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ArribaAbajo- V -

Ción



I

Por la noche recayó Ción. Era una fiebre de crecimiento, según dijo Augusto, intensísima, con aceleración extraordinaria de los movimientos cardíacos. Alarma en la casa, aflicción de Leré, inmensa inquietud de Guerra, que estuvo toda la noche fuera de sí, como demente, y en su trastorno llegó a decir a Miquis: «Si no me curas a la niña, te mato». El simpático doctor no las tenía todas consigo, y vigilaba el corazón de la enfermita, entendiendo que de allí provenía todo el mal. En medio de la alta calentura, que llegó a pasar de los cuarenta, conservaba la chicuela sus facultades intelectuales, hablaba como una taravilla, pedía sin cesar agua para lavarse las manos, y lloraba cuando su papá y Leré se separaban de ella. El día siguiente fue angustioso, con ligeros descansos. Guerra no comprendía qué enfermedad era aquella, sintomatizada sólo por la altísima fiebre, que si cedía al baño o a la antipirina, a poco se presentaba de nuevo con aterradora intensidad. Todo provenía, al parecer, de un desorden de la circulación, de un desequilibro repentino. En los ratos de mejoría, mostrábase en Ción otra fiebre no menos alarmante, la calentura de inteligencia, cuyo síntoma era la avidez por oír contar a su padre cosas estupendas y fabulosas, y   —204→   contarlas ella también con una galanura de imaginación que a todos asombraba. Su mente ardía, lo mismo que su sangre, y de aquel rescoldo brotaban como chispas conceptos y retahílas anecdóticas de peregrina originalidad.

-Papaíto, mira lo que está pasando: Basilisa me dijo ayer que le prestara mi cocina de muñecas para armar una ratonera. ¿Qué crees tú? ¿que los ratones cayeron? Quiá: se pasaron de la despensa al cuarto de Braulio y se comieron el libro de las cuentas. No dejaron más que los números tirados por el suelo... Dice Braulio que tú te vas a casar con Leré y qué me vas a comprar un coche con caballitos de verdad, de carne, del tamaño del minino... ¿No sabes la que hizo Leré esta mañana? Pues se puso una toquilla azul para ir a misa, y cuando volvió traía el pelo suelto y un traje como el que sacan los clones en el circo.

-¡Qué bien, qué bien! -dijo Ángel besándole las manos-. Sí, salada de mis ojos, cuéntanos todas esas cosas bonitas que han pasado, y que son verdad... ¡Vaya que Leré vestida como los clowns...!

-Papaíto, no te lo quería decir para darte la gran sorpresa; pero sabrás que te estoy bordando unas zapatillas, más bonitas que las de Braulio, con un dibujo así: un gato en el pie derecho, y una baraja francesa en el izquierdo. ¿Crees que compré las lanas? Tonto, me las encontré un día dentro del cajón de costura de mamá Sales. Yo lo abrí para buscar mi aguja, y vi muchos ovillitos, muchos ovillitos... pero muchos ovillitos. Yo iba sacando, y mientras más ovillitos sacaba, unos verdes, otros encarnados, otros de todos colores, más quedaban dentro, hasta que me   —205→   cansé de sacar, y llené con ellos la cesta grande de la ropa... Después fui al comedor y me encontré a don León Pintado comiéndose una chuleta, y decía que estaba más dura que la pata de un santo... ¡Ah! en tu cuarto vi al Sr. de Medina tomándose las medidas del cuerpo, delante del espejo, como si fuera un sastre, y me dijo que si le quería hacer una levita. Le respondí: que sí, y después nos fuimos todos al comedor, donde vimos al minino haciendo visajes y poniendo los ojos en blanco porque le dolían las muelas... ¡Pobre minino! D. Cristóbal riñó con Leré, porqué Leré, en vez de decirle excelentísimo señor, no le dijo más que muy señor mío, y yo salí corriendo al balcón, porque sentí una campanilla, y les grité: «Cállense, que pasa el Señor». ¿Tú crees que se callaron? ¡Ay, si supieras tú las peloteras que arman cuando no estás en casa! Yo les, digo: «Callaros, callaros, que mi papá tiene muy mal genio y os va a mandar a la cárcel».

-Bendito sea tu pico, bendita sea tu imaginación -decíale Guerra-. Ahora estate quietecita-. ¿Sientes mucho calor? Te daremos agua con azúcar. ¡Qué gloria de hija! Si quieres tener contento a tu papá, hazle el favor de tomar esta medicina. Ya ves: son anises, nada más que anises. Con esto te pones buena, y te llevaré a ver los clones, y te compraré la carretela con caballitos vivos. Uno de estos días llegarán de París, y los escogerás del tamaño que quieras, porque los hay chicos y grandes.

-Los escojo grandes y los escojo chicos: ¿Cuándo será?  (Con vivísimo interés.)  Los escojo de todos tamaños... ¡Ah! te contaré: el otro día me asomé yo a la ventana del comedor, que da al patio, y vi salir por   —206→   la puerta del sótano un ratón casi tan grande como un burro. No te rías, que es verdad... Bueno, pues sería como una cabra. Llevaba un collar con cascabeles, y parándose en medio del patio, me miraba como diciendo: «¿A que no bajas?» ¡Yo qué había de bajar, si tenía un miedo...! ¿No sabes? me contó Lucas que en Madrid va a salir una procesión con tantos estandartes como personas hay, quiere decirse, que cada persona lleva su estandarte, menos los soldados que van con las escopetas al hombro... Oye un secreto: Braulio y Basilisa hicieron el domingo en la cocina un pastel muy grande, muy grande.. De todo le echaron, cascos de naranja, pasas, nueces, anises, dátiles, y mucha azúcar, un saco grande de azúcar, y dijeron que lo iban a poner en la mesa. ¿Tú lo viste? Pues yo tampoco... Papaíto, ¿a que no sabes lo que soñé anoche? Pues que tú me llevabas en brazos por un camino, y me decías que aquel camino era el del cielo... claro, por eso era todo azul, y había estrellas, unas con rabo y otras con barbas. Yo te pregunté si iríamos hasta el sol, y tu me dijiste que hasta el sol no, porque hacía muchísimo calor y nos tostaríamos...

No desmayaba el loco imaginar de la pobre niña sino cuando el ardor de la fiebre la postraba, dándole modorra, pero sin llegar a perder el conocimiento. Bastante inquieto al ver que no cedía la calentura, Miquis ordenó los paños de agua fría, aplicados al cráneo sin cesar, y de este tratamiento se encargó Ángel. Al anochecer, pidió la niña de comer, anhelado cosas dulces, y le dieron huevos hilados y pavo en galantina. Comía con regular apetito, sin dar paz a la lengua ni a la inventiva. Su pulso era vivísimo,   —207→   indicando una actividad desenfrenada del corazón, rebelde a la digitalina, que se administraba en gránulos como anises. Desesperado ante la ineficacia del tratamiento, Ángel la emprendió con Miquis, llamándole inepto, y acusándole de no haber entendido la dolencia. El pobre Augusto, herido en su dignidad, y no queriendo devolver al atribulado padre las injurias que éste le dirigía, propuso consulta de médicos, a lo que Guerra contestó en tono despreciativo: «Todos sois unos ignorantes, llenos de pedantería y de fórmulas hueras, asesinos del género humano, no sabéis más que revestir de cháchara científica las sentencias de la muerte, y adornar con terminachos griegos vuestra estulticia». Dicho esto, le volvió la espalda, ordenando a Braulio que citara a los médicos designados por Miquis.

Llegada la noche, determinó instalarse en la alcoba que había sido de su madre, con objeto de estar más próximo a su hija, y vigilar durante la noche el proceso de la enfermedad. Leré y él acordaron quedarse en vela, a menos que la niña no tuviese una remisión patente y descansase tranquila. Pero no había, por desgracia, síntomas de tal remisión feliz, y se preparaba una noche de prueba. Más que nada les inquietó la recrudescencia del prurito locuaz e imaginativo de la pobre enfermita, y en calmarla y hacerla callar emplearon mucho tiempo, y todos los recursos del ingenio de ambos: «Que el Niño Jesús había venido a preguntar por ella, dejando su tarjeta en el portal, y diciendo que se enfadaría si la niña no se callaba y se dormía. Que por cada minuto que la niña estuviera callada, su papá le compraría una muñeca negra   —208→   y otra blanca». Ción se plantó en no callar si no le enseñaban la tarjeta del Niño Jesús, y tuvo Guerra que hacerla, escribiendo en una cartulina un nombre, Manuel, con lo cual no se dio por vencida, diciendo que faltaba el apellido... «¿Pero dónde estaba el apellido?» Ángel tuvo que añadir: de Nazareth. Fijándose luego en la promesa de juguetes por cada minuto de silencio y quietud, obligó a su padre a que le dijera los minutos que van de un domingo a otro domingo, y de hoy al año que viene.

Cuando se tranquilizó, más que por verdadero alivio, por el entorpecimiento de la modorra, Guerra se fue a la alcoba materna, donde acababa de instalarse, y solo allí, entregose a cavilaciones dolorosas. Hasta entonces no había creído que Ción pudiera morirse; pero ya la idea de la muerte se presentaba a su espíritu con fijeza aterradora, como un temor, como una sospecha, más horrible que el recelo de la propia muerte. El amor de la chiquilla ocupaba por entero su alma; no comprendía la vida sin ella, y la idea de perderla llevaba consigo una soledad irremediable dentro de lo humano. Figurábasele que muerta Ción, el mundo se quedaba instantáneamente vacío, y que ningún encanto, ningún consuelo, ninguna amenidad podía ofrecerle la vida. Todos los demás afectos se obscurecían ante aquel afecto, que siempre fue grande, y que últimamente había tomado el carácter de preferencia absoluta y monomaníaca.

En la habitación que fue de doña Sales, prevalecían los tonos obscuros. A la escasa claridad de una luz con pantalla verde, resaltaban del fondo de las paredes   —209→   varias imágenes religiosas, cuadros de escaso mérito y algunos cromos de chillón colorido, pero que satisfacían el menguado gusto artístico de la señora, sirviéndole además para exaltar su mente y encadenar su atención durante los rezos nocturnos. Eran los Sagrados Corazones de Jesús y de María, San Francisco de Sales y Santa Juana Francisca Fremiot; y dos copias al óleo, en gran tamaño, de anacoretas de Ribera, pinturas de un tremendo realismo, en las cuales la afectación del claro-obscuro acentuaba la escualidez de los desnudos cuerpos. Siempre había mirado Ángel aquellas obras de Arte con el mayor desdén; pero aquella noche su angustia y su temor se las hicieron respetables, y el desdichado llegó a creer que las figuras tenían ojos vivos para verle y oídos para escucharle, y un alma henchida de compasión por los infortunios humanos. Eran como amigos de la casa que acudían a consolarle, y a ofrecerse para lo que pudiera ocurrir.

Mirándolas, Guerra les mostraba su alma, todo lo que pensaba y sentía, y a poco de entablar semejante comunicación, entrábale un ansia vivísima de prosternarse ante voluntades superiores, y de pedirles que le ampararan en su tribulación. Exaltándose más a cada instante, lo que empezó por ser íntima súplica espiritual, llegó a traducirse en las formas externas de la oración, como el cruzar las manos, el gesto postulante, y por fin, hasta el ponerse de rodillas. Pero no se valía de las oraciones de la Iglesia, sino que imploraba con ideas y dicción propias, muy desordenadas y vehementes. «Porque bien entiendo -decía-, que no estoy en disposición de pedir, por no tener   —210→   fe... Pues a eso replico que tendré toda la fe que sea necesaria... Sálvese mi hija, y no habrá inconveniente en creer. Me rindo, me entrego, y reniego de todo lo que pensé. ¿No es un dolor que se me prive de esta hija, mi pasión, mi encanto, mi esperanza? Por malo que un hombre sea, ¿acaso merece castigo tan grande, soledad tan espantosa? No, y aunque la merezca, yo ruego, yo imploro que se me conceda la vida de Ción, porque... lo que yo digo; ¿en qué se ha de conocer nuestra miseria y la grandeza del Ser Supremo sino en esto de pedir nosotros y darnos Él lo que no merecemos?»




II

Después le daba por comentarse a sí mismo, diciéndose: «Cuidado, no se pide así, sino con humildad. Te pareces a esos pordioseros que acosan al transeúnte, hasta que éste les da algo por quitárseles de encima. Pero con Dios no vale el ser porfiado y fastidioso. Solicita con humildad, conformándote con tu desgracia si no te dan lo que pides... Y conviene además hacer fe... Esto sí que es difícil, pero no hay más remedio. La fe siempre por delante». Y encarándose de nuevo con las pinturas, les dirigía su ruego, tratando de poner en él toda la humildad y contrición posibles, pues lo que importaba, según iba pensando, era sacar adelante a la niña, ablandar la divina voluntad y hacerse merecedor del bien que impetraba. En una de éstas, su mano tropezó, dentro del bolsillo, con un arrugado papel. Era una carta de Dulce, recibida aquella tarde, en la cual se le quejaba de que no hubiera   —211→   ido a verla en dos días, notificándole además que se encontraba enferma, con anginas y dolores agudísimos en todo el cuerpo. La olvidada carta y el recuerdo de aquella mujer, borrado hasta entonces de su memoria, le sugirieron un nuevo método de argumentación para apoyar su demanda. «¡Pobre Dulce! -decía, sin apartar su mente de las imágenes-. También ella pediría por la salvación de mi hija si tuviera noticia de lo malita que está. Ahora caigo en que mi gran falta, además del escándalo revolucionario, es este concubinato indecoroso. Pues yo lo sacrifico. Abajo la inmoralidad. Me enmendaré, romperé con esa mujer. Y si es preciso, para que Dios tenga lástima de mí, que yo le haga una ofrenda de mis afectos; si es preciso el holocausto de una persona querida, ofrezco a Dulce, sí, señor... por ofrecida. Yo la quiero mucho, y sentiría su muerte; pero entre ella y mi hija, lo menos doloroso es que Dulce muera y que mi hija se salve. Ción empieza a vivir, Dulce ha vivido ya bastante, y cuando yo me separe de ella, ¿qué la espera más que un porvenir de peñas y deshonra? ¡Pues digo, con esa familia de bandidos...! ¡Desdichada mujer!... hasta le convendría morirse, y ser acogida por Dios en el Cielo. Ella iba ganando, y yo... A mí, la verdad, me dolería mucho verla morir... Pero hay que reconocer que ha sido pecadora, y entre una pecadora y un ángel la elección no es difícil».

Con tales ideas, y la lucha de sus sentimientos, y el esfuerzo mental de la oración, se le armó tal barullo en la cabeza, que el infeliz no sabía por fin qué lenguaje emplear, y tan pronto escondía algunas de   —212→   sus ideas, temeroso de que la omnisciencia divina se las viera, tan pronto las sacaba todas con arranque de sinceridad, diciendo: «Mi alma entera está aquí desnuda ante vosotros. Ved cuanto hay en ella, y escoged lo que os agrade y me valga, devolviéndome lo que me perjudique. Sálvese mi hija, y haced de mí lo que gustéis. ¿Es bueno que os sacrifique a Dulce? Pues lleváosla. ¿No es bueno? Pues quédese Dulce, pero de ninguna manera vendiéndomela por la vida de mi ángel dorado. Eso nunca. En todo caso compro a Ción con Dulce, a quien también quiero mucho... pero, atendiendo a su propio interés, la cedo, quiero decir, la sacrifico... Al fin y al cabo, yo he de dejarla, porque he prometido vivir con moralidad. Casarme con ella es ofender la memoria de mi madre... Y ahora se me ocurre: ¿acaso mi madre solicita desde la otra vida la traslación de mi hija al Cielo?  (Con inquietud.)  Esto sería una crueldad, una venganza, una atroz maquinación contra mí. Yo me opongo, protesto. Lo justo, lo cristiano sería perdonar a Dulce desde allá, amar a la que fue tan aborrecida, pedir a Dios que la lleve, para sellar allá ese pacto de concordia, esa reconciliación suprema y trascendente, y al propio tiempo conseguir de Dios que me deje aquí a mi niña, porque la necesito para regenerarme. Sólo este ángel podrá dar paz a mi conciencia y hacerme esclavo del bien y la justicia. Si me la quitan, seré muy malo, y de todas las violencias de mi carácter echaré la culpa a Dulce, pues ella es causante de mi desesperación. Ella misma debería pedir a Dios, a la Virgen, y a éstos o los otros santos, que se la llevaran a cambio de la vida de Ción, y le harían caso, porque   —213→   a los que ofrecen su propia vida se les atiende...  (Irritándose.)  Sentiría mucho que mi madre, desde allá, reclamase a la niña. No, esto no lo consentiría Dios, que es justo y ve las cosas claras... más claras que nosotros. Verá que la pretensión de mi madre esconde miras egoístas y de venganza... Y ahora pienso que esa enfermedad de Dulce puede ser grave y ocasionarle la muerte. Lo mejor que debes hacer, mujer querida, es morirte; yo te siento mucho; pero se necesita una ofrenda, una víctima expiatoria, y ¿qué papel más bonito para ti? Te regeneras, te santificas, y mi hija cumplirá su destino terrestre al lado de su padre que la adora. Todo el bien que ha de resultar de esto te lo deberemos a ti, y te bendeciremos... Esto no quiere decir que yo desee tu muerte, no. ¿Pero con qué cara he de pedir también que te salves tú? Solicitar dos favores es la manera de no recibir ninguno. Hazte cargo... Señor, Señor, sálvese mi hija, sálvese a costa de Dulce y de toda mi familia, y de todo el género humano.

Al llegar a esto, el infeliz hombre, que cansado de rondar por la estancia y de importunar a las imágenes, se había dejado caer en un sofá, boca abajo, apoyando contra sus manos la frente ardorosa, no acertaba a reconocerse dormido ni despierto, no sabía si aquel tumulto de su mente era un estado normal o un motín de las ideas.

Por la mañana, despejada la cabeza, apreciaba con claridad las cosas. Ción no estaba peor, y esto sólo bastó a dar a su padre esperanzas. Del desaliento pesimista y lúgubre pasaba rápidamente a un risueño optimismo. «Leré -decía palmeteando a la joven en   —214→   el hombro-, el corazón me anuncia que la niña mejorará en todo el día de hoy. En confianza te contaré que anoche he rezado... ¿Fue debilidad o fortaleza? Me dio por ahí. Caprichos del espíritu... Cuando la tribulación le cierra a uno todas las puertas de la tierra, no hay más remedio que abrir algún ventanillo que mire hacia arriba. ¿Qué opinas tú?

-Pienso que si usted pide a Dios con fervor, ofreciéndole la enmienda de su vida, y diciéndole que quiere entrar en la Iglesia, la niña se salvará.

-Leré... no me tientes... no trastornes mi cerebro, que flaquea desde anoche... Yo estoy dispuesto a todo, con tal que me dejen a Ción. ¿Has rezado tú? ¿Has tenido acaso alguna visión?... quiero decir, ¿sabes por algún medio, por algún conducto de los que son familiares a las personas devotas, si puedo contar con la salvación de la niña?

-Yo ¿cómo he de saber?... -replicó Leré mirándole con asombro. -Saber, no... ¿Cree usted que Dios me va a decir a mí lo que piensa disponer? Hará lo que nos convenga a todos, a usted, a la niña y a mí.

Ángel dejó de mirar a la maestra, cuyos ojos, más bailones aquel día que nunca, le mareaban, y como no quería entretenerla, la dejó en sus quehaceres, algo pesaroso de que las esperanzas de la joven aya no fueran tan concretas y terminantes como las suyas. Volvió al lado de Ción, que estaba menos habladora y un poco abatida, con escasa fiebre y el pulso más tranquilo. Luego tuvo noticias de que Dulce seguía peor, viéndose obligada a llamar al médico, y apresuradamente escribió a su querida diciéndole que tuviese paciencia y que se resignara con su destino,   —215→   palabras que la pobre mujer leyó con la mayor extrañeza, pues las esperaba sin duda más tiernas y consoladoras.

La tarde fue mala, y repentinamente las esperanzas de Guerra y de todos los de casa se trocaron en desaliento, porque la niña se agravó como si le hubieran dado un veneno activo. La fiebre subió a cerca de los 41, y el corazón funcionaba con celeridad aterradora, resistiéndose ambos estados morbosos, a las medicaciones más enérgicas. La desesperación del padre y su falta de conformidad con la suerte se manifestaron de una manera brutal, como si quisiera echar la culpa de su inmensa desdicha a cuantas personas le rodeaban, pues para todas tuvo palabras duras y mortificantes, a todos les acusaba de precipitación o negligencia. Miquis oía con estoica entereza las recriminaciones de su cliente, y sin acobardarse por ellas, anunció la proximidad del peligro. Rebelábase Guerra contra la verdad científica, invocaba al cielo y a la tierra con clamores y reticencias airadas y groseras, como esos criminales empedernidos que blasfeman, escupen al cielo y forcejean en los peldaños del patíbulo.

Acertó en esto a presentarse allí, por su desgracia, el Sr. de Pez, y después de expresar con voz compungida su dolor, permitiose reprender al yerno por su falta de conformidad cristiana. Replicó el otro con acritud, montó en cólera el apreciable sujeto, y de palabra en palabra llegó a decir a Guerra éstas que fueron como chispa caída en un montón de pólvora: «Pues qué, ¿crees tú que Dios Omnipotente que castiga y premia, iba a dejar en tus manos a este ángel,   —216→   como recompensa de tus actos contra la moral, contra el orden social y la religión?» Guerra no contestó nada de palabra, de obra sí; echole ambas manos al pescuezo y le derribó sobre un sofá próximo. Antes de que D. Manuel patalease, le aplicó la rodilla al vientre oprimiéndole con fuerza, y mientras le agarrotaba sin compasión, le echaba en la cara, como un vaho mortífero, estas terribles expresiones: «Ahora te daré yo moral, grandísimo canalla, orden social, religión y todas las...» Esto ocurría en el antiguo cuarto de Ángel. A los gemidos de la víctima, acudió Braulio, y poco después Leré. El primero pugnó por sacar a D. Manuel de entre las garras de su yerno; pero no pudo conseguirlo hasta que Leré con grito enérgico le dijo: «¿Está loco ese hombre? No sea usted bárbaro y respete a las personas». Estas voces amansaron a la fiera más pronto que la fuerza muscular del administrador, y Pez respiró, maravillado de encontrarse con vida, pues había llegado al punto de no dar dos cuartos por ella. Leré trajo un vaso de agua al infeliz agredido, mientras Braulio se llevaba de allí a su amo, el cual seguía rezongando con acentos y ademanes amenazadores, como un hombre que por embriaguez o por demencia no es responsable de sus actos.




III

La pobrecita Ción se abrasaba sin que nadie lo pudiese remediar. Se descubría, suspiraba hondamente, pedía agua, revolviéndose en el lecho, ponía los ojos en blanco con expresión impropia de la infancia,   —217→   mirada singular que técnicamente se llama cínica, y que, acompañada de una burlesca sonrisa de mujer, puso espanto en el corazón de los que la asistían. Avanzada la noche, repetíase este síntoma fisiognómico sin que el calor cediera, y el pulso se deprimía súbitamente a intervalos, para volver a agitarse con mayor furia. No cesaban de refrescarle el cuerpo y la cabeza con paños de agua fría, animándola al propio tiempo con palabras cariñosas, con ofrecimientos y mimos de que la pobre niña no hacía ningún caso ya. De repente gritaba pidiendo de comer; se le antojaba jamón en dulce, pasteles o arroz con leche. Pero no le dieron más que agua azucarada, ofreciendo traerle lo demás. Su cara sufrió esa deformación extraña, que resulta de la falta de simetría en las facciones, por la tirantez de ciertos músculos y la distensión de otros; las dos cejas se arqueaban, cada cual con curva diferente; las pupilas resplandecían a veces como lumbre, a veces ocultaban bajo el párpado superior, produciendo el efecto plástico de un espasmo hondísimo de dolor o placer. Poco antes de las doce, fue atacada de una convulsión tremenda: su padre y Leré la sujetaron, ni uno ni otro decían una palabra. Los bracitos de Ción forcejeaban entre los de sus enfermeros, de un lado para otro; sus manos asían lo que encontraban, y toda ella se hizo un ovillo. Siguió a esto un estado letárgico, la respiración dejó de percibirse, y a los pocos minutos, Guerra buscaba ansioso el aliento de la niña sin poderlo encontrar. Leré había perdido toda esperanza, Ángel aún las tenía, y le daba friegas a lo largo del cuerpo con verdadera furia.

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Ción se les había quedado entre las manos, y el atribulado padre no se daba cuenta de su desgracia, no la admitía, dentro del orden natural de las cosas, y esperaba, esperaba, aun después de ver y oír a Miquis, que entró casi al ocurrir la muerte, y, quiso apartar al padre de aquel tristísimo espectáculo. Leré lloraba sin consuelo, a lágrima viva, besando a la niña y mojándola con sus lágrimas. Guerra continuó por algún tiempo rebelándose contra la evidencia, y su cara más que dolor revelaba idiotismo. Resistiose a salir, mudo y sombrío, y su mano no se apartaba de la cabeza de la niña difunta. Por fin, la certidumbre de su desgracia, adquirida en fuerza de considerar la realidad, se manifestó en una calma estoica, dolor cavernoso y sin externo aparato. Parecía dolor de abuelo, mientras el de Leré, desbordándose en ternezas y ayes desgarradores, era como el de las madres.

Negose Guerra a las instancias que se le hicieron para que tomase alimento, pues en todo el día no había entrado en su cuerpo más que un poco de café. Sorprendiole la primera luz de la mañana en su alcoba poblada de impasibles imágenes, a las que dirigía de vez en cuando miradas desdeñosas. A ratos pasaba al cuarto próximo, besaba el cadáver de su hija, decía a Leré algo referente al vestido que se le había de poner, o a las flores con que se la debía adornar. Su aspecto era el de resignación más bien filosófica que religiosa, sostenida por una fuerte trincadura de los resortes de la voluntad, resignación en que entraban por algo el amor propio y la dignidad de varón fuerte. A ejemplo de su madre, de cuyo carácter   —219→   firme y tenaz se acordó mucho en aquel trance, se tragaba en silencio toda la cicuta, manteniendo las apariencias de una impavidez decorosa ante la adversidad. Ni rastros de cólera había en su semblante ni en sus palabras; daba sus órdenes con lúgubre laconismo, sin replicar a las observaciones, ni protestar airadamente contra cualquier simpleza. Y cuando Leré, los ojos llenos de lágrimas, se presentaba a él en son de consulta o de consejo, oíala sumiso y deferente, y todo cuanto ella proponía dábalo por bueno, llegando a decirle: «Dispón tú como gustes, pues lo que tú ordenes será lo mejor».

A insinuaciones de la toledana, en el día aquel que la niña estuvo de cuerpo presente, se debió que Guerra diese al doctor Miquis satisfacción cumplida por los arrebatos inconvenientes de los días anteriores; gracias a ella también, Braulio oyó de su amo frases cariñosas y de gratitud, y los demás servidores de la casa notaron en la fiera señales evidentes de domesticación. No se pudo probar si aquellas disposiciones pacíficas habrían alcanzado también al aborrecido suegro, porque éste no aportó por allí; pero si consta que el marqués de Taramundi, D. Francisco Bringas, D. Cristóbal Medina y otros que acudieron a ofrecerse, se congratularon de la mansedumbre del hijo de doña Sales, atribuyéndola a la natural doma ejercida sin palo ni piedra por la desgracia, y al influjo del sentimiento religioso, amigo y familiar de la muerte, el cual nunca se queda a la puerta, cuando ésta, entra en palacios o cabañas.

Vistieron a Ción con riquísimo traje de encajes, y pusiéronle corona de flores vivas, las mejores y más   —220→   costosas que en aquella estación se podían encontrar. Creeríase que había crecido después de muerta, y a todos sorprendió el tamaño de la caja, a cuyas dimensiones el rígido cuerpo se ajustaba exactamente, sin que sobrase ni faltase nada. Sus heladas facciones no conservaban rasgo ninguno de aquella expresión descompuesta y de aquel sonreír sardónico con que se despidió la vida. Su rostro era todo serenidad, y si se quiere, formalidad, sin mezcla alguna de malicia o travesura, el rostro mismo de las horas de sueño, sin los aires de la respiración que pintan la vida, sin más color que la uniforme pátina cerosa, cosmético de la muerte.

Su padre la contemplaba, acordándose de las saladas mentiras de la niña viva, y no podía menos de invertir radicalmente su apreciación de lo que recordaba y de lo que veía, juzgando que eran verdad aquellos embustes, incluso lo del ratón como un burro, los retozos de Leré, etc., y que en cambio la muerte que ante los ojos tenía era una fábula de las más absurdas. Al día siguiente, cuando se la llevaron, sintió una punzada en el corazón, y un dolor tan vivo, que a punto estuvo de perder el conocimiento. Había pensado ir al cementerio; pero le fue imposible vestirse. A Leré le dio un ataque epiléptico, y estuvo bastante tiempo sin habla, con la cara torcida, las pupilas fijas, los brazos agarrotados. Tremenda fue la mañana en la casa de Guerra, de donde había desaparecido para siempre la graciosa criatura que la llenaba con su alegría y su charla parlera. Los criados quedáronse tan solos y tan tristes como el amo, y en la enorme vivienda sonaban los pasos con eco lúgubre.

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Despidió, por fin, Ángel a los amigos con urbanidad que podríamos llamar relativa, y se confinó en su antiguo cuarto, negándose a recibir visitas, y no interesándose ni aun por la misma Leré, quien después de la pataleta, se había quedado como convaleciente de grave enfermedad. El infortunado hijo de doña Sales se zambullía en la soledad, hallando cierta consuelo en medir y sondar su profundísimo dolor. Su cerebro, rendido de tan vivas impresiones, tenía letargos breves, en los cuales salir de la obscuridad de los recuerdos el rostro de máscara griega, con la espantosa mueca trágica y el pelo erizado.