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Correspondencia


Octavio de Silva a su amigo Mauricio Ramírez

Heme aquí en el nuevo mundo, querido Mauricio: mírame con los ojos del pensamiento a millares de leguas del patrio hogar, y de los lugares que tantas veces juntos recorrimos. Mi inquieto ánimo, que de continuo me conduce de un punto a otro sin apenas saber lo que busca, ni lo que desea, debe encontrarse ya satisfecho. El inmenso océano se extiende con sus espumosas montañas entre mi persona y el antiguo continente, donde según decía un filósofo griego tuve la desgracia de que un día que el padre de los dioses estaba de mal humor se le antojara lanzarme a la tierra para que mi voz quejumbrosa aumentara el fastidioso clamoreo de las miserias humanas. Otro clima y otras costumbres me rodean lejos de la metrópoli, y el aire que respiro, perfumado con las ricas emanaciones de la vegetación tropical, alivia mi pecho del penoso fardo que lo abrumaba. Separémonos del teatro de nuestros sufrimientos y se mitigarán en gran parte la violencia de nuestro dolor. Si hubieran arrancado a Pablo del sitio en que todo le traía a la memoria el patético poema de su juventud, tan trágicamente desenlazado con la muerte de su malograda amante, hubiera logrado consolarse de haberla perdido. Pero lo dejaron en perenne contemplación de los escombros del derribado edificio de su dicha, y cubriéndose su alma del eterno luto que destruye la fortaleza moral descendió a la tumba antes de haber vivido.

Amigo Mauricio, tú sabes que también yo, aunque no cuento la temprana edad de Pablo, ni riego con mi lloro la huesa de tierna y malograda beldad, he necesitado huir de mis domésticos penates para no sucumbir prematuramente a los aciagos recuerdos que me representaban. Dotado de un alma altiva, apasionada e impresionable en sumo grado, he pedido siempre la felicidad a las afecciones íntimas, juzgándolas los únicos goces capaces de satisfacer al hombre sensible. Mas ¡ay! que la adversa suerte se ha propuesto burlar mi moderada   -146-   ambición proporcionándome continuos desengaños. El amor me ha vendido cruel, y la amistad no me ha tratado con mayor benevolencia. Sólo tú la has comprendido tal como la sentía yo, simpática, pura, desinteresada y al abrigo de las vicisitudes de una pasión más vehemente; tú sólo al verme llorar has mostrado al par en tus ojos piadosas lágrimas, y que tu honrado cariño, pronto a dirigirme severos reproches cuando mi natural fogosidad me arrastraba a cometer imprudentes acciones, reservaba inagotables consuelos para mis horas de amargura. ¡Oh Mauricio! Sin tu apoyo ya este infeliz no existiría. Tu firme y serena razón ha sostenido como robusto báculo las debilidades de mi carácter caprichoso y descontentadizo; tu amiga mano me ha guiado hacia la luz en el momento en que iba mi locura a precipitarme en un abismo de tinieblas; tu voz recta y tranquila ha calmado a menudo mis borrascas mentales. Por eso sincera gratitud se mezcla con el afecto que te profeso y el velo de reserva que oculta mi corazón a la mirada de los otros desaparece ante las tuyas.

No lo ignoras, Mauricio, el ridículo ha sido siempre en mi concepto el arma más temible que conocemos; la idea de que a mi paso hubiera cuchicheos y risas me ha sobrecogido en todas épocas como la peor de las calamidades. En lo único que tu grave y sensata voz me ha encontrado rebelde es cuando me has repetido «Respeta la opinión y el decoro social sin declararte sumiso esclavo de las preocupaciones». ¡Ah! Lo que tú de preocupaciones calificas forma parte de ese decoro y esa opinión. Puesto que residimos entre nuestros semejantes correspóndenos mirar bajo el mismo punto de vista que ellos los lances de la comedia de la vida. ¿Qué importa que dos o tres individuos aislados comprendan que el actor que en el teatro del mundo excita carcajadas de desprecio debiera más bien causar compasión si al atravesar el escenario prorrumpe el público en dicterios y silbidos? ¿Qué importa que penetremos el frecuente desacierto de los humanos juicios si mientras tanto nos guiamos por sus decretos? En vano me repetirás que es necia y vituperable preocupación burlarse del marido a quien engaña su esposa, e infligir a la víctima el castigo que merecen los culpables violadores de la fe conyugal. A pesar tuyo al presentarse en mártir te sonreirás también, lo contemplarás con desdeñosa lástima y la preocupación te avasallará como al vulgo irreflexivo. He citado este ejemplo en vez de otro cualquiera26 para probarte que nunca reuniremos suficiente acopio de razón y filosofía para sobreponernos a la aprobación o a la crítica de la sociedad.

Convengo contigo en que llevada al exceso esa deferencia hacia el dictamen ajeno degenera en moral esclavitud, en flaqueza que nos condena a inmolar nuestra voluntad y nuestros gustos a un mundo que no nos suministra la ventura apetecida. Pero ¿qué quieres? En cuanto a mí he recibido de la Naturaleza una índole desdichada que agrega esa imperfección a otras muchas, y aunque el hombre se modifica con la edad no cambia enteramente de ideas y carácter.

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Al tenaz deseo de aprobación que me subyuga, uno yo un descuido en vigilar los accesorios de que depende mi reposo que ha originado las tormentosas luchas de que he sido víctima, borrascas cuya intensidad ha mezclado prematuras canas con mis negros cabellos y mortales desengaños con las ilusiones de mi impetuoso corazón. Probablemente habrás olvidado cuan sinceramente amé a Carmen, la desleal consorte que me vendió como Dalila. La pasión que encendió en mi pecho su falaz encanto se asemejaba al primer capullo que desarrolla en el árbol el benigno aliento de la primavera, al primer trino del pajarillo que ya ha llegado a la época de su vigor, a todo lo primero en fin, que es siempre más fresco y puro que lo que viene después. Carmen al par me amó entonces; todavía lo creo a despecho de su subsecuente perfidia. Pero férvido en mis sentimientos, capaz de llevar hasta el delirio mi afecto a una mujer, pronto a hacer por ella grandes sacrificios, carezco sin embargo del arte que otros poseen para ocuparse de su ídolo sin cesar, para manifestarle con mil pequeñeces su rendimiento, para ser lo que vulgarmente se llama cavaliere servente de una hermosa. Desde que juré eterno cariño a Carmen y recibí su ardiente promesa de invariable fidelidad descansé como en un tesoro seguro en la duración de nuestra conyugal ternura. Parecíame en mi ofuscación que una sonrisa, una mirada, una confianza completa bastaba a revelar a mi compañera mi grata constancia. Necio de mí, que no consideraba que la mujer prefiere a todo el halago de su vanidad, agradece más los frívolos obsequios que se le prodigan en público que un culto reservado, e insaciable tratándose de su amor propio no nos perdona que la presentemos a los ojos ajenos como olvidada y desatendida.

No contenta Carmela con poseer mi corazón indignose de que todos no vieran cuan sujeto en sus cadenas me tenía. Sorprendido a menudo en el círculo de brillante festejo con el aire disciplente y desabrido de su semblante, aproximábame a ella solícito para preguntarle si se hallaba indispuesta, y apenas escuchaba su respuesta negativa apartábame de su lado de nuevo para hablar con mis amigos sin sospechar el amargo despecho que suscitaba en la engreída beldad mi conducta. Perteneciendo, por desgracia, mi esposa al número de las criaturas que prefieren parecer felices a serlo, necesitaba un infatigable adorador que murmurara de continuo en su oído frases lisonjeras, que se apresurara a ocupar el asiento junto a ella vacante, y que no sintiera nada para expresar mucho a la faz de los indiferentes. Dotada de índole menos vulgar, lejos de molestarse con mi comportamiento me hubiera dicho reconocida: «No profanemos, querido mío, nuestro inefable amor despojándolo del púdico velo que tantos hechizos le comunica. El sentimiento que se expone a todas las miradas pierde, como la flor azotada por el vendaval, su exquisito perfume. Las afecciones que reservamos son siempre las más profundas, y dos almas que se comprenden guardan para sí solas sus mutuos desahogos con tanto afán como el avaro sus riquezas».

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En lugar, repito, de dirigirme este sensato lenguaje, demasiado frívolo para apreciar mi discreción, Carmen buscó culpable entretenimiento a su fastidio. Tú escuchaste, Mauricio mío, los clamores de mi desesperación y mi vergüenza cuando descubrí que un mozalbete indigno de interesar a una mujer capaz de respetarse a sí propia había deshonrado mi hogar. En mi primer ímpetu de furor resolví matar a los criminales, enseguida los desprecié. Pero el mundo se informó de mi oprobio y aún abrasa mi frente el rubor que me causa la menor alusión a las páginas funestas que desearía borrar del libro de mi vida a costa de toda mi sangre.

Me separé de Carmela, la abandoné a su miserable destino, y mi rigor contribuyó quizá a su prematura muerte. La infeliz sucumbió a una rápida tisis. ¡Qué Dios haya perdonado su alma pecadora! También yo la perdoné en consideración a que me devolvió pronto mi libertad.

Nací con un signo fatal: no me queda duda. A pesar de la sinceridad con que he amado no he podido encontrar leal correspondencia en el amable sexo que nos proporciona la dicha. Tú conoces el deplorable27 lance que acaba de inducirme después de la catástrofe referida a abandonar en la madre patria alto y lucrativo empleo para trasladarme a América con la pequeña renta que heredé de mi familia a fin de huir a cualquier costa del teatro de mi segunda afrenta. El tiempo había comenzado a cicatrizar la herida abierta en mi pecho por la falsía de Carmen. Entonces trabé amistad con una joven a quien juzgué destinada a concluir de verter benéfico bálsamo sobre la antigua llaga. Esbelta, rubia, dotada de candoroso aspecto, Beatriz me pareció un ángel de luz que Dios, apiadado de mi infortunio, me enviaba para consolarme de lo pasado. Una rosa blanca no encierra mayor pureza que el rostro de aquella niña, tímida y delicada en su exterior como la sensitiva. Deposité en su cariño mis postreras esperanzas, la bendije como a la fuente de mi resurrección moral, y preparé gozoso la guirnalda de virginales azahares para su casta sien. En vano han cantado los poetas la inefable magia del amor primero; yo creo que el último es el más bello siempre. Mi corazón, que temía haber agotado todas sus ilusiones en el culto insensato que tributó a Carmela, halló nuevas fuerzas para adorar a Beatriz. Nacido bajo el sol cálido de Andalucía, la sangre árabe que circula por mis venas me suministra fácilmente las felicidades y los tormentos de la pasión. Otros pueden vivir fríos, apáticos, indiferentes para cuanto no posea relación directa con los intereses de su conveniencia positiva; yo necesito amar algo para considerar la existencia un beneficio. Ni la ambición, ni los locos placeres logran dominarme hasta el punto de que se extinga en mi interior la intensa sed de más dulces emociones. La nada de los bienes a que la codiciosa multitud otorga tanto precio resalta de continuo a mi vista perspicaz, y sólo los deleites del alma, que lo mismo nos colman de gozo en miserable choza que bajo artesonada techumbre, realizan mis aspiraciones secretas.

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Ínterin tuve fe en la simpatía, las virtudes y la sinceridad de Beatriz, fui tan venturoso que no hubiera cambiado mi suerte por la de un potentado. Alegre como el ave que dispone su nido ocupábame en arreglarlo todo para nuestra indisoluble unión cuando un antiguo condiscípulo mío, regresando de sus viajes por país extranjero, me encontró dedicado a tan plácida tarea. En la efusión de mi dicha, pues ésta ansía desahogarse en voces lo propio que el dolor, anuncié a Gustavo mi próxima boda. Al darme cordialmente la enhorabuena me preguntó el nombre de mi desposada. Apresureme a revelárselo y al descubrir que se trataba de Beatriz estremeciose como si le hubiera mordido una serpiente. Entonces con honrada indignación me participó que aquella joven era una azucena marchita por corrupción temprana, un tipo poco común de refinada hipocresía, una mujer en fin que despojada de su inocencia y abandonada por el autor de la deshonra buscaba un encubridor de su extravío. Los datos que me presentó en garantía de su terrible acusación encerraban incontestable certidumbre. El mismo depravado mancebo que había perdido a Carmen perdió a Beatriz, valiéndose de los artificios de una precoz perversidad, a la cual cínicamente sirvió de auxilio la familia de la víctima, dejando sin apoyo su flaqueza para luego obligar al seductor a conducirla al altar. Pero el malvado después que hubo, con sagaz cautela, cumplido sus diabólicos proyectos desapareció del teatro de su traición sin que el público, alucinado por su carácter hipócrita, que comunicó a su desventurada cómplice, sospechara lo ocurrido.

Tú asististe, Mauricio, al espectáculo de mi agonía al cerciorarme de que Gustavo, informado, no importa cómo, de la abyección secreta de Beatriz me la había descubierto a tiempo. Loco de celos, dominado por la natural impetuosidad de mi organismo, me apoderé de un acero homicida para sumergirlo en mi pecho luego que lo hubiera teñido en la sangre de la pérfida joven. Tú me lo quitaste de las manos, contuviste mi furor y me embarcaste para América a despecho de mi desesperada resistencia. Calmados en la travesía mis violentos arrebatos siéntome hoy tranquilo como el enfermo que triunfando de la grave dolencia que amenazó arrojarlo al sepulcro torna abatido y asombrado a formar parte de los vivientes. La convalecencia me ha sumido en una especie de estupor que embota la memoria de mis recientes penas. ¡Ay! ¿Debo acaso agradecerte lo que acabas de hacer por mí? ¿No me aguardan todavía dolores que no hubiera experimentado si tu cruel piedad no se hubiera opuesto al trágico desenlace de mis angustias íntimas?

Sea como fuere, confieso que la casualidad me ha castigado por mi lado débil. Por lo mismo que tanto temo el escándalo mi esposa me vendió, y enseguida la amante con que pretendí reemplazarla quiso aumentar el rastro impuro que dejara la adúltera bajo mi techo eligiéndolo para asilo de sus anteriores torpezas. ¡Cuántos, sabedores de su aventura con su corruptor, se habrán burlado   -150-   de mi candidez! ¡Cuántos habrán atribuido mi necia confianza a cínica indiferencia hacia el honor sacrosanto! ¡Y cuántos me habrán tomado por objeto de sus sarcásticas conversaciones!

Pero desviemos de mi mente los acerbos recuerdos que tornarían a oprimir con insoportable28 peso mi corazón. ¡Engañosa Beatriz! Ocultar un espíritu lleno de culpables dobleces bajo aquel modesto rostro, aquellos ojos siempre inclinados y aquel ademán revestido de virginal timidez. ¡Oh! En adelante no creeré ni en los ángeles.

Adiós amigo, comencé esta carta proponiéndome hablarte de la gran ciudad cubana donde me encuentro ahora y únicamente me he ocupado de memorias tristes. Perdona a un alma intranquila que lance los gemidos de su interior desasosiego. ¡Beatriz fementida! ¡Ah! Cuando hemos amado de veras no consigue tampoco la razón que olvidemos pronto. En vano a mí propio me repito que la mujer que acaba de exponerme al vilipendio público no merece que mis ojos la lloren. Fui feliz ínterin no dudé de ella y necesito tiempo para habituarme al vacío que experimento en la actualidad. Apenas me haya serenado te referiré mis observaciones respecto a esta floreciente Antilla. Mientras tanto ruega a Dios por el hombre abatido y desengañado que desde lejos te saluda afectuosamente y ya sólo aspira en la tierra a cesar de padecer, como el único bien que se halla a su alcance.

El mismo al mismo

Es en verdad La Habana una de las ciudades más ricas, comerciales y moderadas del universo. Persuadidos sus habitantes, como Chateaubriand, de que en la costumbre reside la corriente de la duradera dicha ignoran las turbulentas pasiones, las inquietudes y sed de cambios que producen en la mayor parte de las grandes poblaciones europeas frecuentes alborotos destinados a colocar hoy la autoridad gubernativa en las manos de que la arrebataran ayer. La juventud del país, más afecta a los ramos de la paz que a los laureles de Marte, se ocupa sobre todo de su bienestar positivo con prematura sensatez, reduciendo sus placeres en general al círculo de orden en que giran todas sus acciones. Cortísimo es en la capital cubana el número de esos jóvenes a quienes llamamos truenos en la Península, porque tienen a gala gastar su dinero, reputación y salud en desenfrenadas orgías. Aquí no va nadie por la noche a los cafés a discutir cuestiones políticas, ni a obsequiar a Baco con vergonzoso exceso. Como si el ardor del clima destruyera la turbulencia caprichosa que agita el cuerpo y el alma en otras regiones, la temprana edad limita en La Habana sus recreos a pasear en carruaje por las tardes, a bailar durante el verano en los pintorescos pueblos   -151-   de las cercanías, a visitar en el invierno los teatros, y a tener algún ídolo amado en quien pensar, con seriedad o de paso, pues aquí las niñas de trece abriles ya suspiran sentimentalmente y los adolescentes de quince ya han comenzado a tributar incienso a la hermosura.

El interior de La Habana, a pesar del lucido aspecto que de noche ofrecen muchas de sus calles iluminadas a causa de los magníficos establecimientos mercantiles, construidos29 a ambas de sus aceras, como si en ellas se celebrara perennemente alguna fiesta nacional, es triste y sofocante; pero la parte que se extiende fuera de murallas es vasta, despejada y alegre. Desde que, atravesando las puertas se halla, uno en el amplio espacio lleno de fresco verdor llamado «Alameda de Isabel II», y contempla ante sí el transeúnte el suntuoso teatro30 de Tacón, cerca del cual principia una serie de altos, nuevos y cómodos edificios, el alma se ensancha, los ojos se recrean, y el perpetuo movimiento de los infinitos carruajes que van y vienen, particularmente los días festivos, conduciendo en su seno grupos de cubanas beldades coronadas de rosas, vestidas de ligeras gasas y con la sonrisa del contento en los labios de coral, distrae el ánimo más preocupado. También yo suelo mezclarme con la multitud pedestre que sigue con ansiosa mirada en las tardes de los domingos el inmenso y doble cordón de raudos vehículos que circula bajo los árboles del citado paseo, ostentando la elegancia y lujo de sus dueñas31; yo también me deleito admirando los atractivos de esas ninfas de dorada tez, negras pupilas y pie diminuto, a quienes solo un corazón enfermo y gastado como el mío puede rehusar homenaje de amor. Bellas indianas, poéticas flores de la virgen Antilla, valiosas joyas de un mundo más joven y fértil que aquel en que nací. Perdonadme si únicamente os concedo la ofrenda de una alabanza respetuosa. En otro tiempo mi alma ardiente y sensible os hubiera adorado con el entusiasmo de que sois tan dignas. Pero llegué tarde a las benignas playas que os producen; dos mujeres menos amables que vosotras marchitaron para siempre las ilusiones de mi vida, y nada perdéis tampoco en que no suspire a vuestras plantas un hombre ya desencantado por la experiencia de sus treinta y dos estíos.

Has acertado, Mauricio, enviándome tan lejos para salvarme de la desesperación. Nada es tan favorable al olvido como la distracción de los viajes. Aunque me siento todavía desanimado y melancólico ya no experimento el misántropo tedio que antes me mataba. Ayer al vestirme me miré al espejo y me sorprendí no distinguiendo ya en mi exterior el vituperable abandono que me comunicara la desgracia. He vuelto a ocuparme involuntariamente de mi persona como cuando pretendía agradar. Dios sabe que siempre me he reído con indiferencia32   -152-   oyendo elogiar mi figura. Pero el cuidado tributado al decoro físico no debe confundirse con la presunción, y la costumbre me ha hecho recobrar mi traje arreglado desde que ha disminuido el desorden de mis pensamientos.

La generalidad de las casas de La Habana es de un solo piso, sobre todo en extramuros. No tienes, Mauricio, idea del aire familiar, digámoslo así, que esos sencillos edificios, abiertos por la noche a las miradas de los que pasan, dan a la población. Basta por consiguiente recorrer las calles para encontrar solaz y placer. A través de la reja, cien y cien beldades reclinadas en el cómodo columpio, verdadera hamaca del sexo delicado bajo la zona tórrida, hechizan al transeúnte, que puedes verlas hablar jovialmente con sus amigos, reír, bailar y tocar el piano, huésped indispensable de toda decente sala habanera. Ese modo de construir las casas facilita las relaciones de sociedad. Altos muros y tupidos cortinajes no se interponen aquí, como en Europa, entre el habitante del país y el forastero, que contemplando desde luego el aspecto más o menos simpático que presenta cada hogar doméstico elige a su antojo las amistades que frecuentar desea.

Pero distraído, refiriéndote generalidades he dejado para el postscriptum, como las mujeres, lo más interesante que me ha sucedido desde que huello la tierra joven y fecunda descubierta por el gran Colón. Has de saber que forma parte de los paseos públicos situados en el recinto de La Habana, uno llamado Alameda de Paula, aunque ni un solo árbol la sombrea, pues dicha alameda se reduce a un espacio enlosado y circuido de verjas de hierro y bancos de piedra que se extiende a orillas del puerto. Durante las noches de luna ofrece ese lugar intensas delicias a las almas tristes y contemplativas como la mía. El vasto horizonte que desde allí se percibe confundiéndose misteriosamente con las profundidades del mar, los innumerables bajeles anclados en la hermosa bahía elevando fantásticos sus arboladuras bajo la etérea bóveda, salpicada de relucientes estrellas, o de blancas nubecillas, la consoladora brisa que después de un día ardoroso circula en aquel punto derramando grata frescura, la quietud, el silencio, todo sumerge el ánimo en la vaga abstracción que sin asemejarse al placer, ni tampoco a la pena, participa de ambas sensaciones. Mientras la multitud acude a la Plaza de Armas, donde hay retreta a menudo, yo voy a la Alameda de Paula a meditar melancólicamente, a abandonarme a la corriente de mis pensamientos, con frecuencia vagos e indefinibles. Sentado en un banco, fija la vista en el vacío, y escuchando sin oírlo el rumor de las pequeñas olas que levanta el terral nocturno en derredor de los buques, inmóviles como viajeros fatigados, me traslado a lo pasado de tal manera que no siento el curso de las horas. Carmela, Beatriz, las ilusiones de mi desvanecida juventud y el desencanto de la realidad actual me embargan completamente; el tiempo huye sin que lo advierta yo, y a no resonar de improviso los monótonos acentos del sereno anunciando   -153-   las once o doce de la noche, creo que me olvidaría de ir a buscar el reposo junto a mis penates.

No ha mucho que absorto más que nunca en mis tétricas ideas hallábame allí repasando mentalmente las dolorosas páginas de mi oscura vida. Al reflexionar, como de costumbre, en la nada de nuestra existencia transitoria desprendíase de mi corazón a impulsos de sombrío desaliento, de una convicción tenaz de que jamás libarán mis áridos labios la copa de la verdadera dicha, el involuntario apego a la tierra que a ella nos une por tantos lazos difíciles de cortar. Huérfano, solo, desamado, errante en el mundo sin entusiasmo ni deseos ¿qué esperanzas me ofrece por cierto mi carrera futura que valgan la pena de continuarla para llegar un poco más tarde al inevitable término del sepulcro?, pensaba yo, Mauricio. ¿Qué hacer para encontrar al fin paz y descanso duradero?

-¡Morir! ¡Morir!, exclamó con fuerza una voz que creí el eco de mi silencioso monólogo.

Volví los ojos hacia el lado de donde partía y una mujer vestida de blanco pasó ante mí como la visión de un sueño. Figurándome casi que era un fantasma creado por el desorden de mi imaginación la seguí con mi atónita mirada. La vaporosa sombra se dirigió rápidamente a la verja que separa la alameda de la bahía, se arrodilló en humilde actitud, permaneció varios minutos con las manos juntas y la frente inclinada y subiéndose a la baranda después se arrojó al mar.

-¡Un suicidio!, grité, sacudiendo el estupor que me embargaba para precipitarme en el agua tras ella.

Llegué a tiempo de asirla por su traje cuando iba a hundirse, ínterin mis clamores llamaban la atención de los marineros de un bote que bogaba a corta distancia.

Atendió la embarcación a mis acentos y nos recogió. Deslizando algunas monedas en la mano de sus tripulantes les impuse silencio respecto a una acción desesperada que podría desacreditar a la infeliz que la había cometido, miembro tal vez de familia respetable y decente. Regresamos a tierra y a los pocos minutos quedé solo con la desconocida, a quien acababa de salvar del peor de los crímenes para con el Ser Supremo.

Empapada en agua, desfallecida, doblada la cabeza sobre el pecho, apoyábase en mi brazo aquella otra víctima del infortunio, muda a impulsos sin duda de un dolor demasiado hondo para exhalarse en exclamaciones inútiles.

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-¿A dónde debo, señora, conducir a Vd.?, le pregunté, sin distinguir sus facciones, cubiertas por un gran mantón blanco que la envolvía de pies a cabeza, y que la humedad había ceñido a su talle, marcando puras, esbeltas y juveniles formas.

-A mi domicilio, contestó con una voz cuya dulzura hizo vibrar en mi corazón una cuerda simpática.

Después, echando a andar con velocidad febril, atravesó las principales calles de la ciudad hasta detenerse extramuros ante una casa de alto cuyo exterior anunciaba la opulencia. Entonces33 llamó como impaciente a sus puertas, cerradas a causa de lo avanzado de la hora, y mientras venían a abrir apartó un poco su mantón mojado para examinarme el rostro con una curiosa mirada que sentí sin ver.

-Aunque me ha perjudicado Vd. conservándome una vida que me pesa agradezco su intención, que ha sido la de hacerme un beneficio, exclamó nuevamente con el acento melodioso que me conmovía. Adiós, y que el Cielo en recompensa de la filantrópica piedad de Vd. lo libre de las amarguras que me han arrastrado al culpable arrebato que vitupera Vd. interiormente.

Hablando así se volvió con viveza hacia una mujer de color que acababa de salirle al encuentro gritando desolada: «¿Eres tú, Ambarina?» la mandó callar con un ademán imperioso y desapareció en la casa, cuya puerta tornó a cerrarse tras ella, dejándome antes percibir a los destellos de los faroles del alumbrado público dos admirables ojos deslumbrantes como el relámpago, una dorada tez y el óvalo puro de un rostro que probablemente posee muchas otras bellezas.

¡Ambarina! He aquí un nombre gracioso y singular. ¿No te parece tan extraordinario, Mauricio, como la aventura que te ha narrado? Pues ¿cómo comprender que una joven hermosa y rica ansíe la muerte a despecho de sus ventajas hasta el punto de cometer la sacrílega acción que a mí, hombre resuelto, me ha arredrado siempre que se me ha ocurrido? ¿Cómo persuadirse de que mora en esa brillante flor un gusano tan devorador y cruel que la induzca a desafiar la ira divina con tal de escapar a sus mordeduras?

¡Ay! La pobrecilla sufre quizá los propios tormentos que a mí me han ulcerado el pecho. El amor, eterno martirio de la temprana edad, la habrá engañado, vendido, sepultado en el infierno que yo conozco, y sintiéndose demasiado débil para soportar los males de que he triunfado yo, ha querido refugiarse para evitarlos en el frío seno de la Parca. Sí, tal vez he sido inhumano restituyéndola   -155-   a la existencia y condenándola por consiguiente al inmenso vacío, al tedio misantrópico, a la acerba desconfianza que de nosotros se apoderan cuando nos han hecho traición las afecciones que juzgábamos santas, generosas e invariables.

¡Ah, jovencita! No me maldigas si algún día con el alma helada por una soledad más lúgubre que tu actual desesperación, con la hiel del resentimiento en tu espíritu, torturado por los agravios de tus semejantes, murmuras sollozando: «¡Ojalá hubiera perecido la noche en que las olas rodearon como una espumosa mortaja mi cuerpo de virgen!».

Porque mi desconocida, Mauricio, exhala de toda su persona, como los azahares del naranjo, el aroma divino de la castidad que nada ha perdido aún de su poesía. Me atrevo a sostener que no es casada, ni viuda, y que únicamente el amor ideal ha ardido en aquel seno turgente y delicado.

¡Ah! ¡Ah! Permite que me ría, amigo, de los castillos en el aire que forma mi imaginación para realzar a una mujer que apenas he visto, y que por cierto no se me ha presentado bajo un aspecto muy recomendable, volviendo impía mano contra su vida, de que sólo puede Dios disponer. Me creo desencantado, muerto para la juventud, la esperanza, el entusiasmo y las gratas emociones, y me apresuro sin embargo a concebir ilusiones nuevas y locas. ¡Mísera humanidad! Tus proyectos y palabras se parecen a las letras trazadas sobre movediza arena, que el menor soplo de viento basta para borrar. Y osamos hablar de nuestra firmeza, de la profundidad de nuestras impresiones, de la duración de nuestros sentimientos. ¡Jactancia de fatuos, orgullo de necios, alucinación de dementes!

La reflexión calmó pronto la efervescencia de mi incorregible corazón, siempre ansioso en su imprudencia de proporcionarse sensaciones apasionadas. Torné a caer en el marasmo que me ha inspirado la desgracia, y que generalmente pertenece a los que, como yo, necesitan violentas sacudidas para hallar en el mundo halagüeños alicientes. Cuando no vislumbro ante mí alguna perspectiva risueña, algún inefable ensueño cuya realización preocupe todas mis potencias, me pregunto a mí propio para qué vivo. Lo positivo hasta ahora ha dejado en todas las circunstancias de mi existencia algún vacío penoso que me ha impedido considerarlo de felicidad. Por eso, ofendido gravemente34 por las dos mujeres en cuya ternura quise encontrarla completa, he llegado a veces a pensar que han dimanado de mi carácter los desastres que más lamento. Confiado y tranquilo en sumo grado desde que juzgo correspondidas mis afecciones, olvido que el amor es una planta preciosa que exige esmero exquisito para no marchitarse. Así, descuidando el delicado capullo que para perfumar mis días brotara en el pecho de Carmen, permití apático que otro me lo arrebatara. Demasiado impetuoso para acordarme del porvenir cuando ese mismo amor, tan pacífico después,   -156-   a inflamarme comienza no me detuve a examinar la índole ni los antecedentes de Beatriz para creerla enseguida un ángel, convertirme en esclavo de sus artificios y hacerla depositaria de mi dicha futura. Ya ves, Mauricio, que por lo regular comprendo algo tarde los riesgos de mi negligencia, o de mi entusiasmo exagerado. Trataré no obstante de no incurrir en ninguno de ambos extremos para con la misteriosa Ambarina.

A pesar de no haber principiado todavía junio, reina ya en la bulliciosa capital cubana sofocante temperatura. A toda prisa, pues la abandonan las familias más acomodadas para trasladarse a Guanabacoa, el Cerro, Puentes Grandes o Marianao, frescos pueblos de las inmediaciones a propósito para pasar la temporada veraniega. La costumbre y la moda, tan influente en todos los civilizados países, tienen tanta parte como el calor en esa emigración al campo. Apenas empieza el sol a ostentar su omnipotente fuerza ya las mamás experimentan el reumatismo crónico y las niñas los ataques de nervios que obligan al jefe de la casa a mudar sus dioses domésticos a cualquiera de los referidos puntos donde se reúne la multitud elegante durante el estío. En ellos, se pasea, se toman salutíferos baños, se verifican a porfía privadas tertulias, y se baila los días festivos en glorietas abiertas a los céfiros nocturnos, al aroma de las flores de los prados vecinos y al fulgor de las radiosas estrellas de la zona tórrida. Las risueñas habaneras llaman la atención en esos sencillos templos de la alegría por la gracia de sus vestidos de diáfano tul, o de ligera gasa, y sobre todo por la simpática hermosura. Casi todas profesan vehementemente afición a la contradanza del país, baile voluptuoso y pausado que respira la muelle seducción a la vez que la ardiente poesía del clima tropical. A compás de su monotonía encantadora balancean las hijas de Cuba con púdico donaire sus talles flexibles como los bambúes indianos que crecen a orillas del límpido Almendares, o del romántico Yumurí, y te repito, amigo, que se necesita llevar como yo la coraza del desengaño sobre el pecho para no embriagarse con el irresistible atractivo de tan amables ninfas.

He abierto nuevamente esta carta, que ya había cerrado, para decirte: «Mauricio, la he vuelto a ver». Ayer justamente asistí en Puentes Grandes, el más bonito y pintoresco, en mi opinión, de los pueblos de la temporada campestre, a una fiesta que se efectuaba en su espaciosa y ventilada glorieta. Se da aquí tal nombre a un vasto salón al aire libre, techado con casi rústica simplicidad, sostenido por pilares de madera y engalanando las noches en que la orquesta atrae a su recinto a los partidarios de Tersícore con las afiligranadas hojas de la palmera indiana mezcladas con guirnaldas de silvestres florecillas. Perfectamente iluminada ayer la de Puentes Grandes brillaba a fuer de mágico oasis en medio de las sombras de los próximos campos. Multitud de delicadas señoritas, cuyos trajes de vaporosas telas blancas, rosadas y azules las asemejaban a bandadas   -157-   de mariposas desplegando sus abigarradas alas a la claridad de las lámparas deslumbradoras, bailaban con el entusiasmo de costumbre, y recité a compás de la seductora música los siguientes versos de Palma, uno de los más distinguidos poetas de la gran Antilla:


    Los aires rompe el ruido
de la nocturna fiesta:
¡oh! ¿Qué impresión es esta,
qué mágico sonido,
qué plácida embriaguez?...
    Es la cubana danza,
y al escuchar sus sones
mis muertas ilusiones,
mis sueños de esperanza
¡renacen a la vez!



En efecto, Mauricio: mi pecho acababa de palpitar con una aceleración en completa armonía con las estrofas del inspirado bardo. Las cenizas que lo llenaban se desvanecieron bajo el fuego entre ellas oculto. Una joven vestida de blanco paso ante mí deleitándome con el aroma que exhalaba su flotante ropaje. Apenas vislumbré los chispeantes fulgores de sus ojos negros y la dorada finura de su tez sin igual, una conmoción eléctrica trastornó mis potencias. Iba acompañada de un anciano y de otra señorita que al pronunciar el nombre de «Ambarina» aumentó la agitación de todo mi ser. Deslizándome por medio del gentío corrí a colocarme frente a la recién llegada, que se había sentado junto a los floridos festones que ornaban la glorieta. ¡Era ella! La mujer a quien impedí suicidarse la noche que me paseaba en la Alameda de Paula, la desventurada a quien saqué de la bahía helada, trémula y próxima a la muerte...

Además de la admiración que me causaba su tropical belleza impelíame la curiosidad a examinarla con atención escudriñadora. ¿Qué motivos podían haber inducido a tan magnífica criatura a buscar un sepulcro prematuro? Para saberlos interrogué respecto a su posición social a varios individuos que me rodeaban. Todos me respondieron unánimemente que Ambarina es la única heredera del gran caudal de su difunto padre, un tal Don Diego de Alarcón, miembro de una distinguida familia de la Península, y que iba a casarse con uno de sus parientes que le hacía la corte con asiduidad cuando rompiendo de improviso el proyectado matrimonio prefirió entregar a su ex-futuro la parte de sus bienes que Alarcón le designó en su testamento, caso que su hija se opusiera a su ardiente anhelo de enlazarlos, a aceptarlo por dueño y consorte.

-Si Ambarina ha frustrado por su propia voluntad la dispuesta boda, pensé sorprendido, no puede dimanar de pena de que no haya llegado a realizarse su   -158-   violento atentado. ¿Qué misterio oculta en consecuencia esa frente tan noble, ese rostro tan apasionado a pesar de su inmovilidad y esa actitud tan altiva no obstante su modestia?

A fuerzas de mirar a la extraña joven logré magnéticamente que sus ojos hacia mí se volvieran. Chocaron un momento sus brillantes pupilas con las mías y sin duda me reconoció, pues el ámbar de su cutis adquirió la palidez de la muerte para enseguida teñirse de un carmín que comunicó a su hermosura resplandor extraordinario. Pero después en vano proseguí tratando de excitar su atención. Su mirada se cruzó con la mía con tranquila indiferencia. O el deseo me había alucinado y la emoción de Ambarina fue casual, o se había propuesto firmemente no manifestar que me conocía.

Me guardé bien de invitarla a bailar, temiendo una repulsa. Poco aficionada al parecer al entretenimiento que llamó Luis XIV placer de los locos, cuando su edad y sus piernas gotosas no le permitieron ya participar de él, sólo a la avanzada hora en que el salón campestre comenzó a despejarse consintió en ponerse en las filas de la contradanza. ¡Bendita casualidad! Un amigo mío era su compañero. Entonces suplicándole me dejara dar algunas vueltas con la bella joven puse resueltamente mi brazo en torno de su elegante talle, estreché la punta de sus afilados dedos con mi mano temblorosa, le expresé con los ojos que por mi parte me acordaba perfectamente de lo acaecido en la Alameda de Paula y añadí por medio del mismo lenguaje mudo que me encontraba de nuevo dispuesto a exponer mi vida por salvar la suya. Al verme de repente a su lado, una exclamación de terror, de sorpresa o de alguna otra impresión profunda expiró en los labios de Ambarina, la cual, obligada a apoyarse en mi hombro para sostenerse:

-Me siento mala, murmuró. Tenga Vd. la bondad, caballero, de conducirme a mi asiento.

Aunque la obedecí solícito al colocarla en su silla me apresuré a ocupar otra inmediata. Ambarina me contempló con un sobresalto35 singular y dirigiéndose al anciano con quien entrara en la glorieta36:

-Don Lorenzo, le dijo, quisiera retirarme. ¿Dónde está Inés?

-Bailando. Apenas termine la contradanza nos marcharemos. Demasiado tiempo me ha detenido aquí esa locuela inconsiderada, contestó el anciano de mal humor.

Entonces Ambarina, imposibilitada de emprender la fuga, volvió el rostro a otro lado y se puso a observar a los bailadores.

Ofendido con su desvío descortés determiné en venganza entablar de golpe la conversación.

  -159-  

-Creo, señorita, que no es ésta la primera vez que nos vemos, le dije en voz baja. ¿Ha olvidado Vd. tan pronto la Alameda de Paula? El ligero servicio que tuve la dicha de prestar allí a Vd. debiera inducirle siquiera a no volverme la espalda.

-¿A qué servicio alude Vd., caballero? No le entiendo a Vd., replicó la joven, cambiando de actitud para lanzarme37 de frente una fulminante mirada. En cuanto a los favores que se reprochan no merecen excitar gratitud alguna.

-Señorita... yo... pues... sentiré que Vd. me juzgue mal; pero...

-Gracias a Dios que concluyó Inés, exclamó Ambarina interrumpiéndome, levantándose y acudiendo al encuentro de una simpática sílfide que hacia ella se dirigía. Vamos, ninfa de Tersícore: recuerda que yo soy poco afecta a esa diosa, y que tu padre la aborrece.

Después, poniéndose precipitadamente su abrigo, como temerosa de que yo la ayudara, asió el brazo de Don Lorenzo y se retiraron los tres.

Quedé triste, humillado, infeliz, en mi solitario asiento. Nunca ha comprendido que lleguemos a amar de veras sino cuando el trato y la correspondencia del objeto de nuestros suspiros ha convertido en sentimiento profundo la apasionada inclinación, y sin embargo resonó en mi pecho el eco de un sufrimiento tan intenso y concentrado como el que me inspiró la perfidia de Carmen y Beatriz al repelerme Ambarina con tan ingrata dureza.

Pero de improviso, pasando la mano por mi frente para ahuyentar los amargos pensamientos que me asediaban, alzáronse mis ojos atraídos por otras órbitas fascinadoras. ¡Oh Mauricio! El corazón me palpita al decírtelo como no ha palpitado jamás. Detenida Ambarina aún en la glorieta por la multitud que le interceptaba el camino, había vuelto de nuevo el rostro hacia mí y sumida en melancólico silencio me contemplaba a su turno con una especie de ansioso placer.

Incurrí en la imprudencia de levantarme como para acercarme a ella. Inmediatamente tiró del brazo de Don Lorenzo, se mezcló entre los concurrentes y desapareció.

No importa, ya no quedaba yo abatido y desesperanzado como antes. Aquella mirada había inundado mi alma de regocijo para muchos días, revelándome que todavía no había terminado para mí la felicidad en la tierra.

Yo, que he repetido que después de los treinta años no debemos bailar por el único gusto de mover los pies, me precipité entonces en el torbellino del vals   -160-   a dos tiempos con la febril fogosidad de un jovenzuelo barbilampiño. Escogía sin verlas a mis compañeras, colmándolas de galantes lisonjas. En fin reí, exhalé la alegría que embargaba todas mis facultades, y luego, al hallarme otra vez solo en mi habitación, arrojándome sobre el lecho me absorbí en mí mismo para analizar la expresión de la mirada elocuente y púdica que me dirigieran como un dardo de fuego los admirables ojos de la joven de tez de ámbar.

Aquella mirada inolvidable al descubrirme los tesoros de ternura que encerraba su seno virginal me decía que no obstante su rara conducta para conmigo, una adivinación misteriosa le había revelado que mi corazón debía unirse al suyo con íntimos lazos, y que después de habernos buscado mutuamente por senderos distintos nos habíamos al cabo encontrado para confundir, en una sola, nuestras dos existencias.

¡Inefable idea! ¡Suprema dicha! ¡Esperanza digna del Cielo! No, jamás amé a Carmen ni a Beatriz si comparo el fugaz sentimiento que ambas me inspiraron con el intenso alborozo que me causa el pensamiento de que Ambarina participa de la simpatía que me postra a sus pies o, más bien, el hombre que en su sed de afecciones se entrega a ciegas al amor primero no obedece verdaderamente a la pasión sino al concebir el último.

Aunque los desengaños de una dolorosa experiencia debieran haberme hecho cauteloso, incapaz de reprimir mi natural fogosidad, y enemigo de largos preámbulos, en la mañana siguiente a la noche del baile me atreví a escribir a Ambarina en respetuosos términos, pidiéndole permiso para ir a saludarla. Me devolvieron mi carta sin abrir, mostrándome lo intempestivo de mi comportamiento. Heme aquí, en consecuencia, buscando quien me sirviera de introductor en casa de la esquiva beldad, y rondándola como alma en pena. Al fin el joven que me había proporcionado la dicha de bailar con ella se ofreció amablemente a satisfacer mi pretensión. Anuncia mi visita a Ambarina y la singular criatura le contesta secamente que habiendo decidido marcharse al campo por algunos meses no deseaba contraer, en vísperas de su partida, nuevas amistades. Animado a pesar de tantos desaires por la consoladora memoria de aquella mirada grabada en mi imaginación con caracteres indelebles reduje a mi protector a que de todas maneras38 me llevara al domicilio de la ingrata, que obligada por la urbanidad tendría que someterse a las circunstancias recibiéndome afablemente. Fijamos pues la hora y al anochecer del día designado, vestidos ambos con estudiada elegancia, llamamos a la puerta de la rebelde doncella. El portero nos impidió entrar diciéndonos:

-La señorita y su familia partieron esta mañana para el campo.

-¿En qué punto está situada la finca a donde fueron?, indagué con impaciencia.

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-Lo ignoro, porque la señorita no me lo participó. Y ni dádivas ni amenazas lograron que el rudo cerbero quebrantara el silencio que sin duda su ama le había recomendado. Era evidente que Ambarina me huía, me temía, o quizá... ¡me odiaba!

Pero ¿qué significaba en tal caso aquella mirada angelical, triste y elocuente que pareció llamar mi alma hacia la suya, aquel rayo divino que dirigiéndose de sus ojos a mis ojos me habló breves minutos en un lenguaje mil veces superior al de los labios?

Amigo, dispensa el desorden con que te he ido describiendo mis opuestas sensaciones a medida que las experimentaba. Ahora me pierdo en un laberinto de conjeturas, en un abismo de recelos destinados probablemente a conducirme a nuevas decepciones. ¡No importa! Mi corazón ha vuelto a palpitar con la impetuosidad de la juventud y aunque el dolor se mezcle con esos tumultuosos latidos, prefiriendo su actual desasosiego al letargo frío como la muerte de su antiguo desengaño, exclamo como el reo que se ha escapado de lóbrega prisión: «¡Gracias, oh Señor del universo! pues retorno a la luz y a conocer que existo.»



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- VI -

Ambarina a Inés


La paz del retiro en que resido hace dos meses se ha infiltrado en parte en mi pecho, Inés mía. Bajo un sereno cielo, rodeada del eterno encanto de una naturaleza poética y fecunda, no podían permanecer sumidas mis potencias en misantrópico abatimiento sin ingratitud hacia el Omnipotente Padre, que ha formado para mi regalo los infinitos bienes de que gozo, pues aunque me considero un átomo mezquino en el gran conjunto de la creación universal también soy hija suya, y por lo tanto me ha destinado a disfrutar de las maravillas que su munificencia ha derramado en el orbe. Mi espíritu, oprimido en los círculos sociales que acabo de perder de vista, se dilata ante el inmenso horizonte que admiran mis ojos, ávidos de libertad y de expansión; mi tristeza se desvanece escuchando los himnos de alegría que elevan las silvestres aves hacia el firmamento y cuando la tierra florece, las brisas murmuran con la melodiosa suavidad del arpa eolia y las criaturas sometidas a los instintos materiales parecen comprender que han nacido para buscar la dicha secándose mis lágrimas dígome enojada a mí propia:

-¡Insensata mujer! ¿Por qué exageras tus penas en lugar de tratar de acostumbrarte a soportarlas? ¿Por qué ofendes a Dios quejándote perennemente de tus mortificaciones en vez de darle gracias por los beneficios que te ha concedido?

En efecto, ¿de qué me lamento, Inés, con tanta amargura?... ¿De mi nacimiento ilegítimo y de la pérdida del respetable protector a quien debí la existencia?... A corta distancia de mi cómoda morada trabajan centenares de infelices que nacidos casi como el bruto de una unión torpe y casual, arrancados al seno de su familia y patria para venir a regar con el sudor de su frente un suelo extranjero, se afanan de continuo para que otros recojan el fruto de sus cansadas tareas. Ahora bien, ¿debo acaso deplorar mi suerte si la pongo en parangón con la del pobre africano que a mi lado sufre conforme dolores comparados con   -164-   los cuales no merecen los míos excitar piedad? ¿Debo yo llorar mientras el mísero etíope canta y ríe a compás del machete, que maneja su fatigado brazo desde la mañana hasta la noche con filosófica resignación? En vano el egoísmo suele repetirme, para excusar mi falta de paciencia, que esos humildes entes cuya estoica resistencia contra los padeceres físicos y morales envidio de buena fe no los sienten como yo, porque no comprenden lo acerbo de ciertas picaduras que a mí me desagradan; que degradados por su estado de embrutecimiento vegetan sin otras ideas de pena o de placer que las experimentadas por la grosera materia, o el ciego instinto. Son criaturas humanas a pesar de su abyección, y quizá lo que juzgamos apática estupidez es la virtud del que cede sin los arrebatos de una cólera infructuosa a los implacables decretos del destino.

Estas consideraciones no impiden, sin embargo, que renazca el luto de mi alma cuando recuerdo ciertas circunstancias de mi vida, que ni a ti, tierna amiga, consentiría mi orgullo en revelar; cuando traigo a la memoria la terrible explicación que rompió mi boda con Bernardo Arribas, el hombre despiadado y cauteloso con quien iba a enlazarme. Con sólo trazar aquí su nombre se han abierto en mi pecho las heridas crueles que creía cicatrizadas. ¡Oh! No vayas a figurarte, querida Inés, que mi corazón le amaba, y que de nuestra repentina separación han dimanado mis tenaces tristezas. Odio a Bernardo a la vez que le temo, y si ahora padezco menos que antes consiste en que desde que estoy en el campo no soporto el suplicio de su abominable presencia.

El día empero de la ruptura de nuestros compromisos quedé tan afligida y desesperada que intenté suicidarme. Dulce amiga que has tenido la felicidad de recibir una educación verdaderamente religiosa, no retires de mí tu afecto por el crimen que a consumar no llegué. Perdóname, pues sufría tanto que se me trastornó el juicio. Vivir después de lo que me había dicho aquel hombre infame me parecía peor que desafiar los tormentos del infierno. Por otra parte tan grande idea he concebido de la Divinidad a mi modo que no consideraba39 posible que por una falta temporal me condenara a eterno castigo. Me escapé de consiguiente, por la noche, de mi morada, me dirigí al mar y me lancé a las olas. Un individuo que oyó el ruido de la caída de mi cuerpo en el agua arrojándose tras de mí me libró de la muerte. Condújome enseguida a mi domicilio, sosteniendo mis vacilantes pasos con la simpatía que inspiran a los seres generosos los martirios ajenos. Mi corazón, que empezaba a helarse con el frío del sepulcro, se reanimó con el calor de sus compasivas palabras. Lo sentí palpitante bajo mis empapadas ropas como si resucitara en la yerta tumba a la existencia y a la juventud. Al despedirme de aquel mortal benéfico, alzándose mis ojos para observar si su semblante armonizaba con su filantrópica índole, hallaron en sus facciones el mismo encanto que en sus persuasivos acentos. Entonces, confusa, atónita y como asustada, murmuré rápidamente la expresión de mi gratitud y me refugié en mi albergue.

  -165-  

Tardé varias semanas en recobrar completamente mi equilibrio moral. La funesta revelación que escuchara de boca de Bernardo, la dependencia para con él a que aquel secreto aciago me sometía, mi frustrado proyecto de suicidio y luego la imagen agradable y simpática de mi salvador se mezclaban en mi mente de una manera extraña, tenaz, indefinible. Temiendo volverme maniática o estúpida busqué distracción a mis desordenadas ideas, y por tal de obtener siquiera40 un intervalo de descanso consentí en acompañarte al baile de las Puentes, a que nos llevó tu padre.

Pero allí, Inés, le vi de nuevo serio y pálido como la primera noche de nuestro encuentro, examinándome con un interés que me manifestó que me había reconocido. Tratando de acercárseme suplicó a mi compañero de contradanza le permitiera dar algunas vueltas conmigo, y cuando trémula de vergüenza al recordar mi pasado arrebato, o a impulsos de una emoción singular que ignoro cómo explicarme, le rogué que me restituyera a mi asiento, se apresuró a ocupar otro a mi lado. Resuelta a evitar toda comunicación con él me dominé lo suficiente para mirarlo con tanta indiferencia como a una persona enteramente extraña. Ofendido entonces se atrevió a hablarme del favor que me había hecho. Contesté casi con grosería a su atenta reconvención y apoderándome del brazo de Don Lorenzo me levanté para salir del baile, dejándolo, según creo, en extremo desconcertado.

Interceptome el paso el elegante concurso que llenaba la campestre glorieta. Detenida a despecho mío en su recinto no pude resistir a un deseo más fuerte que mi reserva previsora y volviendo el rostro dirigí una mirada de despedida al hombre a quien razones particulares me obligaban a pagar con ingratitud un gran servicio. ¡Él también me miraba! Al encontrarse nuestros ojos, una afectuosa sonrisa asomó a sus labios, aumentando el raro atractivo de su simpática fisonomía. Arrepentida al momento de lo que calificaba de vituperable descuido de mi parte arrastré a tu padre fuera de la glorieta, y de ella salí seguida a mi pesar por la gallarda imagen del desconocido.

No pienses ¡oh Inés! que es uno de esos hombres a los cuales llama el vulgo buenos mozos porque tienen erguida talla, regulares y empalagosas facciones y un aire de fatuidad que anuncia la convicción de su propio mérito. El protagonista de mi melancólica aventura en nada se asemeja a ese tipo común y jactancioso. De estatura mediana, su rostro aunque hermoso debe más bien su encanto a su expresión de inteligencia que a sus rasgos correctos. ¡Ay! Por mi desgracia posee la irresistible seducción, el poderoso magnetismo de que carece la física belleza cuando no la anima el interior reflejo de un espíritu elevado. ¡Cómo ocultártelo a ti, amiga indulgente y sincera, para quien únicamente se abre sin   -166-   desconfianza mi pecho susceptible y receloso? Me siento dispuesta a amarte con toda la ternura de un virgen corazón cansado ya de su triste vacío y por lo mismo quiero desviarlo de mis huellas, pues determinada a no casarme nunca trato de ahorrarme a tiempo tormentos inútiles.

Los días transcurridos desde que habito en la finca de mi buen padre han borrado algo esa perseguidora imagen de mi memoria. El que de veras desee olvidar, el que necesite beber las aguas del Leteo, que se aleje de los lugares donde han nacido las emociones de que pretende desprenderse. La mudanza de escenas, el movimiento, las nuevas perspectivas, todo contribuye a proporcionarle la distracción que busca. Cierto es que en los instantes de reposo un sordo dolor moral le dice que la llaga permanece abierta aún, que el tiempo y la distancia sólo han servido de paliativos para los estragos de un mal incurable. Pero sus sufrimientos vuelven después a adormecerse con la ausencia de las causas que los produjeron. ¡Buen Dios! Yo he padecido desde la niñez. Permitid en cambio que se deslice en pacífica monotonía mi juventud. No os pido goces sino tranquilidad. En mi terror a la corona de espinas rechazo la de la felicidad suprema, y convencida por experiencia prematura de que expiamos en este pobre mundo con cien horas aciagas una de completo regocijo no aspiro a conocerla.

El Antilla se halla más floreciente que nunca. Debo hacer a Bernardo la justicia de declarar que supo sacarlo del estado de ruina en que se encontraba cuando lo puso mi padre bajo su dirección. Pero desde nuestra ruptura ha cesado aquél de mezclarse en mis negocios. Le he entregado el legado de Don Diego y me he apresurado a recobrar mi independencia. Aunque el Antilla prosperaba rápidamente bajo sus órdenes, respira ahora como libre de un yugo de hierro. Los míseros etíopes, que trabajaban agobiados por su implacable severidad, se enderezan actualmente en medio de sus tareas y apoyándose un rato en sus instrumentos de labranza, tienen tiempo de enjugar la traspiración de su frente. ¡Desdichados! ¡Ah! Nadie debe compadeceros tanto como yo. Reanimaos pues. Si a costa de vuestros anatemas y penalidades he de duplicar mis rentas, rechazando ese aumento de riqueza me contentaré con la mitad. Prefiero a un oro superfluo vuestra humilde gratitud y vuestras sinceras bendiciones.

Con mi residencia en el ingenio la suerte de los que por mí se exponen al ardor del sol, rompen el endurecido seno de la tierra, cubren las vastas sabanas de ondulantes cañaverales y hacen correr a arroyos un dulce líquido, ha mejorado de tal modo que me juzgo con derecho a esperar que merced a ese alivio se mitigue el rigor de mi hado. He sustituido limpios vestidos a los harapos que los cubrían; he repartido terrenos incultos que se extendían a espaldas de la finca entre los más sumisos y laboriosos para estimularlos a perseverar en el bien;   -167-   he provisto sus bohíos de todo lo necesario, y he permitido que vengan a bailar los domingos al son de sus destemplados tambores junto a mi puerta. Entones les hago algunos regalitos insignificantes para mí, y para ellos de gran valía, que les arrancan gritos de reconocimiento. A menudo se humedecen de gratas lágrimas mis párpados oyéndoles exclamar con espontánea efervescencia: «Parece que ha resucitado nuestro buen amo Don Diego. La niña es lo mismito que él fue». Su rudo vocerío al compararme con mi inolvidable padre halaga mi tímpano como una música melodiosa; la sombra del venerable protector de mis mejores años me sonríe a compás de sus aclamaciones como para exhortarme a merecer tan inapreciable alabanza, y aunque me haya levantado por la mañana nublada la frente de melancolía me recojo por la noche penetrada de inefable placer.

No temas, sin embargo, que cegada por filantrópico entusiasmo trato41 de separar a mis siervos de la situación a que la costumbre los ha reducido en la isla de Cuba. No me toca a mí alterar un estado de cosas que la mayoría de sus habitantes aprueba, y declara único medio de conservar la riqueza del país. En vez de romper las cadenas me contento con aligerarlas. ¿Por qué no nos proponemos obtener con la persuasión42 y la blandura lo que alcanzamos con la arbitrariedad y la dureza? Error grosero de las almas crueles es creer los rígidos castigos el verdadero medio de que el fatigado cultivador mueva su brazo más aprisa. Un hombre que trabaja de buena voluntad adelanta doble en un día que una docena que lo verifica de mala gana. Yo he logrado destruir de una manera muy distinta la natural pereza del indolente africano. Aquel que se duerme apoyado en su azada, o apenas vuelve la espalda el mayoral suspende su labor, no recibe el pedazo de terreno que regalo a los más activos. No podrá de consiguiente trabajar para sí propio, ni tampoco vendrá a bailar los domingos con sus compañeros ante mi casa. Si estas penas no lo corrigen anuncio que le voy a enajenar a algún propietario vecino. Semejante43 amenaza triunfa de la rebeldía del más recalcitrante. A la idea de pasar de manos de la buena niña, como me llaman, a las de un amo quizá intolerante y severo el culpable se arrodilla, me besa el borde del traje, me promete la enmienda y llora desesperado, implorando mi conmiseración. Cuando graves casos de desobediencia tenaz me obligan a rechazar al suplicante, aguardo a que toda la dotación acuda a interceder a favor suyo, me dejo rogar largo rato, ofrezco mostrarme inexorable en el porvenir y concluyo perdonando siempre. Aquel hombre por lo regular no reincide en sus faltas. Estimulando a los mortales se consigue mucho más de ellos que quitándoles la esperanza. He aquí pues probado que hasta por egoísmo debe el hacendado manifestarse benigno con sus siervos, y evitar todo lo posible que el chasquido del látigo los despoje de la vergüenza, que constituye el freno principal de la humana criatura en todas circunstancias.

  -168-  

Por mi orden el carpintero del ingenio ha arreglado los bohíos, que hoy parecen rústicas casitas, destinadas a cobijar una población feliz a la sombra de los plátanos y palmeras tropicales. Los visito con frecuencia y aquel donde reina el desaseo no vuelve a ser hollado por mi planta. Desvélanse pues los atezados dueños del pajizo albergue en mantenerlo reluciente de orden y limpieza. Mis elogios, que van acompañados de presentes útiles, los ponen gloriosos; mis reconvenciones los entristecen y corrigen. Así premiando las laudables cualidades no necesito castigar los vicios.

Estos ciudadanos me suministran entretenimiento y distracción. A veces olvido mi infausto sino hasta el punto de reírme con el franco alborozo de mi edad. La juventud a pesar suyo busca la alegría como el pájaro los rayos del astro que impera en el cielo. El pensamiento consolador de que mis esfuerzos contribuyen al bien de mis semejantes desvanece además las nubes de mi horizonte. Con el género de vida que he adoptado se ha robustecido mi antes quebrantada salud y ha adquirido mi espíritu nuevas alas. Abandonando temprano mi lecho salgo a pasear acompañada de la nodriza, la mulata Mariana, mientras permanece todavía la vegetación bañada de aljofarado rocío. Atravieso la finca aspirando afanosa el puro y fragrante aire matutino y voy a sentarme en la falda de una colina coronada de palmas de diversas clases que se alza a uno de los extremos del Antilla, o me interno en el monte agreste que lo concluye. Allí escucho arrobada el melodioso murmurío de las magníficas aves de mi ardiente patria, que saludan la salida del sol con himnos de contento. Todo despierta a la vez en la Naturaleza, el cielo, la tierra, las plantas y los pajarillos de Dios. Inúndase de luz el espacio, despliegan44 sus pétalos las flores, comienza la familia ornitológica sus sencillos conciertos, y sólo la criatura humana, ingrata siempre e indiferente a menudo a las glorias divinas, suele cerrar los ojos a la pompa universal.

Contemplando el éter azul como un zafiro inmenso a través de los claros del espeso bosque, observando el regocijo con que sacuden el letargo del sueño los irracionales seres que se agitan en torno mío ansiosos de retornar a la existencia, admirando en fin las maravillas de la creación, que parecen decir al mortal: «Vive, goza, sé feliz», mis manos se juntan como en éxtasis, mi pecho palpita conmovido y mis labios exclaman sinceramente:

-¡Supremo Dios! Yo, que os reconozco y venero en vuestras sublimes obras, no extraigo sin duda de ellas la esencia preciosa de la felicidad porque carezco de un alma bastante elevada para que sobreponiéndose a las humanas miserias pueda satisfacerse con vuestros augustos dones.

Cerca del bosque extiéndese una laguna formada por un ojo de agua, y las abundantes lluvias del verano, que ni aún durante el tiempo de seca y de calor se   -169-   agota. La rodean frondosos bambúes que mandó plantar mi adorado padre a corta distancia de la orilla, cubierta de verde grama, y sobre aquella aterciopelada alfombra voy a reclinarme cuando me canso de vagar por el monte, empapando mis ropas en los diamantes líquidos que la esmaltan. Enojada Mariana al ver la osadía con que desafío la humedad y el ardor del sol pretende reconvenirme por mi imprudencia; pero la reduzco al silencio diciéndole:

-Para que mi corazón no sufra necesito agitar mi cuerpo. Déjame moverme, Mariana, pues de lo contrario volveré a recordar las amarguras de mi niñez, la muerte del amado autor de mis días, y que sé yo cuántas otras cosas ¡ay de mí! que me disgustan de la existencia.

A estas palabras, sobrecogiéndose la pobre mulata como si ya me contemplara encorvada de nuevo bajo el peso de unas penas que a pesar de no hallarse a nivel de su comprensión la afligían, me contesta como atemorizada:

-Ya que necesitas de movimiento, niña, ¿por qué no lo buscas en los placeres de la ciudad, que hemos abandonado por este destierro?

-En la ciudad, Mariana, quise suicidarme, aquí me he resignado a vivir. ¿Crees aún que me conviene mejor aquel bullicio que este silencio?

-Los blancos tienen inexplicables rarezas, murmura mi nodriza encogiéndose de hombros. Hijita, si yo me encontrara en tu lugar habría de gozar tanto como tu padeces. ¡Joven, bella, rica, y haber deseado morir porque un hombre feo y repulsivo rehusó tu mano! ¿Ignoras acaso que hay veces en que perder es ganar? Además a las flores frescas y perfumadas les sobran abejas que acudan a chupar la miel que contienen. ¿Me entiendes, niña mía?

-¡Ay Mariana!, replico suspirando. Si tu fueras yo no pensarías como ahora piensas.

Y mi imaginación, retrocediendo a lo pasado, tiñe para el resto del día mi frente de palidez. Mariana, por consiguiente, temiendo remover las mal apagadas cenizas de mis dolores morales, ha cesado de reconvenirme por mis matinales paseos y mi retiro melancólico. La infeliz me ama a su manera, manifestándome su solicitud con casi maternales cuidados. Cuando abandono el lecho a la luz del alba hallo ya preparadas mis chinelas de goma para preservarme en lo posible de la humedad, mi taza de café caliente, y a Mariana a mi lado ansiosa de darme el ósculo con que saluda mi despertar. ¡Oh Inés! ¡Dios me castigará por mi ingratitud hacia esa mujer, a la cual debo mucho más de lo que te figuras! No obstante la convicción de mis obligaciones para con ella, nunca recibo ni contesto complacida a su afectuoso beso. Te confesaré uno de los pequeños motivos que producen tan deplorable resultado. Mariana en vez del café con   -170-   que fortalezco mi estómago al levantarme conforta el suyo con un traguito de anisado que comunica a su hálito intolerable olor para mi olfato escrupuloso. Trayendo pues los espirituosos efluvios que se escapan de sus labios a mi memoria la afición de su raza a los licores que trastornan la razón, las groseras habitudes en fin de las criaturas sin educación ni principios, rebélase mi ser entero contra el íntimo contacto que nos une y necesito dominarme para no repelerla lejos de mí. ¡Oh, esto no proviene de necio engreimiento, ni de dureza de corazón, Inés! Tú sabes con qué afable indulgencia trato a los siervos de la finca. ¿De qué dimana entonces?... Probablemente de un susceptible organismo en el cual todo lo que parece degradante, ridículo y vulgar excita repugnancias invencibles que me privan de la benevolencia precisa para amar por sus laudables45 cualidades a los mismos cuyas ordinarieces me hieren y chocan.

Ocultando empero a mi nodriza mis interiores impulsos arreglo mi atavío matutino y salgo a caballo o a pie antes que el rubio Febo lance su chispeante carro en el espacio sin límites. Empeñada Mariana en acompañarme, me ha privado de la distracción que me proporcionaban mis largos paseos ecuestres cayéndose a cada rato del matalón que monta hasta hacerse el otro día en la cabeza una herida de gravedad. Al temor de que se repita tan funesto accidente he resuelto inmolar mi favorito recreo desde que habito el Antilla. La espontaneidad de mi sacrificio, las lágrimas que derramé ínterin Mariana, permaneció enferma de cuidado, me han rehabilitado a mis propios ojos del ingrato desvío con que suelo mirarla, y todo me prueba que, si extraordinarias circunstancias no me redujeran a la fuerza a tratarla casi como a igual, me sentiría llena de entrañable cariño hacia la que me alimentó con su leche.

He nacido para comprender y admirar la naturaleza según el sincero entusiasmo que me inspiran sus panoramas, cultivados o salvajes, imponentes o sencillos, tranquilos o borrascosos. Desde niña me causaron inefable enajenamiento la magnificencia de una serena noche alumbrada por la claridad de la luna y los fulgores de la radiante mañana, a quien sirve de diadema la aureola del sol, mientras las pardas nubes del violento huracán también me deleitan por distinto estilo. ¡Cuán a menudo me escapaba de la casita de mi nodriza para subir a una eminencia y aspirar allí con afán los ásperos efluvios que despedía la sedienta tierra al prepararse a recibir los torrentes de lluvia que iban a desprenderse de la atmósfera a compás de los estallidos eléctricos, que parecían próximos a desquiciar el universo! Con qué frecuencia sosteniendo más tarde la vacilante marcha del que me dio el ser lo guié por las anchas guardarrayas del Antilla, induciéndole a regocijarse con la poética placidez del vespertino crepúsculo, que teñía de púrpura, violeta y oro el vasto horizonte. Pero ahora que ya no soy la inexperta niña que vagaba por los campos como las locas mariposas, ni tampoco   -171-   con la joven feliz que caminaba risueña junto a un respetable protector, ahora que formada por la desgracia conozco ya la sociedad y los hombres, mi espíritu, que antes apreciaba instintivamente los portentos de la creación, experimenta gratitud infinita hacia su eterna generosidad, fecundo poderío y beneficios perpetuos.

-¡Naturaleza!, exclamo conmovida. Aunque he aprendido a llorar muy temprano jamás mis lágrimas han provenido de ti. Nuestros pesares emanan por lo regular de nosotros mismos, que nos atormentamos perennemente, convirtiéndonos en esclavos del orgullo y rehusando contentarnos con los innumerables bienes que nos suministras. Nuestra locura al rodearnos de trabas y preocupaciones extravagantes destruye a veces hasta las sagradas inclinaciones que nos comunicas tú. Inculcas, verbigracia, en el pecho del hijo ardiente afecto, deferencia respetuosa hacia aquellos a quienes debe la existencia, y sin embargo, si ese hijo nace de una madre desprestigiada por ideas injustas no querrá quizá ni venerarla, ni reconocerla, ni llamarla tal a la faz de sus semejantes. ¡Oh naturaleza! Todo es en ti grandeza, elevación, sublimidad; todo en nosotros pequeñez, ingratitud, egoísmo. Acoge por lo tanto compadecida a esta mujer destinada a vivir en triste aislamiento, y que víctima de los míseros errores de su especie se refugia en tus brazos, confiando en que tu augusta quietud le permita siquiera morir en paz.

De este modo suelo hablar conmigo propia al dirigirme a la colina de las palmas que ya te describí, al bosque de los tocororos, como llamo al monte donde me paseo matinalmente a causa de la multitud de preciosas aves de esa clase que en él se abrigan, y al estanque de los bambúes, al que he puesto el nombre de laguna de la Esperanza, porque allí, olvidando mis penas, renazco a la idea consoladora de un porvenir mejor. Sentada bajo los verdes penachos que sombrean el gran charco de agua cristalina bórrase de mi memoria el doloroso rastro de mis anteriores martirios. Su murmurío, armonioso como el que producían en la antigüedad las sonoras cañas del Eúfrates, embarga mis pensamientos. Misterioso letargo que no es la dicha, ni tampoco el pesar, se apodera entonces de mis potencias, y mis ojos, cansados de verter lágrimas, reflejan los rayos de la luz del cielo.

Mi completa separación de Bernardo Arribas contribuye mucho, repito, al alivio de mi tristeza. Figurándome que no he de volverlo a ver se aligera la losa que todavía a ratos pesa sobre mi pobre corazón. ¡Ojalá que su eterna ausencia concluya de levantarla enteramente!

Luego que el calor del sol me ahuyenta de tan plácidos lugares regreso a la casa de vivienda, donde después46 del desayuno reúno en torno mío a los criollitos   -172-   de la finca para enseñarles a conocer a Dios. Circuida de los pequeños etíopes paso horas enteras exhortándolos a ser buenos y laboriosos, segura, vuelvo a decir, de que no pierdo mi tiempo y de que apelando a los sentimientos laudables de la más humilde criatura se obtiene de ella doble que despojándola de todo pundonor a fuerza de insultos y desprecios. Mucho te engañarías empero, Inés mía, si por lo referido imaginaras que he logrado vivir contenta. Hállome reducida aquí a la sociedad de Mariana, y con esto te indico lo bastante para que comprendas cuan aislada me juzgo. Ni mis ideas, ni mi educación, ni mi carácter armonizan en nada con los de mi nodriza. ¡Ay. Plugiera a Dios que hubiera yo mamado con su leche su facilidad para ser feliz! Mariana se ha reconciliado en el Antilla con su hija Dorila, la cual prosigue participando de la morada de Francisco el ex boyero, hoy mayoral de la finca. Tan pronta a enfadarse y colmar de dicterios a los que la incomodan, como a olvidar los agravios recibidos, según sucede a las gentes de su clase, apenas Dorila acudió compungida a besarle la mano, la perdonó. Aunque no he extrañado en Mariana una conducta tan en consonancia con su índole y la ligereza de sus principios, me ha sí sorprendido en Valentín, el hermano de Dorila que, al salir al cabo de dos o tres meses de encierro de la prisión a que lo envió su arrojo en haber alzado la mano contra el ex boyero por la seducción de su hermana, ha ido también a vivir a su lado en el antiguo puesto de carretero. De modo que ahora Mariana, Francisco y los dos hijos de la primera constituyen una sola familia en cuyo seno no parece haberse suscitado jamás la menor disputa47. ¡Dichosos ellos, cuyos disgustos pasan tan velozmente como las tempestades del verano tropical! Repúgname sin embargo esa mezcla de opuestos lazos bajo la propia techumbre, convencida como me encuentro de que la bastarda fusión de sangres diferentes debe engendrar otra raza rebelde y pérfida por lo mismo que dotada de un carácter incompleto no pertenece a ninguna de las dos de que ha provenido, y que no la han creado Dios y la naturaleza sino las degradantes pasiones del hombre inmoral.

A despecho de la siniestra fisonomía de Valentín, de su tez, de un amarillo oscuro y bilioso que anuncia la cólera, y de su torva mirada, que desde niño, me lo ha hecho considerar una venenosa serpiente ansiosa de morder, dudo actualmente de la justicia del instinto de repulsión que me indicaba en ese mulato una criatura traidora y maléfica, viéndole olvidar el rencor del castigo que a causa de Francisco recibió para sentarse amigablemente a su mesa, participar de la compañía de su hermana y pasar las primeras horas de la noche recostado contra la puerta del mayoral pulsando su tiple con suave y melancólica expresión. Los golpes que le dio Francisco cuando lo reconvino por lo sucedido con Dorila, los ultrajes y prisión que sufrió entonces y la envidia con que contemplaba el predominio de los blancos, pues al revés de Mariana, que los venera porque son poderosos, él manifestaba odiarlos por su superioridad, han desaparecido   -173-   de tal manera de su memoria que hoy no tengo en la finca servidor tan sumiso y puntual como Valentín. ¡Más vale así! En recompensa pago sus trabajos liberalmente.

Desde que Dorila ha comenzado a caminar por el sendero del vicio me desagrada infinito su presencia. Por consideración empero a los recuerdos de nuestra niñez y a las instancias de Mariana la tolero en la finca. La vanidad de esa infeliz muchacha se ha aumentado con lo único que hubiera debido destruirla. Ufana con los vergonzosos lazos que la unen a un individuo de la especie que califica tan superior a la suya, pasea con extraordinario descaro su afrenta. Si la vieras recorrer las guardarrayas con el vestido tan largo como las colas que usaban las damas de las antiguas cortes, la cintura tan oprimida que le permite respirar difícilmente, y las mangas y el corpiño tan escasos que sus brazos y busto ostentan de un modo ofensivo al pudor su atezada morbidez, te causaría risa y lástima. Regálanle a porfía los guajiros de la vecindad fragantes flores y pintados pañuelos, y a menudo, observando el impudente desenfado que despliega en el círculo de sus toscos galanes, lloro humillada pensando:

-¡He aquí la compañera de mi infancia, la amiga de mi incauta adolescencia! ¡He ahí la mujer que ha crecido al lado mío! ¡He ahí casi mi... hermana!

¡Oh autor de mis días, venerable anciano que moras entre los justos! Dios te habrá perdonado muy pronto la falta que presidió a mi nacimiento, merced a las infinitas bendiciones que te prodigo por haberme sacado del infesto recinto de las malas pasiones, donde a pesar de mi altiva inocencia hubiera quizá llegado a familiarizarme con la corrupción, por haberme extendido a tiempo la salvadora mano que me elevó a la posición decorosa que ahora ocupo.

No necesito decirte que conservo con escrupuloso esmero la escogida biblioteca de mi buen padre. Los libros de historia y de amena literatura llenan las horas que no dedico a mis paseos, a mis domésticos cuidados, al cultivo de un jardincito que tengo a espaldas de la casa, a la manutención de mis palomas y gallinas, y al estudio de mi piano, que silencioso desde la muerte de Don Diego ha vuelto a resonar bajo mis dedos. Tan completamente, Inés, ocupo mi tiempo que la imagen del hombre que me libró del suicidio sólo halla ocasión de aparecérseme cuando voy a la laguna de la Esperanza, a oír el canto de las parleras avecillas que acuden allí a satisfacer su sed, a mirar a los patos y garzas silvestres sumergirse en el cristalino estanque, a formar ramos olorosos con las ninfeas azules y los blancos y rosados nelumbios que he mandado plantar cerca de la orilla, y a bogar en el botecillo, ligero como las primitivas piraguas indianas, que he hecho construir para surcar el agua serena. Con frecuencia, siguiendo dentro de la pequeña embarcación el hilo de alguna reciente y novelesca lectura, me creo trasladada por encanto a los canales de una improvisada Venecia   -174-   tropical, mecida en romántica góndola y guiada por gentil batelero a quien comunica mi ociosa fantasía el elegante talle y expresivo rostro de mi salvador. Recítame su voz conmovida, en lugar de los dulces versos del Petrarca y del Tasso, los al par muy melodiosos de Heredia y Milanés, mientras sus ojos elocuentes se fijan en los míos con apasionado entusiasmo, su firme brazo sostiene mi débil cintura con ademán protector y su animada fisonomía me dice: «¡Te amo!» ¡Oh! Y entonces mi alma, que únicamente ha conocido filiales y amistosos afectos, se lanza con virginal candidez hacia aquella otra alma de fuego que a buscarla viene. Las peregrinas galas del perdido Edén brotan de repente a mi alrededor, los ángeles me acarician y la felicidad me sonríe revestida de la gallarda forma del mortal seductor al cual he visto dos veces. Pero un momento después, el prosaico graznido de las ranas ahuyenta la ilusión inefable: el barquichuelo, mal conducido, tropieza contra la ribera, las tojosas que en ella bebían huyen asustadas, el áspero y monótono canto de los etíopes sustituye a las poéticas estrofas, y la voz de Mariana, que piensa por su parte en el almuerzo, me advierte que es ya tiempo de regresar a casa.

Mis principales goces por lo tanto residen en vanos sueños. ¿Qué importa? Puesto que la ventura humana es tan fugaz y dudosa, soñemos a los menos con ella, querida Inés, siempre que podamos.



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- VII -

Octavio a Mauricio


He dejado transcurrir meses enteros sin escribirte. No me reconvengas por un descuido inevitable. En este país fulminante sol excita la pereza mental en el cerebro más activo. Sin embargo, tengo muchas cosas que referirte. Mi pecho, demasiado lleno, necesita desahogarse en el tuyo. Escucha, o, más bien, lee.

Desde que huyó de mí ingratamente la joven de quien te hablé en mi anterior volvió a quedar mi existencia mustia y vacía. El verano mientras tanto abrasaba el corazón de La Habana, sofocándose al par el mío en las estrechas calles, que rebosando en ruido comercial y en densas nubes de polvo aumentan los daños de la canícula. En vano las radiantes noches del estío, verdaderamente magníficas aquí, ya pasee su carro la pálida luna por el espacio azul, ya sólo lo esmalten las estrellas, vienen acompañadas de suavísima brisa a mitigar los rigores de un día candente. En vano también pasajeras tempestades, llamadas turbonadas en Cuba, suelen refrescar el aire con chubascos repentinos. Me sentía fuera de mi centro en la atmósfera de fuego que no me hallaba acostumbrado48 a respirar. Además la terrible enfermedad endémica, en toda su fuerza entonces, ejercía en torno mío funestos estragos. No se hablaba de otra cosa sino de los infinitos forasteros que sucumbían al horrible mal, engendrado según la opinión de hábiles facultativos por los pútridos miasmas que el sol de los trópicos extrae de los pantanos que se extienden en bastantes puntos de la isla a orillas del mar, y de las basuras que arrojan a éste desde los barcos estacionados en los puertos. La fermentación de los desperdicios y plantas marinas que se corrompen en el agua contribuye mucho sin duda alguna al desarrollo del aciago azote que ataca con saña feroz a la mayor parte de los hijos de las zonas frías o templadas que a desafiarlo se atreven. Confieso, Mauricio, que a pesar49 del poco apego que profeso a una vida de fastidio y desengaños, el temor de perecer derribado por el monstruo invisible que se ceba particularmente en la robustez y la juventud me atormentaba a fuer de lúgubre pesadilla. Las precauciones que   -176-   mis amigos, o más bien, conocidos, me inducían a tomar para precaverme de él acrecentaban mi sobrecogimiento. Si comía con apetito me amenazaban con una indigestión que podía producir la fatídica dolencia; si me sometía a un régimen de parca sobriedad, gritaban que no me sería posible resistir en caso de que con violencia llegara a invadirme. Aconsejábame uno que no me expusiera al aire ni al sereno, ínterin otro me recomendaba el libre ambiente a cualquier hora del día y de la noche como el mejor preservativo contra las alteraciones de la salud corpórea. ¿Qué hacer pues para evitar el siniestro fantasma? ¿Qué opinión seguir entre tantas distintas? ¿Qué freno poner a los inquietos latidos de mi corazón, que me anunciaban nuevos reveses? Adoptar el único dictamen general en medio de tantos contradictorios. Marcharme al campo, panacea maravillosa para todas las enfermedades del universo a causa de los salutíferos efluvios que se desprenden de las plantas en cualquier estación, y alejarme del ardiente foco donde la endémica fiebre nace, crece, se propaga y derramando sobre la población su fétido aliento envía todos los años millares de víctimas al sepulcro, eligiéndolas entre los infelices que no están todavía aclimatados.

Una familia habanera con la cual me he relacionado íntimamente puso a mi disposición al efecto, con la hospitalaria amabilidad propia de los habitantes de la grande Antilla, una deliciosa finca que posee a varias leguas de la capital. Acepté agradecido y proveyéndome de una escopeta, de municiones y de todos los precisos utensilios de caza me trasladé por el ferrocarril, el más útil de los modernos inventos, al cafetal indicado, que lleva el pomposo nombre de «Paraíso indiano». Desde que salí de la ciudad comenzaron a dilatarse mis pulmones, a huir las aciagas ideas que me perseguían, a ofrecerme a mis encantados ojos los amenos panoramas de esta zona privilegiada. La vegetación tropical no se asemeja, amigo mío, a la de las regiones distantes del Ecuador, siempre verde en la primavera y el verano, pálida en el otoño y seca en el invierno. Aunque esa graduación de diversos tintes no carece de atractivo, lo supera el del brillante color de esmeralda que desde enero hasta diciembre ostenta aquí la frondosa campiña, de continuo matizada de flores como un inmenso jardín. Selvas vírgenes y pobladas de gigantescos árboles se elevan aún en muchos puntos de la isla, cubriendo leguas y leguas de inculto terreno; la palma real, gallardísima hija de un suelo abrasador, tan abundante en ella como la hierba silvestre, forma por todos lados interminables pórticos, y parece imposible que la naturaleza, tan amiga del pintoresco desorden, haya por sí sola construido esas rectas columnas coronadas en vez de chapiteles por orgullosos penachos. Únicamente viéndola se comprende la romántica gracia, la característica poesía que ese árbol singular y elegantísimo comunica al horizonte. Cuando en el antiguo continente me ponía a examinarlo en grabados y láminas experimentaba una sensación que no me causaban las producciones vegetales de otras regiones igualmente extrañas   -177-   para mí, porque la indiana palmera me revelaba un nuevo mundo, y las galas de otro cielo muy superior al que sirve de dosel a la caduca Europa. Después, contemplándola de cerca, realizose la grata ilusión que de lejos me inspiraba. Desde la cubierta de la embarcación que a América me condujo empecé a distinguirla orillando la costa, adornando la isla más bella que en esta latitud baña el Atlántico, y extendiéndose en hileras o grupos por las llanuras que constituyen la fisonomía peculiar del país por la parte occidental. A su aspecto resucitaron en mi imaginación las tradiciones concernientes a los primitivos indígenas. Creía ver el penacho guerrero con que coronaban su frente los caciques en el día de batalla, y moverse a su pie, suspendida de las ramas de árboles menos altivos, la hamaca donde la joven madre india arrullaba al tierno fruto de su amoroso seno. Gozosa ahora mi mente al apartarse de la población sofocante y ruidosa que casi de prisión le sirviera ha desplegado las comprimidas alas con el afán del cautivo que recobra su libertad. Mis pensamientos, tanto tiempo acerbos, melancólicos o desconsoladores, han reflejado la alegría de los vergeles, que parecían acudir a mi encuentro con amistosa solicitud, y al deslizarse con la rapidez del relámpago la máquina que me arrebataba dejaba en pos de mí sombrías zozobras.

A pesar de lo temprano que salí de la ciudad llegué por la tarde al «Paraíso», digno en verdad de su título, que juzgué primero asaz enfático. Un cafetal es un vasto jardín dividido en simétricos cuadros donde crece la preciosa planta de cuyo grano hace tan gran consumo el mundo civilizado. Entre los cafetos, arbustos de poca elevación, levántanse protegiéndolos y suministrando a la vez infinita utilidad otros tantos plátanos, árboles hijos también de los ardientes climas, que aquí reditúan el principal alimento de las clases medianas y pobres. Reprodúcense casi sin exigir50 cuidados, y dan enormes racimos de frutos sustanciosos y gruesos que agradan tanto a la vista como al paladar. El blanco y el negro aman con pasión en la isla de Cuba ese manjar, tan nutritivo como sano, gozando más quizá el último todavía al saborearlo, sencillamente cocido, o asado, en su humilde bohío, que su dueño al mirarlo en su mesa convertido en deliciosas frituras o compotas excelentes. La palma, el plátano y los bambúes o cañas bravas son en mi concepto las plantas más especiales y marcadas de la zona tórrida, pues guardan armoniosa consonancia con la radiante hermosura de la bóveda etérea bajo que nacen, con la música de los céfiros que las agitan, y con la existencia al par lánguida y apasionada de las criaturas residentes en la tierra feraz en que sube siempre el termómetro a extraordinaria altura.

Los verdes campos cubanos me encantan; su flora variadísima me recrea; pero quizá me admira más que la botánica tropical las páginas aladas de su ornitología. Fabuloso es realmente el esplendor de las aves que pueblan los bosques de la gran Antilla española, vuelan en sus sabanas y animan sus jardines.   -178-   No te puedo decir cuál prefiero en ese conjunto de pájaros magníficos, en esa cadena de eslabones cubiertos de matizadas plumas que comienza con el pavo real, dotado, según sabes, de los chispeantes destellos de los metales más preciosos, y termina con el sunsun o colibrí, fenómeno de la alada especie, amatista, zafiro y rubí flotante que sólo se alimenta con el néctar de las flores, en torno de cuyas corolas se agita de continuo, zumbando de placer. Tan pronto el lindísimo tocororo, cuyo plumaje, verde, rojo, azul y teñido de cuantos lucientes colores conocemos, es tan delicado que una ráfaga de violento aire lo lastima, posado en una rama casi al alcance de mi mano excita mi asombro, como los picotazos del carpintero real, horadando en robusto tronco su nido, me inducen a derribarlo con las municiones de mi escopeta para contemplar de cerca su elegante forma y gallardo penacho purpúreo. Ahora el cardenal pasa ante mí como una nubecilla de grana, y después el aparecido me deslumbra como un collar de pedrería o un arco iris viviente. Aquí chilla el judío vestido de lustroso luto y allí asoma como una flor rosada y amarilla entre su follaje de esmeralda una de esas diminutas y deliciosas aves llamadas en esta isla peorreras, que en Europa valdrían un tesoro. En una palabra, no te puedes figurar cuanto me entretienen las galas de la naturaleza en una región tan pródiga en producirlas. Me voy a volver más sabio que Buffon en el estudio de sus profundos arcanos a fuerza de admiración, respeto y gusto por sus bellezas, que no todos comprenden. Hoy desgarro mis ropas trepando a un cerro gigantesco en cuya cima han colocado las parásitas sus extraños ramilletes, y mañana las humedezco en la laguna a que acuden a beber los preciosos patos silvestres que llevan el raro nombre de huyuyos. Si invierto horas enteras en examinar las plantas no clasificadas todavía por los botánicos que penden de las cercas rústicas, o brotan entre los matorrales, enseguida absorben mi atención los infinitos insectos que juegan en el aire, ya desplegando las abigarradas alas de la mariposa, ya las plateadas de los caballitos del diablo, ya las apenas perceptibles de los mosquitos, que se precipitan sobre mis manos y mi rostro como vampiros liliputienses. La mezcla del calor y la humedad, propia de este clima, lo fecundiza todo inmediatamente. Hasta en los tejados de las casas crece la hierba, hasta en el menor charco nacen insectillos zumbadores que tienen un día de vida, equivalente a los numerosos años de otras criaturas. Sin embargo, creo que han mentido los que han asegurado que la madre universal de cuanto existe nada ha formado inútil. Yo no se para qué servirán los infernales zancudos y jejenes que mientras te escribo se empeñan en devorarme, a no ser que los haya concebido para aumentar las mortificaciones expiatorias del hombre pecador.

Me encuentro solo en el «Paraíso» con el mayoral y los africanos encargados del cultivo del balsámico grano que constituye una de las principales necesidades de la grande Antilla, pues se me olvidaba decirte que se bebe más café que agua pura. Apenas despiertas te ofrecen café; almuerzas y te dan café;   -179-   comes y te presentan café; cenas y te ponen con el café tu gorro de dormir. En el campo particularmente, hállase siempre al fuego, en la choza de los trabajadores blancos, el jarro de agua que hierve para la próxima preparación del indicado líquido. ¿El artesano tiene calor? Enjugándose la frente con el pañuelo de Madrás va a tomar café. ¿Padece del estómago? Toma café. ¿Se entrega al alborozo? Toma café también. En fin, el café es un artículo indispensable para el habitante de las ciudades y campos de Cuba. La aromática bebida lo conforta a la hora de levantarse, en la de sus tareas, en la de sus regocijos y en la de sus zozobras. Para pintarte de una vez la extraordinaria afición que el montero sobre todo le profesa, te diré que toma casi tanto café como cigarros fuma. Basta con esto para que comprendas que es su garganta una cafetera perpetua, según es su boca una chimenea ambulante por donde se escapa de continuo el azulado humo de la buscada hoja que forma uno de los primeros ramos de la industria del país.

Mucho simpatizo, Mauricio, con ambas costumbres, no sólo porque fumo y bebo café muy gustoso sino porque el frecuente uso del último prueba la sobriedad de los honrados labradores en cuyo círculo vivo ahora, los cuales en lugar de tomar la mañana con aguardiente o mosto fermentado la saludan con un trago del líquido benéfico que jamás ha turbado la razón de sus apasionados, ni los ha guiado a los vicios. Aunque el café, según modernos Esculapios ataca los nervios, las habaneras padecen de ellos menos a menudo que las gentiles europeas, que anteponen a aquél el té y el chocolate. Quizá provendrá de que La Habana, novicia en los supremos refinamientos de la civilización, la moda, y por consiguiente el artificio, no considera aún de alto buen tono declararse una bella sujeta a enfermedades epilépticas y a extravagantes convulsiones.

No deseo ciertamente que la perla de las Antillas adelante en melindres por el estilo; pero sí que cuide más de su agricultura. Según en torno mío veo Pomona y Vertumnio tienen que regalar casi por sí solos a la humanidad gastronómica de Cuba sus ricos productos. Las legumbres y raíces se venden aquí muy caras y carecen de buena calidad, porque apenas las cultivan, ni las recogen a tiempo, ni se ocupa de ellas el horticultor después que ha arrojado la semilla en los surcos, como manifiesta en los mercados la abundancia de rábanos socates, de coles florecidas y de guisantes amarillentos. Si también los adornan profusamente la magnífica piña, reina perfumada, exquisita y fresca de las frutas tropicales, el delicado zapote, muy superior al níspero europeo, el mamey colorado, sabroso y dulce como una conserva confeccionada por más hábiles manos que la de los reposteros de los modernos Lúculos, el suave anon, la dorada naranja, el plátano de seda y la olorosa pomarosa, consiste en la generosa fecundidad de una naturaleza llena de juventud, y no de los afanes del hortelano. ¡Qué bien se crearía en esta isla una temperatura artificial como en el antiguo continente,   -180-   o renunciaría al sueño el cultivador para hacer brotar de una planta rara más brillantes flores o más apreciados frutos que los que por sí misma ofrece al hombre! Quizá ni aún se acuerda de remover la tierra a su pie, de regarla en tiempo oportuno, ni de agradecerle sus dones. Sin embargo, tanto como de indolencia dimana esto de que redituando mucho más las vegas, cafetales e ingenios que las huertas y jardines ansían todos dedicarse al cultivo de aquéllos, dejando el de los últimos para los que faltos de capital y de brazos se consagran en pequeño a las especulaciones agrícolas. Así es que a cargo tan importantes ramos de personas que no se cuidan de la buena o mala clase de su mercancía, con tal que puedan trasladarla pronto al despacho común, que únicamente aspiran a pasar del día, y que prefieren vender aprisa a vender bien, no participan esas pequeñas fincas de las mejoras y reformas que a porfía se introducen en las de azúcar, pues los cafetales comienzan a desaparecer como menos productivos. De modo que no tardarán en reducirse las haciendas rurales de la isla a llanuras cubiertas de caña dulce o tabaco, fuentes de inagotable riqueza para los grandes propietarios del país.

Agrádame por su novedad la monotonía del género de vida que llevo. Me levanto con la aurora, apuro a fuer de matutino néctar un vaso de leche recién extraída de la mansa vaca, que viene dócilmente a ofrecer tan salutífero alimento, échome la escopeta al hombro y a caballo o a pie recorro las inmediaciones del «Paraíso», apuntando a los pájaros que cometen la imprudencia de anunciarme con su canto madrugador su presencia en la arboleda vecina. Sin respeto a la inocencia y hermosura de los alados trovadores, los derribo de la trémula rama donde entonaban sus gorjeos y los deposito palpitantes todavía en mi zurrón de caza, pensando en lugar de compadecerlos en el ansioso desayuno que van a suministrarme. ¡Egoísta raza humana! ¿Cómo osas anatematizar la crueldad de los tigres y leones? ¿No destruyes tú como ellos para satisfacer tus apetitos? ¿No eres doblemente culpable al verificarlo, puesto que lejos de obedecer a un ciego instinto, a un involuntario impulso de tu naturaleza, privas de la vida a millares de inofensivos seres sabiendo lo que haces y sacrificando sin escrúpulo a un momentáneo goce su existencia entera? ¿Cuáles son los actos del tigre que le han conciliado la aversión universal? Atacar al indefenso rebaño, destrozarlo, saciar su sed de sangre, rugiendo de salvaje complacencia, en las ovejas que no huyen a tiempo, y luego retirarse a digerir su horrible festín en el fondo de sombría caverna. Pues tu ¡oh hombre! que maldices su rabia, te conduces aún peor, porque no sólo sorprendes a tu víctima desprevenida sino que la cuidas, acaricias y engordas a menudo para enseguida inmolarla en aras de tu sensualidad. Convéncete en consecuencia de que las imprecaciones que lanzas contra otras criaturas las mereces tu principalmente.

Estas reflexiones no me impiden, Mauricio, llevar al cocinero sabrosos sabaneros, delicadas tojosas y exquisitas gallinas de Guinea, cuyo vuelo ha detenido   -181-   mi implacable escopeta durante mi paseo matinal: estas filosóficas consideraciones no minoran el apetito con que me siento ante la mesa campestre para regalarme con la carne sustanciosa del ave silvestre que conserva, a pesar de la salsa común con que la adereza mi rústico Careme, el gusto de las aromáticas semillas que constituían el banquete diario del pobre animal antes que viniera a constituir el mío. Después, concluido el único placer que según los desengañados no nos miente, me pongo a meditar en un sillón que coloco en el colgadizo de la casa, o reclinado bajo frondoso árbol hojeo las páginas de nuestros mejores prosistas y poetas. Deslizándose Morfeo entre las suaves armonías de las musas suele cerrar mis párpados con tranquilo beleño. Entonces aquel completo reposo moral y físico me rejuvenece en verdad, cual si resucitara para mí el tiempo envidiable en que todo me sonreía en el mundo. A veces, el chasquido del látigo del mayoral anunciando a los siervos las horas del descanso me despierta, abro los ojos, distingo el sol en su meridiano, me desperezo con voluptuosa indolencia y buscando con que apagar mi sed chupo la piña deliciosa, o apuro el agua fresquísima de los cocos verdes. Ya desempeñada tan grata tarea con la lentitud de la ociosidad me ocupo de mi toilette con aseo tan esmerado cual si fueran las africanas de la finca refinadas beldades, oigo con gusto la voz del criado que me llama a comer (en el campo no se piensa en otra cosa), vuelvo a dedicarme al cuidado de mi estómago y saboreada ya con calma oriental la indispensable taza de café retorno a mi poltrona, donde introduciendo el tabaco o cigarro entre mis labios me abandono a los fantásticos deliquios que embargan a los árabes y persas al fumar su pipa de ámbar llena de opio. Dulce letargo inspirado por el ardor del clima arroba mis potencias sin adormecerlas enteramente. Mi alma se concentra en sí misma para lanzarse con nuevo vigor en las borrascas del sentimiento cuando salga de su apatía actual. Confusas visiones atraviesan ese crepúsculo, indeciso como el de la tarde, misteriosos suspiros conmueven mi pecho, que no define a donde se dirigen y, a menudo, murmuro con involuntaria tristeza:

-¡Estoy realmente en un paraíso; pero segundo Adán fáltame todavía mi Eva!

¡Ay amigo! Apenas tal idea se me ocurre, los fantasmas vagos, indefinibles y vaporosos que flotan a mi alrededor se mezclan hasta trocarse en una especie de blanca nube que entre sus brumosas ondulaciones me muestra la esbelta forma de una mujer. Luego, sobre aquel cuerpo diáfano y gracioso, asoma un rostro pálido, melancólico y elocuente como el de las vírgenes de Murillo, revelando angustias peores que las de la muerte, cual la vez que lo vi en la Alameda de Paula, o la desconsoladora calma de la resignación, cual la en que lo admiré en la glorieta de Puentes Grandes. Sí, a pesar mío cuando deseo volver a amar y a sentir me acuerdo de Ambarina, de la extraña, esquiva e incomprensible joven que ha rehusado agradecerme la conservación de sus días. ¡Ay, pobre doncella!   -182-   Quizá me huyes porque penosas decepciones han excitado en ti prudente terror a las agitaciones del alma, porque aprecias como un bien la letárgica indiferencia en que a los menos se adormece sin sufrir, y yo lejos de imitar tu sensata previsión corro loco e irreflexivo tras nuevas ilusiones, nuevas esperanzas, y por lo tanto, nuevo males futuros.

¿Y la tarde cómo la pasas?, es probable que me preguntes, asustado con lo tristes que son la soledad y el silencio de los campos a la hora en que la noche principia a extender su imponente manto sobre la tierra, en que el faro universal se apaga en el océano, y en que el hombre necesita reunirse en sociedad con sus semejantes para no participar moralmente de la oscuridad que desciende de los cielos a fuer de fúnebre mortaja. ¡Bah! Mejor tal vez que aturdiéndome en frívolas diversiones y costosos entretenimientos. A esa hora, que con razón consideras melancólica, permanezco en el colgadizo aspirando el fresco terral y mirando los astros que parecen nadar en un mar azuloso, coronados de fosfóricos reflejos. El médico de la finca, el cura del próximo pueblo y el maestro de escuela del mismo acuden a darme conversación, y recostando sus sillas o taburetes de cuero contra la pared me distraen con sus controversias. Mientras ellos disputan y charlan, embriagado yo con los perfumes de las flores del cafeto, que casi inodoras por separado componen en masa una inmensa copa de aromas, y con las caricias del céfiro, tan gratas y voluptuosas en los países cálidos, me abandono al éxtasis inefable, al pacífico bienestar que ha largos años no disfrutaba. Penetrando por todos mis poros, un ambiente vivificante purifica mi sangre, robustece mis fibras y predispone mi ser moral a elevarse hacia la gloriosa cúpula donde derraman su luz millones de estrellas. ¡Magnífica noche de los trópicos!, digo entonces a compás de las discusiones de mis acompañantes, que apenas reparan en semejantes maravillas. Ni el célebre firmamento de Andalucía e Italia posee una diadema de constelaciones tan admirable como la que ostentas en ese misterioso toldo, teñido de más oscuro y profundo azul que el del lapislázuli.

Otras veces también, reuniéndonos en el interior de la casa, juego al ajedrez con el médico, o los cuatro comenzamos una partida de tresillo que gracias a la corta suma que se atraviesa para darle animación se prolonga hasta las diez o las once, hora en que el buen cura y el pedagogo regresan al pueblecillo donde han fijado sus lares, mientras el Hipócrates campestre se dirige a la modesta habitación que en el cafetal ocupa. Imítolos a mi turno y entro en el lecho con la complacencia de un oriental, seguro de que el «Paraíso» me enviará alguna celeste hurí, alguna imagen encantadora en cuyas facciones incomparables reconoceré el divino retrato de la joven a quien saqué casi yerta de la bahía de La Habana: de... Ambarina.

  -183-  

La memoria de Beatriz y de Carmela, que antes a fuer de pesadilla aciaga turbaba51 mi reposo, ha desaparecido completamente. ¡Ah! ¿Debemos entristecernos o alegrarnos de que las simientes de un amor nuevo destruyan al instante las ya carcomidas raíces del antiguo? No me atrevo a decidir la cuestión.

Determinado a permanecer en tan delicioso retiro hasta octubre por lo menos, pues la fiebre amarilla se prolonga más allá de los límites del verano, me entretengo en formar un herbario con las plantas que recojo en mis excursiones, y una colección de insectos que me acompañará a mi retorno a Europa. Al efecto he mandado traer papel a propósito para mis disecciones botánicas, y pinzas y largos alfileres para prender a los pobres animalillos volantes que exciten mi curiosidad. El mayoral del «Paraíso», individuo cuya franca honradez realiza la frecuente ficción de los novelistas respecto a la bondad hospitalaria del hombre de campo, alegre guajiro que monta los domingos gallardamente su negro potro, se ciñe a la cintura la camisa y pantalón listado con una ancha faja de vivos colores de la cual pende el indispensable machete, especie de sable tosco con puño de plata y vaina pintoresca que nunca abandona, y va a bailar el zapateo, graciosa danza del país, con las más lindas muchachas de la vecina aldea, se asombra viéndome lastimarme a cada rato el rostro y las manos con los abrojos del inculto bosque para ir a coger una florecilla que él insignificante juzgaba, o atrapar un feo bicho que se arrastraba sobre las hojas. El otro día por lo tanto exclamé a mi turno, mirándole dirigirse a su bohío cargado con una jaula de cañas llena de unos escarabajos negros y amortecidos que dentro se movían torpemente:

-Parece, Tomás, que también se ha vuelto Vd. naturalista. Ni siquiera desdeña Vd. la familia de esos horribles animalejos.

-¿Horribles?, repitió como sorprendido. Entonces no los conoce Vd., ni sabe cuánto los perseguimos aquí. Con ellos se adorna mi novia cuando va a un baile, y ocultándolos entre la muselina se cubre de guirnaldas más relucientes que si fueran de diamantes. Este insecto es el cocuyo.

-¡Ah! ¿La célebre luciérnaga indiana?, repliqué. Todavía no la había yo visto sino pintada. Puesto que la llaman errante linterna de las cubanas campiñas, tráigame Vd. esta noche algunas de esas animadas lámparas para convencerme de que la vocinglera fama no ha exagerado su brillo.

-Los cocuyos vendrán por sí propios a mostrarselo a Vd. en los árboles fronterizos a la casa. Abundan tanto durante el verano que se introducen en las habitaciones, centellean en medio de la hierba y surcan el aire como exhalaciones luminosas. La época del calor y de las lluvias es su estación preferida. Y según el cariz del horizonte no tardarán en principiar las postreras.

  -184-  

Regularmente el marino y el labrador presagian con exactitud las variaciones atmosféricas: aquél porque las estudia cuidando de su nave y éste porque al par las observa preocupado con su cosecha. Apenas se hubo retirado Tomás con sus cocuyos, resonaron sordos truenos en la etérea bóveda: impetuoso viento sur levantó del seno de la tierra densos remolinos de polvo y gruesas gotas de agua tibia, cayendo sobre el endurecido suelo, anunciaron la explosión de una turbonada. ¡Qué formidable estruendo, qué ásperos estallidos eléctricos, y qué torrentes de lluvia! Cualquiera hubiera creído, menos el que ya presenciara tan grandioso espectáculo, que un segundo diluvio iba a inundar el universo, no perdonando ni la verde rama que recogió en su pico la paloma escapada del arca de Noé. Los rayos descendían sobre las palmas, que los atraen con su recta elevación como pararrayos producidos por la previsión de la sabia naturaleza en una latitud donde son tan violentas sus conmociones: el agua corría con furia de las cataratas del cielo; truenos metálicos y repetidos ensordecían al pobre mortal, testigo de la sombría majestad de tan imponente desorden, y yo, fascinado por la romántica poesía de los elementos desencadenados, ansío volar en alas del huracán bramador al misterioso laboratorio etéreo donde la voluntad divina lo forma a su antojo.

Duraría52 la tubornada dos o tres horas. Enseguida cesó la lluvia, apagose el trueno en el espacio, reprimió el vendaval su tempestuoso aliento, lució de nuevo el sol sobre campos y habitaciones, y sólo recordó el pasado trastorno el arco iris atravesando el cristal azul de la inmensa cúpula del mundo. Heridas por la aureola del monarca del día aparecieron las ramas de los árboles; recobró la vegetación su matiz de esmeralda, y los lirios del indiano estío, entre los cuales descuellan el crinum, listado de morado, y el elegantísimo pancratium, de estrechos y blancos pétalos realzados por verdes estambres, levantando sus relucientes tallos, despidieron tan penetrante olor a nardo y a vainilla que embriagadas las mariposas se precipitaban con afán hacia su cáliz para quedar prisioneras en el dorado polvillo sobre el cual imprudentemente se posaran.

A continuación de la turbonada, gozosa la región tropical con el recibido riego, despliega como la casta y apasionada virgen después del primer ósculo de amor nuevos y púdicos encantos. Los azahares del limonero, las hojas del guayabo y las ramas de otra porción de aromáticos arbustos, aquí silvestres envían, en alas de la brisa ráfagas de casi trastornada fragancia. Y el hombre, ebrio a su vez, como la mariposa con los perfumes del aire y del follaje húmedo, con la hermosura del cielo y las palpitaciones de una tierra ardorosa y poética, suspira lánguidamente cual si lo estrecharan los invisibles brazos de una fada irresistible, cual si también expirara de placer en el nevado seno de una flor sensible y seductora.

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Por la noche Tomás me dijo:

-Señor, allá en mis primeras mocedades fui pirotécnico y entiendo algo aún de fuegos artificiales. He querido de consiguiente obsequiar a Vd. con una muestra de mi habilidad en la materia. Sígame Vd. si gusta presenciarla.

Condújome a varios pasos de la casa de vivienda ante un gallardo naranjo recortado artísticamente, y lo vi convertido en brillante araña compuesta de innumerables lucecitas del pálido y suave color de la llamada de Bengala. Me sorprendió que hubiera podido colocarlas Tomás en todas las hojas del naranjo desde su más débil retoño hasta su más pequeño botón. El árbol despedía por todos lados fosfóricos destellos, deslumbraba como un astro trasladado a la tierra bajo el oscuro toldo de una opaca noche, y hacía creer en la magia de los cuentos orientales.

-Los potentados europeos te colmarían de oro porque en sus grandes fiestas adornaras sus jardines con una iluminación semejante, dije al mayoral. No acierto a explicarme cómo has logrado encender luces de tanta duración en el estrecho cáliz de un azahar, o sobre la frágil punta de un vástago que a asomar empieza. ¿Eres hechicero Tomás?

-Sí, pues voy a convertir en fosfórica nube la fosfórica iluminación, me contestó riéndose.

Y agarrándose del árbol sacudiolo con tanta fuerza que volaron en efecto los millares de lucecitas por el aire a fuer de otros tantos aerolitos, quedando apenas una que otra estacionada en el naranjo.

-¡Ah, comienzo a comprender!, exclamé entonces. Esas rastreras estrellas son insectos, son luciérnagas indianas, son en fin los cocuyos que esta mañana llamé feos escarabajos.

-Ha adivinado usted el misterio, repuso Tomás. Mientras llovía, cubrí la copa del naranjo de pedacitos de caña dulce simétricamente dispuestos, suspendí mi jaula de coyuyos de sus ramas con la puerta abierta y al instante los golosos prisioneros se dirigieron hacia su predilecto manjar. Yo, que conozco las costumbres de esos animalitos, sabía que los que vagaban por las inmediaciones no tardarían en acudir a donde se hallaban sus compañeros, ni en lanzarse por lo tanto sobre la dulce caña. Ya ve Vd. que no me he equivocado, y que soy hábil pirotécnico.

Di gracias a Tomás por su ingeniosa ocurrencia, ínterin al observar de cerca aquellos insectos, tan comunes de día, y de noche tan esplendorosos, cesaba de sorprenderme el que formaran las rústicas beldades adornos con ellos para   -186-   sus prendidos. La claridad que exhalan por la cabeza y las escamas de su vientrecillo es tanta que con cinco o seis coyuyos casi se puede leer en las tinieblas. Admírase pues el extranjero, aunque haya oído hablar de esa brillantez maravillosa, cuando al visitar los campos de Cuba los distingue volando en bandadas resplandecientes, deteniéndose en la cúspide de las plantas y esmaltando la tierra de estrellas pálidas y temblorosas como las que se sostienen por portentosas leyes de atracción y armonía en la techumbre del universo.

Me ha referido Tomás multitud de tradiciones concernientes al cocuyo. Aquí un viejo avaro cobraba miedo a las lucecitas errantes, tomándolas por las almas en pena de sus víctimas; allá una linda muchacha, trigueña como el panal de miel y dulce como la miel misma, se valía del coyuyo a pesar de la tiranía de sus parientes, que la encerraban de noche a oscuras, para leer las cartas de su amante, que la vigilancia de sus guardianes no le permitía recorrer de día. Él también por su parte debía agradecimiento al insectillo luminoso. Adoraba a Lola, la perla femenil del partido; pero otro montero gustaba igualmente de la seductora guajirita, y aunque Lola prefería a Tomás, su padre se inclinaba a Miguel. En semejante situación llegó la víspera de año nuevo, época en que la joven campesina cubana que desea elegir novio lanza a media noche una flor a la calle para que la recoja aquel de sus pretendientes que por esposo le ha señalado el destino. Por supuesto que desde por la tarde se situaron ambos rivales como sabuesos en acecho al pie de la ventana del objeto de sus suspiros. Trascurrieron las horas y, a la fijada, abriéndose un postigo exclamó la gangosa voz del padre de la disputada belleza:

-Juro que el que recoja la flor que mi muchacha va a arrojar recibirá su mano enseguida. ¡Alerta, Miguel!

-¡Atención Tomás!, dijo a su vez Lola.

Figúrate, Mauricio, con qué palpitaciones de corazón buscarían Tomás y Miguel en medio de la oscuridad profunda que los envolvía la prenda de su felicidad. Aunque soplaba un nortecillo agradable, chorreaba de sus frentes, dobladas hacia la tierra, un sudor fatigoso. De repente al levantar Tomás la cabeza desesperado con la inutilidad de la pesquisa percibió en un próximo tamarindo dos lumbreras que sin duda le enviaba Amor, dolido de su quebranto. Eran dos cocuyos rezagados que no habían desaparecido con las postreras brisas del verano tropical. Apoderose al momento de ellos y ocultándolos bajo su capa fue alumbrando trabajosamente por medio suyo el terreno que recorría. Así, consultando al fulgor de los fosforescentes animalillos cuantas hojas y ramas alzaba del suelo, pudo al fin apoderarse de la flor codiciada. Al inmediato día, en consecuencia, obtuvo formalmente la mano de Lola, con quien baila todos los domingos   -187-   el zapateo, y hubiéranse ya casado si en un instante de expansión no hubiera revelado indiscreto el recurso de que se valiera para triunfar de su rival. Furioso Miguel al descubrirlo, corrió a quejarse al padre de la joven, que perplejo al oír la acusación de mala fe que dirigía contra su adversario sometió el extraño pleito a la decisión del maestro de escuela. Escuchó el pedagogo gravemente a los encarnizados litigantes y cediendo después a la razón, o a su interés por Lola y Tomás, dijo a Miguel con terminante acento:

-El padre de Lola había prohibido a Vds. llevar luz artificial para encontrar la disputada flor, pero no llevar cocuyos. Valerse de medios humanos, pero no de los que Dios suministra para favorecer al más digno de sus bendiciones. Ante el tribunal severo de la más imparcial justicia la mano de la trigueña Lola pertenece al discreto Tomás.

Y no atreviéndose nadie a refutar los argumentos del Cicerón de la aldea, Tomás y Lola se unirán pronto.

Es quizá este rasgo el menos curioso de cuantos me ha contado Tomás respecto a la magnífica luciérnaga de la zona tórrida; pero lo he puesto en tu conocimiento porque se halla en relación con el que acaba de proporcionarme una iluminación cocuyera. Para recompensar al mayoral del «Paraíso» de la grata sorpresa que ésta me causó le he ofrecido ser padrino de su boda; he reducido al padre de la muchacha a casarlos de una vez, y he contribuido a que dentro de una o dos semanas salgan de penas. Al expresarme su reconocimiento por mi propicia intervención los ojos de la agraciada novia brillaban como dos cocuyos. Pero dejemos esos animalejos para tratar de otros.

Has de saber que anteanoche pasé un susto tonto. Dormía profundamente encerrado en mi aposento cuando me despertó un ruido de pasos cautelosos. Me incorporo sobresaltado, enciendo luz y asiendo un sable que acostumbro colocar a mi cabecera pregunto con voz de Esténtor: ¿Quién anda ahí? Nadie me responde, extínguese el rumor alarmante y persuadido de que había soñado vuelvo a reclinarme sobre al almohada. Pero antes que de nuevo se cerraran mis párpados renace el sordo ruido. Caminaban por la habitación y no muy despacio por cierto, pues parecíame escuchar claramente el roce de humanas pisadas sobre pavimento de madera. Por segunda vez interpelo en vano al perturbador de mi reposo: me levanto y cogiendo la nocturna lámpara y el sable viejo registro infructuosamente la estancia. Mas apenas al lecho hube regresado, he aquí que el misterioso rumor resucita, como mofándose de la torpeza de mis indagaciones. A tan extraña insistencia, medio turbado aún por las adormideras de Morfeo déjome invadir por los fantásticos temores de Hoffman: creo en visiones sobrenaturales y abriendo la puerta llamo al mayoral, que descansaba de su ruda   -188-   jornada en inmediata alcoba. Acude Tomás con su buen humor característico, busca hasta debajo de los muebles y no tarda en echarse a reír a carcajadas.

-¿Qué hay? ¿Qué motiva esa descompasada jovialidad?, le pregunté algo confuso.

-Señor, los duendes son cangrejos, replicó el guajiro, esforzándose inútilmente en cesar de reír.

-¡Cangrejos! ¡Bah! ¿Acaso estamos a orillas del mar, o de algún río?

-Aquí, los cangrejos son hijos de la tierra lo mismo que los cuadrúpedos y las aves, añadió él. En prueba de la verdad que digo, mire Vd. al truhán que lo ha asustado.

Cogió después el sable y con la destreza de la práctica atravesó de parte a parte al importuno crustáceo, que me presentó agitando sus patas a guisa de una enorme araña. Enseguida designome otros dos o tres animales de igual especie que deslumbrados por la luz de la lámpara permanecían inmóviles en un rincón.

-Había olvidado que existiesen cangrejos de tierra, pues en Europa no los conocemos, exclamé, examinando la rojiza concha del pobre prisionero.

-Entre nosotros abundan tanto, por el contrario, como los cocuyos en la estación de las lluvias, época en que se reproducen y salen en tropel de sus cuevas, repuso el mayoral. Todos nuestros pantanos o ciénagas tienen el borde acribillado de agujeritos a fuer de un inmenso rayo, y cada uno de esos hoyuelos sirve de asilo a un cangrejo. Pero la carne de los que se crían en fétidos manglares es nociva y hasta venenosa. Mañana saboreará Vd. la de este infeliz que hemos pinchado, y al cual por su color, declaro excelente para el paladar de los golosos. Apuesto que el ladronzuelo se ha alimentado con los plátanos de la finca, o se ha escapado de alguno de los barriles donde los siervos los engordan con raíces y legumbres. Pronto me confesará Vd. que prefiere el cangrejo terrestre al acuático.

Cumpliose el vaticinio de Tomás. Tanto me agradan ahora esos crustáceos de terreno firme que apenas los siento caminar en mi alcoba corro a sorprenderlos; o cuando los etíopes, provistos de luces, van a buscarlos de noche por los campos me uno a ellos, a fin de tomar parte en esa extraña cacería, que aumenta los gastronómicos placeres a que me manifiesto tan sensible desde que no pienso, ni trabajo, ni salgo del dolce far niente de la pereza. ¡Ah, Mauricio! La gula es el pecado de los ociosos y de... los brutos, salvo las excepciones que existen en todas las reglas generales.

  -189-  

Me he extendido tanto en estas pequeñeces por temor de llegar al principal objeto de las presentes líneas. ¿Recuerdas que al comenzarlas te indiqué que tenía cosas importantes que referirte, y que mi corazón, penetrado de nuevas agitaciones, ansiaba como el río comprimido en estrecho lecho desahogarse dando curso a su violencia interior? ¡Ah! Demasiado comprenderás que ni mis cacerías, ni mis deleites bucólicos, ni mis conversaciones con el rústico amante de Lola, ni los cangrejos, ni coyuyos producen las emociones que exhalar necesito en el seno de un amigo verdadero. Pero recelando, repito, salir de la feliz apatía que acabo de describirte, tocar la cuerda que vibra casi dolorosamente en mi alma impresionable, he experimentado secreta complacencia, pintándote con una especie de calma voluptuosa el reposo de que he disfrutado durante muchos días, en retardar la confesión de que quizá lo he perdido para siempre. ¡Envidiable tranquilidad! ¡Dichosa indiferencia!. ¡Ay! Ya sólo existes en mi memoria: ya en vano clamo por ti, ya no volveré a conocerte nunca. Mauricio, la he visto de nuevo... Ambarina reside en mi vecindad... La casualidad me ha descubierto su retiro. Aguarda mi próxima carta y te diré cómo. Adiós.



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- VIII -

El mismo al mismo


Tiene razón, Mauricio, los que llaman al acaso el verdadero destino del hombre. A menudo nuestros mayores esfuerzos no consiguen el fin apetecido y cuando ya no esperamos realizar nuestro deseo, ni nada hacemos para su satisfacción, proporciónanos la casualidad lo que durante tanto tiempo buscáramos en vano. Únicamente de este modo se explica la fortuna de tantas nulidades, la dicha de tantas personas acreedoras apenas a pasar desapercibidas. Han tropezado a la ventura con la prosperidad de que gozan y lo deben todo al azar, dios caprichoso y omnipotente que no conoce imposibles.

En los momentos en que me hallaba la otra mañana cazando para proveer a mi almuerzo, una bandada de chillonas cotorras pasó sobre mi cabeza como una verde nube, yendo a confundirse con el follaje de los árboles en que se refugió. Detúveme para escuchar el áspero y vocinglero concierto que formaban las chilladoras aves hasta que, cansado de sus roncas armonías, disparé un tiro a corta distancia. Al instante volvieron a elevarse en el aire, aturdiéndome con sus incesantes gritos. Seguiles la pista, ansiando coger alguna viva para enseñarle a hablar como el papagayo de Robinson, hasta que vi que del centro de la esmeraldina cohorte salía un pájaro teñido del dorado matiz de la naranja, el cual fue a posarse sobre las blancas hojas de una yagruma. Me acerco, lo examino y descubro una cotorra amarilla, uno de los fenómenos de la familia alada a que pertenecía, como lo es el albino en la humana raza, una de esas singularidades de la clase volátil que infinito se aprecian por su escasez. Proponiéndome, desde luego, apoderarme del extraño animalillo, le apunté de modo que cayera a tierra sin recibir incurable herida. Pero la amarilla cotorra, cual si sospechara mi intención, apenas me aproximé a la yagruma, voló a un lejano tamarindo para después trasladarse a un jagüey que enroscado como una serpiente de madera en torno del recto tronco de una palma real la había matado con sus abrazos, perniciosos como los del traidor. En fin, así de árbol en árbol, llegué   -192-   a un bosquecillo de bambúes (propiedad de una finca inmediata), a cuyo aspecto, lanzando la fugitiva un chirrido de triunfo con su vocecilla clara y burlona, desapareció entre los flotantes penachos mientras yo, indignado de mi inútil persecución, la buscaba afanoso bajo el ramaje.

Encontré a su pie una laguna límpida y trasparente que se rizaba a fuer de líquido cristal al rozarla el soplo del céfiro. Ínterin fuera de la umbría bóveda, el sol, ya ardiente y fulgurante, vertía torrentes de fuego sobre los que osaban arrostrar su rigor; allí, primaveral frescura, voluptuosa sombra, gratísimo silencio brindaban al fatigado caminante delicioso descanso. Desde la primera mirada comprendí que pertenecía el vasto estanque a personas capaces de apreciar los goces campestres y dotadas de gustos poéticos y sencillos, pues en su borde, en el espacio que media entre el agua y las cañas hay bancos rústicos cubiertos de un césped espeso y reluciente como el terciopelo, donde al disfrutar del reposo del cuerpo se regocija el espíritu con la graciosa perspectiva que forma el nelumbio extendiendo sus anchas y redondas hojas sobre las claras linfas como para circuir de un zócalo de verdor sus grandes flores rosadas, amarillas y blancas, cuya orgullosa belleza contrasta con la modestia de las ninfeas azules, que asemejándose a la violeta en el olor balsámico y el silvestre atractivo con que se ocultan bajo su follaje se arriman a la tierra como pidiendo protección. Matizados patos y ánades más blancos que la nieve jugaban, nadaban y graznaban en el fresco fluido, arrojando al aire, al sacudir las alas, una lluvia de diamantes. Permitíame la trasparencia del agua distinguir en el fondo infinidad de pececillos que allí vivían, y se reproducían libres probablemente del anzuelo del pescador. En una palabra, completaba el encanto de aquel lugar, tranquilo y romántico como el retiro de la prudente Egeria, un lindo bote, mezcla bizarra de la primitiva piragua india y de las góndolas de la antigua Venecia, que abrigado de la intemperie por un pequeño colgadizo lucía un toldillo y cojines de seda de tan brillante azul como el del cielo que a través del tupido follaje se vislumbraba.

Agradablemente sorprendido con mi casual descubrimiento me dirigí al bote, entré en él y asiendo los remos conocí por su ligereza que estaba destinada a manejarlos la mano de una mujer o de un niño. Sin detenerme a tratar de adivinarlo, separé el barquichuelo de la orilla y heme aquí bogando en el estanque reclinado en blandos almohadones acostumbrados sin duda a más dulce peso que el mío. Las aves anfibias, sometidas al yugo de la domesticidad, me seguían graznando alegremente. Casi llegué a creer que, convertido en la divinidad local que presidía las fuentes y ríos de la antigua Grecia, triscaban náyades cubiertas de plumas a mi alrededor. Sacome de ese error lisonjero un grito semejante a una carcajada mofadora. Alzo los ojos hacia el punto de donde partía y percibo   -193-   a la cotorrilla amarilla, que hábil marinera subía y bajaba por los troncos de los bambúes como para ostentar su destreza. Entonces regreso con la góndola al colgadizo, salto a tierra y recogiendo mi escopeta acercome cautelosamente a la caña donde se ejercitaba el travieso pájaro. Segunda acechanza tan infructuosa como la primera. Un rayo de sol, hiriendo el arma mortífera, le hizo despedir chispas centelleantes y asustada la cotorra desplegó sus raudas alas para desaparecer de nuevo como una nubecilla de oro y carmín.

Pero otro precioso hallazgo me indemnizó de su fuga. Ante mí, en el tronco lustroso y liso de una cañabrava, vislumbré un grueso letrero. Inclínome para descifrarlo y leo en caracteres trazados sobre la corteza con un punzón:

Laguna de la esperanza

-El título aunque bello no expresa todos los hechizos de este delicioso lugar, exclamé en alta voz, cual si imaginara que oírme podía una ninfa invisible, y sacando un cortaplumas del bolsillo de mi chaleco escribí debajo del anterior rótulo:

Más bien debe llamarse laguna encantada

Después me marché, resuelto a tomar informes respecto al hada misteriosa que imperaba en el estanque de los bambúes.

Nada pregunté, sin embargo, a Tomás. Quería levantar el velo yo solo, y ocultar a las miradas de los profanos el oasis que el acaso me proporcionaba para mi recreo.

En la inmediata mañana, por lo tanto, en vez de entretenerme en cazar me dirigí temprano a la encantada laguna. Aunque humedecía todavía la hierba el llanto de la aurora, dos mujeres se me habían adelantado en la campestre visita. La de más edad, mulata gruesa y robusta, se ocupaba en desamarrar el bote; la otra, que me volvía la espalda, examinaba con atención en el tronco de la cañabrava las letras que yo trazara la víspera. La cotorra amarilla, posada en su hombro, lanzaba chirridos de placer.

Al instante reconocí en el elegante talle de la que leía mis garabatos los esbeltos contornos de la juventud. Antes de verle el rostro, agitose ya desasosegado mi corazón. Sentí que me ponía pálido: singular sobresalto trastornó mis potencias y me apoyé en mi escopeta, sorprendido de una emoción tan extraordinaria y repentina. Cuando la que la causaba se volvió de frente comprendí hasta dónde llega la magnética influencia que en nosotros ejerce la persona amada. Era Ambarina.

  -194-  

¡Cuán bella me pareció! ¡Ah, Mauricio! Ya no existía en sus facciones la enfermiza palidez del dolor que empañaba el lustre de su incomparable hermosura, la noche que la encontré en la Alameda de Paula, ni el mortal abatimiento que la marchitaba en la glorieta de las Puentes. Tranquila, si no feliz, brillaba en sus rasgados ojos la luz del sol, en sus doradas mejillas la frescura de la salud, y en sus labios el oscuro encarnado del clavel. Llamando a su lado a la mulata, mostrole con expresivos gestos el renglón que había trazado mi mano. Temblaba yo como un culpable en mi escondite, temiendo que si Ambarina sospechaba mi proximidad no retornara más a la laguna, y al ver volar a la cotorra amarilla hacia el grupo de arbustos que me ocultaba, me demudé cual si el animalillo pudiera delatarme.

La gruesa mulata, a quien da Ambarina el nombre de Mariana, se encogió de hombros ante el letrero con perplejo ademán, exclamando al tiempo mismo:

-Me alegraría, muchacha, de que turbaran hombres o duendes la quietud de este recinto para que no vinieras a él, a lo menos tan temprano, arrostrando imprudente la humedad y la fatiga.

-¡No lo permita Dios, Mariana!, contestó la joven con su voz musical. ¡Quién cuidaría entonces de mis patos y de mis peces, de mi bote y de mis acuáticos dominios! Quizá algún transeúnte, conducido a la laguna por casualidad y agradecido a su apacible sombra, ha querido expresar en esas breves palabras el fresco descanso que le debió. Además ¿por qué hayan visitado mi Edén he de huir locamente de sus encantos? Te equivocas. No renunciaré sin justo motivo a tan ameno paseo, y si te cansas de acompañarme puedes quedarte en casa. Vendrá conmigo la cotorra amarilla.

-¡Vaya!, objetó Mariana con la familiaridad que adquieren las nodrizas (sé que lo ha sido de Ambarina) con sus hijos de leche. Buena vagabunda es la tal cotorra. Ayer voló hasta la inmediata finca, según me ha dicho Valentín, y el día menos pensado la pierdes si no te determinas a enjaularla.

-Deseo tenerla a mi lado sólo con los lazos del cariño, repuso la hermosa virgen, acariciando a su ruidosa favorita. En nada me gusta la violencia y mucho menos respecto al afecto.

Entrando después ambas en el barquichuelo se pasearon por el claro fluido, remando alternativamente. Revoloteaba la amarilla cotorra sobre la cabeza de su seductora dueña, gritando hasta aturdir, mientras los peces y patos se disputaban los pedazos de pan que arrojaba al agua la delicada mano de la joven, en cuya fresca boca vagaba una sonrisa llena de indefinible embeleso.

Guardeme bien de salir de la espesura que me servía de discreto observatorio. Sabía o adivinaba que mi presencia ahuyentaría a la ninfa cuyo aspecto recreaba   -195-   mi alma a pesar suyo. Bastábame por otra parte contemplar a mi gusto el original de la bella imagen grabada en mi corazón, escuchar sus suaves acentos, admirar la gracia de sus palabras y maneras, y sentirme herido de eléctrica conmoción cuando Ambarina, cediendo a misterioso magnetismo, volvía hacia mí sus negros ojos, que no podían verme, como si buscara algo.

Luego que hubo agotado las provisiones que llevaba para sus acuáticos protegidos reclinose en el bote y apoyando la aterciopelada mejilla en sus dedos ámbar entregose a una meditación profunda.

Engañado por mi ferviente deseo creí oírla suspirar, evocando un recuerdo simpático y agradable, clamar por un objeto ausente, y que ese objeto era yo.

La áspera voz de Mariana diciendo «Vámonos: estoy cansada de remar», rompió el encanto. Ambarina saltó a tierra con la ligereza de la cierva silvestre, mostrándome un pie microscópico, un pie de verdadera habanera, ayudó a Mariana a amarrar el botecillo bajo el tinglado, y desplegando a continuación su sombrilla, pues ya el sol comenzaba a molestar, se marchó seguida de la atezada nodriza. Sólo la cotorra permaneció en la laguna para seguir disfrutando de la libertad de los bosques.

Apenas desaparecieron sus amas dirigime al barquichuelo y paseé a mi turno por el agua, sentado en los cojines que sostuvieran el cuerpo gentil de la joven. La cotorra que me huyera la víspera, acudió a posarse en el bote arrastrada por el imperio de una antigua habitud, y a fuerza de halagos y caricias conseguí que cesara de temerme. Determinado a convertirla en abogada de mi causa para con su esquiva dueña he principiado a enseñarle a exclamar:

-¡Octavio! ¡Pobre Octavio!

Más de dos horas estuve en la laguna, pensando en los medios de que debía valerme para triunfar del desvío de mi adorada, y cuando me retiré acompañome tenazmente su imagen fascinadora.

Juzgo inútil decirte que a la siguiente mañana regresé solícito al cristalino charco, contemplé de nuevo a la ingrata beldad, hacia quien mi corazón, sediento de afecciones, se lanzaba pertinazmente, y que durante muchos días participé sin que lo sospechara ella de sus correrías madrugadoras. Los amantes, en general, no llegan a conocer del carácter de su amiga sino lo que ésta quiere manifestarles. Yo, secreto testigo de los paseos y conversaciones de Ambarina en el bosquecillo de los bambúes, observándola cuando al creerse libre de las miradas de la sociedad despojaba su expresivo semblante del velo de la reserva, me convencí de que su índole, aunque altiva y vehemente, abrigaba bajo aquel   -196-   orgullo, muy semejante a la dignidad de sí misma, tesoros de bondad, de abnegación y de ternura inagotable. Qué interesante alarma reveló su apasionado rostro una vez que la mulata Mariana, tropezando en el borde de la laguna, se cayó al agua. Bien sabía que la profundidad del estanque no era suficiente para que persona alguna se ahogara en él, y sin embargo el temor de que la repentina zambullida alterara la salud de su nodriza tiñó de palidez mortal sus elocuentes facciones. Después, ínterin la mulata se reía para tranquilizarla, la ayudó a salir del vasto charco, la enjugó cariñosamente y hasta pretendió despojarse de parte de sus vestidos para suministrarle ropas secas. Aunque aquella mañana se alejaron al momento, quedé penetrado de una emoción gratísima al cerciorarme de que el alma de Ambarina rivalizaba en hermosura con su exterior. Otras veces, al distinguir, lánguida y triste a orillas del estanque, a alguna de las aves que acostumbran nadar, jugando en torno a su barquichuelo, le he oído exclamar con casi infantil sencillez: «¡Pobre animalillo! ¿Qué tendrá? Sin duda está enfermo». Y es para adorarla de rodillas ver la atención que otorga al doliente volátil, el afán con que lo examina a través de sus encrespadas plumas, el cuidado con que para reanimarlo lo coloca al sol. A menudo, Mauricio, he deseado transformarme en pato, o, más bien, en cisne, como Júpiter, para recibir sus suaves y halagüeñas caricias.

En pequeñeces se revela la condición moral del individuo. Suele ocuparse Mariana en pescar al anzuelo para añadir a la mesa de su señorita un plato en el campo muy apetecido por su escasez. Entonces deplora Ambarina lo lindo del pececillo que se ha dejado sorprender por la traidora carnada, y como la nodriza no hace caso de una compasión que redundaría en perjuicio de su estómago, la sensible doncella arroja ocultamente al agua, de nuevo, los escamosos cautivos, riéndose después al oír decir a la voluminosa mulata:

-¡Jesús! ¿Es posible que con toda mi destreza no haya cogido hoy sino cuatro guabinas y media docena de camaroncillos insignificantes? ¿Dónde están los rojos peces y las anguilas plateadas que también he sacado?

-Tan brillante pesca sólo ha existido en tu imaginación, Mariana, responde Ambarina, haciéndole por detrás una maliciosa mueca de que considera único testigo a la cotorra amarilla. Has tomado por realidad la ilusión de tu deseo, el cual me alegro que no se haya cumplido, pues de lo contrario despoblarías pronto la laguna.

-En efecto, sin el menor escrúpulo de conciencia siento llevar a casa tan corta provisión de pescado, segura de que Dios creó cuanto existe para provecho del hombre.

Enseguida entablan una discusión en la cual únicamente escucho la voz sonora de Ambarina, que con fervor emite las más generosas ideas.

  -197-  

Admirando diariamente su mérito, la simpatía que me inspiraba se ha trocado en amor; estudiando su carácter el amor se ha convertido en pasión profunda. Me parece que ya no me sería posible vivir sin verla, que si la perdiera se transformaría el mundo en sombrío desierto para este pobre peregrino errante y solitario.

¡Ah! Pero no me atrevo a presentarme, ni a indicar mi ternura. Ambarina no es una mujer como las demás mujeres, o pesa sobre su existencia extraño misterio. Ha pocas mañanas que Mariana le dijo con su habitual desenfado:

-Cuatro meses han transcurrido desde que moramos en el ingenio, muchacha, y en todo ese tiempo no hemos hablado con otras personas que las de la finca. Ni siquiera Bernardo Arribas se ha acordado de nosotras. Desde que renunció a tu mano te ha olvidado completamente.

-¡Ojalá continúe olvidándome!, replicó la joven con alterado acento. Comencé a cesar de sufrir el día en que él principió a borrarme de su memoria. Su recuerdo pues resucitaría mis antiguas penas.

Bernardo es sin duda el mancebo con quien me indicaron que iba Ambarina a casarse. Su solo nombre suscitó en mi corazón estremecimientos de odio, porque mi amor lo considera un rival, y también porque Bernardo se llamaba el hombre desmoralizado que deshonró a Carmela, mi difunta esposa.

Te voy refiriendo mis impresiones según las experimento. No esperes de consiguiente orden ni unión en esta carta.

-Pero este encierro no puede durar siempre, prosiguió Mariana. Tienes veinticuatro años y a tu edad todas las ricas herederas como tú ya han elegido esposo.

Tembló la hermosa doncella: singular palidez aumentó el color de ámbar de su cutis y respondió con una firmeza que me heló el alma:

-Nunca me casaré. Lo he jurado por las cenizas de mi buen padre, que me aguarda en el cielo. Silencio, quietud y olvido es cuanto pido a la suerte. ¡Ay! No ambiciono la dicha. Me contento con no padecer.

Quedé atónito con la expresión que adquirieron la voz y el rostro de Ambarina al hablar así. Ambos revelaban la inmensa tristeza del que creyéndose condenado a eterna desgracia únicamente ruega al destino embote las saetas que han de desgarrar su lacerado pecho.

Volví a perderme en el dédalo de dudas que me inspiró al principio el atentado de la joven contra su vida, y al par volví a fijarme en la idea desconsoladora   -198-   de que abandonada por aquel Bernardo, a quien había querido confiar su porvenir, no podía sobreponerse a los dolores de un amor sin esperanza.

Un tormento para mí desconocido, una zozobra perpetua, los celos en fin derramaron entonces en mi palpitante seno toda su horrible hiel.

Mientras yo lloraba de rabia tras los bambúes, pareciéndome que por medio del magnetismo del imperioso sentimiento que me dominaba, Ambarina debería haber adivinado mi pasión y mi culto, repetía ella, recobrada la melancólica serenidad de su semblante:

-Jamás me casaré. Suplícote pues, Mariana, que renuncies a hablarme del particular.

La mulata se encogió de hombros, murmurando: ¡siempre incomprensible!

-El campo, las flores, las aves, mis libros, mi piano, la amistad de las personas que aprecio, y sobre todo el placer de hacer bien a los pobres, me indemnizan del aislamiento a que me condeno, añadió Ambarina, sofocando un suspiro. El estudio será mi compañero, los menesterosos mis hijos, y Dios, que me aguarda, mi consolador. ¡Ah! ¿Con tantos elementos de ventura puedo acaso considerarme infeliz? Que el cielo prolongue hasta el fin de mis días mi situación actual y moriré tributándole sinceras gracias. ¿Cómo osaría quejarme cuando tengo salud, distingo al mísero lazarino pasar cubierto de úlceras ante mi puerta; cuando me sobran recursos para satisfacer mi caridad y contemplo el mendigo que solicita tembloroso un seco mendrugo para su alimento; cuando conservo el alma pura de vicios y miro al ebrio desplomarse en la calle bajo el peso de su afrentosa degradación? No me compadezcas, Mariana, comparándome con algunos pocos más afortunados que yo, ponme en paralelo con los infinitos que son cien veces más desgraciados y te inspiraré envidia.

¡Oh Ambarina, seductora mezcla de sensibilidad y de razón, del entusiasmo de la juventud y de la sensatez de la edad madura! Yo pertenezco53 a ese gran número de criaturas desdichadas a que aludes, pues adoro tu raro mérito sin atreverme a manifestarlo, ni a caer a tus pies como el devoto ante la santa imagen de su culto.

He llegado tarde probablemente, otro que no ha sabido apreciarte se me adelantó. No importa, hermosa joven, yo triunfaré de mis indecisiones, yo te referiré algún día mi martirio, yo exhalaré en tu oído mis ayes amorosos, y quizá54 derrame un rayo de sol sobre tu helada tranquilidad la convicción de que otra alma simpática acompaña a la tuya en su sombrío aislamiento.

  -199-  

Como para desembarazarse de las penosas ideas que aquella conversación suscitara en su ánimo la esbelta ninfa saltó del botecillo a la ribera y reclinándose indolente en un banco de hierba exclamó con un acento que trataba de adquirir joviales inflexiones:

-Voy a plantar a orillas de la laguna narcisos y violetas, que no obstante el ardor del clima deben darse muy bien en este terreno húmedo. Al par quiero cubrir los bancos de verbena de todos colores que durante el estío formen festones matizados sobre la verde grama, y de moyas, o flores de invierno, que a la verbena reemplacen desde noviembre hasta marzo, esmaltando con sus estrellas blancas, moradas y amarillas el césped de estos rústicos asientos.

Aquel día me marché antes que Ambarina se retirara para regresar a las pocas horas seguido de Tomás y de veinte negros del «Paraíso», que rodearon de violetas, narcisos y silvestres azucenas, aquí llamadas brujas, el borde del estanque, plantando a la vez la verbena florida, que traían en macetas, en los bancos de hierba. Hice plantar además grupos de blancos lirios de la estación y de tararacos color de fuego en las riberas del cristalino charco. Mi dinero y la eficacia de Tomás me habían proporcionado fácilmente tan preciosa colección de botánicos productos, que cultivaba un jardinero francés con bastante buen éxito en una estancia próxima. En fin, luego que hubieron mis numerosos auxiliantes regado el nuevo plantío, que sacado cuidadosamente de los macetones nada padeció al cambiar de lugar, retornamos a la finca de mi temporal residencia sentados Tomás y yo en la carreta que condujera nuestra escogida carga de primores vegetales.

No dormí aquella noche. Tan pronto me arrepentía de mi obsequio, temiendo que ahuyentara a mi romancesca divinidad de su campestre santuario, como me sonreía la deliciosa esperanza de que complacida lo acogiera. Levanteme con la aurora y retirando de un jarrón de cristal lleno de agua fresca fragante ramo de violetas, heliotropos y pensamientos, que me procurara el mismo indicado horticultor extranjero, corrí al teatro de mis secretas combinaciones.

Logré adelantarme efectivamente a Ambarina. Me dirigí al bote y coloqué sobre el asiento el delicado ramillete, cuyo aroma embriagaba. Escondime después en la espesura. Excepto la cotorra amarilla, que precediera a su ama a guisa de correo, y que ya familiarizada conmigo vino a posarse en mi hombro, nadie presenció mi acción. Apenas me oculté, comparecieron Ambarina y su nodriza.

Nunca me pareciera la anterior tan interesante y simpática. Vestía blanca bata de muselina de la India ceñida al flexible talle por una cinta color de rosa. Un lazo de igual matiz cerraba castamente bajo la barba el bordado cuello de   -200-   su negligé matinal. Su sombrilla de tafetán rosado arrojaba sobre sus negros cabellos y pálido rostro su suave reflejo. Encontré a Ambarina, repito, más seductora que nunca, porque además de sus naturales atractivos los ojos del amor embellecen al objeto amado.

Dirigiose distraída a la navecilla, la desató y murmurando admirada «¡Qué olor tan agradable! ¡Aquí hay violetas!», descubrió el grueso ramo allí depositado para ella. Lo cogió con una especie de ansiedad causada por su vehemente afición a las flores, lo aspiró cual si quisiera absorber enteramente los balsámicos efluvios que despedía, y dijo en el primer impulso de su ingenuo placer: «¡Qué lindo regalo! ¿Quién será la maga bienhechora que me lo envía?».

-Aún te queda por ver lo mejor, exclamó Mariana con los exagerados gestos de las gentes de su clase. Mira qué maravilloso cambio se ha verificado en torno tuyo.

Entonces reparó Ambarina en las preciosas plantas que poblaban la ribera artificial, y en las guirnaldas de verbena que adornaban los bancos graciosamente mezcladas con el fino césped.

-¿Qué significa esto?, preguntó con asombro, ínterin yo temblaba en mi escondrijo. La laguna de la Esperanza es realmente la encantada laguna. Sin embargo ya no estamos en los tiempos en que según Florián Nemorino para obsequiar a Estela arrancaba durante la noche árboles enteros y los colocaba con los nidos de los pájaros que contenían ante las ventanas de su amada, ni hay tampoco en los alrededores, que yo sepa, Nemorino alguno empeñado en elegirme por su pastora. Tamaña metamorfosis de consiguiente es inexplicable, sorprendiéndome sobre todo que su misterioso autor, como para indemnizarme de que las matas de violetas no tengan flores me haya regalado este magnífico ramo, sin duda recogido en algún poético Edén.

-Ambarina, el que escribió el letrero del bambú debe ser el jardinero que te cuida tanto, observó Mariana riéndose. Cupido te acecha niña mía. Cuidado con sus cautelosas flechas.

-Infinito sentiría que proviniera del motivo que indicas semejante galantería, exclamó la joven, elevando la voz como para que la oyera un testigo invisible. Caso que me haya espiado, digámoslo así, con más curiosidad que delicadeza deben ya conocer mi invariable modo de pensar. Sólo me resta pues añadir que por mucho que me cueste renunciar a este lugar, que amaba porque ofrecía distracción a mis disgustos íntimos, cesaré de visitarlo apenas tema que se realicen, Mariana, tus sospechas.

A continuación, mientras la mulata se extasiaba con el bello efecto que producían la matizada verbena sobre la menuda grama y los rojos tararacos, blancos   -201-   lirios y brujas amarillas y rosadas orillando a fuer de guirnalda inmensa el tranquilo charco, entrando Ambarina en el bote lanzó mi ramillete con desdén a tierra y comenzó a pasearse por el agua como de costumbre. Su rostro empero, que interrogaba yo con inquietud, anunciaba más tristeza que enojo, y aunque se contenía recelosa de que la observaran le sorprendí una vez enjugándose los ojos con el pañuelo.

¡Ah, hubiera dado mi vida por secar con mis respetuosos labios aquellas furtivas lágrimas!

Cansada pronto de recorrer la laguna amarró la navecilla bajo el colgadizo y dijo, presa de indomable emoción a Mariana:

-Vámonos.

-¿No llevas el hermoso ramo?, indagó la mulata entre irónica y risueña.

Movió Ambarina negativamente la cabeza con un desvío que me traspasó el corazón. Entonces la cotorra amarilla, que permaneciera posada en un bambú, voló a su hombro, repitiendo:

-¡Octavio! ¡Pobre Octavio!

Las dos mujeres se miraron atónitas, mientras yo bendecía al parlero animalillo.

-Acabo de convencerme de que la laguna está encantada verdaderamente, exclamó la joven. Huyamos del hechizo.

-Si tú no quieres el ramo, yo lo recogeré, dijo Mariana.

-Haz lo que gustes, replicó Ambarina, alejándose.

Olvidando en mi desesperación mis habituales precauciones las seguí a distancia. Cuando creyó que ya no podían verla Ambarina pidió el antes despreciado ramo y prosiguió, oliéndolo, su camino. Esto sin embargo no me consoló, pues confirmaba su inexorable propósito de cerrar al sentimiento que yo inspirarle pretendía las puertas de su pecho.

Regresé a mi morada, mustio y desanimado. La laguna encantada (me niego a llamarla de la Esperanza desde que la mía ha expirado en sus bordes) linda, según he descubierto, con el ingenio «Antilla», de que Ambarina es dueña, pero dista cerca de una legua del «Paraíso», que habito yo. Empiezo en consecuencia a resentirme de tan larga caminata diaria, que en el sofocante clima de los trópicos   -202-   quizá concluiría por alterar mi salud si la verificara a las horas de la fuerza del sol. Pasé aquella noche todavía más desasosegado que la víspera. Pensamientos aciagos me atormentaban: malos ensueños me perseguían. Al asomar el alba, despertome una pesadilla funesta. Imaginaba hallarme junto al estanque mencionado, que Ambarina huía de mi amor, y que para evitar mis tenaces súplicas se arrojaba al agua, que se apresuró a cubrirla a fuer de líquido sudario. Quise volar a su auxilio, salvarla, precipitarme tras ella. ¡Vanos esfuerzos! Mis miembros doloridos rehusaban obedecerme: siniestra frialdad los paralizaba, y palpando el lecho donde yacía postrado conocí que era un ataúd. Lleno de horror pretendí entonces gritar, moverme, pedir socorro sin poderlo conseguir. Y cuando el golpe que recibí al caer de la cama ahuyentó la fatal visión, me encontré bañado en un sudor helado que tardó en ser sustituido por el natural calor.

-¿Qué tiene Vd., señorito?, me preguntó Tomás al traerme el vaso de leche que tomo al levantarme. Esta Vd. pálido y trémulo. ¿Se siente Vd. indispuesto?

-No, amigo; gracias a Dios, respondí, tratando de sonreírme. Pero he dormido mal y adversos ensueños me han mortificado. ¡Ay Tomás! Dichoso tú, que ya descansarás seguro del amor de Lola.

Cogí mi escopeta y tomé, tan triste como un día nebuloso, el camino de la laguna. Anunciábame un presentimiento que no vería a Ambarina. Efectivamente, nadie excepto yo visitó el estanque, que durante una55 semana permaneció olvidado por su dueña.

-¡Ingrata! ¡Cruel!, exclamaba yo cada mañana al retornar de mi infructuoso paseo, tan irritado como si hubiera faltado Ambarina a una cita a la cual prometiera asistir con puntualidad. El cielo me vengará de tu dureza haciéndote experimentar los martirios que me causas.

Inquieto y abatido al encontrarme obligado a renunciar a la ilusión bendita que comenzara a reanimar mi marchita existencia, ya no gozaba con los sencillos recreos que antes me satisfacían. Fastidiábame la caza, perdí el apetito y a la caída de la tarde en vez de jugar al ajedrez, de hablar o entretenerme con el médico de la finca, el cura y el maestro de escuela de la aldea inmediata, sentíame abrumado por el letárgico sueño que inspira un tedio sombrío. Tomás y el buen pedagogo, creyéndome hastiado del campo, me aconsejaban que regresase a la ciudad. Yo lo deseaba igualmente; pero no me resolvía a abandonar los lugares habitados por Ambarina.

¡Ay! Dominábame otra vez un amargo desencanto parecido al que me agobió al descubrir la falsía de la desdichada que hoy duerme en la tumba, y después   -203-   el engaño de la hipócrita joven que ocultaba su degradación moral bajo el pérfido velo de supuesta modestia. Extremado siempre en mis impresiones he aprendido aún a sufrir ni a gozar a medias. Tengo pues horas de olvido; pero al soplo de una nueva contrariedad resucitan de golpe todos mis antiguos sinsabores.

La imagen de Ambarina me había distraído de mis disgustos: su desdén volvió a sepultarme en el marasmo que presentaba el mundo a mis ojos como un inmenso desierto, introduciendo a la vez en mi alma, ansiosa de gratos incentivos, secreta desesperación.

El otro día entregábame sentado en el colgadizo de la casa de vivienda a mis tétricas cavilaciones. Elevábase el sol hacia el cenit, derramando torrentes de fuego sobre la tierra indiana. Dedicados a sus trabajos los siervos de la finca no resonaba en torno mío otro rumor que el de los insectos que zumbaban en el aire. Doblegándome bajo el peso del calor y la tristeza yacía sumido todo mi ser en una inercia estúpida y fatal. Entonces, como respondiendo a mis penosas y confusas elucubraciones, gritó una vocecilla aguda desde próxima rama:

-¡Octavio! ¡Pobre Octavio!

Alcé los ojos: era la cotorra amarilla, que saltaba de árbol en árbol juguetonamente.

Al momento corrí hacia ella como hacia una amiga querida. El travieso pájaro permitió que mi mano rozara su brillante plumaje y desplegando a continuación las doradas alas voló en dirección de la laguna. Repentina idea nació en mi mente al verla tomar aquel rumbo. Quien sabe si Ambarina a fin de frustrar el espionaje de su encubierto adorador, sin renunciar a sus paseos al estanque favorito, había cambiado de hora para visitarlo y en lugar de acudir a él a los primeros albores de la mañana lo efectuaba a la mitad del día. La linda cotorra sólo vagaba por los contornos cuando su ama se hallaba cerca. ¡Sí, Ambarina se encontraba en la romántica laguna!

Y sin que me arredrara el centelleante astro, cuyos rayos descendían a plomo de un cielo más azul que la turquesa, salvé a caballo en breves instantes la legua que me separaba del bosquecillo de cañas bravas. No me había engañado el instinto, Ambarina partía cuando yo llegaba. En adelante mi astucia triunfaría de la suya.

Volví pues a contemplarla con la antigua frecuencia, a escuchar su voz, que había recobrado las melancólicas inflexiones que tanto me conmovieron la   -204-   noche que la saqué moribunda del mar, a empaparme, digámoslo así, en el funesto hechizo de un amor privado de esperanza. Durante dos o tres semanas desafié audazmente el sol de la canícula para acudir al punto a que se dirigía ella por frondosas y sombrías calles de árboles, ínterin yo tenía que atravesar estériles sabanas que apenas entapizaba chamuscada hierba. ¿Qué importa? Para el hombre verdaderamente prendado los obstáculos no existen.

Quizá hubiera sido más razonable y provechoso contar con la influencia de una eterna ausencia para curar la dolencia caprichosa de mi enfermo corazón, para destruir un sentimiento destinado, según todas las probabilidades, a labrar mi desgracia. Al principio hubiérame parecido horrible el sacrificio; enseguida la naturaleza, cansada, hubiera aplacado la violencia de mi dolor; después el consuelo hubiera venido como siempre en alas del tiempo a desvanecer sus impulsos. Mas pertenezco por mi mal a esa clase de hombres imprevisores, dispuestos en todas circunstancias a inmolar a las satisfacciones presentes, por pasajeras que las juzguen, la tranquilidad del porvenir. Y proseguí visitando la encantada laguna.

Aquellas perpetuas excursiones al sol, en la más rigurosa estación del año, quebrantaron no obstante mi resistencia física. A menudo llegaba con el rostro inflamado al charco cristalino, me dejaba caer anegado el calenturiento sudor a la sombra de los bambúes, y murmuraba apostrofando mentalmente a la joven, que no podía oírme:

-¡Ambarina! Tu dureza causará mi muerte. ¡Ah! Sufría mucho en verdad entonces. Extraño velo solía ofuscar mi vista: latían mis sienes de un modo insoportable, y mi sangre, irritada por una temperatura de fuego, abrasaba mis venas. En el vértigo de aquel trastorno general opuestas alucinaciones embargaban mi ser. Tan pronto divisaba a Ambarina sonriéndome con angélica dulzura bajo la aureola del martirio que ornaba su frente, como convertida en reptil traidor mordiéndome el pecho para infiltrar en él la incurable ponzoña del áspid de Cleopatra. Y al cesar el delirio nunca recobraba del todo la serenidad, pues al fijarse mis ardientes pupilas con nueva zozobra en la ingrata belleza, que bogaba en su navecilla tarareando patética canción, figurábame que distinguía en los rasgos de su semblante el simpático reflejo de mis silenciosas torturas.

Semejante situación no podía durar siempre. Mi amor, Mauricio, a pesar de su novelesco carácter siguió el curso común de todos los amores de la tierra. La prosa triunfó al cabo de la poesía; el grosero barro del espíritu encerrado bajo su cubierta. Ya no me bastaba ver a Ambarina; necesitaba confesarle que la adoraba y escuchar de sus labios definitiva contestación. Por otra parte el facultativo del «Paraíso» principiaba a observarme con cierta zozobra y una mañana   -205-   que me disponía, entre once y doce, a dirigirme al bosquecillo de los bambúes díjome con seriedad:

-O renuncia Vd. a sus imprudentes correrías o va Vd. a darnos un susto. El semblante de Vd. me inquieta56 como médico y como amigo.

Continué mi ruta sin contestarle. Pero temeroso de enfermarme al fin, y de hallarme imposibilitado de proseguir arrostrando la intemperie, aquel día cuando Ambarina se alejó de la laguna penetré bajo las verdes cañas y en la misma en que escribiera por primera vez tracé con un punzón en grandes letras esta declaración lacónica;

¡Amo a usted siempre!

No contento aún con haber tomado tan audaz partido amarré al bambú un ramo de azucenas y flores de verbena cogidas a orillas del estanque para que no pasara desapercibido el segundo letrero.

Creo inútil decirte, querido Mauricio, que pálido como el reo que aguarda su sentencia de muerte acudí en la inmediata mañana al lugar retirado donde así adelantaba hacia su desenlace el melancólico drama de mi vida. Ambarina llegó graciosamente vestida de muselina blanca salpicada de florecillas azules. Su banda, su sombrilla, las guarniciones de su traje y su sonrisa encantadora reflejaban también el matiz de los cielos. Todo en ella era hermoso e ideal.

Mariana, que es una de esas personas escudriñadoras que al momento distinguen todos los objetos del punto en que se encuentran, reparó pronto en el ramo colgado del tronco del bambú.

-Tu misterioso apasionado vuelve a la carga, Ambarina, exclamó, riéndose a carcajadas. Ha cogido las flores de su jardín, pues estas que nos rodean le pertenecen por provenir de sus cuidados, y las ha suspendido de aquella caña para manifestarte su perseverancia.

-¡Otra vez!, dijo la joven con una expresión de indignación. Corrió Mariana a apoderarse de mi ofrenda y al desprenderla lanzó un grito.

-¡Han escrito de nuevo en el bambú!, añadió, poniéndose a deletrear el renglón trazado por mi mano: ¡Amo... a... Vd... siempre!

-Quizá te has equivocado al leer esos audaces caracteres, observó Ambarina, apresurándose a examinar, impelida por la curiosidad de su sexo, las breves palabras, que encerraban en sí solas más elocuencia que una librería entera. ¡Amo a Vd. siempre!, repitió, arrojando una mirada casi siniestra en torno suyo.

  -206-  

Después, como dominada por invencible agitación, cayó en próximo banco de césped, se cubrió el rostro con el pañuelo y oí sus convulsivos sollozos. ¡Oh Mauricio! Sus lágrimas me enloquecieron, porque imaginé que al derramarlas me había adivinado, me decía su reservado pensamiento: «Sé quién eres y te amo al par». Salí de entre las malezas donde la espiaba para precipitarme a sus plantas. Un resto de incertidumbre me contuvo a tiempo.

-¿Lloras porque tienes enamorados?, exclamó mientras tanto la vulgar Mariana. Tus lágrimas son las primeras que por igual motivo haya vertido una mujer. ¡Vaya! Cuando todas se afanan por inspirar pasiones sin lograrlo, tú lamentas los homenajes que te rinden sin pretenderlos.

-¡Mariana, soy muy infeliz!, murmuró Ambarina con los ojos enrojecidos. En este apacible rincón olvidaba mi triste pasado y renacía a las esperanzas futuras. Aquí, si no dichosa me sentía a los menos resignada, y me obligan a renunciar a mi único consuelo, a mi sola distracción. ¡Ay! No me ama de veras quien así me persigue y turba mi reposo. Adiós pues, cristalina laguna, verdes cañas, lindo botecillo y seres inocentes que constituíais mi recreo. Me voy... Os dejo para siempre... ¡No os volveré a ver!

Todavía hablaba Ambarina y ya había desaparecido cual fugitiva sombra. Mariana corrió tras ella con toda la velocidad que su corpulencia le permitía. Yo, lívido como un cadáver, salí de mi escondrijo y me arrojé sobre un banco rústico.

-¡Conque no hay remedio!, dije, hablando conmigo mismo. ¡Es forzoso morir u olvidarla!

Al ruido de mi voz, que elevé para desahogarme, un pájaro vino a posarse en mi brazo. Era la cotorra amarilla.

-Avecilla graciosa, tú no te has contagiado con la ingratitud de tu dueña, añadí, colmándola de caricias. Tú, como ella, no agravias al que te halaga y busca. Bates por el contrario las doradas alitas en señal de reconocimiento bajo la mano que te indica amor, y das, como ahora, las gracias a tu manera, chillando con estruendosa alegría. Lindo pájaro, las criaturas racionales podrían aprender a menudo a ser fieles y agradecidas de los que no han recibido otra luz que la del vago instinto. Pero tu señora, que tanto me desdeña, no conseguirá ahuyentarme sin haberme antes escuchado. Quiero hablarle, referirle mi pasión verbalmente y echarle en cara la insensibilidad de su alma. ¡Ah! Ella me cerrará las puertas de su casa, me impedirá llegar a su presencia y morirá sin haber logrado aterrarla con mis reconvenciones. ¿Qué hacer, avecilla, qué hacer?

-¡Pobre Octavio!, dijo la cotorra, como si me hubiera comprendido.

  -207-  

-Tienes razón en compadecerme, proseguí, tomando por confidente de mis quejas a tan extraña interlocutora. Mi espíritu y mi cuerpo padecen a porfía. Aunque esa fresca enramada extiende sobre mi cabeza su grata sombra, paréceme que el sol abrasa todavía mis pupilas, que tu plumaje amarillo son sus perseguidores destellos que vienen a ofender mi vista, a concluir de turbar mi cerebro excitado, y a encender en mis arterias palpitantes la lava de la fiebre. Mas una dulce mirada de los rasgados ojos de Ambarina, una benévola palabra de su sonrosada boca, un simpático suspiro virginal restituirían la calma a mi trastornado organismo. Háblele yo una sola vez y luego que disponga Dios de mi destino a su voluntad. ¡Oh! ¡Qué feliz idea! Te detengo prisionera, preciosa cotorra, te llevaré conmigo y únicamente te devolveré la libertad cuando venga tu dueña a buscarte al bosque. Tentemos ese medio. Caso que no produzca el éxito apetecido, recurriremos a otro.

Lleveme la cotorra por lo tanto. La encerré en una jaula y todas las mañanas la conduje en su prisión desde que asomaba la aurora hasta que expiraba la tarde a la laguna del «Antilla». El primer día, después de aquel en que la joven pertinaz prometiera no regresar a su oasis, nadie compareció en sus umbrales. Al segundo presentose un sirviente, que buscó en vano a la cautiva avecilla. Al tercero, llegó Mariana a verificar las propias pesquisas infructuosas, y al cuarto acudió Ambarina en persona a clamar por su favorita.

A su aspecto, sin tomarme tiempo de reflexionar, solté la cotorra, que voló hacia ella, relatando maquinalmente las palabras que no cesara yo de repetirle ínterin permaneciera en poder mío.

-¡Octavio! ¡Pobre Octavio!

-¿De dónde vienes vagabunda?, exclamó Ambarina, acariciándola con cierta instintiva reserva. ¿Quién ha aumentado tu vocabulario particular con esas voces?

-Yo... señorita, respondí, saliendo repentinamente de la espesura. Yo, que en el exceso de mis sufrimientos le he enseñado a pronunciar mi nombre con el epíteto que acompaña al de los desdichados.

Al verme aparecer reprimió con trabajo la joven un movimiento como de sobresalto. Serenándose enseguida dijo fríamente, aunque había invadido su rostro tan profunda palidez como la que teñía el mío sin duda:

-Caballero ¿dice Vd. que es desgraciado? Lo siento mucho, pues el infortunio ajeno siempre me ha inspirado compasión. Pero como no tengo el honor de conocer a Vd. me permitirá que me retire.

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-¿De veras que no me conoce Vd., señorita?, exclamé, colocándome indignado ante ella para interceptarle el paso. ¿Tan presto se borran de su memoria los favores que agradecer debiera?

-¡Ah!, murmuró Ambarina con desdén después de haber buscado en vano por donde huir, pues se hallaba sitiada entre la laguna y mi persona. Me reprocha Vd. los servicios a que según parece le soy acreedora a mi pesar. En tal caso es Vd. el mismo sujeto que me los echó en cara una noche en la glorieta de Puentes Grandes, y tócame responder a Vd. como respondí entonces. El beneficio que su autor recuerda al obligado pierde por lo menos la mitad de su precio.

-Dispense Vd. mi torpeza, mi falta de delicadeza quizá, señorita, añadí con suplicante acento. Jamás hubiera hablado a Vd. en los términos que lo he hecho si Vd. no se empeñara en romper toda relación conmigo, obligándome por consiguiente a recurrir a pequeñeces que me repugnan. Escúcheme Vd., Ambarina, a mi turno pido a Vd. ese inestimable favor.

Aunque creí notar en su semblante una emoción contenida repuso en tono glacial:

-Me trata Vd., caballero, con una familiaridad que nada autoriza, ni autorizará nunca entre nosotros. ¿Qué pretende Vd. con esa tenaz persecución que me desagrada? ¿Por qué persiste Vd. en aproximarse57 a una mujer que no desea su amistad?

-¿Por qué, señorita?, Vd. lo ha leído en ese bambú.

Altiva sonrisa asomó a sus labios, cuyo encarnado oscuro se asemejaba al del amaranto.

-¡Oh! No me hable Vd. de una materia que de antemano me inspira tedio y enojo, dijo, reduciéndome al silencio con la orgullosa indiferencia de su ademán. Si Vd. porque me prestó un auxilio que no le pedía yo, se ha propuesto importunarme todo lo posible, y obtener mi mano en recompensa (la de una heredera acaudalada, según Vd. no ignora), pensaré con sobrado fundamento que atribuye Vd. al amor la pertinacia que nace de la codicia, pues ningún hombre pundonoroso impone su cariño por la fuerza a la mujer que no le ama y se lo repite a su propia faz. Cese Vd. por lo mismo de gastar sus flores, sus atenciones y su tiempo en obsequiar a una joven que sólo aspira a vivir tranquila, retirada y libre de los lazos del matrimonio. Cualquiera otra podrá llevar a Vd. a la vez más mérito y más dinero.

Al oír tan insultante lenguaje, retrocediendo espantado como si un abismo se hubiera abierto de improviso entre ambos, dejé pasar a Ambarina. Aprovechose   -209-   ella de aquel movimiento para escaparse; pero como sorprendida de mi silencio volvió a continuación el rostro y sin duda notó en el mío una expresión que la sobrecogió, pues deteniéndose confusa me dijo con lágrimas en sus serios ojos.

-Perdone Vd. si le he ofendido en mi deseo de convencerle de la inutilidad de la preferencia con que Vd. me honra. Ojalá repare otra que valga más que yo el mal que a Vd. involuntariamente causo. ¡Pluga al cielo que un corazón más sensible que el mío pague a Vd. la deuda de gratitud que yo no puedo pagarle!

-Me ha herido Vd. de muerte tratándome, en recompensa de un cariño sincero y puro, como a un hombre vil, murmuré. Huyo en consecuencia de Vd. como de un objeto ingrato y dañino. ¡Adiós para siempre!

Y me alejé de allí ciego, delirante, tambaleándome como un pobre ebrio. Ignoro cómo encontré el camino de mi morada. Durante el tiempo que tardé en pisar de nuevo sus hospitalarios umbrales padecí atroces torturas. La cabeza se me rompía, estaban quebrantados todos mis miembros y una calentura horrible me devoraba.

He tenido ánimo a pesar de mis sufrimientos para concluir esta carta por temor de no poder de otra manera terminarla jamás. Mientras se afanan en torno mío, ínterin van y vienen, traza mi trémula mano sobre la almohada estos renglones de despedida. ¡Ah! ¡Sí! De despedida, Mauricio, pues me siento próximo al sepulcro, el médico ha acudido a mi socorro y al examinarme ha exclamado fatídicamente: ¡Fiebre amarilla!

¡Ay! En vano pretendemos evitar nuestro destino; él es más fuerte que nosotros. Vine al campo huyendo del siniestro enemigo que acaba de asaltarme y las imprudencias a que me arrastró una pasión insensata me han precipitado en sus garras más presto. ¡Oh! Mi frente se abre... Los miembros me pesan como si fueran de plomo... Esta angustia incesante me anuncia el fin de mi existencia. La vida no se escapa de un cuerpo joven sin luchar desesperadamente con la destrucción prematura. Voy a morir, lo conozco, lo presiento... ¡Mauricio mío, adiós... Ambarina... yo te perdono!



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