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ArribaAbajoLos elementos de la usura

Sabemos que estos elementos son la pobreza, la ignorancia y la inmoralidad; de modo que todo aquello que directa o indirectamente empobrece, embrutece o desmoraliza a un pueblo, contribuye a entregarle a la rapacidad de los usureros, que, entendiéndose bien, no son sólo los que prestan sobre ropas o alhajas real por duro al mes.

Prestamistas hay que, pretendiendo unir su provecho excesivo a su decoro y dar a su proceder un cierto barniz científico, acogen con júbilo las teorías de la licencia que llaman libertad, y en nombre de ella se llaman autorizados para no poner más límites a los réditos que exigen que la posibilidad de cobrarlos, repitiendo los consabidos argumentos contra la tasa del interés y lo absurdo del interés legal, etcétera, etc.

Distingamos estas dos cosas. Ya se sabe que no es justo ni posible pasar un nivel por toda clase de préstamos, que, haciéndose en diferentes condiciones, no pueden equipararse para sujetarlos a una tarifa de réditos igual para todos: esto en muchos casos no sería equitativo, aunque fuera hacedero, que no lo es, por la facilidad de burlar la ley y la imposibilidad de aplicarla en justicia; no abogamos, pues, por la tasa.

Pero el interés legal es cosa distinta; tiene que existir para cuando, sin haber estipulado ninguno, los tribunales ordenan que se abone; hay menores que por sí no pueden estipularle, o en otros muchos casos, aunque se diga que son excepcionales, no será menos cierto que hay algunos en que la ley tiene que fijar el interés del dinero. Y para fijarle, ¿no se sigue, no puede seguirse ninguna regla equitativa? El tanto por cierto que fija la ley, ¿no tiene, no puede tener sentido económico ni valor moral, y es una cosa arbitraria que se refiere al bolsillo, sin ninguna relación con la conciencia?

Tal podrá ser el parecer de muchos, pero no de todos, ni creemos que de los más; si se fijara el interés legal en uno por ciento, por unanimidad se convendría en que era muy bajo, y muy alto si se marcara el cincuenta; prueba que entre estos dos extremos hay un medio que parece más aceptable y equitativo. ¿Cuál es ese medio? ¿Será el tres, el seis o el nueve? Eso es lo que habría que determinar en presencia de los datos que resultasen de una información amplia, y después de pública discusión y estudio detenido: lo resuelto en tales condiciones tendría, no sólo valor legal, sino moral, y la autoridad que toda ley necesita y acaso más que ninguna la que se refiere a transacciones, que generalmente se sustraen a ella de derecho.

Bien estudiada y meditada la cuestión, y llevado a los ánimos el convencimiento de que se estudió y meditó, lo que se determinara en razón tendría el mayor número de probabilidades posible de resolverse en justicia, y lo que era justo, para los casos en que la ley debe y puede intervenir, no podría menos de parecerlo en otros en que interviniese. Ya sabemos que los usureros, tanto los que disponen de reducidos fondos como los millonarios, para nada tendrían en cuenta lo dispuesto por la ley; pero las gentes honradas que se fijaran, no sólo en su mandato, sino en las razones que hubo para formularle, podrían comprender su moralidad y cómo, al llevar por un préstamo rédito mayor que el fijado, cometían un acto inmoral. Hay personas honradas, timoratas, que, a merced de la anarquía que respecto a este asunto reina en las ideas y en los principios, llevan, sin que nada les diga la conciencia, el mayor rédito posible de las cantidades que prestan, creyéndose muy distantes de merecer la calificación de usureros y siéndolo realmente. Aunque no llegue a codicia el deseo de ganancia, basta la natural propensión de acrecentarla para arrastrar insensiblemente hacia la usura si principios bien fijos, reglas bien determinadas y la pública opinión no detienen en la resbaladiza pendiente.

Si el rédito legal se fijara con las condiciones que dejamos indicadas; si por las personas rectas se considerase como el único moral, la usura existiría ciertamente, pero limitada a los usureros, y nadie que se avergonzase de serlo cobraría sin rubor los intereses más excesivos como hoy acontece. Llamando la atención sobre el asunto, discutiéndolo, ilustrándolo, sería más frecuente hacerse esta pregunta: ¿Es equitativo sacar un interés tan grande como sea posible de un capital que se presta, cuando no se hace más que prestarlo, cuando en el negocio no se emplea trabajo ni inteligencia y cuando además, si no se abusa, se utiliza la situación apurada en que por lo común se encuentra el que pide prestado? Cuanto mayor fuere el número de los que contestasen negativamente, tanto menor sería el de los que podríamos llamar usureros de buena fe, y cuyo proceder, si no se legitima, puede disculparse en la anarquía de ideas y principios, en las teorías de libertad ilimitada para establecer condiciones ventajosas en todo género de contratos, y en la opinión que los sanciona o al menos no los reprueba enérgicamente cuando merecen reprobarse. El cebo de la fácil y cuantiosa ganancia, el interés y el egoísmo que por sí solos tienen tantos medios de seducción, ¿qué no podrán contando con auxiliares tan poderosos? ¡Cuán difícil no será entrar en la investigación de si es malo lo que se tiene por bueno y resulta cómodo y aceptar aumento de trabajo mental y diminución de beneficio pecuniario!

No es necesario encarecer la dificultad de contrarrestar tan fuertes y varios impulsos como favorecen la propensión a realizar grandes ganancias sin trabajo; pero aunque la empresa sea dificultosa debe acometerse, rodeando de merecido prestigio a las prescripciones legales respecto al interés del dinero, haciendo comprender el espíritu de la ley y su moralidad, que no deja de ser obligatoria para la conciencia, aunque no esté sancionada por el fallo de los tribunales, ni tenga el apoyo de la fuerza pública.

Hay un número considerable de personas poco activas para investigar cuál es en todo su deber, poco enérgicas para romper con la rutina que los aparta de él, pero incapaces de hacer lo que prohibe, cuando claramente lo comprenden. Estas personas no exigirían un interés excesivo por el dinero que prestan si estuvieran persuadidas y supieran que los demás lo estaban, de que semejante ganancia no era equitativa. A pesar de la sed de oro, el buscarle incondicionalmente no es regla tan general; hay quien tiene otras y, al dar dinero a préstamo, busca ganancia razonable, justa y no usuraria.

¿Cuál es lo justo? -se pregunta. Y podría responderse: el rédito legal, si éste se estableciera después de profundo estudio, y aún tal como está no falta quien se ajusta a él voluntariamente, repugnando llevarlo más crecido. Importa más de lo que se cree establecer en este asunto una norma con prestigio merecido, porque importa siempre deslindar bien todos los deberes, y que no hagan mal sino los malos; la usura se limitaría mucho si sólo se ejerciera por los usureros, que por tales se tienen y son tenidos, y no pudieran hacerse decorosamente cosas que en realidad son indignas.

Esto no puede lograrse sin difundir la ilustración, sin desvanecer errores o ignorancias que tuercen la conciencia o la hacen acomodaticia para transigir con sofismas lucrativos. Sin duda que los establecimientos de crédito de todas clases en razonables condiciones limitan los estragos de la usura y a toda costa deben multiplicarse, pero no se prescinda en esta cuestión, como en tantas otras, del elemento moral que es común tener en poco o en nada tratándose de problemas económicos. Bien está que se haga guerra a la usura con medios pecuniarios, pero que no por eso se olviden los morales e intelectuales. Que el niño en la escuela, el joven en el instituto, el hombre en la universidad y todos donde se enseña o debe enseñarse moral, aprendan que no lo es realizar una excesiva ganancia prestando dinero sin emplear trabajo ni inteligencia, y aprendan que el rédito legal puede servirles de regla, que, si no tiene toda la perfección apetecible, siempre será mejor que las formuladas por la codicia, el mal ejemplo y la libertad licenciosa que pretende cubrir sus deformidades con arreos científicos.

Lo vago de las ideas y lo erróneo de los principios dan siempre por resultado la imperfección de las leyes, o su falta de cumplimiento si son justas, y así sucede en lo que directa o indirectamente puede influir en la usura: ni las autoridades, ni los árbitros, ni los tribunales, la hostilizan como debían y podían en muchos casos, sin salirse de sus atribuciones ni infringir ningún precepto legal. Por otra parte, el legislador se abstiene en ocasiones en que debería intervenir, ya sea por respeto a supuestos derechos, ya por una fe absoluta en la libertad, ya porque prepondere en su concepto la acción del individuo sobre la del Estado.

Nadie pretende que haya derecho contra el derecho; pero la dificultad práctica está en definir el derecho en cada caso particular, y, concretándonos al que nos ocupa, saber hasta dónde llega el del prestamista y de dónde no debe pasar.

Suponemos que ni los individualistas más resueltos, ni los partidarios más acérrimos de la libertad, sostendrán que no debe tener limitación alguna la del que presta, lo mismo si se trata de estipular réditos, que de cobrarlos en cualquiera circunstancia en que se encuentre el deudor. Si éste se halla enfermo, no querrán que se embargue la cama que ocupa para satisfacer la deuda, o si en un buque donde escasean los víveres o en una plaza sitiada se halla a ración, no pretenderán que se le embargue. Tales casos son extremos, pero conviene citarlos, a fin de poner en relieve que aún para los más resueltos sostenedores de la libertad que tiene el prestamista de estipular todas las condiciones que voluntariamente sean aceptadas, y del derecho de hacerlas cumplir, este derecho no puede ser absoluto.

En los ejemplos propuestos, el derecho a la vida que tiene el deudor es más sagrado que el de cobrar, que asiste al prestamista; y como esto es evidente para todos, nadie considera equitativo el que se embargue para pagar una deuda la ración del que sin ella se moriría de hambre.

El mismo espíritu de equidad inspira otra determinación análoga: se da un paso más en el mismo camino, sustrayendo a la acción del acreedor el jornal del deudor, y cuando constituye su único recurso se dice que no hay de qué cobrar: tampoco, y por la misma razón, pueden embargársele los instrumentos de trabajo, etcétera, etc.

Aunque las relaciones económicas de los individuos entre sí y con el Estado no ocupen por lo común el lugar que merecen en la historia, todavía consigna gran número de hechos que revelan la lucha entre deudores y acreedores; lucha que a veces toma las proporciones de un conflicto público, lucha en que la ley, unas veces es inexorable, otras enmudece, otras aparece hollada, y en que el legislador ya se inclina a favorecer al que debe, ya al que dio prestado. Desde el jubileo de los judíos, que solventaba todas las deudas, hasta el que por ellas es reducido a prisión en los tiempos modernos, ¡cuántos cambios y oscilaciones y alternativas!

Y ocurre preguntar: ¿El progreso consiste en dar al acreedor las mayores seguridades posibles, en garantizar su propiedad a todo trance, o en amparar al deudor contra exigencias que le abruman, le aniquilan? El progreso es la realización de la justicia o la marcha hacia ella, y si podemos saber lo que es justo, tendremos medios de determinar lo que constituye el adelanto en el asunto que nos ocupa.

Cuando se dice que la propiedad es una cosa sagrada, se dice bien en cuanto constituye un derecho; se dice mal entendiendo la consagración de las cosas materiales, que, por estar apropiadas, adquieren una importancia superior a la que tienen las personas. Esto aparece bien claro en la prisión por deudas, en que, sin investigar si hay culpa, se priva a un hombre de la libertad, posponiendo lo que es esencial a la persona, a la seguridad de una cosa y para que el dueño no se vea privado de ella. Aquí hay, sin duda, el error de que la propiedad debe asegurarse a toda costa, aunque sea sacrificando la libertad. A toda costa no debe asegurarse más que la justicia: todas las demás cosas deben garantizarse a medida de su importancia; y como la libertad, la honra y la vida valen más que la hacienda, para asegurar la suya nadie tiene derecho a sacrificar la honra, la libertad ni la vida de otro, y por eso la prisión por deudas es injusta, como lo sería el embargo de la ración del que la necesita para no morirse de hambre.

Conservando el respeto, pero rechazando la idolatría de la propiedad, que quiere asegurarla cueste lo que cueste, no se darían al acreedor sino aquellas garantías razonables que amparan su derecho sin atropellar otro más sagrado, ni se considerarían como progresos aquellas leyes que atienden, principalmente, a asegurar la cobranza, desentendiéndose de consideraciones más atendibles en muchos casos.

Las leyes se resienten, a veces, de no haber estudiado el asunto que es objeto de ellas, y como las penales no siempre revelan conocimiento del delincuente, tampoco indican tenerlo del propietario todas las que se proponen asegurar la propiedad. Y, no obstante, el derecho que la asegura no es una cosa material ni abstracta, sino la fórmula de la justicia, que el hombre comprende y el legislador procura realizar, lo cual no conseguirá prescindiendo del conocimiento de aquellos a quienes ha de aplicarse la ley. Este conocimiento, el legislador no puede individualizarle, no puede formular el precepto legal para una persona determinada; pero puede y debe estudiar la clase de personas para quien legisla, a fin de cumplir su misión, que es favorecer las actividades que se dirigen al bien y poner obstáculos a las que se emplean en el mal.

La propiedad del prestamista se halla en una condición especial; está en poder de otro, y necesita forma especial también de la protección que se le dispensa. Esta protección no puede darse a ciegas o incondicionalmente, y de hecho no se da, puesto que hay circunstancias en que las cosas pertenecientes al deudor no pueden adjudicarse al pago de la deuda. Para esta determinación, el legislador ha estudiado la situación de toda una clase de personas, a quienes se privaría de lo estricto necesario para la vida o de los medios de trabajar, y ha resuelto en consecuencia. Así, pues, no le señalamos un camino nuevo; únicamente deseamos que dé un paso más por el que ha emprendido; deseamos que extienda el círculo de sus investigaciones; que no las limite a la situación del bracero a quien se embargase el jornal; que las extienda a los que viven al día y no pueden vivir de otro modo; que estudie el préstamo, clasificando los próstamos; que estudie al prestamista y al deudor, tomando nota de las condiciones en que se pide y con que se da prestado. Abierta una amplia información sobre el asunto, creemos que el resultado sería aumentar el número de los que no ofrecen al acreedor garantías legales y cegar a la usura una de sus más ricas minas.

Se dirá tal vez que negar la garantía legal de una parte de un corto sueldo es hacer un gran perjuicio al que le disfruta, porque no encontrará quien le preste y podrá verse en un terrible apuro; tal vez en una situación desesperada, lo cual no sucedería si pudiese ofrecer al prestamista la garantía de una parte de su haber.

Responderemos, primeramente, que al dar en garantía una parte de un corto sueldo se da lo que no se tiene; aquella cantidad que se asigna al acreedor podrá ser, pero no es propiedad del deudor, que no la ha ganado, que puede perder su destino, su sueldo o morirse. Hay, pues, un vicio esencial en esta garantía; el que se contenta con ella corre un albur; el que la ofrece podrá estar de buena fe o no estarlo, y la ley que regulariza cosa tan irregular deja bastante que desear bajo el punto de vista de la moralidad.

Pero supongamos que esta garantía, constituida por lo que aún no se posee, por lo que tal vez no se poseerá y que tantas veces resulta ser imaginaria; supongamos por un momento que es positiva y presente; queda otra cuestión, la principal, que puede formularse así:

¿Quién ofrece la garantía de los pequeños sueldos?

¿Para qué se ofrece?

¿A quién se ofrece?

No ha mucho, según dijeron los periódicos, el señor Presidente del Consejo de Ministros pensó en suprimir la garantía del embargo de parte del sueldo respecto a una clase numerosa que le cobra del Estado; luego, tal vez por el modo con que la idea fue recibida por una parte de la prensa o por otras causas, parece haber desistido del pensamiento, y fue lástima. No porque nos parezcan mejor las generaladas que las alcaldadas; no porque estuviéramos conformes con que por una Real orden o un Real decreto se determinase con ligereza lo que debe ser objeto de una ley maduramente estudiada, sino porque en principio estábamos conformes con aquella determinación, en la esencia justa, a nuestro parecer, y altamente beneficiosa para la moral por muchos conceptos.

Y volviendo a las preguntas hechas más arriba, nos parece que los hechos bien comprobados responderían por regla general:

1.º Que al embargar parte de un corto sueldo para pago de una deuda, se priva al deudor de lo que puede llamarse un jornal, puesto que el que lo disfruta vive al día, con todo él no puede realizar economías, y mermado no puede vivir tal vez en absoluto y de seguro relativamente a la clase a que pertenece.

2.º Se ofrece la garantía de una parte de los pequeños sueldos para obtener, con réditos enormemente usurarios, recursos que por lo común no se emplean bien y que por regla general, o remedian apuros consecuencia de desórdenes, de prodigalidades, cuando menos de imprudencias, o directamente reciben un empleo reprobado por la moral.

3.º La garantía del embargo de una parte de los pequeños sueldos se ofrece a los que prestan con intereses enormemente usurarlos, al 60 o al 100 por 100; de modo que la ley da su eficaz protección a los que realizan ganancias tan excesivas sin inteligencia y casi sin trabajo, y prosperan a costa de la ruina de sus deudores: la misión de la ley, que aún reduciéndola a un papel negativo es contener las actividades perturbadoras del orden, aquí les da pábulo, estimulando con su apoyo un lucro inmoral.

Tratándose de casos muy numerosos en que intervienen multitud de personas, claro es que tanto entre los deudores como entre los acreedores los habrá de moralidades y situaciones muy diferentes; por eso hacemos todo género de salvedades respecto a las excepciones, pero bien persuadidos de que la regla es la que hemos indicado, y que la medida de suprimir el embargo de los pequeños sueldos sería en bien de la moral y en daño de la usura. Ya sabemos que no puede suprimirse por medio de leyes y decretos, pero algo podrían hacer los legisladores y las autoridades con medidas del género de las indicadas; y haciendo aplicación más amplia de principios que se admiten y en parte se realizan ya, no es indiferente que la legislación y las prácticas administrativas auxilien, en vez de combatir, los elementos de la usura.

Madrid, 4 de Diciembre 1879.




ArribaAbajo¿Por qué no le envía usted a la escuela?

Los que han visitado pobres con niños que se consumen en casa o pillean por la calle, habrán hecho a su madre la pregunta que antecede, contestada en muchas ocasiones con estas o semejantes palabras: -No puede ir porque está descalcito. -¿Cómo quiere usted que lo mande si está desnudo?

Donde, quiera que hay pobres, y los hay en todas partes, acontece algo parecido; pero en otros países donde se comprenden los graves males que vienen de que los niños no reciban otra educación que la del arroyo o la casa de vecindad, las personas caritativas se apresuran a evitarlos. Como prueba de esta afirmación pueden citarse muchos hechos: nos limitaremos a dar a conocer a nuestros lectores los que consigna La Croix Rouge de Bruselas, en el siguiente artículo, titulado Obra de la ropa vieja:

«Muchos niños no pueden asistir a la escuela por carecer de vestido, y sus padres, reducidos a la miseria por imprevisión, enfermedad o falta de trabajo, se hallan en la imposibilidad de vestir a estos desdichaditos, a quienes la miseria condena a la ignorancia.

»Esta situación inspiraba interés de los filántropos prácticos que, caritativos con prudencia, hacen punto de empeño en que la caridad no ayude a permanecer en una situación miserable, sino que, por el contrario, sea un medio de salir de ella. Éste es el fin de la Obra de la ropa vieja, fundada en 1877. Su objeto es facilitar a los niños pobres vestidos con que puedan ir a la escuela, y sus medios son los siguientes:

»Limosnas de los socios.

»Donativos en dinero o ropas que puedan arreglarse.

»Producto de fiestas a beneficio de la obra.

»Subvenciones concedidas por la ciudad de Bruselas y algunas asociaciones.

»Los principios fueron modestos y difíciles, pero al segundo año la Asociación empezó a prosperar. Así, mientras que en 1878 los ingresos f neron de 2.158 pesetas, han llegado a 5.646 en 1879, comprendiendo en esta suma los donativos y el producto del concierto dado en el Palacio de la Bolsa.

»En 1878, la Asociación vestía 120 niños; en 1879 ha vestido cerca de 600 de ambos sexos.

»La Obra de la ropa vieja ha prosperado, no sólo en Bruselas, sino en otras ciudades, como Amberes, Lovaina, Mons, Charleroi, Gante, Lieja y Spa.

»La idea ha pasado las fronteras, y las ciudades de Maestricht, París y Burdeos han pedido noticias acerca de la organización y modo de funcionar la obra.

»La gran cuestión de la enseñanza popular es compleja, y alrededor del organismo principal se agrupan cuestiones secundarias que no carecen de importancia; es una de ellas el vestido de los niños muy pobres, y que no se convierta en obstáculo para su instrucción es el objeto que se ha propuesto la Obra de la ropa vieja.»

Tal es el hecho, que probablemente no pasará de noticia, no se convertirá en ejemplo; tal la idea, que salvó la frontera belga y que probablemente no salvará la española.

Dichosos países donde un buen pensamiento halla siempre buena acogida; desdichados aquéllos donde cae como la semilla sobre la roca. También en Madrid tuvimos Obra de ropa vieja, aunque sin el determinado objeto de que sirviese para los niños tan sólo; también tuvimos Taller de caridad, donde se arreglaba la ropa. ¿Qué se hizo? Pasó


Cual pasan nobles pasiones
Por las almas degradadas.

Dispersas por vicisitudes de la suerte las caritativas operarias, no han tenido medio o les ha faltado voluntad firme para volver a reunirse; y aunque su paso parecía seguro, se vio que caminaban


Sin huellas y sin raíces
Como barcos por el mar.

Peor. El mar devuelve a veces parte de lo que traga, o permite que se extraiga de sus profundidades; pero aquí las buenas ideas y los buenos ejemplos parece que caen en un abismo insondable. ¿Qué importa que los niños no vayan a la escuela porque no tienen vestido, y no se instruyan porque no van a la escuela? Para ser vagos o bandidos, víctimas de los que los oprimen, instrumentos de los que los soliviantan, víctimas o verdugos, ¿los niños pobres necesitan que los recojan del arroyo y los instruyan en la escuela? A su lado pasan los que debieran ampararlos, sin ver en ellos el futuro ladrón o secuestrador de su hijo, el que todavía alcanzará a despojarle de la hacienda o amenazar su vida. ¿Hay cosa más imprevisora que el egoísmo?

¡Pobres niños, rodeados de miseria física y moral, y conducidos por el dolor, el abandono y el mal ejemplo a todos los caminos de perdición! No ha mucho se quejaba con razón el señor Parra de que no se cumplía la ley que los protege contra la codicia y la inmoralidad de saltimbanquis y acróbatas. Los alcaldes y gobernadores tienen otras cosas que hacer, y no pueden ocuparse de que se lleve a efecto lo mandado respecto a estas infelices criaturas. ¿Y el público? El público, que va a las ejecuciones capitales, que hace y tolera tantas cosas que no debía hacer ni tolerar; el público, que no levanta su voz unánime, poderosa, contra el cepo y el grillete, autorizado reglamentariamente contra miles de españoles, ¿cómo se ha de levantar y retirarse del espectáculo donde trabajan niños ilegalmente? Cuando los deberes no están escritos en la conciencia, es en vano escribirlos en las leyes.

Gijón 8 de Julio de 1880.




ArribaAbajoLa Cruz Roja Belga

Más de una vez hemos hablado con el elogio que merece de esta institución y del caritativo pueblo donde ha echado tan profundas raíces, y que ha extendido sus beneficios adonde quiera que había heridos o enfermos en campaña que socorrer, cualquiera que fuese su patria y su religión. Hoy debemos consignar un nuevo progreso en su camino, y un nuevo título al aprecio del mundo y a las bendiciones de los que sufren y de los que compadecen. La Cruz Roja Belga había consolado ya muchos dolores que no eran consecuencia de la guerra; pero hoy extiende ya su esfera de acción de un modo terminante y definitivo, consignándolo en sus estatutos, cuyo artículo primero dice así:

«La Sociedad nacional belga de La Cruz Roja tiene por objeto auxiliar a las víctimas de las catástrofes imprevistas, como guerras, epidemias, inundaciones, incendios, hambres, naufragios, sin distinción de religiones ni de nacionalidades

La Cruz Roja austriaca acaba de constituirse bajo el protectorado de los Emperadores, no limitándose ya al socorro de los heridos en campaña, sino extendiendo su acción a las víctimas de grandes catástrofes o desgracias.

Al saludar con amor y respeto a estas benéficas o incansables asociaciones, y al considerar lo que hacen las análogas de nuestra patria, un sentimiento de profunda amargura llena nuestro corazón. ¿Qué hace La Cruz Roja en España? Su grande aspiración debe ser a que se olvide que existe.




ArribaAbajoAl sr. D. G. A. G.

No es la primera vez que sus iniciales aparecen en La Voz de la Caridad como prueba de la suya y testimonio de nuestra gratitud y del consuelo que nos trae siempre un acento amigo que dice: No caminéis solos por el desierto. -Usted es el único, hasta ahora, que ha venido a ponerse a nuestro lado para formar la Liga contra la contribución sobre el hambre, y es posible, y aún probable, que sólo permanezca con nosotros. ¿Por ventura entre los lectores de nuestra Revista no hay más que usted amante de la justicia y de la desgracia? Ciertamente que no se explica así el aislamiento en que nos dejan; pruebas tenemos de que entre nuestros suscriptores hay muchos que compadecen a los necesitados; pero son españoles, y en España hay poco espíritu de asociación, poca fe en lo que se puede hacer contra los Gobiernos, que siempre hacen lo que quieren, hasta que la fuerza no los derriba para entronizar otros que harán también su voluntad, mientras no hallen algún obstáculo material. Más bien que la calma de la resignación cristiana, tenemos la inercia del fatalismo árabe, y, esclavos o rebeldes, no comprendemos el deber y la fuerza de las protestas razonadas y perseverantes. Somos como aquel loco inmóvil en un sillón donde su madre le había atado con un hilo, que él imaginaba cadena que no podía romper; con la diferencia deplorable de que los que nos atan no lo hacen con maternal piedad.

De todas maneras, si la caritativa cooperación que usted nos ofrece resalta inútil para nuestro propósito, siempre será eficaz para nuestro consuelo.

Gijón 23 de Julio de 1880.




ArribaAbajoHay Irlanda, pero no hay Cobden

Pronto hará un año que, conocido el resultado de la cosecha, que fue en general muy mala, y conocidas también otras causas de miseria, previeron que iba a ser muy grande todos aquellos que se ocupan de los miserables y los compadecen. No deben ser muchos en España, a juzgar por los resultados; o su actividad ha sido poca, o han encontrado tantas actividades para el mal y tan invencibles inercias para el bien, que esto no ha podido realizarse. El hecho es que en vano clamaron unos cuantos incansables para clamar en desierto; ninguna de las medidas indicadas para combatir el hambre que amenazaba se adoptó, y el hambre vino, y la vieron impasibles los que no la tienen y, en vez de remediarla, la agravan. Los periódicos trajeron casos de muerte inmediata por falta de alimento; hablaron de comarcas cuyos habitantes buscaban con ansia alimentos que nunca lo habían sido más que de animales y son impropios para sustentar al hombre. La emigración tomó proporciones nunca vistas, no limitándose ya a las provincias del Norte, que pueden llamarse las de la pobreza. Empezó la emigración de la miseria. El litoral de Levante enviaba sus hijos a África, y las provincias fronterizas de Francia y Portugal, a estas dos naciones. La última llega a reclamar por la vía diplomática respecto al gran número de miserables que van de España, cuyo Gobierno recomienda a las autoridades que dificulten la autorización para pasar la frontera portuguesa. En Cataluña se reclutan colonos para las posesiones francesas de la Oceanía, y cualquiera que sea el objeto de la colonización, no se haría con catalanes que no tuvieran hambre. En Galicia, por la mayor densidad de la población y por otras causas, la miseria ha tomado proporciones que la compasión no puede contemplar sin dolor profundo y sin cólera el sentimiento de justicia. En su artículo La Miseria en Galicia, el Sr. D. Manuel Murguía dice: «El Diario de Lugo, describiendo el angustioso espectáculo que se presentó ante sus ojos el primer día de reparto de socorros, dice que pasaban de dos mil los pordioseros, y que en un radio relativamente corto se calcula que excede de veinte mil las personas que son víctimas de la miseria. ¡Qué elocuentes, pero también qué terribles cifras!»

En corroboración de ellas, hay un dato de elocuencia todavía más desconsoladora. En la provincia de Lugo, en el mes de Abril último, el número de defunciones ha sido mayor que el de nacimientos. Las personas que saben algo de estadística, de fisiología y del natural incremento de la población gallega comprenderán hasta qué punto es necesario que esté asolada por el hambre para que decrezca en vez de aumentar rápidamente, como sucede aún en el estado normal, que es el de pobreza grande. Nadie que tenga corazón y sepa lo que estos números significan, puede leerlos sin estremecerse. El hambre, ¿ha impedido nacer, o ha hecho morir? Las dos cosas; y ¿quién sabe cuál de ellas supone mayor suma de dolores? Al considerarlos ocurre la idea de que parece una fortuna no haber nacido en un país en que se muere de hambre, ¡Y qué país, Dios mío! Tierra infeliz en que vi la luz, en que la vieron muchos que pueden ser honra de cualquier suelo, digan lo que quieran los que no te respetan ni por desdichada; tierra en que los ojos se deleitan y el corazón se aflige, ¿de qué te sirven tus campos siempre verdes, tus ríos con arenas de oro, tu vegetación de eterna lozanía, tus valles de hermosura tanta que parecen atraer y cautivar al mar bravío que mansamente se entra por ellos? ¿No te habrá sido dada semejante belleza sino para hacer más horrible el contraste entre tus riquezas naturales y tus sociales miserias?

Ahí estás, más bella todavía que Irlanda y no menos infeliz. ¿Quién puede verte sin indignación y sin lástima?

Sí; la indignación se siente, al mismo tiempo que la piedad, en presencia de males como la miseria de España, que se han agravado por los mismos que debían atenuarlos. Los ricos que viven del trabajo de los pobres y los olvidan en momentos de suprema angustia; las corporaciones apáticas o imprevisoras que no comprenden que hay que acudir al hambre cuando de individual se hace colectiva, como a un incendio, para que no tome cuerpo, y propague sus consecuencias físicas y morales; el Gobierno que, semejante a un usurero de los más sórdidos, cuenta cuánto podrán valerle los derechos -¡derechos!- que el hambre paga en la aduana por donde entra el grano que viene del extranjero;13 los representantes de la contribución sobre el hambre, como se ha llamado ya, atentado inhumano que los hubiera hecho condenar por el tribunal (si le hubiese) de la opinión, y de que tendrán que dar estrecha cuenta ante al tribunal de Dios. ¡El mísero pueblo haraposo y hambriento, pagando esos soldados y esos empleados bien vestidos y bien mantenidos, para que no dejasen desembarcar el grano sino con un sobreprecio que no puede satisfacer! Injusticia cruel, cuadro doloroso, verdad inverisímil y que parecerá increíble cuando los hombres sean un poco más razonables.

¿Cuántos millones ha valido al Erario y está valiendo y valdrá la contribución sobre el hambre? A los que los cobran y se los comen no se les debe decir porque es inútil; pero al país le diremos que ese dinero es de perdición, como dijo el Apóstol del que era fruto de la simonía, y que esas monedas que por fuerza echaron manos descarnadas en las arcas del Estado, no pueden ser un elemento de prosperidad, sino de decadencia y ruina.

Tenemos, pues, Irlanda, aquella Irlanda de los peores tiempos, en que el hambre hacía víctimas cuando el Gobierno inglés no permitía entrar cereales hasta que estaban a un precio exorbitante. Tenemos Irlanda, aquella que, según se decía entonces, había pasado a la Gran Bretaña, y estaba representada en los barrios miserables de las grandes poblaciones inglesas. Tenemos Irlanda en Poniente y en Levante; en el Norte y en el Mediodía. Pero ¿dónde está Cobden? ¿Dónde está el pueblo inglés de que fue como el representante y el agente? ¿Dónde está La Liga, esa asociación que, en nombre de la humanidad, de la justicia y del patriotismo, se levantó, no en armas, sino en razones, contra las leyes que, imposibilitando o dificultando la introducción de cereales, mataban al pueblo de hambre, y después de una lucha perseverante alcanzó la victoria? No hay Cobden porque no hay Liga, y no hay Liga... ¡Por qué! ¿Por qué? Yo os lo diré por qué, sin balbucear disculpas, ni decir la verdad a media voz: no hay Liga porque no hay humanidad ni sentimiento de justicia; porque no nos afligimos de ver a nuestros hermanos muertos de hambre; porque no nos indignamos al considerar el destino que se da a esos millones que han echado por fuerza en las arcas del Tesoro miles de manos descarnadas por la miseria; porque la conciencia no nos remuerde y no interponemos el veto de la opinión pública entre la multitud hambrienta y la cruel rapacidad fiscal. Por eso hay Orovios o Cos Gayones; ¿qué más da un nombre que otro? ¡El Gobierno! ¿Por ventura debe pedirse a los Gobiernos lo que ellos no pueden dar, puesto que sólo por muy rara excepción lo han dado alguna vez? A los Gobiernos no hay que pedirles que hagan bien, sino obligarles a que le hagan; el hecho está bien demostrado por la Historia, y tiene explicación, aunque no sea éste el lugar de darla. Y cuando decimos obligar, ya se comprende que no hablamos de coacción física, sino de coacción moral.

Ya sabemos que los derechos sobre sustancias alimenticias de primera necesidad no son la única causa de la miseria, pero sabemos también que la agravan, y que el Estado, sirvióndose de la fuerza y de la ley para hollar la humanidad y la justicia, es uno de los cuadros más propios para sublevar la conciencia pública. La conciencia pública no se subleva, no despierta de su letargo; se ve la señal del cauterio y no se observa señal de sensibilidad. Pero, en fin, la conciencia no muere, es inmortal como Dios, de cuya divina luz es pálido reflejo, y a ella nos dirigimos. ¿Nos escucharán muchos, alguno, nadie? ¡Quién sabe! Lo único que nosotros sabemos es que debemos hablar, por si hubiese quien escuchara; la palabra, que se nos ha dado para decir la verdad y consolar el dolor, no debe permanecer muda ante la injusticia, el error y la desgracia. Si entre los que nos leen hay alguien, hombre o mujer, que está dispuesto a formar Liga contra los derechos de aduanas sobre artículos de primera necesidad; si hay alguien que quiera ponerse a nuestro lado para combatir las leyes crueles, que se venga, que nos diga: Aquí estoy.- Sino hay nadie, seguiremos caminando por el desierto, y con apariencia de dementes como los que hablan solos.

Gijón 6 de Junio de 1880.




ArribaAbajoLas víctimas del trabajo

Sea que como en verano hay más obras hay en ellas más desgracias, sea que se dé a éstas mayor publicidad, como noticia pasto de la curiosidad, no como amonestación a la concienciaa o como asunto de lástima, es lo cierto que en estos últimos días se han puesto en conocimiento del público con deplorable frecuencia desgracias ocurridas a trabajadores que se caen de las obras o quedan sepultados bajo sus escombros; pero la repetición de estos hechos no logra despertar a la justicia, ni conmover la caridad. La ley no prescribe las precauciones con que deben ejecutarse los trabajos peligrosos o insalubres; los reglamentos,cuando los hay, aún defectuosos o incompletos, no se cumplen, y el público lee la noticia de las desgracias como si no pudiera y no debiera evitarlas.

Varias veces hemos tratado este dolorido asunto, clamando en vano en el desierto de la indiferencia con que se mira al operario que muere o se inutiliza cayéndose de una obra y a los hijos que deja en la miseria. Hoy que los de Madrid han perdido uno de sus protectores, es aún más deplorable el abandono de que son víctimas sus padres. Aunque sea inútil, que lo será probablemente, debemos recordar lo que decíamos hace más de cuatro años:

«En otros países, los andamios para la construcción de edificios tienen barandillas, de modo que el operario, aunque tropiece y caiga, cae dentro. Para los revoques, toda clase de reparaciones y obras en los tejados, se ponen redes, y el sistema de Mr. Edmundo Laureney es sencillo y poco costoso. No intentaremos dar de él una descripción detallada, que sin láminas acaso vendría a ser inútil; basta a nuestro propósito manifestar que el operario que trabaja con exposición de caer, tiene siempre debajo una red, que por medio de poleas baja y sube, estando constantemente cerca de los andamios, de modo que la caída en ella no ofrece ningún peligro; su coste vendrá a ser de unos 2.500 reales, y como se deteriora poco, terminada una obra, sirve para otra y otras. De tantos ricos como gastan en un capricho 125 duros, ¿no habría uno que los destinase a esta grande obra de caridad y a este buen ejemplo? De tantas personas como, sin ser ricas, hacen gastos superfluos, ¿no habría algunas que, reuniendo cortas cantidades, mandaran construir una red Laureney, enseñando con el hecho práctico a los que no saben, recordando a los que olvidan, convenciendo a los que tienen por imposible todo lo nuevo, y ejerciendo una especie de coacción moral sobre todos los que deben disminuir el número de víctimas del trabajo?»

No, no ha habido nadie; ni rico, ni regularmente acomodado, ni grande, ni mediano, ni pequeño, ni solo, ni asociándose, que hiciese nada eficaz a favor de los pobres, que por ganar la vida se exponen a perderla, y la pierden tantas veces.

Nosotros continuaremos, con la monotonía de un quejido, intercediendo por ellos, con más deseo que esperanza de que nuestro clamor no sea vano. El P. Gratry confiaba mucho en el poder de la repetición, sin duda porque no había escrito en España sobre caridad y justicia.

Gijón 12 de Agosto de 1880.