Apostillas cancioneriles: De Vidal de Elvas a Álvarez de Villasandino
Carlos Alvar
Universität Basel y Seminario de Filología Medieval y Renacentista. Alcalá de Henares.
Es bien sabido que la descriptio es una de las formas habituales de la amplificación retórica, y que aparece con frecuencia en los textos narrativos. Un capítulo especial, dentro de las descripciones, lo constituyen las referidas a personas y más en concreto a las muchachas, doncellas y mujeres en general; aunque no faltan casos de retratos masculinos, y de seres feos, deformes y contrahechos, los autores suelen aplicarse con más esmero a describir la belleza, ponderando de este modo las excelencias de una joven y practicando, a la vez, uno de los preceptos más estimados por las Artes Poéticas1.
Las posibilidades que se abren a los escritores a partir de la descriptio puellae son muchas, pues la hermosura juvenil puede arrastrar a la comparación con la pesada carga de la vejez, o puede dirigir la mirada hacia el interior de la joven: el juego de contrastes siempre resulta enriquecedor para el texto y enormemente sugestivo para el público. No tendremos que esforzarnos demasiado en recordar algunos ejemplos, como el de María Egipciaca o el de Alda, la serrana del Arcipreste de Hita, y otros tantos.
Siempre, el mismo orden descriptivo, pausado, moroso, que va apreciando con delicadeza cada uno de los detalles relevantes, si están a la vista, o que sugieren mediante reticencias aquellas partes que el pudor mantiene ocultas...
También es sabido cómo la poesía lírica se muestra menos proclive a estos retratos, sobre todo a partir de las innovaciones impuestas por el Dolce Stil Novo y sus seguidores, y desarrolladas con una vuelta a la pureza original, por Petrarca y quienes le imitaron2; lo que no impidió, sin embargo, que se produjeran algunos excesos, resultado de la vehemencia de los autores que con sus hipérboles daban muestra de la incapacidad de sus corazones para retener tan fuertes sentimientos amorosos; y ése es el resultado cuando se habla ex abundantia cordis. Pero si escuchamos un momento a Don Quijote nos ahorraremos otras muchas consideraciones:
(Quijote I, XIII) |
Es cierto que
Cervantes escribe cuando la tradición petrarquista ha
recorrido ya un largo camino3,
pero a pesar de todo, no resulta difícil apreciar numerosos
tópicos presentes en autores plenamente medievales: el oro
de los cabellos o las rosas de sus mejillas, y el color blanco en
general (dientes, cuello, manos...) que hacen a la dama de perlas,
alabastro, marfil y nieve, remiten a un ideal de belleza de larga
tradición, y que puede resumirse en los magníficos
versos de Chrétien de Troyes (s.
XII) en el episodio de Perceval en el que el protagonista
contempla en la nieve las gotas de sangre de un ganso silvestre,
víctima momentánea de un halcón4.
Resulta imposible no ver que se trata de una escena de caza, y el
amor es así: halcón que se
atreve con garza guerrera, peligros espera
.
Pero a Chrétien, o a Perceval, la asociación de ideas se le produjo no tanto por el combate desigual, como por los colores de la sangre y la nieve mezclados (las rosas y azucenas del Poeta); es decir, la blanca tez de la amada y el tenue rubor de sus mejillas5.
El blanco es el color de la piel de la amada y de ahí todas las justificaciones de las que son morenas, y que se distancian del canon establecido6
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(Frenk, Corpus, 142A) |
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(Frenk, Corpus, 139) |
Aunque puede pensarse que es, también, el color de la juventud; el contraste resulta especialmente relevante en la Vida de María Egipciaca, donde se retrata a la joven pecadora y a la vieja penitente; frente al blanco color juvenil, en la vejez:
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(vv. 735-36) |
Sin embargo, en la belleza de Dulcinea se apunta un motivo que he dejado al margen, pues puede inducir a equívocos o a ambigüedades: entre el cuello de alabastro y el marfil de las manos está el mármol de su pecho. El mármol puede ser frío y duro, lo que metafóricamente lleva a pensar en la dama despiadada, pues la dureza no debe ser considerada como una comparación física; es obvio que don Quijote no ponderaría la frialdad de su dama, rasgo que había hecho protestar a Garcilaso y que moverá también a Góngora, por ejemplo. La piedra puede ser lisa (tampoco creo que le interese resaltar a nuestro hidalgo ese rasgo demasiado físico); pero el mármol más apreciado es el blanco, deslumbrante. Así que Dulcinea se nos muestra con el pecho blanco, y habrá que entender por pecho una de esas partes que quedan a la vista, o, para decirlo con don Quijote, que no han sido ocultadas a la mirada humana por la honestidad; pensemos, pues, en el escote.
Los excesos de los poetas, sus libertades e hipérboles, fueron objeto de las críticas de muchos autores, que sin embargo en ocasiones, como Quevedo, no dudaron en recurrir a los tópicos para ponderar y encarecer, que no comparar, la beldad de sus amadas. Todos ellos, de Garcilaso a Góngora, de Cervantes a Quevedo, son sólo unos pocos representantes de una tradición que recorre el Renacimiento y el Barroco, y que es el resultado de muchas transformaciones lentas, titubeantes.
Los stilnovisti, como ya he indicado, prescindieron de casi todos los rasgos físicos al referirse a la belleza de las damas; apenas son algo más que una idea, un concepto. No podía ser de otro modo, habida cuenta del elemento metafísico que hay presente en la poesía de Guinizzelli y de sus seguidores: el amor se convierte en una virtud que se identifica con la nobleza del espíritu, a la vez que la dama y su belleza son hitos necesarios en el camino de perfección que lleva a Dios y a la felicidad eterna. Y del mismo modo que los ángeles ni participan de la naturaleza humana, ni están continuamente presentes, así la dama apenas aparece en momentáneas visiones, con las que se alivia todo tipo de dolor, con las que brotan los más nobles sentimientos y con las que nace un incontenible deseo de cantar las alabanzas de la amada, aun a sabiendas de que en ningún momento se podría llegar a enumerar todas las gracias que adornan a tan extraordinaria criatura. Es, ante todo, una poesía de la alabanza, del elogio de la dama y sus virtudes, en la que la belleza física, por sobreentendida, apenas despierta el interés8.
Nuestros poetas de Cancionero no participan de los planteamientos stilnovistas, sino que son herederos de la tradición gallego-portuguesa, en la que la dama tampoco es representada con excesivos detalles, aunque no faltan las referencias más vulgares, obscenas a veces, en las cantigas de escarnio. Sin embargo, la tendencia habitual es manifestar el amor a la dama sin mayores precisiones, sin describir rasgos físicos que puedan identificarla. Es, siempre, una alabanza estereotipada: hermosura, gentileza; perfección, en definitiva. Cualidades físicas y virtudes espirituales9. Cuando se habla de los cabellos es puro símbolo de virginidad, y si un poeta como Johan Garcia de Guilhade alude a los ojos verdes de su amada, sin duda causa gran sorpresa entre sus colegas, y tal vez dará lugar a alguna burla10.
Por eso llaman la atención los versos fragmentarios, pero elocuentes, de una de las dos composiciones conservadas de Vidal, judío de Elvas, de quien nada más sabemos:
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La rúbrica que introduce los dos textos de Vidal es elocuente:
Estas duas cantigas fez hûu judeu d'Elvas, que avia nome Vidal, por amor d'ûa judia de ssa vila que avia nome Dona. E pero que é ben que o ben que home faz sse non perça, mandamo-lo screver; e non sabemus mais d'ela[s] mais de duas cobras, a primeira cobra de cada hûa12. |
Escasos datos, que además encierran una justificación del antólogo (D. Pedro de Barcelos?). Una justificación, ¿por qué? Sin duda porque el autor era judío y su dama también. Es el único ejemplo en la poesía gallego-portuguesa, a pesar de referencias a personajes como Samuel de Leiria, trobador, en algunos documentos del siglo XIII, además del D. Jusep, antagonista de Estevam da Guarda.
Vidal era de Elvas, tierra fronteriza con el reino de León; no creo que pueda considerarse de alto rango: sería seguramente burgués o artesano, pues de lo contrario habrían sobrado las explicaciones; en todo caso, era ajeno a la sociedad de la corte, como su dama. Y sin embargo, sus composiciones intentan imitar un modelo trovadoresco13.
Como Dulcinea, también Dona, la linda de Elvas, tiene el pecho blanco y Vidal se lo ha visto, acercándose con su indiscreción a la muerte misma. Quizás habrá que considerar que en este caso la mirada ha ido más allá que la honesta apreciación de don Quijote.
El pecho blanco -escaso fragmento salvado del olvido- destaca con fuerza como causa del apasionado sentimiento de Vidal. ¿Hasta dónde llega la sinceridad? Es problema de difícil solución, si es que la tiene.
En la poesía árabe no se suele aludir al pecho como elemento de la descripción femenina; y la Biblia también se muestra parca ante este tipo de consideraciones, en contra de lo que cabría pensar; apenas si se pueden aducir más testimonios que la estatua del sueño de Daniel (2, 30), que tiene cabeza de oro puro, pecho y brazos de plata, vientre y caderas de bronce, piernas de hierro y pies de hierro y barro: obviamente, no se puede establecer relación alguna con la belleza de la amada. Y cuando el Cantar de los cantares elogia el pecho de la esposa, no se refiere exactamente a su color, aunque no está ausente la idea de la blancura:
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(4, 5) |
o bien en una descripción algo más pormenorizada (7, 2-6):
Otras veces, el
talle es una palmera y los senos, sus racimos (7, 8-9). Pero, en
todo caso, Fray Luis de León sólo ve en la
comparación «la terneza que tienen
por ser cabritos»
y «la
igualdad por ser mellizos, y demás de ser cosa linda y
apacible, llena de regocijo y alegría, tienen consigo un no
sé qué de travesura y buen donaire»
. Y por
lo que respecta a las azucenas, es la belleza de las flores, no el
color, lo que le resulta más significativo: «con ser ellos [los pechos] lindos de suyo,
allí lo parecen más; y queda ansí más
encarecida y más loada la belleza de la esposa en esta
parte»
.
Inútilmente se buscará en la Biblia el equivalente a ese pecho blanco tan ponderado por Vidal en su correligionaria; y sin embargo, hay una fuerza que lleva en esa dirección.
A finales del siglo XII, un trovador provenzal llamado también Vidal, Peire Vidal, peletero de Tolosa, uno de los más originales y curiosos autores del mediodía francés, vinculado por diversas razones a Tierra Santa, elogia a su dama en la que posiblemente es la cansó más antigua del trovador, pues se podría fechar antes de 1184:
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[Ed. Anglade XVI] |
[Sus enemigos son desdichados y sus amigos, ricos y poderosos. Ojos, frente, nariz, boca y barbilla, blanco pecho con duras tetas, con el aspecto de los hijos de Israel, y es paloma sin hiel.] |
Toda la
composición es una curiosa mezcla de temas , pero llama la
atención la presencia en rima de los arcángeles
Gabriel y Rafael, junto con otros nombres del Antiguo Testamento
como Abel, Raquel, Daniel, e Israel, además de Jacob, que
inmediatamente hacen pensar en una tradición cercana al
Judaísmo; sin embargo, no se puede ir más allá
en las deducciones, a pesar de la llamada a los cristianos para que
se unan contra los turcos que les han arrebatado «los valles y el riachuelo al que iban los
pecadores»
: las alusiones de Peire Vidal pueden ser una
servidumbre de la rima, y la homonimia del trovador provenzal y el
poeta judío de Elvas, pura coincidencia.
En cuanto al pecho blanco, nada más podemos decir, o casi nada15. Lo encontramos de nuevo en el Cancionero de Baena, en una composición de Alfonso Álvarez de Villasandino dedicada a una mora, del linaje de Agar y de la línea de Ismael:
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En los 38 versos
de que consta este poema, el único rasgo físico de la
hermosa mora al que se alude de forma explícita son esos
«alvos pechos de cristal»
, con
el valor intensificativo de los dos adjetivos que funcionan como
sinónimos, pues no es la fragilidad del cristal lo que se
pondera, sino su pureza, su blancura, en definitiva: así
también en el retrato de María Egipciaca, cuyo cuerpo
«blanco es como cristal»
(v.
225).
Y sorprende más aún que, como en los casos anteriores, la blancura parezca ser un atributo de las mujeres semíticas, pues los casos citados hasta ahora remiten invariablemente al mismo contexto cultural o religioso, lo que podría llevarnos a pensar en una tradición vinculada al Antiguo Testamento; sin embargo, debe tratarse de puras coincidencias, una vez más.
Cuando los poetas arábigo-andaluces alaban los pechos femeninos aluden más a la forma o al tamaño, que al color; y así serán granadas o lanzas17, en profundo contraste con la idea de mujer que se impone a los poetas de Cancionero y que llega desde época muy temprana: frente al aspecto físico exclusivamente con que se contempla la belleza femenina en los autores andalusíes, la tradición trovadoresca y cancioneril remite hacia consideraciones más espirituales.
La tradición hispánica compara el pecho a un cofre o a una arca, con una referencia implícita a su contenido, el corazón; mientras que los pechos se suelen comparar con limones, como ocurrirá también en los cantos de boda judeo-españoles. Es evidente que Vidal de Elvas, Peire Vidal y Villasandino (además de Don Quijote) piensan en otras cualidades.
En todo caso, en contra de lo previsible, el pecho blanco no forma parte de los atributos explícitos de belleza femenina en la tradición semítica, por lo que tendremos que dirigir nuestras miradas hacia las muchachas cristianas.
También entre éstas hay jóvenes doncellas que se muestran felices por el color de sus pechos. Es posible que en la ingente masa de la poesía cancioneril encontremos más referencias, pero es mucho el tiempo necesario para revisar tantos versos; basten ahora testimonios procedentes de otros dominios.
En textos de diversa índole aparecen algunas alusiones significativas, que quiero revisar ahora, antes de llegar al final de esta exposición.
El «Anónimo Enamorado» del Cancionero de Ripoll (h. 1170) alaba a su amiga mediante una minuciosa descripción de su belleza, de acuerdo con los cánones que recogen las Artes Poéticas de los siglos XII y XIII. Naturalmente, el poeta no desaprovecha la ocasión de aludir al tamaño y color de los pechos:
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Al «Anónimo Enamorado», seguidor de una larga tradición le gustan los pechos pequeños y blancos de su amiga, en lo que coincide con Joanot Martorell, que escribe trescientos años más tarde.
En el Tirant lo Blanc, Plaerdemavida intenta convencer a la princesa Carmesina en la divertida escena que precede al primer encuentro amoroso de los jóvenes, mientras que el caballero protagonista contempla, escondido en el arca, cómo su amada se va desnudando antes de tomar el baño. Plaerdemavida describe, acaricia y besa el cuerpo de su señora, y al llegar al pecho dice:
Vet aci les sues cristal·lines mamelles, que tinc cascuna en sa mà: bése-les per tu: mira com són poquetes, dures, blanques e llises19. |
El traductor castellano (Valladolid, 1511), vertió el texto con gran fidelidad:
Cata aquí sus cristalinas tetas, que tengo cada una en su mano; mira cómo son chiquitas, duras, blancas y lisas20. |
Parece una exaltación de la juventud, además de una consideración estética y, con la alegría juvenil queda impregnada de sensualidad toda la obra. El ambiente «oriental» presente en gran parte de las aventuras de Tirant -no olvidemos que se encuentra en el Imperio Griego- vuelve a llevarnos hacia una tradición distante; pero también debe considerarse pura casualidad.
Carácter completamente distinto tiene la Sevillana medicina (1381-1418), y no obsta para que también allí se aprecien los pechos blancos:
La leche de la muger de veynte años fasta veynte e cinco, blanca e buena e gruessa de los pechos e ancha, y las tetas blancas e de buenas condiciones...21 |
Es obvio que en este caso se trata de una apreciación técnica y que el color debe hacer referencia a la salud o la juventud, y no puede ser considerado como una concesión a la belleza o a la estética. Al anónimo autor del texto médico le interesa la lactancia, tema del que ya se ocupó Juan Manuel Cacho Blecua, por lo que bastará remitir a su documentado estudio22.
Al comienzo de esta exposición he aludido a la blancura como canon de belleza femenina, y a las protestas de las muchachas que por una u otra razón se ven morenas.
Nada más natural que una mujer de piel blanca tenga del mismo color los pechos, independientemente de que sea soltera o casada, madre en período de lactancia o monja de hábito negro:
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[Frenk, Corpus, 375B] |
Es Diego Sánchez de Badajoz quien recoge el villancico a mediados del siglo XVI, pero ya el Cancionero musical de Palacio cita el primer verso en su índice. Señala M. Frenk23 que Íñiguez de Medrano incluye en su colección de cosas curiosas y útiles (por cierto, publicada en París en 1608, por César Oudin, el traductor del Quijote) un diálogo en italiano entre una monja enamorada y un mancebo virtuoso:
Giovanne: -A me non piace questa vesta nera, però ch'io fuggio il nero e seguo il bianco. Monaca: -Soto la vesta nera ho carne bianche; se fuggi il ner segui le bianche membra. |
Ahora la alusión tiene un doble valor: por una parte, pone de manifiesto una transgresión; por otra, no deja de ser un juego de contrastes entre el negro y el blanco. No creo, sin embargo, que se esté ponderando la belleza de una parte concreta del cuerpo de la monja, y al parecer tampoco lo entendía así el autor italiano que no alude a los pechos, sino a los miembros en general (posiblemente a los brazos).
Creo que ya hemos visto suficientes referencias; sin duda se podrán encontrar muchas más. Recapitulemos.
En textos que reflejan un ambiente árabe o judío se encuentran alusiones a pechos blancos con valor ponderativo de la belleza femenina. Los testimonios se suceden desde el siglo XII (Peire Vidal) hasta el siglo XVII (Quijote), en Cancioneros (Baena o Musical de Palacio) y en novelas (Tirant), en el dominio lingüístico del provenzal, del catalán, del gallego-portugués o del castellano... Bien se puede considerar, pues, que se trata de un tópico literario y que, como tal, debe tener una tradición, quizás semítica, habida cuenta del contexto en el que se producen los testimonios más antiguos; sin embargo, ni el Cantar de los Cantares, ni la poesía andalusí, ni los cantos de boda judeo-españoles reflejan la existencia de semejante tópico, por lo que se hace necesario consultar la tradición occidental.
Las Artes Poéticas insisten en la importancia de la descriptio pulchritudinis o puellae como forma de la amplificatio, y tanto los tratados de Matthieu de Vendôme24, como Geoffroi de Vinsauf25 aluden a la blancura de los pechos. El primero, establece una comparación con la nieve de los montes:
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Vinsauf opone la nieve del pecho a las piedras preciosas de los pezones:
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No cabe duda de que todos nuestros autores siguen la tradición occidental y cuando hablan del pecho blanco están añadiendo eslabones a una cadena que se encuentra ya -sirva de desilusión final- en Sidonio Apolinar, que describe el pecho blanco
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del emperador Teodorico26.