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ArribaAbajoEl barbero de Madrid


«Pronto affar ttuso
La notte e il giorno,
Sempre d'intorno
In giro stá».
Aria de Fígaro.

¿Sabe V., señor público, que es un compromiso demasiado fuerte el que yo me he echado encima de comunicarle semanalmente un cuadro de costumbres? ¿Sabe usted que no todos los días están mis humores en perfecto equilibrio, y que no hay sino obligarme a una cosa para luego mirarla con tibieza y hastío? A la verdad que nada hay que acorte el ingenio y mengüe el discurso como la obligación de tenerles a tal o tal hora determinada. Y no dígolo por el mío, pues éste claro está que de suyo es apocado y exiguo, sino véolo en otros mayores y de marca imperial, de lo cual infiero y saco la consecuencia de que el genio es naturalmente indómito y repugna y rechaza los lazos que le sujetan.

Pero al fin y postre, y viniendo a mi asunto (puesto que maldita la gana tenga de ello), preciso será sentarme a escribir algo, si es que mañana le he de responder con papel en mano al cajista de la imprenta. Paciencia, hermano; sentémonos, preparemos la pluma, dispongamos papel, y... Pero entiendo que antes de empezar a escribir, bueno será pensar sobre qué... Así lo recomienda el célebre satírico francés:

«Avant donc que d'écrire, apprenez à penser».

Mas no hay por qué detenerse en ello; sino imitar a tantos escritores del día que escriben primero y piensan después. Verdad es que también piensan los jumentos.

Repasemos mis memorias a ver cuál puede hoy servir de materia al entendimiento... Esta... la otra... nada, la voluntad dice que nones; pues señores, medrados quedamos. -(Aquí el Curioso da una fuerte palmada sobre el bufete, tira violentamente la pluma, y permanece un rato con la mano en la frente haciendo como el que piensa. La mampara del estudio se abre en este momento, y el barbero se anuncia sacando al autor de su éxtasis). -Hola, maestro ¿es usted? me alegro, con eso hablará V. por mí.

Mi barbero es un mozo de veinte y dos, alegre como Fígaro, aunque con diversas inclinaciones; verdad es que aquél le retrató Beaumarchais, y a éste le pinto yo; ¡no es nada la diferencia! Pero en fin, como todo en este mundo se hace viejo, el barbero de Sevilla también; además de que ya lo han ofrecido, cantado y rezado y aun en danza, y nos lo sabemos de coro. Vaya otro barbero no tan sabio, no tan ingenioso, pero más del día; no vestido de calzón y chupetín, sino de casaquilla y corbata; no danzarín, sino parlante como yo; no... pero, en fin, maestro, cuéntenos usted su historia, porque yo ni de hablar tengo hoy gana.

-Yo, señor, soy natural de Parla, y me llamo Pedro Correa; mi padre era sacristán del pueblo, y mi madre sacristana; yo entré de monaguillo así que supe decir amén; de manera que con el señor cura, mis padres y yo componíamos todo el Cabildo. En mi casa se tenía por cosa cierta que yo había de llegar a ser fraile francisco, porque así lo había soñado mi madre, y ya me hacían ir con el hábito y me enseñaban a rezar en latín; pero por más que discurrían no podían sujetar mis travesuras. Ni en las vinajeras había vino seguro, ni las cabezas de los muchachos tampoco donde yo estaba; y cuando se me antojaba alborotar el lugar me colgaba de las cuerdas de la campana, y con pies y manos las hacía moverse, ni más ni menos que si fuesen atacadas de perlesía. En suma: tanto me querían sujetar y tanto me recomendaban la santidad de la carrera a que me destinaban, que una mañana, sin decir esta boca es mía, cogí el camino por lo más ancho, y no paré hasta la Carrera de San Francisco de esta heroica villa, en casa de un primo mío; y habiéndome dicho el nombre de la calle, di por realizado el ensueño de mi madre, y a mí por desquitado de mi estrella.

Mi primo era cursante de Cirugía y llevaba dos años de asistencia al Colegio de San Carlos, con lo cual siempre nos andaba hablando de vísceras y tegumentos; y era tan afecto a la anatomía, que se empeñó en disecar a su mujer. Así, que yo, luego que perdí el miedo a las terribles expresiones de fisiología, higiene, terapéutica, sifilítico, obstetricia, y otras así, de que abundaban aquellos librotes que él traía entre manos, no hallé mejor salida para mi ingenio que seguir aquella misma profesión; y por el pronto aprendí a afeitar, haciendo la experiencia en un pobre de la esquina a quien siempre andaba conquistando para que se dejase afeitar de limosna.

Luego que ya me encontré suficientemente instruido en el manejo del arma, y matriculado además en el colegio, dejé a mi primo y me puse en otra barbería, donde había una muchacha con quien disertar sobre mis lecciones de Anatomía; pero el diablo (que no duerme) hubo de mezclarse en el negocio, y nos condujo a practicar no sé qué experiencias, con lo cual hicimos un embrollo que todos mis libros no supieron desatar en algunos meses. En fin, salí como pude, y de la casa también, marchando a seguir en otra mis estudios, aunque por entonces me limité a la parte teórica, dejando la práctica para mejor ocasión. Al cabo de algunos años y de otros sucesos menores, me hallé con que sabía tanto como mi maestro, y que sólo me faltaba un pedazo de papel para poder abrir tienda; pero es el caso que este pedazo de papel cuesta un examen y muy buenos maravedís, y si bien por lo primero no paso cuidado, lo segundo me aflige en extremo, por la sencilla razón de que no los tengo.

Desde entonces sigo buscando la buena ventura, ayudado de mis navajas y de tal y cual enfermo vergonzante que suele caerme; y si no mirase al día de mañana, créame V. que la vida que llevo no es para desear mudarla. Porque yo me levanto al romper el alba, y después de afilar los instrumentos, barrer la tienda y afeitar a algún otro aguador o panadero, salgo alegrando todo el barrio, y por costumbre inveterada corro al colegio a asistir en clase de oyente, o a ver mis antiguos camaradas. Súbome muy temprano, y al pasar por las plazas nunca falta alguna aventurilla galante que seguir, algún cesto que quitar de las manos de tal linda compradora, algunos cuartos que ofrecer a tal otra, o alguna tienda de vinos que visitar. Empieza después la operación de la rasura, y en las dos horas siguientes corro todos los extremos de Madrid, convirtiendo rostros de respetables en inocentes y de buen comer; entre tanto en casa de una Marquesa me sale al paso el señorito, que está haciendo su aprendizaje en el vicio, y me encarga traerle ungüentos y brebajes; en otra casa, el Sr. D. Cenón, que ha sido atacado del reúma, me obliga a ponerle dos docenas de sanguijuelas; en otra D. Críspulo, el elegante, quiere que le corte los callos; y en la de más allá una niña me explica los síntomas de una enfermedad parecida a la que yo no pude curar en la que estudiaba conmigo.

Por todas partes ya se deja conocer que llueven sobre mí las propinas y los obsequios; pero de ninguno me resulta mayor complacencia como de los que recibo en cierta casa, prodigados por cierta fregona con quien el sol no pudiera competir. Porque ella me entretiene con su sabrosa plática entre tanto que el amo se viste y reza sus devociones; ella me auxilia vertiendo en la bacía, al tiempo que el agua, ya el robusto chorizo, ya la extendida magra, ya la suculenta costilla con una destreza admirable; y ella, en fin, entretiene mis envejecidas esperanzas, haciéndome entrever seis grandes medallas que tiene guardadas para mi examen, con la condición sine qua non de casarnos el mismo día.

Concluidas, por fin, mis operaciones matutinas, vuelvo a la tienda tan contento de mí, que no me trocaría por el mismo maestro; y con esto, y con asistir a alguna operación quirúrgica, rasurar tal o cual escotero, o rasguear mi vihuela, se me pasa insensiblemente el día. Llega la noche, y como caiga algún enfermo que cuidar, o que velar algún muerto, salgo con mi guitarra bajo el brazo, y entre caldo y caldo, o entre responso y gemido, hago mis escapatorias a colgarme de la ventana de mi Dulcinea, a quien despierto con los tiernos acentos de mi voz. He aquí mi vida tal como pasa, y si V. conoce otra mejor, para mí santiguada, que yo no. -

Aquí calló Pedro Correa; y yo, que me sentí aliviado, me disponía a proseguir pensando en mi artículo; pero nada bueno me salía, por lo cual tuve que dejarlo hasta la noche; vino ésta y acordándome de la narración de mi barbero, asaltome la idea de que diciendo lo que él habló, tenía coordinado mi discurso, supuesto que es de costumbres, si no de las más limpias.

Hícelo, en efecto así, y me fui a acostar muy satisfecho; mas no bien cerrado los ojos cuando un ruido extraño me despertó. Pareciome oír puntear una guitarra, y así era la verdad, que la punteaban del lado la calle, mas diciendo como D. Diego en el Sí de las Niñas: «¡Pobre gente! ¿quién sabe la importancia que darán ellos a la tal música?», volvime del otro lado con intención de dormir; pero en esto algunos pasos cercanos, y el rechinar de una imprudente puerta, me hizo conocer que el enemigo se hallaba cerca, con lo cual, y la ventana abierta, oí distintamente una voz que cantaba esta seguidilla:


«Aunque los males curo,
De las heridas,
Amor no me permite
Curar las mías.
   »Que sus saetas
Tienen más poderío
Que mis recetas».

No me pareció del todo mal el concepto barberil; y por ver si continuaba, o yo me había equivocado, dejele echar el preludio de la segunda copla, mientras el cual la hermosa Maritornes se acercaba a la ventana, a pocos pasos de donde yo me había colocado. La guitarra concluyó el preludio, y la voz volvió a cantar:


«Abandona ya el lecho,
Querida Antonia,
Para oír los suspiros
De quien te adora.
»Depón el miedo,
Que todo el mundo duerme
Menos tu Pedro».

-Y yo tampoco duermo, señor rapista, porque las voces de V. no me lo permiten (dije con voz gutural asomándome a la ventana). ¿Parécele a V. que aquí somos de piedra como el guardacantón de la esquina? O ¿qué horas son estas para venir a alborotar el barrio? Por mi fe, señor Monaguillo Parlanchín, que así vuelva V. a tomar mi barba como ahora llueven lechugas, y que la Maritornes que está a mi espalda no le tornará a colar más chorizos en la bacía. -

Y diciendo esto cerré estrepitosamente la ventana, y me fui a acostar. Pero a la mañana siguiente se me presentó el compungido galán; luego la trasnochada dama, y jugándola ambos de personajes de comedia, se pusieron a mis pies pidiéndome licencia por matrimoniar. ¡Qué había yo de hacer! Soy tierno, y el paso era no sé si diga clásico u romántico: alcelos con gravedad, y después de un corto y mal dirigido sermón, les dispensé mi venia; ítem más, me ofrecí al padrinazgo y aun a completar lo que faltaba para los gastos del título. De tal modo les pagué el haberme proporcionado materia para este artículo.

(Setiembre de 1832)




ArribaAbajoEl campo santo4


«No se engañe nadie, no,
Pensando que ha de durar
Lo que espera,
Más que duró lo que vio,
Porque todo ha de pasar
Por tal manera.


JORGE MANRIQUE.                


Muy pocos serán (hablo sólo de aquellos seres dotados de sensibilidad y reflexión) los que no hayan experimentado la verdad del dicho de que la tristeza tiene su voluptuosidad. Con efecto ¿quién no conoce aquella dulce melancolía, aquella abnegación de uno mismo que nos inclina en ocasiones a hacernos saborear nuestras mismas penas, midiendo grado por grado toda su extensión, y como deteniéndonos en cada uno para mejor contemplar su inmensidad? ¡Cuán extraño es en aquel momento el hombre a todo lo que le rodea! ¡cuál busca en su imaginación la sola compañía que necesita! ¡y cuál, en fin, elevando al cielo su alma, encuentra en él el único consuelo a sus desventuras! Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría.

Tal era el estado de mi espíritu una mañana en que tristes pensamientos me habían obligado a dejar el lecho. Acompañado de mi sola imaginación, me dirigí fuera de la villa, adonde más libremente pudiese entregar al viento mis suspiros; una doble fila de árboles que seguí corto rato desde la puerta de los Pozos me condujo al sitio en que se divide el camino en varias direcciones, y habiendo herido mi vista la modesta cúpula de la capilla que preside al recinto de la muerte, torcí maquinalmente el paso por la vereda que conduce a aquél. A medida que me alejaba del camino real iba dejando de oír el confuso ruido de los carros y caminantes que hasta allí habían interrumpido mis reflexiones, y un profundo silencio sucedía a aquella animación. Sin embargo, un impulso irresistible me hacía continuar el camino, deteniéndome sólo un instante para saludar a la cruz que vi delante de la puerta; pero ésta se hallaba cerrada, y nadie parecía alrededor; fuertes eran mis deseos de llamar; mas ¿cómo osar llamar en la morada de los muertos?...

Desistía ya de mi proyecto, apoyado sobre la puerta, cuando una pequeña inclinación de ésta me dio a conocer que no estaba cerrada; continué entonces el impulso, y girando sobre sus goznes me dejó ver el Campo Santo.

Entré, no sin pavor, en aquella terrible morada: atravesé el primer patio, y me dirigí a la iglesia que veía en frente, mirando a todas partes por si descubría alguno de los encargados del cementerio; pero a nadie vi, y mientras hice mi breve oración tuve lugar para cerciorarme de que nadie sino yo respiraba en aquel sitio. Volví a salir de la iglesia a uno de los seis grandes patios de que consta el cementerio, y siguiendo a lo largo de sus paredes, iba leyendo las lápidas e inscripciones colocadas sobre los nichos, al mismo tiempo que mis pies pisaban la arena que cubre las sepulturas de la multitud.

Esta consideración, la soledad absoluta del lugar, y el ruido de mis suspiros, que repetía el eco en los otros patios, me llenaban de pavor, que subía de todo punto cuando leía entre los epitafios el nombre de alguno de mis amigos, o de aquellas personas a quienes vi brillar en el mundo.

-¡Y qué! -decía yo-; ¿será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber? «Aquí yace el excelentísimo señor Duque de...» ¿Será verdad?


«Al que de un pueblo ante sus pies rendido
Vi aclamado, en la casa de la muerte
Le hallo ya entre sus siervos confundido».

¿Pero qué miro? ¿Tú también, bella Matilde, robada a la sociedad a los quince años, cuando formabas sus mayores esperanzas? ¿Y tú, desgraciado Anselmo, a quien el mundo pagó tan mal tus nobles trabajos y fatigas por su bienestar?... ¿Mas de qué sirven todos esos títulos y honores que ostenta esa lápida, para quien ya es un montón de tierra?... ¡Adulación, adulación por todas partes!... «Aquí yace don... arrebatado por una enfermedad a los 87 años...» ¡Lisonjeros! escuchad a Montaigne, y él os dirá que a cierta edad no se muere más que de la muerte... Pero allí, sobre una lápida, un genio apagando una antorcha; sin duda uno de nuestros hombres grandes... ¡Insensato! un hombre oscuro; ¿ni cómo podía ser otra cosa? El cementerio es moderno, y en el día escasean mucho los hombres verdaderamente ilustres, o no se entierran en su patria... Y si no ¿dónde se hallan Isla, Cienfuegos, Meléndez, Moratín?... Si acaso nos queda alguno, busquémosle en el suelo, en las sepulturas de la multitud.

Pero entremos a otro patio, por ver si se encuentra alguien... nadie... La misma soledad, la misma monotonía; ni un solo árbol que sombree los sepulcros, ni un solo epitafio que exprese un concepto profundo; el nombre, la patria, la edad y el día de la muerte, y nada más... y de este otro lado aún no está lleno... Multitud de nichos abiertos que parecen amenazar a la generosidad actual... ¡Cielos! acaso yo... en este... pero ¿qué miro? ¿aquel bulto que diviso en el ángulo del patio no es un hombre que iguala la tierra con su azada?... Sí, corro a hablarle.

-Buenos días, amigo.

-Buenos días -me contestó el mozo como sorprendido de ver allí a un viviente-. ¿Qué quería V.?» -añadió con el aire de un hombre acostumbrado a no hacer tal pregunta.

-Nada, buen amigo; quería visitar el cementerio.

-Si no es más que eso, véalo V.; pero algo más será.

-No, nada más: ¿acaso tiene algo de particular esta visita?

-¡Y tanto como tiene! ¡Ay, señor, nuestros difuntos no pueden quejarse de que el llanto de sus parientes venga a turbar su reposo!

Esta expresión natural, salida de la boca de un sepulturero, me hizo reflexionar seriamente sobre esta indiferencia que tanto choca en nuestras costumbres.

-¡Qué quiere V.! -contesté al sepulturero-, todavía no se ha desterrado la preocupación general contra los cementerios.

-A la verdad que es sin razón, pues ya conoce V., caballero, cuánto mejor están aquí los cuerpos que en las iglesias; esta ventilación, esta limpieza, este orden... Recorra V. todos los patrios, no encontrará ni una mala yerba, pues Francisco y yo tenemos cuidado de arrancarlas, no verá una lápida ni letrero que no esté muy cuidado; ni en fin, nada que pueda repugnar a la vista; mas por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día, que a implorar al cielo por el alma de los suyos.

Admirado estaba yo del lenguaje del buen José, que así se llamaba el sepulturero; y así fue que le rogué me enseñase lo que hubiese de curioso en el cementerio; seguimos, pues, por todos los patios, haciendo alto de tiempo en tiempo para contemplar tal o cual nicho más notable; después llegamos a un sitio donde había varias zanjas abiertas, y en una de ellas...

-¡Qué lástima! -me dijo José-: yo nunca reparo en los que vienen; hoy he sepultado seis, y apenas podré decir si eran mujeres u hombres; pero esta pobrecita..., ¡qué buena moza!...-y hurgando con su azada me dejó ver una mujer como de veinte años, joven, hermosa, y atravesado el pecho con un puñal por su bárbaro amante... Volví horrorizado la vista, y mientras tanto José repetía:

-¡Ay Dios mío! ¡líbreme Dios de un mal pensamiento!

Esta exclamación enérgica me hizo reparar en mis cadenas y reloj, y por primera vez temblé por mí al encontrarme en aquel sitio y soledad, al borde de una zanja y un sepulturero al lado con el azadón sobre el hombro.

Sin embargo, la probidad de José estaba a prueba de tentaciones, y asegurado por ella, me atreví a declararle un deseo que me instaba fuertemente desde que entré en el cementerio; este deseo era el encontrar la sepultura de mi padre...

-¿Cómo se llamaba?

-Don...

-¿En qué año murió?

-En 1820.

-¿Ha pagado V. renuevo?

-No; ni nadie me lo ha pedido.

-Pues entonces es de temer que haya sido sacado del nicho para pasar al depósito general.

-¿Cómo?

-Sí señor, porque no pagando el renuevo del nicho cada cuatro años, se saca el cuerpo.

-¿Y por qué no se me ha informado de ello?

-Sin embargo, no se lleva con gran rigor, y acaso puede que... pero entremos en la capilla y veremos los registros.

En efecto, así lo hicimos, pasamos a la pieza de sacristía, sacó el libro de entradas del cementerio, abrió al año de 20 y leyó: «Día 5 de enero; don... número 261.»

Un temblor involuntario me sobrecogió en este momento; salimos precipitados con el libro en la mano, buscamos el número del nicho... ¡Oh Dios! ¡oh padre mío! Ya no estabas allí... otro cuerpo había sustituido el tuyo; ¡y tu hijo, a quien tú legaste tus bienes y tu buen nombre, se veía privado, por una ignorancia reprensible, del consuelo de derramar sus lágrimas sobre tu tumba!... Entonces José, llevándome a otro patio bajo de cuyo suelo está el osario o depósito general, puso el pie sobre la piedra que le cubre diciendo: «aquí está»; a cuya voz caí sobre mis rodillas como herido de un rayo.

Largo tiempo permanecí en este estado de abatimiento y de estupor, hasta que levantándome José y marchando delante de mí, seguile con paso trémulo y entramos por una puertecilla a la escalera que conduce sobre el cubierto de la capilla; luego que hubimos llegado arriba hizo alto, y tendiendo su azada con aire satisfecho: -Vea V. desde aquí -me dijo-, todo el cementerio... ¡qué hermoso, qué aseado, y bien dispuesto!... -y parecía complacerse en mirarle...- Yo tendí la vista por los seis uniformes patios, y después sobre otro recinto adjunto, en medio del cual vi un elegante mausoleo que la piedad filial ha elevado al defensor de Madrid no lejos del sitio en que inmortalizó su valor5. Después, salvando las murallas, fijé los ojos en la populosa corte, cuyo lejano rumor y agitación llegaba hasta mí... ¡Qué de pasiones encontradas, qué de intrigas, qué movimiento! y todo ¿para qué?... para venir a hundirse en este sitio...

Bajamos silenciosamente la escalera; atravesamos los patios; yo me despedí de José, agradeciéndole y pagándole su bondad, y al estrechar en mi mano aquella que tal vez ha de cubrirme con la tierra,


«Mihi frigidus horror
Membra quatit gelidusque coit formidine sanguis.»

Abrimos la puerta a tiempo que el compañero Francisco, guiando a cuatro mozos que traían un ataúd, nos saludó con extrañeza, como admirado de que un mortal se atreviese a salir de allí. Preguntele de quién era el cadáver que conducía, y me dijo que de un poderoso a quien yo conocí servido y obsequiado de toda la corte... ¡Infeliz! ¡y no había un amigo que le acompañase a su última morada!...

Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo, parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar.

(Noviembre de 1832)




ArribaAbajoEl aguinaldo


«Omnia tempus habent, et habet sua tempora tempus».


TRADUCCIÓN SUELTA.                



   «Cada cosa en su tiempo, y los nabos en adviento».


El erudito Mr. de Jouy consagró un capítulo de su preciosa obra de El Ermitaño a describir la costumbre de los estrenos (étrennes) o regalos de Año Nuevo que tan en boga está en Francia y en otros países, y razonando sobre ello con su profunda erudición, pretende probar que aquel uso viene de Tacio, rey de los sabinos, a quien en un día de Año Nuevo se había hecho el presente de algunos ramos consagrados a Strinuo, diosa de la fuerza, lo que parece que aquel señor hubo de tomar a buen agüero. Por qué tanto aquel año fue para él muy dichoso, y en justo agradecimiento autorizó la usanza de los dichos regalos en lo sucesivo llamándoles strenae, de lo cual positivamente viene la voz francesa étrennes, y la castellana estrenos, que han usado en igual sentido nuestros autores.

Pero esta voz ha perdido entre nosotros su uso casi del todo, sin duda porque la costumbre a que se refería ha caducado también, pues si bien es cierto que aún se conservan algunos regalos de principio de año, a consecuencia de la burlescas ceremonia, aún bastante generalizada en las tertulias, de sacar a la suerte en la víspera de Año Nuevo parejas de hombre y mujer, sin embargo, puede considerarse como desacreditada semejante costumbre (especialmente en Madrid, donde hablamos), si bien en su jugar tenemos otra ocasión de lucir nuestra generosidad pocos días antes, en las dádivas llamadas de aguinaldo con que solemos endulzar la memoria del nacimiento de nuestro Redentor.

Que sea uno mismo nuestro aguinaldo que les étrennes franceses, lo asegura por mí un autor acreditado cuando dice: -Y por ser a cuatro días de mi llegada día de Año Nuevo, cobré mi aguinaldo de los señores de aquella corte. -Mas si la costumbre es la misma, la palabra tiene distinto origen. Tal lo siente el famoso Covarrubias cuando la hace venir de la voz arábiga guineldum, que significa regalar, o de la palabra griega gininaldo, que vale tanto como regalar en el día de natalicio. Mas sea de ello lo que quiera, es lo cierto que con la voz aguinaldo (o aguilando, como dicen en algunas provincias) designamos generalmente todos los presentes que se hacen desde la víspera de Navidad hasta la Epifanía, y que esta es costumbre bastante general para haberla de pasar por alto.

Ahora bien, ¿cómo se verifica esta costumbre? ¿Consiste acaso, como en Francia (según nos la describe el ya dicho Ermitaño), en un cambio mutuo de todo lo que la perfección de las fábricas, el genio de los artistas o el buen gusto de los literatos ostentan a porfía en ocasión semejante? ¿Invéntanse para ello nuevas telas, alhajas y muebles primorosos, libros llenos de ingenio y agudeza? ¿Pónense en movimiento grandes capitales destinados a vivificar las artes y el comercio, o a hacer florecer la literatura y las ciencias? ¿Amenízase el todo con sales epigramáticas, composiciones sublimes o cartas llenas de ternura y sensibilidad? Vamos a verlo.

En el año 1824 tenía yo en mi casa un alojado francés, oficial de la guardia real, el cual por razón de cierta herencia habida de una tía suya casada en Alicante, permaneció en España más tiempo que el ejército, lo bastante para poner en claro la testamentaría (cosa que no es tan fácil como parece), y con este motivo, y siendo ademas de un natural amable y amigo de la sociedad, hizo relación con muchas personas de todas clases, que le recibían en su casa con la mayor complacencia. Las aventuras particulares de este francés son cosa de que más de una vez he querido hacer partícipes a mis lectores, y que servirían ahora de clave para entender mejor este discurso; pero como de esas cosas me faltan que decir y hallarán su colocación cuando menos se piense. Mas contrayéndome por ahora al objeto del día, sólo diré que acercándose el fin de aquel año, y deseando mi parisién corresponder con aquellas personas a quien debía obligaciones o amistad, de un modo relativo a su clase y circunstancias, consultó conmigo sobre les étrennes que debería regalar; y como él desconfiaba de saber hacer por sí las compras, vino a proponerme sus intenciones, a saber:

En primer lugar, a cierto personaje a quien él debía singular protección y benevolencia, le destinaba una primorosa colección de clásicos de la literatura francesa; a una señora, cuya influencia le había servido de notable recomendación, le ofrecía un precioso artificio de pájaros disecados sobre flores y frutas trabajadas en cera; a su abogado defensor, dedicábale una caja de ébano que contenía los códigos franceses o ingleses; al agente de sus negocios, le brindaba un semanario con registro de agenda para todos los días del año; a la esposa del escribano, media docena de cuadros copias de Vernet, con sendos marcos de relumbrón; y por último, a la causa de su tormento, un primoroso libro encuadernado en mosaico, que contenía las poesías más sentimentales de Lamartine.

No pude dejar de sonreírme al escuchar tales propuestas; mas sin replicar una palabra, parecí conformarme con su idea y me encargué de la compra.

Por supuesto, pueden venir en conocimiento mis lectores de que en vez de dirigirme a fábricas y librerías, hice rumbo hacia los portales de la plaza y calle Mayor, tocando empero al paso en ciertas tiendas de ultramarinos adonde sabía poder encontrar lo necesario para mi objeto. Y verificados que fueron mis ajustes, torné a mi casa, donde ya me esperaba el oficial con seis o siete cartas redactadas en el ínterin, cuáles en prosa a la Chateaubriand, cuáles en verso a la Víctor Hugo, y todas alusivas a los diferentes objetos que remitía. V. gr., empezaba la del personaje: -«La voz de la sabiduría busca los oídos del sabio; permitid, señor, a los autores clásicos de nuestra literatura que vayan a acogerse bajo la superior inteligencia de V.» -Y en esto entraban ya por la sala tres mozos cargados con seis barriles de Peralta, Pedro Jiménez, Manzanilla y otros diferentes autores.

Seguía la de la dama diciendo:


Símbolo de ternura y de amistad
Ellos, señora, al dirigirse a ti,
De un corazón sensible a tu bondad
La gratitud expresarán por mí.

Y a este tiempo ocuparon la sala media docena de pavos y otra media de capones cantando un tutti parecido al final de un primer acto.

Empezaba la del abogado diciendo: «La ley de todas las naciones...», y sin dejarla proseguir le presentó un precioso bolsillo que contenía una cincuentena de escudos.

Proseguía la del agente: «Trescientos sesenta y cinco días bien empleados...» y a este tiempo hice sacar de las alforjas del conductor treinta docenas de chorizos; pero éste me hizo ver que me había equivocado en la cuenta, pues faltaban cinco piezas para todo el año. Venía después la carta de la mujer del escribano, y lo mismo fue ver que se hablaba en ellas de cuadros, que al instante hice salir una colección de ellos capaz de guarnecer la más amplia despensa. Por último, al prorrumpir con la carta de la querida en la mano: -«¿Qué podré yo dedicar a la virgen de mis primeros amores que reúna en más alto punto la sensibilidad y el gusto más delicado?» «Una caja de mazapán de Toledo», exclamé yo con entusiasmo, poniéndola sobre la mesa.

Hasta aquí pudo llegar el sufrimiento de mi buen francés, el cual, saltando en medio de la sala, y con voz estentórea, apoyada por el bajo continuo de las pavos, exclamó. -¿Cómo? ¿qué es esto? ¿usted pretende ponerme en ridículo? -Nada menos que eso, amigo mío, le contesté yo con gran calma; antes bien trato de evitársele a V.; además, que yo creo haber cumplido con sus instrucciones. Usted me encargó una colección de autores clásicos, ¿y no lo son Pedro Jiménez y demás? -Unas aves disecadas, ¿pues qué les falta a esas para serlo? -Un código de leyes; yo le ofrezco un bolsillo lleno. -Un semanero; ¿y cuál más a propósito que una cuelga de chorizos? -Una colección de cuadros; ¿y no lo son también los del tocino? -Una obra de ingenio; pues bien, según mi dictamen, pienso que lo es una caja de mazapán.

Pero dejando a un lado las chanzas, amigo mío, ¿parécele a V. que estamos aquí en París? ¿o piensa que en circunstancias semejantes nos pagamos por acá de libros y de monadas? No; si no, eche V. un pedazo en el puchero, y verá qué caldo sale. Nada de eso, no, señor; todas esas son ideas románticas que aquí no pegan, porque nosotros (a Dios gracias) estamos por el género clásico. Esas obras y artefactos son muy santos y muy buenos, sí, señor; pero no podrían sacar a un hombre del apuro del día, y así lo agradecerían los regalados como por los cerros de Úbeda. Y si no, véngase un par de horas por esas calles de Dios, y verá cómo todos piensan de ese modo; recorra V. esas confiterías, y observarálas preñadas de obeliscos y templetes (pruebas felices de nuestra arquitectura); verá en las diversas piezas de dulces y mazapanes la imitación de la naturaleza tan recomendada por los artistas; desengáñese V.; éstos y no otros cuadros necesitamos en nuestras galerías. ¡Estatuas, pinturas, producciones raras de los tres reinos! ¡Bravo! Asómese V. a ese balcón y veralas cruzar en todos sentidos, pero sólo del reino animal y algunas pocas del vegetal, para la colación de Noche buena: en cuanto a piedras ¡fuego! cómaselas quien las quiera. Mire V., mire, V. todos esos mozos qué cargados van, pues todo lo que llevan es producto de nuestras fábricas. Vea V.; chocolate... longanizas... confitura... turrón... ¡y luego dirán que no hay industria! Pero acabemos de una vez; venga usted conmigo, y observe lo que sea digno de observar. Y no hubo más, sino que, agarrándole del brazo, di con él en medio de la plaza Mayor.

Pasmado se hallaba el bravo oficial al considerar toda aquella provisión de víveres capaz de asegurar a la población de Pekín, y bien que acostumbrado al redoble del parche o al estampido del cañón, todavía se le hacía insoportable el espantoso clamoreo de los vendedores y vendedoras de dulces y frutas; el pestífero olor de los besugos vivitos de hoy; el zumbido de los instrumentos rústicos, zambombas y panderos, chicharras y tambores, rabeles y castañuelas; el monosílabo canto de los pavos y las escalas de las gallinas, que atados y confundidos en manojos cabeza abajo, pendían de los fuertes hombros de gallegos y asturianos; el rechinar de las carretas que entraban por el arco de Toledo henchidas de cajones, que en enormes rótulos denunciaban a la opinión pública los dichosos a quienes iban dirigidos; la no interrumpida cadena de aldeanos y aldeanas, montados en sus pollinos, que se encaminaba a las casas de sus conocidos de la corte a pasar las pascuas a mesa y mantel, en justa retribución de una alcantarilla de arrope o una cestita de bollos que traían de su lugar: el eterno gruñir de los muchachos, cuál porque un mal intencionado le había picado el rabel, cuál porque un asesino le había llevado de un embrión entrambas piernas del pastor del arcabuz, o de la charrita de Belén; y en fin, el animado canto de los ciegos que entonaban sus villancicos delante de las tiendas de beber.

-¿Cómo (exclamaba el extranjero), y es ésta la nación sobria y taciturna? -Eslo sin duda, pero dulce est disipere in loco, y algún día en el año habíamos de hacer traición a nuestro inevitable puchero y nuestra eterna prosopopeya. -¿Mas cómo puede llegar a consumirse toda esta provisión, que parece destinada a sostener un sitio de cuatro meses? -Yo le diré a usted. Dedicándose todos a la gastronomía durante las vacaciones; reproduciéndose casi todos los días los convites de familia; poniéndose unos a otros en contribución de aguinaldo para sostenerlos; aumentándose notablemente la población de Madrid con el refuerzo de los lugares circunvecinos, y dando rienda suelta para comer y cenar a soldados y muchachos.

¿Y en tales momentos pretende V. que se aprecien los obsequios que V. preparaba? No, amigo mío, sea V. romano en Roma, expida desde este central depósito aves y turrones; omita el acompañarlos con elegantes misivas; que si ellos fueren de ley, ellos hablarán por V., y si son malos, todas las epístolas de Cicerón no bastarían a hacerlos buenos. Recorra después las casas de los obsequiados, y verá que toda la alegría del licor malagueño se ha trasladado a los semblantes, y toda la dulzura del mazapán se ha comunicado a los labios.

(Diciembre de 1832.)