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  —183→  

21 de Enero.

Ya pareció la respuesta. Te juro que me ha sorprendido. Yo creí que me contestarías estás equivocado, porque, la verdad, en mi mente empezaba a aclimatarse la sospecha de que mi revelación de marras fue, como suelen serlo otras, enteramente subjetiva. ¡Y ahora me sales tú con que estoy en lo cierto! ¡Y añades que no tienes conocimiento de hechos en qué fundarlo! Pues lo mismo me pasa a mí, chico. Afirmo sin saber por qué. Creo, como tú, que estas cosas se sienten y no se razonan. Adivinar es sentir los hechos separados de nuestra vista por el tiempo o por el espacio; ver lo que, por invisible, parece no existente, de donde todos los sabios hemos colegido que la adivinación es una facultad parecida al estro poético. El poeta precede al historiador, y anticipa al mundo las grandes verdades. Heme aquí convertido en vate, descubriendo lo escondido, y guipando desde muy arriba las cosas, lo mismito que un águila. Pero dejemos a un lado estos amaneramientos filosóficos, y voy a satisfacer un deseo que me manifiestas en tu carta. Quieres saber mi opinión   —184→   respecto a Orozco; crees que me será fácil trazarte su retrato, y deseas que lo haga con suprema imparcialidad. Pues a ello voy; ya sabes que yo no me paro en barras, y que a sincero no me gana nadie.

Pero he de empezar diciéndote que esta opinión, o si quieres, semblanza o retrato, llevará el carácter de provisional, por no encontrarme en posesión de todos los datos para darla por definitiva. Hay en ese hombre algo que no he comprendido bien todavía. No es persona Orozco que se revela entera en cualquier momento; al menos así me lo parece a mí. Cosas he visto en él que me han producido admiración, y otras sobre las cuales no me atrevo aún a opinar resueltamente. Empiezo por decirte que pocos hombres he conocido más agradables, y ninguno quizás que sepa con tanta rapidez ganar simpatías, y con las simpatías amistades verdaderas. A esto contribuyen seguramente sus maneras corteses, su exquisita bondad, su cara misma, que tanto me recuerda (veremos qué te parece esta observación) el tipo judaico, hermoso y puro, que apenas se conserva ya; barba poblada y larga, nariz de caballete y un tanto gruesa, ojos apagados, poca vivacidad en los movimientos fisiognómicos 10, y en fin, ese reposo, esa gravedad dulce que parecen indicar un perfecto equilibrio interior. Me encanta aquella manera de tratar a grandes y chicos, afable con   —185→   todos, familiar con ninguno. Hay en su trato algo del trato de los reyes, que por muy bondadosos que sean, siempre son reyes, y mantienen los fueros de su alta jerarquía. Qué tal, ¿voy bien?

Entrando ahora en lo moral, debo decirte que, aparte de ciertas hablillas, la reputación de que goza Tomás es sólida y unánime. Sobre esto no cabe dada. Y no hay que darle vueltas, Equis; el que tiene una reputación así es porque lo merece. Cuando un nombre sobrevive a la constante lima de la murmuración, por algo será. ¿No crees tú lo mismo? Convengo en que Orozco lleva una sombra sobre su apellido. El fortunón que disfruta, lo amasó su padre don José Orozco, según pública voz, de una manera bastante irregular, por no decir otra cosa. Aquella execrada Compañía de Seguros, sobre la cual han caído y caen aún tantas maldiciones, arroja, como te digo, cierta opacidad sobre nuestro amigo, y él hace todo lo posible para purificar un nombre que recibió con bastantes máculas. Es absolutamente irresponsable de las faltas de su padre, llámalas crímenes, si quieres: heredó el caudal y vive tranquilamente, matando la ociosidad en algún negocio de los más limpios, y haciendo todo el bien que puede. Aquí viene de molde aquello de modelo de ciudadanos, modelo de esposos, modelo de... Pero no precipitemos nuestros juicios.

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Corre bastante por ahí la especiota de que Tomás es hombre muy místico, mejor dicho, beato. Hay quien sostiene que se consagra a prácticas religiosas de las más exageradas; que en secreto, se da disciplinazos, que ayuna como un trapense... Todo esto es pura novela. Yo no he observado en la casa nada absolutamente que confirme tal suposición. En su biblioteca, puedo asegurarlo, no hay obras místicas, fuera de aquellas comprendidas en la colección de clásicos, y que están en las estanterías con todas las trazas de no ser abiertas nunca. Entre los libros familiares de uso constante, que tiene en su mesa de despacho, no he visto nada religioso. En su alcoba no hallarás ni crucifijo ni imagen devota, pues si hay algún cuadro de asunto sagrado, está allí como obra de arte. Pila de agua bendita no la ves en toda la casa. Y puedo dar fe de que ni Orozco ni su mujer tienen afición ostensible a cosas de iglesia, ni se apuran mucho por cumplir los preceptos del catolicismo. Lo más, lo más que hacen es ir a misa algún domingo, si la mañana está buena. Pero lo que es confesar y comulgar... no sé, no sé, casi me atrevería a sostener que en esto están como tú y como yo. De modo que cuanto se dice del misticismo de Orozco y de los zurriagazos, no tiene el menor fundamento. Lo mismo que esa otra paparrucha de sus connivencias con los Jesuitas. No faltan tontos que   —187→   te juren que Tomás pertenece secretamente a la Orden, y que la apoya y le da dinero... Yo, que entro en la casa todos los días y a diferentes horas, puedo asegurar que jamás he visto allí una sotana, como no sea la del bondadoso padre Nones, a quien los de Orozco dan muchas limosnas para que las reparta entre los pobres de la parroquia de San Lorenzo. Tú, que tratas al padre Nones, dirás si tiene el pobrecillo trazas de andar en la Compañía. No, todo eso es fábula. Queda, pues, rechazado. Pero vete a arrancar de la mente del vulgo una rutina de estas. ¿Pero qué más?, el mismo Cisneros, que conoce la casa tan bien como yo, pero que gusta de fomentar las malicias vulgares, me decía anteayer: «¿Y cómo está el jesuitón de mi yerno?». Lo dice sin creerlo, por hacer eco a lo que oye.

Mas reconociendo y afirmando que todo es cháchara, pregunto yo ahora: ¿no habrá algo que motive, siquiera remotamente, esta opinión? ¿Es posible que sin ningún fundamento se fabriquen errores semejantes? ¿No habrá algo... algo que, sin ser aquello, se la parezca? Y aquí entran mis dudas, porque trato de sondear, y no encuentro, no encuentro en la vida de Orozco la explicación del supuesto misticismo y jesuitismo. Lo que haya estará tan recóndito, que no podrán atisbarlo los ojos fisgoneros de los amigos de la casa. Esto se enlaza   —188→   con otra cuestión. ¿Hay armonía conyugal en este matrimonio? Si he de decir verdad, aparentemente dicha armonía es perfecta. Cuanto he visto y observado parece probar que Tomás ama con ternura a su mujer. De que su mujer le respeta, le estima y aun le ama, también creo haber visto señales incontrovertibles. Y sin embargo, la idea que me fue sugerida por el conocimiento universal, la revelación aquella con que te he dado tantas jaquecas, está en abierta pugna con lo que afirmo ahora. ¿O es que no lo está? Aclárame el misterio, Equisillo, tú que sabes tanto. Como dice aquel amigo nuestro, que escribe artículos sobre las relaciones de la Iglesia con el Estado, nos encontramos frente a uno de los problemas más intrincados de la época presente.

Añadiré que siempre que Augusta habla de su marido, lo hace con acento de entusiasmo, de admiración reverente. Paréceme que se juzga, muy inferior a él. Un día, en confianza, me reveló pormenores interesantes de las obras de caridad que Orozco hace. En pensiones a familias pobres, emparentadas o no con la suya, se gasta un caudal. Hace mucho bien, siempre guardando el secreto para que no lo sepa la gente, porque le molesta que de ello se hable, y ni aun admite que los favorecidos le den las gracias. Inventa mil arbitrios sutiles y delicados para hacer llegar sus beneficios a ciertos   —189→   menesterosos, que no pueden admitirlos sino por vías muy diplomáticas. De esto sabía yo algo; pero lo que yo sabía, con ser tan bueno, no llega a las maravillas que me ha contado Augusta.

Voy trazando el retrato como puedo. Quisiera seguir; pero te advierto que no veo bien todo el original: hay algo que permanece en la sombra, y por eso mi pintura no es ni puede ser completa. Complétala tú, si puedes, añadiendo tu saber al mío. Ya no describo, sino te consulto. ¿Qué hombre es este? ¿Es un tipo de grandeza moral, raro aunque no imposible en nuestros tiempos de variedad y verdaderamente fecundos? ¿Nos hallamos frente a un vigoroso carácter, religioso, no informado en las religiones vigentes, sino de nuevo cuño y de índole novísima? ¿Es un soldado heroico de los eternos principios, que combate por ellos recatándose de la profana admiración del vulgo? ¿Es una conciencia sublime, o un vulgar misántropo? ¡Ah!, una idea diabólica ha nacido en mí, y no vacilo en exponerla, para que la tomes como quieras. Deseo conocer a fondo a este hombre. Si yo lograra ser amante de Augusta, ella me revelaría cosas muy peregrinas. Mira por dónde soy un diablo teólogo, o teófilo, un diablo que no busca el mal por el mal, sino impulsado del ansia del conocimiento, y que por el camino del pecado aspira a llegar a donde pueda   —190→   contemplar de cerca el supremo bien. ¿Qué te parece? Una gran idea, ¿verdad? ¡Si la diabla esa me quisiera...!, pero como no me ha de querer, eso ya lo estoy viendo, me quedaré con mi amor y con mi triste ignorancia acerca del enigma moral de Orozco. Soy, pues, el diablo más desairado y más tonto del mundo, un diablo merecedor de que le pongan un cacharro en el rabo, como a perro o gato sin dueño, para ser burla y alboroto de los chiquillos de la calle.

Concluyo, hijo mío, poniendo a tus órdenes toda mi diabólica inutilidad.



22 de Enero.

Pues señor, hoy pensaba continuar el retrato del buen Orozco con datos y observaciones nuevas de grandísimo interés; pero cátate que salta un asunto del cual no puedo menos de darte noticia sin tardanza, y a ello voy. Nuestro amigo Federico Viera es el rigor de las desdichas. ¿Recuerdas la descripción que te hice de su casa, de su hermana, del abandono indecoroso en que esta vivía? Pues las consecuencias que yo me temí, y que te anuncié, no se han hecho esperar. Hace pocas noches, acompañando   —191→   yo a Federico hasta su casa, entre una y dos, sorprendimos a un joven que del portal salía. Federico le echó mano al pescuezo. ¡Qué escena, chico, tan desagradable, y al mismo tiempo, no sé por qué, tan graciosa!... En fin, que según lo que Viera me había dicho poco antes del fatal encuentro, el agredido es novio o pretendiente de Clotilde, por más señas, honrado hortera de una tienda próxima. Aquello habría concluido mal sin mi intervención y la del sereno, pues nos costó trabajo librar al infeliz amante de las garras del hermano de su ídolo. Pero no pararon aquí las cosas. Escucha lo mejor: ayer la mosquita muerta desapareció de la casa, dejando una carta para su hermano, en que le anunciaba su resolución de casarse (mira si tiene alientos la niña), añadiendo que se halla depositada judicialmente en casa de la viuda de Calvo, señora respetable, muy amiga de los Viera y también de los Orozco, y que al amparo de dicha señora esperaba el permiso pedido a su padre para verificar el matrimonio. No puedes figurarte la ira de nuestro pobre amigo ante este arranque de su hermanita, a quien creyó toda sumisión y apocamiento. Lo de siempre, amigo Equis. La autoridad arbitraria no se entera de que los oprimidos tienen alma, hasta que no les ve levantarse y sacudir el yugo por los medios que están a su alcance.

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Esta revolución doméstica ha puesto a Federico fuera de sí. Ya sabes que es un temperamento absolutista y aristocrático. La publicidad que va a tener o que tiene ya su humillación, le saca de quicio. Y mira tú qué cosa tan rara. No ignoraba que Clotilde vivía indecorosamente entre criadas y gente soez, y se irrita de que la infeliz se emancipe aceptando un marido de clase inferior a la suya. El orgullo de nuestro amigo transige con que su hermana se consuma en la tristeza y en la vulgaridad, y no transige con una unión que llama degradante. Pero la niña, a la chita callando y como quien no hace nada, se ha dejado llevar de la corriente del siglo, y desde la ignominiosa obscuridad en que vivía, se ha lanzado a la democracia, buscando en ella una especie de redención. Ya sabes el odio corso que Federico profesa a las ideas democráticas, con qué graciosa crueldad se burla de ellas, y de los progresistas, y del morrión, etc... Reconoce sinceramente que está fuera de lugar en nuestra sociedad; que ha venido al mundo rezagado, y que por equivocación no nació en los tiempos a que su carácter se ajusta. Figúrate cómo estará ahora, viendo a su hermana sacrificada al aborrecido principio de la igualdad política y social, viéndola pasarse vergonzosamente al enemigo, en brazos de un ser insignificante, y que personifica, según él, todas las garrulerías   —193→   de la época presente. Está el hombre que arde, y no se le puede hablar de esto, sin que al instante pierda pie y se descomponga.

Anoche dio mucho que hablar en casa de Orozco este caso concreto de revolución social, eclipsando la conversación del crimen famoso, y Augusta estuvo de acuerdo conmigo en la ninguna razón que tiene Federico para quejarse. Convenimos en que él ha provocado el triunfo de la democracia, descuidando a Clotildita y privándola del puesto que en la sociedad le corresponde. Federico no pareció por allí; anda huido, y no le veo desde la noche que sorprendimos al atrevido galán saliendo de la casa. Fue una escena calderoniana, que no te describo porque espero han de ocurrir otras más dignas de pasar a tu conocimiento.

Volviendo a Tomás, te diré que está ya completamente restablecido. Ayer almorcé con él, y estuve casi todo el día acompañándole. Su mujer salió a eso de las cinco. ¿A dónde iría? He aquí el tema de mis sombrías meditaciones durante toda la tarde. Y aparte de esto, te juro que el buen Orozco me hizo pasar un rato muy agradable, charlando conmigo de asuntos diversos, con una amenidad, con una discreción que me dejaron pasmado. Hizo una pintura del carácter de su suegro que siento no poderte transcribir íntegra, pues mis cavilaciones impidiéronme fijar en sus atinados conceptos la   —194→   atención taquigráfica que acostumbro. También analizó el caso de la hermana de Federico Viera con un criterio semejante al que yo te expuse. Ha pasado en esto lo que debía prever todo hombre que no tenga el entendimiento lleno de ideas arcaicas, y el carácter agriado por los contratiempos económicos.

Pues señor, me da la gana ahora de continuar el retrato interrumpido. Cuando menos lo pensaba, he visto más de cerca la figura, se me han revelado algunas líneas que antes se perdían en la sombra, y quiero fijarlas inmediatamente sobre el lienzo, esperando que se vaya clareando lo que oculto permanece todavía.

Quizás no sepas que Orozco es uno de los hombres más arreglados que se conocen. Podría dar lecciones de prudente economía y de previsión a toda la raza española. Lleva sus cuentas al día y al céntimo, sin que esto signifique mezquindad cicatera. Al contrario; no regatea nada de lo que pueda contribuir al lustre de su casa, ni pone a su linda costilla cortapisa alguna. Verdad que ella sabe mantenerse dentro de los límites de la más exquisita prudencia. Orozco no trabaja por aumentar su capital, que es grandecito, y los negocios en que toma parte, en cooperación con otros capitalistas, no le dan muchos quebraderos de cabeza. Me consta que en negocios de usura jamás ha querido interesarse. Sé que se le han hecho proposiciones   —195→   solicitando préstamos con enormes ventajas, y las ha rechazado. Da, pero no presta, y da en la medida conveniente. Dos cosas hay que no se conocen allí, y son: la sordidez y el despilfarro.

Te confieso que este hombre me impone un respeto casi supersticioso. Cuando hablo con él me siento enano, me inspiro a mí mismo cierto desprecio, me entra cortedad... no sé qué. Y debo añadir que ayer, cuando me senté a su lado y me puso cariñosamente la mano en el hombro, sentí remordimientos muy vivos. Cierto que yo no le he faltado más que con la intención; pero aun esta idea no acallaba mi conciencia, y procuré tranquilizarla con sofisterías. «Por lo mismo que este hombre es tan perfecto -me dije- hállase fuera de las leyes humanas. Está tan alto, que el ser burlado no le ofende, ni hay injuria que alcance a tal excelsitud. Los que le ofendan y ultrajen darán cuenta a Dios; pero no a él, que se rebajaría pidiéndola». Estas cosas me pasaron por la mente, y cuando vi a mi prima entrar de la calle con su cara risueña, imagen de una conciencia sosegada, pareciome que su serenidad era cinismo y su sonrisa hipocresía. Púseme resueltamente del lado de la moral y de los consabidos principios, muy señores míos, y me pareció crimen nefando engañar a un hombre tan bueno. ¡Qué picardía! ¡Engañarle no siendo yo el cómplice! Te   —196→   descubro mi conciencia con todos sus escondrijos. Se me antojaba que la ofensa, hecha en mi obsequio, sería más disculpable.

Tomó parte la esposa en nuestra conversación. Yo la observaba y no sé, no sé... me parecía que su tranquilidad era sólo aparente. Su manera de oírnos indicaba cierto sobresalto, y su reír no era tan franco y natural como de costumbre. De pronto Orozco le dijo: «¿Has sabido algo más del pleito de Federico con su hermana? ¿Le has visto a él?». Yo temblé. No sé por qué me asaltaron de nuevo las sospechas de aquella mi segunda revelación. Fijeme en Augusta, que en aquel momento revolvía la mesa buscando no sé qué papel o revista; creí que esquivaba la respuesta, que evitaba las miradas de su marido y las mías; pero me equivoqué de medio a medio. Al oír el nombre de Federico, dejó lo que buscaba, y vino a sentarse frente a su marido, separada de él por la mesilla en que este tenía varias cartas y periódicos; puso los codos sobre la mesa, la barba en una mano, y sonriendo nos dijo: «Pues no le he visto, ni sé dónde se mete. Pero me ha dicho Malibrán esta tarde que no cede, que está furioso, que lo que siente es no haber acogotado a ese pobre chico cuando le encontró saliendo del portal. ¡Qué extravagancia! Creo que debemos todos abrazar la causa de Clotilde».

Al nombrar a Malibrán, ¿sería aprensión   —197→   mía?, pareciome notar en su acento una veladura, en sus ojos no sé qué timidez o sobresalto... Vamos, que se me enroscaron en el corazón las culebras, y ya no tuve serenidad para seguir atentamente la conversación que los tres entablamos.

Y no continúo por ahora el retrato. Lo seguiré cuando me parezca bien. No tengo ya malditas ganas de acabar esta en la forma que pensaba. Quédate con Dios, y no te burles mucho de tu trastornado amigo.



26 de Enero.

¡Malibrán! No puedo evitar hablarte de este tipo, que se me ha plantado en la nariz como una mosca. Quiero echarle, le sacudo y vuelve. Me persigue, me le encuentro en donde quiera que estoy; llego a pensar que no es él a quien veo, sino a mi execrable sospecha, representada en carne mortal. Es que desde ayer no se aparta de mi cerebro la idea de que he despejado la famosa incógnita: X=Malibrán. ¿Me equivocaré también ahora?

Anoche, estuvimos juntos largo rato en el Teatro Real. Hablome de Augusta con un cierto   —198→   respeto que me pareció afectado. No podía yo tirar de la lengua a semejante hombre, diciendo de mi prima alguna picardía capciosa para obtener una respuesta lúcida, y al elogiarla con calor, ponderando su rectitud moral y el cariño que tiene a su marido, pareciome que eran finamente irónicas las palabras con que Malibrán acogía mis alabanzas. Luego noté como que esquivaba aquella conversación, rebuscando otros temas de charla. Si me apuras, no puedo darte la razón de la antipatía que el diplomático me inspira. Quisiera se me presentase ocasión de tener un altercado con él; pero es tan correcto el maldito, que ni esa esperanza me queda. Le rompería la crisma, aunque después comprendiese que había hecho una inútil barbaridad. Para colmo de desventura, hoy al medio día me le encontré en casa de Orozco, y allí almorzamos juntos. No me queda duda de que Augusta y él cambiaron algunas palabras, que no debían de ser cosa buena, cuando hablaban tan bajito. ¡Sabe Dios...! Adelante. En un rato que nos encontramos solos, me dijo mi prima: «Tomás está muy disgustado con una carta que ha recibido hoy». Picada mi curiosidad, la interrogué y supe que la carta es de Joaquín Viera, el padre de Federico, y que en ella anuncia su llegada a Madrid para dentro de dos o tres días. Has de saber, y no hago más que dar traslado de lo que me contó mi prima,   —199→   que siempre que se aparece en Madrid ese pájaro de mal agüero, trae estudiado algún plan de sablazo en grande escala para atacar con él a los que tuvieron la desgracia de ser sus amigos. Orozco ha sido víctima varias veces de las combinaciones sutiles de aquel insigne tramposo, las cuales merecen más bien el nombre de estafas.

«Esto será -observé yo- otro motivo de zozobra para el pobre Federico, a quien siempre he oído hablar de su padre con muy poco entusiasmo. Cada vez que viene a Madrid, le deja envuelto para mucho tiempo en una atmósfera de escándalo y vergüenza».

Augusta manifestó propósitos de hacer los imposibles para precaver por todos los medios a su marido contra la malicia del que explota su extremada bondad. Orozco tiene con él increíbles debilidades, y no le trata nunca con el desprecio que merece; suele ceder a sus malvadas exigencias, por lástima sin duda, en memoria quizás del gran afecto que los padres de ambos se tenían.

¿Qué te parece todo esto? Dirás que aquí se prepara algún enjuague. Pues lo mismo pienso yo. Y sábete que me han entrado ganas de conocer a ese celebérrimo espadista, que hace tantos años desapareció de aquí, y no viene sino contadas veces y por corto tiempo, con el temido alfanje en la mano. Pues hoy, hablando   —200→   de esto con Augusta y Orozco, dijéronme que Viera senior es hombre de trato seductor, capaz de embaucar con su labia a medio género humano. No se parece nada a su hijo, todo susceptibilidad, orgullo y delicadeza, esclavo del punto de honor y de las leyes de la respetabilidad aparente. Añadió Tomás que Joaquín vive hace tiempo del chantage, amenazando desde el extranjero, o presentándose con alguna máquina ingeniosa de líos y enredos. Porque eso sí, es hombre de grandísimos recursos intelectuales, muy sabedor de negocios de todo género, y con una trastienda y una flexibilidad y una monita que dan quince y raya al más pintado. Augusta no le puede ver, y se complace en aplicarle las terribles denominaciones de timador, tramposo, caballero de industria, etc... No comprende, y en esto nos hallamos todos de acuerdo, que de un padre tan sin paladar moral haya salido un hijo con la cualidad contraria extremada hasta rayar en defecto.

Suspendo el trabajo, y continuaré mañana.

Continúo hoy 27. Si esta carta fuera un capítulo de novela, debería titularse ¡¡¡Ancora il Malibrán!!!, así, con muchas admiraciones y su poquitín de italiano. Porque no he visto asiduidad más aterradora. Si veinte veces voy a casa de Orozco, veinte veces me le encuentro. Y por más que procuro chocar con él, no puedo   —201→   conseguirlo. Le llevo la contraria en todo lo que habla. Digo mil barbaridades; sostengo que el arte italiano es un arte de filfa; que Rafael me parece un pintor de muestras; que Tiziano dibuja menos que el último alumno de la Academia; que el Mantegna puede pasar como chico aplicado (te advierto que yo no sé quién es el Mantegna), y que todos los pre-Rafaelistas no son más que unos pintamonas. ¡Qué asuntos tan tontos, qué pobreza en la composición, qué falta de verdad!... En fin, chico, que yo mismo me río de lo bruto que soy o que aparento ser. Pues aunque Augusta suele apoyarme con aquella monísima independencia de criterio que le hace tanta gracia, no consigo mi objeto. El otro me rebate con dulzura y benevolencia. Su exquisita educación pone una muralla infranqueable a mi odio insensato. Si charla con Orozco de política extranjera, le llevo la contraria con más furor. Me declaro rabioso parnellista: sostengo que Gladstone es un progresista de morrión; que el canciller de hierro está chocho y debe retirarse, dedicándose a la cría de aves de corral; que el Austria, mira que esto tiene gracia, es una nación que para nada sirve, y debe desaparecer, repartiéndosela Rusia, Alemania e Italia... en fin, no sigo para que no te rías de mí. Ni por esas: no me vale apoyar mis opiniones con terquedad, a ver si le sulfuro y me sale con alguna denegación   —202→   provocativa. Pues como si hablara con la misma estatua de la prudencia. A mi prima le dirige frases de una galantería refinada y madrigalesca, y bien claro veo cómo se esponja la muy hipócrita oyéndolas. Recordarás que en cierta ocasión me habló de él en términos muy desfavorables, diciéndome que era persona malévola y peligrosa... Farsa, hijo, pura farsa y disimulo para desorientarme.

Pues oye otra cosa. Por la noche, Malibrán daba las gracias a Orozco por haber atendido la recomendación que le hizo en favor de no sé quién. Ya sabes que Tomás socorre con delicadeza a multitud de familias que han venido a menos. Pues bien: al oír las expresiones de gratitud del diplomático, noté que el semblante del grande hombre expresaba cierta contrariedad primero, y después verdadero disgusto. Malibrán sonreía bondadosamente, y no insistió. Como yo manifestara a mi prima, casi en el momento mismo, mi sorpresa por la actitud de Orozco, me dijo en un gracioso y largo aparte: «No seas cándido: tú no conoces a mi marido, como no le conoce tampoco ese majadero de Malibrán, que se las da de tan diplomático y tan Metternich. A Tomás no le gusta que le alaben sus acciones benéficas, ni aun que le den gracias por ellas. Te lo advierto para tu gobierno. Cree que la generosidad y la caridad pierden su mérito con el bombo. ¿Sabes lo que a él le agrada?   —203→   Te lo diré para que te pasmes. Lo que a él le hace feliz es el secreto absoluto de sus buenas acciones, y la ingratitud de los favorecidos. Te advierto esto porque como también tú le has recomendado a esa desgraciada viuda de Freire, si la favorece, no se te pase por la cabeza darle las gracias; lo mejor que puedes hacer es no hablar del asunto. ¿A qué abres tanto la boca, tonto? Vosotros los que presumís de listos, no entendéis palotada de los secretos humanos. Tomás es un santo, lo que se llama un santo. ¿No lo has comprendido? ¿Pero crees tú, bobalicón, que no hay santos en esta época? Pues los hay, los hay, con sus levitas, sus fraques y sus chisteras, en vez de mitra, báculo y sayal. Esa serenidad suya, que le diferencia tanto de las demás personas, no se altera sino cuando le trompetean los beneficios; se pone tan nervioso que, créelo, me causa inquietud. Con que ya sabes, y adviérteselo también a tu amigo le petit Talleyrand, para que no volváis a incurrir en la simpleza de mostraros agradecidos».

Quedeme con esto como puedes suponer. Era un desconocido perfil de la figura de Orozco, mejor dicho, un golpe de luz, que resuelvo añadir sin pérdida de tiempo al retrato no concluido. ¿Y qué opinas tú de este aspecto de la persona del grande hombre? Te soy franco: no he acabado de entenderlo, y me parece que tú, por más que digas, no lo entenderás tampoco.



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28 de Enero.

Pues ayer se me ocurrió, revolviendo en mi mente las palabras de Augusta, lo que vas a leer: «Malibrán no es. Si lo fuera, habría confianza entre ellos, y la pecadora no tendría que valerse de mí para advertir a su cómplice la inconveniencia de hacer al marido demostraciones de gratitud. Esto parece la pura lógica. Pero como la lógica, en cuestiones de amor, suele andar como Dios quiere, me doy a cavilar si no será todo una bien ensayada comedia para envolverme y confundirme más. Es mucho cuento esta señora Humanidad, querido Equis, y cada día vemos en ella cosas más raras e incomprensibles. Estoy sobre aviso, y sigo observando».

Vamos a otra humana rareza. Ha llegado esa, la estrella con rabo. Llámole así, porque su aparición produce general terror. Le he visto, he hablado con él, hemos almorzado juntos, y puedo asegurarte que no he visto hombre más seductor y ameno. Él podrá ser un pillo de siete suelas, y de fijo lo es cuando todo el mundo   —205→   lo dice, pero a las primeras de cambio, da el pego al lucero del alba.

Con la presencia de su padre aquí y la barrabasada de su hermanita, está Federico inaguantable de mal humor e intolerancia. Por cierto que el papá no sólo se muestra indulgente con la chiquilla, sino complacidísimo de su resolución, y le da el permiso legal. No hay en él ni asomos de las ideas del hijo en punto a distinciones sociales y al decoro de los nombres. Se pasa de demócrata, y su despreocupación social, política y religiosa te parecería cinismo si no la revistiera, al expresarlas, de formas tan simpáticas. Por cierto que hijo y padre difieren tanto en lo espiritual como se asemejan en lo físico. Tan grande es el parecido entre uno y el otro, que les tomarías por hermanos; y hasta la diferencia de edad se amengua por estar Federico bastante envejecido y el otro rozagante, esponjado y hecho un pollo, como suele decirse. Pero entre los caracteres hay tal diferencia, que no cabe aproximación. Es de esas distancias de que no podemos dar idea ni aun llamándolas abismos.

Sé que hoy han celebrado una conferencia Orozco y Viera padre; pero nada pude traslucir, aunque almorcé en la casa esta mañana, y allí estaba cuando anunciaron al tramposo. Me parece, por lo que oí a mi prima y al mismo Tomás, que se trata de sablazo gordo, como los   —206→   suele dar ese consumado tirador. Augusta indignadísima. Aunque de las pocas palabras que Orozco pronunció sobre este asunto, se desprende que abre la bolsa, no sé yo si el abrirla reservadamente para el pícaro que fue socio y compinche de su padre, entra también en la categoría de esas obras misericordiosas practicadas en secreto, y que no deben ser agradecidas. ¡Ah!, por lo que hace al agradecimiento de ese bribón, que me lo claven en la frente. He podido colegir que Viera le ha presentado un antiguo crédito, obligación o no sé qué de la célebre Humanitaria, y que hay dudas de si la tal obligación ha prescrito o no legalmente. Veremos lo que resulta de esto.

Después de la visita del espadista, tenía Orozco la cara tan plácida, tan serena como siempre, y por ella no podía traslucirse que padeciese la más ligera agitación. Augusta, en cambio, parecía muy contrariada. ¿Será que no encuentre práctica ni conveniente, en los tiempos que corren, la santidad de su consorte? No lo sé. Algo más tengo que decirte; pero estoy muy cansado, chiquillo, porque... Vamos, te lo cuento si no lo dices a nadie. Estuve esta noche en casa de la Peri. No pongas el ceño de moralista empalagoso y cursi. Hemos ido a que nos echara las cartas. A ver, ¿tiene eso algo de particular? ¿Pues no va uno a las cátedras del Ateneo y de la Universidad, con objeto de instruirse?   —207→   ¿Y acaso en estos templos de la sabiduría se encuentran unas chicas tan guapetonas como las que esta noche había en casa de Leonor? Amado Teótimo, todo es aprender, observar y cursar la difícil carrera de la vida; y eso de que vaya uno todas las noches a oír discutir sobre la Organización de los Poderes Públicos, o sobre lo que pasó en la época Merovingia, empacha, créelo, empacha y embrutece. Es preciso echar una cana al aire, sobre todo antes de tenerlas... Conque, abur, que me voy al catre.



30 de Enero.

Gordas y frescas, amigo Equis. La hermana de Federico, la gran demócrata y revolucionaria, se casa con su querido hortera, realizando así el soñado ideal de la concordia de las clases, de la reconciliación del pasado con el presente. ¿Qué tal? Ahí tienes a la señora realidad haciendo muy calladita lo que escribís en vuestros libros y otros dicen en sus discursos. Yo te pregunto: ¿Precede la idea al hecho o el hecho a la idea? Pero dejémonos de averiguaciones, y vete enterando de la realidad. El   —208→   chico que ha venido a entroncar su humilde nombre con el de los Vieras y Gravelinas, pertenece a una de esas honradas familias mercantiles, oriundas del valle de Mena, la verdadera antesala de la calle de Postas. Le llaman Santanita, y es simpático, de cara inteligente, guapín, modesto. Ha ido a suplicarme que intercediera con el señor de Orozco para obtener la plaza de tenedor de libros en una casa de banca, y te aseguro que me interesó aquel humilde representante del estado llano, que se abre paso, a codazo limpio, entre la turbamulta social.

Por lo poco que hablé con él, me pareció uno de esos caracteres que, bajo la capita de modestia, ocultan una voluntad decidida para marchar impávidos hacia su objeto. Sabe arrimarse a los que pueden serle útiles; no pierde ripio, y olfatea donde guisan. La chica está depositada en casa de la viuda de Calvo (no la conoces, ni hace al caso), señora de campanillas, a quien el padre de Santanita sirvió de administrador, mayordomo o no sé qué. Ha venido a menos y vive de una pensión que le da Orozco. Ya sabe ese pillo de Santanita a qué árbol se arrima. Me ha dicho Tomás que no podía hacer nada por él; pero algo hará, tú lo has de ver. Ya voy conociendo las santas marrullerías de ese hombre sin segundo, que practica la hipocresía de la dureza de corazón. Todo su empeño   —209→   está en que le tengan por insensible a las miserias y desdichas humanas. Pero lo que es a mí no me la da.

Bueno; quedamos en que el tal hortera es una diligente hormiga. Clotilde no podía aspirar a un Coburgo-Gotha, y cuando las cosas vienen rodadas, debemos tener por buenas las soluciones impuestas por el carácter nivelador de la época presente. ¿Qué tal? Estoy cargante hoy. Pues te diré: más lo está Federico, obcecado hasta el punto de asegurar que preferiría ver su hermana muerta a verla casada con el pobre Santanita. Es que nuestro amigo lleva a todas las cosas el ardor del sectario, y es inútil intentar persuadirle. Ve el mundo por cristales muy subjetivos, y lo que para nosotros es natural, a él le parece monstruoso. La pavorosa estrella con rabo se marcha para otros mundos, cumplido al parecer el objeto de su aparición en este; pero ignoro la verdad de lo ocurrido entre él y Orozco. En el rostro de este no he podido leer nada; pero el de Viera resplandece con esa luz particular que encienden en nuestros ojos los triunfos de la voluntad. No me queda duda de que ha obtenido todo o parte de lo que solicitaba. Augusta debe de saberlo; pero no se clarea, y cuantos esfuerzos hago para meter la nariz en este secretillo han sido inútiles. Pero hoy ha ocurrido algo que aumenta mi confusión, pues no sé cómo relacionarlo   —210→   con los demás hechos conocidos, para sacar la deseada luz.

Pues verás: anoche me dijo Orozco que no dejase de ir hoy a almorzar, que tenía que hablarme. Figúrate si me apresuraría yo a ir. ¡Qué mañana tan deliciosa! Augusta amabilísima conmigo, como no lo ha estado nunca, muy alegre, y despidiendo chispas de gracia de aquella boca infernal... digo, celestial. He dicho infernal porque si no se la hizo el diablo, como una trampa para coger almas, no entiendo yo quién diablos se la pudo hacer. Tomás, como siempre, reflexivo y cariñoso, revelando esa quietud serena de las almas superiores, que han encontrado el suelo firme y se sienten bien plantadas en él. Por dicha mía, no almorzó allí ningún extraño más que yo. Ni siquiera estaba Calderón, que nos habría mareado lindamente contándonos alguna nueva versión del crimen. No se habló más que del bodorrio de Clotilde, de Santanita y de lo vividorcillo que es. Augusta censuró acerbamente a Federico por su desconformidad con las ideas dominantes en el mundo, su apego al antiguo y ya desacreditado prestigio de los nombres y de las clases. Orozco le disculpaba, asegurando que las ideas y el sentir de las cosas, acumulándose en nuestra vida durante los años que empalman la juventud con la edad madura, forman un conglomerado de tal dureza que es   —211→   tontería pensar que ha de ceder ante las ideas y el sentir de los demás. Si Federico es así, no podemos nada contra él, y sólo conviene procurar que el bien se realice, respetando las ideas y aun las preocupaciones de cada cual.

Esto llevó la conversación al terreno en que nuestro buen amigo quería ponerla, y como yo notase en él cierto embarazo para abordar el asunto, le ayudé, y pude sacar en limpio lo siguiente: Orozco desea mi intervención para que Federico se decida a aceptar de él un beneficio, que no ha expresado todavía en forma concreta. La dificultad principal que surge es el carácter puntilloso de Viera, y su resistencia, no sólo a admitir cierta clase de favores, sino a declarar su pobreza y angustiosa manera de vivir. Para vencer esta dificultad es para lo que se recurre a mí, esperando que con diplomacia consiga yo doblegar el inflexible tesón de nuestro amigo. Orozco no ha hecho más que apuntar su idea, esforzándose en quitar la generosidad que envuelve; y, por lo que he podido entender, no se trata aquí de un donativo, que sólo serviría para apuntalar pasajeramente un presupuesto en ruinas; trátase de asegurar al favorecido un modo de vivir que le libre para siempre del molesto enjambre de usureros e ingleses, y le aparte de las salas del crimen... ¿Vas entendiendo?

Y ahora te pregunto tu parecer sobre caso   —212→   tan extraño de protección, y sobre el intríngulis que esto pueda tener. Preveo que tu opinión es que en el caso referido no hay ni puede haber más que lo aparente, un acto de generosidad, digno del alma elevadísima de mi amigo. Perfectamente. ¿Pero no se te ocurre enlazarlo con otra cosa? ¿Me entiendes, tonto? ¿No se te ocurre, como se me ha ocurrido a mí, buscar un hilo entre la intención cristiana del grande hombre y el objeto de ella, y seguir ese hilo cuidadosamente hasta descubrir que se enreda en la blanca mano astuta de una mujer? ¿No has pensado que el plan de Orozco pueda ser más sugerido que espontáneo? ¿No se te pasa por la cabeza que el conocimiento de dicho plan y de su determinación inicial podría darme la llave del arca en que se guarda el secreto que busco? ¿Crees tú que no hay tal relación? ¡Cuánto me alegraría de que me contestaras de una manera categórica!

Pero no me contestarás, porque no es posible sentenciar desde lejos un pleito tan obscuro y delicado. Dirás que esta sospecha mía nace de la mezquindad de sentimientos propia de la época, de la mala costumbre de señalar en todo hecho grandemente generoso móviles bajos. No, yo miro la acción por el lado de Orozco nada más, y admito que es un rasgo admirable; no quiero ver el consabido hilo; no quiero ver más que el acto noble y altamente   —213→   cristiano, pues aunque existiera el móvil sugestivo que es objeto de mi inquietud, no por eso valdría moralmente menos el acto en cuestión. También en nuestra edad, dígase lo que se quiera, hay ejemplos de estupenda virtud, no inferiores a los de antaño. Eso de que ahora no se dan santos, es una tontería. No habrá martirios en el orden material; no habrá aquellas penitencias rudas, brutales y calagurritanas; pero hay exaltación de las almas, hay fiebres de virtud, secretos entusiasmos por el bien, y sacrificios quizás mayores que los de otros tiempos, porque en los nuestros hay más materia que sacrificar.

Excuso decirte que aquella conferencia trastornó mis ideas, llevándome a decir con toda seguridad: «Malibrán no es». Y si al pronto me fijé de nuevo en Federico, no he seguido afirmándolo, y me concreto a preguntármelo a todas horas del día y de la noche. «¿Será ese? Y si es, ¡con qué donosa perfidia me engaña! ¡No le perdono la doblez, no se la perdono!». Por cierto que hace diez días que no he hablado con él, ni he podido encontrarle en los sitios a donde habitualmente va. Esta noche me han dicho que le vieron en el Teatro Real en el palco de Augusta. Yo no le vi.

31 de Enero.- Anoche no pude concluir esta porque me acometió Morfeo, y no tuve más remedio que echarme en sus brazos. Te la mando   —214→   hoy con esta postdata que no deja de tener miga. Pues verás: hoy me ha hablado Villalonga con cierto misterio de unas palabras malignas dichas por Malibrán en casa de la Peri, en una cena que allí celebraron anoche. La cosa es grave. El petit Talleyrand se permitió algo más que esas reticencias que inspira el champagne, y de las cuales ninguna reputación está libre. Ya adivinarás que las chinitas iban contra mi prima. Pues dijo, como quien no dice nada, que había descubierto la madriguera donde la muy hipócrita tiene su amoroso refugio. Lo más indigno es que de algunos días a esta parte ha dado en pegarse a Orozco y en adularle bajamente, y mañana se van juntos a las Charcas (el monte que Tomás posee más allá de las Zorreras) a cazar un par de días... ¡Figúrate cómo me habré puesto yo, con las ganas que le tengo a ese...! Mi primer impulso fue ir en su busca, pedirle explicaciones, pegarme con él, si no me las daba... Pero lo he pensado mejor, y me guardo para otra ocasión las ganas de pelea. ¿No es verdad, amigo mío, que tú me aconsejas no hacer el paladín? Si eso lo hubiera dicho Malibrán delante de mí, pase que yo... Pero más vale que no haya sido en mi presencia, porque así me veo libre de disgustos, y de la ridiculez que acompaña siempre al paladinismo. Tengo un humor de mil demonios.



  —215→  

9 de Febrero.

Querido Equis: no sé lo que me pasa ni cómo puedo escribirte, ni si entenderás estos garabatos. Mi mano no acierta a trazar las letras. La sorpresa, el pavor de esta misteriosa tragedia han desquiciado la máquina toda, y no sé lo que hago ni lo que digo, ni aun lo que siento. No te escribo para darte la tremenda noticia, que ya sabrás por los periódicos (hoy no se habla de otra cosa en Madrid). Te escribo para que no te inquietes, juzgando que podría tocarme alguna parte en las complicaciones de este asunto... No me toca más que el horror de que estoy poseído, la confusión espantosa que me acongoja más que el horror mismo... Ayer al medio día, hallándome en la cama, sentí que me despertaban, sacudiéndome un brazo. Era Calderón; le miré entre dormido y despierto... Figúrate el efecto que harían en mí estas palabras que me dijo: «Levántate... ¿no sabes lo que pasa?... ¡Federico Viera asesinado!... ¡Su cuerpo encontrado hoy en un muladar, allá, no sé dónde!... Levántate».

Creí soñar... Me revolví contra Calderón...   —216→   Bromas pesadas... creí que eran bromas. Su cara consternada me hizo estremecer... Él me iba echando la ropa encima de la cama para que me vistiera. Yo me volví estúpido... No podía creer tamaña atrocidad... ¡Asesinado! ¿Y por quién? Es lo primero que se ocurre. Calderón me dijo: «¿Por quién? La justicia lo averiguará... ¡Pobre muchacho!... todo el cuerpo lleno de balazos y cuchilladas...». Levanteme temblando, la garganta oprimida, sin poder hablar... «¿Dónde?». «Allá...». ¡Valiente información!, ¡allá! «Le han llevado al depósito -añadió Calderón-. El juez amigo mío; no conocía al muerto; pero, por algo que se halló en su cartera, se supo su nombre. Me avisaron... Le reconocí. Miedo horrible, querido Manolo. El juez quiere identificación en regla. Vamos tú y yo... La hermana no lo sabe. Vamos».

Todo se me volvía preguntar: ¿Pero quién lo ha matado?...». «Vete a saber... lances del juego quizás... amores... venganza... Vete a saber. Misterio. Yo no lo entiendo... Vamos. ¡Qué trance!». El pobre Calderón estaba como trastornado. Yo más aún. Salimos, tomamos un coche, fuimos allá... Antes pasamos por el juzgado de guardia; se nos unió un médico forense. ¡Qué día, Equis! Si mil años viviera, creo que no podría olvidar las emociones espantosas de ayer, la pavura que llenaba mi ánimo... Hoy me es imposible referírtelas; diría   —217→   mil disparates, no acertaría a expresar cosa alguna con claridad... Si te escribo hoy es para que te tranquilices con respecto a mí. Estoy abrumado de pena y horror; pero nada más. Mañana, si logro tranquilizarme, te cortaré todo... ¡Ay!, presumo que habrá materia larga, más larga de lo que convendría. Necesito descanso. En veinticuatro horas no he podido pasar bocado; sólo he tomado café y más café... Dormir, imposible. Aguarda un día para que te entere de lo que he visto y sentido... no de la verdad, que ignoramos. Estamos todos en completa obscuridad respecto al tremendo suceso. Adiós.



4 de Febrero.

Yo no sabía lo que me pasaba, al recorrer en coche, con el juez, escribano y médico forense, la distancia entre el juzgado y el depósito. Los pensamientos que durante aquel viaje lúgubre asaltaron mi mente, querido Equis, no puedo ni debo comunicártelos, al menos todavía. Yo debí de preguntar a Calderón si nuestros amigos tenían ya noticia de la ocurrencia, porque él me dijo que Augusta se había puesto mala   —218→   de la terrible sorpresa, y que al punto telegrafió a su marido, el cual se fue el día 1.º por la tarde a las Charcas en compañía de Malibrán y de no sé quién más. Indicome también que Clotilde no sabía una palabra, que probablemente Orozco se encargaría de darle la noticia cuando viniese. No sé qué más me dijo, porque yo no me enteraba claramente de nada. A veces creía soñar; ansiaba llegar pronto, y a ratos lo temía; y cuando estuvimos cerca del Puente de Toledo y el juez señaló el vulgar edificio del Depósito, sentí tal pánico, que por punto no me volví atrás. Me enfadaba que el forense, un viejo rígido y seco, sordo, completamente insensible ya, por su larga práctica, a las emociones de estos dramas judiciales, estuviese tan tranquilo, y nos contase con la mayor frialdad que en su dilatada carrera ha hecho dos mil y tantas autopsias. Me infundía horror y lástima aquel sujeto, cuya inteligencia no desconozco y cuya serenidad ante estas catástrofes he admirado al fin.

Dejamos el coche. Las piernas me temblaban. Entré el último de todos, para que la primera impresión de los demás, si alguna tenían, atenuara la mía... El forense sordo entró como puede entrar un cura en la sacristía para ponerse la casulla... Frente a la puerta, sobre una mesa, vi el cadáver de Federico Viera, no tan desfigurado como yo me lo imaginaba. Creí que   —219→   una mano invisible me apretaba violentamente el cuello, ahogándome. No lloré ni podía llorar. El rostro de Federico parecía de blanca cera, con manchas violáceas; tenía los ojos medio abiertos, cuajados y sin brillo, la nariz afilada, la boca contraída, mostrando por un violento repliegue del labio superior los blanquísimos dientes. Vestía de levita: el pantalón y las botas llenas de fango, la levita enlodada también por el costado derecho. En mitad de la hermosa frente, una mancha roja del tamaño de un duro, cárdena en el centro: por allí había entrado la bala. Le habían desabrochado el chaleco, y se veía la camisa llena de sangre, ya seca en parte y obscura, en parte roja y fresca, formando cuajarones. El forense, señalando el costado izquierdo por la cintura, dijo: «aquí hay otra herida de revólver. La bala está dentro».

Procediose a la identificación en forma legal. Calderón y yo declaramos, reconociendo en el muerto a nuestro amigo Federico Viera; firmamos, y nada más. En otras mesas más allá, había dos cadáveres tapados con un paño. El guarda los descubrió, y los vi con indiferencia, cual si fueran animales muertos. No podía apartar los ojos de mi infeliz amigo, y con todas las potencias de mi alma, en un instante de muda y patética tensión, le dije: «Cuerpo infeliz, recobra un soplo de vida, y dime quién   —220→   te hirió, si fue alevosamente o en riña...». Junto a mí la voz de Calderón y otras murmuraban no sé qué, o discutían sobre si era suicidio u homicidio. No apartaba yo los ojos ni la mente de aquel tristísimo espectáculo. El juez me preguntó si habíamos prevenido a la hermana del muerto, y entonces repitió Calderón que Clotilde no sabía nada aún, y que era menester decírselo. Me enteré de si podía yo presenciar la autopsia; respondiéronme que sí, y que se haría en la mañana siguiente. Salimos con ánimo de volver, yo por lo menos... Aún me parecía pesadilla horrenda lo que veían mis ojos, y mi pensamiento volaba afanoso hacia las misteriosas causas, hacia la acción determinante de aquella muerte.

Al salir, vimos que se acercaba un coche. De él bajó una mujer. Era la Peri, vestida de trapillo, con mantón y pañuelo por la cabeza, guapísima, pálida como una muerta. Cuando nos vio, llegose a nosotros; su rostro dolorido expresaba terror y sobresalto. «Leonorilla -le dijo Calderón-, no entres, no entres, que esto no es para ti...». La pobre mujer me agarró el brazo, y me dijo en un tono que no olvidaré nunca: «¿Quién le ha matado? ¿No sabe usted quién le ha matado?».

El juez entonces le pidió sus señas para llamarla a declarar, y ella, después de dárselas, prorrumpió en exclamaciones: «¡Pobre niño de   —221→   mi alma! Tan bueno, tan cariñoso, tan caballero, y tan persona decente... ¿Pero qué será esto? Lo que yo digo, faldas, faldas... ¡Ay!, no tengo valor para verle...».

Apoyándose en el tronco de un álamo, derramó muchas lágrimas.

Allí se quedó. Desde lejos la miramos, sentada al pie del árbol, vuelta la cara hacia la puerta del Depósito.

Después quisimos ver el lugar donde apareció el cadáver, y atravesando todo Madrid, fuimos al paseo de Santa Engracia, más arriba de la Fábrica de Tapices, donde hay unas casas modernas muy hermosas. A la izquierda ábrese una calle en proyecto, cortísima, que sólo tiene un edificio a cada lado, y termina en terraplén, sobre un suelo mucho más bajo. Para llegar a este, hay que descender un vertedero de tierra movediza. Aún había allí carros echando cascote y arena del vaciado de casas en construcción. A la derecha, vense chozas construidas con adoquines gastados, tablas, planchas de calamina; detrás de ellas montones de basura; y delante de algunas, corrales cercados por baldosas rotas, tablas y alambres substraídos a las plazoletas municipales; cubiles de cerdos entre los montones de paja; bastantes gallinas picoteando aquí y allí. Todo aquello está en hondo, y debe quedar sepultado cuando los terraplenes iniciados por una parte   —222→   y otra lleguen a unirse. En el centro de la hondonada corre un arroyo, por donde las aguas van a parar a la alcantarilla. Próximo al arroyo, y en la línea más avanzada de las tierras vertidas, encontraron el cuerpo. «Aquí estaba -dijo el juez, señalando con el bastón una mancha obscura que podía ser de sangre-. Los habitantes de las covachas dicen que sintieron un tiro a eso de las siete de la noche... Un muchacho asegura que vio venir a un hombre sin sombrero, por el vertedero abajo, y que hablaba solo».

«¿Y el sombrero no ha parecido?».

-Pareció a la entrada de la calle, junto a la valla de la casa en construcción. Los vecinos no están de acuerdo en el número de tiros que sonaron. Algunos no oyeron más que uno, otro asegura haber oído dos, y no falta quien llegue a los tres y a los cuatro.

-¿Y atestiguan todos lo mismo?

-No; una muchacha habla de dos hombres, muy altos, muy negros, con unas barbas muy largas y los sombreros echados sobre la cara... sombreros de ala ancha.

-¿Y el arma?

-No hemos podido encontrarla todavía. El terreno es muy desigual, la tierra blanda y movediza. Puede muy bien haber sido ocultada por los escombros que se han vertido esta mañana.

  —223→  

-¿Se ha interrogado a los habitantes de casas vecinas, en el paseo de Santa Engracia?

-Sí; pero no dan ninguna luz. Los porteros del 17 triplicado, que es la casa más próxima, no han visto ni oído nada.

Discutiose sobre si fue suicidio u homicidio. Uno de los presentes, que no sé si era el actuario, expresó la hipótesis de que el crimen se había cometido en otra parte, habiendo transportado el cadáver hasta arrojarlo por el vertedero. No sé por qué me pareció esto inadmisible. Examinamos el suelo, en el cual vimos impresas tantas pisadas, que nada se podía leer en él. Alguien dijo allí que aquel sitio era, después de anochecido, muy solitario. Antes hubo en él una vereda que permitía pasar desde Santa Engracia a la calle de Trafalgar; pero han cerrado ya el paso con una valla y ni un alma transita por allí de noche, a excepción de los habitantes de las chozas, los cuales tampoco toman la dirección del sitio en que apareció el cadáver, sino que se arriman a la derecha. No hay alumbrado en aquel sitio, ni cosa que lo valga.

Volvime a casa. No pude almorzar. Sentía vivos deseos de visitar a los de Orozco, y al mismo tiempo dábame espanto la idea de entrar en aquella casa. ¡Oh, Dios!, no podía apartar de mi mente la idea (¡terrible y misteriosa presunción!) de que Augusta sabe la verdad. No   —224→   sé en qué orden de impresiones o de corazonadas me había fundado yo, la noche antes de conocer 11 el suceso, es decir, la noche misma en que debió de ocurrir la catástrofe, para dar por despejada la incógnita que tanto me atormenta, y decir con efusiva y franca convicción: «Federico es». Como que al acostarme pensé escribirte mi primera carta en este sentido, diciéndote: eureka... Me acuerdo de esto del eureka, y de los razonamientos con que me propuse apoyar mis conclusiones. ¡Qué lejos estaba de que mi carta primera sería escrita bajo una impresión trágica! Estoy aturdidísimo. Déjame que coja el hilo que se me ha escapado de las manos. Te decía que... ya me acuerdo... que no hay quien me quite de la cabeza que Augusta sabe la verdad. Yo quería observar aquella cara, aquellos ojos... ver si tiene entereza para ponerse la máscara, y cómo engaña con ella a los demás, pues lo que es a mí...

Entré temblando. Yo debía de estar como un muerto. El primero a quien vi fue Orozco, triste, pero sin perder aquella tranquilidad que tanto admiramos en él. No calificó el caso de suicidio ni de homicidio. Fuera lo que fuese, parecía atribuirlo a lances de juego. Acababa de llegar de las Charcas con Malibrán, y los dos refirieron la impresión terrible que les causó por la mañana el telegrama de Augusta participándoles el terrible suceso. Hablome después   —225→   Tomás de la pobre Clotilde, y allí me enteré, no sé por quién, de que ya sabía la muerte de su hermano. Nos libramos, pues, del tremendo paso de darle la noticia. No me atreví a preguntar por Augusta a quien no veía en el salón ni en su gabinete. Pronto supe que la desagradable sorpresa recibida por la mañana, cuando Calderón le contó el caso, habíale producido una fuerte jaqueca; hallábase acostada, y no quería ver a nadie. Comimos solos Orozco, Malibrán y yo. Cornelio era el único que tenía un mediano apetito; el santo comió poquísimo, y yo nada. Los tres callábamos. A mí se me humedecían los ojos a cada instante. El diplomático (digo esto haciéndole justicia) me pareció sinceramente apenado, y añadiré que por primera vez sentí dulcificarse la antipatía que siempre le tuve. Tomás y él hicieron elogios del pobre muerto, encareciendo su extremada delicadeza, su cariñoso trato, y lamentando que las irregularidades de su vida le hubieran llevado a tan triste fin. No pude conservar mi varonil entereza, y me eché a llorar como un chiquillo.

Llegaron después algunos de los concurrentes de abono, a quienes noté consternados, y como temerosos de abordar el asunto. Me parece (no puedo asegurarlo) que Villalonga y Malibrán cuchichearon en un largo aparte, mientras el marqués de Cícero me pedía relación   —226→   circunstanciada de lo que vi en el Depósito. Hablé de esto lo menos que pude. Otra cosa reparé, y es que aquella noche no se habló de crimen. Bastante teníamos con aquella realidad fresca y que nos tocaba tan de cerca. Las emociones jurídicas del otro drama, antiguo ya y manoseado a fuerza de representaciones, perdían su novelesco interés. Cisneros no dijo una palabra del suceso, y observé en él una taciturnidad que por completo le desfiguraba, presentándomele muy otro de como le había visto siempre. El Catón ultramarino dejaba en profunda paz a la Administración de Cuba y a los picarones que van a explotarla. Todos los temas de conversación, tan vivos y apetitosos otras noches, se trocaban en insípidos fiambres. Pero el gran asunto, la novedad del día, les imponía miedo y no osaban tratarla. Te repito que la morriña lúgubre de mi padrino me causaba no poca extrañeza. No era el mismo hombre: una de dos, o se ponía la careta o la arrojaba, mostrando su verdadera faz. Pero aún ocurrió algo que debía dejar en mi mente impresión más honda que todas las impresiones de aquel infausto día inolvidable, el 2 de Febrero, día de la Candelaria. Ten un poco de paciencia.

A eso de las once, díjome Orozco que Augusta quería verme. Sólo había pasado la señora de Trujillo, que ya estaba de vuelta en el salón,   —227→   aguardando una coyuntura para echar con Calderón su parrafito criminal. Entré en la alcoba de mi prima. El ruido leve de mis pasos y de los de Orozco, que entró conmigo, me sonaba como si en mi vida hubiera oído rumor de pasos. Vi a la dama echada en una silla larga, bien tapadita. No había luz en aquella estancia, sino en la próxima, y por entre las cortinas apenas penetraba la claridad suficiente para que pudiéramos vernos las caras. Augusta me alargó la mano izquierda mandándome sentar a su lado. Su marido le preguntó cariñosamente si se sentía mejor, y ella replicó que sí, preguntándole a su vez quién había venido y cuál de los asiduos faltaba aquella noche. Un rato hablamos los tres del caso de Federico, siendo ella la primera que lo mentó, diciéndome: «¿Qué te parece esta tragedia?». Respondí con las frases de cajetín, procurando observarle la cara; pero la obscuridad me impedía distinguirla. Su voz sí que pude apreciarla bien. Tenía cierto temblor, una empañadura o sordina que delataba profundísima turbación.

«Todavía no se me ha pasado el susto -dijo procurando templar su voz en un timbre claro-. Esta mañana, al salir yo para misa, vino Pepe y a boca de jarro me disparó la noticia. Precisamente me cogía de muy mal humor, porque pasé parte de la noche con la prima Serafina,   —228→   que sigue muy grave. Me parece que la perderemos pronto. Pues figúrate; en tal situación de ánimo, un trabucazo así... Me afecté tanto que no pude salir de casa, y a poco me entró jaqueca. No puedo oír hablar de gente que se mata o a quien matan, sin que me ponga a dar diente con diente. Y cuando se trata de una persona conocida...».

-¡Pobre muchacho! -indicó Tomás-. Tenía sus defectos como todo el mundo; pero también grandes cualidades.

-Cualidades que no son nada comunes, esa es la verdad -añadió Augusta mirándome-. Es realmente un dolor... Le apreciábamos como te apreciamos a ti, que eres de la familia. Tengo que advertirle a Pepe que aprenda a dar estas noticias terribles con más tacto y de un modo gradual, no de sopetón, como hoy... Me quedé muerta... Lo primero que se me ocurrió, como siempre que me siento apenada y nerviosa, fue telegrafiar a este para que viniera. Tenía miedo de estar sola. Desde que te vi entrar esta noche (mirando a su marido cariñosamente) me pareció que se me disipaba el miedo. Voy recobrando la serenidad, y si se me hubiera quitado esta puntadita de clavo, estaría tan campante recibiendo a mis amigos...

Yo me condolí acerbamente del desgraciado fin de mi amigo, y Augusta dijo, ya con la voz más segura: «¡Dios le haya perdonado! ¡Pobrecito!   —229→   ¡Qué extravíos, qué conflictos, qué desórdenes de la vida lo habrán llevado a ese desastre!».

No sé qué respondí. Pensaba en aquel momento que mi prima me había llamado para decir todo aquello delante de mí como se trae a un testigo para dar fuerza legal a manifestaciones de importancia. Pensé también que aseguraba su coartada con aquello de acompañar a la tía Serafina. Orozco dijo, que no debíamos aventurar juicio alguno sobre los móviles de la muerte de Federico, ni aun sobre la muerta misma, que hasta aquel momento permanecía envuelta en el misterio; y dicho esto, se fue dejándome la impresión de que le preocupaba el suceso más de lo que a primera vista parecía. Cuando nos quedamos solos, Augusta introdujo diplomáticamente en la conversación una idea extraña al asunto capital de aquella noche. No sé qué me dijo de si se casaba o no al fin con el artillero la chica segunda de Pez, y volvió a caer con repentino salto sobre el trágico tema, diciéndome: «¡Vaya, que esto da que pensar! Pero tú que eras quizás el único algo conocedor de las interioridades de su vida, ¿no tienes antecedentes para descubrir...?».

-Al enterarme de esta desgracia -contesté presentando la versión más vulgar par a ver si la aceptaba con alegría- pensé que alguna pérdida de juego ha podido ser la causa.

  —230→  

-¿Pero qué? -apuntó con viveza, huyendo la muy pícara, de la trampa que yo le tendía-, ¿está averiguado que fuera suicidio? Mira tú, juzgando sólo por impresión, yo me inclino a creer que no.

-Fácil es que la justicia lo ponga en claro; y si acaso resultase...

-Para mí -afirmó con aplomo, interrumpiéndome- lo que hay aquí es un choque por cuestiones de mujeres. Ya tienes noticia de las francachelas escandalosas en casa de esa que llaman la Perri, o la Pera o no sé cómo.

Pareciome que daba este giro al asunto para despistarme, a fin de que yo no pudiera sorprenderle los pensamientos.

«Tú lo sabes -me dije llena el alma de amargura-; lo que pasó tú lo sabes, tú sola. Si alguien le dio muerte o se la dio él mismo, tú lo sabes, porque delante de ti ocurrió la espantosa desgracia, como quiera que fuese». En alta voz dije que no sospechaba que Leonor tuviera conexiones con el misterioso hecho, y ella repitió que en el mujerío de mal vivir y en el juego, fatalmente combinados, hay que buscar siempre las causas de estos dramas. Yo le miraba el rostro, considerándolo como un espejo en cuya superficie la terrible escena había estado reproducida durante breves instantes. ¡Cuánto habría dado yo porque de la imagen aquella subsistiese algún rasgo en la cara-espejo!   —231→   Pero si algo había, no me era fácil verlo a causa de la obscuridad. Ni podía tampoco examinar sus expresivos ojos, que alguna sombra fugaz reproducirían tal vez de lo que en la mente se conservaba fielmente estampado. Hube de reparar después que se movía inquieta, procurando envolverse mejor en su cachemira, y que en aquellos movimientos de precaución ni una sola vez sacó la mano derecha. Parecíame que la ocultaba entapujada.

«¿Qué tienes en esa mano?» le pregunté vivamente.

-Nada. Ayer me quemé un poco, lacrando una carta. Pero no es nada. Para evitar el roce me defiendo la quemadura con el pañuelo.

Dio más explicaciones; pero lo que es la quemadura no me la enseñó.

-Pues verás -le dije después de una pausa-, si la justicia no descubre la verdad de lo ocurrido, yo la descubriré.

Pareciome que no se inmutaba al oír esto. Por fin me contestó:

«Yo creo que la justicia lo pondrá bien en claro, Manolo. No te metas a polizonte, no vaya a pasarte lo que a esos que se proponen descubrir el crimen de la calle del Baño, y han armado ya un lío que nadie se entiende».

Calló, y se puso a mirar al techo. Yo la contemplaba a ella sin pestañear. Hubo un instante, te lo declaro ingenuamente, en que me   —232→   inspiró aquella mujer un horror que no puedo pintarte. Impulso sentí de arrojarme sobre ella, y echarle las manos al pescuezo, gritando: «Confiesa tu crimen, confiesa que por tu culpa ha perecido ese infeliz hombre. Revélame la verdad, o te ahogo aquí mismo». Desvaneciose pronto aquel arrechucho sin que llegara, por fortuna, a pasar de la idea a la acción. Pero mi exquisita impresionabilidad determinó al instante otro fenómeno anímico, y fue que me asombraba de haber amado a semejante mujer. No; en aquel momento, habría jurado yo que la aborrecía y la despreciaba con todas las fuerzas de mi alma. La pasión que sentí por ella se me representaba como uno de esos estímulos de nuestro amor propio, que nos llevan a situaciones y actitudes enfáticas, de las cuales nos arrepentimos en cuanto caemos en la cuenta de que no arrancan del fondo afectivo de nuestro ser.

Hablamos luego de cosas indiferentes, y me retiré pensando que vivimos en una sociedad esencialmente dramática; sólo que el barniz de cultura que nos hemos dado encubre el drama en las esferas altas, dejándolo sólo descubierto en las inferiores.

Salí de allí con el alma destrozada, y me marché temprano de aquella casa, a la que empezaba a cobrar aborrecimiento.

Pasé muy mala noche... Mi cama toda llena de agujas.



  —233→  

5 de Febrero.

Asistí a la autopsia. ¡Lo de cosas que hay dentro de este mísero cuerpo humano! ¡Espantosa lección de anatomía! No la olvidaré mientras viva. El cadáver tenía varias contusiones y dos heridas de revólver; una en la frente, y otra en el costado izquierdo. En la primera, la bala atravesó el cerebro y fue a salir por la región occipital. Era mortal de necesidad. La segunda, que interesaba el hígado, también era mortal, aunque no de muerte inmediata. La bala había ido a incrustarse en una vértebra. Además se observó una fuerte erosión en el brazo izquierdo, y los dedos de ambas manos desollados. Hubo, pues, lucha. Creo que no hay datos suficientes para probar el suicidio; pero veo al juez inclinado a admitirlo como un hecho. Ha tomado declaración a los habitantes de las covachas, y no resulta nada preciso. Es un cúmulo de testimonios vagos y contradictorios, que más bien sirve para confundirnos que para iluminarnos. La indagatoria de los porteros de las casas próximas tampoco ha dado luz. ¡Esto es morir!... Las lentitudes de la justicia   —234→   y la falta de policía me desesperan. Se me ocurren mil recursos probatorios que de seguro darían resultado; pero ese juez, ¿en qué piensa?... Obraré por cuenta propia. De los pasos que he dado y que pienso dar para conocer la verdad por mí mismo, sin auxilio de polizontes, te enteraré oportunamente.

Déjame ahora seguir contándote. Cuando fuimos a la autopsia, el 3 por la mañana, nos encontramos a la Peri, sentada al pie del mismo árbol en que la habíamos visto el día anterior. Su cara descolorida y ojerosa revelaba cansancio y falta de sueño. Como que había pasado allí toda la noche la infeliz. Contonos que al fin había tenido valor para penetrar en el Depósito, pasito a pasito, procurando quitarse el miedo de un modo gradual. Acercose despacio a la puerta, alargó la cabeza hasta que pudo distinguir un pie de Federico; después fue avanzando lentamente, viendo más, más a cada instante... hasta que su ánimo se robusteció y pudo arrostrar el espectáculo del cadáver completo, de pies a cabeza. Aun con estas precauciones, no pudo evitar una súbita emoción dolorosísima al verle la cara... y se cayó con un poquitín de síncope, y el guarda la tuvo que levantar. Mientras se lo permitieron, estuvo allí, rezando, según dice; después mojó un pañuelo en la sangre que destilaba del cráneo del difunto, y cortándole mechones de pelo, los   —235→   guardó en otro pañuelo. Mostrábame estas reliquias, mientras lo refería. Cuando el guarda la hizo salir, porque era ya tarde, sentose junto al árbol, decidida a quedarse allí toda la noche, velando a su amigo de su alma. ¡El pobrecito estaba tan solo en aquel muladar, olvidado de todo el mundo! Daba dolor ver arrojado sobre aquella mesa, compuesta de una losa de mármol sobre cuatro patas de hierro, el cuerpo del hombre que había sido alegría y encanto de la sociedad. No lo dijo así la Peri, pero tal fue su idea. Recuerdo esta frase: «¡Y los otros allá, divirtiéndose, y quizás alegrándose de haberle quitado de en medio! ¡Canallas!».

Pues, como te digo, la noche entera pasó Leonor en campo raso, al amparo del olmo sin follaje, arrebujadita en su mantón. A la madrugada, diéronle albergue los habitantes de un ventorrillo cercano; tomó un trago de aguardiente, después buñuelos y encima otro poquito de aguardiente. Con esto se entonó, y vuelta a la guardia. Al amanecer, no podía con su alma, de sueño, cansancio y pesadumbre. Todo esto nos lo contaba con ingenua naturalidad, sin dar importancia al plantón ni a las molestias del mal dormir en cama tan dura; y como el forense, a quien acompañábamos, se permitiese decirle alguna cuchufleta sobre la soledad en que se habían quedado sus amigos de Madrid aquella noche, contestó con gran   —236→   desembarazo: que se fastidien, agregando a la frase un gesto sumamente expresivo. Enterada de que iba a verificarse la autopsia, se horrorizaba de pensar cómo le pondrían el cuerpo y la cabeza a su pobre amigo. «¿Y para qué semejante carnicería?». «Más vale que te vayas -le dije yo-, que estas cosas son muy tristes». Pero ella, haciendo propósito de no presenciar el desmoche, aunque se lo permitieran, dijo que no se retiraría a su casa hasta no dejar el cuerpo de su amigo en tierra sagrada, y echarle encima un buen Padre Nuestro.

Al salir del terrible acto médico-legal, la encontré en el propio sitio, llorando. Suplicome que le contara los horrores que yo había visto; pero hallábame tan impresionado, que apenas pude complacerla. Su curiosidad me estimulaba a hablar, y hacíame preguntas que me dejaban frío. «¿Le abrieron la cabeza? ¿Qué tenía dentro? ¿Se había visto bien claro que era el mejor caballero del mundo?». «No, mujer, eso no se puede ver». Preguntaba luego si le habían sacado el corazón y cómo era. Debía de ser, según ella, un corazón grandísimo, tan grande que no le cabía dentro... Me lastimaban tanto las candorosas interrogaciones de aquella mujer, como si sintiera en mis carnes las cuchillas del forense haciendo mi propia autopsia. Admiré en Leonor aquella fidelidad de perro; y la pobre mujer se engrandecía a mis ojos.

  —237→  

El entierro se verificó en el cementerio de San Justo. Fue Santanita representando a la familia, y con él dos personas a quienes yo no había visto nunca. Eran el marido de Claudia y el de Bárbara, ambos de catadura humilde. Habían dispuesto lo necesario para que el entierro fuera decoroso, y trajeron, en un coche de la Funeraria, todo lo que hacía falta para el caso. Por no ser posible vestir de nuevo el cadáver, le envolvieron en sábanas, dejándole descubierto el rostro, y nada más se hizo, ni había para qué. Cuando ya salíamos del Depósito, llegaron el marqués de Cícero, Villalonga y otros amigos. El cortejo fúnebre no excedía de quince personas y de seis o siete coches. Recorrimos en breve tiempo y a paso regular el camino del camposanto. Nos apeamos. Seguimos tras el ataúd por aquellos tristísimos patios rodeados de nichos. Leonor y yo íbamos a la cola del reducido acompañamiento; pero en el acto del sepelio me aproximé, y ella se quedó a cierta distancia, llorando. Era la única persona, entre todos los presentes, que mostraba un dolor vivo, hondo, inconsolable; pues los demás, incluso Santanita, sólo expresaban duelo de etiqueta, y en algunas caras se podía leer esa conmiseración oficial, mezclada de una crítica severa, que si se tradujese en palabras resultaría así: «¡Pobre perdis!, no podías tener otro fin que el que has tenido. Dios te haya perdonado».

  —238→  

Nada te diré de lo triste del acto. Puedes figurártelo y comprenderlo, conocidas las circunstancias del difunto y su desastrada muerte. Ni te hablaré de las ideas que se agolpaban a mi mente, ni del lúgubre sonido de la caja al caer en el fondo de la fosa. Todo esto, aunque es verdad, no te expresaría bien lo que yo sentía. Además de la pena de ver desaparecer para siempre a un amigo simpático y amable, me afligía el considerar que con él enterrábamos el indescifrado enigma de su fin lastimoso; que Federico, al caer dentro de la sepultura y recibir encima la tierra, echaba la llave al secreto, y nos daba las buenas noches de la eternidad con cierto humorismo lúgubre que me helaba la sangre: «Adiós, tontos. La solución en el valle de Josafat».

Salimos de allí hablando del muerto en los términos trillados, fríos, casi indiferentes que es costumbre usar. Unos a otros nos preguntábamos por nuestra preciosa salud, quejándonos del mal tiempo que hacía, voluble y desigual, impropio de la estación, y echándole la culpa de nuestros achaques. Nos distrajimos viendo llegar más entierros, con bastantes coches, y en ellos algunas personas conocidas, a quienes saludamos, alegrándonos de verlas vivas. Por las rondas descendían largos rosarios de carruajes en dirección a los distintos cementerios. A lo lejos se nos presentaba, como invitándonos a   —239→   vivir un poquito más, la loma de Madrid con cien cupulillas, bajo un cielo claro, transparente, bruñido. El sol lucía espléndido, y picaba bastante. De los árboles secos y desnudos no te diré que me parecieron esqueletos, ni que choqueteaban sus ramas con lúgubre son porque faltaría a la verdad. El día era de los más bonitos que se ven aquí, frío a la sombra, ardiente al sol, día que amenazaba la existencia con dos espadas paralelas: la pulmonía y el tabardillo.

Nos metimos en nuestros carruajes, y a Madrid. Mira tú lo que son las cosas: la imagen del pobre Federico, envuelto en la sábana y metido bajo tanta tierra no se apartaba de mi pensamiento; pero se iba quedando lejos, muy lejos, desvaneciéndose un poco a cada vuelta de las ruedas del coche. En el mío traje a Calderón y a la pobre Peri, que se había secado las lágrimas, y parecía más tranquila. Calderón es hombre indelicado e inoportuno, y creía sin duda que la mala reputación de Leonor le autorizaba para hacer burla de sus sentimientos, permitiéndose dirigirle 12 chirigotas de mal gusto en ocasión tan triste. «Dime, ¿estás todavía con el malagueño, o has vuelto con Guillermón?». Contestole ella con desprecio, y a mí, francamente, me indignaba la grosería de mi amigo y su falta de respeto hacia lo que siempre es respetable, hállese donde se hallare. Poco   —240→   hablamos durante el trayecto. Yo no hacía más que mirar a la Peri, contemplando con arrobamiento su rostro dolorido dentro del pañuelo atado a la chulesca. El insomnio y la tristeza la hacían más bella, o a mí al menos me lo parecía. No te oculto nada de lo que siento, aun sabiendo que tal vez te burlarás de mí. Por eso te digo que la mujer aquella me pareció interesantísima, y que me gustaba, sí, me gustaba; sentía en mí una propulsión misteriosa que hacia ella de la manera más espiritual me lanzaba. Mi dichosa impresionabilidad me iba armando ya una de esas tremolinas pasionales que tan comunes son en mí. No paraba mientes en la clase de mujer que es, no quise ver más que el sentimiento noble, puro y acendrado que mostrado había, sin mezcla alguna de afectación, y la admiraba con toda mi alma. Tras la admiración vino no sé qué respeto, sí, respeto, no te hagas cruces. ¿Por qué no hemos de dar a las cosas su nombre? Yo veía en ella un calor de sentimientos que me era muy simpático, y entráronme ganas de arrimar a aquel rescoldo mi existencia espiritualmente solitaria y aterida. «Leonor -le dije, cuando nos aproximábamos a su casa, en la calle de Preciados, después de haber dejado a Calderón en la suya-. Yo tengo que hablar contigo, y si me lo permites, ha de ser hoy mismo, ahora mismo. Te convido a almorzar. Iremos adonde tú quieras».

  —241→  

No sé si el móvil que me impulsaba a hablarle así era un vivo deseo de estar a su lado, o el propósito de interrogarla sobre ciertos hechos, referentes a Federico, que deseaba esclarecer, a fin de instruir con buenos fundamentos mi sumario. Creo que serían ambos móviles a la vez los que determinaron mi aproximación a aquella mujer. Aún le dije más: «Tú eres muy buena, Leonorilla, y yo necesito entenderme contigo sin tardanza; te necesito como amiga y como reveladora de ciertas cosas que deseo saber».

«No sé si podré -replicó sonriendo-. Ese debe de estar quemado, esperándome. Suba usted y almorzaremos juntos... o nos iremos a donde usted quiera... con tal que me dejen».

Subimos. En la casa no había ningún hombre, lo que a ella pareció contrariarla, y a mí me fue muy grato. La criada enteró a Leonor de todo lo ocurrido en su ausencia, y creí entender que alguien estaba hecho un veneno por ausencia tan larga. Habían salido en su busca... habían dado parte al alcalde de barrio. Leonor se reía. Quedeme solo en la sala, y desde allí la sentí trasteando en su gabinete; oí rumor de lavatorio, criada y ama rezongando. Pronto entró la chavala transformada en mujer elegante, con una bata preciosa y chinelas rojas.

«Supongo -me dijo- que usted desea saber algo de ese pobrecito...».

  —242→  

Se le humedecieron de nuevo los ojos, y sentándose junto a mí en la actitud más honesta, añadió: «Era, me lo puede usted creer, el primer caballero del mundo, y la persona más decente que había en Madrid».

Apoyé sus afirmaciones con un movimiento de cabeza. Después me sonreí al oírle decir esto: «El día antes sabía yo lo que iba a pasar. Eché las cartas, y en lo que esperas, salió el siete de espadas, muerte segura, con el dos de copas, sorpresa, por causa de la mujer de buen color...».

-¿Pero es posible que tengas fe en esas paparruchas?

-No me han fallado nunca. Sale siempre clavadito todo lo que rezan las cartas. Aquí estuvo el infeliz el día mismo del caso. No sé si debo contarle a usted lo que habló conmigo, que fue muy poco. Cuando el juez me cite saldré del paso con cuatro papas; pero con usted, si me da palabra de callarse, seré más franca. Federico y yo éramos amigos, pero amigos... no sé cómo explicárselo... vamos, que no teníamos nada, que no había nada entre él y yo... En otro tiempo, sí; nos quisimos; pero ya... Éramos lo mismo que los matrimonios viejos... Como ilusión, no la había... Le juro a usted que no me tocaba. Pero nos teníamos mucha ley, nos apreciábamos, y yo me aconsejaba de él, siempre que me veía en alguna situación mala, y él de mí.

  —243→  

-¡Él se aconsejaba de ti, de ti! ¿Cómo?... explícame eso... Pero vamos por partes y no nos aturrullemos. Claridad, orden ante todo. Lo primero que deseo saber, y tú podrás decírmelo, es si Federico tuvo grandes pérdidas en el juego estos últimos días.

-No, no, todo lo contrario. La noche antes ganó muchísimo dinero, pero muchísimo... Al juez le diré sobre esto lo que me parezca, lo que no comprometa el buen nombre del pobre difunto.

-Sí; pero a mí me dirás cuanto sepas, todo absolutamente. Yo te guardaré el secreto, Leonor, y seré tu amigo... amigo, como lo fue él.

-Dificilillo es eso -me dijo sonriendo con tristeza, y mirándose las uñas-. Habrían de reunirse muchos perendengues. Esto viene de muy lejos, señor mío. Yo podré, en un abrir y cerrar de ojos, prendarme de un hombre y él de mí, y querernos más o menos tiempo; pero una amistad como la que teníamos aquel y yo no es cosa de tres ni de cuatro días.

-Pues todo has de contármelo -repetí, devorado por la curiosidad-. Y pronto.

-No vaya usted tan de prisa... Y además, hay cosas que no sé si debo decirlas. Son muy delicadas, y si usted no las entiende bien, podría pensar mal de nuestro amigo. No todos comprenden bien lo que pasa. Hay cosas... cosas, ¿eh?, que parecen muy malas, y no lo son.

  —244→  

-Cierto; pero se me figura que yo entenderé todo lo que tú me confíes, y que la buena memoria de mi amigo no perderá nada por eso. Ahora, lo primero que has de decirme, y en ello sí que no puede haber aplazamiento, es lo que piensas tú de esta desgracia... ¿Qué ha sido? ¿Cuándo la supiste? ¿Qué dijiste al saberla? Nadie como tú le conocía a él; nadie como tú estaba al tanto de sus trapisondas... Tu opinión sobre esta muerte es de grandísima importancia, Leonor.

Al hacerle la pregunta, interrogaba yo también la expresión de su rostro. La vi compungirse y llorar de nuevo. Enjugándose las lágrimas, me respondió con voz entrecortada:

«No sé, no sé... pero para mí... A Federico le han matado... Eso de que se mató él... qué sé yo... me parece invención de la justicia para tapar la verdad. ¡Pobrecito de mi alma, tan bueno, tan leal, tan persona decente! ¡Maldita sea la muy pilonga que tiene la culpa!».

-¿Luego tú crees que aquí hay mano de mujer, o influencia de mujer?

-Crea usted que sí la hay... Si el juez me pregunta sobre esto, me haré la tonta, pero yo tengo acá mi idea, y no hay quien me la quite.

-¿Cuál es tu idea?... Yo quiero saberla...

-Hay mujeres muy remalas.

-Eso es verdad; pero lo que falta saber es qué remala mujer ha andado en esto.

  —245→  

Leonor dio un gran suspiro, se miró otra vez las uñas, lo que hacía siempre que meditaba, y por fin me dijo en voz queda:

«¿Para qué me lo pregunta, si usted la conoce mejor que yo?».

No quise pronunciar el nombre que flotaba en la confluencia de nuestras palabras. Tan sólo dije: «¿Federico te habló de esa mujer alguna vez, te dio cuenta de sus amores con ella?».

-Nunca, nunca -declaró la Peri con cierta dignidad-. Le juro a usted que nunca me dijo nada. Era tan delicado, que en esta casa jamás pronunció el nombre de las señoras que se chiflaron por él. Y cuando yo quería tirarle de la lengua, me lo negaba, crea usted que me lo negaba...

-¿Entonces, cómo sabías tú...?

-Lo sabía por otro lado; lo sabía... porque sí... como se saben muchas cosas.

-Bueno. Dejemos el origen de tu conocimiento. ¿Y en qué te fundas para creer que le mataron?

-Es corazonada... pero que no me engaño -respondió con acento convencido y picaresco-. Tan cierto es lo que pienso como este es día... Yo me guardaré mi idea. No quiero confiársela a nadie.

-¿Ni a mí tampoco?

-¿Para qué? No hemos de poder probarlo. Si hablo de esto, podrían vengarse de mí.

  —246→  

-Bueno, pues dime una sola cosa, una sola, y no te pregunto más. ¿Crees tú que Federico murió a mano de hombre?

-Claro; de hombre...

-Me basta.

Te refiero este diálogo, del cual poca sustancia sacarás, para que comprendas la confusión de mis ideas. No quise insistir en mi interrogatorio, y como las necesidades corporales, por lo avanzado de la mañana, se nos impusieran, a entrambos se nos ocurrió que nada es tan inconveniente para los altos fines humanos como pasarse todo un día sin almorzar. Nuestra pena misma exigía la reparación orgánica, y hasta el intrincado problema que nos inquietaba pedía fuerzas materiales para ser tratado con la debida entereza y formalidad. Porfiaba ella en que almorzáramos allí, yo que en el restaurant. Venció por fin el sexo débil, y pasamos al comedor. ¿Acabaré de ser sincero contigo? Pues sí, ¿por qué no? Aquella mujer me tenía fascinado; ante mí se agigantaba no sólo por su belleza, sino también, y más quizás, por no sé qué aureola moral que mi mente voluntariosa veía o quería ver en ella. Nada, hijo de mi alma, que estaba yo enamorado... no retiro la palabra, enamorado de la Peri, y deseando manifestárselo; y has de saber también que lo que en mí sentía era muy por lo fino, algo de galantería caballeresca y sentimental   —247→   que me andaba por dentro como lucida procesión, y... no sé qué más decirte.

Dejo la conclusión para otra carta, porque estoy fatigadísimo, y no puedo concluir sin llenar un pliego más. Hasta mañana.



7 de Febrero.

¿Creerás tú que el almuerzo acabó en bien, que mi fascinación llegó a su apogeo, y que con el estímulo de los manjares y bebidas, me lancé a manifestar mis sentimientos, y alcé los amantes brazos y cayó en ellos la Peri, pagándome mi respetuosa afición con otra de la misma calidad o quizás menos pura? ¡Quia, no seas tonto! Si te has creído esto, bórralo de tus papeles. Ambos estuvimos muy desganados de todo, muy tristes. Advierte ahora, en lo que vas a leer, de qué manera se enlazan en la vida las cosas tristes con las cómicas, y cómo nuestros propósitos y la realidad andan o suelen andar a la greña.

No habíamos concluido nuestro almuerzo, el cual, dicho sea entre paréntesis, fue bastante irregular, como hecho en casa no muy bien regida, cuando vino a torcer el rumbo de mis alambicados pensamientos la brusca entrada   —248→   de un sujeto conocido en el mundo de la galantería con el remoquete de el pollo malagueño. Supongo que no irás a buscar esta celebridad en el Vapereau, en el Larousse, ni en ninguna otra enciclopedia. No la busques porque no la encontrarías, lo que no quita que sea celebridad incontestable, al menos aquí, y que le conozcamos todos, unos de vista, otros de trato, como yo, por desgracia. Te presento a este chulito de buena familia y mejor sombra, un poco torero, un poco aristócrata, un poco borrachín, tan ligero de palabras como torpe de entendimiento, guapo, eso sí, aunque afeminado, pies y manos de mujer, el cuerpo muy espigadillo, el pelo sobre la oreja, y un bigotito que parece de seda negra, los ojos como soles; hombre, en fin, a quien yo, siempre que le veo, daría de buena gana dos patadas en semejante parte, y te juro que no se las di en aquella ocasión por respeto a la que no vacilo en llamar... ríete, hombre, ríete hasta mañana... dama de mis pensamientos.

Pues señor, lo mismo fue entrar el tal pollo que... ¿Crees que se armó una gran marimorena, que la Peri y su amante se enzarzaron de palabras, que luego el chulo y yo nos liamos, y...? No, hombre, ten paciencia; no hubo nada de esas trigedias que en lenguaje filosófico se llaman broncas. Me parece que Leonor le saludó con un ¡hola, perdis!, ¿ya estás aquí? Pero no estoy   —249→   seguro de si dijo esto, o simplemente ¡válgame Dios, lo que está aquí! En la duda no apuntes nada, no sea que después, en las edades futuras, armen los historiadores un cisco por dilucidar los verdaderos términos de esta importante salutación.

De lo que sí no me cabe duda, y esto puedes consignarlo con toda solemnidad, es que Pepe Amador, que tal es su nombre, llegose a su querida, e hizo ademán de darle un sopapo, en broma se entiende, con actitud entre cariñosa y enojada, rebuznando así: «¡Mia que too un día y toa una noche! ¡Pamplinosa...!, ¿pa qué esos papeles, si tú no eras na del cadáver?».

Leonor se dejó acariciar de aquel gaznápiro, y volviéndose a mí me dijo: «Vamos, dígamelo usted con franqueza. ¿No es un disparate que yo esté tan chalaíta por este animal?».

Iba a contestarle que, en efecto, el disparate era de los más gordos; pero no dije nada. Amador me saludó de un modo servil, con extremos de amistad, a que yo nunca había dado pie, porque el tipo me repugnaba. No manifestó en aquel instante la más ligera inquietud por mi presencia, y creo que aunque hubiera tenido celos de mí, se habría guardado muy bien de manifestarlos. Sentose el chulapo junto a ella, y pronto empezaron a ponerse babosos, lo que me enfadó sobremanera. No comprendía yo, ciertamente, que una mujer de mérito... digo   —250→   de mérito y no me vuelvo atrás, porque todo es relativo en este mundo... pues sí, no comprendía que una mujer de calidad amase a semejante gandul. En las ternezas y recriminaciones que ella le dirigió, creí notar confundidos el cariño y el desprecio. Analiza esto, hombre sesudo; si no te causa empacho. Yo te diría algo sobre el particular si tuviera humor para entretenerme en tales tontunas. Ya comprenderás que no me haría maldita gracia el gorro que intentaban ponerme aquel par de peines, y quise retirarme. Leonor se opuso, diciendo a su chico que tuviera formalidad.

Y ahora, procediendo con esa lógica que los sabios llamáis inflexible, creerás sin duda que ante el amor de la Peri por aquel tipejo, ante el espectáculo de las gansadas de él y de las zalamerías de ella, me desilusioné de golpe, y que súbitamente, me repugnó la que antes me parecía tan seductora. Crees esto, ¿verdad? Pues no señor, no fue así. Esas son las lógicas de los trataditos de Ética: las del humano corazón suelen ser ¡ay!, muy distintas. Te diré, pues, que contraviniendo toda ley escrita, la chavala siguió atrayéndome y fascinándome, y sus debilidades manifiestas no me quitaron la ilusión de aquel extraño resplandor moral que creí ver en ella. Esto te parecerá un ciempiés13; pero como es te lo cuento, y con la realidad no se gastan bromas.

  —251→  

Despedime dos o tres veces, y otras tantas Leonor y su querindango me retuvieron. En una de estas el muy tonto se permitió dar su opinión sobre el suceso del día, contándonos lo que había oído en la esquina del Suizo, en la Taurina y en otros centros de instrucción y cultura. La versión recogida por Amador no podía ser más extravagante. Federico había sido muerto por Orozco.

«¡Qué barbaridad -le dije-, si Orozco estaba aquella noche en las Charcas...! Me consta».

-Pues un amigo mío -replicó el chulo con la seguridad de la barbarie- me ha dicho que vio a D. Tomás a las once de la noche, en una calle que desemboca en el propio lugar del crimen. Iba bien embozado en su capa, con otro chavó. ¿Y esa?

Yo me reí. La Peri también se rió, aunque con afectación notoria, como intentando encubrir su pensamiento. No quise entrar en discusiones sobre punto tan delicado, y me retiré, prometiendo a Leonor que volvería a charlar, con ella, cuando pudiese consagrarme un rato largo, pero muy largo. Convinimos en que me fijaría sitio, día y hora, y me marché por esos mundos de Dios en busca de las impresiones públicas y callejeras que no habían de faltar.

En las tres o cuatro partes a donde fui no se hablaba de otra cosa. Fácilmente comprenderás que un asunto de tal naturaleza, formado [de misterio y escándalo, ha de excitar vivamente la chismografía de la raza más chismográfica del mundo; raza dotada de fecundidad prodigiosa para poner variantes á los hechos y adornarlos hasta que no los conoce la madre que los parió; raza especialmente artista y plasmadora, que crea casos y caracteres, formando una realidad verosímil dentro y encima de la realidad auténtica. Ante un suceso de gran resonancia, todo español se cree humillado si no da sobre él su opinión firme, tanto mejor cuanto más distinta de las demás. Oí, como puedes figurarte, explicaciones razonables; otras novelescas, aunque dotadas de esa verosimilitud propia de las obras de imaginación escritas con talento; algunas estrafalarias, pertenecientes al género de entregas, de esas que, llenas de chafarrinones, se te meten por debajo de la puerta. Todo lo oí con paciencia y atención, pues hasta los mayores desatinos deben, en casos tales, oirse y sopesarse para obtener la verdad. Personas encontré que se cebaban en el asunto con brutal fiereza, ávidas de hincar el diente en reputaciones hasta entonces intactas; otras que se inclinaban á lo más atroz, arriesgado y pesimista, y alqunas que, gustando de tomar el simpático papel de la sensatez entre tanto delirio, proponían las versiones más anodinas y triviales; pero en honor de la verdad, debo decirte que éstas hacían pocos prosélitos. La multitud se iba tras los que arbolaban estandartes rojos y llamativos, con algún lema muy escandaloso; tras los que anunciaban sus tesis con tambor y cornetín como si exhibieran un fenómeno en las barracas de una feria. De todo esto, querido Equis, he de darte cuenta detallada, cuando yo esté más sereno, y tú menos harto de mí.

Despénsame que no siga ésta; pero ya ves que el día ha sido de prueba; júzgalo por el índice que a la carrera te trazo, y que parece el sumario de un capítulo de causa célebre: Autopsia.–Entierro.–Mi pasión por la Peri.–Almuerzo en casa de ésta.–Amador.–La opinión pública o la confesión de las opiniones.–Abur, y date buena vida, que esto es lo único que se saca en limpio en nuestro breve tránsito por el más malo y el más tonto de los planetas.

XXXII

9 de febrero

Hoy, amigo mío, tengo que contarte algo muy importante; y como vivimos en plena atmósfera novelesca, porque cada quisque, con motivo de este suceso, inventa, zurce y enja]14   —254→   reta argumentos más o menos aceptables, se me ha pegado algo del amaneramiento artístico, y aspiro a excitar en ti el interés de lector, contándote los hechos sin seguir la serie de los mismos, esto es, empezando por el medio, para caer luego en el principio y saltar de este al final, concluyendo tal vez con vaguedades, interrogaciones o puntos suspensivos en que haya conjeturas para todos los gustos.

Pues verás: mi padrino me mandó llamar ayer. Supuse que quería tratar conmigo del trágico fin de Viera, y así fue. Nunca he visto al buen Cisneros como ayer le vi. Se distraía, se le iba el santo al cielo a cada instante. Visibles eran sus esfuerzos por disimular una turbación hondísima; pero no podía conseguirlo. Se encasquetaba la burlona máscara, que sabe usar como ninguno cuando le place; mas ni por esas. La turbación le salía por los ojos en destellos fugaces, por la boca en monosílabos y expresiones entrecortadas.

«Es una indecencia la opinión en este país -me dijo temblando de ira-. No respetan nada... Esto es un escándalo».

Enseñome varios periódicos que daban cuenta del crimen, haciendo alusiones veladas a la familia de Orozco.

«Es cosa de ir y romperles la cabeza a esos miserables».

-Poco a poco, D. Carlos -le respondí-.   —255→   Estas cosas que antes eran la más sabrosa golosina de usted, ¿por qué ahora le enfadan tanto?

-¡Oh!, no, no; si yo no niego que la sociedad está pervertida; que todo lo malo, por el solo hecho de ser malo, es verdad -indicó recobrando su papel-; pero si cojo a uno de esos periodistas, tendría mucho gusto en darle un estacazo... Conste que yo sostengo lo que siempre sostuve. Pero no confundamos las cosas. Si al tronera de Federico le da la vena de matarse, ¿tiene esto algo que ver con mis hijos? Ya sabes que no tengo cariño a Orozco; pero eso no quita para que... En fin, que me da la gana de indignarme con estas infamias, y no sé cómo tú no te indignas también. ¿Eres o no eres de la familia?

-Yo comprendo que usted se sulfure -le dije-, y por eso ha tenido ayer una conferencia de dos horas con el juez que instruye la causa.

Esta noticia del juez, adquirida y comprobada por mí el día antes, es el resorte que, debiendo ser expuesto al principio, reservaba yo para encajártelo al promedio de mi entrevista con Cisneros. Con este recursillo pensaba yo construir artísticamente la narración para jugar con tu curiosidad; pero, chico, se me ha escapado antes de tiempo, y yo no borro nada de lo escrito. En rigor debo preferir el orden lógico del relato a las triquiñuelas del oficio narrativo, que no son para usadas por aprendices.

  —256→  

Pues bueno. Cuando le encajé a mi tío lo del juez, se le descompuso la cara y montó súbitamente en cólera, diciéndome:

«Y tú, ¿qué sabes de eso? Mira, mequetrefe, te echo de mi casa, y no vuelves a poner los pies en ella. Veo que en ti no hay sentimientos honrados. Has dicho un embuste, una tontería, una estupidez; sí señor».

No sé las atrocidades que de su boca salieron; pero no negó que hubiese conferenciado con el juez. ¿Y cómo negarlo? Había perdido por completo la serenidad, y yo la conservaba. Iba y venía agitadísimo, de un ángulo a otro de la habitación, recogiéndose los faldones de su bata arqueológica. A lo mejor, el enfurecido viejo daba puñetazos en todo lo que cogía por delante, fuera cofre, vargueño o mesa de mosaico. Fíjate en lo que decía:

«Llegará ocasión, si seguimos así, en que no pueda uno salir a la calle. Esto da náuseas. ¡Cuánta inmundicia en esa opinión! ¿Pero qué opinión ni qué...? Decididamente, yo le rompo el bautismo a alguien... lo que no quiere decir, entiéndelo bien (parándose ante mí y amenazándome con el puño), que yo crea que el mundo es bueno. Manolo, créeme, vamos a un cataclismo. La sociedad no puede seguir así. Sus bases, las célebres bases de que hablan tanto esos papeles inmundos, hacen crac, crac. El matrimonio se hunde, las instituciones políticas   —257→   y religiosas se desmoronan. ¡Ejército, Iglesia, Magistratura, pilares podridos que sólo aguardan un encontronazo para caerse! Sí, Manolo, Manolito, tiene que venir un mundo nuevo... pero lo que digo, aunque sé que ese mundo nuevo ha de venir, y vendrá, no lo dudes, por el momento yo tengo ganas de dar un par de guantadas a esos que hablan de lo que no les importa, a los que acusan a las personas formales de crímenes ilusorios... Por lo mismo, hombre, por lo mismo que la sociedad está haciéndose polvo, quiero yo desahogarme... ¡Ah!... ¡qué tropa, hijo!... ¡Cuidado que permitirse reticencias contra mi adorada Tinita!... ¡Vamos, esto es el colmo de la desvergüenza y de la...! Por supuesto, yo reconozco que el mundo es un presidio esférico. El pecado, el mal son su dueño absoluto; pero la honradez y la pureza existen, ¿pues no han de existir? Hombre, aunque sólo sea como término imprescindible de comparación. Pues bien, yo te digo que estas atrocidades que cuentan ahora de la familia Orozco, son injustas y calumniosas... Yo estoy que trino; y si quieres que tu padrino te quiera, sal por ahí, y al primero que te suelte una alusioncita le rompes todas las muelas».

-Amigo D. Carlos -le dije-. Yo creo que debemos callarnos, pues ignoramos la verdad.

-Manolo, eres un cobarde... y tendré que arrojarte de mi casa.

  —258→  

-Me marcharé, si usted se empeña; pero no sin decirle que la versión judicial respecto a la muerte de Federico me parece absurda.

Aquí viene bien indicar que aquella mañana misma me dijo el escribano que de la sumaria no sale nada en que se pueda fundamentar el homicidio. La justicia opina que Federico se dio la muerte a consecuencia de grandes pérdidas en el juego. Las diligencias continúan, sí, pero encarriladas ya en una dirección de la cual no se desviarán.

«¿Y en qué te fundas tú -me dijo Cisneros plantándoseme delante con aire jaquetón- para creer que la versión judicial es absurda?».

-En que me consta que Federico no tuvo pérdidas en los últimos días, sino grandes ganancias.

-Quita allá tonto. Pues cualquiera prueba que hubo esas ganancias. Y aunque las hubiera... ¿qué significa eso? Vaya una manera de argumentar.

Sin duda estaba el buen señor enteramente trastornado, o a dos dedos del trastorno, porque de improviso mudó de acento y de expresión, y echándome el brazo al cuello, me dijo:

«Ven acá, tontín, carísimo ahijado mío... ¿Para qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué averiguaciones son esas sin contar conmigo, que tengo más arte del mundo que tú? Entendámonos, y obremos de común acuerdo.   —259→   De ti para mí, podemos comunicarnos nuestras impresiones. Lo que tú sepas, lo que pienses o sospeches acerca de esta tremenda chiquillada del pobre Federico, confíamelo a mí, y yo con mi experiencia te daré la pauta lógica de los hechos. Cuéntame lo que hayas oído por ahí. ¿Te ha dicho algo la Peri? ¿Qué se habla en el Casino y en la Peña de los Ingenieros? Yo quiero saberlo. Es que... te diré; me gusta enterarme de los diferentes aspectos de la malicia humana, de todas las enfermedades de la opinión, porque la opinión es una pura gangrena, ¿sabes?... Mala es la sociedad; pero la opinión, hijo mío, esa gran charlatana, merece ser tratada como la última de las mujerzuelas».

Nunca lo había visto tan fuera de su centro. En él luchaban las ideas que constituyen lo más típico y lo más agradable de su personalidad con la obligación de aplicar a un hecho real, criterio distinto del que siempre usa; luchaba también en su ánimo el afán de conocer la verdad con la vergüenza de ver mezclado el nombre de su hija en aquel drama incomprensible. El traqueteo de esta lucha; los brincos que daba su ingenio enzarzándose con su conciencia; los chillidos que a veces salían de lo más hondo de esta; las ansias de la curiosidad; los bramidos del orgullo, queriendo sostener la idea pesimista por encima de todo, producían un zipizape espiritual que me hizo   —260→   muchísima gracia. Créelo; me costó trabajo no echarme a reír, pues a veces se me representaban los sentimientos y las ideas de mi padrino como gatos que se arañaban y se mordían en furiosa reyerta. Llegué a creer que le daba un ataque de nervios, porque el pobre señor, en aquel ir y venir, parecía que bailaba o que hacía volatines. Procuraba yo tranquilizarle, y al fin conseguí que se tendiera en un sofá. Al cambiar de postura, varió de tono. Habías de verle y oírle:

«Te confesaré una cosa: tengo un amargor en el alma que me atosiga. Yo sigo en mis trece: la Humanidad es esclava del mal; pero francamente, no me gusta que mi nombre ande en bocas de la caterva maliciosa. Me has de contar todo lo que oigas, aunque sea de lo más insolente y desvergonzado. Después ¿sabes lo que hacemos tú y yo?, desafiar a medio Madrid».

-¡Ave María Purísima!

-Es que yo, aquí donde me ves, tengo el punto de honor muy delicado, y no aguanto que nadie me toque al pelo de la ropa. Estoy furioso; quiero emprenderla con alguno, dar un recorrido al que me contradiga, hacer cualquier atrocidad. ¡Si me parece que he vuelto a los veinte años, a la edad valiente en que yo cobraba el barato entre los muchachos de mi taifa!

Quería levantarse. Yo le contuve, diciéndole:   —261→   «D. Carlos, no sea chiquillo. Yo le contaré a usted todo lo que oiga. Pero advierta que la mayor parte de lo que se dice es pura necedad, novelas que cada cual compone a su gusto para reunir un público de tontos que las escuche y las aplauda».

-Bien, bien... así me gusta que te expreses... porque, francamente, cuando empezaste a hablar conmigo esta tarde, me pareciste inclinado a creer todas esas bolas que corren. Por eso quise echarte de mi casa. Me alegro de verte de acuerdo conmigo. Tú y yo pensamos lo mismo; tú y yo opinamos que la titulada Humanidad es un atajo de pillos; pero en el caso presente rechazamos las suposiciones malévolas y nos indignamos... ¿Verdad que estás indignado, hijo mío? ¡Ay!, hace dos noches que no pego los ojos, impresionadísimo, devorado por el despecho y la curiosidad... Mira, te lo diré con franqueza: deseo conocer la verdad, y temo conocerla. Es que no puede uno ser de roca, aunque quiera. Yo, que presiento la destrucción de la actual sociedad en un plazo más o menos largo, pero no en mis días, en mis días no; yo, que difícilmente admito móviles puros en la mayor parte de las acciones humanas, no soporto que anden por los suelos mi nombre y el de mi Tinita... Ya tú me entiendes. Esto es una calumnia, una asquerosa calumnia, y no debemos consentirlo.

  —262→  

-Mire usted, padrino -observé yo-, si no poseo la verdad, trato de poseerla. Le juro a usted por mi salvación que si doy con ella, la tendrá usted, por dolorosa y amarga que sea.

Su primer impulso fue darme un fuerte abrazo; pero después le vi palidecer y fruncir el ceño, y me dijo con voz muy grave:

«Tú me contarás todo lo que oigas; pero no hagas averiguaciones; no revuelvas, no menees esto».

-Pero ¿qué mal hay en perseguir la verdad, la santa verdad, tío?

-La santa verdad, hijo de mi alma, no la encontrarás nunca, si no bajas tras ella al infierno de las conciencias, y esto es imposible. Conténtate con la verdad relativa y aparente, una verdad fundada en el honor, y que sacaremos, con auxilio de la ley, de entre las malicias del vulgo. El honor y las formas sociales nos imponen esa verdad, y a ella nos atenemos.

Dicho esto me abrazó de nuevo, y casi al oído me dijo estas palabras:

«No averigües nada, ni te metas a buscador de la verdad absoluta, que no encontrarás. El juez es hombre recto y muy amigo mío, y nos dará la solución. Tú la aceptas, la propalas, y al que te diga algo contra ella, le divides. Tose fuerte, y tendrás siempre razón. Y ya que nos hemos explicado, te confesaré que el juez y yo hablamos. Es amigo mío y me debe su carrera,   —263→   porque conociendo su mérito, le saqué de Valoria la Buena, donde estaba obscurecido, y le llevé a Zamora, y de Zamora me le traje acá. No vayas a creerte que he ejercido presión sobre él. Es hombre de ideas lúcidas y de puntos de vista muy elevados. Bien sabe que no mediando perjuicio de tercero, la mayor de las injusticias es arrojar inútilmente la ignominia sobre una familia respetable».

Yo quise objetar algo, y noté que se enfurecía. «Cállate la boca -gritó-. No admito observaciones tontas... Mira que te echo de mi casa. Tú no lo quieres creer; pues te arrojo, te pongo de patitas en la calle, como tres y dos son cinco».

No me atreví a contrariarle, temeroso de que le diera un berrinche de consecuencias funestas para su salud, y en pago de mi silencio, me abrazó con paternal efusión, y me palmeteó bien las espaldas, llamándome su hijo querido, y asegurando que soy la persona de la familia a quien más ama. Me habría gustado que presenciaras la escena, pues yo no puedo darte idea de las marrullerías de este viejo zorro. Ahora me acuerdo de que en una de tus cartas me dijiste que la figura de Cisneros te parece creación mía; que dejándome llevar de la fiebre narrativa y del natural deseo de cautivar a quien me lee, he pintorreado los rasgos y perfiles de la fisonomía moral de este individuo,   —264→   haciendo una figura de realidad artística, pero no un verdadero retrato como esperabas de mí. No, querido Equis, te juro que es retrato. No te mueva lo extraño de la silueta a dudar de su parecido y autenticidad. Piensa en las variedades infinitas que atesora la Naturaleza, en la abundancia de sus inagotables colecciones, donde así la fauna como la flora te ofrecen formas nuevas cada vez que las examinas. No es Cisneros invención mía, ni yo invento nada. ¿Y qué iría ganando yo con meterme a plasmador, aunque hacerlo pudiera? Siempre me quedaría muy lejos de la realidad. ¡Esa sí que inventa, y con qué garbo! ¡Qué cosas nos enseña, y qué sorpresas nos da! ¡Lo que sabe esa pícara! Para comprender su maestría fecunda, ponte a hacerle la competencia y suelta las riendas a tu imaginación; dedícate a fingir, por ejemplo, tipos de plantas, variedades de animales. ¿A que te cansas antes de llegar a la millonésima parte de lo que ya existe, y desesperado tiras los trastos de imaginar? Pues lo mismo te pasaría en el inmenso capítulo de la psicología y los actos humanos. Échate a componer caracteres y acontecimientos, y verás cómo te quedas corto, muy corto. ¡Trabajo inútil y necio, cuando la realidad te los da siempre vivos y verdaderos, y siempre nuevecitos! La invención realmente práctica consiste en abrir mucho los ojos y en acostumbrarse a ver   —265→   bien lo que entre nosotros anda... No sigo, porque ahora me acuerdo de que tú y yo solemos tronar contra las consideraciones, y estas que haciendo estoy son quizás de las más soporíferas.



10 de Febrero.

Sigo la de ayer, que aunque bastante larguita y pesada, iba incompleta. Contábale yo a mi tío alguna de las desatinadas hipótesis que había oído, cuando entró Malibrán. Comprendiendo yo que mi presencia les contrariaba y que querían hablar a solas, aparteme, y les vi de gran secreteo durante un mediano rato. No llegó a mis oídos ni una sola sílaba, ni intenté atraparla tampoco. Que hablaron del suceso de autos, era indudable. Malibrán se expresaba con la vehemencia oficiosa de una persona que, por propia iniciativa o por encargo, se ha impuesto la misión de arreglar un asunto de difícil compostura. Cisneros oía y como que dictaba un plan. Creí que después de esto, Cornelio saldría a la calle; pero no fue así. Mi padrino parecía cansado y soñoliento. Le dejamos en el sofá, y nos fuimos a un gabinete próximo, donde el diplomático se puso a ver carteras de   —266→   estampas. Yo hice lo mismo, y trabamos conversación, empezando él por darme un curso instructivo de Alberto Durero, Lucas de Leyden, Holbein y otros maestros, y te confieso que le oía con gusto, porque se sabe al dedillo la historia del grabado en talla dulce y del agua fuerte, y la explica con amenidad y lucidez.

Cuando ya me pareció que habíamos hablado bastante de aquellas materias, metí el embuchado del tema que tratar quería, y le dije: «Vamos a ver, amigo Malibrán; usted, como todo el mundo, habrá formado su opinión sobre este lío. Dígamela usted con sinceridad, si no es indiscreción el desear saberla».

-¡Oh!, no, indiscreción de ninguna manera -me respondió sereno y afectuosísimo-. Mi opinión es bien clara, y no la oculto a nadie. Desde el momento en que Orozco y yo recibimos la noticia, en las Charcas, tuve una idea, y después de llegar aquí y de oír tanto disparate, no la he variado en nada. Creo que esto es sencillamente un suicidio por insolvencia, por no poder cumplir obligaciones contraídas en el juego, ofuscación del ánimo cuyo origen hay que buscar en un sentimiento bravío del honor y de la responsabilidad.

-¿Y no cree usted que...?

-¿Mujeres?... ¿La novela cursi que anda por ahí...? Por Dios, amigo Infante; considere usted que a nosotros nos corresponde juzgar estas cosas   —267→   con un criterio racional y no con el de la patulea. Me parece que debemos rechazar la fábula vergonzosa, que además de ser inverosímil va contra la reputación y contra el honor de amigos muy queridos.

Puesta la cuestión en este terreno, no tenía yo más remedio que otorgar callando, y aun dije alguna frase ambigua en defensa de nuestros amigos. Sorprendiome la actitud de Malibrán, circunspecta hasta dejárselo de sobra, y amoldada a las formas diplomáticas, conforme al papel que tan bien sabe representar en el mundo. No me habría sorprendido semejante actitud si no me constara que un día antes había lanzado, en casa de San Salomó, una de las variantes más novelescas y estrafalarias del tenebroso drama. No me habría sorprendido si no supiera, como sé, que noches antes del suceso, Malibrán se dejó en decir en casa de la Peri, delante de varios amigos excitados por el Champagne, que había descubierto el nido de amores de mi prima Augusta, y que sabía quién era él, aunque se reservó su nombre.

Pero en rigor, nada debía cogerme de nuevas tratándose del carácter de un sujeto, cuya falsedad y doblez se me revelaron bajo las exterioridades más cultas. Sin duda, tras un rapto de malevolencia manifiesta, había vuelto sobre sí, encerrándose en su papel social; sin duda, causado el daño que se propuso, había vuelto a   —268→   vestirse la piel de cordero, dentro de la cual tan bien resuelve los problemas de la vida. Mi padrino y él se entienden de seguro, y manejan los hilos de la trama ocultadora.

Hablamos algo más, esforzándose él en demostrarme la necesidad de sofocar en lo posible el alboroto de las murmuraciones. Mira lo que saqué en limpio de aquel coloquio: que Malibrán aspira a hacerse grato a mi prima, abrazando su causa con ardor y defendiéndola con la donosa fraseología que posee el muy tuno. Seguro estoy de que sacas de los hechos expuestos la misma deducción que he sacado yo.

Pero espérate ahora, que voy a contarte otra cosa que te sorprenderá. De repente sentimos que mi padrino, desde la estancia próxima, nos llamaba: «Eh, pollos, que me tenéis aquí solo y abandonado». Suele llamar pollos a todos los que no son de su edad. Comimos con él, y de buenas a primeras, como quien continúa en alta voz un monólogo, nos dijo riendo: «Por supuesto, yo estoy siempre en que ese yernecito que Dios me ha dado, ese Orozquito, es un buen punto...».

-No estamos de acuerdo, D. Carlos; ya sabe usted que yo... -apuntó Malibrán, firme en su papel.

-Amigo mío, usted se me va siempre del lado benévolo. Debe usted dedicarse a escribir vidas de santos, lo mismo que este tontín de   —269→   Manolo, que sostiene que a Tomás debiéramos ponerle en los altares. ¡Qué inocencia! Si es el pillo más grande que... vamos... Extraño mucho que no lo comprendáis así. Si tocan a hacer santos, ahí está mi hija, que no es floja virtud querer a ese jesuitón como le quiere...

-La canonizaremos -afirmó Malibrán, con una sonrisa que me dejó helado, pues había en ella el sarcasmo más sutil que imaginarse pueda.

-Sí, canonizádmela -repitió Cisneros levantándose-. ¡Pobre Tinita mía! Cuánto debe padecer con estas infamias...

Malibrán y yo nos miramos sin decir nada; pero se me figura que él leyó en mis ojos mi pensamiento, como yo leí el suyo en los de él.

Y basta por hoy. Me parece que tienes para meditar un rato.



12 de Febrero.

Prepárate para oír las versiones del drama ocurrido en el solar del polvorista, que así, según supe después, se llama el sitio donde apareció muerto nuestro amigo. No cuento todo lo que la fantasía popular nos regala, porque sería   —270→   tarea interminable; te doy sólo las variantes que más aceptación tienen en los corrillos chismográficos, algunas corriendo con el crédito que le dan labios de reconocida autoridad en el arte de la maledicencia; otras desacreditadas, pero no por eso mal recibidas. La primera que te endilgaré es la que oí en la Peña de los Ingenieros, y se funda en datos suministrados por aquel viejo zorro de quien te hablé en una de mis cartas, ¿no te acuerdas?, el que me aseguró haber visto salir a Augusta de cierta casa, en la cual no debía de entrar con buenos fines. Roguele me dijese cuanto supiera, y por fin me designó la casa, aunque no podía hacerlo del piso. Es una de las del paseo de Santa Engracia, próxima al solar del polvorista. Del portal al vertedero, habrá unos sesenta pasos míos. Esta mañana hice mis pruebas topográficas sobre el terreno; pero te advierto que estas pesquisas son para mi uso particular, pues la primera condición que me puso el señor aquel para clarearse conmigo, fue que no había de llevar ningún dato a las diligencias judiciales.

Vale más que te dé un breve extracto de sus propias palabras: «Mire usted, amiguito, yo no quiero meterme en líos, ni delatar a nadie. Si se tratara de un asesinato por robo, yo sería el primero en ayudar a la justicia con los indicios que tengo; pero en una desgracia ocasionada   —271→   por amores clandestinos, en una tragedia íntima, de estas cuyos factores son la pasión, los celos, el sentimiento exaltado de la dignidad y el honor, creo yo que no debe intervenir la acción de los ciudadanos. Por tanto, las noticias de la casa, que para mí son de una autenticidad incontestable, porque no una sino varias veces he visto entrar en ella a esa señora y a su amante (que de Dios goce), se las comunico a usted para que se vaya ilustrando; pero ello ha de quedar entre nosotros, porque si usted tiene la debilidad de llevar este dato al juez, y el juez me llama, negaré yo la referencia y le dejaré a usted por mentiroso. Hablando en plata, creo que el poder judicial hace bien en no apurar la investigación de estos asuntos de amor y celos, porque las querellas y zaragatas por la posesión de una hembra, están, como el duelo, por cima de las leyes, dígase lo que se quiera. No extrañe usted que, cuando ocurre un caso como el de su amigo, sobre todo si el muerto pertenece a las clases principales, resulte que es suicida por lances de juego o por arrebato de locura. Bien sé que la solución no satisface a la justicia estricta; pero me parece que el camino derecho produciría mayores males, por aquello de summum jus summa injuria.

Diome qué pensar la opinión de aquel sujeto, que reforzaba sus argumentos con sus canas, pues bien se le conoce que es hombre de   —272→   consumada pericia y de erudición enciclopédica en todos los ramos de fragilidades humanas. Respecto al hecho, lo reconstruye de este modo: «Orozco tuvo noticia de la infidelidad de su mujer y del lugar donde podría comprobarlo por sus propios ojos. Presentose allí en la noche del primero de Febrero». Le interrumpí para hacerle ver que esto era imposible por hallarse Tomás en las Charcas; y él, echándose a reír, me dijo: «No sea usted inocente. Las coartadas se preparan con habilidad cuando se tiene empeño en ello, y lo que ha habido es el recurso vulgarísimo de fingir un viaje, despidiéndose y quedándose. Para mí, Orozco les sorprendió y no tuvo valor para matar a su mujer. Hirió al infeliz Viera, disparándole a quemarropa. Esta primera herida es la del costado, mortal, aunque no inmediatamente. El herido pudo huir. Acosado por el agresor, y cuando ya estaba caído y exánime, recibió el segundo balazo, el de la cabeza, con el cual quedó rematado.

El aspecto de verosimilitud de esta hipótesis no ganaba mi ánimo, lleno de dudas acerca de la participación de Orozco. Cierto que por grandes que sean la virtud de un hombre, su prudencia y suavidad de costumbres en los actos corrientes de la vida, no podemos responder de que ese mismo hombre, movido de los celos y hostigado por el mayor ultraje que a su dignidad puede inferirse, no se transforme de   —273→   pacífico en vengador. El conocimiento del carácter de una persona nos puede dar la norma de su proceder probable en todas las situaciones sociales, menos en aquellas que se derivan de la pasión amorosa, los celos o el honor. Tratándose de la situación creada a un hombre por estos grandes móviles, no podemos responder de que sus actos se contengan en un límite fácil de trazar. Se vuelve fiera irresponsable, y todas las prendas que constituían su personalidad en la vida ordinaria, se eclipsan y se desvirtúan. Pues a pesar de esto, y de la posibilidad de la exaltación homicida de Orozco, yo no entro con ella. Mi entendimiento la repugna. Qué quieres que te diga; no veo, no puedo ver a Orozco, revólver en mano, persiguiendo a su enemigo. Ello podrá ser; pero yo no sé reproducir el acto en mi mente, no acierto a figurarme la cara ni la actitud trágica de un hombre a quien he visto ayer mismo ostentando una serenidad y un reposo de ánimo que... vamos, que no pueden en manera alguna ser obra de la hipocresía, y sostengo que no hay histrionismo en grado tal de perfección.

En la misma Peña corría otra variante, en la cual Orozco no figura sino como impulsor del crimen, por medio de un asesino mercenario. Este esperó a Federico cuando salía, y pim pam. El principal sostenedor de esta historieta asegura que un amigo suyo, al pasar a las nueve   —274→   de la noche por la bocacalle que da ingreso al vertedero, vio a un hombre de mala traza, y que a las diez le volvió a ver. Esto del matador pagado me parece todavía menos aceptable. Que Orozco matara, puede ser, aunque yo no siento el acto, ¿me entiendes?, no hay en mi ánimo ese movimiento íntimo de fe que nos lleva a la convicción. Pero lo de comprar un asesino me parece contrario a toda lógica. Orozco no es capaz de eso.

Completaré estas noticias diciéndote que he tratado de hacer hoy, en la que llamaremos casa del crimen, algunas indagaciones. La casa, que es de construcción reciente, no tiene más que dos pisos, bajo y principal, y dos cuartos en cada uno de ellos. El principal de la izquierda y el bajo de la derecha están con papeles. Me inclino a creer que el bajo izquierda es el lugar nefando. Interrogo a los porteros; pero no he visto gente más discreta. Les ofrezco gratificación, les hago comprender que no soy de la curia, que no se les seguirá perjuicio por las revelaciones que me hagan, y nada. Tranquilos y confiados, ni aceptan mis dádivas, ni me dan ninguna luz. O son inocentes, o están vendidos ya. Me inclino a creer esto último. Enseñáronme los dos cuartos vacíos, en los cuales todo indica que no han sido habitados aún. En el principal vive un procurador, con señora y la mar de chiquillos; en el bajo de   —275→   la izquierda, objeto de mis sospechas, hay un almacén o taller de muebles, de estos que se anuncian en Madrid como almonedas. Entré; no se podía dar un paso, porque todo está obstruido con sillerías en blanco, butacas apiladas, sofás patas arriba. En el centro de la sala, llena de mil trebejos, y donde se masca el polvo del pelote y se le enredan a uno los pies en las sartas de muelles de acero, dos hombres trabajaban en tapicería. La mujer que me enseñó el establecimiento, y a quien intenté hacer cantar ofreciéndole con habilidad buena recompensa, se ofendió de mis insinuaciones. Su altanería desdeñosa me pareció sincera o muy bien fingida. A pesar de tantas señales contrarias a mi idea, no sé por qué insisto en pensar que aquellas paredes encerraron lo que yo presumo y Dios sabe.

Por lo demás, como adquisición de conocimientos reales sobre este problema, no he adelantado nada. La obscuridad es mayor cada día, el vértigo crece, la razón se apaga y si de esta no me vuelvo loco, creo que tengo asegurada mi cordura por todo el resto de mis días.

Hasta mañana, y dime algo; ilumíname. A veces el que está lejos de los acontecimientos ve más y mejor que el que los toca con sus narices. Dime cuanto se te ocurra, que por disparatado que sea no ha de llegar a las gárrulas novelas que se forjan aquí. Adiós.



  —276→  

14 de Febrero.

Allá va otra.

De seis o siete versiones recogidas en el Casino, elijo la que tiene más prosélitos. Orozco es eliminado de esta hipótesis, y no figura para nada en el crimen. En cambio aparece otro personaje que nadie sabe quién es, un segundo amante de la desgraciada Augusta. Cómo se determina la participación en el drama de este nuevo elemento, es cosa que cada cual explica a su modo, con criterios y puntos de vista originalísimos. Algunos atestiguan y refieren el lance como si lo hubieran visto. Uno de los presentes sostiene que Augusta entró en la casa con el desconocido a eso de las nueve y media. Las once serían cuando entró Federico. «¿Pero usted le vio?». A esta pregunta te contestan: «Yo no le vi; pero me lo ha contado Vargas». Cuando llega el llamado Vargas, que es un sportman y ciclista muy conocido, se le interroga con toda solemnidad; pero resulta que él no vio nada, sino que se lo dijo un amigo, capitán de infantería, el cual se marchó ayer a las Baleares. ¡Alabado sea Dios! Danme ganas, querido   —277→   Equis, de ponerme en marcha inmediatamente para Mallorca, a fin de evacuar esta cita. Pero lo pienso mejor y me quedo. Lo referido a Vargas por su amigo es que la señora (falta averiguar si el tal capitán la conoce, o si habiendo visto entrar en la casa a otra mujer, da en creer de buena fe que era la persona de quien tanto se habla hoy) llegó en coche simón con un sujeto, del cual no puede decir sino que tenía barba larga y rubia. «¿Era alto?». «Más bien alto que bajo... bien vestido». En seguida empieza la tarea sabrosa de personalizar este dato, y unos en serio, otros en broma, le cuelgan el muerto a varias personas conocidas, entre ellas a tu amigo Bueno de Guzmán, el cual no vuelve de su asombro al encontrarse con que es la auténtica tía Javiera del asesinato de Federico. Bromas aparte, esta versión la tienen muchos por aceptable, y alguien la cree como el Evangelio. Varían las apreciaciones respecto al desconocido: quién le tiene por caballero o persona de nuestra clase, quién por hombre ordinario. Un primito de Villalonga, de estos que, cuando se habla de acontecimientos misteriosos, se pirran por ser a todo trance testigos presenciales, jura y perjura que hace dos semanas próximamente, a eso de las once de la noche, vio a la de Orozco por calles extraviadas de Chamberí paseando del brazo de un hombrachón que no le pareció caballero. Por cierto que   —278→   le chocó. Da las señas: alto, fuerte, con barba rubia y larga, ropa holgada y de feo corte, aspecto extranjero, como de maquinista o jefe de alguna industria. En fin, ya puedes figurarte lo que vería el muy lince. Primero se deja matar que sufrir el desaire de no haber visto alguna cosita.

Y qué, ¿crees tú esto? Yo no lo acepto, ni en absoluto lo rechazo, pues la misma confusión en que estoy me obliga a admitir todo lo humanamente probable, y a no poner puertas al campo inmenso de la fragilidad femenina. Anoche pensé bastante en el hombre misterioso y barbudo, alto, grueso, como le describió aquel demonio de chico. Francamente, no caigo en quién pueda ser. Casi, casi me decido a eliminarle, como un fantasma intruso, de la serie de hipótesis razonables.

Pues verás ahora la más salada. En casa de la de San Salomó, hay paráfrasis para todos los gustos. Pero la marquesa tiene una suya, que no confía sino a ciertos amigos de mucha confianza, siempre con la nota marginal de que lo sabe por el conducto más fidedigno. Te transmito el dicharacho de la ilustre dama sin quitar punto ni coma: «Pues yo sé la verdad, la pura verdad. Crea usted que esto es lo auténtico. Se lo diré a usted si me promete guardar el secreto, y le advierto que la persona que me lo ha dicho lo sabe... vamos, lo sabe como si lo   —279→   hubiera presenciado. Ni Orozco, ni hombre alguno tienen culpabilidad. Ella, ella fue quien le mató por celos de la Peri. Hace días que venían las cosas muy tirantes; cada cita era un altercado. No, no lo dude usted, que esto es como el Evangelio. Se sabe dónde compró el revólver; se sabe que a un amigo íntimo (que no puedo nombrar... usted considere) le confió su propósito de matar a Fritz. Pero qué, ¿no cree usted en las mujeres que matan? Aquella noche fue grande la marimorena. Augusta disparó, y le atravesó el hígado, y el estómago, y el espinazo, y la vejiga y no sé qué. Salió el pobrecito y fue a caer en el sitio donde le encontraron».

«Pero, señora, ¿y la herida en la frente, que es la mortal de necesidad?» objetan todos los que oyen versión tan chabacana.

-No hay tal herida en la frente -responde imperturbable la marquesa-. Es usted un cándido y un tragabolas. El forense, el mismo forense (bajando mucho la voz) ha dicho a un amigo mío, a quien no he de nombrar, que no había tal herida, y que eso se puso en el informe pericial para dar por probado el suicidio. Créame; lo que le cuento a usted es lo que pasó. ¡Ah!, el enderezar este entuerto les cuesta un pico a Orozco y a D. Carlos.

-Pero, señora, permítame usted que ponga en duda...

-De incrédulos está el infierno lleno... Digo   —280→   lo que sé, y sólo añado, amigo Tal, que esto se queda entre usted y yo. No vayamos ahora pregonándolo por ahí. Pero créalo... créalo y cállese.

Esto me lo contó el Catón ultramarino, el cual ni lo creía ni callaba, y por su cuenta y riesgo, después de oír a tirios y troyanos, diome también versioncita. Orozco sorprende a los amantes... (se da por supuesto que no hubo tal viaje a las Charcas), Augusta se echa a los pies de su marido y le pide perdón. ¡Ah, oh! Federico, siempre orgulloso, desafía al marido. ¡Oh, ah! Este saca un revólver, y alargándoselo al otro, le dice: «No, aquí quien debe morir eres tú. Si hay en tu alma una chispa de sentimiento del honor, ya sabes lo que tienes que hacer». Al otro le parece la fraterna muy puesta en razón, coge el arma, y pim, pum...

¿Querrás creer, Equisillo, que no dormí en toda la noche, pensando en esta interpretación en la cual veía no sé qué lejanos vislumbres de certeza? Pues aguárdate un poco. Hoy por la mañana salí decidido a comprobar la coartada de Tomás; bajeme a la estación del Norte, y con el testimonio del jefe, de varios empleados y del inspector de la sección, puedo afirmar, sin ningún género de duda, que Orozco y Malibrán estuvieron en las Charcas toda la noche del 1.º al 2 de Febrero. Como que el inspector les acompañó, y cenaron juntos, y estuvieron   —281→   charlando hasta las doce, hora en que se acostaron los tres, en una misma habitación por más señas, pues los alojamientos en aquella finca dejan mucho que desear. El inspector me merece crédito. Mas no satisfecho aún, cojo el tren, me planto en las Charcas, y compruebo aquel testimonio con los del jefe de las Zorreras, de los guardas del monte y de la mujer que tienen allí para hacer la comida a los cazadores. En fin, chico, que la coartada de Orozco es un hecho incontestable, y que probándola he quitado al problema un gran elemento de confusión.

Más noticias. En los corrillos del Congreso, a donde voy ahora lo menos posible, también he oído cada catálogo que canta el misterio. No te los cuento para no trasladar a tu cabeza la olla de grillos que tengo yo dentro de la mía. Joaquín Pez me dijo hoy con mucho sigilo: «Tengo un gran dato, amigo Infante, que arroja mucha luz. Me ha dicho el marido de la sobrina de la nuera del forense... ya ve usted que el conducto no puede ser mejor... me ha dicho que, comiendo ayer el forense en casa del hermano de la cuñada de su primo, dijo esto: «la herida del costado es de homicidio; la de la frente de suicidio».

-No es mal dato -le contesté-, si resulta cierto. Mas para comprobarlo, necesitamos recorrer ese laberíntico rosario de la nuera del   —282→   hermano del tío de la sobrina... Verá usted, amigo Pez, cómo al llegar al forense, resulta que el buen señor no ha dicho esta boca es mía.

Esta y otras especies corren por allí, cuando no hay asuntos más graves de qué tratar. Los periodistas, justo es decirlo, si son los más fecundos en combinaciones novelescas, parecen haberse propuesto no lastimar a la familia Orozco. Si el reportismo y la fiebre de la noticia les inducen comúnmente a explotar cualquier asunto que dé saborete y picor de escándalo al papel de la mañana o de la tarde, basta una indicación amistosa hecha en estos pasillos, para poner coto a las reticencias contra personas respetables, sobre todo si estas son de las que, por no mezclarse en política, están libres de odios personales o colectivos. Por tal medio, fácil ha sido conseguir que los nombres no aparezcan en letras de molde. Esto no significa que los estragos de la opinión no sean grandes, porque al barullo anónimo de la prensa se une el reportismo oral, que es más difusivo, más penetrante, y tiene entre nosotros increíble fuerza. La cháchara verbal destruye las reputaciones privadas y públicas más pronto y más eficazmente que la cháchara escrita... Antes que se me olvide: un periodista me reprodujo esta noche la opinión aquella del forense sobre la naturaleza de las heridas; pero a la inversa de como me la transmitió Joaquín Pez; es decir,   —283→   que la herida de la frente era de homicidio, la del costado de suicidio. Respecto al origen de la noticia, diómela por auténtica y autorizada, a no poder más. Lo había oído él mismo, la noche anterior, en la tertulia de no sé qué ministro, de boca de un respetable sujeto de la curia. Conque ve tomando notas, y acaba de volverte loco como tu corresponsal y amigo.

El cual anda ahora tan sin brújula, que no sabe por dónde va, ni se entera de lo que ocurre en las filas parlamentarias. ¿Querrás creer que estos días ha votado el buen Infante no sé cuántas leyes y ha dicho sí o no en multitud de resoluciones, sin tener conciencia clara de sus actos legislativos?... Soy un simple número, una energía mecánica, inconsciente; voy con la masa, a donde la masa va. En mi oído suena el run run de las votaciones, y presiento que hemos hecho la dicha del país con leyes como la de Enjuiciamiento criminal, y las de Acuñación de plata, del Trabajo de los niños en las fábricas, de Rectificación de listas electorales, etcétera..., ítem más con multitud de ferrocarriles que raudos cruzarán el patrio suelo en todas direcciones. Me convenzo, por lo que oigo decir, de que ha votado todas estas cosas tan buenas, y estoy dispuesto votar la transubstanciación del verbo si me la ponen delante. No me pidas cuenta de nada, ni aun del olvido en que tengo los asuntos del infame distrito. Si   —284→   murmuran de mí en esa tierra de maldición hazme el favor de decirles que ahí me las den todas. Les odio con toda mi alma, y deseo que el cielo les aflija con mil calamidades, sequías, riadas, pedriscos y ciclones, y un terremoto de añadidura; que no quede en pie ni casa ni árbol, que pasen a mejor vida todas las reses, inclusos los caciques del pueblo, y que la tierra sea infecunda y no produzca ni un solo ajo. Agur.



16 de Febrero.

He aquí que me presento en casa de la Peri, con ánimo de tener con ella la conferencia que vivamente deseo.

Y la hechicera quiere echarme las cartas, rasgando con su dedo de rosa el denso velo del porvenir..., ¡atiza!; mas yo se lo quito de la cabeza, abordando el asunto que me hace penetrar en aquel mágico santuario de la... permíteme que no acabe la frase.

Y Leonorilla pone unos morros muy... no sé cómo, apresurándose a variar la conversación. Y he aquí que, burla burlando, cuéntame que ha reñido con el malagueño pollo, de rizada   —285→   crencha, y echádole de su casa por las escaleras abajo. Es un chulapo, un indecente, un marica y un qué sé yo cuántos. Alabo su juiciosa resolución, añadiendo que el tal mancebo me es bastante antipático, y que ella se merece más, mucho más, por su buen corazón y sus sentimientos hidalgos y generosos. No recuerdo bien si dije lo de hidalgos y generosos, pero algo así, o poco menos, fue lo que brotó de mis autorizados labios.

Perdona la falta de formalidad con que te escribo; pero mi espíritu se inclina ya a tomar en broma todos los asuntos y a hacer chacota de lo más grave, porque no hallando juicio ni seriedad en parte alguna, las ideas se me vuelven chirigotas, y las rigideces de mi voluntad se convierten en dislocaciones de payaso.

Pues he aquí que, a poco de interrogar a la Peri, me encuentro su sinceridad tapiada a piedra y barro. No es la misma mujer que vi días antes; ahora es toda reserva, medias palabras, y una discreción bien poco en armonía con su oficio. Total, que Leonor no sabe jota; le falta poco para decirte que no conoció a Federico. Se ha vuelto completamente ignorante de lo que este hizo en los días que precedieron al crimen. No le consta que ganara ni que perdiera al juego; no le consta que tuviera amores con esta o la otra dama; no se ha enterado de cosa alguna, ni hay medio de arrancar a su bonita boca   —286→   una sola frase que ilustre el asunto. Excuso decirte que observar esto y desilusionarme de ella fue todo uno; más claro, que en un instante se me borró del espíritu la fascinación que me había producido su fidelidad hacia el pobre muerto, y el sentimiento que mostrara el triste día de la autopsia. Aquí tienes cómo se desvanece una pasión, nacida tan de improviso, y de improviso trocada en desvío, suspicacia, lástima o no sé qué.

Pero espérate, que falta lo mejor. En ella se determinó el fenómeno contrario, quiero decir, que en el momento en que yo me apagaba, como luz a la cual se da un soplo, ella se encendía súbitamente, como si la llama pasara de mi ser al suyo por arte milagroso. Vamos, que le estaba yo haciendo tilín, un tilín tremendo, según me manifestaron sus ojos flecheros y sus actitudes insinuantes. En fin, que a la media hora de conferencia, empezó a hacerme cucamonas, y yo, frío y completamente desilusionado, di en dejarme querer, imaginando que por aquel camino podría romper la reserva en que la muy bribona se había encerrado, metiéndose también a diplomática.

Las garatusas iban en crescendo alarmante; díjome que soy muy simpático, que se le alegra el alma cuando me ve, y que le da el corazón que íbamos a ser amigos, pero muy amigos. Yo apoyé estas enamoradas razones, y en la   —287→   confianza que rápidamente se estableció entre nosotros, pude obtener algún indicio de su cambio de conducta. «Mira, monín -me dijo tuteándome ya y tirándome de las orejas-, yo no me meto con la justicia. Desde el momento en que han querido liarme a mí también en esa muerte, me he plantado, chico, y ya no sé nada, ni estoy en autos de lo que aquel hacía o dejaba de hacer. En fin, que no toco pito, ¿sabes? Eso le dije a ese tío de juez, y eso te digo a ti, que también andas por ahí buscándole tres pies al gato. Si quieres que seamos amigos, echemos tierra, mucha tierra. El pobrecito está en la sepultura, y de allí no le han de sacar tus diligencias, ni las mías, ni las de nadie. Hoy le he mandado decir cuatro misas; créete, eso es lo que ha de valerle para la otra vida, y no las averiguaciones en esta. Que si fue suicidio, que si no; que si le mató tal o cual mano... Mira, nada importa esto para su alma, que debe de estar ahora en el Purgatorio por ciertos pecadillos, aunque yo pienso que la soltarán pronto, pues era bueno y leal como ninguno, más honrado que el sol, y caballero hasta por encima de la coronilla. Créeme a mí y déjale ya en paz al pobrecito».

Se conmovió un poco al recordar a su amigo, añadiendo con dolorido acento que otro como aquel no volvería a tener en su vida. Eso picó mi amor propio, y me propuse para   —288→   la vacante de aquella amistad, que se me pintaba como tan acendrada y pura. Leonor rechazó la propuesta, dándome a entender que Federico era insustituible, que siendo yo muy bueno, no concurrían en mí las circunstancias especialísimas que hicieron de la amistad del otro un lazo ininteligible para los que no estaban en el secreto.

Por más empeño que puse, ya fingiendo cariño, ya recurriendo a mil arbitrios dialécticos, no conseguí que me explicase qué clase de relaciones o tratos constituían aquella amistad. En este punto, su reserva fue impenetrable, y, no vacilo en reconocerlo, tenía ciertos asomos de dignidad, impropios de su vida relajada. Púsose muy seria, y examinó muy detenidamente sus rosadas uñas, para decirme: «Siento haberte hablado algo de esto, y si pudiera recogerlo lo recogería, como hacen los de las Cortes cuando se les escapa una barbaridad. Lo que pasaba entre Federico y yo es cosa particular nuestra, tan particular, que si quieres que yo te quiera, has de coserte la boquita y no hacerme preguntas, porque te planto en la calle, como he plantado a ese puerco del pollo malagueño, que maldito sea y toda su casta».

¿Qué te parece? Lo peor del caso es que no puede uno menos de respetar estas delicadezas... particulares, que tal vez tienen un origen espiritual y elevado. ¿Creerás que hablando de   —289→   ello, mi impresionabilidad hizo de las suyas, y volví a ilusionarme unas miajas con la persona física y moral de aquella mágica hembra? Entre mil cosas que dijo, hubo una que me dejó pasmado. «Y no te creas que le vas a sustituir, porque te juro por estas cruces, que el vacío que ha dejado aquí en mi alma aquel buen amigo, no se llenará jamás, aunque yo viva cien mil años y medio, porque no ha nacido el hombre que lo pueda llenar. Conque ya lo sabes, y basta de matemáticas».

-De modo -le dije entre risueño y meditabundo- que cuando yo pensaba que venía a heredar al pobre Federico, resulta que heredo...

-A ese mequetrefe, a ese lameplatos, a ese gatera -replicó sin dejarme concluir-. Ya ves si soy franca. Yo pongo todo el corazón en la boca, y enseño todo mi natural, todo, todo, menos una parte que se me queda dentro. Soy yo muy desfachatada, muy abierta, muy frescota, pero también muy acá para mí. Entrego al que habla conmigo las llaves todas de mi natural, menos la de un cuartito reservado, que ya no se volverá a abrir, porque se mudó el inquilino. ¿Estás en lo que te digo? Eres ahora mi caprichito; me gustas; te quiero; me haces ilusión. Durará dos meses, tres, un año, puede que menos, puede que sólo dure ocho días; pero si me quieres, si te gusto, tómame tal como soy. El día que me canse te lo diré. Yo no sé   —290→   fingir. Ahora me da por echarte los brazos; mañana te pegaré una coz. No te rías; doy coces cuando me ahíto de un hombre, y al pollo le eché a la escalera, dándole así, con el pie para atrás, hasta que se me quitó de delante.

Hágome cargo de tu asombro al leer estas tonterías. No creas que quito ni pongo nada. Estaba monísima la tunanta aquella, que no por ser quien es, deja de tener en su carácter algo que admirar debemos, aunque uno se proponga no admirar nada, salvo la belleza corpórea, tratándose de hembras de tal clase. Verá ahora el complemento de la escena de ayer, que quisiera referirte con todos sus pormenores, por la lección que encierra y los horizontes que abre al conocimiento de las cosas humanas. Al pasar de la sala al gabinete, ¡oh sorpresa!, me veo colgado de la pared un soberbio tapiz. Al punto se me iluminó la mente, y lo reconocí; ¿pues no había de reconocerlo?

-¡Ah!, bribona, ya te has caído -le dije abrazándola por el cuello, mientras ella me abrazaba por la cintura-. Ya te cogí. Ese tapiz te lo ha dado mi padrino. Si lo conozco, si lo he visto allí mil veces. Es flamenco, cartón de Rubens o Jordaens, y de los repetidos, que él guarda para sus cambalaches. No me lo niegues; te lo ha dado en pago de tu silencio, quizás para que prestes una declaración falsa, asegurando al juez que Federico perdió grandes   —291→   cantidades a la ruleta en los días anteriores a su muerte. Vamos, confiésamelo todo. ¿Somos o no amigos? Ello ha de quedar entre nosotros.

¿Cómo había de negármelo? Ni siquiera lo intentó. Desconcertada primero ante mi brusca interpelación pues, ya no se acordaba del tapiz, pronto se echó a reír, confirmando con cuatro palabras lo que yo expresé, no sin añadir algunas explicaciones.

«Me lo dio Cisneritos, es cierto... Ya sabes que es mi amigo desde que tomé la alternativa. Yo se lo había pedido muchas veces, y siempre me lo negaba el muy perro. Pero estos días... Te contaré: lo que él quiere es que yo me calle; no que declare eso que tú supones. Al juez le dije que no sabía una palabra. Porque verás... si yo hubiera boqueado más de la cuenta, podría armar un lío de mil demonios. ¿Pero qué se saca de deshonrar a una familia respetable? Hazte cargo. Lo que quiero es que me dejen tranquila, y no me traigan ni me lleven. Te diré otra cosa: Cisneros pensaba que yo tenía cartas de Federico o papeles de compromiso para alguien... Le traje aquí para que viera que no hay nada. Me registró todos los muebles como un celoso. En fin, que ese viejo marrullero me estuvo mareando dos días, y yo le dije, digo: 'Ahora sí que me he ganado el tapiz'. Vamos, que me lo dio, a condición de que me volviera muda, y no declarara en sustancia cosa ninguna,   —292→   guardándome mucho de esos trompeteros de periodistas. ¡Qué odio les tiene! Pues, la verdad, yo, como todo el mundo, me había compuesto mi novelona para embocársela a los de mi tertulia».

-¿Y cuál era tu novela?

-Pues que se mató él mismo delante de tu prima, porque descubrió que ella se la pegaba con Malibrán.

-¡Jesús!

-Francamente, como en casa de la San Salomó contaban que ella le había matado por celos de mí, yo me abronqué y dije: pues antes que me envuelvan, voy a salir yo también con mi romance de ciego. A todo el que venía aquí se lo encajaba, y tan fresca... Súpolo Cisneros, me mandó llamar y me dijo, dice: «Chica, ¿qué haces? Mira que si te descuidas te mando a presidio». Me asusté; faltome poco para llorar. En fin, que le prometí no mentar más el crimen y plantarme en que yo no sé nada. Total, que con esto y algo más, me gané el tapiz.

Tales declaraciones, a pesar del acento de sinceridad conque Leonor las hacía, me parecieron, si no falsas, incompletas. La pícara me decía una parte no más de la verdad, la menos importante tal vez. Incansable yo en mi plan investigador, puse cerco a sus camáldulas, redoblé mis zalamerías, ensanché todo lo que pude el campo de la confianza, y por fin hoy, transcurrido   —293→   un día de estas fáciles relaciones, he logrado arrancarle aquella otra parte de la verdad que me escamoteaba. Vas a saberla.

Cisneros le propuso declarar ante el juez que Federico había estado en su casa el mismo día 1.º de Febrero por la mañana, angustiadísimo, y le había dicho: «Si no encuentro de aquí a la noche cierta cantidad, me pego un tiro».

«Tanto y tanto me predicó ese viejo zorro -añadió Leonor-, haciéndome ver que con estas mentirijillas no perjudicaba a nadie y podía hacer mucho bien, que cedí... Claro, no perjudicando... ¿qué importaba?... ¡Ah!, también quería que dijese que Federico me pidió dinero a mí, y yo no se lo quise dar... A esto me resistía; pero chico, el tapiz se me había montado entre ceja y ceja... Era un antojo, y soy temible cuando me encapricho por algo... Hicimos nuestro trato, y punto concluido... Pero no sabes lo más salado, y es que me porté cochinamente con Cisneritos. Cuando me encontré delante del juez, entráronme remordimientos, y pensé que si decía lo que me mandó el vejete, arrojaba una mancha sobre el buen nombre de mi amigo querido, el número uno de los caballeros de Madrid... Nada, nada, que se me resistía declarar aquellas papas... yo soy así. El escribano me hizo muchas cucamonas, y el secretario me dijo mil porquerías, y entre todos me estuvieron mareando un rato. Pues chico, me atufé y me   —294→   dio la santísima gana de no soltar prenda; que yo no sabía una palabra, que no había visto al interfezto, que no me constaba si ganaba o perdía. Allá escribieron todito lo que dije, firmé, y a vivir... Tú dirás que me porté mal con don Carlos, y que debía devolverle el tapiz... Pero ya ves; era una indecencia que yo dijese de Federico cosas que le ponen en mal lugar. Vamos, que me acordaba de él, y los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo tengo todos los defectos, todos, menos el de la ingratitud... El pobrecito fue siempre muy bueno para mí. ¡Cómo había yo de...! Verdad que no cumpliendo con Cisneros, debía decirle: 'tome usted su arrastrado tapiz, que yo soy más persona decente de lo que usted se piensa...'. Pero sobre que no tuve alma para devolver el regalo, ¿no te parece a ti que es justo jugarle una partida serrana a ese tío, más malo que el no comer?... Y bastante favor le hago callando, ¡digo! Mi no sé nada, mi no he visto nada valen bien, no digo yo un tapiz, sino media docena».

¿Qué te parece? ¿No es verdad que este rasgo pinta una persona? ¿No ves a Leonor enterita con sólo la relación de un acto suyo? Lo único que me resta decirte acerca de esta gitana, cuyos desplantes abomino a veces y a veces no puedo menos de admirar, es que mis habilidades para saber algo más fueron de todo punto inútiles. No me han valido mimos ni   —295→   triquiñuelas capciosas, para obtener de la chavala algún indicio de la clase de conexiones que con Viera tuvo. Ignoro si seré más afortunado en lo sucesivo; pero no sé por qué se me figura que cuando esta se planta, no valen contra ella ni aguijonazos ni palmaditas. Plantada se queda, y hay que matarla o dejarla.

Allá va otro detalle, que, si nada tiene que ver con el asunto principal, merece consignarse para regocijo tuyo y mío; que viene bien un poco de sainete entre estas seriedades fúnebres y curialescas. Estábamos Leonor y yo conversando íntimamente, en el mayor abandono y confianza posibles, cuando sonó la campanilla; oí ruidos de voces, y la doncella entró muy sofocada en el gabinete anunciándonos que el pollo malagueño se había presentado en actitud hostil y camorrista. Habías de ver a la Peri saltar en paños, que más que menores debieran llamarse mínimos, y agarrar una zapatilla, arma que, según dijo, le bastaba y le sobraba para poner en vergonzosa fuga al invasor. «Verás, verás, qué pronto le despacho -me dijo risueña y nerviosa, sin acertar a meter los brazos en las mangas de la bata-. No le puedo ver... ¡Indecente, gandul, canalla!...». Salió en medias, pantufla en mano, y sentí luego un gran vocerío, mas no me pareció que sonaban zapatazos. A poco volvió Leonor, y riendo me dijo: «¡Pobrecillo, está muerto de hambre!   —296→   Es preciso que coma, al menos». Metió sus dedos, de rosadas uñas en el bolsillo de mi chaleco, y me sacó cinco duros, que por conducto de la criada pasaron a las necesitadas manos del mocito aquel, de lánguidos ojos. Al hacerle la limosna, la gitana le mandó este cariñoso recado: «Dale eso para que coma, y dile que aquí no venga más, porque estoy de él por encima de los pelos, y que vaya a que le mantenga el Nuncio».

¿Y qué dices tú ahora de mis depravaciones, de mi caída en la profunda ciénaga del vicio, do se anidan (¡atiza!) todas las sierpes venenosas que destruyen el alma... y el cuerpo? Haz el favor de no llevarte las manos a la veneranda cabeza. No hay tal vicio ni cosa que lo valga. Es la vida, chico, el desenvolvimiento biológico dentro del medio social... Vamos, si esto no es filosofía, que venga el diablo y lo vea.



17 de Febrero.

Evangelio del día, secundum Villalonga. Este astuto vividor, bulle bulle de la política, que es en él pasión y oficio, se ha vuelto de poco acá hombre de orden. Su lengua de hacha que   —297→   antes convertía en leña las reputaciones más sólidas, si se le interponían en su camino, ahora es una lengüecita muy enguatada, y más lamedora que cortante. Aspira el tal a ocupar un puesto en la situación, y ya no muerde sino cuando se le amortiguan las esperanzas de la senaduría vitalicia. En estos días parece que la cosa va bien, y el hombre es de lo más razonable, de lo más sensato que imaginarte puedes.

Truena contra los calumniadores, y dice que esta tendencia a enlodar los nombres más respetables es un síntoma de desquiciamiento social. Cuando pone el paño al púlpito, nos reímos, porque parece que está refutando todo lo que en veinte años ha dicho y hecho. Pues si le quieren ver desbocado, que le toquen a la familia Orozco. Algo esperará de ella sin duda, o algún favor hay de por medio. Oye su versión: «La muerte de Federico no ha sido más que el vulgarísimo final de una pendencia de garito. Como todo vicioso estragado, como el borracho que no encuentra bastante fuerte ningún licor, y cada día los apetece más ardientes, Federico no se satisfacía ya con las emociones de las timbas establecidas en círculos elegantes, y frecuentaba garitos innobles... «¡Si esto se puede probar el día que se quiera!» dice Villalonga a todo el que le quiere oír. Prosigue su informe jurídico, asegurando que un amigo suyo le vio salir con otro sujeto de una casa   —298→   de juego de malísima traza, a eso de las diez y media de la noche del 1.º, y que en actitud de querella se metieron por la calle que conduce al solar del polvorista. «Me parece que más claro no puede estar. Este amigo mío les vio, repitió que les vio, y está dispuesto a declararlo».

A renglón seguido se lamenta de que quieran convertir este hecho vulgarísimo en fábula de amores, difamando a una dama ilustre... Y luego enjareta el panegírico de ella, y crudos anatemas contra la ligereza y ruindad de una parte del público. Es que en esta raza proterva ha existido y existirá siempre el tic nervioso nacional de abatir lo que está alto, de manchar la misma limpieza, y de enturbiar lo más claro y puro. Concluye el orador jurando y perjurando que daría cualquier cosa por cambiar de nacionalidad, abandonando la raza proterva y el suelo ingrato, para metamorfosearse en inglés, en alemán, o, si a mano viene, en moro berberisco... Pero no, lo que él quiere ser es inglés. Ahora le da mucho por lo inglés, por lo parlamentario y por el self-governement. ¡Eso es país, eso es política y opinión soberana... y juego de las instituciones...!

Basta de Villalonga, y voy con Calderón de la Barca, del cual creía yo que, por ser amigo íntimo de los Orozco, o más bien parásito, sostendría las versiones más favorables a sus patronos.   —299→   Pues no señor. La intención a eso va; pero no le resulta, y su destornillada cabeza ha compuesto un novelorrio que cree muy lisonjero para sus amigos; pero es tal la necedad de su invención, que ni daño ni favor puede hacerles. Supone a Federico perdidamente enamorado de Augusta, y a esta rechazándole con desdén. Si le apuran, Calderón es capaz de sostener que le consta, por haber oído y visto algo que corrobora semejante afirmación. Pues bien; Federico, loco de amor, frenético, y sin reparar en los medios que emplea para obtener de la dama la cita que con tenacidad le pide, resuelve engañarla, diciéndole que su esposo tiene una querida; Augusta niega y duda; él insiste, y ofrece probarlo. ¿Cómo? Pues en tal sitio se ven los amantes: la esposa ofendida puede sorprenderles y cerciorarse de que se la pegan. Cae mi prima en el lazo, y se deja llevar por el traidor a la casa donde este le ha ofrecido patentizarle la infidelidad de Orozco. Llegan... Escena. Federico, ebrio de amor confiesa su pérfido ardid, y cae de rodillas. Augusta le pone de vuelta y media; esto es de cajón. El otro, arrebatado y ciego, le dice: «O eres mía o te mato». Y el muy pillín saca su revólver. La dama prefiere la muerte. Trábase una pequeña lucha, cae el revólver al suelo, se dispara solo, pataplum, y la bala se le mete a Federico por la cintura. Table... a... u. Imagínate lo demás.   —300→   Viéndose herido, reconoce el criminal el dedo de la Providencia, porque este dedito fue el que oprimió el gatillo del arma; y abrumado por los remordimientos, pide perdón a la dama. Esta se lo da, y le encaja, su sermoncito, recomendándole que se arrepienta, a lo que él accede, porque ya no tiene más remedio.

-¿Y la herida de la cabeza, la herida mortal de necesidad? -le preguntamos-. ¿La herida de la cabeza?

Ráscase el narrador la suya, pero no acierta a sacar con la uña la continuación de tan burdo argumento. Por fin... la cosa es clara... el pérfido huye... ¿Pero a qué seguir? Ya puedes figurarte el desarrollo de estos adefesios de la inventiva ramplona.

No quiero entretenerte más con vueltas alrededor del asunto, y vámonos al centro, al corazón de él. ¡Pensar que este jeroglífico no lo es para una sola persona, y que tal persona, si quisiera, podría disipar con cuatro palabras la confusión de mi mente! ¡Pensar que Augusta sabe la solución y que yo no puedo leérsela en la cara; que detrás de aquel entrecejo está la representación exacta del hecho y que yo no puedo verla! Mi curiosidad se ha excitado tanto, que no sé qué daría, amigo Equis, creo que daría años de mi vida, porque esa mujer tuviera un momento de franqueza conmigo y me revelara su secreto. Vamos, que le perdono el   —301→   mal que hizo, falta, error o delito, si me cuenta lo que pasó en aquella noche aciaga.

Pues no creas, lo he de intentar; he de emprender con ella una campaña de astucia, de constancia, un asedio en que emplee todas las armas, desde las que infunden miedo a las que inspiran afecto y confianza. No me muero yo con esta incertidumbre, y ella misma me ha de librar del fiero suplicio. Seis días estuve sin parecer por la casa de Orozco, y al quinto el propio Tomás me envió recado quejándose de mi desvío. Hoy he almorzado con ellos. Ya te contaré lo que hablamos. Tengo prisa, y además estoy en expectativa de una conferencia que espero celebrar con Augusta, quien a instancia mía, me prometió que hablaríamos un rato a solas. Convenimos en que ella señalará día y hora, y aquí tienes establecida ya una comunicación reservada entre los dos. Te lo contaré todo; pero no me apures, que hay tiempo, y aplazo mis informes con la esperanza de adquirir conocimiento más claro de alguno de los hechos. Hasta otro día.



  —302→  

19 de Febrero.

No me lo vas a creer; pero te lo diré cien veces si es preciso. El santo está como si ignorara lo que pasa y lo que se dice, y es casi seguro que no lo ignora. Tal serenidad que por nada se altera, ¿es grandeza de alma o todo lo contrario? Para afirmar lo primero sería preciso ver en este hombre un temple de carácter tan superior que rayara en lo sobrenatural. Porque habías de ver su cara, en la cual no notas ni el más ligero signo de disgusto o contrariedad; habías de oír su acento, siempre firme y reposado. A su mujer la trata con la cariñosa deferencia de siempre, y ella a él con mayores consideraciones, si cabe, que antes. Te lo digo con franqueza: el arcano que en la intimidad de este matrimonio se esconde sin duda, me inquieta ya más que el otro de la muerte de nuestro amigo, y daría no sé qué, años de vida también, única moneda con que se avaloran tales satisfacciones 15, por poder ocultarme en la alcoba conyugal, y oír lo que hablan... ¿Pero qué hablarán, Dios mío? ¿Qué dirán? ¿O es que no dicen   —303→   nada, y se han puesto de acuerdo para ignorarse y desconocerse el uno al otro?...

Este Orozco, ¿qué clase de hombre es? Explícamelo tú, entusiasta apologista de sus virtudes. Francamente, cuando estas se me presentan en grado tal de perfección, éntranme ganas de dudar de ellas, o de tenerlas por papel bien estudiado y aprendido para embaucar al mundo. Imposible que un hombre de carne y hueso conserve tal presencia de ánimo en medio de la atmósfera que se ha formado en torno suyo; y si realmente la conserva, es que no es de hueso y carne como nosotros. No niego que pueda existir en nuestros tiempos la santidad; pero me resisto a admitirla en las altas clases. Existirá en las órdenes religiosas, o en los desiertos habitados por una sola persona; pero en el mundo activo, en la sociedad, en el matrimonio, en medio de los chismes, de las envidias, de la soberbia, del lujo... Vamos, Equisillo, que se te quite eso de la cabeza. A tu sagaz olfato no ha llegado nunca el olor de esa santidad... perfumada.

Vamos a otra cosa. La conferencia con Augusta, a solas, se verificó ayer. Fue interesante, aunque estéril para mis fines inquisitivos. Recibiome en su tocador, por la tarde, y no había nadie presente, pues no llamo persona a la chiquilla de Calderón, que iba y venía por la estancia tirando de una muñeca amarrada   —304→   por el pescuezo, imagen exacta de mi situación espiritual, pues a ratos, en estos tristes días, me parece que un demonio me echa una soga al cuello y se divierte tirando de mí y apretándome sin ahogarme.

Mi prima no puede ocultar que ha tenido insomnios, malísimos días y peores noches, y que su ánimo está profundamente perturbado. Sin duda no posee la santidad en grado tan alto como su marido, ni sabe sobreponerse a las miserias humanas. Está mustia la pobrecita, ojerosa; la mirada se le extravía, se le pierde. Cierto que trata de disimular, echando un nudo a los suspiros que del pecho se le quieren salir, pero no puede lograrlo. Si te digo que está más guapa que nunca, no lo creerás seguramente, aunque supondrás que esto es efecto del amor que me inspira. Veo que te ríes. ¿No habíamos quedado, dirás tú, en que todo aquel amor se trocó en aborrecimiento de lo más fino? Bueno; pues te contesto que estas cosas se dicen muy pronto, pero rara vez son la expresión de la verdad. Nada nos engaña tanto como el desarrollo de nuestros propios afectos en los casos graves de la vida. Suele suceder que nos equivoquemos, como chiquillos que empiezan a vivir, y que amemos más cuando creamos odiar, o viceversa. Ello es que la encontré aquel día guapísima y sentí que las energías de mi carácter se debilitaban lastimosamente ante ella.   —305→   Pero me callo, por ahora, todo lo que al buen Cupido se refiere.

Lo que mi prima quería de mí, bien lo calé desde que empezó a hablarme. Ya puedes figurártelo: que me dejara de averiguaciones, pues lo que resultaba de ellas era espesar más la atmósfera de dicharachos y mentiras. Para decírmelo, empleó mil circunloquios hábiles, reconociendo la bondad de mi intento, mi amor a la familia, etc., etc... Por mi parte, le hice ver que yo no perseguía la verdad para hacerla pública; que si lograba adquirirla, la guardaría en mí como el secreto más delicado de mi vida. Bien podía ella, pues, revelármela, que yo la oiría como un confesor y la encerraría en mí como en un sepulcro. A estas insinuaciones que expresé con calor y casi con elocuencia, contestome la taimada negándolo todo en redondo. No tenía absolutamente participación ni responsabilidad en aquel asunto. Ni Federico fue su amante, ni ella faltó a sus deberes con aquel ni con nadie. Todo calumnia, novela mal pensada y peor escrita, obra de los desocupados, de los que envidiaban la dicha de su hogar, de los que, por vivir depravadamente, no perdonan la honradez de los demás. Era, pues, completamente ajena a las causas de la muerte de aquel buen amigo de la casa, y no sabía si se mató o le mataron, ni quería meterse en indagaciones.

  —306→  

Díjele que no pusiera a prueba mi respeto a su persona; que podía ser inocente de la muerte de Viera; pero inocente de amarle y de tener con él trato secreto... eso, que se lo contara a otro, pues yo tenía datos bastantes para formar mi opinión sobre el particular. No se dio a partido, y negaba, negaba con una insistencia que me volvía loco.

Después examinó, riendo con forzado humorismo, las distintas versiones. La de su amiga, la marquesa de San Salomó, fue tratada con sarcástica frase. «¿Y es posible que tú seas de los que han creído que yo le maté, yo...?, ¿que mis manos...? Vamos, esto sería la mayor de las indignidades, si no fuera grotesco». Pero las interpretaciones que más la irritaban eran aquellas en que se incluía al buen Orozco en la trama, dándole el papel de matador, bien directamente, bien valiéndose de un asesino mercenario. ¡Qué estúpida monstruosidad!».

Viendo que de nada me valía la argumentación seca, apelé al sentimiento, traté de halagar su amor propio, diciéndole poco más o menos lo que escribo a continuación:

«No sé por qué vacilas en confiarme tu falta. ¿Crees que desmerecerás a mis ojos, que perderás mi estimación? No, porque falta y aun crimen de amor, de verdadero amor, no merecen más castigo que el amor mismo, el cual es bastante penitencia. Si un sentimiento vivo se   —307→   ha sobrepuesto a tu voluntad y a tus deberes legales, ¿qué remedio hay más que perdonártelo? ¿Y cómo no había de perdonártelo yo, que peco de amor por ti, yo que también he faltado a la ley, aunque sólo con la intención? Si yo me absolví de mi falta intencional, ¿cómo no absolverte de la tuya, aunque haya sido menos inocente? Yo tengo cierto derecho a saber tus penas para consolarlas; deseo ardientemente que arrojes sobre mí las cargas que abruman tu conciencia, porque te quiero con locura, y no vacilaría en perder por ti, si preciso fuera, no sólo la paz del alma, sino el honor y cuanto me liga a la sociedad. Si alguien hay a quien debes confiarte, soy yo, porque te amo; y para que no achaques a egoísmo lo que te pido, declaro amarte sin esperanza, y estoy convencido ¡esto sí que es triste!, de que no me correspondes ni me corresponderás nunca. Me inspiraste una pasión loca y te la declaré, ignorando que amases a otro, o dudándolo al menos. Ahora, sabedor de que amaste al pobre Fritz, no se me oculta que la pasión aquella no puede repetirse ni heredarse. Pero ya que no puedo pretender llenar en tu corazón el hueco que ha dejado quien ya no existe, aspiro a ser tu mejor amigo, tu consejero y a poseer tu confianza. Yo te consolaré; yo sabré, como nadie, respetar tu soledad, tu pena inmensa, que por mucho tiempo ha de resistir a todas las tentativas de consuelo».

  —308→  

¿Qué te parece la perorata, que no sé si he copiado con exactitud? Fastidiosa, ¿verdad?, y hasta un poquillo cursi. Pues así y todo, le hizo un efecto atroz. La vi conmovida; sus ojos se humedecieron, y no pudo contener algunas lágrimas. Yo callé, creyendo que el llanto sería precursor de la espontaneidad que deseaba.

Observé que hacía esfuerzos por tranquilizarse y ser dueña de sí. Se enjugaba los ojos, comprimía su emoción para no dejarse vencer por ella, y me dijo esto, que me impresionó vivamente:

«Soy muy desgraciada... no lo sabes tú bien. Tenme mucha lástima, porque de veras la merezco».

Le acaricié una mano, sin que tratara de impedirlo. Lejos de hacerlo, me abandonó la otra, como persona en quien la necesidad de consuelos se sobrepone a toda consideración. Le repetí mis deseos de ser su amigo, de consagrarle mi vida y una atención moral incesante, y no se escandalizó, ni mucho menos. Al contrario, mostrose agradecida, hondamente afectada.

Pero de súbito noté en su fisonomía y en su entrecejo no sé qué severidad, algo que provenía de un sentimiento de orgullo, el cual se posesionaba de su alma tras un momento de flaqueza; y poniéndose en pie y apartándome de sí con cierta sequedad ceremoniosa, me dijo:

  —309→  

«Seremos amigos; pero a condición de que no me preguntes nada, de que no indagues absolutamente nada, ni de los demás ni de mí».

Quise contestarle; pero me impuso silencio. Imposible desobedecerla; de tal modo imperaban su gesto y su voz sobre mí. Y aún hubo más. Dio por terminada la conferencia, mandándome que me retirara... Otro día hablaríamos más; así lo dio a entender. ¿Qué había de hacer yo más que someterme ciegamente a su caprichosa voluntad?

Pasé malísima noche, sin poder apartar de mí la imagen y las palabras de esta endiablada mujer, que, si no me engaño, va a volver loco a tu amigo, si es que no lo está ya de remate. Y mira tú qué cosa tan rara; piensa en el enlace misterioso de las palabras con los afectos en esta arrastrada vida humana, tan fecunda que cuantas más cosas peregrinas ve uno en ella, más le quedan por ver. Pues empecé a dirigirle aquellas frases amorosas que te he copiado, como quien emplea un argumento capcioso; se las dije, persuadido de que no decía la verdad, y al concluir, sorprendime de ver que mi corazón respondía a todas aquellas retóricas con un sentimiento afirmativo. Nada, Equisillo, que toda la noche y al día siguiente estuve en brega con mis potencias cerebrales, dudando de lo que sentía, y concluyendo por declararme que esa mujer me tiene embrujado; que   —310→   mientras más me esconde su secreto, más impelido me siento hacia ella, y que, si me convenciera de que fue realmente matadora más la querría, no vacilando en someterme a la prueba de ser muerto por su mano, con tal que ante... No sigo, porque te alarmarás, creyendo que ya no tengo remedio. Abur, tonto.



20 de Febrero.

Emociones, más emociones. Ante todo, puedes llegarte a Zaragoza o venirte a Leganés, y mandar que me vayan preparando una jaula con los barrotes bien fuertes, porque estoy... ya lo irás viendo.

La entrevista segunda se verificó ayer en casa de la tía Serafina, que sigue muy mal. Augusta va todos los días a acompañarla. Yo fui también, sin citación previa, seguro de encontrármela allí y de que podríamos hablar sin testigos. Nos encerramos en un gabinete próximo al cuarto de la enferma, en ocasión en que no había allí médicos, ni enfermeras, ni visitas. ¡Qué bien! Forjeme la ilusión, al verme solo con ella y observar su actitud expectante, no exenta de recelo, que aquello era cita amorosa, en   —311→   discreto lugar ignorado de todo el mundo. Lo primero que se me ocurrió fue cogerle la mano derecha y examinarle la muñeca, diciéndole: «¿Se te ha curado ya la quemadura?». Turbada retiró la mano, no sin que yo viese la señal de la heridilla no bien cicatrizada, y me dijo: «Hemos convenido en que has de ser discreto, y no hacer ni decir tonterías... ¿Qué significa, grandísimo simple, esa estúpida sospecha? ¿Acaso te ha cabido en la cabeza que yo me magullé la mano en una lucha...? Claro, como que soy asesina, y he tenido que sujetar a la víctima para...».

-No es eso, no es eso -apresureme a contestarle-. Yo no he creído nunca que fueras asesina; pero sí he creído y creo que presenciaste la muerte de un hombre, ocasionada de una manera que ignoro.

-Vamos, niño; la primera condición para que yo te admita en mi confianza, es que seas conmigo delicado, y me consideres, y me creas cuando te digo algo que directamente me atañe. De otra manera no puede existir esa amistad que deseo y casi casi necesito... Y no la desvirtúes; no aspires a otro sentimiento más vivo, porque si te empeñaras en ello, no obtendrías ese sentimiento, y adiós amistad.

Comprendiendo que en estos casos debe uno contentarse con lo que le otorgan, y fiar al tiempo la ampliación de la dádiva, díjele que aunque estoy perdidamente enamorado, conténtome   —312→   con el sentimiento apacible y honesto que me concede, y reconozco no merecer más.

«Si hemos de ser amigos -me dijo-, ya que tú te permites intervenir en mis asuntos, y echártelas de padre maestro, y aun de padre espiritual, con tus pretensioncitas de huronear faltas que no existen, voy yo también a llamarte a capítulo, pidiéndote cuenta de ciertos deslices, y excitándote a la corrección. ¿Pues qué se creía usted, señor moralista?».

Quedeme perplejo sin acertar a calarle la intención. ¿Quería aturdirme, desorientarme, o qué demonios se proponía la muy ladina, en quien no pude menos de reconocer la sagacidad castellana de su padre el zorro de Cisneros? No tardé en suponer a dónde apuntaba; caí en la cuenta de que su objeto era tomar la ofensiva, como papel más airoso para ella en la lucha que entablado habíamos.

«Sin duda te han traído el cuento -le dije sin turbarme- de que hay algo... y aun algos con la Peri. Bueno; no te lo negaré. Pero ya debes suponer que esto es accidental y sin importancia alguna en la vida. No llames a eso relaciones. Es una veleidad de ella y una condescendencia mía, que se pueden dar por terminadas en cualquier momento».

Quedose pensativa, y a poco reanudó la conversación, diciendo tales cosas de la Peri, con tanto énfasis y saña tan viva, que no pude   —313→   menos de fijar en ello la atención. «Has tenido muy mal gusto -me dijo-. Esa mujer es una desvergonzada, una trapisondista, y además, no tiene nada de particular como hermosura, pero nada. No comprendo cómo os ilusionáis con un tipo semejante. ¡Lástima grande que en estos tiempos de vulgaridad democrática no haya las justiciadas de otra época! ¡Lástima que a estas bribonas no las emplumen y las azoten por las calles, para lección de los mentecatos que se pierden por ellas, o de los que...!».

No siguió. Se exaltaba más de la cuenta, olvidándose del papel que quería representar; se clareó demasiado, y dejome ver la punta de un odio inmenso que en su alma latía. Le temblaron los labios y perdieron su encendido color. Pronto noté que intentaba rehacerse y enmendar el descuidillo de sinceridad que acababa de tener. Para esto, compuso su rostro diciendo: «¿Pero a mí qué me importa? Lo he dicho porque... me repugna verte en esa degradación».

Más atento a observar su cara que a calcular lo que debía decirle, contesté de este modo:

«Basta que a ti no te agrade eso para que al instante se concluya».

-No, si yo no te pido que sacrifiques por mí tus gustos.

-¿Pues no dijiste que para afianzar nuestra amistad, te hacías mi directora espiritual, y correctora de mis malas costumbres?

  —314→  

-Sí lo dije; pero luego se me ocurre que no debo hacerlo.

Pareciome desorientada, sin saber qué camino tomar. Por fin se decidió por uno, tras breve meditación.

«Mira, Manolo, te lo diré con franqueza: Yo no quiero que rompas tus amistades con esa mujerzuela».

Juzga cómo me quedaría con esta no esperada declaración. «No te pasmes, no abras esos ojazos -me dijo-. Es un poco raro mi deseo, y necesito explicarlo. Te hago el favor de creer que es muy fácil para ti dar un puntapié a ese trasto de mujer. Y creo más... a ver si te adivino... creo que tu enredo lleva un fin policiaco, el fin de averiguar qué clase de relaciones, qué clase de tratos tenía el pobre Federico con ella, porque, como te has metido a juez instructor, naturalmente habías de buscar datos... del propio cosechero... ¿He adivinado?».

-Sí... tal ha sido mi intención.

-Bueno, bueno -manifestó perdiendo el miedo al asunto-; pues si has descubierto algo, dímelo, y si no, sigue cultivando esa confianza, en la cual encontrarás la luz que buscas y que los demás también deseamos ver.

¡Ay!, querido Equis, de aquel anhelo de indagar las relaciones de Federico con la Peri, resulta una nueva complicación. Hay algo que Augusta ignora, sabiendo, según mi cálculo,   —315→   lo principal. Así se lo manifesté, y ella insistió en que sólo era curiosidad. Díjele que podía negármelo todo pero no su pasión por el pobre amigo muerto y su presencia en el acto que determinó la muerte de él. Perdí los estribos; me descompuse; creo que se me escaparon frases violentas, seguidas de otras tiernas y apasionadas. Me puse de rodillas ante ella, y besándole con ardor las manos, le supliqué me revelara la verdad de aquella tragedia, de la cual ella había sido por lo menos testigo, y ni un tímido asentimiento pude obtener. Encerrose en torvo silencio que era mi desesperación; denegaba con la cabeza a cada frase mía, y terminó asegurando otra vez que no sabía nada, que no había visto nada. Únicamente al interrogarla sobre sus amores con Viera, observé que su denegación era débil, casi, casi afirmativa, por la manera cómo la hizo, entre suspiros que le salían del fondo del alma.

Por fin, serenándose y tratando de calmarme a mí, se explicó en estos términos: «Para obtener la confianza de una persona, lo primero es hacerse digno de tal confianza. Lo que mucho vale, mucho cuesta, amigo Infante. Tráeme lo que te he pedido, y hablaremos. ¿No te has hecho amigo de la Peri para indagar por tu cuenta?».

-Sí, y ahora quieres que indague por la tuya.

  —316→  

-Cierto, esa es la verdad.

-¡Y quieres que yo sea tu polizonte, y que te sirva, sin obtener de ti ni una sola confianza! Revélame lo que sabes, y si es incompleto, yo te ayudaré a completarlo.

Me abrumó la infame, diciéndome con aplomo cruel: «¿Cómo he de expresarme para que me entiendas? Precisamente por no saber nada, quiero que me averigües lo que te he propuesto averiguar... Y no prolonguemos más esta conversación, porque siento gente en la alcoba; estás muy excitado, hablas en voz alta, y van a creer que estamos aquí tirándonos los trastos a la cabeza. Hazme el favor de marcharte, y hasta mañana o pasado...».

Salí de allí con la cabeza como un borracho, desesperado y aturdido, y estuve paseándome un rato por las calles, para que se me refrescaran las ideas. Y tan pronto sentía un loco impulso de todas las fuerzas de mi vida hacia aquella mujer, más fascinadora por los misterios que la rodeaban, como un velo liado con suprema coquetería; tan pronto me inclinaba a huir de ella, como de un abismo insondable por cuyo borde se me resbalaban ya los pies. Pasada una hora de inquieto vagar por las calles, me dirigí a casa de Leonor, que me aguardaba, y de buenas a primeras, sin preparación alguna, la interpelé en esta forma:

«Me vas a contestar ahora mismo a lo que   —317→   varias veces te he preguntado sin lograr una respuesta... Mira, Leonor, que la cosa es grave: me lo vas a decir, y así me probarás que me quieres y eres mi amiga. Nada, que me lo dices, ¿verdad? Deseo saber qué clase de relaciones tenías tú con Federico. No vale negar. Porque él entraba aquí muy a menudo. Esto lo sabemos todos, y hay quien cree que no venía por contemplar tu cara bonita. Conque me lo dices, ¿sí o no? Leonor, Leonor, te lo pido por lo que más ames. Hazme el favor de no mirarte tanto las uñas, y habla claro. ¿Verdad que me lo vas a decir... a mí, pichona, monina, a mí que te quiero mucho...?».

Empezó tomándolo a broma. «Como la trucha al trucho. Chalaíto por mí... ¡Ay!, ¡qué resalao es mi peine, y qué bonitos ojos tiene!».

Estas tonterías me exaltaban más. «Leonor, Leonor, no bromees; hablo muy serio, pero muy serio. Yo necesito saber eso, o acabaré como el pobre Federico».

«¡Tú, tú...! ¡Jesús de mi vida! -exclamó, echándose a reír-. Tú no tienes alma para eso, ni estás en sus circunstancias. No eres ni tan caballero como él, ni tan perdido como él, ni tan... ¿Pero qué mosca te ha picado hoy, peinecito de mi vida...? A ti te pasa algo. Voy, voy a echar las cartas para saberlo».

Levantose y trajo los naipes, y en el mismo sofá en que yo estaba empezó su juego, poniendo   —318→   los cinco montoncitos: lo que esperas, lo que no esperas, lo que te ha de venir, tu suerte, lo que se cubre. Hallábame tan excitado, que de un manotazo fue toda la baraja al suelo, y le dije: «Pareces una bruja... Déjate de disparates, y contesta a lo que te pregunto».

Leonor se amoscó. Cuadrándose y meneando la cabeza, me dijo: «Mira Infantito, que ya me voy cargando; mira Infantito que yo tengo malas pulgas; mira Infantito que si te pones pesado, voy y traigo la palmeta, ¿sabes?, la zapatilla con que despedí al otro peine... Es la que me sirve para dar pasaporte a los pesados, chinchosos y reventativos... Recordarás que te dije: 'de aquello no me preguntes nada'. Con esa condición te admití».

-Pues me vuelvo atrás -contesté ciego de ira, echándole la zarpa a los hombros y sacudiéndola con brutalidad-. ¡Tienes que decírmelo, o te mato, te mato, te ahogo!

Aquello iba a concluir mal. Yo estaba como demente y no era dueño de mis acciones. Leonor se puso a dar chillidos, y entró la criada... No creas que hubo golpes o arañazos. Fue sólo un estrujón, acompañado de palabras descompuestas. Por fin, volviendo en mí, la solté sobre el sofá. La pobre muchacha, llorando de pena por mi ultraje y mi brutalidad, se mostró más bien ofendida que airada, y opuso a mi tenacidad loca una tenacidad mayor: «Ni tú eres caballero   —319→   -me dijo secándose las lágrimas-, ni siquiera persona decente... Eres un tío, y no sé, francamente, no sé cómo me gustaste... ¿Sabes lo que te digo ahora?, que aunque me hagas picadillo, aunque me cortes en pedacitos de este tamaño, no has de arrancarme una palabra. Fastídiate. ¿Crees que porque soy una mujer pública no tengo tesón? Pues te equivocas, porque también soy mujer particular, cuando me da la gana, y sé serlo lo mismo que otra cualquiera. Mira, ahí tienes la puerta abierta de par en par. Me gustaste, y me gustas todavía. Yo soy muy franca y no oculto lo que siento. Puedes volver, si me pides perdón por esta bronca. Pero si me vienes con preguntas, te doy la patadita para atrás, así, como los burros cuando cocean, y te planto en la calle, para que te hagas cargo de que cuando una quiere ser particular, y decente, y callada, lo es».

Aunque su lenguaje no era tan violento como de mi violencia debía esperar, me sentí profundamente lastimado. Aquella discreción a toda prueba era una especie de virtud, que yo no esperaba encontrar allí. Me ofendía, y te lo diré claro, me empequeñecía. Salí de aquella casa haciendo voto de no volver más, aunque Leonor no me repugnaba, ni mucho menos; al contrario, me era grata su imagen transparentándose en mi memoria. Pero la otra me atraía más, muchísimo más; la otra, Equis de   —320→   mis pecados, me volvía loco, me producía un vértigo de pasión, de curiosidad... A sus atracciones naturales unía la pérfida el indefinible resplandor del drama desconocido o a medio conocer. ¡Qué noche pasé, qué noche! Imposible darte idea de mi suplicio, ni de las vueltas dolorosas que mi espíritu daba, ya queriendo poner el afán de conocimiento sobre la ilusión de amor, ya esta sobre aquel.

Y tú no me dices nada; tú ni me aconsejas ni me das siquiera una opinión. Parece que te has vuelto tonto, o que miras con indiferencia lo que me atañe. Pues para eso, maldita la falta que me hace tu amistad ni ese saber omnímodo que dicen que tienes. Me has olvidado. Eres un egoísta... sí, un egoistón. Ya lo he comprendido. No quería decirlo; pero al fin dicho está, y no me vuelvo atrás.



21 de Febrero.

Si mal no recuerdo, ayer terminé mi carta tratándote con cierta dureza. Haz la vista gorda, hombre, y considera el estado de mi ánimo, propenso a la violencia y a la injusticia. Yo necesito desahogar con alguien esta efervescencia,   —321→   esta turbación honda de mi alma. Déjame que te llame perro judío, y así me calmaré un poco: parece que se me quita un peso de encima. Disimula, pues, toda barbaridad que leas aquí. He tenido momentos de verdadera epilepsia, y aún no se me han sosegado los malditos nervios; la mano me tiembla, y... ya ves qué letra y qué sintaxis gasto... ¡Hasta endecasílabos, chico!

Hoy ha sido para mí un día de prueba; mejor será que diga ayer, porque son las dos de la noche. ¡Qué día! Por la tarde, después de delirar como un calenturiento, se me ocurrió coger el tren y volar a tu lado, para llorar contigo... es decir, tú no llorarías... Después lo pensé mejor. Imposible salir de aquí, imposible apartarme de lo que me enloquece. Pero aún no sé, no sé, si me será forzoso adoptar una resolución que me ponga a salvo de mi propia ansiedad. ¿Qué crees tú?

Pues ayer tarde la vi otra vez. Acababa ella de entrar de la calle, y estábamos solos. No había soltado el entucás, ni quitádose la capota. Me parece que la tengo aún delante de mí, con su abrigo de pieles desabrochado, ¡hacía un calor en aquel gabinete!... aún creo ver la mirada compasiva que me dirigió, y oír su acento fraternal. Porque desde que me vi ante ella, me desbordé en palabras enamoradas que me salían del fondo del alma. Fascinación mayor   —322→   no he sentido nunca ni creo que la vuelva a sentir. El enigma terrible que la rodea, lejos de desilusionarme, me trastorna más. La quiero por honrada si lo es, y la quiero por criminal, si en efecto lo ha sido. Y creo que lo fue; criminal en un grado que no acierto a precisar, y que sin duda no llega a la perpetración del hecho. No puedo recordar bien lo que le dije; que estoy loco por ella; que no importa, para quererla, que tenga en sus manos una mancha de sangre como la de lady Macbeth. «No la tienes -añadí con desvarío, besándole las manos enguantadas-, no la tienes; pero si la tuvieras, Augusta, yo te la borraría con mis besos. Tu corazón se purificará con sólo corresponder a la efusión del mío. He pasado por mil alternativas. El despecho me ha sugerido ideas malas; he creído que eras perversa; tan obcecado estuve, que llegué a creer que te odiaba... mira qué absurdo... Y en el mismo momento de creerlo, habría sido capaz de darte mi vida. Perdóname mis impertinentes investigaciones, que podrían resultar ofensivas para ti. Las hice fingiéndome el pretexto de descubrir tu falta; pero el verdadero móvil era conocer tu pasión. Nada enciende nuestra curiosidad como el secreto, el quid ilícito de la persona que amamos, eso que en nuestro egoísmo creemos infidelidad. Yo buscaba en ti a la infiel, y por infiel te tengo, y por infiel te quiero más».

  —323→  

Suplicome con acento grave y cariñoso que no insistiera, pues no podía quererme en la forma que yo pretendía. Seríamos amigos sin traspasar los límites de la amistad respetuosa. «No creas -me dijo después con acento conmovido- que me atribuyo cualidades que no tengo; ni pienses que me quiero hacer pasar por impecable. Mi conciencia no está tranquila; pero sí hay en ella el deseo y el propósito de tranquilizarse, y esto es algo».

Como yo la instara otra vez dulcemente a que me confesase su falta, quiso hacerme callar con estas palabras: «Ignoro todavía quién podrá ser la persona digna de oírme en confesión, como no sea un sacerdote, y de esto no se trata ahora. Para confesarme a un amigo, necesito que este me dé pruebas de verdadera amistad, prudencia y abnegación».

Aquí de mi argumento:

«Tú me has exigido que te preste un servicio que ha resultado superior a mi voluntad. La Peri no quiere darme las noticias que me pediste. ¿Qué puedo hacer yo? Ni con ruegos ni con amenazas he podido obtener de ella una palabra».

-Lo cual prueba -replicó- que las mujeres, aun siendo malas, como esa, sabemos guardar un secreto mejor que vosotros... ¿Sabes que he variado de parecer respecto al encargo que te hice? Aplaudo la reserva de esa mujer. Ya   —324→   no quiero saber nada. Mi curiosidad era cosa inconveniente y de mal gusto, y vale más no satisfacerla. Lo que ignoro, ignorado se quede mientras viva. Lo concluido, concluido. Tú y yo nos contentamos con lo poquísimo que sabemos, ¿verdad?

Esto me encendió más. Su tesón de castellana la engrandecía a mis ojos, y conforme ella se iba ennobleciendo, iba yo curándome también de la insana curiosidad que me había devorado. «Quiéreme -le dije tratando de estrecharla en mis brazos-, quiéreme, y ocúltame tu falta, tu crimen o lo que sea. No te haré más preguntas; no deseo informarme de nada. Pensé adorarte sincera, y callada te adoro más. Pero no me mates con esa amistad fría: estoy loco por ti, y me muero si no me amas. Rota la ley, Augusta, rota la ley, condénate conmigo, que ya no tengo salvación... No se me oculta que tu corazón está lastimado, que está muy fresca la herida para que puedas quererme; pero dame esperanzas, dámelas, o yo no viviré...».

Se desprendió de mí con vigorosos esfuerzos, apartando el rostro. No decía más que esto: «No puede ser, no puede ser».

-Considera que renuncio a hacer más diligencias, y que de mis labios no saldrá una sola pregunta. La curiosidad ha sido ahogada por la pasión.

-Esto no puede prolongarse. Manolo, serénate.   —325→   Te diré una palabra sola, la última, y ajusta a ella tu proceder.

-Venga esa palabra; venga pronto.

Retirose de mí, y puesta la derecha mano en la cortina de la puerta que conducía a la habitación próxima, me dijo en voz baja y con la mayor seriedad y aplomo del mundo:

«La última palabra, y quizás la confesión más sincera: No he sido honrada; pero estoy decidida a serlo ahora, y lo seré hasta el fin de mis días».

Vi moverse la cortina, y desapareció aquella mujer, dejándome en la mayor de las soledades, la soledad del no poseer y del ignorar. Sentí impulsos de coger una silla y hacerla pedazos. Mira qué puerilidad. Me marché porque me asaltó la idea de que, si me encontraba con Orozco, me sería imposible disimular ante él mi agitación insana.

Querido Equis, yo estoy enfermo, yo no sé lo que me pasa. Esa mujer me ha desquiciado. ¿Qué debo hacer? ¿Debo insistir o dejarla? Si no puedo, si soy un chiquillo, si esta noche, decidido a faltar a su tertulia para coquetear con mi ausencia, me he pasado las primeras horas de la noche paseándole la calle, como un cadete, por el gusto de ver los balcones de su casa y contarlos desde fuera, diciendo: «allí tiene su tocador, allí duerme...». Mira si estaré trastornado...

  —326→  

No he vuelto a casa de la Peri ni pienso volver. Todos me enfadan. Orozco, el ejemplar, el santo, el incomprensible, me es odioso, y todos mis amigos se me han hecho tan antipáticos como Malibrán.

Estoy fuera de mí... Hasta tú me cargas. Te pegaría, creo que te pegaría. Pero en fin, me resigno a no perder tu preciosa amistad. Te perdono la vida. La desesperación y el despecho me inspiran cosas que presumo han de ser enormes disparates. ¡Vaya, que no quererme! ¡Esa honradez de última hora...! El diablo harto de carne... Es una bribona: no, que es un ángel... La adoro por criminal: ¡tremenda antítesis! Si me probara su inocencia, ¿acaso me gustaría menos? Tal vez... Equis, Equisillo, ven por Dios en mi ayuda.

P. D. 22 de Febrero.- Creo que si sigo en Madrid no acabaré en bien. Hoy intenté verla, y se negó a recibirme. Le he escrito. Me devolvió la carta sin abrirla. He tenido un momento de exaltación, que felizmente va pasando. Determino poner tierra por medio. Me voy a Orbajosa. Un día no más necesito para arreglar ciertos asuntos, lo estrictamente indispensable. Saldré mañana en el tren correo, y a media noche estaré en tu compañía. Por Dios, Equis de mi vida, haz todo lo posible para que no salga la música del pueblo a recibirme.



  —327→  

23 de Febrero.

¿Qué es esto, Equis de mi vida? ¿Está escrito que yo he de volverme loco, y que seas tú quien me remate?

Vamos por partes. Hoy, cuando estaba disponiendo mis bártulos, cae sobre mí como un aerolito, mejor dicho, como si desde Orbajosa me arrojasen un canto rodado, el insigne hijo de esa localidad, D. Juan Tafetán, el cual, después de saludarme en tono lacrimoso, participándome que le han limpiado el comedero, y que viene a solicitar con mi ayuda ¡Dios nos asista!, su reposición, me entrega un encarguillo que le diste para mí.

El paquete... Pero no; he dicho que vayamos por partes, y por partes hemos de ir. Pues las quejas que del afligido pecho de Tafetán salieron, partirían una roca. Díjome que esa gente está furiosa contra mí por la indeferencia rayana, en menosprecio, con que, de algún tiempo acá, he mirado los asuntos del distrito. Los encumbrados Polentinos, así como los humildes Licurgos, hállanse acordes en ponerme de hoja de perejil, porque he permitido con mi incuria que los de la oposición se hayan montado   —328→   sobre los nuestros. Estos, es decir, los que fueron míos, celebraron la semana pasada un patriótico meeting para convenir en la forma y manera de darme una silba si tengo la frescura de presentarme en la metrópoli del ajo. ¡Y yo que, en el colmo de la inocencia, creí o temí que saldría a recibirme la música del pueblo con sus desacordados trompetones! ¡Y ya me figuraba oír el restallido de los cohetes que a los aires lanzaría, en homenaje a mi persona, la diestra mano de Frasquito González!

Pero dime tú, ¿es cierto lo que me cuenta este pobre hombre, con el cual no sé qué hacer ni dónde ponerlo, ni cómo consolarle en su tribulación de cesante? ¿Es cierto, di, que en toda esta temporada de angustias, fiebre y diligencias policiacas, no he contestado ni una sola carta de los caciques y gente menuda del distrito? ¿Es cierto que en esto que llamaremos interregno se ha resuelto la cuestión del emplazamiento de la estación del ferrocarril, situándola en Valdegañanes, y dejando a nuestra Urbs Augusta a diecisiete kilómetros de la línea? ¡Bueno se va a poner El Impulsor, que decía no hace mucho que el ferrocarril llamaba a las puertas de Orbajosa con el alerta de las locomotoras, esos centinelas avanzados de la civilización! ¿Y es cierto (el cabello se me eriza al escribirlo) que los de Valdegañanes, esas lumbreras apagadas del obscurantismo, amenazan   —329→   con arrancar de cuajo el juzgado y llevárselo a su término? ¿Es cierto que nuestros enemigos, envalentonados por mi abandono, han secado la fuente de los Chorrillos, llevándose el caudaloso real de agua al abrevadero de Penitentes de San Bartolomé de Abajo? ¿Es cierto que me birlaron el peatón de Fuente los Tojos, y el estanco del tío Majavacas, y que me han dejado cesante a este sin ventura Tafetán? Cierto debe de ser, pues se trae una cara tan compungida que ni la de la Magdalena se le iguala. Pues con estos golpes y la destitución en masa del Ayuntamiento de Villahorrenda, veo por tierra, o a punto de derrumbarse, eso que los representantes del país llamamos el altarito, o sea mi poder político en el pedazo de España que tuvo la honra de elegirme su esclavo y opresor. Ante tal cúmulo de desastres, querido Equis, resuelvo aplazar la visita a mis electores, con el doble objeto de ver si puedo poner algún puntal al consabido altarejo, y de librarme de la serenata que mis siervos y tiranos ¡ay dolor!, me tienen preparada.

Y vamos a lo otro, pues dije que iríamos por partes, y por partes ¡vive Dios!, iremos. Tafetán me entrega un grueso paquete, que me parece, al pasar de sus temblorosas manos a las mías, una caja de bizcochos borrachos. Y he aquí que me digo: «¡Por dónde se le ocurre a este tonto ahora mandarme bizcochos borrachos! ¡Ah! ¡Es   —330→   que necesito medicina dulce y narcótica! ¡Qué talento tiene este Equis!...». Pues señor, abro el mamotreto y me encuentro que contiene papeles. ¡Ajajá! Cinco cuadernos manuscritos, de igual tamaño próximamente, y muy cosiditos con hilo encarnado. Los hojeo con febril curiosidad. Lo primero que me llama la atención es la letra. Yo conozco esta letra... Pero, señor, ¿de quién es esta condenada letra? De Equis no es, y sin embargo me es familiar, familiarísima... Y de una sorpresa grande pasamos a otra mayor. Figúrate cuál sería mi asombro al ver los nombres de Augusta, Orozco, Federico, Malibrán, corriendo en medio de las hojas, pasadas velozmente por mis dedos. Lo que más me maravilla es que la disposición de los nombres a la cabeza de trozos más o menos largos de texto, parece indicar que el contenido de los cuadernos está en diálogo dramático. Me fijo en el encabezamiento de uno de ellos, y veo que dice: Jornada tercera. La portada del primero es lo que remata mi estupor, y desconfío de mis ojos cuando leo: REALIDAD, novela en cinco jornadas. Abro tanta boca que el mismo Tafetán, haciendo un paréntesis en su consternación de cesante con nueve hijos, se ríe de mí.

¿Pero qué es esto, Equis de todos los demonios? ¿Qué drama es este, o qué novela, y quién la ha escrito? ¿Has sido tú? ¿Es un bromazo que   —331→   me das?... ¡Anda, anda! Leo la lista de personajes, escrita en la primera hoja, y me encuentro a toda mi gente. Equis, Equis, explícate, por tu vida, si no quieres que yo acabe de perder la razón. ¿Por qué no acompaña al paquete una carta tuya, informándome del por qué de este extrañísimo y misterioso escrito? ¡Pero si yo conozco la letra... la he visto mil veces, y no puedo en este momento, por el trastorno de mi cabeza, recordar a quién pertenece!... ¡Ah!, ya caigo en ello. La letra es tuya, tuya, desfigurada. No me lo niegues. Tú, que eres de la familia de los Merlines; tú, que posees un poder de adivinación no concedido a todos los mortales; tú, que sabes ver la cara interna de los hechos humanos cuando los demás no vemos más que la cara exterior, y penetrar en las vísceras de los caracteres, cuando los demás sólo vemos y tocamos la epidermis; tú, Equisillo diabólico, has sacado esta Realidad de los elementos indiciarios que yo te di, y ahora completas con la descripción interior del asunto la que yo te hice de la superficie del mismo. De modo que mis cartas no eran más que la mitad, o si quieres, el cuerpo, destinado a ser continente, pero aún vacío, de un ser para cuya creación me faltaban fuerzas. Mas vienes tú con la otra mitad, o sea con el alma; a la verdad aparente que a secas te referí, añades la verdad profunda, extraída del seno de las conciencias, y ya tenemos   —332→   el ser completo y vivo. ¿Es esto así? Dime sí o no, y mientras me arrojo como un hambriento sobre tu Realidad, carguen contigo los demonios, y conmigo también.






ArribaDe Equis a Infante

Orbajosa 24 de Febrero.

Gandul: recibo la tuya, y me apresuro a explicarte el por qué del manuscrito que te llevó el buen Tafetán. Pero ven acá, tonto, ¿es posible que no reconozcas tu letra? ¡Si es tuya, grandísimo idiota! ¿A tal punto has llegado en tu desvarío cerebral que ni conoces tu propia escritura? A esto me contestarás que tú no has compuesto tal drama ni cosa que lo valga, y temerás sin duda que mis explicaciones aumenten el barullo de tu infeliz cabeza. Verás como no; verás cómo te tranquilizas al saber de qué modo natural y sencillo se produjo esa REALIDAD que tanto te pasma, saliendo de tu letra sin que tú pusieras en ella la mano.

  —333→  

Pues verás, hijo mío, qué fenómeno tan fácilmente comprensible para un sabio perspicuo, como lo eres tú, formado en la escuela de la Peri y de otras filósofas peri... patéticas. Atiende bien. Guardaba yo tu correspondencia, perfectamente liada con balduque, en una arca donde suelo meter, para que no me los roben estos pillos, los ajos de la última cosecha. Guardo también cebollas, alguna calabaza, sartas de guindillas, simiente de anís y otros productos de este prolífico suelo. Ya ves que tus cartas estaban en buena compañía. Yo les había puesto un rotulito que decía La Incógnita.

Pues anteayer se me antojó releerlas. Abro mi arca, y... puf. Sin juramento me puedes creer que salía de allí un olor de mil demonios. Echo mano al paquete, y me lo encuentro transformado en el drama o novela dialogada, de tu puño y letra, que recibistes 16 por el buen Tafetán. Comprendiendo que debes leerlo tú antes que nadie, refrené mi curiosidad y allá te fueron las cinco jornadas. Pero qué, ¿no crees en la metamorfosis? Para mí es tan común el fenómeno, y lo he presenciado tantas veces que no me causa sorpresa alguna. Sí, chico, no te quemes las cejas averiguando quién ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.

Qué, ¿lo dudas todavía, y persistes en que yo...? No, hijo, no tengo ese saber de adivinación   —334→   que me atribuyes. El fenómeno que hoy admiras es tan natural como el más corriente que en la Naturaleza puedes advertir uno y otro día. Cuando quiero obtener la verdad del un caso, cojo los datos aparentes y públicos; los escribo en varias hojas de papel, los meto en el arca de los ajos, y a los tres días, hora más, hora menos, ya está hecho.

Aún dudas, ¿verdad? Pues si quieres que yo te crea tu pasión por Augusta, tienes que creerme la sobrenatural y ajosa metamorfosis de tus cartas en novela dramática.

Tu invariable

Equis X.

P. D. Se me olvidaba decirte que haces bien en no venir. Todas las referencias tafetánicas son ciertas. Si pareces por acá, te aguarda una silba en la cual tomaremos parte todos los habitantes de esta ciudad excelsa, lo mismo los brutos que los ilustrados, entre los cuales tengo la inmodestia de contarme. Se han vendido ya en el pueblo cuarenta docenas y media de silbatos. Iré de simple testigo, a presenciar la justa cólera de los ciudadanos, y tu vergüenza y humillación. No te chiflaré, pues ya sabes que yo no toco pito.






 
 
Fin de LA INCÓGNITA
 
 


Madrid. Noviembre de 1888.- Febrero de 1889.