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En el país prohibido [Fragmento]

Volodia Teitelboim






Reencuentro con lo cotidiano

No puedo hablar con toda la gente que quiero. Sólo converso con las personas que están previstas. Es una limitación, porque siento la necesidad de enterarme de cuanto sucede, de trajinarles el alma a amigos y conocidos. En algunas partes percibo, a despecho de la gran crisis, que no han muerto los viejos mitos. El chileno sigue siendo el de antes, más adolorido y golpeado, es cierto. Pero su capacidad de acogida, los rituales de la amistad, parecen intactos, aunque ahora está más pobre. Otros han perdido la inocencia virginal, pese a que desde arriba se insiste a troche y moche en que el país es el Nuevo Edén.

Me muevo desde la nieve al mar, del desierto al sur. Huelo, aspiro sensaciones y noticias. Reveo, al parecer, sin miedo, las ciudades. Entro en los pueblos, innombrado. Me interno en los bosques y allí hacemos un puritano picnic secreto, con yogurt, jugo de naranjas y sándwiches de jamón y queso. A lo lejos veo pasar por el camino los niños que van a la escuela rural, con sus bolsones. Esa zona me continúa dando la sensación de frontera y me evoca las guerras con los indios. Para mí cada detalle, en la situación en que me hallo, es un rasgo que agrego al retrato, y también a la leyenda del Chile que reencuentro. Siento que estoy absorbiendo lo visible y lo invisible, ángeles y demonios por todos los poros; pero repito que no puedo hablar con desconocidos ni con cualquiera que se me cruce en el camino. Debo seleccionar de antemano a mi interlocutor. De repente, en un motel del camino o junto a una bomba de bencina, me parece descubrir pasajeros de un autobús, un camionero y unas mujeres que me miran y cuchichean entre sí. ¿Alguien me ha reconocido o son alucinaciones? Naturalmente, para salir de dudas no puedo interpelarlos. Más vale seguir de viaje sin dar la sensación de una fuga. ¡Que los Dioses del Camino nos protejan del miedo de la ruta y de los temores imaginarios, del terror pánico y de los delirios de la imaginación!

Me he propuesto ver sus diversos rostros, oír, sentir, compartir mentalmente el país por todos los medios a mi alcance. Converso con trabajadores, que en ese momento están haciendo siembras de primavera. Son obreros del POHJ. No saben que hablan con un subversivo, pero lo que me cuentan es suficiente para echar una mirada a los problemas angustiosos del otro Chile. Voy a diversas casas y veo el retorno del personal doméstico. Ya nadie las denomina, como en los dichosos e inocentes tiempos democráticos, «asesoras del hogar», esa expresión tan rara y burocrática, dudosa filigrana o eufemismo que alguien inventó por el temor chileno de llamar las cosas y las instituciones por su nombre. En el país hay entidades derechamente innombrables. Se practica a ratos el lenguaje inasible de los preciosos ridículos. El hecho concreto es que han vuelto por centenares de miles las empleadas que trabajan de lunes a viernes en la casa del llamado patrón o patrona y regresan el fin de semana a la mejora o «empeora» de la población, donde viven con sus familias, que subsisten en buena parte con lo que ellas ganan. Porque, en general, el marido se encuentra cesante y el niño todavía está chico y, aunque quisiera, no tendría trabajo.

Hablo con los jóvenes, muy dispuestos a rechazar las versiones del régimen. Departo con gente de las capas medias y todos los días con mis compañeros. Ando en busca de mi memoria de estos casi quince años que han transcurridos fuera. Tengo que completar mi historia interrumpida, leyendo en los rostros y las vidas ajenas, que en el fondo son irremediablemente mías. Oriento las antenas a escuchar rumores y reclamos. Siento la conciencia de que todo lo que observo me está tocando, porque cada detalle, incluso la expresión de una mirada, es la síntesis de una situación. Para mí Chile no es olvido, sino un país recobrable, en el que estoy contenido.





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