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ArribaAbajoValor sereno y abnegación heroica

Leemos en un periódico:

«Dicen de Galicia que al llegar a Bamio uno de estos días el tren descendente, notó el maquinista D. Juan Brayant un bulto sobre la vía, que al pronto creyó ser un perro; pero luego se convenció, a medida que el tren avanzaba, que el bulto en cuestión era un niño de corta edad. Sus primeros esfuerzos dirigiéronse a detener la marcha del tren, pero en vano; el tren seguía caminando, y si bien pudo disminuir su velocidad, era inminente, sin embargo, la muerte del niño. En trance tan supremo, el maquinista D. Juan Brayant confía al fogonero su puesto, y sin reparar en el riesgo que corría, se arroja de un salto al suelo, corre desalado, adelanta al tren y logra arrancar de los brazos de la muerte a la tierna criatura, en ocasión en que la máquina estaba ya a menos de un metro de distancia de ella, la cual entregó a su consternada madre, que con otros vecinos acudieron y presenciaron tan heroica acción.

»Al arrojarse al suelo recibió el Sr. Brayant una fuerte contusión.»

En medio de la pestilente atmósfera moral en que vivimos, aspirando de continuo emanaciones que contristan, afligen, irritan, desesperan, y recibiendo influencias que según el que la recibe hacen más o menos mal, pero hacen siempre mucho, una acción como la de D. Juan Brayant es como brisa refrigerante en frente abrasada, como agua pura en labios sedientos, como antídoto contra el veneno que se respira. Salvar a un pobre niño que iba a perecer es mucho, salvar a la madre del dolor inexplicable de verle aplastado por la máquina es más; pero no es éste el solo bien ni el mayor que ha hecho el Sr. Brayant, al elevar tanto el nivel moral, que puede decirse hasta aquí puede llegar el hombre. Estos ejemplos no son de los que se siguen, ya lo sabemos, pero son de los que se admiran, de los que ennoblecen a la humanidad y la enseñan y la consuelan. Al lado de tantos como escarnecen la virtud o la niegan, afirmaciones heroicas como la que admiramos hacen un bien inmenso.

Al decir admiramos, no es por contagio con el lenguaje hiperbólico de la época, que tantas veces acumula adjetivos para encarecer lo que apenas es digno de mención, si acaso no merece censura; gracias a Dios hemos conservado nuestra admiración tan sólo para lo que es admirable, como el hecho que nos ocupa. En él, además de aquella compasión que casi puede llamarse infinita, puesto que impulsa a poner en inminente peligro la vida propia para salvar la de un desconocido, hay una serenidad para apreciar todas las circunstancias y emplear los medios, que apenas parece compatible con la conmoción piadosa, pero muy profunda, que debe sentir un hombre en quien calla el instinto de conservación para que hable sólo la voz de la humanidad.

¿Y este hecho quedará olvidado en las columnas de un periódico? ¿No se hará notorio por justo general homenaje de justicia? Galicia, en cuyo suelo se ha realizado acción tan heroica, ¿la verá pero como quien no la comprende ni la aprecia?

¡Quién sabe! Nosotros, los últimos en poder, 108 primeros en querer que se haga justicia a todos los merecimientos, haremos lo único que está en nuestra mano hacer, rogando a los lectores de La Voz de la Caridad que pronuncien, con tanto amor y respeto como le pronunciamos, el nombre de D. Juan Brayant.

Gijón 12 de Agosto de 1880.




ArribaAbajoHasta que venga la justicia

Nosotros hemos visto en un paseo público de Madrid, donde por ser día festivo era grande la concurrencia, caer un hombre arrojando sangre en abundancia por la mortal herida que tenía en el pecho, sin que nadie se acercara a socorrerle, hasta que pasó una persona que no tenía miedo a la justicia. Hemos sabido que no hace mucho en una calle de Madrid estuvo muchas horas sin recibir socorro alguno un herido; dijo que estaba muerto un agente de orden público, y aunque él no era competente para juzgarlo, máxime siendo de noche y la calle mal alumbrada, no se le llevó a la Casa de Socorro; cuando al fin vino el juez, levantó, en efecto, un cadáver. Sabemos hoy que una mujer que se ha despeñado, no lejos del lugar donde escribimos, ha estado cuarenta y ocho horas sin que nadie se acercara a ella hasta que el juez levantó el cadáver. De la tardanza en esta diligencia judicial no nos quejamos, porque no sabemos si han mediado circunstancias que la hicieron inevitable; lo que combatimos es el error, la inhumanidad y la injusticia que aleja de un herido a los que pueden y deben socorrerle.

Primeramente hay que combatir el error. ¿Por ventura no existe más que la justicia penal? ¿La justicia tiene que venir con un juez, con un escribano, con un guardia civil, y, según los casos, con un alcalde, un cabo de vara o un verdugo? Si no viene con este desgraciado acompañamiento, ¿no es justicia? ¿El juez no la administra cuando determina el derecho de cada uno sin necesidad de fuerza armada, presidio ni cadalso?

La justicia que urge más a un herido es la que restaña su sangre, y el magistrado que la administra es cualquiera que puede restañarla, y que, sea quien fuere, tiene el deber de socorrerle y el derecho de no ser inquietado por ello. Es un error inhumano el que aleja del herido hasta que viene la autoridad, consecuencia del absurdo que supone que lo primero es el delito y lo segundo o lo último la desgracia; que castigar al agresor es lo esencial, y socorrer a la víctima lo accesorio. Con ideas tan equivocadas no puede haber acciones equitativas. Es necesario comprender, y que comprendan todos, que lo más urgente que necesita un herido es curarle; que si no pueden venir a un tiempo, que acuda el médico antes que el juez, y que el primero que le ve y puede prestarle algún auxilio, es el primer magistrado de la justicia social, que debe llegar en forma de socorro antes que de juicio y pena.

Para que este cambio se verifique en la opinión, es preciso que los tribunales, muchos al menos, varíen en su modo de proceder, y que todos reciban instrucciones terminantes, en virtud de las cuales no molesten a las personas honradas que se acercan a socorrer al que ha menester socorro, y no conviertan un acto de humanidad en un compromiso: en general no le hay; tenemos de ello algunas pruebas; pero con que en algunos casos exista, basta para que se tema en todos y que resulte este contrasentido, que ha pasado al lenguaje usual, que se tema a la justicia. Y como la justicia es de desear y no de temer, lo que se teme es la injusticia, permanente sin duda y generalizada, cuando ha llegado a ser proverbial.

Teniendo tan hondas raíces la preocupación inhumana que combatimos, convendría atacarla, no sólo con instrucciones dadas a los tribunales y la práctica de éstos, sino por medio de la asociación de personas que se obligaran a socorrer a los heridos de cualquier modo que lo fuesen. Esta obligación constituiría para ellos una garantía, porque el asociado con el fin de dar socorro no sería sospechoso al tribunal. Claro está que el compromiso que se adquiría con los consocios lo tiene o debe tenerlo todo hombre honrado consigo mismo; pero claro está también que, cuando el deber se hace difícil, muchos han de faltar a él, y que, cuando el mal toma tanto cuerpo y hace tan fuerte empuje, es natural y necesario que los, hombres se reúnan para contrarrestarle.

Gijón 22 de Septiembre de 1880.




ArribaAbajoNo hay camas

Esta respuesta recibían en el hospital de la Princesa de Madrid los conductores de cuatro camillas, en que iban dos mujeres y dos niñas heridas gravemente, una muy grave: se les había hecho la primera cura en la Casa de Socorro de la calle del Pez, adonde volvieron y quedaron, por haber declarado los médicos que, dada su gravedad, no podían llevarse sin mucho daño y peligro, al Hospital General. Tal es el hecho que hemos visto publicado sin comentarios, que probablemente habrá parecido cosa natural y sencilla, que no habrá motivado ninguna determinación para que no se repita, y que en nombre de la humanidad y de la justicia debía exigirse que no se repitiera.

Primeramente ocurre la duda de si, además de camas, faltó en el de la Princesa alguna cosa que es deplorable no hallar en un hospital, máxime estando asistido por Hermanas de la Caridad; pero, resuélvase el ánimo por la afirmativa o por la negativa, o quede suspenso, no cabe dudar que es preciso y fácil evitar que se repitan hechos como el que tristemente recordamos. ¿No se ha de poder ni deber hacer nada para que los pobres heridos no tengan aumento de dolores y de peligro en ese vía crucis que indebidamente se prolonga, ni para evitar a su espíritu la impresión que debe producirles ver cerrada la puerta de un hospital? ¿Qué pasaría por el alma de esas míseras, cuyas inocentes hijas no hallaban una cama para su cuerpo ensangrentado? ¿Qué pasaría en el alma de esa niña, herida por su padre, que necesitaba una compensación de amor, y era despedida de un establecimiento benéfico por una determinación que, aunque fuese necesidad, debió parecerle indiferencia? ¡Momentos terribles, en que el ánimo se exalta, en que el cuerpo desfallece y en que deben evitarse a toda costa dolorosas excitaciones!

Cuando en un hospital no haya camas, que lo ponga en conocimiento de las Casas de Socorro, al menos de las más inmediatas. Es una cosa fácil, un deber de humanidad que puede hacerse legal, y un medio seguro de que a los heridos, aunque sean graves, no se les cierren las puertas del hospital diciendo: «No hay camas.»




ArribaAbajo¡Pobres niños!

En un rincón de la clínica, rodeada de jóvenes e ilustrados alumnos y bajo la sabia tutela de un inteligente profesor, he visto el sábado por la mañana, inmóvil, exánime, ininteligente, y en gravísimo estado, una infeliz criatura.

No es semejante espectáculo cosa nueva en un hospital donde diariamente se renuevan los enfermos y donde acude una generación llena de briosos ánimos a emprender la más difícil y la menos respetada de las profesiones liberales, pues gracias al reciente acuerdo del Consejo de Instrucción pública de la nación, la ciencia médica española va a ser tan considerada en el mundo científico como la curandería de Zululand.

Volvamos, empero, a la cama donde yace el desgraciado enfermito. El catedrático ha diagnosticado una meningitis, palabra que seguramente hará temblar a más de una buena madre.

La desgraciada criatura a que aludimos quizá no la conoció jamás, pues procedía de un asilo cuyo solo nombre sirve de correctivo a los muchachos rebeldes; asilo que todos los madrileños miramos con amor, pues no pueden verse sus extensas cuadras y sus espaciosas dependencias, pobladas de una multitud de desgraciados o inocentes huérfanos, sin que acudan copiosamente las lágrimas a los ojos.

Rige aquel instituto en nombre de la provincia una al parecer celosa Diputación; debe velar por la salud y educación de tanto desvalido un personal inteligente, rebosando amor hacia esos hombres del porvenir; y sin embargo, ha habido una persona -la pluma se resiste a escribirlo-, ha habido un monstruo de crueldad que dura y terriblemente maltrató al pobre niño del hospital, quizá porque el llanto o los gritos debidos a los albores de la gravísima enfermedad que hoy le aqueja, interrumpieran el silencio reglamentario o simplemente molestaran al verdugo. Tal es, al menos, lo que puede suponerse provocara tan brutales golpes, ocasionados, sin duda, con la hebilla de una fuerte correa, a juzgar por varias heridas que existen en diferentes partes del cuerpo, especialmente las piernecillas.

Tiene unos ocho años; entró el día 12 en la clínica, y desde entonces no ha recobrado el conocimiento. Tan sólo al ser curado por los dignos alumnos internos exclama: ¡AY MADRE! esa frase del corazón que equivale a un poema y que nos hizo llorar -no tengo vergüenza en decirlo- a todos los que por nuestra desgracia hemos perdido la nuestra. Si Juan (que así se llama el niño) no la conoció, ¡qué grande es ese ay del alma y cuán dolorosas consideraciones inspira!

Habrán de perdonar los lectores lo desordenado de estos renglones; pero se trata de un hecho gravísimo, y en tales casos, ante un peligro próximo, débese acudir sin vacilaciones a agitar esa gran campana de auxilio y alarma de las naciones cultas, llamada prensa periódica.

Nos consta que el profesor de la sala elevará su denuncia a la superioridad, lo cual habla muy en favor de la nobleza de sus sentimientos; es de esperar que un expediente, esta vez rapidísimo, se forme y se castigue con la mayor severidad a esos guardianes de mala ley, que por las muestras parecen capataces de presidios españoles.

Sean, pues, estas líneas una solemne denuncia del hecho a ese tribunal inapelable formado por la caridad y la opinión pública. Ya en estas columnas se ha defendido al niño abandonado; pidamos hoy protección también para ese otro infeliz niño asilado.

Porque no basta hacer copiosas limosnas y ricos donativos; es preciso vigilar atentamente la vida de esos establecimientos, que en todo país ilustrado están regidos por personas de especialísimas condiciones.

Ya lo hemos dicho en un modesto libro, y con esto terminamos:

«La dirección de todos los establecimientos benéficos, en una palabra, de los palacios de la caridad, corresponde por derecho propio a la ciencia, y no debieran darse tan delicados puestos a quienes desconozcan las bases de la educación de la infancia y no se sientan animados de una caridad parecida, si no igual, a la del sublime autor de la frase divina y amorosa:

«Dejad o los niños que vengan a mí.»

»No deben olvidarse los directores, las diputaciones y las juntas todas, que tienen entre sus manos el porvenir de miles de seres que han de formar parte de la sociedad.

»¡Ay de ellas si se ha descuidado la crianza y educación de tantos infelices, y en lugar de impulsarles hacia la senda del trabajo, les han dejado recorrer el enmarañado laberinto de la vagancia acompañados del vicio!

»Más tarde el crimen les abrirá las puertas de ese aterrador cementerio de la honradez llamado presidio, y ¡quién sabe si apoyados en la miseria o en la demencia ascenderán las gradas de ese trono de infamia y muerte donde diariamente muchas naciones se suicidan en nombre de la ley!

»De todos modos... ¡pobres niños! -T.

»16 Octubre 1880.» (De El Liberal.)

Si los hombres han llorado al ver ese cuadro, las mujeres ¿podemos pensar en él sin lágrimas? Lágrimas que hoy caerán sobre un sepulcro, porque Juan descansará ya en la inmensa tumba de la fosa común. La terrible enfermedad llamada Herodes de los niños no le habrá perdonado, y cubrirá la tierra su cuerpo con las heridas aún no cicatrizadas que recibió en la casa de Beneficencia. Lloramos; ¡cómo no llorar pensando en tan desdichada inocente criatura! Pero ¿es su muerte lo que debemos llorar? ¿No ha sido mejor para él ir al campo santo que volver al Hospicio? ¿No le vale más yacer en brazos de la muerte que estar en manos de su verdugo? Y ¿quién es su verdugo? El que inmediatamente ha desgarrado las carnes de su cuerpecito, se llamará con un nombre cualquiera, un nombre abominable que las personas honradas pronunciarán con horror, un nombre que autoriza a sus hijos para no llevarle, aunque no debe tener hijos él y será mejor que no los tenga. Pero los animales, cuya mordedura es venenosa, necesitan para vivir y morder ciertas condiciones exteriores; los perversos también están en armonía con el medio social donde ejercitan su maldad. ¿Es posible que en una casa donde haya la caridad que debe haber en un establecimiento benéfico se maltrate a un niño del modo que lo ha sido el que en la clínica llamaba a su madre? Al menos allí no la llamó en vano, porque le respondían con lágrimas: también la llamaría cuando le azotaban con cuero y hierro, menos duro que el corazón del que le hería sin piedad; pero su voz dolorida no encontró eco. Es un monstruo, se dirá. ¡Oh! Peor que un monstruo; es un régimen, porque aléguese lo que se alegue, y pruébese lo que se pruebe, jamás creeremos, ni creerá nadie que entienda de estas cosas, que puede llegarse a tanta crueldad sin un sistema de dureza. No: en una casa verdaderamente benéfica en que se trata a los niños con dulzura, no puede haber una fiera como la que execramos; no puede ocurrir ni la idea de hacer lo que ha hecho, y si por locura o arrebato lo hiciera, habría sido llevada al manicomio o entregada a los tribunales, antes o tan pronto como su víctima entró en el hospital.

A los tribunales decimos; nada de expediente, que saben todos cómo se cubre. El señor juez del Hospicio tiene ocasión de desplegar un celo que aplaudirán todos los que tengan entrañas, y la Sociedad protectora de los niños puede prestarles el mayor servicio que hasta aquí les ha hecho. Le rogamos encarecidamente que se muestre parte y que acuse al que ha maltratado al niño enfermo. Juan es un individuo y una clase; en él se violó el sagrado de la desgracia y de la inocencia; en él las defenderán pidiendo justicia. No basta compadecerse, indignarse, clamar un momento; no, es preciso promover el proceso, seguirle con inteligencia, con perseverancia, con energía, porque podría suceder que hubiese mucho interés y muchos medios de ocultar la verdad. Su esclarecimiento es de gran importancia, y, lo repetimos, investigarla en el asunto de que se trata sería uno de los mayores servicios que pudieran prestar a la infancia desvalida los que se han impuesto la bendita misión de ampararla. Cuentan con un auxiliar poderoso que pocas veces se encuentra. Cuando un desvalido es víctima de una maldad, es raro que haya quien la denuncie; el egoísmo encuentra mil razones para callar, y debe convenirse en que no lo faltan pretextos en un país como el nuestro. Pero se trata de un delito que tiene generosos denunciadores; el profesor clínico estaba resuelto a ponerle en conocimiento de la autoridad, y se lo ha revelado al público en su sentido y conmovedor artículo el Sr. T. Su proceder merece ser aplaudido y debe ser imitado, y el sentimiento de justicia y conmiseración que los impulsó, esperamos que no hallará insensibles a los especiales amigos de los niños. Bien se ve que necesitan protección, y mucha, dentro de los asilos benéficos; bien se ve que allí se los puede maltratar horriblemente sin que se altere el orden de la casa; bien se ve que han menester tutela más eficaz, patronos más activos: ¡que puedan hallarlos!

Y tú, pobre Juan, hijo mío, personificación dolorida de la desventura, representante infeliz de los huérfanos miserables, ya descansarás de tu breve pero fatigosa existencia; ya habrás encontrado a la madre que llamabas atribulado, si partió antes que tú de esta vida de dolores; ya el Padre celestial te habrá recibido en su seno, y comprenderás el misterio impenetrable a los grandes pensadores, el dolor de la inocencia. Descansa entre tantos desventurados como encierra la fosa común, y que te sea leve la tierra, hacia la cual se vuelven corazones amantes y ojos que te lloran.

Gijón 22 de Octubre de 1880.




ArribaAbajoSociedad española de salvamento de náufragos

¿Habéis visto alguna vez un barco en el mar, que hace señales de hallarse en gran peligro? ¿Habéis oído el cañonazo que pide socorro? ¿Habéis formado parte de esa multitud que cubre el puerto o la playa, que palpita, que teme, que espera, que llora, que se estremece, que por intervalos está inmóvil como las rocas donde se estrellan las olas, o como ellas se agita? ¿Habéis sentido el silencio angustioso cuando la nave parece próxima a sumergirse, el gemido prolongado cuando aquel punto negro deja de verse entre la rompiente? ¿Habéis recibido la impresión, que no se borra jamás, producida por un grupo de mujeres y niños a quienes la muchedumbre apiñada abre paso con respeto compasivo, y que mirando al mar gimen: -¡Mi padre! -¡Mi hermano! -¡Mi marido! -¡Mi hijo!

De los que lean estas líneas, pocos habrán visto semejante conmovedor espectáculo; pero todos pueden comprender que hay en él terribles dolores, y no queremos pensar que ninguno sea indiferente a ellos, y pudiendo, no haga nada para evitarlos. Si en la playa y a la vista de un barco cuyos tripulantes van a morir, y es dado salvar con dinero, se pidiera al pueblo que los contempla una limosna, ¿habría alguno que la negase? No, nadie; y todos se agolparían a ofrecer su moneda de oro o de cobre, y el que moneda no tuviese daría una parte de su único vestido.

Y ¿por qué los mismos que se conmueven en presencia de la desgracia son tan indiferentes a la idea? Porque es muy común, en España sobre todo, que la compasión esté en estado de instinto; tiene generosas espontaneidades, fuertes impulsos a veces, pero le falta cordura, perseverancia, firmeza y aquella autoridad que llevan consigo los mandatos del deber. Las impresiones instintivas, cuando no se refieren a la necesidad, o al deseo del que las experimenta, suelen ser fuertes, pero pasajeras; el servicio que no es debido se suprime sin escrúpulo, y de veleidad en error, y de error en absurdo, se viene a calificar de voluntario lo que es obligatorio, y en que no cause rubor lo que es vergonzoso. Deber es no dejar morir a hombres que pueden salvarse; vergüenza que nuestras playas parezcan desiertas para el que busca en ellas un pueblo civilizado y cristiano; oprobio que España esté por debajo, muy por debajo, de Turquía para el socorro de los náufragos, y dolor que el marino que lucha con la mar brava de nuestras costas piense que, como las rocas en que rompe, deben ser duros los hombres que no acuden en su auxilio, cuando por falta de él muere. Y ya no queda el recurso que empleó el gran poeta para disculpar nuestras durezas de otros días, diciendo:


«Crimen fueron del tiempo, no de España.»



No; la grave falta de que tratamos no es del tiempo, sino nuestra; las demás naciones ofrecen ejemplos que no seguimos; en sus playas dan a nuestros marinos auxilios que no prestamos a los suyos, y hasta los sectarios de Mahoma socorren a los náufragos mejor que esta España, donde tantas veces se invoca el nombre de Cristo para profanarle. Es hora de salir de situación semejante, o dirán que encendemos faros en nuestras costas para que hagan con su luz más patente la crueldad ignominiosa con que abandonamos al que lucha con la tempestad. Sí, hay ignominia en la falta de cumplimiento del deber, de correspondencia a los beneficios, de consuelo a los dolores.

Es ignominioso que en uno de los primeros puertos del Mediterráneo, estando a la vista un barco español en grave peligro, no acudieron españoles a socorrerle, y los manes de Roger de Lauria han debido estremecerse de dolor y de vergüenza al ver que fueron extranjeros los que se lanzaron al mar y salvaron la vida de los hijos de España.14

¿Por ventura no hay en nuestra patria hombres valerosos? ¿Se extinguió la raza de aquellos catalanes y aragoneses que fueron terror y admiración de turcos y griegos? ¿No hay ya quien sepa alcanzar los laureles de Lepanto o la palma del desastre glorioso de Trafalgar?

Nuestra gente de mar no ha degenerado; ni valor ni caridad le falta, como lo prueban tantos premios dados por soberanos extranjeros a su esfuerzo y abnegación, y tantos merecidos en la patria, que no siempre los da. Investíguese en puertos y costas, y se sabrán nombres ignorados que debían recordarse con amor respetuoso, y hechos que por heroicos admiran y por olvidados afligen. ¿Qué falta, pues?

Falta organización, medios materiales, voluntad ilustrada y perseverante, trabajo inteligente, dinero. Sí, falta dinero, y horroriza que cuando tanto se malgasta, y cuando tanto se tira, y cuando tanto se lleva o se deja ir a donde es peor que si se tirase, perezcan hombres que, mediante algunas monedas, hubieran podido salvarse. En comprobación de esta verdad pueden citarse muchos casos: citaremos uno, por constarnos que es reciente.

Era una deliciosa tarde del último otoño, y la temperatura suave, la mar bella, la atmósfera en calma, no inpiraron confianza a muchas lanchas y botes que pescaban cerca de Gijón y reinaban presurosas hacia el puerto. Gran dicha fue que lo tomaron poco antes de desencadenarse un viento furioso que justificó la previsión de sus tripulantes. ¿Estaban todos en salvo? No, faltaban un niño y un hombre, viejo piloto, valeroso y exporto marino, de nombre León, y como León luchaba con el viento y con el mar. Pero ¿de qué valían su pericia y esfuerzo en un diminuto bote y con tan débil compañero? Veíasele distintamente desde el puerto maniobrar con serenidad y acierto; la vista de águila de los marineros apreciaba su destreza, medía su peligro creciente, y los hubo de tan noble corazón y heroico esfuerzo, que resolvieron, con grave peligro de su vida, salvar la de aquéllos que indudablemente perecían si no se les daba socorro. Se lanzan a una lancha, toma el práctico el timón, los marineros los remos. Pero una voz dice: -¿Quién responde de la lancha si se pierde? Otra: -¿Quién nos mantiene esta noche en Tazones?.15 Las preguntas se quedan sin respuesta; las vidas se arriesgan, la hacienda no; aquellos hombres tienen heroísmo, pero no tienen qué comer; vacilan, dudan, pierden algunos minutos, y como hay que aprovechar los instantes, la oportunidad pasa, y ya no es posible intentar nada. Al día siguiente se ve flotando un timón, al otro aparece un bote, el hombre y el niño no se han visto más; para salvarlos no faltó valor ni virtud; no faltó caridad sublime ni esfuerzo levantado: faltó dinero. ¿Y está aquel pueblo tan falto de humanidad y tan sobrado de codicia que deja perecer a sus hijos por no dar algunas monedas? No, no. Apresurémonos a decir que no, en honor suyo y de la verdad. En Gijón había, no una, sino muchas personas que hubieran respondido del valor de la lancha, que hubieran pagado muchas cenas y muchas comidas por salvar a los que perecían, pero no estaban en el muelle, y cuando supieron la desgracia ya estaba consumada; doliéronse de ella, pero se dolieron en vano, porque las de esta clase no se remedian si no se prevén muy anticipadamente.

Pero no es esto sólo. Allí, a pocos metros de esa lancha que no prestó auxilio porque no había quien respondiese de su valor, estaba un bote salvavidas, pero en un almacén, y era y es propiedad del Estado; allí está sin que nadie disponga de él, ni le use, ni le quiera; allí está como faro sin luz, como cuerpo sin alma.

Los náufragos perecieron por falta de auxilio, cuando había embarcación a propósito para dársela y hombres que espontáneamente se arriesgaban a tripularla, y otros que no regateaban, crueles y villanos, el precio de dos vidas, y hubieran dado más dinero que el necesario para salvarlas. ¿Qué faltó, pues? Faltó lo que decíamos más arriba. Faltó organización, perseverancia, voluntad firme, trabajo inteligente; faltó y falta que la compasión instintiva sea razonada, y que al sentimiento de piedad se una la idea del deber. Y este deber alcanza a todos, cada uno en la medida de sus medios. La mujer no está obligada a luchar con las olas yendo en auxilio de los náufragos; pero sí a combatir la indiferencia con que se mira su suerte, y a procurar que sea menos desdichada el filósofo, el artista, el poeta, por todos los medios que el razonamiento, el arte y la poesía les dan para convencer y persuadir a los hombres.

Cuando hay un reo de muerte, aunque sea un gran malvado, es general el deseo de que alcance gracia, y muchos se esfuerzan por conseguirlo. ¡Qué contraste ofrece semejante interés y la indiferencia con que se miran los honrados marineros que bien puede decirse están en capilla, puesto que el formidable verdugo que se llama mar tempestuoso es seguro que los matará por miles! Sólo de Inglaterra inmola ocho cada día. ¿Diráse que el mal es inevitable? En parte sí, en parte no, y el que puede evitarse no es tan pequeño, ni poco cargo para la conciencia del pueblo que no lo remedia pudiendo. La Sociedad Francesa de Salvamento ha salvado 1.800 náufragos, la Holandesa, 2.000; la Dinamarquesa, 3.000; la Noruega, 900; la Inglesa, 17.424; la de los Estados Unidos, sólo en el año 1878, ha socorrido 171 buques, salvándose 1.331 tripulantes. Estos números prueban la eficacia de los medios de salvamento, son alabanza de los países en que se emplean, y vituperio de aquellos que miran la suerte del náufrago con cruel indiferencia o estéril compasión.

España tiene ya constituida la Sociedad de salvamento de náufragos, pero es necesario no dejar aislados los esfuerzos de las personas que con fe trabajan para darle vida. Esta vida no puede venirle sino del sentimiento general, de la opinión, de los esfuerzos reunidos, que utilizando los medios individuales se imponga a los poderes públicos para que cumplan deberes a que hoy faltan.

Con este número de La Voz de la Caridad se distribuyen las invitaciones, a que esperamos respondan con una limosna todos los que puedan darla.

Habiéndosenos manifestado alguna duda, hacemos la siguiente aclaración. Los donadores, no sólo pueden hacer un donativo por pequeño que sea y una sola vez, sino comprometerse a dar cada mes, cada trimestre, cada año, una cantidad que, aunque les parezca insignificante, será muy agradecida y muy útil.

Si aquellos de nuestros lectores que tienen costumbre de dar limosnas, por nuestra mano quieren continuarla, nos encargaremos gustosos de recaudar las que nos envíen para los náufragos y remitirlas a la Sociedad de salvamento. Dicen que los habitantes de tierra adentro se olvidan o no compadecen al que navegando arriesga su vida o la pierde; pero ni indiferencia ni olvido se comprende cuando un alfiler, una aguja, un poco de azúcar o de algodón, el tabaco que con tanto gusto se convierte en humo, recuerdan en todas partes el mar por donde ha venido, y el pobre marinero que ha luchado con las olas y tal vez ha muerto por traer aquellos objetos. Y aunque así no fuese, los corazones compasivos y las conciencias rectas no necesitan estos auxiliares materiales para salvar distancias y tiempos y hacer justicia, y desde lejos compadecer y consolar.

Antes de rehusar nuestra cooperación al socorro de los náufragos, pensemos que en este caso la limosna puede ser la vida, y la indiferencia la muerte. ¿Quién rehusará?

Madrid, 25 de Febrero de 1881.




ArribaAbajoAsociación general para la reforma penitenciaria en España

Al fin se ha constituido en Barcelona la Asociación cuyo título encabeza estas líneas. Deseada primero por nosotros con ansia, saludada después con efusión, la acogemos cordialmente hoy que dispensa a La Voz de la Caridad el honor de que sea su órgano oficial. Periódico más autorizado quisiéramos para que apoyara su noble propósito y generalizase su humanitario pensamiento; pero ya que nos asocia a su obra, que es la nuestra, al ofrecerle sus columnas nuestra Revista, asemejará a la honrada matrona que recibe al huésped bien venido a su modesta vivienda, y procura suplir con solicitud afectuosa el lujo y comodidades que no puede ofrecerle. Recordando las palabras del Apóstol, y teniendo que variarlas a medida de nuestra pequeñez e impotencia, diremos a la nueva Asociación: Prestigio y poder nos falta; te damos lo que poseemos; levántate y anda, y Dios te dé fuerza para vencer los muchos obstáculos que hallarás en tu camino. Pero esta acogida cordial y entusiasta no podemos hacérsela nosotros solos: necesitamos de la cooperación de nuestros lectores; y si ellos no patrocinan el pensamiento y unen a la nuestra su buena voluntad, en vano habremos dicho a los reformadores de Barcelona: Prontos estamos a coadyuvar a vuestra santa empresa. Aquellos que durante diez años nos han seguido por el camino que conduce a la mansión de la desgracia; aquellos que no se han cansado de oír los ayes repetidos del dolor; aquellos que no han cerrado su corazón a la misericordia, ni su mano al socorro; aquellos que no miran como extrañas las buenas obras, acojan ésta de la reforma penitenciaria como una de las más santas que puede inspirar el amor a la humanidad y a la justicia. Que cada cual contribuya en la medida de sus fuerzas: el que no logre formar una sección, ofrezca su apoyo personal; el que personalmente no pueda trabajar, auxilie con una limosna, y el que no se halle en estado de darla, preste su apoyo moral a la obra, recomendándola como buena a los que tengan medios de coadyuvar a ella.

La Voz de la Caridad lleva diez años clamando contra el lamentable estado de las cárceles y presidios: nuestros lectores saben cuál es; pero debemos advertirles que, cuanto más los estudiamos, cuanto más procuramos inquirir su situación, es mayor nuestro dolor, nuestra vergüenza y nuestro asombro de que pase desapercibido mal tan grave, mancha tan ignominiosa, y que no se acuda a procurar la reforma penitenciaria, como se acude a un fuego o a dar socorro a un barco que naufraga. Mirada en razón y en conciencia, más peligros ofrece una prisión española que el mar tempestuoso; porque el naufragio que amenaza la vida es menos terrible que aquel en que perecen la virtud y la honra. Y la vida material peligra también y suele perderse en esas prisiones, donde el vicio y el crimen hacen tantas víctimas, y que preparan a muchos de los que recobran la libertad para morir en el patíbulo, o cazados por la Guardia civil, después de haber inmolado muchas víctimas inocentes. ¿Cuántas víctimas cuesta el crimen? No es posible saberlo, pero tampoco cabe dudar que son muchas, y que podrían disminuirse reformando las cárceles y presidios. Pendiente del fallo de los tribunales está un monstruo cuya maldad horripila, y que tal vez sería un hombre, si los dos años que por un delito no grave estuvo en un presidio depravador, los hubiera pasado en una penitenciaría moralizadora: todos los días estamos viendo que los autores o instigadores de grandes crímenes son licenciados de presidio.

Gran pecado comete la sociedad al preparar establecimientos depravadores al delincuente, en vez de proporcionarle medios de corrección; y con ser ese pecado de los que llevan consigo la penitencia, todavía no la mueve al arrepentimiento. Castigada está y afligida por tantos crímenes y delitos como se cometen. ¿Cómo, pues, recibiendo tan grave daño, no procura su remedio? ¿Cómo, si no por deber, por cálculo, no trabaja para que los establecimientos sean correccionales en vez de corruptores, como ahora son?

El egoísmo, para las colectividades como para los individuos, es siempre un mal consejero, y el que dice: ¿qué me importa a mí de lo que pasa en presidio si no he de ir a él? es robado, secuestrado o asesinado por los que de él salen, y todos somos escandalizados o influidos por la pestilencia moral producida por maldades tan horrendas. Así como un cuerpo en putrefacción no se limita a infestar el lugar que ocupa, las cárceles y presidios desmoralizadores son focos purulentos que derraman su influencia pestilente por la sociedad entera, y aunque por la perversión del sentido moral no la percibe, es ley ineludible que se contamina con ellos.

Pero no hablemos al egoísmo, que no escucha más que a sí propio, y dirijámonos al sentimiento del deber, único que en último resultado tiene medios de realizar las aspiraciones del interés bien entendido. La sociedad ¿está en el deber de no corromper a los que pena? La respuesta tiene que ser afirmativa. Y si la sociedad se compone de individuos, los deberes ¿no son individuales? ¿No está obligado en conciencia cada uno a coadyuvar al cumplimiento de lo que es obligación de todos?

Claro está que la cooperación será conforme a los medios del que coopera: lo imposible no obliga a nadie; pero ¿quién que sabe y quiere, no puede hacer algo por una buena obra? ¿Quién no puede en el orden material llevarle su óbolo, o, si esto no es posible, contribuirá que se forme opinión acerca de ella, y explicarla y ensalzarla en su círculo pequeño o grande? Pocos son los que tienen grandes medios, pocos los que en el campo de la beneficencia pueden recoger opimos frutos; pero sembrar puede todo aquel que tiene una idea elevada, un benéfico pensamiento, con la circunstancia de que esta semilla no se gasta por arrojarla, y antes se aumenta a medida que se difunde; de modo que el que ha vivido sembrándola, muere rico de buenas obras, y santificado por ellas vuela al seno de Dios.

Convencidos de que la reforma penitenciaria no podía emprenderse por esfuerzos parciales hechos en el aislamiento, hemos clamado por la Asociación: al fin la Asociación aparece; agrupémonos alrededor de ella y prestémosle apoyo. Sólo la asociación, sólo el conjunto de muchos esfuerzos reunidos y perseverantes puede sacar de su letargo a la opinión pública, y sólo cuando la opinión pública haya despertado, la reforma penitenciaria podrá empezar a ser una verdad. Sin su auxilio, no sólo es impotente para iniciarla el que habla ante un auditorio reducido o escribe para un corto número de lectores, sino el que ocupa un elevado puesto oficial, desde donde se juzga a primera vista que lo puede todo, y donde realmente puede muy poco, y en ocasiones nada.

Nos parece que sin ser sospechosos de adulación vil ni miserable cálculo, podemos ensalzar las dotes de alguno que ocupe un elevado puesto; las del actual Director de Establecimientos penales son tan apreciables como raras, y sus esfuerzos por la reforma penitenciaria en alto grado dignos de alabanza. ¿Por qué el resultado no corresponde a ellos? ¿Por qué muchos son o parecen inútiles? Porque donde había de encontrar auxiliares halla obstáculos; porque se le niegan los medios indispensables para lograr el fin; porque no tiene el apoyo de la opinión pública, y, fuerte con ella, no puede hacer que sea imposible lo que es increíble, y es cierto.

Si el mal ha llegado a un punto que causa dolor y vergüenza, que todos los que se sienten inclinados al bien auxilien a los que procuran remedio. La diferencia de escuela, de partido, de posición social, no es razonable motivo para negar cooperación; ante una necesidad tan urgente, la apatía es culpa; ante una empresa tan noble, el retraimiento no puede venir de impulso elevado; ante las cuestiones morales no puede haber más que dos partidos: el de las personas honradas y el de las que no lo son. El crimen, el delito, es el enemigo de todos los buenos: que todos los buenos se asocien para combatir el delito y el crimen.