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ArribaAbajo Del trasiego del trastrigo al trasero del teatro: Nuevas interpretaciones del vocabulario erótico cervantino

José Ramón Fernández de Cano y Martín


Knowledge of the erotic vocabulary used by Spanish speakers of the Golden Age in ordinary conversation enables us to offer some highly suggestive interpretations of certain Cervantine passages. This article analyzes Cervantes’s figurative use of a word (pan) charged with multiple erotic connotations, and proposes some readings derived from that usage that attempt to clarify —both subtly and boldly— some obscure points which Cervantine critics have been hesitant to address.


A Ángel Gómez Moreno, sabio maestro y señalado amigo.

En una de esas notas esclarecedoras que tanto consuelo traen a quienes se nos antoja imposible comprimir todo el alcance de nuestra comunicación en una amarga píldora de diez o doce folios, el profesor Alfredo Baras Escolá41 se entretuvo en rastrear el noble linaje literario del modismo «pan de trigo» y de la frase hecha «buscar pan de trastrigo», que, en lo que atañe a la literatura escrita en castellano, parece remontarse hasta Gonzalo de Berceo y sus Milagros de Nuestra Señora42. De todos es sabido que el significado principal de «buscar pan de trastrigo» (que, según Corominas43, no es otro que el de

  —88→   'buscar algo difícil o imposible sin necesidad') pronto se vio enriquecido con una poderosa carga erótica derivada de la fecunda polisemia que el vocablo «pan» ha arrastrado desde siempre a través del universo del discurso erótico castellano: si el «pan de trigo», en virtud de una sabrosa metáfora popular, era el que de ordinario tenía el hombre a su alcance para satisfacer su inmediato apetito, parece evidente que el salir en busca de «pan de trastrigo» estaba aludiendo -también metafórica, pero, desde luego, inequívocamente- al intento de vivir una aventura extramatrimonial o, lato sensu, ajena al estricto ámbito de la pareja. Por si la acreditada autoridad de Juan Ruiz no hubiera bastado para legitimar la vigencia de este uso popular del lenguaje44, don Sebastián de Horozco se encargó de otorgarle carta de naturaleza en su Teatro universal de proverbios:


«El hombre que tiene trigo
no deve buscar trast[r]igo.


Quando ya el hombre es casado
y tiene y puede tener
su muger de noche al lado,
¿para qué es enamorado
ni busca ya a otra muger?
Es dino de gran castigo
pues en casa ay provisión,
que el hombre que tiene trigo
no debe buscar trastrigo
ni andar ya hecho garçón»45

.


Para centrarme con presteza en los textos cervantinos, no voy a acarrear aquí todo el copioso aluvión de referencias explícitas que ilustran de manera palmaria el mencionado rendimiento metafórico del «pan» en la literatura erótica española, desde la lírica culta y popular del Medioevo46, pasando por la celebrada troba cazurrra de   —89→   «Cruz cruzada, panadera»47, hasta llegar -por traer a colación sólo un ejemplo de este siglo- al propio Valle-Inclán y sus brillantes (y no sólo hambrientas de pan) Luces de Bohemia48. Lo que me propongo ahora -en un proceso estructurado en tres fases que, por obvias limitaciones de espacio y tiempo, han de quedar apenas esbozadas- es, en primer lugar, recordar que esta visión tan «nutritiva» del pan tiene cabida en no pocos pasajes de la obra cervantina; a continuación, mostrar que el escritor complutense deja también constancia de esa oposición metafórica entre los usos figurados del «pan de trigo» y el «pan de trastrigo»; y en último término -y aprovechando la bien probada benevolencia que preside este egregio foro de conspicuos cervantistas-, ofrecer una novedosa y arriesgada interpretación del alcance que, en mi opinión, Cervantes pretende conferir a las maliciosas connotaciones que pueden desprenderse de estos jocosos equívocos alimenticios.

Así pues, para entrar en harina de una vez por todas, bueno será empezar por desmigar aquellos pasajes cervantinos en los que el pan aporta, por mera adición, algún significado connotativo erótico. Es el caso, verbigracia, del empleo intencionado que Cervantes hace de la entonces muy utilizada frase hecha «el pan de la boda», con la que se solía hacer referencia al derroche prodigado por la liberalidad de quienes corrían con los gastos de un casorio. Evidentemente, «gozar» o «comer» el «pan de la boda» equivalía a disfrutar hasta el hartazgo no solo del excelente pan que se amasaba ex profeso para la solemnidad   —90→   del evento, sino de todos los bienes y manjares que los novios o padrinos ponían a disposición de sus invitados, incluida la generosa hospitalidad que, illo tempore, se acostumbraba a brindarles durante bodas y tornabodas. Pero, teniendo en cuenta esa antigua y arraigada contaminación erótica que pesaba sobre el vocablo «pan», parece innecesario advertir que, dentro de ese disfrute colectivo del «pan de la boda», todo el mundo incluía el particular gozo sexual de los recién desposados. Así, convencido de que el pueblo conoce y usa de contino este significado latente, Francisco de Rojas Zorrilla recurre a él para afirmar con elegancia (id est, sin necesidad de recurrir a términos explícitamente sexuales) que las alegrías del connubio (tanto las económicas como las carnales) distraen, al principio, de otros apetitos:


amor se acaba luego,
nunca la necesidad.
el pan de la boda,
éis otro pan»49.



Pero las referencias sexuales se tornan mucho más evidentes cuando el alférez Campuzano, al especificar al licenciado Peralta en qué consistió el «pan de la boda» que gozó durante «seis días» («espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico»), incluye, junto a los privilegios de pisar «ricas alfombras» y alumbrarse con «candeleros de plata», el de haber ajado «sábanas de holanda», haciendo aún más patente -si cabe- la alusión a los gozos hallados en el engalanado tálamo nupcial50. De la misma manera, otra manida acuñación léxica que se vale del pan para hacer referencia al provecho o disfrute de cualquier suerte de bienes es utilizada por Cervantes para aludir, entre todos los gozos posibles, al placer sexual:

[TRAMPAGOS]
Digo que escojo aquí a la Repulida.
JUAN
pan se lo coma, Chiquiznaque.
CHIQUIZNAQUE
pan, que es sabrosa en cualquier modo51.


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La misma exclamación aparece en boca de Sancho para inhibirse a la hora de aprobar o censurar las supuestas relaciones sexuales entre la reina Madásima y el maestro Elisabat («allá se lo hayan; con su pan se lo coman; si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta»52, exclamación que me lleva directamente al terreno en que Cervantes ubica con mayor frecuencia, a lo largo de toda su obra, la presencia del pan como referente -cercano o remoto- de temas, argumentos o, simplemente, significados eróticos. Porque si se repara en el parlamento sanchesco recién transcrito, es fácil advertir que en él la carga erótica no procede de la polisemia de la frase hecha (es decir, de un doble significado erótico que pudiera arrastrar el «con su pan se lo coman»), sino más bien de su proximidad a un argumento («si fueron o no amancebados») que pertenece de lleno, por su propia naturaleza, al ámbito de las relaciones sexuales.

He advertido, en efecto, que Cervantes muestra especial interés por resaltar el vínculo estrecho y constante que liga a dos necesidades tan prioritarias -y, a veces, tan gratificantes- como el yantar y el yogar, encarnada la primera de ellas en el alimento básico por excelencia: el pan (aunque luego se verá que no siempre se trata de «el pan nuestro de cada día»). Así, los indicios de lujo que mueven a don Quijote a imaginarse que se halla «en algún famoso castillo» estriban, entre otros relevantes detalles, en creer que «el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y las rameras, damas», con lo que la susodicha vecindad -patente aquí en la mención explícita de una de las formas más crudas de contacto sexual: el sexo mercenario- queda ahora reforzada, en el plano formal, por un marcado paralelismo sintáctico que equipara la importancia de ambas necesidades primarias.

De idéntica manera, el pan está presente en otros muchos episodios cervantinos que refieren escarceos y refriegas atingentes a lances de alcoba, sin que la diversidad genérica o temática de la variada producción de Cervantes ponga limitaciones a su -como estamos viendo- penetrante alcance sicalíptico. A los citados ejemplos extraídos de El casamiento engañoso, El rufián viudo y el propio Quijote, pueden añadirse otras referencias tan sutiles como la de El coloquio de los perros, o tan evidentes como la del Persiles. Porque tal vez se trate de una mera incidencia casual el hecho de que a Berganza lo enmudezcan y sobornen con pedazos de pan, para que no descubra que la criada negra de la casa en donde lo han recogido «bajaba [...] a   —92→   refocilarse con el negro»53; pero me temo que resulta ya imposible hablar de mera coincidencia cuando se lee atentamente el relato del «bárbaro español» que aparece en los primeros lances del Persiles:

«Ella, pasado aquel primer espanto, con atentísimos ojos me estuvo mirando, y con las manos me tocaba todo el cuerpo, y de cuando en cuando, ya perdido el miedo, se reía y me abrazaba, y sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, que no era de trigo, me lo puso en la boca, y en su lengua me habló, y a lo que después acá he sabido, en lo que decía me rogaba que comiese»54.



Si comió o no el «bárbaro» de aquel pan, díganlo «esta muchacha y este niño» que, según la generosa y complaciente «bárbara», proceden de las «muchas entradas y salidas» que ella hizo en la cueva con su pan escondido en el seno.

No es extraño, pues, que cada vez que aparezca en la obra cervantina alguna referencia -expresa o tácita- a las relaciones amoroso-sexuales, venga de la mano de una mención explícita del pan. Sin duda, el caso más representativo es el del disparatado y repetido «juramento mantuano», por vía del cual don Quijote, emulando los votos romancescos del marqués de Mantua, se obliga a «no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar» hasta «tomar entera venganza» del «desaguisado» que le «fizo» quien le rompió la celada55. De nuevo nos hallamos ante una contigüidad inmediata entre las acciones de «comer» -precisamente, «pan»- y «folgar», ahora expresada en una versión libre del Romancero que reaparecerá no sólo en otros capítulos del Quijote56, sino también en un pasaje de Rinconete y Cortadillo:

«¡Qué respeto, respondió Cariharta; qué respeto... ! Que respetada me vea yo en los infiernos, si más lo fuere. ¿Con aquel   —93→   desalmado había yo de comer más pan en manteles, ni yacer en beco con hombre que en tal me ha puesto?»57.



Además, como prueba inequívoca de que el Romancero está presente en la escritura de Cervantes hasta el final de sus días, en el Persiles aparece otra reminiscencia de este «juramento mantuano»58. Pero me interesa sobre todo volver a su primera irrupción en el Quijote, para recalar en un par de detalles tan curiosos como reveladores. En primer lugar, no deja de llamar la atención que, de todas las penitencias que se impone el austero marqués de Mantua en el romance original, don Quijote sólo elija el no comer y el no folgar, confiriendo de nuevo un carácter prioritario a ambas actividades y, de paso, equiparando la suprema valoración que una y otra le merecen. Tanto es así, que literalmente reconoce no acordarse del resto de las penitencias, entre las que destacan acciones tan señaladas como la «de nunca peynar mis canas / ni las mis barbas cortare, / de no vestir otras ropas / ni renovar mi calçare, / de no entrar en poblado / ni las armas me quitare», etc. Al respecto, además, es muy curioso que sea el casto y frugal don Quijote quien tenga tan presentes sólo el comer y el folgar, mientras que el pantagruélico Sancho, como demostrará en el capítulo XXXI de esta Primera Parte, recuerda casi todas las obligaciones que se impuso en su voto original el marqués de Mantua, salvo el impedimento de folgar59. Con todo, la transcendencia que don Quijote otorga al comer y al folgar se vuelve aún más relevante cuando el lector, receloso de las continuas trampas intertextuales que Cervantes se complace en urdir, desconfía de la cita literal y retrocede hasta las fuentes originales. En efecto, todos sabemos desde Clemencín (pero la gran maestría de Cervantes logra, en no pocas ocasiones, que se nos olvide) que en el romance «De Mantua salió el marqués», impreso en el Cancionero de Amberes (s.a.), no figura en ninguna parte que el colérico tío de Valdovinos se imponga la áspera obligación de no folgar (ni con la reina, ni con su mujer, ni con ninguna otra dama que se ponga a su alcance). Lo que ocurre es que Cervantes -achacándoselo a la confusión mental de su protagonista, como atinadamente observa   —94→   Vicente Gaos60 está mezclando con no poca malicia el famoso romance con el no menos conocido de «Las quejas de doña Jimena», en cuyas diferentes versiones siempre hallan cabida unos versos idénticos -o muy similares- a los siguientes octosílabos:


«Rey que no haze justicia
cute;a de reinar,
ni cavalgar en cavallo,
a de oro calçar,
ni comer pan a manteles
ni con la reina holgar,
te;r missa en sagrado
merece más»61.



Todo ello me mueve a pensar que el estrecho parentesco entre el «comer pan» y el «folgar» no está tanto en la mente de don Quijote -como un elemento más, entre todos los rasgos caracterizadores de la compleja psique del célebre personaje-, cuanto en la cabeza del propio Miguel de Cervantes; el cual, para dejarlo patente en su texto, llega a mezclar voluntariamente dos romances que sin duda conocía de memoria. Porque, si bien parece del todo innecesario pararse a demostrar que la gula y la lujuria no anidan en el carácter sobrio y casto de Alonso Quijano, tal vez no resulte tan baldío seguir profundizando en la obsesiva reiteración con que ambos excesos aparecen emparejados en la obra de un viejo escritor que, entre otras muchas peripecias vitales, ha sido estudiante en Madrid, soldado en Nápoles y cautivo en Argel. Para ello, para profundizar en esta senda «goliardesca» hasta intentar averiguar adónde puede conducir, voy a centrarme ahora en el estudio de otra suculenta presentación de estos panes rellenos de generosa provisión erótica. Me refiero, claro está, al ya casi olvidado «pan de trastrigo».

En el Quijote, Cervantes recurre a esta acuñación léxica en dos pasajes. En el primero de ellos, la sobrina la usa para amonestar a su tío en el capítulo VII de la Primera Parte:

«-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero, ¿quién le mete a vuesa merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor   —95→   estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados?»62.



En una lectura lineal de este fragmento, no parece haber en el reproche de la joven ninguna maliciosa insinuación a los posibles contactos sexuales que su señor tío pudo ir a procurarse cuando salió «a buscar pan de trastrigo». El contexto no aporta ningún otro elemento que pueda aludir -velada o libremente- a esas supuestas relaciones sexuales63, y, por otra parte, tampoco han aparecido hasta ahora en la novela otros indicios que permitan presumir un cierto «desorden» en la conducta amorosa de Alonso Quijano64. Para encontrar, pues, una sutil referencia erótica en este parlamento de la sobrina, hay que conocer el doble significado de la frase figurada «buscar pan de trastrigo», o llegar nada menos que al capítulo LXVII de la Segunda Parte, en donde vuelve a estamparse la referida acuñación, pero ahora preñada de evidentes connotaciones sexuales:

«-No pienso -respondió Sancho- ponerle otro alguno sino el de Teresona, que le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama Teresa; y más, que celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas»65.



Está bien claro que Sancho -protagonista indiscutible de ese guadianesco Entremés de los Panza que tan agudamente acaba de   —96→   «exhumar» Guillermo Serés66- conoce y utiliza con frecuencia todos los usos figurados del famoso «pan de trastrigo», del que deja bien claro su rasgo más característico: que se cuece en «horno» ajeno. Queda, así, nítidamente establecida -y, lo que es más importante, autorizada por la competencia lingüística del personaje cervantino que mejor domina los registros populares del lenguaje- la oposición entre las equivalencias «pan de trigo = relaciones sexuales con la esposa (o pareja fija)» y «pan de trastrigo = relaciones sexuales extramatrimoniales (o infieles a la pareja estable)». O dicho de otro modo: se hace ahora evidente que «comer pan de trigo» equivale a 'mantener relaciones sexuales moralmente lícitas', mientras que «buscar pan de trastrigo» alude inequívocamente, dentro del código de valores morales de un hispanohablante del Siglo de Oro, a 'mantener relaciones sexuales ilícitas'.

Claro: en la conciencia lingüística de quienes han establecido las pautas de conducta sexual aceptables por la moral vigente, el «pan de trigo» es el 'sano', el 'limpio', el 'bueno', el 'habitual', el 'normal', el 'de todos los días', el que 'no se sale de la norma'; es ese «pan blanco» (o «candeal») que, dentro de la simbología más elemental que identifica blancura con pureza y negrura con maldad, se opone frontalmente al «pan negro» (o «moreno»), es decir, al «pan de trastrigo». Por eso en la ficción caballeresca de don Quijote el pan negro se torna «candeal» (id est: 'pan de trigo') a la par que las rameras se vuelven «damas», de la misma manera que el recién casado protagonista de los Engaños de este siglo, incapaz de despojarse de ciertos hábitos libertinos que regían su envidiable vida de soltero,

«no dejaba por eso [...] de buscar su fortuna con otras; dejando muchas veces el pan candeal y albo por hartarse de otro, tan moreno y prieto que apenas los más depravados pícaros sin escrúpulo alguno llegaban a probarlo»67.



Es obvio, pues, que el aliciente de la novedad bastaba a veces para orientar las escarceos adulterinos de los varones más lascivos que pueblan la ficción literaria del Siglo de Oro, aun cuando ello supusiera el menosprecio del «pan de trigo» que tenían a su alcance en   —97→   sus propias esposas, en beneficio del «pan de trastrigo» que se cocía en el «horno» de otras mujeres.

¿Otras mujeres? Pero... , ¿y por qué siempre -o solamente- mujeres? ¿Acaso el sambenito de ilícito que arrastraba el humilde «pan de trastrigo» sólo anatematizaba la infidelidad? Si el «pan de trigo» era el más natural, ¿no podía ser el «de trastrigo» menos natural, antinatural o -dicho en términos más cercanos a la moral sexual de la época- contra natura? Si el alcance metafórico de «comer pan» había dado lugar, por una metonimia tan lógica como bien asimilada, a que el «pan» especializase su significado erótico en la alusión directa a la región genital femenina, ¿no es admisible suponer que fuera tildado de homosexual aquél de quien se predicaba que no comía pan, o que comía pan de cualquier otro género distinto al trigo?

Creo, sin duda, que esto era así, y merced a ello soy capaz de explicarme otro pasaje cervantino no poco enigmático. En la comedia El gallardo español, Margarita sale a escena «en hábito de hombre» y como tal procura conducirse en suelo hostil, sin que nadie presuma su condición femenina. Pero a raíz de una escaramuza armada, su comportamiento despierta las sospechas de don Fernando:


«Para ser mozo y galán
y al parecer bien nacido,
muchos desmayos os dan:
señal de que habéis comido
mucha liebre y poco pan
Quien se rinde a su enemigo,
en sí presenta testigo
de que es cobarde»68.



Es evidente, desde luego, que la cobardía de ese supuesto soldado que es Margarita constituye, a ojos de don Fernando, un comportamiento mujeril o, cuando menos, afeminado (en cualquier caso, impropio del valor que un militar de Siglo de Oro atribuía a la condición masculina). De ahí que se burle de su cobardía recordando la ligereza con que huyen las liebres, para abundar después en esa mengua de virilidad reprochando a la oculta Margarita que «ha comido poco pan» (o sea -y siempre según la mentalidad del personaje-, 'que no se ha portado como un hombre').

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Este ejemplo no permite poner en tela de juicio que, en los registros coloquiales de algunos hispanohablantes de los siglos XVI y XVII, quien «no comía pan» (o comía un pan «extraño», como es el de «trastrigo») mostraba una conducta mujeril o afeminada. De ahí que esta interpretación se me antoje perfectamente compatible con la principal lectura erótica de la susodicha frase figurada, y me avale para sostener -insisto- que, cuando se afirmaba de alguien que «salía a buscar pan de trastrigo», se podía estar aludiendo a su infidelidad, a su homosexualidad, o a ambas cosas al mismo tiempo. Sólo así alcanzo a arrojar alguna luz acerca de la tercera ocasión en que Cervantes estampa en una de sus obras la expresión «pan de trastrigo», en un fragmento del Viaje del Parnaso que -tengo que confesarlo a estas alturas- constituye el verdadero origen de todas estas ya dilatadas reflexiones. Me estoy refiriendo, claro está, al diálogo que en la «Adjunta al Parnaso» sostiene el propio autor con Pancracio de Roncesvalles, donde Cervantes intenta corresponder con la misma moneda al menosprecio de los autores que no han querido representar sus comedias:

PANCRACIO.-  Pues, ¿por qué no se representan?

MIGUEL.-  Porque ni los autores me buscan, ni yo los voy a buscar a ellos.

PANCRACIO.-  No deben de saber que vuesa merced las tiene.

MIGUEL.-  Sí saben; pero, como tienen sus poetas paniaguados y les va bien con ellos, no buscan pan de trastrigo69».



Mi extrañeza -supongo que compartida con todo buen conocedor del vocabulario erótico cervantino- nacía del no poder relacionar este uso concreto del «pan de trastrigo» con ese significado latente ya desvelado en los otros dos casos en que Cervantes recurre a dicha expresión; porque si bien no hallaba, en este uso de la «Adjunta al Parnaso», ningún rastro de esa alusión a las relaciones heterosexuales que se hace patente en el discurso de Sancho y -de forma menos nítida- en el reproche de la sobrina, tenía la certeza de que el trasunto literario del propio Miguel de Cervantes no podía usar inocentemente una acuñación léxica tan preñada de connotaciones maliciosas, y mucho menos en un contexto que transpira todo el resentimiento de un dramaturgo anciano y fracasado. De ahí que no me parezca nada descabellado el descubrir aquí una escondida y acerada pulla contra la excesiva protección y el desmedido aprecio   —99→   que ciertos autores manifestaban hacia determinados poetas íntimamente ligados a ellos, en detrimento de aquellos otros que no tenían por costumbre canalizar su afecto por tan estrecho conducto. O dicho de otro modo, creo que Cervantes, en medio de un altivo desprecio que, ya al final de sus días, busca saldar cuentas con quienes han propiciado su fracaso como dramaturgo, se deja llevar por la maledicencia e intenta justificar el favoritismo de que gozan algunos poetas, denunciando las supuestas relaciones homosexuales que sostienen con los directores de las compañías que reiteran los estrenos de sus piezas.

Sin necesidad de apelar a la costumbre tan española de zaherir a quienes no nos favorecen ridiculizando su conducta sexual, me parece que una insinuación de esta índole es más que admisible en un autor que conoció al dedillo los entresijos de la farándula: escribió teatro en sus géneros más graves y menores, teorizó sobre el teatro en sí, enjuició las obras de otros dramaturgos, negoció con directores de compañías, y frecuentó el trato de un sinfín de representantes y representantas que tenían por cenáculo habitual la taberna que, en la calle de Tudescos, regentaba Alonso Rodríguez, el marido de la enigmática Ana Franca de Rojas (o Villafranca)70. Un autor que, como Cervantes, tenía sobrados elementos de juicio para opinar que las costumbres de los comediantes son «unas para decirse al oído y otras para aclamallas en público»71; y que, en justa coherencia, se complace en poner varias veces en tela de juicio la moralidad de las gentes del teatro, sobre todo en los últimos años de su vida72. Un autor, en definitiva, que está inmerso en una milenaria tradición burlesca que, desde el ridiculizado afeminamiento de Agatón de Atenas, recorre todas las literaturas occidentales identificando la figura del cómico teatral (ya sea autor o representante) con el paradigma de la homosexualidad o, cuando menos, de una sexualidad ambigua y poco respetuosa con las restricciones morales de cada época. Es evidente -pero ésta ya es materia más que trillada por los estudiosos del teatro aúreo- que esta visión burlesca se acentúa por el recurso del disfraz y -particularmente, en el caso del teatro isabelino- por la necesidad   —100→   de encarnar sobre las tablas a personajes de distinto sexo que el del intérprete que les da vida; pero, por muy evidente que sea, no quiero dejar de señalar una maliciosa alusión del propio Miguel de Cervantes a ese promiscuo travestismo de que hacen gala comediantes y comediantas:

«Decía que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en solo una servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a una diosa, a una fregona, a una pastora, y muchas veces cabía la suerte en que sirviese en ella a un paje y a un lacayo [...]»73.



A tenor de estos elocuentes testimonios literarios, y habida cuenta de las peripecias vitales de Cervantes en los ambiguos predios de Talía, creo que bien puede aceptarse mi lectura de ese pasaje del Viaje del Parnaso como una virulenta andanada contra el favoritismo de que gozaron ciertos autores de su tiempo, sin que por ello haya que buscar una referencia directa a ningún dramaturgo concreto. Se trata, más bien, de una -tal vez no demasiado justa- generalización ofensiva, muy propia de quien intenta minusvalorar globalmente los éxitos de aquellos que han triunfado en la parcela donde él ha fracasado. El recurrir, para ello, a la ridiculización de sus preferencias sexuales es una práctica que -insisto- no puede sorprender a nadie que conozca bien la idiosincrasia española, y menos en el caso de un autor que, como acertadamente apunta Eugenio Asensio, «de las servidumbres del cuerpo eligió el sexo, tema inagotable, pero no en su escalón rudimentario, sino complicado en problemas sociales»74.