausentes también las cursilerías y las improvisaciones. Aquí se encuentra el lector con un escritor de oficio.

Francisco Méndez (1907-1962), guatemalteco, también con un único libro, Cuentos de Francisco Méndez (1957), la mayor parte de su obra permanece inédita. Utiliza en algunos relatos el procedimiento del cuento infantil, en boca de un personaje arquetípico que funge como narrador, utilizando la inocencia, la fantasía, la mentira y la exageración para lograr el asombro y el encanto del que escucha, y del que lee (Los Chiles de Teresón; Las Historias de Juan Ralíos Tebalán).

Como pieza maestra, aparece El Clanero, de recursos sabiamente desarrollados y conducidos hasta el final en dos planos que realizan un juego luminoso, en el que participan el ámbito interno y conflictivo del protagonista, asediado hasta la muerte y el mundo externo, la selva, sus perseguidores, ámbitos que se trasvasan mutuamente.

En Costa Rica, Carlos Salazar Herrera (1906), retoma directamente el hilo de Salarrué en Cuentos de Angustias y Paisajes (1947) aunque un poco tardíamente; sus cuadros breves son precisos y refinados y línea a línea la metáfora va dando esa armonía de color, que los vuelve acuarelas. Y en esa veta ya casi agotada, Jorge Montero (1923), autor de Al Pairo (1964). En Honduras, Arturo Mejía Nieto (1901), con Relatos Nativos (1929) hace entrar el cuento nacional en el cauce vernáculo.

Dentro de la creación referida al plano regional, dos autores nicaragüenses logran liberar su expresión y darle mayor originalidad: Mariano Fiallos Gil (1907-1964) quien se aparta del habla encomillada para emplear descripciones románticas del paisaje y de sus habitantes, todo marcado en un fuego de nostalgia, aboliendo los personajes pintorescos de material plástico, para dar otros de substancia humana y dolorida. Publicó un único libro, Horizonte Quebrado (1959), en cuyos cuentos delimita un ámbito geográfico que es la comarca, en los llanos ardientes del pacífico de Nicaragua.

El otro es Fernando Silva (1927) que representa la transición entre el cuento vernáculo como tal y la creación de un mundo sustentado dentro de una dimensión de sueño y de recuerdos de la infancia; todas las historias transcurren en un pueblo olvidado, El Castillo, junto al río San Juan, lamido por las aguas y por el olvido.

En su obra, los vínculos con lo regional están establecidos a través del habla, que sigue siendo artísticamente vernacular; pero la ambición de recrear con valores independientes ese frágil mundo de la niñez, no pertenece ya a ninguna tradición folklórica y se da con sus propios valores, que la gracia inmanente del lenguaje hace muchas veces ir de lo mágico a lo pintoresco. Cuentos de Tierra y Agua (1965) y El Comandante, una novela publicada en 1969, son sus dos obras importantes, partes de una construcción que pretende ser total y que están vinculadas a la misma gente, al mismo paisaje, a los mismos recuerdos y a la misma magia circundante.

En Panamá, Ignacio Valdés Jr. (1902-1961), da en su libro Cuentos Panameños de la Ciudad y el Campo (1926), dentro de esa concepción criollista, unos relatos que buscan comunicar el mundo rural y extraer de él valores de creación literaria, concebido el campesino como filón (la vieja recurrencia a sus costumbres y pasiones).




ArribaAbajoLa vanguardia

Al surgir las nuevas formas vanguardistas del arte en Europa, sus ecos llegan a Centroamérica y producen reacciones de distinta intensidad y distinto sentido. El movimiento vanguardista con mejor unidad y con trascendencia establecida, es el de Nicaragua, aparecido alrededor de 1926 en la ciudad de Granada, y que produjo todo un despertar literario principalmente en la poesía, y que utilizando concepciones novedosas, agitó el agua estancada de la cultura post-dariana, en una operación que proclamaba también el rescate de valores vernáculos -no folkloristas- olvidados.

Este movimiento no dio narradores con una obra dilatada, pero las incursiones de sus poetas en este campo, tiene ejemplos notables; el primero de ellos sería el de José Coronel Urtecho (1906), autor de varios cuentos largos a los que tituló noveletas, escritos con un sostenido dominio de recursos verbales, de hallazgos en la expresión, y también con una sostenida gracia, en los que el humor es una constante. Joaquín Pasos (1915) autor de un único cuento El Angel Pobre, de desgarradora ternura, con un tema que Gabriel García Márquez retoma veinticinco años después en El Hombre de las alas enormes. Pablo Antonio Cuadra (1912) que da también un nuevo sentido a lo nicaragüense vernáculo en sus cuentos, en un lenguaje que sin ser folklórico, toma fuerza telúrica, como en Agosto, cuento que plantea un conflicto dramático. En el grupo de post-vanguardia, Ernesto Cardenal (1925) escribió El Sueco, también un cuento único.

El escritor, que surgiendo dentro de un movimiento de vanguardia presenta una obra narrativa más permanente, es el panameño Rogelio Sinán (1904), quien alrededor del año 1924 llevó a su país las nuevas de las corrientes literarias europeas. En sus cuentos, incorpora elementos desusados (los tratamientos psicológicos de los personajes, los matices surrealistas), cuentos reunidos fundamentalmente en un libro A Orilla de las Estatuas Maduras, (1946) y publicados en diversas ocasiones bajo distintos títulos. En el más conocido, la Boina Roja, Sinán despierta un tema que tomando los elementos telúricos del trópico, y dándoles un tratamiento novedoso (el conflicto anímico, comunicado de lo salvaje del mar tropical, a dos seres), inaugura un género en Centroamérica. Otro escritor situado en esta línea vanguardista, es el panameño Roque Javier Laurenza (1910).

Puede ubicarse también en este grupo, a Arturo Martínez Galindo (1900-1940) de Honduras; en su libro de cuentos Sombra (1940), el desenfado, el humor, su cosmopolitismo, ponen en ellos chispazos de calidad, pero sin lograr realizarse.




ArribaAbajoHacia una nueva expresión

Se presenta un momento en que agotadas las posibilidades de la narrativa regional con todos sus matices y acentos, se trata de encontrar un camino diferente -intento que los movimientos de vanguardia proclaman- y a través de voces aisladas este sentido de decir algo distinto, comienza a darse.

En Costa Rica, José Marín Cañas (1904) autor de dos novelas, El Infierno Verde (1935) de prosa intensa que va por todos los registros dramáticos, narrando la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia y contando el autor como elemento primordial, con las informaciones periodísticas sobre el conflicto; y Pedro Arnáez (1942) su obra mejor lograda y que se desprende de la línea media narrativa para dar una imagen de la que participan la violencia institucional -El Salvador de 1932, con la brutal represión del dictador Martínez contra los campesinos- y los propios conflictos de sus personajes.

Julieta Pinto (1920) también costarricense, presenta una dualidad temática en su obra: la de sus cuentos, referidos al campesino (Cuentos de la Tierra, 1963; y Los Marginados, 1970) en los cuales se aparta poco de la línea tradicional vernácula, con intención social; y la de sus novelas, La Estación que sigue al verano (1969) y en otras sin publicarse, en las que al tomar un hilo íntimo, profundamente femenino por todo lo que tiene de confesión, se da más enteramente como escritora y con posibilidades más abiertas; su libro de cuentos Si se oyera el silencio (1967), habría que colocarlo también de este lado. También Carmen Naranjo (1930) con las novelas Los Perros no Ladraron (1967), Memorias de un Hombre Símbolo (1968) y otras.

José María Méndez (1916) de El Salvador, utiliza el humor como eje de la narración, desplazándola del ambiente hacia las situaciones en sí, a las que hace cobrar vida para divertir. Su primer libro es una especie de recuento humorístico. Disparatario, publicado en 1957; pero sus cuentos adquieren mejor individualidad en Tres Mujeres al Cuadrado (1963) y en Tiempo Irredimible, inédito.

Juan Aburto (1918), nicaragüense, centra sus temas en las barriadas de la ciudad de Managua; en los habitantes de vecindarios pobres, en los empleados públicos, en las cuarterías, en las calles solitarias de los arrabales, en esa zona crepuscular en que la ciudad es todavía pueblón y campo, para dar la imagen de la urbe desplazándose de la mediocridad hacia la civilización ficticia; todos sus cuentos reunidos en Cuentos y narraciones (1969).

Por su unidad, su independencia de estilo, su modernidad y su profunda ironía, es Augusto Monterroso (1920) de Guatemala, el que fija en forma definitiva el tránsito de nuestra cuentística hacia un plano de validez universal, dejando atrás todos los amarres vernáculos.

Obras Completas y otros cuentos (1959) da la otra cara del espejo de lo que en general ha sido el cuento centroamericano tradicional; desde la mordacidad armoniosa y sin mácula (La Primera Dama) a lo sutilmente acre (El concierto); a la hilaridad desesperante (No quiero engañarlos); a la suave y cruel alegoría (Mr. Taylor) o a los meros juegos verbales maestros, mucho antes de los Tres Tristes Tigres de Cabrera Infante.

En su segundo libro, La Oveja Negra y otras fábulas (1969) el lector se enfrenta con un clásico redivivo; clásico el libro no sólo por la fábula, por su exacta, breve prosa, sin subterfugios y con el arma cargada de un lenguaje directo; clásico por su profundo sentido de la ironía, por su gracia en la que no sobran cosas ni palabras y que deja al lector entre el asombro y la risa y presintiendo que es la moraleja la que en el fondo se burla de él, por lo leído.

También de Guatemala, Ricardo Estrada (1920), que ha publicado Unos cuentos y cabeza que no siento (1965) descubre en su país un ámbito inusitado, inmerso en la evocación, la nostalgia y la mención mágica de las cosas; inusitado porque utilizando los mismos elementos que sus antecesores vernáculos, extrae de ellos la chispa de la alucinación, la palabra cumpliendo una nueva función ritual y colorida; Carlos Solórzano (1922), con dos novelas: Los Falsos Demonios (1966) y Las Celdas (1971); Raúl Carrillo Meza (1925), con Cuentos (1957); Cuentos de Hombres (1958); y El Vuelo de la Jacinta (1962).

José María López Valdizón (1929) también de Guatemala, a través de sus libros de cuentos pero principalmente con La Vida Rota (1960) que ganó el premio Casa de las Américas en la Habana, trata de alcanzar una forma diferente de referirse a las gentes sencillas, utilizando nuevos recursos técnicos y creando un clima mágico.

Y Ramón H. Jurado (1922) panameño, autor de las novelas San Cristóbal (1947), Desertores (1952) y El Desván.




ArribaAbajoLa realidad de verdad

Como el problema del encuentro con la realidad es básico para la creación literaria, habría que aceptar que con las generaciones anteriores este encuentro se produjo las más de las veces en forma, segmentada o en otras, distorsionado por buenas intenciones o por ánimos eminentemente estéticos. El escritor regionalista que como hombre culto, disciplinado en las academias, baja hacia el submundo del indio o del campesino a recoger como trofeo de su guerra verbal el testimonio de un habla y de unas costumbres, lo hace como verdadero colono que desde su asiento en la metrópoli tiende un hilo de comunicación de una sola vía hacia la barbarie subyacente, barbarie pintoresca al fin y al cabo, que toca y examina con las precauciones de quien no quiere el contagio; conquistador de lo exótico de su propio país, va en su viaje romántico hacia una región vecina y remota a la vez. Su condescendencia se transforma en el arte de concesión que le hereda el realismo costumbrista y el escritor es tan paternalista como el dueño de la plantación, bien intencionado con sus peones.

Esta limitación sectorial de la realidad, conduce pronto a una degeneración y a un apagamiento del proceso creativo, pues comienza a identificarse a la nación con el folklore y no se concibe otro tipo de narración que no sea la consabida de ranchos y huertas y rezos y raptos; se establecen entonces las diferencias entre lo culto y lo bárbaro; entre lo puro y lo contaminado; entre el arma de fuego y el machete; entre el zapato y el caite; el automóvil y la carreta; la cotona y el traje; y ya para ser definitivamente cursis, entre el guaro y el champaña.

A medida que tal estilo se convierte en hábito; ya el autor de gabinete ni siquiera se preocupa por aprehender directamente un habla y un paisaje; simplemente los crea inventándolos o los toma de otros libros; y así se fabrica el campesino de cuerda y se le rodea de un vocabulario que se hace aparecer a la postre como el «alma nacional» y del que un campesino no entendería una palabra, como no entendería tampoco los bailes folklóricos. El indio pasa a ser así parte irremediable del paisaje y el folklore el mejor negocio del espíritu.

Esta imagen falsa, compartida por unos y llevada a sus extremos por otros, al no calzar con la realidad ni reflejarla, impone la necesidad de un cambio de visión, una apertura hacia las fuentes y las corrientes de la realidad, para dar a la obra literaria amplitud universal.

El error fundamental de esta visión arcaica, está en que la mentalidad del intelectual no genera ninguna transformación de acuerdo con las necesidades cambiantes de la sociedad, salvo en algunos de los escritores que pretendieron reflejar los problemas sociales alrededor de 1930 en adelante. Y si esta transformación de mentalidad no se produce coetáneamente con el cambio social o con la necesidad de provocarlo, el escritor mucho menos se adelante a él, anunciándolo, como profeta que debería ser. Si a mitad del siglo XX encontramos aún autores metidos en el realismo costumbrista, es porque su concepción del mundo es decimonónica o folklorista, dentro de la condición paternalista de su espíritu.

Los fenómenos sociales centroamericanos de la mitad del siglo XX, las luchas de liberación nacional que inicia Sandino; el desplazamiento de la sociedad rural monoproductora hacia una concentración ambigua urbana; el nacimiento de la clase media, con todas sus ambiciones estimuladas por un mercado de consumo externo; los fenómenos del escalamiento social a través de la educación mal impartida, el nacimiento de una burguesía que importa de Miami sus modas y sus gustos, y comienza a construir un mundo separado y a formarse un criterio enajenado de la nacionalidad, con más afinidad hacia los patrones extranjeros de costumbres, que hacia un ser nacional que aparece desintegrado o inauténtico, o simplemente inexistente; todo lo que constituye no una penetración, sino una liquidación cultural, pues se importan desde los zapatos hasta la educación; las tensiones sociales y políticas que desembocan en luchas armadas, en represiones, en asesinatos, en fin, todos los murales permanentemente cambiantes de la sociedad centroamericana, han hecho poca mella en el escritor, que ansía su arcadia o aborrece su tiempo.

Hay entonces una nueva calidad de realidad; una nueva clase ciudadana con su propia periferia; hay un nuevo tipo de explotado que no es ya el mismo de los años veinte; éste llega a la ciudad, toca a sus puertas inútilmente y se queda en las barriadas; y hay nuevas tensiones y ambiciones, nuevas formas de moral pública y privada, un evangelio pervertido cuya transmisión queda en manos de los medios de comunicación que se encargan de destruir lo que queda o puede quedar de una cultura nacional.




ArribaAbajoLa nueva conciencia

El escritor enfrenta así un cambio radical en su visión del mundo y necesita comprender el proceso histórico que conduce a su realidad actual y que en el caso de Centroamérica se refiere a toda una región; saber que pertenece a una cultura marginada y que la literatura no ha sido tradicionalmente otra cosa que un producto del subdesarrollo.

La obra de creación personal, al reflejar todo el universo lacerante que rodea al escritor, no será un producto de la asepsia estética o de la propaganda concebida fuera de la escala de valores de la obra de arte, sino un testimonio a la vez personal y ecuménico. En este sentido la literatura es siempre un compromiso, si se entiende como tal el acto de fe por la honestidad intelectual del escritor que debe ser sólo boca de la verdad.

Tal concepción obliga a enfrentar la realidad de nueva manera, por medio de nuevas técnicas, de un nuevo lenguaje que es necesario crear.

Frente a la fragmentaria visión anterior, de personajes de una sola pieza, de la concepción del campesino como consecuencia directa de su habla y del escenario tropical, como un set cinematográfico; frente a la denuncia panfletaria y la solidaridad absoluta del autor con sus personajes y su actitud civilizante, el nuevo escritor latinoamericano, desde Juan Rulfo a Mario Vargas Llosa, crea personajes humanos y profundos, complejos y contradictorios, como en esencia es el hombre; lo libera del dominio telúrico del paisaje y lo coloca en el centro del universo; y crea, para servir de cámara experimental a la complicada esencia del ser, una técnica, un lenguaje.




ArribaAbajoNueva narrativa centroamericana

La narrativa centroamericana contemporánea debe mucho a la costarricense Yolanda Oreamuno (1916-1956); en su obra en prosa, crónicas, narraciones, cartas, novelas, se revela un testimonio íntimo de quien lucha por liberarse de las ataduras de una sociedad estática y anquilosada; esta lucha fue su agonía, que en formidables períodos plenos de sensualidad, de calor animal, de vibración, de comunión más que de comunicación, da en sus libros. Toda su carga personal se libera admirablemente al encontrar las técnicas, que para ella, son una catarsis, de Proust, Joyce, Mann; y es la primera que en los años intelectualmente pobres de la década de 1940 los encuentra y aprende en Finnegans Wake, en Ulysses, en A la Recherche du temps perdu, su propia liberación. Esta admirable Isadora Duncan escribió una novela: La Ruta de su Evasión (1949); sus crónicas y relatos aparecen en A lo largo del corto camino (1961) junto con sus cartas.

Como parte de su visión de la literatura, Yolanda se encarga también de definir, en la temprana época de 1943, la actitud futura que ésta debería cobrar: «Literariamente -dice- confieso que estoy harta, así con mayúsculas, de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos y en cambio sé poco de sus demás problemas. Los trucos colorísticos de esta clase de arte están agotados, el estremecimiento estético que antes producía ya no se produce, la escena se repite con embrutecedora sincronización y la emoción humana ante el cansamiento inevitable de lo visto y vuelto a ver. Es necesario que terminemos con esa calamidad. La consagración barata del escritor folklorista, el abuso, la torpeza, la parcialidad y la mirada orientadora de un solo sentido, que equivalen a ceguera artística...»28. Y dice también: «La ciudad, el empleado, la burocracia creciente, el sibaritismo semioriental de nuestra burguesía, el arraigo seguro de tendencias y modalidades antes muy europeas y hoy muy yankis dentro de nuestras respectivas nacionalidades, claman por un cantor, por un acusador, por un rebelde y por un descubridor de bellezas nuevas y de viejos dolores.» (Profecía que no empieza a cumplirse en Latinoamérica sino con La región más transparente de Carlos Fuentes, quince años más tarde).




ArribaAbajoLos jóvenes

Es un nicaragüense entre los jóvenes, el que escribe la primera novela centroamericana de ámbito universal por su interpretación de un país y de sus habitantes y por fijarlo dentro de un contexto histórico: Lisandro Chávez Alfaro (1929) con Trágame Tierra (1969). Aquí se encuentran dos generaciones de hombres: la de los padres, que se aferran al leño de la salvación convencional en las aguas de la historia pútrida; y la de los hijos, que sólo ven la salvación en la destrucción, en el incendio final de una historia que sólo les provoca sentimientos de asco. Aquellos sueñan con el canal por Nicaragua, para florecer en sus riquezas y comodidades; estos ven en el canal la maldición, la ruina de la nacionalidad. El hijo rebelde se convierte en guerrillero y muere asesinado en la cárcel; y el padre, después de hipotecar su parcela junto al río San Juan, que se volvería oro puro al construirse el canal, sin lograr salvar al hijo, se queda velando el cadáver en lo que es una eternidad de la derrota, la imagen cabal de un país que ha formado su historia a base de entregas y frustraciones interminables.

Los Monos de San Telmo (1963) es el libro de cuentos publicado por Chávez Alfaro; obtuvo el premio Casa de las Américas de la Habana. Su contexto constituye también un rastreo por el fondo del país; desde los entreguismos sin ninguna vergüenza de ciudadanos nicaragüenses a los intereses esclavistas de William Walker en el siglo XIX, pasados por el tamiz de la parábola (El Perro) a la imagen de la dura existencia cotidiana, de muerte en desolación, (Jueves por la Tarde); al duro retrato de la brutalidad escarnecedora de los niños cazados como monos en la selva (Los Monos de San Telmo).

Mario Cajina Vega (1929) también nicaragüense, ofrece en Familia de Cuentos (1969) un encadenamiento cinematográfico de la realidad de su país en sus tres estadios históricos: lo rural, la provincia, la ciudad, desplazamiento que arrastra consigo a la nación y la devuelve hacia su origen, fundiendo las viejas casas con mansarda a los coctails parties; los kioskos fin de siglo en los parques de provincia a los repartos residenciales; los viejos rostros con pátina a los nuevos rostros falsificados.

Otros nicaragüenses son Femando Gordillo (1941-1967) que enfoca a la sociedad en sus vicios y en sus eufemismos y en las grandes hipocresías institucionales; su único libro Son otros los que miran las estrellas, permanece inédito; y Rosario Aguilar (1938) con una prosa que es una mezcla de recuerdos y percepciones, alerta y sonámbula a la vez, como si incorporara lo circundante a sus sentidos a través de la piel; ha escrito Primavera Sonámbula (1964); 15 Barrotes de Izquierda a Derecha (1965); y Aquel Mar sin Fondo ni Playa (1969).

En El Salvador, Álvaro Menen Desleal (1930) realiza una interpretación particular del mundo por medio de una ficción absoluta en relatos cuya fantasía no excluye la presencia de su país (El día que quebró el Café) y que pesan definitivamente sobre sus breves divertimentos o ejercicios de prosa, o sus recreaciones orientales. Su primer libro Cuentos Breves y Maravillosos (1963) es como los otros, Una Cuerda de Nylon y Oro (1970) y Revolución en el país que edificó un Castillo de Hadas. (1971) la crónica continuada de sucesos no por fantásticos menos tangibles; el relato se construye en base de premisas maravillosas, rastreadas en textos antiguos o en la propia imaginación, que encuentran su certeza en forma de parábola, o de asombro, o de irritación, pero válidamente como arte.

Manlio Argueta (1935) nacido también en El Salvador, con una novela, El Valle de las Hamacas (1970) abre en un lenguaje literario contemporáneo la visión de su país a la contemplación universal; realidad de la que forman parte los jóvenes que ponen en la balanza sus amores y sus ideales; que también participan del horror de la historia y buscan la salvación que los engaña a veces en forma de torturas o de muerte. José Napoleón Rodríguez Ruiz (1931), otro salvadoreño con un libro de cuentos, Las Quebradas Chachas (1961), y José Roberto Cea (1939), autor de El Solitario de la Habitación 5-3 (1970), cuentos.

Oscar Acosta (1933) de Honduras, presenta un breve libro de breves relatos, El Arca (1966); y de Honduras también Marcos Carías (1938), autor del libro de cuentos La Ternura que esperaba (1970), hace uso de una serie de recursos narrativos para conformar un ambiente que aunque distinto -sus tramas se desarrollan en un Madrid de estudiantes universitarios centroamericanos- tienen el asidero de que sus protagonistas se mueven en función de su existencia íntima, que el autor logra transmitir independientemente de cualquier contexto; Eduardo Bahr (1940) autor del libro de cuentos Fotografía del Peñasco (1969); y Julio Escoto (1944) con tres libros de cuentos, Los guerreros de Hibueras (1968), La balada del Herido Pájaro (1969); e Historias del Tiempo perdido (inédito); y de una novela, publicada en 1972, El Árbol de los Pañuelos; en todos ellos hay el afán de romper los moldes tradicionales de la expresión literaria, a través de una composición nueva en el lenguaje; el trastoque del tiempo y del espacio, son recursos usados a manera de fuerza centrípeta, como trozos de una realidad atemporal convergente en un solo punto, que se encuentran en un instante hasta rehacer la imagen disparada y deshecha por la velocidad.

En Guatemala, Alfredo Arango (1935); Lionel Méndez Dávila (1939); y Luis de Lion (1941) ninguno de ellos con libro publicado; y en Panamá, Boris A. Zachrisson (1934) autor de La Casa de Ladrillos Rojos y otros cuentos (1958); Enrique Chuez (1938) autor de un libro de cuentos, Tiburón (1964); y de una novela, Las Averías (1972); Chuez renueva el uso del lenguaje popular dándole un nuevo sentido que se hace carne en sus personajes y deja de ser un adorno para convertirse en su substancia; en su mundo de presidiarios, pescadores, hay una vivencia que no se limita en las palabras, y más bien se multiplica en las acciones; y Pedro Rivera (l939), autor de Peccata Minuta (1970), cuentos que atienden a una descripción de situaciones que van sobre el Panamá contemporáneo, artistas de cabaret, nightclubs, vida barata y mísera, que es llevada a su conjunto por un concierto de voces -cantineros, bailarinas, prostitutas-, en una especie de aquelarre del amanecer.

Finalmente en Costa Rica, José León Sánchez (1930), cuyas descripciones de vida -sus experiencias de presidiario en la isla penal de San Lucas- le dan un material literario de grandes posibilidades; sus libros de relatos son La Isla de los Hombres Solos (1967); La Cattleya Negra (1967); y Cuando Canta el Caracol (1967); Samuel Rowinski (1932) autor de dos libros de cuentos, La Hora de los Vencidos (1963); y La Pagoda (1968), crónicas ciudadanas donde se mezclan las miserias reales con las miserias humanas hasta componer un mosaico, de la ciudad de México en el primero y de la ciudad de San José, en La Pagoda; Quince Duncan (1940), su último libro de cuentos, Una Canción en la Madrugada (1970) y Alfonso Chase (1943), con una novela, Los Juegos Furtivos (1968).

Rescatar la literatura centroamericana de su carácter fragmentario, provincial y entendible sólo de fronteras para adentro, para hacerla el testimonio de todas nuestras miserias, de nuestros heroísmos y nuestras derrotas; del asedio sufrido por nuestra nacionalidad; de nuestra explicación como países; del juzgamiento apocalíptico de nuestra historia; de nuestras noches medioevales; de nuestros reinos de bayonetas; de todo lo que habita la esperanza; de lo que habrá que destruir para volver a construir; del hervidero perpetuo de todas las agonías, deberá ser la tarea del escritor centroamericano contemporáneo, como gran lengua que es de su tribu.

Este desafío incluye la necesidad de crear en Centroamérica un territorio literario, que como manifestación de una autentica cultura pueda contribuir a afianzarnos como países de relieves independientes. Dice Ángel Rama que el surgimiento de un movimiento literario de gran hondura creadora, puede interpretarse como el resultado de determinadas coordenadas históricas, pues en tiempos de transición y de transformación es dable esperar estos signos que operan a manera de avanzadas o premoniciones de los cambios sociales, esperados por unos y temidos por otros.

Esto será pues, el aporte más hermoso de una nueva literatura centroamericana, para poblar nuestra desolada cultura y para recobrar la nacionalidad enajenada: surgir como testimonio de la verdad, ser el evangelio y ser la profecía.

Y porque al fin y al cabo, la literatura autentica es una forma de redención.




ArribaLa antología

La labor de reunir una antología del cuento centroamericano, tiene mucho de arqueología; perdidos los textos en libros que casi nunca circularon o que se quedaron entre los recuerdos sentimentales de los hijos del autor; en revistas rarísimas, en páginas de periódicos, es preciso desenterrar de entre esas hojas lo que tiene valor y puede ser perdurable, lo cual implica también, para proceder con honestidad, una lectura total y dilatada.

Hasta donde ha sido posible, se ha intentado tomar como base para la inclusión de un autor, el que tenga libro publicado, regla que a la postre resulta con demasiadas limitaciones, pues hay que ver la cantidad de autores sin libro publicado, que es preciso examinar.

En el caso de algunos países, la labor se facilita por el hecho de que editoriales oficiales se han dado a la tarea de publicar exhaustivamente a sus autores nacionales, pero en libros de circulación nula, que al cabo de pocos años pasan también a engrosar la legión de textos perdidos.

La antología refleja el gusto personal del autor, y eso reconozco que es una limitación porque implica los aciertos y errores del que reúne los textos; pero la única parcialidad posible es la que devendría del hecho de no haber leído algún texto de valor, porque no se tuvo a mano. (Al final se publica una lista de todos los libros de cuento y de todas las antologías consultadas).

Quizá sea ésta, por lo exhaustivo de la lectura en que se basa la selección y no por otra cosa, la más completa de las antologías publicadas hasta la fecha en Centroamérica; las anteriores no han sido el resultado de un estudio sistemático, sino meras reuniones de textos, muy desiguales las más de las veces y que ofrecen panoramas estrechos o demasiado envejecidos, o en otros casos, muy poco representativos (hablo principalmente de las antologías intentadas a nivel centroamericano, pues las realizadas con carácter nacional, son más completas aunque demasiado liberales). Estas antologías se han hecho en base a criterios estáticos o tradicionales; o con textos tomados de otras antologías y así sucesivamente, lo cual empobrece y limita la labor antológica que es antes que nada de investigación.

Se ha utilizado para ordenar la aparición de los autores como patrón básico, la fecha de sus nacimientos, haciendo caso omiso de sus nacionalidades -pues se trata de presentar una imagen de Centroamérica concebida como unidad cultural con valores nacionales propios y comunes- y dentro de lo posible tratando de ofrecer una visión generacional, lo que facilita la identificación de tendencias literarias desde principios del siglo (esta es una antología del siglo XX, como podrá verse). No obstante, al final se presenta también un índice por países, todo para orientar al lector; los países no están representados con un número igual de autores cada uno, pues no se trata de una asamblea política de la unión centroamericana, sino de una muestra literaria y nada más.

También se presenta un índice temático, para que el lector pueda apreciar las orientaciones generales de nuestra narrativa, sin que esté en mi ánimo asumir propósitos didácticos.

Sergio Ramírez

San José de Costa Rica,

1969/1971.







 
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